Tea and crumpets

Nos habría gustado mucho que D. Luis Infante hubiese leído y apreciado estas líneas

Acaba de fallecer D. Luis Infante de Amorín. Por un sinnúmero de motivos, se trata de una de las mayores pérdidas recientes que ha sufrido la Causa en España. No abundaremos en los muchos y justos homenajes y artículos en reconocimiento a sus muchos años de generoso servicio a la Comunión y al Rey, porque con mejor derecho lo podrán hacer otros. Pero sí diremos, por la parte que nos toca que, en adelante, enviaremos nuestros artículos a la redacción de este periódico con temor y temblor sabiendo que, por más esfuerzos que se hagan, nos parece muy difícil, cuando no directamente imposible, que La Esperanza consiga encontrar un cazafaltas tan talentoso y eficaz como nuestro añorado correligionario. Y, también, porque con Luis Infante desaparece (aunque nos esforzaremos mucho, personalmente, por poner remedio a este problema), uno de los más geniales anglófilos del mundo carlista. Nos habría gustado mucho que D. Luis hubiese leído y apreciado estas líneas, pero, en fin, él está ya donde ningún mal del cuerpo ni del espíritu (como dicen que puede ser la anglofilia) puede ya atacarle.

Resulta que Jane Austen también es una facha. No sé por qué: únicamente me limité a leer la entradilla de un artículo que hablaba de Austen y de otros autores clásicos censurados por el wokismo rampante. Quizás han descubierto que utilizó la palabra «negro» en una de sus novelas; probablemente para describir el atuendo de una respetable viuda, pero ya era tarde…

Comprenderán que no pueda desaprovechar la ocasión para hablar de Inglaterra. Especialmente ahora que todas las noticias que nos llegan de la Pérfida Albión, de su pérfido gobierno, tomado al asalto por sus antiguos súbditos coloniales y de su pérfida iglesia cismática apuntan, decididamente, a una inminente desaparición de Inglaterra tal y como la conocíamos. Esto no sería necesariamente una tragedia, por lo del «tal y como la conocíamos», pero sí, me parece, por lo de «Inglaterra».

Los ingleses tienen muchas cosas que resultan universalmente simpáticas, entre las cuales no es la menor su casi desordenado amor por el té. e Inglaterra se hallan, en el imaginario colectivo, en una relación tan estrecha y simbiótica que todo el cosmos parece haber decidido olvidar que la inglesísima costumbre de beber té a media tarde es portuguesa, ya que la introdujo en las Islas la esposa de Carlos II Estuardo, Catalina Enriqueta de Braganza.

Mi decidida campaña en favor de retomar la castiza costumbre de beber chocolate[1], del uso de mancerinas y de las meriendas con tertulia no debe hacer creer al advertido lector que una y otra cosa son incompatibles. Té y chocolate no se beben en los mismos lugares ni en las mismas circunstancias. Es más, creo positivamente que, aún sin proponérselo, una merienda con té y otra con chocolate llevarían inexorablemente a abordar temas de conversación muy diferentes. No digo que sólo pueda hablarse de cosas intrascendentes o de marujeos de clase alta alrededor de un té con pastas. Ni mucho menos. Pero sí afirmo, rotundamente, que el chocolate, por el desafío digestivo que supone comparándolo con el té, implica necesariamente una tertulia más larga y, por lo mismo, más adecuada a cuestiones elevadas. El té, Disney nos lo ha repetido en numerosas ocasiones, es una bebida que se presta a conciliábulos más o menos arcanos; el té es lo que parece beber a todas horas el mago Merlín (pues, si ése no es el caso, no se entiende para qué tenga un juego de té semoviente); té beben el Sombrerero Loco, la Liebre de Marzo y el Lirón en una interminable fiesta de No-Cumpleaños en la que se proponen interesantes acertijos; té, en fin (y con pastas) beben las tres hadas madrinas de la Bella Durmiente mientras tratan de pergeñar algún plan con el que dar al traste con los siniestros manejos de Maléfica.

Pero, en fin, no nos gustan los ingleses sólo porque beben té, sino también porque son capaces de mantener vivas sus tradiciones, siquiera de manera puramente folclórica. Y a lo mejor consiguen hacerlo porque poseen una geografía que se presta a ello. Como las Asturias, antes de que se inventara el puerto de Pasajes.

Recientemente leía una serie de discursos de Vázquez de Mella en los que explicaba, con su verbo casi tan certero como el ojo crítico de D. Luis Infante, por qué, pese a sus muchas simpatías y motivos de admiración hacia Inglaterra y su Imperio, no podía posicionarse, en absoluto, entre las filas anglófilas (corría el año 1915); y que, aún, si Francia (¡Francia!) hubiese roto con Inglaterra su cordial entente, los carlistas deberían decirse entonces amigos de Francia. Aún me pareció más gracioso otro discurso en el que afirma que la Gran Bretaña, con su imperio y todo que consiguió desbancar, en extensión y en población, a la Cristiandad menor española, a lo que más se parece en esas horas de su decadencia es a una «Cartago sin su Aníbal».

No tenemos la intención de defender lo indefendible y de decir que en Inglaterra quedan aún restos de vida tradicional o que su respeto por sus absurdeces locales es un síntoma de pujanza antropológica. Ni tampoco vamos a entrar en un debate (tan interesante como estéril, dicho sea de paso), sobre si Mella tenía o no razón en ser germanófilo en 1914. Pero tampoco vamos a darles la razón a quienes intentarían citar a Mella en nuestra contra (para eso ya lo hemos citado nosotros). Porque, si bien el motivo fundamental de su anglofobia sigue plenamente vigente, a saber, Gibraltar, en resumidas cuentas, ninguno de los motivos de su germanofilia le ha sobrevivido. No hace tantos años que el mundo asistió con estupor (o con una sonrisilla desdeñosa) al más inesperado y lacayuno de los ecos postrimeros de las dos guerras mundiales: la insistencia, casi desesperada, de las autoridades políticas de Alemania para que el Reino Unido no abandonase la confederación europea. Vázquez de Mella, ante los primeros clarines que anunciaban el Tratado de Maastrich, habría sido capaz quizá de volver sus dialécticas declaraciones de amistad incluso al mundo islámico, con tal de buscar aliados contra el desatino mayúsculo de crear una sucursal de los Estados Unidos en el Viejo Continente. Mella, en 2024 no habría sido más anglófilo que en 1915; ni menos.

Sí que nos parece que, pese a todo (y a Mella no le duelen prendas en reconocer una idea semejante), los ingleses poseen un agudo sentido de las viejas instituciones que les lleva a conservar, por un instinto que ya hace varias generaciones que ha abandonado por completo la esfera de la racionalidad y de la consciencia, una serie de cosas completamente pasadas de moda que, sin embargo, se les hacen acreedoras a la plena ciudadanía, incluso en la república coronada de Carlos III.

Hay un célebre discurso del conocido diputado tory Enoch Powell en el que se toma la molestia de analizar la relevancia real de la Cámara de los Lores y su utilidad en términos y a la escala de la política moderna. Su conclusión no puede ser más categórica: la justificación de la existencia y de la pervivencia de una institución como la Cámara de los Lores no ha de buscarse en términos lógicos. La existencia de ciertas instituciones (sociales y políticas) no responde, necesariamente, a criterios de rentabilidad o de utilidad pública; ni siquiera pueden justificarse recurriendo a motivos de conveniencia o de estética. Hay cosas, como las asambleas de nobles por simples motivos hereditarios y que, en realidad, no poseen más que un poder legislativo simbólico, que existen porque siempre han existido y porque constituyen, por su propia y sola existencia, el engarce con la propia historia y con un pasado más o menos glorioso.

Enoch Powell no era carlista y ni siquiera era católico y, no obstante, tenía un sentido muy agudo de la tradición.

Los ingleses de hoy en día no comparten la inmensa mayoría de las ideas de Powell (y mucho menos las de Vázquez de Mella) y, sin embargo, consciente o inconscientemente, siguen aferrados a instituciones absurdas e ilógicas como la Cámara de los Lores y el té de las cinco. En ese sentido, los españoles somos mucho más modernos que ellos. No sé si la insularidad tendrá algo que ver.

Seguramente, D. Luis habría tenido cosas mucho más inteligentes que decir sobre este tema y nos habría dado con meridiana claridad la respuesta a las preguntas que suscitan estas reflexiones: ¿Por qué los ingleses pueden ir a Londres y contemplar el espectáculo de ver que muchas de sus instituciones medievales siguen vivas y en plena forma? ¿Por qué los ingleses, que pertenecen a una de las naciones más liberales y moralmente putrefactas del mundo, pueden seguir cultivando despreocupadamente, sus tertulias en torno a un té con pastas, exactamente del mismo modo que hace 300 años? ¿Por qué los españoles hemos perdido unas y otras cosas y, sin embargo, hay más esperanzas de restauración católica en Castilla que en Albión?

Y, probablemente, nos respondería que, pese al consumo inmoderado de infusiones venerables por seres con poderes sobrenaturales como Merlín y Flora, Fauna y Primavera, la respuesta no hay que buscarla en las creencias semi mágicas y semi paganas de un pueblo inconscientemente tradicional, como el inglés, sino en lo que queda de Fe y de auténtica Tradición en el pueblo español.

Nos gustan los ingleses. Son simpáticos y conservan sus tradiciones. Y nos encanta tenerles como enemigos. Eso forma parte de nuestra Tradición.

[1] N.B. Hay quienes, por imperdonable galicismo, dicen que lo que se bebe es «cacao» y que el chocolate se ingiere en tableta o en bombón. Sólo diré que la violencia me parecería legítima.

G. García-Vao

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