(PDF) Leviatán. | Isaac Bracco Gomez Cazares - Academia.edu
Thomas Hobbes TROMAS HOl\UES LEVIATAN o LA MATERIA, FORMA Y PODEn DE UNA REPUBLICA. ECLESIASTICA y CIVlL FONDO m: CULTURA ECONOMICA M¡::XICO l',illll'l.1 ... Ii, d.1I ell inglés, 1651 Se!'.I",,1.1 edición en español (FCE, México), 1980 ()llill!;1 I('illlp,esión (FCE, Argentina), 2005 Título original: Leviathan or the matter, Form and Power ola Commonwealth Eclesiastical and civil. D. R. © 1940, FONDO DE CULTURA ECON6MICA, S. A. DE C. V. Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14200 México, D. F. D. R. © 1992, FONDO DE CULTURA ECON6MICA DE ARGENTINA, S. A. El Salvador 5665; 1414 Buenos Aires e-mail: fondo@fce.com.ar/www.fce.com.ar ISBN: 950-557-126-7 Fotocopiar libros e,stá penado por la ley. Prohibida su reproducción total o parcial por cualquier medio de impresión o digital, en forma idéntica, extractada o modificada, en castellano o en cual- quier otro idioma, sin la autorización expresa de la editorial. IMPRESO EN LA ARGENTINA - PRfNTED fN ARGENTrNA Hecho el depósito que marca la ley 11.723 PREFACIO PREFACIO Ninguna presentación tan adecuada para. una obra maestra como la mera invitación a su lectura: singularmente cuando quien prologa no tiene tras de sí una personal y profunda in- vestigación acerca del autor respectivo, ni puede aportar a su mejor estudio documentos nuevos o inferencias sagaces. En el caso de Hobbes esa necesidad de entrar en inmediato contacto con su producción más destacada es aun mayor, si cabe, porque cualquier lector culto tiene a su alcance la obra de Ferdinand Tonnies, l que es, a un tiempo, biografía completa, sistemáti- co examen de la doctrina y recopilación paciente y exhaustiva de cuanto se había publicado sobre Hobbes hasta el verano de 1925. Por añadidura, desde 1936 los estudios hobbesianos cuen- tan con una pieza bibliográfica de primera magnitud: el libro de Leo Strauss. 2 Este joven investigador germ~nico llevó a fe- liz realización la tarea de presentar a Hobbes desde el punto de vista de los factores naturales y científicos que concurrie- ron en su formación. Gracias al mecenaje del duque de De- vonshire-un prócer inglés cuyos antepasados se honraron con la sociedad y las enseñanzas de Hobbes-Leo Strauss pu- do estudiar en la biblioteca de Chatsworth, en el plácido pai- saje que vio crecer a Hobbes mismo, sus obras auténticas, sus 1 Thomas Hohbes, traducción de la quinta edición alemana (Stuttgart, 1<)25) por E. IMAZ. Vol. XI de la serie "L'>S Filósofos", publicada por la Revista de Occidente. Madrid, 1932. 2 The Political Philosophy 01 Thomm Hohhes. lts hasi! anJ ¡ts genesis. Traducción al inglés del manuscrito alemán inédito, por ELSA M. SINCLAIR. Con un prólogo del Prof. ERNEST BARKER. Edición de la Clarendon Pre.., OxforJ, 1936. Vil PREFACIO clásicos predilectos, sus papeles inéditos, su correspondencia con las figuras caudales de la filosofía, de las matemáticas, de la biología y de la diplomacia en el siglo XVII. Seguramente Emigrado como Hobbes, Leo Strauss encontró un ancho re- manso de paz para estudiar pausadamente la génesis y des- arrollo del pensamiento moral y político de Hobbes, y acertó a comunicar a su libro una precisión firme y cristalina, Un in- terés nunca decaído, que en muchos pasajes recuerdan muy de cerca al filósofo de Malmesbury y constituyen el más fino homenaje a su memoria. Quienes, después de conocido el libro de Tonnies,puedan leer la edición inglesa de la obra de Strauss harán bien en in- terrumpir en este punto la lectura del presente prólogo y de- dicar unas horas a este último y jugoso libro. En él encon- trarán ampliamente desarrolladas y con su plena utilidad muchas de las breves noticias que a continuación se ofrecen con el solo propósito de procurar, a ciertos lectores poco sobra- dos de tiempo, una somera información sobre la vida y las obras de Thomas Hobbes.s Al tiempo en que la proximidad de la Armada Invencible tendía sobre los hogares ingleses una amenaza de invasión, nació en Westport, pequeña localidad cercana a Malmesbury, en 5 de abril de 1588, Thomas Hobbes, a quien deparó el des- tino una educación firme y ordenada en lo esencial, y una vida de profundísima y casi centenaria experiencia, cuya proyec- ción científica y moral sigue brillando actualmente de modo tan intenso como hace tres siglos. Desde los ocho años (1596) disfrutó Hobbes las excelen- 3 CE. la edición completa de las obras de Hobbes, llevada a cabo por Sir WILLIAM MOLE5WORTH, que comprende dos grandes series: English Works (en 11 vols.) y Opero philosophico (en 5 vols.) publicadas en Lon- dres de 1839 a 1845. VIII PREFACIO cias de una oportuna formación en latín y ert griego, con tal éxito que seis años más tarde pudo ya traducir la Medea de Eurípides en elegantes yambos latinos. Ese dominio de las lenguas clásicas fué para Hobbes motivo de constante enri- quecimiento espiritual, y refugio seguro contra muchos decai- mientos en el curso de su vida. Ya en su período escolar de Oxford (1603-1608) experimentó su desilusión primera, la de la enseñanza académica exhausta de jugo vital, y ya ("11 tonces encontró en la contemplación de mapas de la tierra y el cielo, en el pausado estudio de los historiadores y poI"! as clásicos, en el perfeccionamiento de su propio estilo, hasta do tarlo de una nerviosa claridad, un goce que muchas otras veces reviviría en forma inefable e infalible. Durante un lustro recibió en el Magdalen J lal! de Ox-- ford una severa formación escolástica, empapada de agresivo I,uritanismo, y a los veinte años fue recibido como Bachiller en Artes, rematando así una trayectoria académica cuyas etapas no siempre fueron alcanzadas con una absoluta oportunidad. Empieza entonces para Hobbes un período, de veinte años de duración, en que actúa como tutor, primero, y después como secretario de Lord William Cavendish, desde 161 J segundo conde de Devonshire. Es la época en que HohLes, dedicado a la forma más dilecta de aprender, el enseñar, recibe la cons- tante y nalagadora influencia del aristocratismo, en su trato con los círculos más escogidos, en sus viajes, en el afinamiento incansable de sus dotes de observación. Son éstos, como él mismo dice, los años más felices y sosegados de su vida. Savia humanista, arquitectura escolástica, moral puritana, .1tI'Uoir faire aristocrático: he ahí los cuatro esenciales ingre- dientes que Leo Strauss señala con acierto en la figura inte Icctual del joven Hobbes. Pero cada uno de esos factores no ';e revela como una pieza rígida, y ya intangible, en su ins- IX PREFACIO trumental creador, sino como un elemento vivo, en constan- te crecimiento o en ininterrumpida depuración. Porque para Hobbcs entre las cosas placenteras al hombre, ninguna como el progreso; y nada tan falso existe para él como el re- poso de la mente satisfecha (beatiludo), imagen de un ocio inasequible en esta vida de vibrante y eterna tensión. El an- helo mayor de su ánimo está en superarse y superar: un vehe- mente ardimiento que luego veremos sostenido por Locke y Nietzsche, yen su forma degenerativa por los genios políticos actuales que han encontrado el camino de la ~uperación en el mal, y Un tema de placer en el daño constante y acrecido del prójimo. El Hobbes de la época juvenil cifra su humanismo en cua- tro modelos: Homero en poesía, Aristóteles en filosofía, De- móstenes en la oratoria y----con rango similar-Tucídides en la historia política. Sólo este último, a cuyo estudio se consa- gró con entusiasmo, revelado en la bella traducción -inglesa que publicó de su obra en 1628/ se mantuvo intacto en la con- sideración de Hobbes: la admiración aristotélica osciló, en cambio, de la filosofía al retoricismo, en el que todavía si- guió reconociendo una cierta importancia al filósofo de Stagi- ra, cuando ya situaba a Platón por encima de todos los pen- sadores de la Antigüedad; un momento llegó, incluso, en que Hobbes consideró a Aristóteles como el maestro más perni- cioso que jamás haya existido. La muerte del viejo barón Cavendish, acaecida en 1628, el año de la Petilion 01 Rights, señala cronológicamente el comienzo de una nueva etapa en la formación filosófica de Hobbes. Hasta entonces, el caudal mas copioso en la forma- 4 Eight Book,- of the PeloponeJitm- Wat', u'ritten by TucydidCJ the Son oj OlorltJ, interpreted u'ith failh and diligence inmediateZy out of the Creek by Thomaf HobbeJ, Secretary 01 the Zote Earl of DerJomhire. x PREFACIO ción hobbesiana viene de sus lecturas clásicas y de su experien- cia de los hombres, lograda en prolongados viajes y en un continuo y selecto trato social. Con esos recursos Hobbes ha- bía ido formando un concepto propio y sólido acerca de la naturaleza humana; como dice Robertson, uno de sus críticos rr.ás eminentes, sus ideas sobre hombres y maneras estaban ya fijadas antes de inquirir para ellas una explicación científica. Hacia esa época--r629, ún año inici:d de discordias en la vi- da civil de Inglaterra-se opera el primer contacto de Hobhes con la visión cientí'fica de las cosas, por conducto de Euclides, y en'lo sucesivo, más que exhibir su propia experiencia, se preocupa por destacar lo que en ella hay de verdadero, inma- nente y universal. Así, a los cuarenta y un años, en la forma .. ción escolástica y humanista de Hobbes viene a impostarsc el criterio matemático, naturalista y crítico de Euclides y Gali- leo, de Kepler y Montaigne. A esa alteración de criterio co- rresponde un paulatino abandono de la tradición, y sólo man- tiene en su sistema lo que en ella hay de fundamental e Ill- alienable. Un problema central preocupa a Hobbes en lo sucesivo: el de dar una solución coherente y exhaustiva, rigurosa y ne- cesaria a la cuestión de la rectitud en la condllcta humana y e/1 el orden social. Como punto de partida trata de estable- cer la justicia o injusticia de las acciones hUlllalla~;, y los con- ceptos prístinos de justicia y Estado, que n-duc(' a <;u célula primaria: la voluntad individual. J ,llego, ~/)Io Jll'lTsita demos- fr:lI-, como consecuencia, lo posihle y lo lIt'(e~;aljo de la volun .. fad colectiva, para llegar a una saf isfarloria conrlusi(l/l: el con- ¡lIn!".) irracional se convierte t~1l colectividad racionalizada. Siendo tan importante el mt-!odo l'n la rea lil_ariúl\ política ;1 que Hobbes Jlegar:'t----principalrllcnle eIJ (·1 [,t"vialáll-hay algo que reviste aún m:lyor tmsn'l\dcllcia: sU cOllcepciún del XI PREFACIO ser humano, entresacada de la experiencia misma. Hobbes niega el altruísmo natural del hombre: afirma, en cambio, su rapacidad innata, su inicial posición de guerra contra todos, la impotencia natural de la razón, para guiarlo. El apetito natural-dice Hobbes--empu ja al hombre ha- cia un irracional afán de dominio y de honor, hacia una ince- sante superación del prójimo, que Hobbes subraya como la base de la felicidad humana: orgullo, ambición y vanidad vv~ (superhia -u;tlE) son la fuerza motriz del hombre que trata, primero, de alcanzar excelencia mediante el ejercicio de su propia imaginación; luego, haciéndose estimar o temer por los demás. Para actuar esa potencia expansiva necesita el indi- viduo otros seres en que apoyarse, y los busca por el convenci- miento o por la fuerza. Entonces el hombre selecto encuentra oportunidad de mostrar su virtud aristocrática, esa virtud cu- ya admiración surgió en Hobbes por la lectura de Tucídides y por su personal experiencia entre nobles. Así llega a afirmar, arrebatado por su entusiasmo historicista, que la virtud más estimable <id príncipe es la virtud heroica. Pero a esa energía expansiva existe un límite preciso: el miedo a la muerte (timor mortis), el trance más doloroso y supremo, cuyo acaecimiento diferido pone en tortura la vida entera. Ese peligro mortal imprevisj:o, ese eterno temor iden- tificado con la conciencia humana, es el origen de la ley y la raíz del Estado, formas expresivas del deseo de autoconserva- ción. Siguiendo esa trayectoria, niega el valor moral de todas las virtudes y pasiones que no contribuyen a la constitución y engrandecimiento del Estado. Para alcanzar dicho esencial postulado de su filosofía política Hobbes se apoya en un cono- cimiento de los hombres profundizado por el autoexamen y la experiencia, por su incorporación a las preocupaciones polí- KIl PREFAcro tiras de la época, por su contacto con los más insignes pensa- dores del momento. Dos años dura la tutoría que--durante un breve eclipse de sus buenas relaciones con la familia Devonshire--dedica al joven Gervasio Clifton: en esa época y en los años inmediata- mente posteriores permanece en Welbeck, la hermosa pose- sión del Conde; se relaciona con Guillermo de Newcastle, "el últi~o de los caballeros" y con Sir Carlos Cavendish; viaja por Francia e Italia; visita en Florencia a Galileo, en 1636; penetra en París en el interesantísimo círculo centrado por t" I fr:tnciscano Marino Mersenne, y en el cual brillan Gassendi r Descartes. Es entonces cuando la influencia euclideana se hace fecunda en la teoría del movimiento, con la que Hobbes se esfuerza en aplicar los métodos de las Ciencias naturales a las facultades y pasiones del alma. Los acontecimientos polítICOS atraen y distraen su atención lid trabajo filosófico"que va cuajando en tres tratados parcia les: De carpare, De homine y De cive (este último, la más universal de sus obras). Al regresar a la turbul011ta Inglate- rra, en 1637, la teoría política de Hobbes estaba articulada ya, y su magna concepción de la inalienabilidad de las funcio- nes de soberanía no hace sino afirmarse ante el espect;'tculo de la guerra civil que venía anunciándose y de la anarquía que (ollstituye una efectiva plaga. En efecto, su primera formula- ,j(ín vasta de esas cuestiones, los ElementJ of Law Natural and I'n/itiqtte va fechada, en el manuscrito, en 9 de mayo de 1640. La tesis de extremado absolutismo, sustentada por lIob- bes, había de causarle serias contrariedades. En 1640 (oinien- u el llamado "Parlamento largo", y el antimonarquismo g;ma terreno: Strafford, uno de los valedores palaciegos de nuestro filósofo, es encerrado en la Torre, y Hobbes, teme- J' )"0 de su suerte, pasa a ser-incluso cronológicamente, según x[[r PREFACIO sus palabras-uel primero de los emigrados". Los círculos cultos de París le acogen, en un extrañamiento que dura once años. Durante ese período en que Francia florece bajo la guía de Richelieu, su actividad creadora y refinada es muy intensa: incluso Descartes le somete a crítica sus Méditations, pero del comentario no sale muy bien parada la cordialidad de estas dos grandes figuras de la Filosofía. Comenzada en 1642 la guerra civil que ya venía incubán- dose en su patria desde diez años antes, ocurre en 1644 el de- sastre de los ejércitos realistas en Marston Moor, y los pa- rientes y amigos del monarca huyen al extranjero. Entre 1646 y 1648 el propio príncipe de Gales, que se había' apo- sentado en París con su maltrecha Corte, recibe de Hobbes una adecuada instrucción en materia matemática. En ese mis- mo año de 1648 lee con Sir William Petty la A natomía de Vesalio y conoce la obra de Harvey sobre la reproducción de los animales. El interés político de Hobbes se anima y exalta con las adversidades de Inglaterra. Es entonces cuando idea y cons- truye su Leviatán: un libro inglés en el cual desarrolla su teoría entera de la gobernación civil, en relación con la crisis política resultante de la guerra. El L8'l.Jiatán es un monstruo de traza bíblica, integrado por seres humanos, dotado de una vida cuyo origen brota de la razón humana, pero que bajo la presión de las circunstancias y necesidades decae, por obra de las pasiones, en la guerra civil y en la desintegración, que es la muerte. El 9 de febrero de 1649 remataba provisionalmente, con G Lefliatktm or Ihe Matter, Form and Po'U.'er o/ a Commonwealth Ec- o cUsialtical tmd Ciflil, written by Tkomas Hobber. 165 J. traducción latina, Amsterdam, 1668. Existe en francés una traducción del libro primero, bajo el título de TkomaJ Hobber. Leoiatkon, tome premier: De l'komme (trad. de R. ANTHONY. Ed. Giard, París, 1921). XIV PREFACIO , la ejecución- de Carlos 1 ante la capilla de Whitehall, el pro- ceso de democratización de Inglaterra. El rey había pregun- tado en nombre de qué autoridad se le juzgaba: y la contes- tación fué: "En nombre del pueblo que os ha elegido"; ese pueblo que, después de Dios, se erigía en o!-jgen de todo po- der justo. El Leviatán, que había ·de preparar la vuelta de Hobbes a Inglaterra, constituye una penetrante crítica de la Iglesia y de su política; eso y su reprobación de los manejos realistas, le cerró (1651) el acceso a la Corte inglesa en París, sobre todo cuando afirmó que el nuevo Estado inglés debía excluir co~ firmeza todos los defectos orgánicos del antiguo, y ser· ne- tamente racionalista y laico, un verdadero reino de la luz y de la ciencia, para acabar con el reino de las tinieblas y de la superstición. El bill de amnistía otorgado por Cromwell en 1652 le permitió volver a su patria, desgarrada por la anarquía y por las discusiones entre católicos, presbiterianos y episcopalistas. Al año siguiente regresaba también a Inglaterra su antiguo dis- cípulo, el conde de Devonshire, que había renunciado a soste- ner la causa legitimista. Para Hobbes son los años inmediatos de tremenda y enconada lucha: sus adversarios le tachan de ateo y traidor, de enemigo, a un tiempo, de la religión y la monarquía. Manoso de renovar las Universidades entra en formidables polémicas con Ward y Wallis, y con el obispo Bramshall (1654). Una nutrida correspondencia con sus amigos franceses mantiene su espíritu en constante vibración durante ese dece- nio. El día 25 de mayo de 1660 contempla en Londres la vudta del monarca y el comienzo de una época de recrudeci- miento en las persecuciones, que se coronan con la prohibición de reimprimir el Leviatán, obra escrita según sus adversarios xv PREFACIO en justificación del gobierno de Cromwell. De liada sirve que para desagraviar a su regio discípulo escriba en 1662 los Six philosophical problems. Hobbes produce entonces una de sus más jugosas obras: el Behemoth o el Parlamento largo, estudio crítico de las cau- sas y desarrollo de la guerra civil. El libro se dirige prefe- rentemente contra el clero presbiteriano y la clase media, res- ponsables, en modo diverso, de ese período de horror para la paz de Inglaterra. No combate Hobbes la existencia de la clase media, si- lla la miopía de su política: cuando ese estamento comprende su destino histórico y su misión burguesa de enriquecimiento honorable--condicióIi de la paz-Hobbes está a su lado: pero para que ese incremento de bienestar se realice, es preciso que los elementos productivos sientan un anhelo de seguridad y un temor profundo a la violencia. Siguiendo el desarrollo de sus ideas centrales, la filosofía política de Hobbes no es otra cosa que una suplantación de la virtud aristocrática por la virtud burguesa. Y Hobbes se irrita porque la clase media-en aque- llos tiempos-ponía con su conducta serios obstáculos al cum- plimiento de su propia misión. En la elaboración de sus conceptos políticos va emanoipán- dose Hobbes de los vínculos tradicionales y perfilando de rr:odo cada vez más neto su vigor original. El hombre que en Aristóteles no es el ser más excelso de la Creación, aparece ya en la introducción del Leviatán, netamente renacentista, co- mo· la obra más perfecta de la Naturaleza. Pero el Leviatán no es un canto a la virtud heroica, sino un fuerte alegato COll- tra el monstruo del orgullo. Ni siquiera la magnanimidad -gesto de un ser superior, que afirma, de paso, su excelen- cia-, es aceptada por Hobbes como origen de la justicia. Es h duda, con sus correlatos morales: la desconfianza y el mi e- XVI PREFACIO do, algo anterior y más constructivo en el orden político que la confianza en sí mismo del ser que conoce y ostenta su inde- pendencia y libertad. Pero así como el Estado natural encuentra su origen ~n el miedo y en la necesidad de dominarlo, la idea central que inspira al Estado artificial finca en la esperanza y en la con- fiada seguridad de la paz. F.n la teoría estatal de Hobbes se intenta unir dos idea5 tradicionales opuestas: la de la monarquía patrimonial-inspi- rada en la soberan;a del padre de familia-forma natural y Icgitíma del Estado, y la democrática que sitúa el origen de la legalidad en las decisiones del pueblo soberano, y deriva toda soberanía de una voluntaria delegación de autoridad por parte de la mayoría de los ciudadanos. Hobbes pretende salvar esa pugna conjugando en la institución del Estado los dos mo- tivos antedichos: temor y esperanza. Ese intento revela del modo más claro con qué fuerza influían en el gran pensador las ideas tradicionales y la experiencia de la época crítica por- que a la sazón atravesaba su propio país. Esa legítima monarquía patrimonial no implica una jus- tificación de la regla despótica del conquistador, pero advir- tiendo que en gran parte la autoridad del Estado se basa en la usurpación, considera secundario el contenido de legitimidad de la norma y sólo se preocupa de la eficacia de ésta. En la progresión incesante de las concepciones políticas de Hobbes la idea de una constitución mixta, que resulte de coor- dinar las dos formas de soberanía, la patrimonial y la democrá- tica, le inspira una aversión decidida, llegando a rechazar ulteriormente toda restricción de la soberanía, toda dejación de poder siquiera sea en el orden administrativo. Ni siquiera la palabra de Dios-y esta tesis es para Hobbes motivo de X VIl PREFACIO violentas persecuciones-se hace obligatoria :;i 1\0 descansa so- bre el refrendo del soberano político. La misma dualidad se advierte en la IItili/_:ui,')f) que Hob- bes hace de la Biblia. Como Spinoza, [[0""(':; hace uso de la autoridad de la Escritura para robustecer las propias opiniones, pero con el tiempo emplea su dialéctica para w/I/I1over la au- toridad de la Biblia misma, y llega un mOlllcllto cn que esta segunda finali<jad predomina abiertamente sobre la primera. Una línea crítica que progresa desde los ¡':JOnt!ntos hasta el Leviatán hace que la ciudadela religiosa resulte cada vez me- nos inexpugnable: a medida que decae CII importancia el Es- tado natural, pierden también sigllifiraciúlI los argumentos teológicos que se aducían para defenderlo. En rigor tradicional la obligación del cristiano hacia su fe podía llevarle hasta el martirio. Para Hobbcs, en cambio, la obediencia al poder secular se impone, sobre el deber reli- gioso, a quien no tiene la expresa vocación de predicar el Evangelio. Y así se llega a una tesis de Hobbes según la cual la religión debe servir a la suprema entidad política, y la es- timación de que aquélla disfrute, depende, precisamente, de si presta o no útiles servicios al Estado. En otro aspecto más se realiza la liberación de Hobbes con respecto a la tradición aristotélica. La teoría política se libera del filosofismo, de corte tradicional, y se amolda a la experiencia histórica, de sentido francamente revolucionario. Responde a la idea sustancial de Hobbes el hecho de que si la filosofía establece normas-muchas veces no generales- para las acciones del hombre, la historia exprime ra experien- cia humana, y no engendra en el hombre soberbia sino pru- dencia y sabiduría práctica, la razón más suficiente y segura de la virtud moral. Hobbes reconoce que la misma necesidad domina el reino de la Naturaleza y el de la cultura: esa convicción afirma en XVIII PREFACIO su alma la esperanza de que el conocimiento y la ciencia pue- den y deben modificar el curso de la vida. Ya Aristóteles dudaba de que los principios racionales ejercieran influjo sobre la mayoría de los hombres. Para Hob- bes esa duda se convierte en evidencia absoluta; con ello afir- ma la impotencia de la razón como principio normativo, y en lo sucesivo se preocupa más de la eficiencia que de la recti- tud de los preceptos. Así llegamos con Hobbes a plantearnos otro problema: el de la aplicación de las normas, el de la ins- titución de leyes que amplíen el radio de influencia de los preceptos filosóficos. Entre estos pr,ecep(os y aquellas leyes se extiende una amplia zona que sólo puede ser colmada por las enseñanzas de la historia. Los preceptos filosóficos entrañan una limitación fundamental y sólo benefician a los selectos: las leyes visan, en cambio, a la mayoría de los hombres. Ese tema torna y retorna incesantemente en la literatura dd Renacimiento. La virtud es siempre cualidad aristocrática, según Castiglione: por cortedad de criterio los hombres no comprenden ni siguen los mandatos de la filosofía, ni aman la virtud en sí, sino por la recompensa que procura. El nue- vo estilo de la historia--en Bodín y Blundeville-persigue una finalidad nueva: la de aplicar y realizar los preceptos filosó- ficos, y determinar, al mismo tiempo, las condiciones y resul- tados de esa realización. De este modo la Filosofía va derivando de la Física y la Matemática, y, por el camino de la Historia, llega a los domi- nios de la Moral y la Política. Como en el Arte, van abando- r:ándose los orígenes y abstractos esquemas tradicionales, y el hombre--el ser más excelso de la Naturaleza-pasa a ser, con sus limitaciones características, tema central de la Filosofía. Con ese creciente interés por el hombre se conj uga el con- vencimiento de que la razón por sí sola es impotente para XIX PREFACIO guiarlo: la historia revela la magnitud de la desobediencia humana, y sus enseñanzas procuran un saludable entrenamien- to de prudencia. En esa técnica--dice Bacon-irán templán- dose los hombres para un mejor entendimiento y observancia de los preceptos filosóficos. Como en otros muchos aspectos del saber renaciente la Historia gana un puesto de importancia junto a la Filosofía. Sus enseñanzas .fáciles y copiosas llegan a todos los tiempos y personas, con lo cual queda evidenciada la superioridad de esa rama de conocimientos incluso sobre la filosofía tradicional, que supo formular preceptos útiles a una minoría selecta pero no acertó con el método para hacer llegar su vigencia a la "ignorante mayoría". En ese intento de Hobbes corresponde a las pasiones un amplio lugar, pero no en el sentido baconiano de ser asestadas unas contra otras, sino en el de buscar con todo empeño su armonía creadora. Adviértase, sin embargo, que la historia misma ha de usar- se con parsimonia. Maine ha dicho que en los inicios de la his- toria, el estado de lucha natural existe de tribu a tribu, y no de hombre a hombre. Pero Hobbes se interesa sólo relativa- mente por el origen histórico inmediato del Estado, ya que de esa investigación no resulta dilucidada la cuestión cardi- nal de cuál sea el orden justo de la socied;:td. Sólo llega a formular al efecto una tesis defectiva: que a falta de ese orden sobreviene la guerra de todos contra todos. Por esa razón consideraba Hobbes más esencial e incom- parablemente más importante que el conocimiento histórico, por perfecto que sea, la fundamentación filosófica de los prin- cipios de todo juicio relativo a temas políticos. La tesis del lla- mado "estado de naturaleza" no es tanto un hecho histórico como una construcción necesarIa, es decir, una historia no ya xx PREFACIO )(:al sino típica, un esquema que no preexiste sino que se pro- duce y prueba a sí mismo. El Estado y la necesidad del Estado surgen del "estado natural", de la misma manera que, más tarde, Hegel hace brotar de la conciencia natural el conocimiento absoluto. Los dos filósofos coinciden en investigar lo imperfecto no a base de un módulo más valioso, sino apoyándose en la imperfec- ción misma, porque ésta, como valor dinámico, se comprueba y anula por sí sola. Para Hobbes el hombre que se obstina en pl:rmanecer en estado de naturaleza contradice su propia esen- cia. Las pasiones, según Hegel, modélanse a sí mismas y a sus propósitos de acuerdo con su estructura, y construyen el edifi- cio de la sociedad humana donde la ley y el orden estableci- dos tienen poder contra las mismas pasiones. En una constante actividad depuradora de su propia teo- lía, Hobbes declara superflua la historia real cuando la misma li !osofía política se ha convertido en \lna historia típica, desde ('! momento en que el orden no es inmutable desde el princi- pio, sino perfecto solamente al final del proceso. La filosofía Il(dítica---dice Leo Strauss-se ha convertido aSÍ, en manos de Ilobbes, en una ciencia a priori: "Su función ya no es, como ('11 la Antigüedad clásica, recordar a la vida política el proto- 1 íp() derno e inmutable del Estado perfecto, sino la moderna \' 11l:culiar tarea de delinear por primera vez el programa del I'.'.tado esencial, futuro y concreto". La historia recede en fa- ,'(JI de la filosofía; el pasado, en favor del porvenir. Pero la historia mantiene su fuerte significación: veamos I (llllO el pensamiento de Hobbes va ascendiendo a una cons- 11 ¡Ireión cada vez más pura, sin apoyarse en cada paso más (lile lo estrictamente necesario para seguir su avance. Si es verdad que el orden humano no descansa en otro or- (len suprahumano, sino que su origen se halla en la voluntad XXI I'REFACIO del hombre, no es posible lograr, tampoco. -'1"):111 idad filOSÓ-· hca o teológica para semejante ordenamienl". y "tl~l vez. ne- cesitamos la historia para percatarnos de b J',,,,ibilidad del progreso futuro apoyándonos en la evidenci:l tld I'rogreso ya conseguido en el pasado. Sin orden sllprahlllU:on.., sin lugar fijo en el Universo el hombre ha de procurar.«: un sitio para sí propio, creando y extendiendo a su arbitrio los límites de su poder, abatiendo o superando los obstáculos actualcs: y en esa labor es la historia su mej or maestra. Quienes gustan de haUar paralelos de siglo a siglo, verán en Hobbes en cierto modo un precursor de la idea matriz. del ~al ismo. Nuestro fi!ósofo--dice StratlSS--«lnsidera al hom- bre CQmo el proletario de la creación: el hombre vieae a estar, frente al Univerro, en la situación del proletario de Mane con respecto al mundo burgués: con su rebelión contra la Naturaleza nada tiene que perder sino sus cadenas, y en cambio tiene mucho que ganar. Como ningún otro pensador clásico, asoc!a Tucídides la historiografía y la política: no impone preceptos sino que ayu- da a buscarlos, usando de un gracioso estilo narrativo. Su preocupación máxima consiste en establecer los motivos de la acción, y entre ellos los más poderosos son las pasiones. Nada más difícil y oscuro que hallar en cada caso los móviles de ellas. Necesario resulta el conocimiento de las pasiones para fa- ll:::r la cuestión del verdadero orden en la vida social, y muy particularmente de la mejor forma de Estado. La tradición teológica se inclinaba con vehemencia hacia la monarquía, y cuando en el prólogo a Tucídides aporta H obbes una adhe- sión a la tcsis monarqui:zante, lo hace basándose en el poder de las pasiones. Aparecen éstas desatadas en cualquier otra XXII I'REFACfO del hombre, no es posible lograr, tampoco, -'1"):11' idad filOSÓ-· hca o teológica para semejante ordenamieJlI". y "(1":1 vez. ne- cesitamos la historia para percatarnos de b I'""ibilidad del progreso futuro apoyándonos en la evidencj;l tld progreso ya conseguido en el pasado. Sin orden suprahum;",... sin lugar fijo en el Universo el hombre ha de procurar.«: un sitio para sí propio, creando y extendiendo a su arbitrio Jos límites de su poder, abatiendo o superando los obstáculos actuales: y en esa labor es la historia su mej or maestra. Quienes gustan de hallar paralelos de siglo a siglo, verán en Hobbes en cierto modo un precursor de la idea matriz. del ~al ismo. Nuestro fi!ósofo--dice StratlSS--«lnsidera al hom- bre como el proletario de la creación: el hombre vieae a estar, frente al Univerro, en la situación del proletario de Mane con respecto al mundo burgués: con su rebelión contra la Naturaleza nada tiene que perder sino sus cadenas, y en cambio tiene mucho que ganar. Como ningún otro pensador clásico, asocIa Tucíclides la historiografía y la política: no impone preceptos sino que ayu- da a buscarlos, usando de un gracioso estilo narrativo. Su preocupación máxima consiste en establecer los motivos de la acción, y entre ellos los más poderosos son las pasiones. Nada más difícil y oscuro que hallar en cada caso los móviles de ellas. Necesario resulta el conocimiento de las pasiones para fa- ll:!r la cuestión del verdadero orden en la vida social, y muy particularmente de la mejor forma de Estado. La tr:ldición teológica se inclinaba con vehemencia hacia la monarquía, y cuando en el prólogo a Tucídides aporta Hobbes una adhe- sión a la tesis monarqui:zante, lo hace basándose en el poder de las pasiones. Aparecen éstas desatadas en cualquier otra XXII PREFACIO tuye al honor, y la justicia y la caridad se resuelvell en el te- mor de la muerte violenta. El método de las Ciencias exactas, aplicado a la filosofía política, significaba que iba a descartarse de modo definitivo el valor, hasta entonces esencialísimo, de la opinión: en lo sucesivo la filosofía política vendría a asignar fines obligato- rios e indiscutibles a la voluntad y a la acción: las pasiones dejarían de ser motor irrefrenable, para convertirse en meros auxiliares. Así pues nacía con Hobbes una fría Ciencia políti- ca, necesitada de expresar su contenido sin qmtradicción posi- ble: y es en este aspecto en el que renace el aristotelismo, que subraya el valor de la retórica, de la palabra precisa, frente a los hechos equívocos. Hobbes avanza del Estado existente a sus razones, y de ahí a la forma ideal futura del verdadero Estado. El equili- brio inestable del Estado presente se modifica, teóricamente, en el equilibrio estable del Estado justo. El derecho de na- turaleza es formulado por Hobbes como conjunto de las jus- tas reclamaciones del individuo, como base de la filosofía po- lítica, prescindiendo del soporte inconsistente de la ley, natu- ral o eclesiástica. La soberanía considerada por Hobbes no es obra de razón sino de voluntad: el soberano no es la mente sino el espíritu del Estado, tesis que ya se aproxima mucho a la de Rous- seau, según la cual el origen y asiento de la soberanía es la voluntad general. La ley, lábil y cambiante, se ajusta a los movimientos efectivos de la opinión general. Todavía a los ochenta y siete años deleitábase Hobbes traduciendo Homero al inglés: su vida iba a cerrar aquel magno curso con los mismos acordes humanistas que sona- ron en los comienzos de su existencia. Agil aún de cuerpo y XXIV PREFACIO de espíritu, deportista y recitador, Hobbes sigue en sus úl- t~mos años con particular atención e interés la figura de Luis XIV. En 4 de septiembre de 1679 se apagaba la existencia de este genial pensador, frondoso y solemne como un roble cen- tenario. Cuatro años más tarde los geniecillos Universitarios de Oxford daban la justa medida de su mezquindad orde- nando la quema pública de los libros de nuestro filósofo. La concepción hobbesiana del Estado de naturaleza se aparta netamente del sentido paradisíaco que a ese estado primordial asigna el pensamiento teológico. Hobbes separa con claridad dos etapas: una situación de barbarie y de gue- rra de todos contra todos, un mundo sin germen de derecho, y, por otra parte, un Estado creado y sostenido por el' dere- cho, un Estado con poder bastante para iniciar y reformar su estructura. Leyendo a Hobbes nadie podría afirmar, sin embargo, como hace Gierke, que su teoría niega cualquier vínculo ju- rídico que no emane del poder estatal. La ley fundamental dé naturaleza, señalada por Hobbes, implica en primer tér- mino la obligación de procurar la paz, pero seguidamente se añade que la propia renuncia al derecho que tenemos a to- das las cosas, sólo es obligada cuando los demás están dis- puestos a esa misma renuncia. Es, pues, en germen, la mis- ma limitación general de la libertad que sirve de base, más tar- de, a la formulación kantiana. Se ,asegura, aSÍ, una voluntad colectiva a la que sirve una sagaz teoría de la representación jurídica: pero no se niega la posibilidad de otras potencias de esa voluntad colectiva. La débil posición del "derecho" de gen- tes se explica por esa situación de guerra eterna en que aun se hallan sus titulares. El Estado no hace en esencia otra cosa que negar el estado de naturaleza, y los dominios personales xxv PREFACIO directos a él inherentes: construye un mandato y una repre- sentación, obra en nombre y con el poder de todos. Quien conozca la calurosa defensa que de la auténtica burguesía económica hace Hobbes en su B ehemoth, así como 'el hondo sentido moral que penetra en sus concepciones del Estado justo, encontrará poco fundada la tendencia a presen- tar a Hobbes como el origen de las teorías políticas totalita- rIas. 6 "Un Estado--dice Hobbes7-puede forzarnos a obede- cer, pero no a que nos convenzamos de un error, .. La opre- sión de las opiniones no produce otro efecto que el de unir y amargar, esto es, aumentar la maldad y el poder de quienes en seguida las creyeron". Hobbes sostiene la idea de defender con todos los medios, incluso la violenci~ y el engaño, los derechos del hombre aban- donado a sí mismo--cuando el Estado no existe o ha dejado de existir temporalmente-pero nadie tan celoso como. él en procurar que cese tal situadón de salvajismo. Su posición no es la de un "totalitario": más bien me atrevería a decir que hay en su postura moral muchos rasgos de "refugiado". El "refugiado" Hobbes siente la nostalgia de su patria y no se resigna a quemar las naves del regreso. Para él nin- gún crimen tan grande existe como la guerra civil, y de ahí su enemiga al clero que--según sus propias palabras--siem- pre está complicado, en las luchas fratricidas de Inglaterra. Se siente cada vez más sólo, más hoscamente atacado. U no de los partidos clericales le obligó a huir de Inglaterra (los pres- biterianos); otro (los clericales), a escapar de Francia. 6 Cf. Hobbes y el Estado totalitario, por el Dr. ANTONIO C4.SO. "Ex- celsior". México, 8 de diciembre 1939; VILATOUX, La cité de Hobbes. Théorie de l'Étot totolítaire. Euai sur la conception naturaliste de lacwilí- satiO?I. Ed. Gavalda, París, 1935; R. CAPITANT, Hobbes et l'État totali- taire. Rev. de Phi!. d. Droit, 1936, vols. I y 11, pp. 46-75; BEAUCHESNE, La pensée et l'ínfluence de Th. Hobbes. Arch. de Phil. d. Droit. vol. XI, 193 6 . 7 Behemoth, p. 62 de la edición de TONNIES. XXVI PREFACIO Como buen "refugiado" dispone para sí mismo del tiempo cnterb: por añadidura vive en el ámbito hipercrítico de los Ii'reles savants. Quiere la paz a toda costa-¿quién vería en \.'110 una afirmación totalitaria?-; siente una ferviente pasión por el orden, y cualquier manifestación de fuerza que sea ne- ccsaria para mantenerlo, le parece justa. Con una insupera- hle vehemencia rechaza todo atentado a la armonía y a la paz lograda, y ello le conduce a subrayar con ejemplos históricos abundantes la-insensatez de la democracia derivando hacia la ;marquía. Pero ninguna traba reconoce a su libre juicio, y cuan- lb el soberano fracasa en el mantenimiento de su poder intan- gible, él, como súbdito, se considera liberado de su obligación dc obedecer. Hobbes--dice Strauss-es uno de esos singularísimos pensadores ingleses (tan peculiar en filosofía como Shelley l'l1 el arte poético) que desafían cualquier tentativa de inter- !ll-ctación en términos de características nacionales, o en los de lualquier escuela o moda del pensamiento. Aparte de su al- cance en la evolución científica, la importancia de tales hom- ¡¡res radica en que hablan un lenguaje universal, sin medida (le tiempo ni de espacio. MANUEL SÁNCHEZ SARTO XXVII DEDICATORIA A mi muy honorable amigo Mr. Francis GodolphiTIJ de GodolphiTIJ Honorable señor: Su muy respetado hermano Mr. Sidney Godolphin solía complacerse, mie1#ras vivió, dedicando alguna atención a mis estudios, y obligándome, además, de ott"os modos, como sa- beis, con manifiestos testimonios de su buena opinión, grandes en sí mismos, pero más aún por la dignidad de su persona. No existe ninguna virtud que disponga a un hombre ya sea al servicio de Dios o al de su país, al de la sociedad civil o al de la amistad privada, que no apareciera con evidencia él1 su conversación, no ya como adquirida por la necesidad o- arbi- trada por la ocasión, sino de manera inherente y ostensible en una generosa constitución de su naturaleza. Por tal causa, en honor y gratitud a él, y con devoción a vos mismo, os dedico humildemente este discurso mío sobre la república. Ignoro cómo lo acogerá el mundo, ni qué reflejo tendrá en quienes parecen distinguirlo con su favor. En un camino amenazado por quienes de una parte luchan por un exceso de libertad, y de otra por un exceso de autoridad, resulta difícil pasar indemne entre los dos bandos. Creo, sin embargo, que el e¡npeño de aumentar el poder civil, no puede ser condenado por éste; ni los particulares, al censurarlo, declaran con ello que consideran excesivo ese poder. Por otra parte., yo no aludo a los hombres, sino (en abstracto) a la sede del poder, como aquellas sencillas e imparciales _criatúras del Capitolio roma-- 110, que con su ruido defendían a quienes p-staban en él, no por ser ellos, sino por estar allí: pienso, pues, que no ofen- deré a nadie sino a los que están fuera o a los que, estando {!entro, los favorecen. Laque, acaso, les desagrade más, serán (iertos textos de-las Sagradas Escrituras, aducidos por mí con propósito distinto del que, por lo común, otros persiguen. Sj procedí de este modo, lo hice con el debido respeto, y (en DEDICATORIA cuanto a la materia se refiere) por necesidad: esos textos son como los bastiones desde los cuales impugnan los enemigos al poder civil. Si, a pesar de ello, veis censurado mi trabajo por los demás, os complacerá advertir., como excusa, que soy un hombre que ama sus propias opiniones y cree' en la, veracidad de cuanto afirma; que venerab.:J. a' vuestro hermano y os venero a vos, y que ello me ha movido a presumir que, sin consul- taros, merezco e,l titulo de ser, como soy, SEÑOR, CJuestro más humilde y más obediel1te servidor, THO. HOBBES París, Abril -g- Z6SI 2 INTRODUCCION INTRODUCCION La Naturaleza (el arte con que Dios ha hecho y gobierna el· mundo) está imitada de tal modo, como en otras muchas cosas, por el arte del hombre, que éste puede crear un animal artificial. Y siendo la vida un movimiento de miembros cuya iniciación se halla en alguna parte principal de los mismos ¿por qué no podríamos decir que todos los autómatas (artefactos que se ¡;nueven a sí mismos por medio de resortes y ruedas co- mo lo hace un reloj) tienen una vida artificial? ¿Qué es en realidad el corazón sino un resorte; y los nervios qu~ son, sino diversas fibras; y las articulaciones sino varias ruedas que dan movimiento al cuerpo entero tal como el Artífice se lo propuso? El arte va aún más lejos, imitando esta obra racional, que es la más excelsa de la Naturaleza: el hombre. En efecto: gracias al arte se crea ese gran Leviatán que llamamos repú- blica o Estado (en latín civitas) que no es sino un hombre artificial, aunque de mayor estatura y robustez que el natural para cuya protección y defensa fue instituído; y en el cual la soberanía es un alma artificial que da vida y movimiento al cuerpo entero; los magistrados y otros funcionarios de la ju- dicatura y del poder ejecu!ivo, nexos artificiales; la recom- pensa y el castigo (mediante los 'cuales cada nexo y cada miem- bro vinculado a la sede de la soberanía es inducido a ejecutar su deber) son los nervios que hacen lo mismo en el cuerpo natural; la riqueza y la abundancia de todos los miembros particulares constituyen su potencia; la salus populi (la sal- <¡:ación del pueblo) son sus negocios; los consejeros, que in- forman sobre cuantas cosas precisa conocer, son la memoria; la equidad y las leyes, una razón y Uha voluntad artificiales; la concordia, es la salud; la sedición, la enfermedad; la gue- rra civil, la muerte. Por último, los convenios mediante los cua- les las partes de este cuerpo político se crean, combinan y unen entre sí, aseméjanse a aquel fiat, o hagamos al hombre, pro- nunciado por Dios en la Creación. [2] 3 lNTRODUCCION Al describir la naturaleza de este hombre artificial me propongo considerar: 1Q La materia de que consta y el artífice; ambas cosas son el hombre. Q 2 Cómo y por qué pactos se instituye, cuáles son los derechos y el poder justo o la autoridad justa de un soberano; y qué es lo que lo mantiene o lo aniquila. 3Q Qué es un gobierno' cristiano. Por último qué es el reino de ¡Di tinieblas. Por lo que respecta al primero existe un dicho acreditado según el cual la sabiduría se adquiere no ya leyendo eil los libros sino en los hombres. Como consecuencia aquellas perso- nas que por lo común no pueden dar otra prueba de ser sabios, se complacen mucho en mostrar lo que piensan que e han leído en los hombres, mediante despiadadas censuras he- chas de los demás, a espaldas suyas. Pero existe otro dicho mucho más antiguo, en virtud del cual los hombres pu~den aprender a leerse fielmente uno al otro si se toman la pena de hacerlo; es el nosce te ipsum, léete a ti mismo: lo cual ÍlO se entendía antes en el sentido, ahora usual, de poner coto a la bárbara conducta que los titulares del poder observan con respecto a sus inferiores; o de inducir hombres de baja estofa a una conducta insolente hacia quienes son mejores que ellos .., Antes bien, nos enseña que por la semejanza de los pensa- mientos y de las pasiones de un hombre con los pensamientos y pasiones de otro, quien se mire a sí mismo y considere lo que hace cuando piensa, opina, razona, espera, teme, etc., y,'- por qué razones, podrá leer y saber, por consiguiente, cuáles son los pensamientos y pasiones de los demás hombres en ocasiones parecidas. Me refiero a la similitud de aquellas p~ siones que son las mismas en todos los hombres: deseo, temor, esperanza, etc.; no a la semejanza entre los objetos de las pasiones, que son las cosas deseadas, temidas, esperadas, etc. Respecto de éstas la constitución individual y la educación particular varían de tal modo y son tan fáciles de sustraer a nuestro conocimiento que los caracteres del corazón humano, borrosos y encubiertos, como están, por el disimulo, la falacia, la ficción y las erróneas doctrinas, resultan únicamente legibles' para quien investiga los corazones. Y aunque, a veces, por las acciones de los hombres descubrimos sus designios, dejar de 4 lNTRODUCCION compararlos con nuestros propios anhelos y de advertir todas las circunstancias _que pueden alterarlos, equivale a descifrar sin clave y exponerse al error, por exceso de confianza o de desconfianza, según que el individuo que lee sea un hombre bueno o malo. Aunque un hombre pueda leer a otro por sus acciones, de un modo perfecto, sólo puede hacer lo con sus circuns- tantes, que son muy pocos. Quien ha de gobernar una nación entera debe leer, en sí, mismo, no a este o aquel hombre, sino a la humanidad; cosa que resulta más difícil que aprender cualquier idioma o ciencia; cuando yo haya expuesto ordena- damente el resultado de mi propia lectura, los demás no ten- drán otra molestia sino la de comprobar si en sí mismos llegan a análogas conclusiones. Porque este género de doctrina no admite otra demostración. 5 PARTE 1 DEL HOMBRE CAP. I DEL HOMBRE CAPITULO I De las Sensaciones Por lo que respecta a los pensamientos del hombre quiero considerarlos en primer término singularmente, y luego en su conjunto, es decir, en su dependencia mutua. Singularmente cada uno de ellos es una representación o apariencia de cierta cualidad o de otro accidente de un cuerpo exterior a nosotros, de lo que comúnmente llamamos objeto. Dicho objeto actúa sobre los ojos, oídos y otras partes del cuerpo humano, y por su .diversidad de actuación produce di- versidad de apariencias. El origen de todo ello es lo que llamamos sensacirín (en efecto: no existe ninguna concepción en el intelecto humano que antes no haya sido recibida, totalmente o en parte, por los órganos de los sentidos). Todo lo demás deriva de este elemento primordial. Para el objeto que ahora nos proponemos no es muy ne- cesario conocer la causa natural de las sensaciones; ya en otra parte he escrito largamente acerca del particular. No obstante, para llenar en su totalidad las exigencias del método que aho- ra me ocupa, quiero examinar brevemente, en este lugar, di- cha materia. La causa de la sensación es el cuerpo externo u objeto que actúa: sobre el órgano propio de cada sensación, ya sea de modo inmediato, como en el gusto o en el tacto, o mediata mente como en la vista, el oído y el olfato: dicha acción, por medio de los nervios y otras fibras y membranas del cuerpo, se adentra por éste hasta el cerebro y el corazón, y causa alH una resistencia, reacción o esfuerzo del corazón, para liber- tarse: esfuerzo que dirigido hacia el exú:rior, parece ser algo 6 PARTE 1 DEL HOMBRE CAP. l externo. Esta apariencia o fantasía es lo que los hombres lIa ruan sensación, y consiste para el ojo en una luz. o color figu- rada; para el oído en un sonido; para la pituitaria en un olor; para la lengua o el paladar en un sabor; para el resto del cuer- po en calor, frío, durez.a, suavidad y otras diversas cualidades que por medio de la sensación discernimos. Todas estas cua- lidades se denominan sensibles y no son, en el objeto que las causa, sino distintos movimientos en la materia, mediante los cuales actúa ésta diversamente sobre nuestros órganos. En nosotros, cuando somos influídos por ese efecto, no hay tam- roca otra cosa sino movimientos (porqu~ el movimiento no produce otra cosa que movimiento). Ahora bien': su apariencia con respecto a nosotros constituye la fantasía, tanto en estado' de vigilia como de sueño; y así como cuando oprimimos el oído se produce un rumor, así también los cuerpos que vemos u oímos producen el mismo efecto con su acción tenaz, aunque imperceptible. En efecto, si tales colores o sonidos es- tuvieran en los cuerpos u objetos que los causan, no podrían ser [4] separados de ellos como lo son por los espejos, y en los ecos mediante la reflexión. De donde resulta evidente que la cosa vista se encuentra en una parte, y la apariencia en otra. y aunque a cierta distancia lo real, el objeto. visto parece re- vestido por la fantasía que en nosotros produce, lo cierto es que una cosa es el objeto y otra la imagen o fantasía. Así que las sensaciones, en todos los casos, no son otra cosa que fan- tasía original, causada, como ya he dicho, por la presión, es decir, por los movimientos de las cosas externas sobre nues- tros ojos, oídos y otros órganos. Ahora bien, las escuelas filosóficas en todas las U niver- ~:dades de la cristiandad, fundándose sobre ciertos textos de .i ristóteles, enseñan otra doctrina, y dicen, por lo que respecta a la ~dsión, que la cosa vista emite de sí, por todas partes, una especie visible, aparición o aspecto, o cosa vista; la recepción de ello por el ojo constituye la visión. Y por lo que respecta 1 la audición, dicen que la cosa oída emite de sí una especie audible, aspecto o cosa audible, que al penetrar en el oído en-- gendra la audición. Incluso por lo que respecta a la causa de la comprensión, dicen que la cosa comprendida emana de sí una especie inteligible, es decir un inteligible que al llegar a 7 PARTE 1 DEL HOMBRE CAP. 1 la comprensión nos hace comprender. No digo esto con pro- pósito de censurar lo que es costumbre en las Universidades, sino porque como posteriormente he de referirme a su misión en el Estado, me interesa haceros ver en todas ocasiones qué cosas deben ser enmendadas al respecto. Entre ellas está la frecuencia con que Usan elocuCiones desprovistas de signifi- cación. 8 PARTE 1 DEL HOMBRE CAP. 2 CAPITULO II D e la 1maginación Que cuando una cosa permanece en reposo seguirá mante- niéndose así a menos que algo la perturbe, es una verdad de la que nadie duda; pero que cuando una cosa está en movi- miento continuará moviéndose eternamente, a menos que algo la detenga, constituye una afirmación no tan fácil de entender, aunque la razón sea idéntica (a saber: que nada puede cambiar por sí mismo). En efecto: los hombres no miden solamente a los demás hombres, sino a todas las otras cosas, por sí mismos: y como ellos mismos se encuentran sujetos, 'después del movimiento, a la pena y al cansancio, piensan que toda cosa tiende a cesar de moverse y procura reposar por decisión propia; tienen poco en cuenta el hecho de si no existe otro movimiento en el cual consista este deseo de descanso que advierten en sí mismos. En esto se apoya la afirmación esco- lástica de que los cuerpos pesados caen movidos por una ape- tencia de descanso, y se mantienen por naturaleza en el lugar que es más adecuado para ellos: de este modo se adscribe ab- surdamente a las cosas inanimadas apetencia y conocimiento de lo que es bueno para su conservación (lo cual es más de lo que el hombre tiene). Cuando un cuerpo se pone una vez en movimiento, se mueve eternamente (a menos que algo se lo impida); y el obstáculo que encuentra no puede detener ese movimiento en un instante, sino con el transcurso del tiempo, y por grados. y del mismo modo que vemos en el agua cómo, cuando el viento cesa, las olas continúan batiendo durante un [5] espacio de tiempo, así ocurre también con el movimiento que tiene lugar en las partes internas del hombre, cuando ve, sueña, etc. En efecto: aun después que el objeto ha sido apartado de nos- otros, si cerramos los ojos seguiremos reteniendo una imagen de la Cosa vista, aunque menos precisa que cuando la veíamos. 9 PARTE 1 DEL HOMBRF: CAP. 2 Tal es lo que los latinos llamaban imaginación, de la imagen que en la visión fue creada: y esto mismo se aplica, aunque impropiamente, a todos los demás sentidos. Los griegos, en cambio, la llamahan fantasía, que quiere decir apariencia, y es tan peculiar de un sentido como de los demás. Por consi- guiente, la IMAGINACiÓN no es otra cosa sino una sensación que se debilita j sellsaciClIJ que se encuentra en los hombres y en muchas otras criaturas viva" tanto durante el sueiio comü en estado de vigilia. La debilitación de las sensaciones en el hombre que se halla en estado de vigilia no es la debilitación del movimiento que tiene lugar en las sensaciones: más bien es una obnnbi- lacióil de ese movimiento, algo análogo a como la luz del sol obscurece la de las estrellas. En efecto: las estrellas no ejercen menos en el día que por la noche la virtud que las hace visibles. Pero así como entre las diferentes solicitaciones que nuestros o jos, nuestros oídos y otros órganos reciben de los cuerpos externos, sólo la predominante es sensible, así también, siendo predominante la luz del sol, no impresiona nue,tros sentido, la acción de [as estrellas. Cuando se aparta de nues- tra vista cualquier objeto, la impresión que hizo en nosotros permanece: ahora bien, como otros objetos más presentes vie- nen a impresionarnos, a su vez, la imaginación del pasado se obscurece y debilita; así ocurre con la voz del hombre entre los rumores cotidianos. De ello se sigue que cuanto más largo es el tiempo transcurrido desde la visión o sensación de un objeto, tanto má> débil es la imaginación. El cambio continuo que se opera en el cuerpo del hombre destruye, con el tiempo, las partes que se movieron en la sensación; a su vez la dis- tancia en el tiempo o en el espacio producen en nosotros el mismo efecto. Y del mismo modo que a gran distancia de un lugar el objeto a que mirais os aparece minúsculo y no hay· posibilidad de distinguir sus detallc5; y así como, de lejos, las voces resultan débiles e inarticuladas, así, también, después de un gran lapso de tiempo, nuestra imagen del pasado se debilita, y, por ejemplo, perdemos de las ciudades qlle hemos visto, el recuerdo de muchas calles; y de las acciones, mu- chas particulares circunstancias. Esta s¿l!sación decadente, si queremos expresar la misma cosa (me refiero a la fantasía) 10 I'ARTE [ DEL HOMBRE ClIP. 2 la llamamos imaginac1On, como ya dije antes: pero cuando queremos expresar ese decaimiento y significar que la sensa- ción se atenúa, envejece y pasa, la llamamos memoria. Así imaginación y memoria son una misma cosa que para diversas consideraciones posee, también, nombres diversos. Una memoria copiosa o la memoria de muchas cosas se denomina experienci<l. La imaginación se refiere solamente a aquellas cosas que antes han sido percibidas por los sentidos, bien sea de una vez o por partes, en tiempos diversos; la primera (que consiste en la imaginación del objeto entero tal como fue presentado a los sentidos) es si-mple imaginación; así ocurre cuando alguien imagina un hombre o un caballo que vio anteriormente. La otra es compuesta, como cuando <;le la visión de un hombre en cierta ocasión, y de un caballo en otra, componemos en nuestra mente la imagen de un cen- tauro. Así, también, cuando un hombre combina la imagen de su propia persona con la imagen de las acciones de otro hombre; por ejemplo, cuando un hombre se imagina a sí mismo ser un Hércules o un JI lejandro (cosa que ocurre con frecuencia a quienes leen novelas en abundancia), se trata de una imaginación compuesta, pero propiamente de una ficción [6] mental. Existen también otras imágenes que se producen en los hombres (aunque eí\ estado de vigilia) a causa de una gran impresión recibida por los sentidos. Por ejemplo, cuando se mira fijamente al sol, la impresión deja ante nuestros ojos, durante largo tiempo, una imagen de dicho astro; cuando se mira con fijeza y de un modo prolongado figuras geomé- tricas, el hombre en la obscuridad (aunque esté despierto) ticnt: luego imágenes de líneas y ángulos ante sus ojos: este género de fantasía no tiene nombre particular, por ser algo que comúnmente no cae bajo el discurso humano. Las imaginaciones de los que duermen constituyen lo que llamamos ensueños. También éstas; como todas las demás ima- ginaciones, han sido percibidas antes, totalmente o en partes, por los sentidos. Y como el cerebro y los nervios, necesarios a la sensación, quedan tan aletargados en el sueño que difícil- mente se mueven por la acción de los objetos externos, durante d sueño no puede producirse otra imaginación ni, en conse- cuencia, otro ensueño sino el que procede de la agitación de II PARTR 1 DEL HOMBRE CAP. 2 bs partes internas del cuerpo humano. Dada la conexlOn que tienen con el cerebro y otros órganos, cuando estos elementos iiIternos se perturban, ponen a dichos órganos en movimiento: sólo que hallándose entonces algo aletargados los órganos de la sensación, y no existiendo un nuevo objeto que pueda domi- rarla u obscurecerla con una impresión más vigorosa, el en- sueño tiene que ser más claro en el silencio de las sensaciones que lo son nuestros pensamientos en estado de vigilia. y aun suele ocurrir que resulte difícil, y en ciertos casos imposible, distinguir exactamente entre sensación y ensueño. Por mi parte, cuando considero que en los sueños no pienso c::m frecuencia ni constantemente en las mismas personas, lu- gares, objetos y acciones que cuando estoy despierto; ni re- cuerdo durante largo rato una serie de pensamientos cohe- rentes con los ensueños de otros tiempos; y como, además, cuando estoy despierto observo frecuentemente lo absurdo de los sueños, pero nunca sueño con lo absurdo de mis pensamien- tos en estado de vigilia, me satisface advertir que estando des- pierto yo sé que no sueño: mientras que cuando duermo, me pienso estar despierto. Si advertimos que los ensueños son causados por la des- templanza de algunas partes internas del cuerpo, tendremos que esas diversas destemplanzas causarán, necesariamente, ensueños diferentes. Así acontece que cuando se tiene frío es- tando echado se sueña con cosas de terror, y surge la idea e imagen de algún objeto temible (siendo recíproco el movi- miento del cerebro a las partes internas, y de las partes in- ternas al cerebro); del mismo modo que la cólera causa calor en algunas partes del cuerpo cuando estamos despiertos, así, cuando dormimos, el exceso de calor de las mismas partes causa cólera, y engendra en el cerebro la imagen de un enemigo. De la misma manera la pasión natural, cuando estamos despiertos, engendra deseo; y el deseo produce calor en otras ciertas partes del cuerpo; así también al exceso de ardor en estas par- tes, cuando estamos durmiendo, sucede en el cerebro la imagen de algún anhelo antes sentido. En suma, nuestros en- sueños son el reverso de nuestras imágenes en estado de vigilia. Sólo· que cuando estamos despiertos el moyimiento se inicia en un extremo, y cuandQ dormimos, en otro. 12 ¡'ARTE 1 DEL HOMBRE CAP. 2 La mayor dificultad en discrimmar los ensueños de un hombre y sus pensamientos en estado de vigilia [7] se ad- vierte cuando por accidente dejamos de observar que estamos durmiendo, cosa que fácilmente ocurre al hombre que está lleno de terribles pensamientos, y cuya conciencia se halla per- turbada, hasta el punto de que duerme aún en circunstancias extrañas, por ejemplo al acostarse o al desnudarse, lo mismo que otros dormitan en el sillón. En efecto: quien está apenado y se afana, en vano, por dormir, si una fantasía extraña o exorbitante se le aparece, fácilmente propenderá a pensar en un ensueño. Cuentan de Marco Bruto (un personaje a quien dio vida Julio César, y le hizo su favorito, no obstante lo cual fue asesinado por él) que en Philippi, la noche de la vÍs- pera de la batalla contra César Augusto, vio una aparición espantable que los historiadores presentan, por lo común, co- mo una visión; ahora bien, teniendo en cuenta las circuns- tancias, fácilmente podemos inferir que no se trataba sino de UIl ensueño fugaz. Hallándose sentado en su tienda, pensativo y conturbado por el acto cometido, no fue difícil para él, :Iterido de frío como estaba, soñar acerca de lo que más le afligía: ese mismo temor le hizo despertar gradualmente, con lo cual la aparición fue desvaneciéndose poco a poco. Y como no tenía seguridad de estar durmiendo, no había motivo para pensar que todo ello fuera un ensueño ni cosa distinta de una Visión, Esta eventualidad no es muy rara, pues incluso los (jllC están perfectamente despiertos, cuando tienen miedo y son supersticiosos, y se hallan poseídos por terribles ideas, al estar ~;()los en la obscuridad se ven sujetos a tales fantasías, y creen ver espíritus y fantasmas de hombres muertos paseando por los cementerios. En todo ello no hay otra cosa que su fantasía o hien el fraude de ciertas personas que, abusando del te~or ajeno, pasan disfrazadas, durante la noche, por lugares que desean frecuentar sin ser conocidas. De esta ignorancia para distinguir los ensueños, y otras fantasías, de la visión y de las sensaciones,surgieron en su mayor parte las creencias religiosas de los gentiles, en los tiem- I~os. pasados, cuando se adoraba a sátiros, faunos, ninfas y otras ficciones por el estilo: tal es, también, ahora, el origen del roncepto que la gente vulgar tiene de hadas, fantasmas y duen- 13 PARTE.' , DEL HOMBRE CAP. 2 des, así como del poder de las brujas. En cuanto a estas últimas no creo que su brujería encierre ningún poder efec- tivo; pero justamente se las castiga por la falsa creencia que tienen de ser causa de maleficio, y, además, por su propósito de hacerlo si pudieran; sus actividades se hallan más cerca de una nueva religión que de un arte o ciencia. En cuanto a las hadas y fantasmas deambulan tes, el concepto que sobre ellos se tiene se inició seguramente, o por lo menos no ha sido contradicho, para acreditar el uso de exorcismos, cruces, agu;¡. bendita y otras parecidas invenciones de personas supersticio- sas. A pesar de ello no hay duda de que Dios puede hacer apariciones fuera de lo natural: pero que las haga tan fre- cuentemente que los hombres hayan de temer tales cosas más que temen la continuidad o el cambio en e1,mrso de la Natu- raleza (que· también puede permanecer o cambiar), no es ar- tículo de fe cristiana. Ahora bien, los hombres malvados, bajo el pretexto de que Dios puede hacerlo todo, son tan osados que dicen todo aquello que sirve a sus propósitos, aunque se- pan que es falso. Es cosa inherente a la condición de un hombre sabio no creer en ello sino cuando la buena razón haga dignas de crédito las cosas afirmadas. Si esta superstición, este temor 3 los espíritus fuese eliminado, y con ello los pronósticos a base de ensueños y otras cosas concomitantes -mediante las cuales [8] algunas personas ambiciosas de poder abusan de las gentes sencillas- los hombres estarían más aptos que lo están para la obediencia cívica. Tal debería ser la misión de las escuelas, pero más bien tienden a alimentar semejantes doctrinas. Porque (no sabien- do lo que son la imaginación y las sensaciones) enseñan aque- llo que por tradición conocen. Así afirman algunos que las imaginaciones surgen en nosotros mismos y no tienen causa. Otros aseguran que más comúnmente se producen por obra de la voluntad; que los pensamientos buenos son inspirados en el hombre por Dios, y los pensamientos malvados por el demonio: o que los pensamientos buenos resultan imbuídos (infusos) en el hombre por Dios, y los malignos por el de- monio. Algunos dicen que . los sentidos reciben las especies de las cosas y las entregan al sentido común: que el sentido co- mún las transmite a la fantasía, y ésta a la memoria, y la 14 PARTE 1 DEL HOMBRE CAP. 2 memoria al juicio; lo cual parece pura tradición de cosas, con muchas palabras que no ayudan a la comprensión. La imaginación que se produce en el hombre (o en cual- quiera otra criatura dotada con la facultad de imaginar), por medio de palabras u otros signos voluntarios es lo que gene- ralmente llamamos entendimiento, que es común a los hom- bres y a los animales. Por el hábito, un perro llegará a entender la llamada o la reprimenda de su dueño, y lo mismo ocurrirá con otras bestias. El entendimiento que es peculiar al hombre, 110 es solamente comprensión de su voluntad, sino de sus con- cepciones y pensamientos, por la sucesión y agrupación de los nombres de las cosas en afirmaciones, negaciones y otras for- mas de expresión. De este género de entendimiento he de ha- blar más adelante. 15 1'.11.''/'1·; 1 DEL HOMBRE CAP. 3 CAPITULO III De la Consecuencia o Serie de Imaginaciones Por consecuencia o serie de pensamientos comprendo la sucesión de un pensamiento a otro; es lo que, para distinguirlo del discurso en palabras, denominamos discurso mental. Cuando un hombre piensa en una cosa cualquiera, su pen- samiento inmediatamente posterior no es, en definitiva, tan casual como pudiera parecer. Un pensamiento cualquiera no sucede a cualquier otro pensamiento de modo indiferente. Del mismo modo que no tenemos imágenes, a no ser que antes hayamos tenido sensaciones, en conjunto o en partes, así tam- poco tenemos transición de una imagen a otra si antes no la hemos tenido en nuestra,s sensaciones. La razón de ello es la siguiente. Todas las fantasías son movimientos efectuados dentro de nosotros, reliquias de los que se han operado en la sensación. Estos movimientos que inmediatamente se suceden en las sensaciones, siguen hallándose, también, conjuntos des.., pués de ellas. ASÍ, al volver a ocupar el primer movimiento un lugar predominante, continúa el segundo por coherencia con la materia movida, como el agua sobre una mesa puede ser empujada de una parte a otra y guiada por el dedo. Pero como en las sensaciones, tras una sola y misma cosa percibida, viene una vez una cosa y otras otra, así ocurre también en el tiempo, que al imaginar una cosa [9] no podemos tenercer- tidumbre de lo que habremos de imaginar a continuación. Sólo una cosa es cierta: algo debe haber que sucedió antes, en un tiempo u otro. Esta serie de pensamientos o discurso mental es de dos clases. La primera carece de orientación y designio, es incons- tante; no hay en ella pensamiento apasionado que gobierne y atraiga hacia sí mismo a los que le siguen, constituyéndose - en fin u objeto de algún deseo o de otra pasión. En tal caso se dice que los pensamientos fluctúan y parecen incoherentes 16 PARTE 1 DEL HOMBRE CAP. 3 uno respecto a otro, como en el sueño. Tales son, comúnmente, los pensamientos de los seres humanos que no sólo están ais- lados, sino también sin preocupación por cualquiera otra cosa. Incluso puede ocurrir que esos pensamientos sean tan activos como en otros tiempos, pero carezcan de armonía, como el sonido de un laúd sin templar en manos de cualquier hombre; o templado, en manos de alguien que no supiera tocar. Aun en esta extraña disposición de la mente un hombre percibe muchas veces el hilo y la dependencia de un pensamiento con respecto a otro. Así en un coloquio acerca de nuestra guerra civil presente ¿qué cosa sería más desatinada, en apariencia, que preguntar (como alguien lo hizo) ,cuál era el valor de un dinero romano? Aun así, la coherencia, a juicio mío, era bastante evidente, porque el pensamiento de la guerra traía (onsigo el de la entrega del rey a sus enemigos; este pensa- miento sugería el de la entrega de Cristo; ésta a su vez, el de los treinta dineros que fue el precio de aquella traición: fácilmente se infiere de aquí aquella maliciosa cuestión; y todo esto en un instante, porque el pensamiento es veloz. El segundo es más constante, puesto que está regulado por algún deseo y designio. La impresión hecha por las cosas que deseamos o tememos es, en efecto, intensa y permanente o (cuando cesa por algún tiempo) de rápido retorno: tan fuerte es, a veces, que impide y rompe nuestro sueño. Del deseo surge el pensamiento de algunos medios que hemos visto pro- ducir efectos análogos a aquellos que perseguimos; del pen- samiento de estos efectos brota la idea de los medios condu- centes a ese fin, y así sucesivamente hasta que llegamos a algún comienzo que está dentro de nuestras posibilidades. Y como el fin, por la grandeza de la impresión, viene con frecuencia a la mente, si nuestros pensamientos comienzan a disiparse, rá- pidamente son conducidos otra vez al recto camino. Obser- vado esto por uno de los siete sabios, ello le indujo a dar a los hombres este consejo que ahora recordamos: Respice finem. Es decir, en todas vuestras acciones, considerad frecuentemente aquello que quereis poseer, porque es la cosa que dirigirá todos vuestros pensamientos al camino para alcanzarlo. La serie de pensamientos regulados es de dos clases. Una cuando tratamos de inquirir las causas o medios que producen 17 PARTE 1 DEL HOMBRE CAP. 3 un efecto imaginado: este género es común a los hombres y a los animales. Otra cuando, imaginando una cosa cualquiera tratamos de determinar los efectos posibles que se pueded producir con ella; es decir, imaginar lo que podemos hacer con una cosa cuando la tenemos. De esta especie de pensa- mientos en ningún tiempo y fin percibimos muestra alguna sino sólo en el hombre; ésta es, en efecto, URa particularidad que raramente ocurre en la naturaleza de cualquiera otra cria- tura viva que no tenga más pasiones que las sensoriales, tales como el hambre, la sed, el apetito sexual y la cólera. En suma, el discurso mental, cuando está· gobernado por designios, no es sino búsqueda o facultad de invención, lo que los latinos llamaban sagacitas y [IO] solertia; urm averiguación de las causas de algún efecto presente o pasado, o de los efectos de alguna causa pasada o presente. A veces el hombre busca lo 'que ha perdido; y 'desde el momento, lugar y tiempo en que advierte la falta, su mente retrocede de lugar en lugar y de tiempo en tiempo, para hallar dónde y cuándo la tenía; esto es, para encontrar un tiempo y un lugar evidentes y unos límites dentro de los cuales dar comienzo a una metódica in- vestigación. Luego, desde allí, vuelven sus pensamientos hacia los mismos lugares y tiempos para hallar qué acción o qué contingencia pueden haberle hecho perder la cosa. Es lo que de- nominamos remembranza o invocación a la mente: los lati- nos la llamaban reminiscentia, por considerarla como un reco- nocimiento de nuestras acciones anteriores. A veces el hombre conoce un lugar determinado dentro del ámbito en el cual ha de inquirir; entonces sus pensamientos hurgan en ese sitio por todas sus partes, del mismo modo que registraríamos una habitación para hallar una joya; o como un perro de caza recorrería el campo hasta encontrar el rastro; o como alguien consultaría el diccionario para hallar una rima. En ocasiones un hombre desea saber el curso de determi- nada acción; entonces piensa en alguna acción pretérita seme- jante y en las consecuencias ulteriores de ella, presumiendo que a acontecimientos iguales han de suceder acciones iguales. Cuando uno quiere prever lo que ocurrirá con un criminal recuerda lo que ha visto ocurrir en crímenes semejantes: el orden de sus pensamientos es éste: el crimen, los agentes ju- 18 PARTE 1 DEL HOMBRE CAP. 3 diciales, la pnSlOn, el juez y la horca. Este género de pen- samiento se llama previsión, prudencia o providencia; a veces sabiduría; aunque tales conjeturas, dada la dificultad de ob- servar todas las circunstancias, resulten muy falaces. Mas es lo cierto que algunos hombres tienen una experiencia mucho mayor de las cosas pasadas que otros, y en la misma medida son más prudentes; sus previsiones raramente fallan. El pre- sente sólo tiene una realidad en la Naturaleza; las cosas pa- sadas tienen una rcalidad en la memoria solamente; pero las cosas por venir no tienen realidad alguna. El futuro no es sino una ficción de la mente, que aplica las consecuencias de las acciones pasadas a.. las acciones presentes; quien tiene mayor experiencia hace esto con mayor certeza; pero no con certeza suficiente. Y aunque se llama prudencia, cuando el aconteci- miento responde a lo que esperamos, no es, por naturaleza, sino presunción. En efecto, la presunción de las cosas por venir, que es providencia, pertenece sólo a Aquél por cuya voluntad sobrevienen. De Él solamente, y por modo sobre- natural, procede la profecía. El mejor profeta, naturalmente, es el más perspicaz; y el más perspicaz es el más versado e instruído en las materias que examina, porque tiene mayor cantidad de signos que observar. Un signo es el acontecimiento antecedente del consiguien- te; y, por el contrario, el consiguiente del antecedente, cuando antes han sido observadas las mismas consecuencias. Cuanto más frecuentemente han sido observadas, tanto menos incierto es el signo y, por tanto, quien tiene más experiencia en cual- quiera clase de negocios, dispone de más signos para avizorar el tiempo futuro. Como consecuencia es el más prudente, y mucho más prudente que quien es nuevo en aquel género de negocios y no tiene, como compensación, cualquiera venta- ja de talento natural y desusado: aunque a veces, muchos jó- venes piensan io contrario. N o obstante no es la prudencia lo que distingue al hombre de la bestia. [11] Hay animales que teniendo un año observan más, y persiguen lo que es bueno para ellos con mayor pru- dencia que un niño puede hacerlo a los diez. La prudencia es una presunción del futuro basada en la experiencia del pasado; pero existe también una presunción 19 PARTE 1 DEL HOMBRE CAP. 3 de cosas pasadas, deducida de otras cosas que no son futuras, sino pasadas también. Quien ha visto por qué procedimientos y grados un Estado floreciente cae primero en la guerra civil y luego en la ruina, a la vista de la ruina de cualquier otro Estado inducirá que las causas de ello fueron las mismas gue- rras y los mismos sucesos. Pero esta conjetura tiene el mismo grado de incertidumbre que la conjetura del futuro; ambas están basadas solamente sobre la experiencia. Por lo que yo recuerdo no existe otro acto de la mente humana, connatural a ella, y que no necesite otra cosa para su ejercicio sino haber nacido hombre y hacer uso de los cinco sentidos. Por el estudio y el trabajo se adquieren e incremen- tan aquellas otras facultades de las que hablaré poco a po- co, y que parecen exclusivas del hombre. Muchos hombres van adquiriéndolas mediante instrucción y disciplina, y todas derivan de la invención de las palabras, y del lenguaje. Por- que aparte de las sensaciones y de los pensamientos, y de la serie de pensamientos, la mente del hombre no conoce otro movimiento, si bien con ayuda del lenguaje y del método, las mismas facultades pueden ser elevadas a tal altura que distingan al hombre de todas las demás criaturas vivas. Cualquiera cosa que imaginemos es finita. Por consiguien- te, no hay idea o concepción de ninguna clase que podamos llamar infinita. Ningún hombre puede tener en su mente una imagen de cosas infinitas ni concebir la infinita sabiduría, el tiempo infinito, la fuerza infinita o el poder infinito. Cuando decimos de una cosa que es infinita, significamos solamente que no somos capaces de abarcar los términos y límites de la cosa mencionada, con 10 que no tenemos concepción de la cosa, sÍno de nuestra propia incapacidad. De aquÍ resulta que el nombre de Dios es usado no para que podamos concebirlo (puesto que es incomprensible, y su grandeza y poder resul- tan imposibles de concebir) sino para qJe podamos honrarle. Así ( tal como dije antes), cualquiera cosa que concebimos ha sido anteriormente percibida por los sentidos, de una vez o por partes, y un hombre no puede tener idea que represente una cosa no sujeta a sensación. En consecuencia, nadie puede concebir una cosa sino que debe concebirla situada en algún lugar, provista de una determinada magnitud y susceptible 20 PARTE 1 DEL U-O M B R E CAP. 4 de dividirse en partes; no puede ser que una cosa esté toda en este sitio y toda en otro lugar, al mismo tiempo; ni que dos o más cosas estén, a la vez, en un mismo e idéntico lugar. Porque ninguna de estas cosas es o puede ser nunca incidental a la sensación; ello no son sino afirmaciones absurdas, propa- ladas -sin razón alguna- por filósofos fracasados y por es- colásticos engañados o engañosos. [12] 21 PARTE 1 DEL HOMBRE CAP. 4 CAPITULO IV Del Lenguaje La invención de la imprenta, aunque ingeniosa, no tiene gran importancia si se la compara con la invención de las letras. Pero ignoramos quién fue el primero en hallar el uso de las letras. Dicen los hombres que quien en primer término las trajo a Grecia fue Cadmo, hijo de Agenor, rey de Feni- cia. Fue, ésta, una invención provechosa para perpetuar la memoria del tiempo pasado, y 1a conjunción del género hu- mano, disperso en tantas y tan distintas regiones de la tierra; y tuvo gran dificultad, como que procede de una cuid8dosa observación de los diversos movimientos de la lengua, del paladar, de los labios y de otros órganos de la palabra; añá- dase, además, a ello la necesidad de establecer distinciones de caracteres, para recordarlas. Pero la más noble y provechosa invención de todas fue la del lenguaje, que se basa en nombres o apelaciones, y en las conexiones de ellos. Por medio de esos elementos los hombres registran sus pensamientos, los recuer- dan cuando han pasado, y los enuncian uno a otro para mutua utilidad y conversación. Sin él no hubiera existido entre los hombres ni gobierno ni sociedad, ni contrato ni paz, ni más que lo existente entre lEOnes, osos y lobos. El primer autor del lenguaje fue Dios mismo, quien instruyó a lldán cómo llamar las criaturas 4ue iba presentando ante su vista. La Es- critura no va más lejos en esta materia. Ello fue suficiente para inducir al hombre a añadir nombres nuevos, a medida que la experiencia y el uso de las criaturas iban dándole oca- sión, y para acercarse gradualmente a ellas de modo que pu- diera hacerse entender. Y aSÍ, andando el tiempo, ha ido formándose el lenguaje tal como lo usamos, aunque no tan copioso como un orador o filósofo lo necesita. En efecto, no encuentro cosa alguna en la Escritura de la cual directamente o por consecuencia pueda inferirse que se enseñó a Adán los 22 PARTE 1 DEL HOMBRE CAP. 4 nombres de todas las figuras, cosas, medidas, colores, sonidos, fantasías y relaciones. Mucho menos los nombres de las pa- labras y del lenguaje, como general, especial, afirmativo, ne- gativo, indiferente, optativo, infinitivo, que tan útiles son; y menos aún las de entidad, intencionalidad, quididad, y otras, insignificantes, de los Escolásticos. Todo este lenguaje ha ido produciéndose y fue incremen- tado por Adán y su posteridad, y quedó de nuevo perdido en la torre de Babel cuando, por la mano de Dios, todos los hombres fueron castigados, por su rebelión, con el olvido de su primitivo lenguaje. Y viéndose así forzados a dispersarse en distintas partes del mundo, necesariamente hubb de sobre- n~nir la diversidad de lenguas que ahora existe, derivándose por grados de aquélla, tal como lo exigía la necesidad (madre de todas las invenciones); y con el transcurso del tiempo fue creciendo de modo cada vez más copioso. El uso general del lenguaje consiste en trasponer nues- tros discursos mentales en verbales: o la serie de nuestros pen- samientos en una serie de palabras, y esto con dos finalidades: una de ellas es el [13] registro de las consecuencias de nues- tros pensamientos, que ~iendo aptos para sustraerse de nuestra memoria cuando emprendemos una nueva labor, pueden ser recordados de nuevo por las palabras con que se distinguen. ASÍ, el primer uso de los nombres es servir como marcas o notas dd recuerdo. Otro uso se advierte cuando varias per- sonas utilizan las mismas palabras para significar (por su co- nexión y c.rden), U'la a otra, lo que conciben o piensan de cada materia; y también lo que desean, temen o promueve en ellos otra pasión. Y para este uso se denominan signos. L'sos especiales del lenguaje son los siguientes: primero, re- gistrar lo que por meditación hallamos ser la causa de todas las cosas, presentes o pasadas, y lo que a juicio nuestro las cosas preó>entes o pasadas puedan producir, o efecto: lo cual, en suma, es el origen de las artes. En segundo término, mos- trar a otros el conocimicllto que hemos adquirido, lo cual sig- nifica aconsejar y enseñar uno a otro. En tercer término, dar ~ conocer a otros nuestras voluntades y propósitos, para que podamos prestarnos ayuda mutua. En Cllarto lugar, compla- 23 PA.RTE 1 DEL HOMBRE CAP. 4 cernos y deleitarnos nosotros y los demás, jugando con nues- tras palabras inocentemente, para deleite nuestro. A estos usos se oponen cuatro vicios correlativos: Primero, cuando los hombres registran sus pensamientos equivocada- mente, por la inconstancia de significación de sus palabras; con ellas registran concepciones que nunca han concebido, y se engañan a sí mismos. En segundo lugar, cuando usan las pa- labras metafóricamente, es decir, en otro sentido distinto de aquel para el que fueron establecidas, con lo cual engañan a otros. En tercer lugar, cuando por medio de palabras declaran cuál es su voluntad, y no es cierto. En cuarto término, cuando usan el lenguaje para agraviarse unos a otros: porque viendo cómo la Naturaleza ha armado a las criaturas vivas, algunas con dientes, otras con cuernos, y algunas con manos para ata- car al enemigo, copstituye un abuso del lenguaje agraviarse con la lengua, a menos que nuestro interlocutor sea uno a quien nosotros estamos obligados a dirigir; en tal caso ello no implica agravio, sino correctivo y enmienda. La manera como el lenguaje se utiliza para recordar la consecuencia de causas y efectos, consiste en la aplicación de nombres y en la conexión de ellos. De los nombres, algunos son propios y peculiares de una sola cosa, como Pedro, Juan, este hombre, este árbol: algu- nos, comunes a diversas cosas, como hombre, caballo, animal. Aun cuando cada uno de éstos sea un nombre, es, no obstante, nombre de diversas cosas particulares; consideradas todas en conjunto constituyen Jo que se llama un universal. Nada hay universal en el mundo más que los nombres, porque cada una de las cosas denominadas es individual y singular. El nombre universal se aplica a varias cosas que se ase- mejan en ciertas cualidades u otros accidentes. Y mientras que un nombre propio recuerda solamente una cosa, los uni- vers,'l!es recuerdan cada una de esas cosas diversas. De los nombres universales algunos son de mayor exten- sión,. otros de extensión más pequeña; los de comprensión mayor son los menos amplios: y algunos, a su vez, que son de igual extensión, se comprenden uno a otro, recíprocamen- te. Por ejemplo, el nombre cu.erpo es de significación más amplia que la palabra Iwmbre, y la comprende; los nombres PARTE 1 DEL HOMBRE CAP. 4 hombre. y racional son de igual extensión, y mutuamente se comprenden uno a otro. Pero ahora [14] conviene advertir que mediante un nombre no siempre se comprende, como en la gramática, una sola palabra, sino, a veces, por circunlocu- ción, varias palabras juntas. Todas estas palabras: el- que en sus acciones obserT.la las leyes de su país, hacen un Solo nombre, equivalente a esta palabra singular: justo. Mediante esta aplicación de nombres, unos de signifi- cación más amplia, otros de significación más estricta, con- vertimos la agrupación de consecuencias de las cosas imaginadas en la mente, en agrupación de las consecllencias de sus apela- ciones. Así, cuando un hombre que carece en absoluto del uso de la palabra (por ejemplo, el que nace y sigue siendo per- fectamente sordo y mudo) ve ante sus ojos un triángulo y, junto a él, dos ángulos rectos (tales como son los ángulos de una figura cuaclt-ada) puede, por meditación, comparar y advertir que los tres ángulos de ese triángulo son iguales a los dos ángulos rectos que estaban junto a él. Pero si se le muestra otro triángulo, diferente, en su traza, del primero, no se dará cuenta, sin un nuevo esfuerzo, de si los tres ángulos de éste son, también, iguales a los de aquél. Ahora bien, quien tiene el uso de la palabra, cuando observa que semejante igualdad es una consecuencia no ya de la longitud de los lados ni de otra peculiaridad de ese triángulo, sino, solamente, del hecho de que los lados son líneas rectas, y los ángulos tres, y de que ésta es toda la razón de por qué llama a esto un triángulo, llegará a la conclusión universal de que semejante igualdad de ángulos tiene 1ugar con respecto a un triángul::J cualquiera, y entonces resumirá su invención en los siguientes términos generales: Todo triángulo tiene sus tres ángulos igua- les a dos ángulos rectos. De este modo la consecuencia adver- tida en un caso particular llega a ser registrada y recordada como una norma univ.ersal; así, nuestro recuerdo mental se desprende de las circunstancias de lugar y tiempo, y nos libera de toda labor mental, salvo la primera; ello hace que lo que resultó ser verdad aquí y ahora, será verdad en todos los tiem- pos y lugares. Ahora bien, el uso d~ palabras para registrar nuestros pen- samientos en nada resulta tan evidente como en la numeración. l'AR'!'I-; 1 DEL HOMBRE CAP. 4 llll imbécil de nacimiento, que nunca haya podido aprender (!t: memoria el orden de los términos numerales, corno uno, dos y tres, puede observar cada uno de los toques de la cam- pana y asentir a ellos o decir uno, uno, uno; pero nunca sabrá qué hora es. Parece ser que existió un tiempo en que las denominaciones numéricas no estaban en uso; entonces afa- nábanse los hombres en utilizar los dedos de una o de las dos manos paraJas cosas que deseaban contar; de aquí procede que en la actualidad nuestras expresiones numerales sean diez en diversas naciones, si bien en algunas son cinco, después de lo cual se vuelve a comenzar de nuevo. Quien puede contar hasta diez, si recita los números sin orden, se perderá a sí mismo y no sabrá lo que ha hecho: mucho menos podrá sumar y restar, y realizar todas las demás operaciones de la arit- mética. Así que sin palabras no hay posibilidad de calcular números; mucho menos magnitudes, velocidades, fuerza y otras cosas cuyo cálculo es tan necesario para la existencia o el bienestar del género humano. Cuando dos nombres se reúnen en una consecuencia o afir- mación como, por ejemplo, un hombre es una rriatura viva, o bien si él es un hombre es una criatura viva, si la última denominación, criatura viva, significa todo lo que significa el primcr nombrc, hombre,entonces la afirmaci(ín o consc- [1 S] cuencia es cierta; en otro caso, es falsa. En efecto: verdad y falsedad son atributos del lenguaje, no de las cosas. Y donde no hay lenguaje no existe ni verdad ni falsedad. Puede haber error, como cuando esperamos algo que no puede ser, o cuan- do sospechamos algo que no ha sido: pero en ninguno de los dos casos puede ser imputada a un hombre falta de verdad. Si advertimos, pues, que la verdad consiste en la correcta ordenación de los nombres en nuestras afirmaciones, un hom- bre que busca la verdad precisa tiene necesidad de recordar lo que significa cada uno de los nombres usados por él, y colo- car los adecuadamente; de lo contrario se encontrará él mis- mo envuelto en palabras, como un pájaro en el lazo; y cuanto más se debata tanto más apurado se verá. Por esto en la Geometría (única ciencia que Dios se complació en comunicar al género humano) comienzan los hombres por establecer el significado de sus palabras; esta fijación de significados se 26 PARTE 1 DEL HOMBRE CAP. 4 denomina definición, y se coloca en el comienzo de todas sus investigaciones. Esto pone de relieve cuán necesario es para todos los hom- bres que aspiran al verdadero conocimiento examinar las definiciones de autores precedentes, bien para corregirlas cuan- do se han establecido de modo negligente, o bien para hacerlas por su cuenta. Porque los errores de las definiciones se mul- tiplican por sí mismos a medida que la investigación avanza, y conducen a los hombres a absurdos que en definitiva se ad- vierten sin poder evitarlos, so pena de iniciar de nuevo la investigación desde el principio; en ello consiste el funda- mento de sus errores. De aquÍ resulta que quienes se fían de los libros hacen como aquellos que reúnen diversas sumas pequeñas en una suma mayor sin considerar si las primeras sumas eran o no correctas; y dándose al final cuenta del error y no desconfiando de sus primeros fundamentos, no saben qué procedimiento han de seguir para aclararse a sí mismos los hechos. LimÍtanse a perder el tiempo mariposeando en sus libros, como los pájaros que habiendo entrado por la chimenea y hallándose encerrados en una habitación, se lan- zan aleteando sobre la falsa luz de una ventana de cristal,- porque carecen de iniciativa para considerar qué camino deben seguir. Así en la correcta definición de los nombres radica el primer uso del lenguaje, que es la adquisición de la ciencia. y en las definiciones falsas, es decir, en la falta de definiciones, finca el primer abuso del cual proceden todas las hipótesis fal- sas e insensatas; en ese abuso incurren los hombres que ad- quieren sus conocimientos en la autoridad de los libros y no en sus meditaciones propias; quedan así tan rebajados a la condición del hombre ignorante, como los hombres dotados con la verdadera ciencia se hallan por encima de esa condición. Porque entre la ciencia verdadera y las doctrinas erróneas la ignorancia ocupa el término medio. El sentido natural y la imaginación no están sujetos a absurdo. La Naturaleza misma no puede equivocarse: pero como los hombres abundan en co- piosas palabras, pueden hacerse más sabios o más malvados que de ordinario. Tampoco es posible sin letras, para ningún hombre, llegar a ser extraordinariamente sabio o extraordina- riamente loco (a menos que su memoria esté atacada por la 27 PARTE 1 DEL HOMBRE CAP. 4 enfermedad, o por defectos de constitución de los órganos. Usan los hombres sabios las palabras para sus propios cálculos, y ra- zonan con ellas: pero hay multitud de locos que las avalúan por la autoridad de un Aristóteles, de un Cicerón o de un Tomás, o de otro doctor cualquiera, hombre en definitiva. Sujeta a nombres es cualquiera cosa que pueda entrar en cuenta o ser considerad:! en ella, ser sumada a otra para com- poner una suma, o sustraída de otra para dejar una diferen- cia. Los latinos daban [161 a las cuentas el nombre de rationes, y al contar ralÍocinatio: y lo que en las facturas o libros lla- mamos partidas, ellos lo llamaban nomina~ es decir nombres: y de aquí parece derivarse que extendieron ·la palabra ratio a la facultad de computar en todas las demás cosas. Los griegos tienen una sola palabra, Aóyo;, para las dos cosas: lenguaje y t·azón. ~o quiere esto decir que pensaran que no existe len- guaje sin razón; sino que no hay raciocinio sin lenguaje. Y al acto de razonar lo llamaban s¡logismo~ que significa resumir la consecuencia de una cosa enunciada, respecto a otra. Y como las mismas cosas pueden considerarse respecto a diversos ac- cidentes, sus nombres se establecen y diversifican reflejando esta diversidad. Esta diversidad de nombres puede ser re- ducida a cuatro grupos generales. En primer término, una cosa puede considerarse como materia o cuerpo; como viva, sencilla, racional, caliente, fria, movida, quieta; bajo todos éstos nombres se comprende la palabra materia o cuerpo; todos ellos son nombres de materia. En segundo lugar puede entrar en cuenta o ser considerado algún. accidente o cualidad que concebimos estar en las cosas como, por ejemplo, ser movido, ser tan largo, estar calien- teJ etc.; entonces, del nombre de la cosa misma, por un pe- queño cambio de significación, hacemos un nombre para el accidente que consideramos; y para viviente tomamos en con- sideración vida; para movido J movimiento; para caliente, ca- lor; para largo J longitud; y así sucesivamente. Todas esas denominaciones son los nombres de accidentes y propiedades mediante los cuales una materia y cuerpo se distingue de otra. Todos estos son llamados nombres abstractosJ porque se sepa- ran (no de la materia sino) del cómputo de la materia. 28 PAR7'E 1 DEL FlOMBRE CAP. 4 El} tercer lugar consideramos las propiedades de nuestro propio cuerpo mediante las cuales hacemos distinciones: cuan- cio una cosa es vista por nosotros consideramos no la cosa mis- ma, sino la vista, el color, la idea de ella en la imaginación: y cuando una cosa es oída no captamos la cosa misma, sino la audición o sonido solamente, que es fantasía o concepción de ella, adquirida por el oído: y estos son nombres de imágenes. En cuarto lugar tomamos en cuenta, consideramos y da- mos nombres a los nombres mismos y a las expresiones: en efecto, general, universal, especial, equívoco, .son nombres de nombres. Y afirmación, interrogación, narración, silogismo, oración y otros análogos son nombres de expresiones. Esta es toda la variedad de los nombres que denominamos positivos, los cuales se establecen para señalar algo que está en la Na- turaleza o que puede ser imaginado por la mente del hombre, como los cuerpos que existen o cuya existencia puede conce- birse; o los cuerpos que tienen propiedades o pueden imagi- uarse provistos de ellas; o las palabras y expresiones. Existen también otros nombres llamados negativos, y son notas para significar que una palabra no es el nombre de la cosa en cuestión; tal ocurre con las palabras nada, nadie, infi- nito, indecible, tres no son cuatro, etc., y otras semejantes. No obstante, tales palabras son usuales en el cálculo o en la corrección del cálculo, y aunque no son nombres de ninguna cosa, nos recuerdan nuestras pasadas cogitaciones, porque nos hacen rehusar la admisión de nombres que no se usan correc- tamente. Todos los demás nombres no son sino sonidos sin sen- tido, y son de dos [17] clases. U na cuando son nuevos y su significado no está aún explicado por definición; gran abun- dancia de ellos ha sido puesta en circulación por los escolás- ticos y los filósofos enrevesados. Otra, cuando se hace un nombre de dos nombres, cuyos significados son contradictorios e inconsistentes, como, por ejemplo, ocurre con la denominación de cuerpo incorporal o (lo que equivale a ello) sustancia incorpórea, y otros muchos. En efecto, en cualquier caso en que una afirmación es falsa, si los dos nombres de que está compuesta se reúnen formando uno, no significan nada en absoluto. Por ejemplo, si es una 29 PARTf: 1 DEL HOMBRE CAP. 4 afirmación falsa la de decir que un círculo es un cuadrado, la frase círculo cuadrado no significará nada, sino un mero so- nido. Del mismo modo es falso decir que la virtud puede ser insuflada~o infusa: las palabras virtud insuflada, virtud infusa son tan absurdas y desprovistas de significación como círculo cuadrado. Difícilmente os' encontraréis con una palabra sin sentido y significación que no esté hecha con algunos nombres latinos y griegos. Un francés raramente oirá llamar a su Sal- vador con el nombre de Palabra, sino con el de Verbo; y, sin embargo, palabra y verbo no difieren sino en que la una es latín y la otra francés. Cuando un hombre, después de oír una frase, tiene los pensamientos que las palabras de dicha frase y su conexión pretenden significar, entonces se dice que la entiende: com- pre11sión no es otra cosa sino concepción derivada del discurso. En consecuencia, si la palabra es peculiar al hombre (como lo es, a juicio nuestro), entonces la comprensión es también peculiar a él. Y por tanto, de absurdas y falsas afirmaciones, en el caso de que sean universales, no puede derivarse com- prensión; aunque alguno,> piensan que las entienden, no hacen sino repetir las palabras y fijarlas en su mente. De las distintas expresiones que significan apetitos, aver- siones y pasiones de la mente humana, y de su uso y abuso hablaré cuando haya hablado de las pasiones. Los nombres de las cosas que nos afectan, es decir lo que nos agrada y nos desagrada (porque la misma cosa no afecta a todos los hombres del mismo .nodo, ni a los mismos hom- bres en todo momento) son de significación inconstante en los discursos comunes de los hombres. Adviértase que los nombres se establecen para dar significado a nuestras concepciones, y que todos nuestros afectos no son sino concepciones; aSÍ, cuando nosotros concebimos de modo diferente las distintas cosas, di- fícilmente podemos evitar llamarlas de modo distinto. Aunque la naturaleza de lo que concebimos sea la misma, la diversidad de nuestra recepción de ella, motivada por las diferentes cons- tituciones del cuerpo, y los prejuicios de opinión prestan a cada cosa el matiz de nuestras diferentes pasiones. Por con- siguiente, al razonar un hombre debe ponderar las palabras; las cuales, al lado de la significación que imaginamos por su 3° PARTE 1 DEL HOMBRE CAP. 5 naturaleza, tienen también un significado propio de la natu- raleza, disposición e interés del que habla; tal ocurre con los nombres de las virtudes y de los vicios; porque un hombre llama sabiduría a lo que otro llama temor; y uno crueldad a lo que otro justicia; uno prodigalidad a lo que otro magna- nimidad, y uno gravedad a lo que otro estupidez, etc. Por consiguiente, tales nombres nunca pueden ser fundamento verdadero de cualquier raciocinio. Tampoco pueden serlo las metáforas y tropos del lenguaje, si bien éstos son menos pe- ligrosos porque su inconsistencia es manifiesta, cosa que no ocurre en los demás. [18] 31 PARTE 1 DEL HOMBRE CAP. 5 CAPITULO V De la Razón y de la Ciencia Cuando un hombre razona, nQ hace otra cosa sino concebir una suma total, por adición de partes; o concebir un residuo, por sustracción de una suma respecto a otra: 10 cual (cuando se hace por medio de palabras) consiste en concebir a base de la conjunción de los nombres de todas las cosas, el nombre del conjunto: o de los nombres de conjunto, de una parte, el nombre de la otra parte. Y aunque en algunos casos (como en los números), además de sumar y restar, los hombres practican las operaciones de multiplicar y dividir, no son sino las mismas porque la multiplicación no es sino la suma de cosas iguales, y la división la sustracción de una cosa tantas veces como sea posible. Estas operaciones no ocurren solamente con los números, sino con todas las cosas que pueden sumarse unas a otras o sustraerse unas de otras. Del mismo modo que los aritméticos enseñan a sumar y a restar en números, los geómetras enseñan 10 mismo con respecto a las lineas, figuras (sólidas y superficiales), ángulos, proporciones, tiempos, gra- dos de celeridad, fuerza, poder, y otros términos semejantes: por su parte, los lógicos enseñan 10 mismo en cuanto a las consecuencias de las palabras: suman dos nombres, uno con otro, para componer una afirmación; dos afirmaciones, para hacer un silogismo, y varios silogismos, para hacer una de- mostración; y de la suma o conclusión de un silogismo, sus- traen una proposición para encontrar la otra. Los escritores de política suman pactos, uno con otro, para establecer deberes humanos; y los juristas leyes y hechos, para determinar 10 que es justo e injusto en las acciones de los individuos. En cualquiera materia en que exista lugar para la adición y la sustracción existe también lugar para la razón: y dondequiera que aquélla no tenga lugar, la razón no tiene nada qué hacer. 32 PARTE 1 DEL HOMBRE CAP. 5 A base de todo ello podemos definir (es decir, determinar) ]0 que es y 10 que significa la palabra raz.ón, cuando la incluÍ- mos entre las facultades mentales. Porque RAZÓN, en este sen- tido, no es sino cómputo (es decir, suma y sustracción) de las consecuencias de los nombres generales convenidos para .la caracteriz.ación y significación de nuestros pensamientos; em- pleo el término caracterización cuando el cómputo se refiere a nosotros mismos, y significación cuando demostramos o apro- bamos nuestros cómputos con respecto a otros hombres. Del mismo modo que en Aritmética los hombres que no son prácticos yerran forzosamente, y los profesores mismos pueden errar con frecuencia, y hacer cómputos falsos, así en otros sectores del razonamiento, los hombres más capaces, más atentos y más prácticos pueden engañarse a sí mismos e inferir falsas conclusiones. Porque la razón es, por sí misma, siempre, una razón exacta, como la Aritmética es un arte cierto e infalible. Sin embargo, ni la razón de un hombre ni la razón de un número cualquiera de hombres constituye la certeza; ni un cómputo puede decirse que es correcto porque gran número de hombres 10 haya aprobado unánimemente. Por tan- to, así como desde el momento que hay una controversia res- pecto [I9] a un cómputo, las partes, por común acuerdo, y para establecer la verdadera razón, deben fijar como módulo ]a razón de un árbitro o juez, en cuya sentencia puedan am- bas apoyarse (a falta de 10 cual su controversia o bien dege- neraría en disputa o permanecería indecisa por falta de una razón innata), así ocurre también en todos los debates, de cualquier género que sean. Cuando los hombres que se juz- gan a sí mismos más sabios que todos los demás, reclaman e invocan a la verdadera razón como juez, pretenden que se determinen las cosas, no por la razón de otros hombres, sino por la suya propia; pero ello es tan intolerable en la sociedad de los hombres, como 10 es en el juego, una vez señalado el triunfo, usar como tal, en cualquiera ocasión, la serie de la cual se tienen más cartas en la mano: No hacen, entonces, otra cosa tales hombres sin.o tomar como razón verdadera en sus propias contrlOversias las pasiones que les dominan, revelando su ca,.. rencia de verdadera razón con la demanda que hacen de ella. 33 -3- PARTE I DEL HOMBRE CAP. 5 El uso y fin de la razón no es el hallazgo de la suma y verdad de una o de pocas consecuencias, remotas de las pri- meras definiciones y significaciones establecidas para los nom- bres, sino en comenzar en éstas y en avanzar de una consecuen- cia a otra. No puede existir certidumbre respecto a la última conclusión sin una certidumbre acerca de todas aquellas afir- maciones y. negaciones sobre las cuales se fundó e infirió la última. Si un jefe de familia, al establecer una cuenta, asentara los totales de las facturas pagadas, en una suma, sin tomar en consideración cómo cada una está sumada por quie- nes las comunicaron, ni lo que pagó por ellas, no adelantaría él mismo más que si aceptara la cuenta globalmente, confiando en la destreza y honradez de los acreedores: así, también, al inferir de todas las demás cosas establecidas, conclusiones por la confianza que le merecen los autores, si no las comprueba desde los primeros elementos de cada cómputo (es decir, res- pecto a los significados de los nombres, establecidos por las definiciones) pierde su tiempo: y no sabe nada de las cosas, sino simplemente cree en ellas. Cuando un hombre calcula sin hacer uso de las palabras, lo. cual puede hacerse en determinados casos (por ejemplo, cuando a la vista de una cosa conjeturamos lo que debe pre- cederla o lo que ha de seguirla), si lo que pensamos que iba a suceder no sucede, o lo que ·imaginamos que precedería no ha precedido, llamamos a esto ERROR) a él están sujetos in- cluso la mayoría de los hombres prudentes. Pero cuando ra- zonamos con palabras de significación general, y llegamos a una decepción al presumir que algo ha pasado o va ocurrir, comúnmente, se le denomina error, es, en realidad, un AB- SURDO o expresión sin sentido. En efecto, el error no es sino una decepción al presumir que algo ha pasado o va a ocurrir; algo que aunque no hubiera pasado o no sobreviniera no en- traña una imposibilidad efectiva. Pero cuando hacemos una afirmación general, a menos que sea una afirmación verda- dera, la posibilidad de ella es inconcebible. Las palabras de las cuales no percibimos más que el sonido son las que llamamos absurdas, insignificantes e insensatas. Por tanto, si un hombre me habla de un rectángulo redondo j o de accidentes del pan en el queso j o de substancias inmateriales j o de un sujeto libre, 34 PARTE I DEL HOMBRE CAP. 5 de una voluntad libre o de cualquiera cosa libre, pero libre de ser obstaculizada por algo opuesto, yo no diré que está en un error, sino que sus palabras carecen de significación; esto es, que son absurdas. bol He dicho antes (en el capítulo 11) que el hombre supera a todos los demás animales en la facultad de que, cuando concibe una cosa cualquiera, es apto para inquirir las conse- cuencias de ella y los efectos que pueda producir. Añado aho- ra otro grado de la misma t.!xrelencia, el de que, mediante las palabras, puede reducir las consecuencias advertidas a reglas generales, llamadas teoremas o aforismos; es decir, que él puede razonar o calcular no solamente en números, sino en todas las demás cosas que pueden ser sumadas o restadas de otras. Pero este privilegio va asociado a otro; nos referimos al privilegio del absurdo al cual ninguna criatura viva está sujeta, salvo el hombre. Y entre los hombres, más sujetos están a ella los que profesan la filosofía. Porque es una gran verdad lo que Cicerón decía de alguien: que no puede haber nada tan absurdo que sea imposible encontrarlo en los libros de los filósofos. y la razón es manifiesta: ninguno de ellos comienza su raciocinio por las definiciones o explicaciones de los nom- bres que van a usarse, método solamente usado en Geometría, razón por la cual las conclusiones de esta ciencia se han hecho indiscutibles. l. La primera causa de las conclusiones absurd~s la ads- cribo a .la falta de método, desde el momento en que no se comienza el raciocinio con las definiciones, es decir, estable- ciendo el significado de las palabras: es como si se quisiera contar sin conocer el vah'r de los términos numéricos: 1, 2 Y 3. Y, como todos los cuerpos pueden considerarse desde dis- tintos aspectos (a ello me he referido en el precedente capí- tulo) , siendo estas consideraciones denominadas de diverso modo, origínanse distintas posibilidades de absurdo por la con- fusión y conexión inadecuada de sus nombres en las afirma- ciones. Como consecuencia: 2. La segunda causa de las aserciones absurdas, la ads- cribo a la asignación de nombres de cuerpos a accidentes; o de accidentes a cuerpos. En ellas incurren quienes dicen que la 35 PARTE 1 DEL HOMBRE CAP. 5 fe fS inspirada o infusa, cuando nada puede ser insuflado o intfoducido en una cosa sino un cuerpo; o bien que la exten- sión es un cuerpo; que los fantasmas son espíritus, etc. 3· La tercera la adscribo a la asignación de nombres de accidentes de los cuerpos situados fuera de nosotros a los ac- cidentes de nuestros propios cuerpos; en ella incurren los que dicen que el calor está en el cuerpo; el sonido en el oído, etc. 4. La cuarta, a la asignación de nombres de cuerpos a expresiones; como cuando se afirma que existen cosas uni- versales, que una criatura viva es un' género, o una cosa ge- neral, etc. 5. La quinta, a la asignación de nombres de accidentes a nombres y expresiones; como cuando se dice que la naturalez.a de una cosa es su definición; que el mandato de un hombre es su voluntad, y así sucesivamente. 6. La sexta al uso de metáforas, tropos y otras figuras retóricas, en lugar de las palabras correctas. Por ejemplo) aun- que sea legítimo decir, en la conversación común, que el ca- mino va o conduce a talo cual parte, o que el proverbio dice esto o aquello (cuando ni los caminos pueden conducir, ni ha- blar los proverbios), en la determinación e investigación de la verdad no pueden admitirse tales expresiones. 7. La séptima a nombres que no significan nada, sino que se toman y [2 ¡] aprenden rutinariamente en las Escue- las, como hipostático, transubstanciación, consubstantación, eter- no-actual y otras cantinelas semejantes de los escolásticos. Quien puede evitar estas cosas no es fácil que caiga en el absurdo, como no sea por la longitud de su raciocinio, caso en el cual puede olvidar lo que antes ocurrió. En efecto: todos los hombres, por naturaleza, razonan del mismo modo, y lo hacen bien, cuando tienen buenos principios. Porque ~quién sería tan estúpido para equivocarse en Geometría, y persistir en ello, si otros le señalan su error? De este modo se revela que la razón no es, como el sen- tido y la memoria, innata en nosotros, ni adquirida por la experiencia solamente, como la prudencia, sino alcanzada por el esfuerzo: en primer término, por la adecuada imposición de nombres, y, en segundo lugar, aplicando un método co- 36 PARTE 1 DEL HO,M BRE CAP. 5 rrecto y razonable, al progresar desde los elementos, que son los nombres, a las aserciones hechas mediante la conexión de uno de ellos con otro; y luego hasta los silogismos, que son las conexiones de una aserción a otra, hasta que llegamos a un conocimiento de todas las consecuencias de los nombres relativos al tema considerado; es esto lo que los hombres de- nominan CIENCIA. Y mientras que la sensación y la memoria no son sino conocimiento de hecho, que es una cosa pasada e irrevocable, la Ciencia es el conocimiento de las consecuencias y dependencias de un hecho respecto a otro: a base de p.sto, partiendo de lo que en la actualidad podemos hacer, sabemos cómo realizar alguna otra cosa si queremos hacerla ahora, u otra semejante en otro tiempo. Porque cuando vemos cómo una cosa adviene, por qué causas y de qué manera, cuando las mismas causas caen bajo nuestro dominio, procuramos que produzcan los mismos efectos. Esta es la causa de que los niños no estén dotados de ra- zón, en absoluto, hasta que han alcan~dQ el uso de la palabra; pero son llamadas criaturas razonables por la aparente posi- bilidad de tener uso de razón en' tiempo venidero. La mayor parte de los hombres, aunque tienen el uso de razón en ciertos casos como, por ejemplo, para la numeración hasta cierto grado, les sirve de muy poco en la vida común; gobiérnanse ellos mismos, unos mejor, otros peor, de acuerdo con, su grado diverso de experiencia, destreza de memoria e inclinaciones, hacia fines distintos; pero especialmen,te de acuerdo con su buena o mala fortuna y con los errores de uno respecto a atto. Por lo que a la Ciencia se refiere, o a la existencia de ciertas reglas en sus acciones, están tan lejos de ella que no saben lo que es. De la Geometría piensan que es un mágico conjuro. Pero de las demás ciencias, quienes no han sido instruídos en sus principios o han hecho algunos progresos en ellas, en for- ma tal que pueden ver cómo se adquieren y engendran, son, en este aspecto, como los niños, que no tienen idea de la ge- neración, y les hacen creer las mujeres que sus hermanos y hermanas no han nacido, sino que han sido hallados en un jardín. Eso sí: quienes carecen de ciencia se encuentran, Con su prudencia natural, en mejor y más noble condición que los 37 PAR2'E 1 DEL HOMBRE CAP. 5 hombres que, por falsos razonamientos o por confiar en quie- nes razonan equivocadamente, formulan r=eglas generales que son falsas y absurdas. Por ignorancia de las causas y de las normas los hombres no se alejan tanto de su camino como por observar normas falsas o por tomar como causas de aque- llo a que aspiran cosas que no lo son, sino que, más bien, son causas de 10 contrario. En conclusión: la luz de la mente humana la constituyen las palabras claras o perspicuas, [22] pero libres y depuradas de la ambigüedad mediante definiciones exactas; la razón es el paso; el incremento de ciencia, el camino; y el beneficio del género humano, el fin. Por el contrario las metáforas y pala- bras sin sentido, o ambiguas, son como los ignes fatui; razonar a base de ellas equivale a deambular entre absurdos innume- rables; y su fin es el litigio y la sedición, o el desdén. Del mismo modo que mucha experiencia es prudencia, así nucha ciencia es sapiencia. Porque aunque usualmente tenernos el nombre de sabiduría para las dos cosas, los latinos distin- guían siempre entre prudencia y sapiencia, adscribiendo el pri- mer término a la experiencia, el segundo a la ciencia. Para que su diferencia nos aparezca más claramente, supongamos un hombre dotado con una excelente habilidad natural y destreza en el manejo de las armas, y otro que a esta destreza ha añadido una ciencia adquirida respecto a cómo puede herir o ser herido por su adversario, en cada postura posible o guar- dia. La habilídad del primero sería con respecto a la habilidad del segundo como la prudencia respecto a la sapiencia: ambas cosas son útiles, pero la última es infalible. Quienes confiando solamente en la autoridad de los libros) siguen al ciego cie- gamente, son como aquellos que confiando en las falsas reglas de un maestro de esgrima, se aventuran presuntuosamente ante un adversario, del cual reciben muerte o desgracia. De los signos de la ciencia unos son ciertos e infalibles; otros, inciertos. Ciertos, cuando quien pretende la ciencia de una cosa puede enseñar la, es decir demostrar la verdad de la misma, de modo evidente, a otro. Inciertos cuando sólo algu- nos acontecimientos particulares responden a su pretensión, y en ciertas ocasiones prueban lo que habían de probar . Todos los signos de prudencia son inciertos, porque observar por 38 P.4.RTE 1 DEL HOMBRE CAP. 5 experiencia y recordar todas las circunstancias que pueden al- terar el suceso, es imposible. En cualquier negocio en que un hombre no cuente con una ciencia infalible en que apoyarse, renunciar al propio ·juicio .natural y dejarse guiar por las sen- tencias generales que se leyeron en los autores y están su- jetas a excepciones diversas, es un signo de locura, general- mente tildado con el nombre de pedantería. Entre aquellos hombres que en los Consejos de gobierno gustan ostentar sus lecturas en política e historia, muy pocos lo hacen en los ne- gocios domésticos que atañen a su interés particular; tienen prudencia bastante para sus asuntos privados, pero en los pú- blicos aprecian más la reputación de su propio ingenio que el éxito de los negocios de otros. h3] _ 39 PARTE 1 DEL HOMBRE CAP. 6 CAPITULO VI Del Origen Interno de las Mociones Voluntarias, ComúnmettllJ Llamadas PASIONES, y Términos por Medio de los Cuales se Expresan Existen en los animales dos clases de mociones peculiares a ellos. Unas se llaman vitales; comienzan en la generación y continúan sin interrupción alguna a través de la vida entera. Tales son: la circulación de la sangre, el pulso, la respiración, la digestión, la nutrición, la excreción, etc. Semejantes mo- ciones o movimientos no necesitan la ayuda de la imaginación. Las otras son mociones animales, con otro nombre, mociones voluntarias, como, por ejemplo, andar, hablar, mover uno de nuestros miembros, del modo como antes haya sido imagi- nado por nuestra mente. Este sentido implica moción en los órganos y partes interiores del cuerpo humano, causada por la acción de las cosas que vemos, oímos, etc. Y esta fantasía no es sino la reliquia de la moción misma, que permanece después de las sensaciones a que hemos aludido en los capí- tulos 1 y 11. Y como la marcha, la conversación y otras mocio- nes voluntarias dependen siempre de un pensamiento prece- dente respecto al dónde, de qué modo y qué, es evidente que la imaginación es el primer comienzo interno de toda moción voluntaria. Y aunque los hombres sin instrucción no conciben moción alguna allí donde la cosa movida sea invisible, no obstante, tales mociones existen. En efecto, ningún espacio pue- de ser tan pequeño que, movido un espacio mayor del cual el primero sea una parte, no sea primeramente movido en este último. Estos tenues comienzos de la moción, dentro del cuerpo del hombre, antes de que aparezca en la marcha, en la conversación, en la lucha y en otras acciones visibles se llaman, comúnmente, ESFUERZOS. Este esfuerzo, cuando se dirige hacia algo que lo causa se llama APETITO o DESEO; el último es el nombre general; 4° PARTE 1 DEL HOMBRE CAP~ 6 el primero se restringe con frecuencia a significar el deseo de alimento, especialmente el hambre y la sed. Cuando el esfuer- zo se traduce en apartamiento de algo, se denomina AVERSIÓN. Estas palabras apetito y aversión se derivan del latin; ambas significan las mociones, una de aproximación y otra de ale- jamiento. Los griegos tienen palabras para expresar las mismas ideas, óQ!.llj y O:q¡O(l!.ll¡. En efecto, la naturaleza misma impone a los hombres ciertas verdades contra las cuales chocan quienes bus- can algo fuera de lo natural. Las Escuelas no encuentran mo- ción alguna actual en los simples apetitos ~e ir, moverse, etc.; pero como forzosamente tienen que reconocer alguna moción la llaman moción metafórica, lo cual implica una expresión absurda, porque si bien las palabras pueden ser llamadas me- tafóricas, los cuerpos y las mociones no. Lo que los hombres desean se dice también que lo AMAN, Y que ODIAN aquellas cosas por las cuales tienen aversión. Así que deseo [24] y amor son la misma cosa, sólo que con el deseo siempre significamos la ausencia del objeto, y con el ;:.mor, por lo común, la presencia del mismo; así también, con la aversión significamos la ausencia, y con el odio la pre- sencia del objeto. De los apetitos y aversiones algunos nacen con el hombre, como el apetito de alimentarse, el apetito de excreción y exo- neración (que puede también y más propiamente ser llamado aversión de algo que sienten en sus cuerpos). Los demás, es decir, algunos otros apetitos de cosas particulares, proceden de la experiencia y comprobación de sus efectos sobre nos- otros mismos o sobre otros hombres. De las cosas que no conocemos en absoluto, o en las cuales no creemos, no puede haber, ciertamente, otro deseo sino el de probar e intentar. En cuanto a la aversión la sentimos nt' sólo respecto a cosas que sabemos que nos han dañado, sino también respecto de algunas que no sabemos si nos dañarán o no. Aquellas cosas que no deseamos ni odiamos decimos que nos son despreciadas: el DESPRECIO no es otra cosa que una inmovilidad o contumacia del corazón, que resiste a la acción de ciertas cosas; se debe a que el corazón resulta estimulado PARTE I DEL HOMBRE CAP. 6 de otro modo por objetos cuya acci6n es más intensa, o por falta de experiencia respecto a lo que despreciamos. Como la constitución del cuerpo humano se encuentra en continua mutación, es imposible que las mismas cosas causen siempre en una misma persona los mismos apetitos y aversiones: mucho menos aun pueden coincidir todos los hombres en el deseo de uno y el mismo objeto. Lo que de algún modo es objeto de cualquier apetito o deseo humano es lo que con respecto a él se llama bueno. Y el objeto de su odio y aversión, malo; y de su desprecio, vil e inconsiderable o indigno. Pero estas palabras de bueno, malo y despreciable siempre se usan en relación con la persona que las utiliza. No son siempre y absolutamente tales, ni ninguna regIa de bien y de mal puede tomarse de la naturaleza de los objetos mismos, sino del individuo (donde no existe Estado) o (en un Estado) de la persona que lo representa; o de un árbitro o juez a quien los hombres permiten establecer e imponer como sentencia su regla del bien y del mal. La lengua latina tiene dos palabras cuya significación se aproxima a las de bueno- y malo; pero no son precisamente lo mismo: nos referimos a los términos pulchrttm y turpe. Sig- nifica el primero aquello que por ciertos signos aparentes pro- mete lo bueno, y la segunda lo que promete lo malo. Pero en nuestra lengua no tenemos nombres tan generales para expresar estas ideas. Para pulchrum decimos respecto a algunas cosas fino; de otras, bello, lindo, galante, honorable, adecuado, amigable; y para turpe, necio, deforme, malvado, bajo, nausea- bundo, y otros términos parecidos, según requiera el asunto. Todas estas palabras, en su significación propia, no significan nada sino el aspecto o la disposición que promete lo bueno y lo malo. Así que de lo bueno existen tres clases; bueno en la promesa, es decir pulchrum; bueno en el efecto como fin deseado, a lo cual se denomina jocundo, deleitoso; y bueno como medio, a lo que se llama útil, provechoso. Y otras tantas respecto de lo malo, porque lo malo en promesa es lo que se llama turpe; lo- malo en el efecto y [z 5] en el fin es mo- , lesto, desagradable, perturbador; y lo malo en los medios, inútil, inaprovechable, penoso. PARTE 1 DEL HOMBRE CAP. 6 Así como en las sensaciones lo que realmente se da en nuestro interior (como antes se ha advertido) es, sólo, moción causada por la acción de los objetos, aunque sea, en apariencia, para la vista, luz y color; para el oído, sonido; para el olfato, olor, etc., así, cuando la acción del mismo objeto continúa desde los ojos, oídos y otros órganos hasta el corazón, el efecto real no es otra cosa sino moción o esfuerzo, que con- siste en apetito o aversión hacia el objeto en movimiento. Ahora bien, la apariencia o sensación de esta moción es lo que respectivamente llamamos DELEITE o TURBACIÓN DE LA MENTE. Esta moción que se denomina apetito y en su manifestación deleite y placer es, a juicio mío, una corroboración de la mo- ción vital y una ayuda que se le presta: en consecuencia, aque- llas cosas que causan deleite se denominan, con toda propiedad, jocundas (a juvando) , porque ayudan o fortalecen; y las contrarias, molestas) ofensivas, porque obstaculizan y pertur- ban la moción vital. Por tanto, placer (o deleite) es la apariencia o sensación de lo bueno; y molestia o desagrado, la apariencia o sensación de lo malo. De aquí que todo deseo, apetito y amor está acom- pañado de cierto deleite más o menos intenso; y todo lo odia- do y la aversión, se acompañan con desagrado y ofensa, mayor o menor. De los placeres o deleites, algunos surgen de la sensación de un objeto presente, y a éstos se les llama placeres de los sentidos (la palabra sensual, tal como es usada por quienes los condenan, no tiene lugar algunú mientras no existen le- yes). De este género son todas las oneraciones y exoneraciones del cuerpo como, por ejemplo, todo cuanto es agradable a la 'Vista, al oido, al gusto, al tacto y al olfato. Otras se engendran en la expectación que procede de la previsión del fin o de la consecuencia de las cosas, según que estas cosas agraden o desagraden a los sentidos. Estos son placeres de la mente para quien deduce tales consecuencias, y por lo común se denominan ALEGRÍA. Del mismo modo que de las cosas desagradables, algunas afectan a los sentidos y se denominan dolor; otras fincan en la expectativa de las consecuencias y se denominan pesar. 43 PARTE 1 DEL HOMBRE CAP. 6 Estas pasiones simples denominadas apetito, deseo, amor, (l,VerSIOn, o'dio, alegria y pena, tienen I1!>mbres diversos según su distinta consideración. En primer lugar, cuando una de ellas sucede a otra, se denominan diversaménte, según la opi- nión que los hombres t!enen de la posibilidad de alcanzar lo que desean; en segundo lugar, según es el objeto amado u odiado; en tercer término, cuando se consideran conjuntamen- te algunas de ellas; en cuarto lugar, según la altern.ativa o sucesión de esas pasiúnes. El apetito, unido a la idea de alcanzar, se denomina ES- PERANZA. La misma cosa sin tal idea, DESESPERACIÓN. Aversión, con la idea de sufrir un daño, TEMOR. La misma cosa, con la esperanza de evitar este daño por medio de una resistencia, VALOR. El valor repentino, CÓLERA. La esperanza constante, CONFIANZA en nosotros mismos. La desesperación constante, DESCONFIANZA en nosotros. La ira por un gran daño hecho a otro, cuando concebimos que ha sido hecho injustamente, INDIGNACIÓN. El deseo del bien de otro, BENEVOLENCIA, BUENA VOLUN- TAD, CARIDAD. Si se refiere al hombre en general, BONDAD NATURAL. El deseo de riquezas, CODICIA; nombre usado siempre en tono de censura, porque los hombres que luchan por lo- grarlas ven con desagrado que otros las obtengan. El deseo en sí mismo debe ser censurado o permitido según los medios que se pongan en juego para realizarl~. El deseo de prominencia, AMBICIÓN: nombre usado tam- bién en el peor sentido por la razón antes mencionada. El deseo de cosas que conducen difícilmente a nuestros fines, y el temor de cosas que sólo oponen escasos obstáculos a su logro, PUSILANIMIDAD. El desprecio respecto de esas ayudas u obstáculos insigni- ficantes, MAGNANIMIDAD. Magnanimidad, en el peligro de muerte o heridas, VALOR, ENTEREZA. 44 PARTE 1 DEL HOMBRE CAP. 6 Magnanimidad en el uso de las riquezas, LIBERALIDAD. Pusilanimidad respecto a lo mismo, TACAÑERÍA y MISERIA, o PARSIMONIA, según sea aceptable o inaceptable. A mor hacia las personas en el aspecto de convivencia, AMABILIDAD. Amor hacia las personas por mera complacencia de los sentidos, DESEO NATURAL. Amor del mismo género, adquirido por reminiscencia in- sistente, es decir, por imaginación del placer pasado; LUJURIA. A mor singular de alguien, con el deseo de ser singular- mente amado, PASIÓN AMOROSA. La misma cosa, con el temor de que esa estimación no sea mutua, CELOS. Deseo de hacer daño a otro, para obligarle a lamentar algún hecho cometido, AFÁN DE VENGANZA. Deseo de saber por qué y cómo, CURIOSIDAD; este senti- miento no se da en ninguna otra criatura viva sino en el hombre. El hombre se distingue singularmente no sólo por su razón, sino también por esa pasión, de otros animales, en los cuales el apetito nutritivo y otros placeres de los sentidos son de tal modo predominantes que borran toda preocupación de conocer las causas; éste es un anhelo de la mente que por la perseverancia en el deleite que produce la continua e in- fatigable generación de I,;on\l'", piento, supera a la fugaz vehe- mencia de todo placer carnal. Temor del poder invisible imaginado por la mente o ba- sado en relatos públicamente permitidos, RELIGIÓN; no per- mitidos, SUPERSTICIÓN. Cuando el poder imaginado es, real- mente, tal como lo imaginamos, RELIGIÓN VERDADERA. Temor, sin darse cuenta del porqué o el cómo, TERROR PÁNICO; así se denomina por las fábulas que hacían a Pan autor de ello; en verdad existe siempre en quien primero sintió el temor una cierta comprehensión de la causa, aunque el resto lo ignore; cada uno supone que su compañero sabe el porqué. Por tal motivo esta pasión ocurre sólo a un grupo numeroso o multitud de gentes. Alegría por la aprehensión de una novedad) ADMIRACIÓN; es propia del hombre, puesto que excita el apetito de conocer la causa. Alegría que surge de la imaginación de la propia fuerza y capacidad de un hombre, [27] es la exaltación de la mente 45 P.4RTE 1 DEL HOMBRE CAP. 6 que se denomina GLORIFICACIÓN; si se basa en la experiencia de acciones pasadas coincide con la confianza; pero cuando se funda en la adulación de los demás, solamente en el propio concepto, para deleitarse en las consecuencias de ello, se llama VANAGLORIA, nombre que está muy justamente aplicado, por- que una confianza bien fundada suscita potencialidad, mien- tras que suponer una fuerza inexistente no la engendra; ello hace que a esta gloria se la denomine, con razón, 't-'ana. El pesar causadú por la opinión de Ulla falta de poder se llama DESALIENTO. La vanagloria que consiste en la ficción b suposición de capacidades en nosotros mismos, cuando sabemos que no dis- ponemos de ellas, es muy frecuente en los jóvenes; alimén- tase por las historias o por la ficción de magnas empresas; con frecuencia queda corregida por la edad y la ocupación. El entusiasmo repentino es la pasión que mueve a aquellos gestos que constituyen la RISA; es causada o bien por algún acto repentino que a nosotros mismos nos agrada, o por h aprehensión de algo deforme en otras personas, en compara- ción con las cuales uno se ensalza a sí mismo. Ocurre esto a la mayor parte de aquellos que tienen conciencia de lo exiguo de su propia capacidad, y para favorecerse observan las imper- fecciones de los demás. Por tanto, la frecuencia en el reír de los defectos ajenos es un signo de pusilanimidad. Porque los hombres grandes propenden siempre a ayudar a los demás en sus cuitas, y se comparan sólo con los más capaces. Por el contrario el desaliento repentino es la pasión que causa LLANTO; está motivado por ciertos accider.tes, como la repentina pérdida de alguna esperanza vehemente o por algún fracaso de la propia fuerza. A ello propenden aquellas per- sonas que necesitan contar inexcusablemente con una ayuda externa, como son las mujeres y los niños. Algunos lloran por la pérdida de amigos; otros por su falta de amabilidad; otros, por la repentina paralización, causada en sus pensamien- tos de venganza, por la reconciliación. Pero en todos los casos ambas cosas, risa y llanto, son mociones repentinas. La cos- tumbre las elimina paulatinamente. Porque ningún hombre ríe de pasadas <.hocarrerías, ni llora por calamidades ya lejanas. 46 PARTE 1 DEL HOMBRE CAP. 6 El pesar causado por el descubrimiento de cierto defecto de capacidad se denomina VERGÜENZA, pasión que se delata en el RUBOR; consiste en la aprehensión de alguna cosa poco honoraLlc. En los jóvenes es un signo de la estima en que se tiene la buena reputación, y por tanto, resulta apreciable. En los viejos es un signo de lo mismo, pero como viene dema- siado tarde, no es apreciable ya. El desprecio por la buena reputación se llama IMPUDICIA. El dolor que causa una calamidad ajena se denomina LÁS- TIMA, Y se produce por la idea de que una calamidad seme- jante puede ocurrirnos a nosotros mismos; esta es la razón de que también se llame COMPASIÓN, y usando una frase de los tiempos presentes, COMPAÑERISMO. Cuando se trata de ca- lamidades que derivan de un gran desastre, los mejores hom- bres siel1ten menos lástima, y ante la misma calamidad tienen menos lástima aquellos que se sienten menos amenazados por ella. El desprecio o escaso sentimiento que inspira la desgracia ajena es lo que bsl los hombres llaman CRUELDAD, y procede de la seguridad de la propia fortuna. Porque yo no concibo la posibilidad de que un hombre encuentre placer sustantivo en las grandes desgracias de los demás. La pena que suscita el éxito de un competidor en riquezas, honor u otros bienes, cuando va unida al propósito de ro- bustecer nuestras propias aptitudes para igualar o superar a aquél, se llama EMULACIÓN. Si se asocia con el propósito de suplantar o poner obstáculos a un competidor, ENVIDIA. Cuando en la mente del hombre surgen alternativamente los apetitos y aversiones, esperanzas y temOres que conciernen a una y la mi.,ma cosa, y diversas consecuencias buenas y malas de nuestros actos u omisiones respecto a la cosa propuesta acu- den sucesivamente a nuestra mente, de tal modo que a veces sentimos un apetito hacia ella, otras una aversión, en ocasio- nes una esperanza de realizarla, otras veces una desesperación o temor de no alcanzar el fin propuesto, la suma entera de nuestros deseos, aversiones, esperanzas y temores, que con- tinúan hasta que la cosa se hace o se considera imposible, es lo que llamamos DELIBERACIÓN. 47 PARTE DEL HOMBRE CAP. 6 En consecuencia, la deliberación no existe respecto de las cosas pasadas, porque es manifiestamente imposible cambiar lo pasado; ni tampoco de las cosas que sabemos que son im- posiblts o, cuando menos, lo imaginamos así, porque'los hom- bres saben o piensan que tal deliberación es vana. Pero de las cosas imposibles qúe suponemos posibles, podemos deli- berar, porque no sabemos que ello es en vano. Y esto se llama deliberación, porque implica poner término a la libertad que tenemos de hacer u omitir, de acuerdo con nuestro propio apetito o aversión. En la deliberación, el último apetito o aversión inmedia- tamente próximo a la acción o a la omisión correspondiente, es lo que llamamos VOLUNTAD, acto (y no facultad) de que- rer. Los animales que tienen capacidad de deliberación deben tener, también, necesariamente, voluntad. La definición de la voluntad dada comúnmente por las Escuelas, en el sentido de que es un apetito racional, es defectuosa, porque si fuera correcta no podría haber acción voluntaria contra la razón. Pero si, en lugar de un apetito racional, decimos un apetito que resulta de la deliberación precedente, entonces la defi- nición es la misma que he dado aquí. Voluntad, por consi- guiente, es el último apetito en la deliberación. Y aunque decimos, en el discurso común, que un hombre tuvo, en cierta ocasión, voluntad de hacer una cosa, y que, no obstante, se abstuvo de hacer la, esto es propiamente una inclinación que no constituye acción voluntaria, porque la acción no de- pende de ello, sino de la última inclinación o apetito. Si los apetitos intervinientes convirtieran en voluntaria una acción, entonces, por la misma razón, todas las aversiones intervinien- tes deberían hacer involuntaria la misma acción, y así, una y la misma acción, sería, a la vez, las dos cosas: voluntaria e involuntaria. [29] Resulta, aSÍ, manifiesto que no sólo son voluntarias las acciones que tienen su comienzo en la codicia, en la ambición, en el deseo o en otros apetitos con respecto a la cosa propuesta, sino también todas aquellas que se inician en la aversión o en el temor de las consecuencias que suceden a la omisión. Las formas de dicción mediante las cuales se expresan las pasiones, son parcialmente idénticas y parcialmente dife- PARTE 1 DEL l/OMBRE CAP. 6 rentes de aquellas por las cuales expresamos nuestros pensa- mientos. En primer lugar, generalmente, todas las pasiones pueden ser expresadas de modo indicativo, como yo amo, yo I temo, yo me alegro, yo delibero, yo quiero, yo ordeno; pero algunas de ellas tienen sus expresiones particulares que, no obs- tante, no son afirmaciones, a menos que sirvan para llegar a otras conclusiones distintas de las de la pasión de la cual proceden. La deliberación puede expresarse, también, de mo- do subjuntivo, lo cual implica una expresión propia para sig- nificar suposiciones, con sus consecuencias como: si se hace esto, entonces sucederá aquello; y no difiere del lenguaje del razonamiento, salvo en que el razonamiento se hace en térmi- nos generales, mientras que la deliberación es, en la mayor parte de los casos, de particulares. El lenguaje del deseo y de la aversión es imperativo, como: haz. esto, no hagas aquello. Cuando el interesado se obliga a hacer u omitir, existe un mandato; en otro caso, una súplica; en algunos, un consejo. El lenguaje de la vanagloria, de la indignación, de la lástima y del afán de venganza es optativo. Del deseo de saber hay una expresión peculiar que se llama interrogativa como: ¿qué es esto? ¿cuándo? ¿cómo? ¿cómo está hecho? ¿por qué? Yo no conozco otro lenguaje de las pasiones. Porque las maldiciones, juramentos e insultos, y otras formas semejantes, no tienen valor como elementos de discurso, sino como mera palabrería. Estas formas de dicción son expresiones o significados vo- luntarios de nuestras pasiones: pero signos ciertos no lo son, porque pueden ser usados arbitrariamente, ya sea que quienes los usan tengan esas pasiones o no. Los mejores signos de las pasiones presentes se encuentran o bien en el talante, o en los movimientos del cuerpo, en las acciones, fines o propósitos que por otros conductos sabemos que son esenciales al hombre. y como, en la deliberación, los apetitos y aversiones sur- gen de la previsión de las consecuer.cias buenas y malas, y de las secuelas de la acción sobre la cual deliberamos, el efecto bueno o malo de ello depende de la previsión de una larga serie de consecuencias, de las cuales raramente un hom- bre es capaz de ver hasta el final. Por lejos que un hombre vea, si el bien, en tales consecuencias, supera en magnitud al mal, la sucesión entera es lo que los escritores llaman bien 49 PARTE 1 DEL HOMBRE CA.P. 6 aparente o semejante; y, contrariamente, cuando el mal excede al bien, el conjunto es mal aparente a semejante; así quien, por experiencia o razón, tiene las máximas y más seguras perspectivas de las consecuencias, delibera mejor por sí mismo y es capaz, cuando q\liera, de dar el mejor consejo a los demás. El éxito continuo en la obtención de aquellas Cosas que un hombre desea de tiempo en tiempo, es decir, su perseve- ranciacontinu:l, es lo que los hombres llaman FELICIDAD. Me refiero a la felicidad en esta vida; en efecto, no hay cosa que dé perpetua tranquilidad a la mente mientras vivam()s aquí abajo, porque la vida raras veces es otra cosa que movimiento, y no puede darse sin deseo [30] y sin temor, como no puede existir sin sensaciones. Qué género de felicidad guarda Dios para aquellos que con devoción le honran, nadie puede saberlo antes de gozarlo: son cosas que resultan, ahora, tan incom- prensibles como ininteligible parece la frase visión beatifica de los escolásticos. La forma de dicción por medio de la cual significan los hombres su opinión acerca de la bondad de una cosa, es el ELOGIO. Aquello con lo cual significan la capacidad y la gran- deza de una cosa constituye la EXALTACIÓN. Y aquello con lo cual significan la opinión que tienen de la felicidad de un hombre es lo que los griegos llamaban !lUxuQLO!lór;, expresión para la cual carecemos de un nombre en nuestro idioma. Con- sidero que con lo dicho hay suficiente, para nuestro propósito, por lo que respecta a las pasiones. 5° PARTE 1 DEL HOMBRE CAP. 7 CAPITULO VII De los Fines o Resoluciones del Discurso Para todos los discursos, gobernados por el afán de saber, existe, en último término, un fin J que consiste en alcanzar o renunciar a algo. Y dondequiera que se interrumpa la cadena del discurso, existe un fin circunstancial. Si el discurso es puramente mental, consiste en pensa- mientos disyuntivos de que la cosa será o no será, o de que ha sido o no ha sido. Así dondequiera que interrumpamos la cadena de un discurso humano, dejamos la presunción de que será o no será; de si ha sido o no ha sido. A todo esto se denomina opinión. Y así como existen apetitos alternativos, al deliberar respecto al bien y al mal, así también hay una opinión alternativa en la busca de la verdad respecto al pasado y al futuro. Y así como el último apetito en la deliberación se denomina voluntad; así la última opinión en busca de la verdad del pasado y del futuro se llama JUICIO, o sentencia resolutiva y final de quien realiz.a el discurso. Y como la serie completa de los apetitos alternos, en la cuestión de lo bueno y lo malo, se llama deliberación J así la serie completa de las opiniones que alternan en la cuestión de lo verdadero y de lo falso, se llama DUDA. Ningún discurso puede terminar en el conocimiento ab- soluto de un hecho, pasado o venidero. Porque para conocer un hecho, primero es necesaria la sensación, y luego la me- moria. Y en cuanto al conocimiento de las consecuencias, a lo que anteriormente he dicho que se --denomina ciencia, no es absoluto, sino condicional. Ninguno puede saber por discurso . que esto o aquello es, ha sido o será, porque ello supondría saber absolutamente: sólo que si esto es, aquello es; o si esto ha sido, aquello ha sido; o si esto será, aquello será, lo cual implica saber condicionalmente. Y esta no es la consecuencia 51 PARTE I DEL HOMBRE CAP. 7 de una cosa con respecto a otra, sino del nombre de una cosa con respecto a orro nombre de la misma cosa. Per consiguiente cuando el discurso se expresa verbalmente, y comienza con las definiciones de las palabras, y avanza, por conexión de las misma9, en forma de afirmaciones generales, y de éstas, a su vez, en silogismos, [3 ¡) el fin o la última suma se denomina conclusión; y la idea mental con ello sig- nificada es conocimiento condicional, o conocimiento de la consecuencia de las palabras, lo que comúnmente se denomina CIENCIA. Pero si la primera base de semejante discurso no está constituída por definiciones; o si las definiciones no se conjugan correctamente unas con otras formando silogismos, entonces el fin o conclusión continúa siendo OPINiÓN acerca de la verdad de algo afirmado, aunque a veces con palabras absurdas e insensatas, sin posibilidad de ser comprendidas. Cuando dos o más personas conocen uno y el mismo hecho, se dice que son CONSCIENTES de ello una respecto a otra, lo cual equivale a conocer conjuntamente. Y como tales personas son los mejores testigos respecto de los hechos mutuos o de los de un tercero, fue y ha sido siempre repudiado como un acto censurable, para cualquier hombre, hablar contra su con- ciencia) o corromper o forzar a otro para proceder así. Tal es la causa de que el testimonio de la conciencia haya sido siempre atendido con diligencia en todos los tiempos. Con posteriori- dad los hombres hicieron uso de la misma palabra metafó- ricamente, para designar un conocimiento de sus propios actos secretos, y de sus secretos pensamientos, y así se dice retóri- camente que la conciencia equivale a mil testigos. Por último, quienes están vehementemente enamorados de sus propias opi- niones y, por absurdas que sean, tienden con obstinación a mantenerlas, dan a esas opiniones suyas el nombre reverente de conciencia, como si les pareciera inadecuado cambiarlas o hablar contra ellas; y así pretenden saber que son ciertas, cuan- do saben a lo sumo que ello no pasa de una opinión. Cuando el discurso de un hombre no comienza por defi- niciones, o bien se inicia por una contemplación de sí propio, y entonces se llama opinión, o se apoya en afirmaciones de otra persona, de cuya capacidad para wnocer la veidad y de cuya honestidad sincera no tiene la menor duda; entonces 52 PARTE 1 DEL HOMBRE CAP. 7 el discurso no concierne tanto a la cosa como a la persona, y la resolucÍón se llama CREENCIA y FE; te !In el hombre, creencia en dos cosas, en el hombre, y en la verdad de lo que él dice. Así que en la creencia hay dos opiniones, una de ellas de los dichos del hombre, otra de su verdad. Tener te en o confiar en, o creer en un hombre, significan la misma cosa, a saber: una opinión acerca de su veracidad; pero creer lo que se dice, significa sólo una opinión sobre la verdad de lo dicho. Observemos que la frase yo creo en, como también la latina, credo in, y la griega, ln<;É"lú EI<;, nunca 'se usan sino cuando se refieren a lo divino. En lugar de ello, en otros escritos se dice yo creo en él, yo contio en él, yo tengo fe en él, yo me apoyo en él; yen latín, credo illi; fido fUi; en grie- go, JtL<;{"w utrn!>; y esta singularidad del uso eclesiástico de las palabras ha levantado muchas disputas acerca del verdadero objeto de la fe cristiana. Pero al decir creo en, como se afirma en el Credo, no se significa la confianza en la persona, sino la confesión y reco- nocimiento de la doctrina. Porque no sólo los cristianos, sino toda clase de hombres creen de tal modo en Dios que consi- deran como verdad cuanto se le atribuye, compréndanlo o no. Este es el máximo de fe y confianza que una persona cualquiera puede tener. Pero no todos creen la doctrina del Credo. [32J De aquí podemos inferir que cuando creemos en la ve- racidad de lo que alguien afirma a base de argumentos tomados no de la cosa misma, o de los principios de la razón natural, sino de la autoridad y buena opinión que tenemos de quien lo ha dicho, entonces el que dice o la persona en quien creemos o confiamos, y cuya palabra admitimos, es el objeto de nuestra fe; y el honor hecho al creer, se hace a él solamente. Como consecuencia, cuando creemos que las Escrituras son la palabra de Dios, no teniendo revelación inmediata de Dios mismo, nuestra creencia, fe y confianza están en la Iglesia, cuya pa- labra admitimos y a la que prestamos nuestra aquiescencia. Y'aquellos que creen en lo que un profeta les refiere en nom- bre de Dios, admiten la palabra del profeta, le honran, y confían y creen en él, recogiendo la verdad de lo que relata, ya sea un profeta verdadero o falso; y así ocurre también con 53 PARTE 1 DEL HOMBRE CAP. 7 todo 10 demás en historia. Porque si yo no creyera todo 10 que han escrito los historiadores sobre los a~tos gloriosos d(} Alej<mdro o de César, no creo que el espíritu de Alejandro o de César tuvieran motivo alguno para ofenderse por ello, ni ningún otro, salvo el historiador. Si Livio dice que los dioses hicieron hablar una vez a una vaca y no lo creemos, no des- confiamos de Dios, sino de Livio. Así es evidente que cual- quiera cosa que creamos, no por otra razón sino solamente por la que deriva de la autoridad de los hombres y de su~ escritos, ya sea comunicada o no por Dios, es fe en los hom- bres solamente. 54 PARTE 1 DEL HOMBRE CAP. 8 CAPITULO VIll De las VIRTUDES Comúnmente Llamadas INTELECTUALES, y de sus DEFECTOS Opuestos Generalmente la verdad, en toda clase de asuntos, es algo que se estima por su eminencia. Consiste en la comparación, porque si todas las cosas fueran iguales en todos los hombres, nada sería estimado. Y por virtudes INTELECTUALES se en- tiende, siempre, aquellas actitudes de la mente que los hombr.~s aprecian, valoran y desearían poseer en sí mismos: común'"' mente se comprendeh bajo la denominación de un buen ta- letlto, aunque la misma palabra talento se use también pan distinguir una cierta aptitud del resto de ellas. Estas verdades son de dos clases: 11aturales y adquiridas. Con la denominación de naturales no significo lo que un hom- bre tiene desde su nacimiento, porque entonces no posee sino sensaciones; en ello difieren los hombres tan poco unos de otros, y de los animales, que no puede incluirse esa cualidad entre las virtudes. Me refiero más bien a ese talento que se adquiere solamente por el uso y la experiencia, sin método, cultura e instrucción. Ese TALENTO NATURAL consiste princi- palmente en dos cosas: celeridad de la imaginación (es decir, con respecto a otro), ysucesión rápida de un pensamiento dirección certera hacia algún fin propuesto. Por lo contrario} una imaginación lenta constituye el defecto o falta de inteli- gencia que comúnmente se denomina PESADEZ, estupidez, y a veces con otros nombres que significan lentitud de movimien- to o dificultad de ser movido. [33] Esta diferencia de celeridad proviene de la diferencia de las pasiones humanas; unos hombres aman y aborrecen unas cosas, otros otras; como consecuencia, ciertos pensamientos humanos siguen un camino, y otros otro, y retienen y observan de modo diferente las cosas que pasan a través de su imagi- nación. Y como en esta sucesión de los pensamientos humanos 55 P.4RTE 1 nEL HOMBRE CAP. 8 no hay nada que observar en las cosas sobre las cuales se piensa, si nI) es aquello en que una se asemeja o se diferencia de otra, o para qué sirven, o cómo sirven para determinado propósito, quienés observan su semejanza, en los casos en que esta cua- lidad difícilmente es observada por otros, se dice que tienen un buen talento, con lo' cual, en esta ocasión, se significa una buena imaginación. Quienes observan esa diferencia y deseme- janza, actividad que se denomina distinguir, observar y juz.gar entre cosa y cosa, cuando este discernimiento no es fácil, se dice que tiene un buen juicio, particularmente en materia de conversación y negocios. Cuando han de discernirse tiempos, lugares y personas, esta virtud se denomina DISCRECIÓN. Lo primero, es decir, la fantasía, <:in ayuda del juicio, no puede considerarse como virtud; pero lo último,es decir, el juicio y la discreción reunidos se recomiendan por sí mismos aun sin au~ilio de la fantasía. Junto a la discreción sobre tiempos, lugares y personas, que es indispensable para una buena imaginación, se requiere, también, una aplicación freruente de los pensamientos con respecte. a su fin; es decir, con res- pecto al uso que ha de hacerse de ellos. Hecho esto, quienes poseen esta virtud, fácil:nente encuentran similitudes que no solamente resultan agradables para la ilustración de su dis- curso y para exonerarlo con nuevas y adecuadas metáforas, sino también por la rareza de su invenciór.. En cambio, sin ese sentido certero ~ dirección hacia el fin, una gran imaginación no es sino una especie de locura; tal ocurre con quienes ini- ciando un discurso se apartan de su propósito por alguna cuestión que les viene a la mente, cayendo en tan abundantes y diversas digresiones y paréntesis,' que se extravían lamenta- blemente. N o conOLCO ningún nombre especial para este nero de locura, pero su causa es, a veces, la falta de expe- riencia, que hace ¡,¡arecer a un hombre nueva y rara una cosa que no 10 es para los otros; a eces la pusilanimidad, cuando 10 que parece grande a uno, otros hombres lo estiman y como todo lo que es nuevo y grande resulta, por consiguiente, digno de expresión, aparta a un hombre gradualmente de vía señalada a sus discursos. En un buen poema, ya sea épico o dramático) como tam- bién en sonetos, epigramas y otras piezas, se requieren ambas PARTE 1 DEL HOftlBRE CAP. 8 cosas, juicio e imaginación. Pero la imaginación debe ser preeminente; porque tales obras deben agradar por su extra- vagancia, pero no desagradar por su indiscreción. En una buena historia la cualidad eminente debe ser el juicio, porque la bondad consiste en el método, en la verdad yen la selección de las acciones más dignas de ser conocidas. La imaginación no tiene ahí adecuado lugar si no es para adornar el estilo. En las oraciones laudatorias y en las invectivas la imagi- n:lción predomina, porque el fin propuesto no es la verdad, sino el ensalzamiento o la denigración, lo cual se logra me- diante comparaciones nobles o viles. El juicio sugerirá qué circunstancias hacen un acto laudable o reprobable. [34] En las exhortaciones e informes, como la verdad o la si- mulación sirven mejor al designio propuesto, unaS veces interesa más el juicio y otras la fantasía. En la demostración, en el consejo y en toda busca riguro- sa de la verdad, el juicio lo es todo, salvo en aquellas ocasiones en que la comprensión necesita facilitarse por una semblanza adecuada, caso en el cual precisa recurrir a la imaginación. En cuanto a las metáforas, deben ser decididamente excluídas en este caso porque revelan una simulación, y admitirlas en un consejo o razonamiento sería insensatez manifiesta. En un discurso cualquiera, si el defecto de discreción es evidente, por extraordinaria que sea la imaginación, el dis- curso entero será considerado como un signo de falta de ta- lento; nunca ocurre esto cuando la discreción es manifiesta, aunque la imaginación resulte pobre. Los pensamientos secretos de un hombre giran en torno a todas las cosas, santas y profanas, limpias, obscenas, graves y ligeras, sin vergüenza ni desdoro; no ocurre 10 mismo con el discurso verbal, ya que el juicio debe tener en cuenta el lugar, el tiempo y las personas. Un anatómico o un médico pueden ex- presar o escribir su opinión sobre cosas sucias, porque su objeto no es agradar sino ser útil; pero que otro hombre escriba sus fantasías extravagantes y ligeras sobre esas mismas cosas, es co- mo si alguien se presentara en una reunión después de haberse revolcado en el fango. La diferencia consiste en la falta de 57 PARTE 1 DEL HOMBRE CAP. 8 discreción. En los casos de deliberada disipación de la mente y en el círculo familiar, un hombre puede jugar con los so- nidos y con las significaciones equívocas de las palabras, -:osa que en ocasiones es signo de extraordinaria fantasía. Pero en un sermón, o en público, o ante personas desconocidas,. o delante de aquellas a quienes reverenciamos, tales juegos de palabras no pueden ser considerados sino como necedad manifiesta; y la diferencia consiste una vez más en la falta de discreción. Así que donde falta el ingenio, no es la imaginación lo que estorba, sino la falta de discreción. Por consiguiente, el juicio ~in imaginación es talento, pero la fantasía sin juicio no lo es. Cuando los pensamientos de un hombre que se propone algo, giran en torno a una multitud de cosas, y observa cómo pueden conducirle a tal designio, o qué designios pueden con- ducirle a ello, si sus ohservaciones. son de tal linaje que no pueden. considerarse fáciles o usuales, este talento de la per- sona en cuestión se denomina PRUDENCIA, y depende en gran parte de la experiencia y memoria de cosas análogas anterio- res y de sus consecuencias. En esto no existe tanta diferencia entre los hombres como la hay en sus fantasías y en sus jui- cios; en efecto, la experiencia de los hombres de una misma edad no difiere grandemente en orden a la cantidad, pero varía según las diferentes ocasiones, ya que cada uno tiene sus particulares designios. Gobernar bien una familia y un reino no son grados diferentes de prudencia, sino diferentes especies de negocios; del mismo modo que diseñar un cuadro en pe- queño o en grande, o en tamaño mayor que el natural no implica sino grados diferentes de arte. Un esposo sencillo es más prudente en los negocios de su propia casa que un conse- jero privado en los asuntos de otro hombre. Si a la prudencia se añade el uso de medios injustos o deshonestos, tales como los que usualmente arbitra el hombre cuando siente temor o necesidad, nos encontramos con esa especie de sabiduría tortuosa que se denomina ASTUCIA, y es un sigIlO [35] de pusilanimidad. En efecto, la magnanimidad implica el desprecio de ayudas injustas o deshonestas. y lo que los latinos llaman versutia (traducido al inglés shifti;zg) , que consiste en aceptar el peligro presente para evitar otro mayor, como ocurre cuando alguien roba a Uno para pagar a PARTE 1 DEL HOMBRE CAP. 8 otro, es una astucia de corto radio, lo que se llama <uersutia, derivado de versura, que significa tomar dinero a usura para hacer frente al pago actual del interés. En cuanto al talento adquirido (me refiero allogmdo pOI el método y la instrucción) no es otra cosa que la razón; está fundado en el uso correcto del lenguaje, y produce las ciencias. Pero de razón y de ciencia he hablado ya en los ca- pítulos v y VI. Las causas de esta diferencia de talento se encuentran en las pasiones; y la diferencia de pasiones procede, en parte, de la diferente constitución del cuerpo, y en parte de la distinta educación. Porque si la diferencia procediese del temple del cerebro y de los órganos de los sentidos tanto externos como internos, no habría menos diferencia entre los hombres en. cuanto a la vista, al oído y otros sentidos, que en cuanto a su imaginación y a su discernimiento. La diferencia de talento procede, por consiguiente, de las pasiones, que no solamente difieren por la diversa complexión humana, sino, tam- bién, por sus diferencias en punto a costumbres y educación. Las pasiones que más que nada causan las diferencias de talento son, principalmente, un mayor o menor deseo de po- der, de riquezas, de conocimientos y de honores, todo lo cual puede ser reducido a lo primero, es decir: al afán de poder. Porque las riquezas, el conocimiento y el honor no son sino diferentes especies de poder. Por tal razón, un hombre que no tiene gran pasión por ninguna de estas cosas es lo que suele llamarse un indiferente, aunque, por lo demás, puede ser un hombre tan cabal que sea incapaz de ofender a nadie, pero sin gran imaginación ni adecuado juicio. Porque los pensa- mientos son, con respecto a los deseos, como escuchas o espías, que precisa situar para que avizoren el camino hacia las cosas deseadas. Toda la firmeza en los actos de la inteligencia y toda la rapidez de la misma proceden de aquí. En efecto, no tener deseos es estar muerto; tener pasiones débiles es pereza; . apasionarse indiferentemente por todas las cosas, DISIPACIÓN y distracción; y tener por alguna cosa pasiones más fuertes y más vehementes de lo que es ordinario en los demás, es ]0 que los hombres llaman LOCURA. 59 PARTE I DEL HOMBRE CAP. 8 Existen clases tan diversas de locura como de pasiones mismas. A veces la pasión, extraordinaria y extravagante, pro- cede de la defectuosa constitución de los órganos del cuerpo, o de un daño que se le ha inferido; a veces el daño e indis- posición de los órganos. lo causan la vehemencia o prolongada continuidad de la pasión. Pero en ambos casos la locura es de una sola y la misma naturaleza. La pasión,cuya violencia o continuidad producen la locura, es, o bien una gran vanagloria, lo que comúnmente se llama orgullo y alta estimación de si mismo, o un gran desaliento o desánimo. El orgullo lanza al hombre a la violencia, y su exceso es la locura, RABIA vehemente o FUROR. Y así ocurre que [36] un excesivo anhelo de venganza,_ cuando se hace habitual, perturba los órganos y se convierte en rabia. El amor excesivo, con celos, se transforma en rabia también. La exagerada opi- nión que un hombre tiene de sí mismo, cuando siente la ins- piración divina, por su sabiduría, por su enseñanza, sus ma- neras, ete., se convierte en distracción y disipación. La misma cosa, asociada con la envidia, se convierte en rabia; la opinión vehemente de la verdad de todas las cosas, contradicha por los otros, engendra rabia también. El abatimiento provoca en el hombre temores inmotiva- dos; es llamado comúnmente MELANCOLÍA y tiene también manifestaciones diversas; por ejemplo, la frecuentación de ce- menterios y lugares solitarios, los actos de superstición, el temor a alguien o a alguna cosa en concreto. En suma, todas las pasiones que producen una conducta extraña y desusada reciben, por lo general, el nombre de lo- cura. Pero de las diversas clases de ella quien quisiera tomarse la pena podrá contar una legión, y si los excesos son locura, no hay duda de que las pasiones mismas, cuando tienden al mal, son grados de ella. Por ejemplo, aunque el efecto de la locura en quie~es creen hallarse inspirados, no siempre es visible en una per- sona por una acción extravagante que proceda de tales pa- siones, cuando varias personas obedecen a una de esas inspi- raciones, la rabia de la multitud entera es bastante visible. 60 P4.RTE I DEL HOMBRE CAP. 8 Porque ¿qué mayor prueba de locura que increpar, herir y lapidar a vuestros mejores amigos?: y esto es lo menos que semejante multitud puede hacer. Esa multitud increpará, combatirá y aniquilará a aquellos que en tiempos pasados de su vida les aseguraron contra el mal. Y si esto es locura en la multitud, lo mismo ocurre con el hombre particular. Porque, como en medio del mar, aunque un hombre no perciba el ru- mor del agua que le rodea, está bien seguro de· que esta porción contribuye al rumor de las olas, tanto como cualquiera otra parte del mar entero, así, aunque no percibamos una gran inquietud en uno o en dos hombres, podemos estar seguros que sus pasiones singulares son parte de la agitación que anima a una nación turbulenta. Y si no existiera nada que manifes- tara su locura, por lo menos la pretensión misma de asignarse tal inspiración, es prueba suficiente de ello. Si un habitante de Bedlam os entretuviera en términos pretenciosos, y al des- pediros quisierais saber quién es, para corresponder más tarde a su atención, y os dijera que es Dios Padre, pienso que no necesitaríais esperar ninguna otra acción extravagante para tener una prueba de su locura. Este sentido de la inspiración, llamado comúnmente es- píritu particular, se inicia con mucha frecuencia en el hallazgo o percepción de un error en que generalmente incurren los demás; y no sabiendo o no recordando por qué conducto de razón llegan a una verdad tan singular (como ellos lo pien- san, aunque lo que descubren sea, en muchos casos, una sin- razón), actualmente se admiran a sí mismos, suponiendo que se encuentran en posesión de la gracia del Todopoderoso que les ha revelado esa verdad, de modo sobrenatural, por su Espíritu. Que a su vez esta locura no es otra cosa sino la muestra de una excesiva pasión, se advierte por los efectos del vino, muy semejantes a los de la mala disposición de los órganos. Porque la manera [37) de conducirse los hombres que han bebido demasiado es la misma que la de los locos: algunos de ellos rabian, otros aman, otros ríen, todos de modo ex- travagante, pero de acuerdo con sus distintas pasiones dominan- tes. Porque el vino produce el efecto de disipar todo disimulo, dejando que se manifieste la deformidad de las pasiones. Ni 61 r·lRTE 1 DEL HOMBRE CAP., 8 los hombres más sobrios, cuando caminan solos, dando rien- da suelta a su imaginación, tolerarían que la extravagancia de sus pensamientos fuera públicamente advertida: lo cual es una confesión de que las pasiones sin guía son, en la mayor parte de los casos, mera locura. Lo mismo en tiempos pasados que en otros más cercanos, las opiniones del mundo concernientes a la causa de la locura han sido dos. Algunos la hacen derivar de las pasiones; otros, d~ los demonios o espíritus, tanto buenos como malos, pensan- do que esos entes son susceptibles de agitar sus órganos en tan extraña e inconsiderada manera como suele ocurrir a los locos. Los primeros llaman a tales hombres locos; pero los úl- timos les denominan demoníacos (es decir, poseídos por los espíritus); a veces energúmenos (es decir, agitados o movidos por los espíritus); y ahora en Italia se res llama no solamente pazzi o locos, sino también spiritati, o posesos. Hubo una vez una gran afluencia de gente en Abdera, ciudad de los griegos, durante la representación de la tragedia de A ndrómeda, en un día extraordinariamente caluroso; como consecuencia de ello una gran parte de los espectadores con- trajo fiebres, accidente causado por el calor y por la tragedia juntamente, y no hacían otra cosa sino pronunciar' yámbicos éon los nombres de Perseo y Andrómeda; esto, juntamente con la fiebre, quedó curado con el advenimiento del invierno. Decíase que esta locura procedía de la pasión suscitada por la tragedia. Del mismo modo cayó sobre dicha ciudad griega una racha de locura que afectaba solamente a las jóvenes don- cellas e inducía a muchas de ellas a ahorcarse. Supúsose por muchos que esta locura era acto del demonio. Pero hubo quien sospechó que el hastío de la vida sentido por las jóvenes podía proceder de cierta pasión de la mente, y suponiendo que es- timaban en más su honor, aconsejó a los magistrados que desnudaran a las interesadas y las dejasen colgar desnudas. / De este modo dice la historia que curaron su locura. Pero por otro lado los mismos griegos atribuían frecuentemente la lo- cura unas veces a la actuación de las Euménides o Furias; otras, a Ceres, a Febo y a otros dioses. Muchas cosas atribuían entonces los hombres a los fantasmas, suponiéndoles cuerpos aéreos vivientes, y en general los lJamaban espíritus. Los ro- 62 1'.4RTE 1 DEL HOMBRE CAP. 8 manos, en esto, tenían la misma opinión que los griegos, y así ocurrió también con los judíos. Lla~aban éstos a los profetas locos o demoniacos) según los considerasen inspirados por es- píritus buenos o malos; y algunos de ellos llamaban a ambos, profetas y demoníacos, hombres locos; y otros llaman al mis- mo hombre las dos cosas, demoníaco y loco. En cuanto a los gentiles no puede esto causar extrañeza, porque las enfer- medades y la salud, los vicios y las virtudes y muchos acci- dentes naturales eran denominados y conjurados por ellos como demonios; así que cualquiera comprendía bajo la de- nominación de demonio lo mismo una fiebre que un diablo. Pero que los judíos tengan tal opinión [38] es algo extraño, porque ni Moisés ni Abraham pretendían profetizar por la po- sesión de un espíritu, sino por· la voz de Dios o por la visión o ensueño. Ni existe, tampoco, cosa alguna en su ley moral o ceremonial, por la cual pueda pretenderse que exis- tiera tal entusiasmo o posesión. Cuando se ·dice que Dios (Nm.) 11, 25) tomó e! espíritu que había enMoisés y lo dio a los setenta más ancianos, e! espíritu de Dios (considerándolo como la sustancia de Dios) no queda por ello dividido. Las Escrituras, al decir espíritu de Dios en e! hombre, significan un espíritu humano propenso a lo divino. Y donde se dice (Ex.) 28, 3) a aquel a quien he henchido con el espíritu de la sabiduría para que hagan vestidos a Aarón) no quiere decirse que se haya imbuído en él un espíritu que pueda hacer ves- tidos, sino la sabiduría de sus propios espíritus en este género de trabajo. En e! mismo sentido cuando e! espíritu de! hom- bre produce acciones impuras, se llama ordinariamente espí- ritu impuro; y así se habla también de otros espíritus, por lo menos cuando la verdad y e! vicio son de tal naturaleza que resultan extraordinarios y eminentes. Tampoco los otros pro- fetas ~e! Antiguo Testamento pretendieron estar inspirados o que DIOs hablara por ellos, sino que se les manifestara me- diante la voz, visión o ensueño. Y e! peso del Señor no era posesión sino orden o mando. ¿Cómo pudieron los judíos caer e.n esta idea de la posesión? Yana me imagino razón alguna silla la que es común a todos los hombres especialmente e! an~elo de .curiosidad ~~r buscar las causas n'aturales, y su em- peno de SItuar la felICIdad en la adquisición dí:: los grandes P.1RTE 1 DEL HOMBRE CAP. 8 placeres de los sentidos, y en las cosas que más inmediatamen- te conducen a ellos. En efecto, quienes ven ciertas excelencias, desastres y defectos en una mente humana, a menos que no se den cuenta de la causa que pudo probablemente origInar- los, difícilmente pensa:-án que sea cosa natural, y si no es na- tural habrá de ser sobrenatural; y entonces ¡ qué puede haber sino Dios o el demonio en ellos? De afluí que cuando nuestro Salvador (jI,ir., 3, 2 r) se hallaba rodeado por la multitud, sus familiares sospechaban que estuviera loco y salieron de casa para detenerle. Pero los escribas decían (Jn.) 10, 20) que tenía a Belzebú, y que gracias a él expulsaba a los de- monios, como si el loco más grande empujara a los más pe- queños. Así en el Antiguo Testamento aquel que vino a ungir a Jehú (2 R.) 9, Ir), era un profeta; pero alguno de los circunstantes preguntó: Jehú ¿qué viene a hacer ese loco? Así que, ea suma, es manifiesto que todo aquel que se comporta de un modo extraordinario, era considerado por los judíos como poseído bien por un dios, bien por un espíritu maligno; ex- ceptuábanse las saduceos, quienes, por otra parte, erraban tanto que no creían en absoluto en la existencia de los espíritus (lo cual no dista mucho de inducir al ateísmo); y a causa de esto, acaso, propendían a denominar a tales hombres demoníacos, más bien que locos. Pero ¡por qué nuestro Salvador procedió en la curación de ellos como si estos hombres fueran posesos, y no como si fuesen locos l A ello no puedo dar otro género de respuesta sino el que se da a quienes tratan de utilizar análogamente la Escritura contra la opinión del movimiento de la tierra. La Escritura fue escrita para mostrar a los hombres el reino de Dios, y para preparar sus espíritus para ser sus súbditos obe- dientes, [39] abandonando el mundo, y la filosofía a él refe- rente, a la disputa de los hombres, para ejercicios de su razón natural. Que las tierras o los soles en su movimiento creen el día y la noche; que las acciones exorbitantes de los hombres procedan de la pasión o del demonio (con tal de que no le rindamos culto) es lo mismo, por lo que se refiere a nuestra obediencia y s~misión a la Orllnipotencia divill1, objeto para el cual fue escrita la Escritura. En cuanto a que nuestro Sal- vador hablase a la enfermedad como a una persona. es la 64- PARTE I DEL HOMBRE CAP. 8 frase usuaJ de todos aquellos que curan solamente por la pa- labra, como lo hizo Cristo (y como pretenden hacerlo los en- cantadores, ya invoquen al diablo o no). Porque ¿no se dice que Cristo increpó también (MI., 8, 26) a los vientos? ¿no se le atribuye igualmente (Le., 4, 39) haber recriminado a la fiebre? Sin embargo, esto no permite argüir que una fiebre sea un demonio. Y cuando se dice que muchos de estos de- monios confesaron a Cristo, el pasaje en cuestión no debe interpretarse necesariamente de otro modo sino en el sentido de que aquellos locos lo confesaron. Y cuando r.uestro Salva- dor (Mt., I2, 43) habla de un espíritu impuro, que habiendo salido de un hombre va errando por el desierto, en busca de descanso y sin hallarlo, y vuelve al mismo hombre, en com- pañía de otros siete espíritus peores que él mismo, esto es evi- dentemente una parábola, refiriéndose a un hombre que después de haberse esforzado tenuemente por despojarse de sus de- seos, fue vencido por la potencia de ellos y se hizo siete veces peor de lo que era. Así que yo no veo absólutamente nada en la Escritura que obligue a creer que los demoníacos eran otra cosa que locos. y todavía existe otro defecto en los discursos de algunas personas, que puede ser enumerado entre las especies de lo- cura: nos referimos al abuso de palabras de que anteriormente he hablado, en el capítulo v, bajo la denominación de ab- surdas. Tal ocurre cuando los hombres expresan palabras que reunidas unas con otras carecen de significación, no obstante lo cual las gentes, sin comprender sus términos, las repiten de modo rutinario, y son usadas por otros con la intención de engañar mediante la oscuridad que hay en ellas. Ocurre esto solamente a aquellos que conversan sobre temas incom- prensibles, como los escolásticos, o sobre cuestiomos de abstrusa filosofía. El común de las gentes raramente dice palabras sin sentido, y esta es la razón de que esas otras egregias personas las tengan por idiotas. Pero para asegurarnos de que sus pa- labras carecen de contenido correspondiente en su espíritu, habríamos de citar algunos ejemplos; si alguien lo requiere, que to?le por su cuenta un escolástico y vea .si puede traducir cualqUIer capítulo concerniente a un punto difícil como la Tri- ciclad, la Deidad, la naturale?'..a de Cristo, la t'ransubstancia- 65 PARTE 1 DEL HOMBRE CAP. 8 ción, el libre albedrío, etc., a alguna de las lenguas modernas, para hacerlo inteligible, o en un latín tolerable como el que nos dieron a conocer quienes vivieron cuando el latín era una lengua común. ¿Qué significan estas palabras: La primera causa no influye necesariamente sobre la segunda, en virtud de la subordinación esencial de las segundas causas, estimu- lándola, así, a actuar? Tal es la traducción del título del ca- pítulo sexto de Suárez, libro primero, Del concurso, del mo- vimiento y de la ayuda de Dios. Cuando los hombres escriben volúmenes enteros acerca de tales necedades ¿no están locos o tratan de volver locos a los demás? Particularmente en el pro- blema de la transubstanciación. [40] Cuando, después de ha- ber pronunciado determinadas palabras como blancura, re- dondez magnitud, cualidad, corruptibilidad, se dice que todo esto que es incorpóreo pasa de la Hostia al Cuerpo de nuestro bendito Salvador ¿no prueban con todas aquellas terminacio- nes abstractas que hay otros tantos espíritus que poseen su cuerpo? Por espíritus entienden estas gentes, en efecto, cosas que siendo incorpóreas se mueven, no obstante, de un lugar a otro. De modo que este género de absurdos puede correc- tamente ser incluído entre las diversas especies de locura; y todo el tiempo en que, guiados por pensamientos claros de sus pasiones mundanas, se abstienen de discutir o de escribir aSÍ, no son sino intervalos de lucidez. Y así ocurre con muchas de las virtudes y defectos intelectuales. 66 PARTE 1 DEL HOMBRE CAP. 9 CAPITULO IX De las Distintas MATERIAS del CONOCIMIENTO Hay dos clases de CONOCIMIENTO: uno es el conocimiento de hecho, y Qtro el conocimiento 'de la consecuencia de una afirmación con respecto a otra. El primero no es otra cosa sino sensación y memoria, y es conocimiento absoluto, como cuando vemos realizarse un hecho o recordamos que se hizo; de ese género es el conocimiento que se requiere de un tes- tigo. El último se denomina ciencia y es condicional, como cuando sabemos que si determinada figura es un círculo, toda linea recta que pase por el centro debe dividirla en dos 'Partes iguales. Este es el conocimiento requerido de un filósofo, es decir, de quien pretende razonar. El registro del conocimiento de hecho se Ceno mina his- loria. Existen de él dos clases: 'Una llamada hist01'ÍIJ 1fQtural, que es la historia de aquellosht>cltos o efectos de la Naturale- za que no dependen de la voluntad bumana; tales son las histo- rias de metales, pl~ntas, animales, y otras cosas semejantes. La otra es historia civil, que es la historia de las acciones vo- luntarias de los hombres constituídos en Estado. Los registros de la ciencia son los libros que contienen las demostraciones de la consecuencia de una afirmación con res- pecto a otra, y es lo que se llama comúnmente libros de filo- sofía. De ellos existen diversas especies según la diversidad de la materia, y pueden dividirse tal como lo he hecho en la siguiente tabla: ' 'co~ue:~~:~;¡ dcnl~;¿~t;w~~~serhd:~~"m:~~ey;¡;~':ft~rl,:~l, .iende 1QJ princip;os o prirm--{ Fu.w.wiA P&J ..... ~ de 100IICcideates ,""","", ••odos los ton",,,,,.,i, d. l.. {POI' la f,¡¡uro. } {GEO'lEidA. cuerpos ..runJcs¡ ••• ",.tiJ.4 Y ..oció.. ;:n;~~ ¡et:n!~ M"U1nQlk.s. swb. Por eJ n6.mero. AI.1TMmc.a. ConsecuenCias de ,.ocia. moción y de la dCIa) onsecuencias de la losatcidentcsdc: loscuerpolft;atUw nles¡ el lo que l cantidad JNmM- MM. Con_ncias de anl'idad y de la lar rnoci6n )' de la can,id.tI d. l., mllyorn partes AsTaOMOWfA•• { G...EÓCRAP'iA. se HaN FILO-- mCXlón del o s del mundo, como SOFíA NATUUL. cuerpos en es". la liIrr.)' las IS- ,iJ. Ir,lhs. Con«alcncias dCla{ moción de lud.a- " . " C;"';" de la be.. ses e!peciales y fi~ M,,,,.,u) teonude1 ~SO. { NtEaf .... AaaUITECT1JLA. auras del cuerpo. NAVEGACIÓX. 'éonscaacnci# de las aWicbdes de los CUCrJ'IO' tr.HJnurte; y que unas veces se manific.Jtan )' otru dcsaplrehn MnznoLOG1A. Consccuenru.s dc lU{ConstCUC"dU de 1" !¡¡z dc las cstreUu. De esto )'.del movimiento dd 101, cu;¡!id:ldes de lu rC$ulta 1:». Ciencia de 1:1 } Ese.ooun.. CIENCIA, es decir, ,¡lreJl6s. Clft1secuenau de la i,,/IfU1ICU de lu estrtlJ:u. An'aoLOOi.t. conocimiento de la.' conl«\lCn~ <':on~'CUenru de Iu cu:t1idadcs de loJ cuerpos lí'illiJ01 quc lIen:an el espaciO entre las estrellas, tales- Qu¡ Ilim •• e tatnbién Fu.OIO- ,1 .. ..,. FlSICA o conseroc,n. ciade ¡.. ""¡iJ4- Consetllencias~e lu como cl 6;rt!, o sust:mcia etéra. Conse(ucndíU~ !15{consec:uenCiU p:l.rtes e tlC- mlldleJ etc.. de las cu:l.IÑhdcs de los minlr,I6s, túJr~, cualidades de ¡'" d~'se~~do.tu",." Cun~ut;cl:l.S de 1:1.5 cU:l.lidades de los 'f.,·'&II,I,;. CfU'P'1D'~­ tJI1fI". Consecuc:náal NlliCadel de las de los NCrpOI urrlJlrll. t nsecuenelu d e~ cualidades de los • ",,,,.1,1. '--t ". c,nse~;~jlS :: !:{ConsccuehC¡'S de la ";/iM;J., cw. I ; es ,"¡tm4'I'" . ConKcuencias del SON,a". l'"'- ConsecuenCias del resto de 101 sentidos, . Consecuenclls de las{consecuencias dc las ~JiOflll de Jos hom~ } MÚIICA. OPT1CA. bn:s. c{ ::J:"~:,:der/::~tU~j;,t~ ~~!:: · loo accident.. dde Conoecuenciu 100cucrpo,poJíii. I .. • cualidades del Artmbr, '" ~Jp6. NM. ETICA. {EIl;~:::a~~' ct~~¡'IfI·l :O~!A. «11, " lo que M , De lo ~ del zNIrao, .101 Mm., r úr«MJ Conotet\.lendu del ,p".IM4ailrul,,_ } RETÓIl,ICA.. llama. POLIT'''' y • b ,li.UJuj. ¡'''ltU;lf. R_zo"lmaO, j L6GICA. 111.-.1. C.v.L. La C... ,¡. de lo l..'oN'flt.nJo, JUCTo y de JI,) lH .. } JUSíO. PARTE 1 DEL HOMBRE CAP. IO CAPITULO X Del PODER, de la ESTIMACIÓN, de la DIGNIDAD, dfl HONOR Y del TÍTULO A LAS COSAS El poder de un hombre (universalmente considerado) con- siste en sus medios presentes para obtener algún bien mani- fiesto futuro. Puede ser original o instrumental. Poder natural es la ~minencia de las facultades del cuer- po o de la inteligencia, tales como una fuerza, belleza, pru- dencia, aptitud, elocuencia, liberalidad o nobleza extraordi- narias. Son instrumentales aquellos poderes que se adquieren mediante los antedichos, o por la fortuna, y sirven como me- dios e instrumentos para adquirir más, como la riqueza, la reputación, los amigos y los secretos designios de Dios, 10 que los hombres llaman buena suerte. Porque la naturaleza del poder es, en este punto, como ocurre con la fama, creciente a medida que avanza; o como el movimiento de los cuerpos pesados, que cuanto más progresan tanto más rápidamente lo hacen. El mayor de los poderes humanos es el que se integra con los poderes de varios hombres unidos por el consenti- miento en una persona natural o civil; tal es el poder de un Estado; o el de un gran número de personas, cuyo ejercicio depende de las voluntades de las distintas personas particu- lares, como es el poder de una facción o de varias facciones coaligadas. Por consiguiente, tener siervos es poder; tener ami- gos es poder, porque son fuerzas unidas. También la riqueza, unida con la liberalidad, es poder, porque procura amigos y siervos. Sin liberalidad no lo es, porque en este caso la ri- queza no protege, sino que se expone a las asechanzas de la envidia. Reputación de poder es poder, porque Con ella se consi- gue la adhesión y afecto de quienes necesitan ser protegidos. PARTE 1. DEL HOMBRE CAP. 10 También lo es, por la misma razón, la reputación de amor que experimenta la nación de un hombre (lo que se llama popularidad) . Por consiguiente, cualquiera cualidad que hace a un hom- bre amado o temido de etros, o la reputación de tal cualidad, es poder, porque constituye un medio de tener la asistencia y servicio de varios. El éxito es poder, porque da reputación de sabiduría o buena fortuna, lo cual hace que los hombres teman o confíen en él. La afabilidad de los hombres que todavía están en el po- der, es aumento de poder, porque engendra cariño. La reputación de prudencia en la conducta de la paz y de la guerra, es poder, porque a los hombres prudentes les encomendamos el gobierno de nosotros mismos más gustosa- mente que a los demás. Nobleza es poder, no en todo lugar, sino solamente en los Estados donde tiene privilegios: porque en tales privile- gios consiste el poder. Elocuencia es poder, porque se asemeja a la prudencia. Las buenas maneras son poder, porque siendo un don de Dios, recomiendan a [42] los hombres el favor de las mujeres y extraños. Las ciencias constituyen un poder pequeño, porque no es eminente, y por tanto no es reconocido por todos. Ni está en todos, sino en unos pocos, y en ellos sólo en pocas cosas. En efecto, la ciencia es de tal naturaleza, que nadie puede com- prenderla como tal, sino aquellos que en buena parte la han alcanzado. Las artes de utilidad pública como fortificación, confec- ción de ingenios y otros artefactos de guerra son poder, porque favorecen la defensa y confieren la victoria. Y aunque la ver- dadera madre de ellas es la ciencia, particularmente las Mate- máticas, como son dadas a la luz por la mano del artífice, resultan estimadas (en este caso la partera pasa por madre) como producto suyo. El 'Ulfllor o ESTIMACIÓN del hombre, es, como el de todas las demás cosas, su precio; es decir, tanto como sería dado 7° PARTE I DEL I/OMBRE CAP. IO por el uso de su poder. Por consiguiente, no es absoluto, sino una consecuencia de la necesidad y del juicio de otro. Un hábil conductor de soldados es de gran precio en tiempo de guerra presente o inminente; pero no lo es en tiempo de paz. Un juez docto e incorruptible es mucho más apreciado en tiempo de paz que en tiempo de guerra. Y como en otras cosas, así en cuanto a los hombres, no es el vendedor, sino el comprador quien determina , el precio. Porque aunque un hombre (cosa frecuente) se estime a sí mismo con el mayor valor que le es posible, su valor verdadero no es otro que el estimado por los demás. La manifestación del valor que mutuamente nos atribuí- mos, es lo que comúnmente se denomina honor y deshonor. Estimar a un hombre en un elevado precio es honrarle; en uno bajo, deshonrarle. Pero alto y bajo en este caso deben ser comprendidos con relación al tipo que cada hombre se asigna a sí mismo. La estimación pública de un hombre, que es el valor con- ferido a él por el Estado, es lo que los hombres comúnmente denominan DIGNIDAD. Esta estimación de él por el Estado se comprende y expresa en cargos de mando, judicatura, em- pleos públicos, o en los nombres y títulos introducidos para distinguir semejantes valores. Elogiar a otro por una ayuda de cualquier género es hon- rarlo, porque expresa nuestra opinión de que posee una fuerza capaz de ayudar; y cuanto más difícil es la ayuda, tanto más alto es el honor. Obedecer es honrar, porque ningún hombre obedece a quien no puede ayudarle o perjudicarle. Y en consecuencia, desobedecer es deshonrar. Hacer grandes dones a un hombre es honrarlo, porque ello significa comprar su protección y reconocer su poder. Hacer pequeños dones es deshonrarlo, porque constituyen li- mosnas, y dan idea de la necesidad de ayudas pequeñas. Ser solícito en promover el bien de otro, así como adularle, es honrarlo, porque constit~e un signo de que buscamos su protección o ayuda. Desatenderlo es deshonrarlo. PAR7'E 1 DEL HOMBRE CAP. 10 Ceder el paso o el lugar a otro en cualquiera cuestión, es honrarlo, porque constituye el reconocimiento de un mayor poder. Hacerle frente es deshonrarlo. Mostrar cualquier signo de amor o temor a otro es hon- rarlo; porque ambas cosas, amor y temor, implican aprecio. Suprimir o disminuir el amor o el temor, más de lo que el -interesado espera, es deshonrarle, y, en consecuencia, estimarlo en poco. Apreciar, exaltar o felicitar es honrar, porque nada se aprecia como la bondad, el poder y la felicidad. Despreciar, injuriar o compadecer es deshonrar. Hablar a otro con consideración, aparecer ante él con de- cencia y humildad es honrarle, porque constituye un signo dd temor de ofenderlo. Hablarle ásperamente, hacer ante él algo obsceno, reprobable, impúdico es deshonrarle. Creer, confiar, apoyarse en otro es honrarle, pues revela una idea de su virtud y de su poder. Desconfiar o no creer en él, es deshonrarle. Solicitar el consejo de un hombre o sus discursos, cuales- quiera que sean, es honrarle, porque denotamos pensar que es sabio, o elocuente, o sagaz. Dormitar, o pasar de largo, o hablar mientras otro habla, es deshonrarlo. Hacer tales cosas a otro que él considere como signos de honor, o que así lo sean según la ley de la costumbre,es honrarle' porque aprobando el honor hecho por otros, se re-- conoce ei poder que otros le confieren. Rehusarlas, es des- honrar. Coincidir en opinión con alguien es honrarle, pues implica un modo de aprobar su juicio y sabiduría. Disentir es deshon- rarle y tacharle de error, o si el disentimiento afecta a muchas cosas de locura. Imitar es honrar, porque implica aprobar de mod~ vehemente. Imitar al enemigo es deshonrarle. Honrar a aquel a quienes otros honran, es honrar a éstos, como signo de aprobación de su juicio. Honrar a sus enemi- gos es deshonrarle. Tomar consejo de alguien, o utilizarlo en acciones difíciles, es honrarle, pues ello constituye un signo que revela su sa- 7'2 PARTE 1 DEL HDMBllE CAP. 10 biduría U otro poder. Negarse a emplear, en casos semejantes, a quienes desean ser utilizados, es deshonrarles. Todas estas vías de estimación son naturales, tanto con Estados como sin ellos. Pero como, en los Estados, aquel o aquellos que tienen la suprema autoridad pueden hacer lo que les plazca, y establecer signos de honor, existen también otros honores. Un soberano hace honor a un súbdito con cualquier título, oficio, empleo o acción que él mismo estima como signo de su voluntad de honrarle. El rey de Persia honró 3 Mordecay cuando dispuso que fuera conducido por las calles, con las vestiduras regias, sobre uno de los caballos del rey, con una corona en su cabeza, y un príncipe ante él, proclamando: Así se hará con aquel a quien el rey quiera honrar. Y otro rey de Persia, o el mismo en otro tiempo, a un sú1x.lito que por cierto gran servicio solicitaba llevar uno de los vestidos del rey, le otorgó lo que pedía, pero añadiendo que debería lle- varlo como bufón suyo; y esto era deshonor. Así, la fuente del honor civil está en el Estado, y depende de la voluntad del soberano; por tal razón es temporal, y se llama honor croil: eso ocurre con la magistratura, [44] con los cargos públicos, con los títulos y, en algunos lugares, con los uniformes y emblemas. Los hombres honran a quienes los poseen, porque son otros tantos signos del favor del Es- tado; este favor es poder. Honorable es cualquier género de posición, acción o ca- lidad que constituye argumento y signo del poder. Por consiguiente, ser honrado, querido de muchos, es ho- norable, porque ello constituye expresión de poder. Ser hon- rado por pocos o por ninguno, es deshonroso. Dominio y victoria son cosas honorables porque se ad- quieren por la fuerza; y la servidumbre, por necesidad o temor, es deshonrosa. La buena fortuna (si dura) es honorable, como signo que es del favor de Dios. La mala fortuna y el infortunio son deshonrosos. Los ricos son honorables porque tienen poder. La pobreza es deshonrosa. La magnanimidad, la liberalidad, la esperanza, el valor, la confianza son honorables porque 73 PARTE 1 DEL HOMBRE CAP. ro proceden de la conciencia del poder. La pusilanimidad, la par- simonia, el temor y la desconfianza son deshonrosas. La resolución oportuna, o la determinación de lo que una persona tiene que hacer, es honorable, porque implica el des- precio de las pequeñas dificultades y peligros. La irresolución es deshonrosa, como signo que es de conceder valor excesivo a pequeños impedimentos y a pequeñas ventajas: porque cuan- do un hombre ha pensado las cosas tanto tiempo como le es permitido, y no resuelve, la diferencia de ponderación es pe- queña; y por consiguiente si no resuelve, sobrestima las Cosas pequeñas, lo cual es pusilanimidad. Todas las acciones y con- versaciones que proceden o parecen proceder de una gran esperanza, discreción o talento, son honorables, porque todas ellas son poder. Las acciones o palabras que proceden del error, ignorancia o locura, son deshonrosas. La gravedad, en cuanto parece proceder de una mente empleada también en otras cosas, es honorable, porque esa de- dicación es un signo de poder. Pero si parece proceder de un propósito de simular gravedad, es deshonroso. Porque la gra vedad del primero es como la de un barco cargado con mercancías, mientras que la del último es como la de un barco que lleva un lastre de arena o de otro inútil cargamento. Ser distinguido, es decir, conocido por las riquezas, los cargos, las acciones grandes o la bondad eminente, es hono- rable, porque constituye un signo del poder de quien es dis- tinguido. Por el contrario, la obscuridad es deshonrosa. Descender de padres distinguidos es honorable, porque así se obtiene más fácilmente la ayuda y las amistades de los antecesores. Por el contrario, descender de una parentela obs- cura, es deshonroso. Las acciones que proceden de la equidad y van acompa- ñadas de pérdidas, son honorables, porque son signos de mag- nanimidad, y la magnanimidad es un signo de poder. Por el contrario la astucia, la falta de equidad S011 deshonrosas. La codicia de grandes riquezas, y la ambición de grandes honores, son honorables, como signos de poder para obtenerlas. La codicia y ambición de pequeñas ganancias o preeminencias es deshonrosa. 74 DEL HOMBRE CAP. 10 PARTE 1 No altera el caso del honor el hecho de que una acción (por grande y difícil que sea [1 5 ] y, ~u~que por consiguiente, revele" un gran poder) sea Justa e lllJusta: porque el honor consiste solamente en la opinión del poder. Por esa razón, los antiguos épicos no pensabinque deshonraban, sino que honra- ban a los dioses cuando los introducían en sus poemas, come- tiendo raptos, hurtos y otros actos grandes, pero injustos o poco limpios. Nada es tan célebre en Júpiter como sus adulterios; ni en Mercurio como sus robos; de los elogios que se le ha- cen en un himno de Homero, el mayor es que habiendo na- cido en la mañana, inventó la música a mediodía, y antes de la noche robó el rebaño de Apolo a sus pastores. Así, entre los hombres, hasta que se constituyeron los grandes Estados, no se consideraba como deshonor ser pirata o salteador de caminos, sino que más bien se estimaba éste como un negocio lícito, no sólo entre los griegos, sino tam- bién en todas las demás naciones: así lo prueba la historia de los tiempos antiguos. Y al presente, en esta parte del mundo, los duelos privados son, y serán siempre, honorables, aunque ilegales, hasta que venga un tiempo en que el honor ordene rehusar, y arroje ignominia sobre quienes los efectúen. Por- que los duelos también son, muchas veces, efecto del valor, y la base del valor está siempre en la fortaleza o en la des- treza, que son poder, aunque, en la mayor parte de los casos, son efecto de conversaciones ligeras y del temor al deshonor en uno o en ambos contendientes, los cuales, agitados por la cólera, deciden pelear entre sí para no perder la reputación. Los escudos y blasones hereditarios son honorables cuan- do llevan consigo eminentes privilegios. No lo son en otros casos? porque su poder radica bien en tales privilegios, o en las nquezas, o en ciertas cosas que son estimadas en los demás hombres. Este género de honor, comúnmente llamado nobleza deriva sin duda de los antiguos germanos, porque nunca s~ conocía tal cosa donde las costumbres germanas eran ignora- das; ni ahora se usa en ninguna parte donde antes no habitaran los germanos. Cuando los antiguos caudillos griegos partían para la guerra, pintaban sus escud<?s con las divisas que eran de su agrado; un escudo sin emblema era signo de pobreza y de ser un soldado común; pero los griegos no admitían la 75 PARTE 1 DEL HOMBRE CAP. IO tradición de esos signos por herencia. Los romanos transmitieron los emblemas de sus familias, pero eran las imágenes y no las divisas de sus antepasados. E!1tre los pueblos de Asia, A frica y América no existían ni existen nunca semejantes cosas. Sola- mente los germanos tuvieron esta costumbre j de ellos derivó a Inglaterra, Francia, España e Italia cuando, en gran número, ayudaron a los. romanos, o hicieron conquistas propias en aquellas comarcas occidentales del mundo. En cuanto a Germania, más antigua que todas las demás naciones, y dividida en sus comienzos en un infinito número de pequeños señores, jefes o familias, continuamente hallá- banse éstos en guerra entre sí. Tales señores o jefes, princi- palmente para que, cuando iban armados, pudieran ser re- conocidos por sus secuaces, y también por vía de ornato, llevaban pintadas sobre su armadura, su escudo o su ropaje, la efigie de algún animal o de otro objeto; y así también ponían alguna marca ostensible [46] Y manifiesta en la cimera de sus yelmos. Y este ornamento de las dos cosas, armas y cimeras, se trasmitía por herencia hasta sus hijos, al primogé- nito en toda su pureza, y .al resto con alguna nota de diversi- dad, que el Rere-ale, como dicen en alemán, juzgaba con- veniente. Ahora bien, cuando varias de estas familias, reuniéndose, formaron una gran monarquía, esta misión del heraldo, que consistía en distinguir los ~'CUdos, se convirtió en un cargo privado independiente. Estos señores constituyen d origen de la más grande y antigua nobleza; en la mayor parte de los casos llevaban como emblema seres señalados por su valor o afán de rapiña, o castillos, almenas, tiendas, armas, empalizadas y otros signos de guerra; porque ninguna otra virtud era tan estimada como la virtud militar. Posteriormente, :)0 sólo los reyes, sino lo~ Estados populares otorgaron di- versas clases de escudos, a quienes iban a la guerra o volvían de ella, para estimularles o recompensar sus servicios. Cual~ quier lector perspicaz podrá encontrar estas alusiones en las antiguas historias de griegos y latinos, con referencia a la na- ción alemana, y a las maneras germanas contemporáneas del historiador. Los títulos de honor, tales como los de duque, conde, marqués y barón son honorables, porque expresan la estiJrui- 76 rUTE 1 DEL HOMBRE CAP. IC ciÓll que el poder soberano del Estado les otorga. Estos títulos fueron, en tiempos antiguos, títulos de cargos y de mando, algunos derivados de los romanos, otros de lo:> germanos y franceses. Duques, en latín duces, eran generales en guerra; condes, com;tes, eran los compañeros o amigos de los genera· les, y se les encargaba gobernar y defender las plazas conquis- tadas y pacificadas; los marqueses, marchiones, fueron con- des que gobernaban las marcas o fronteras del Imperio. Tales títulos de duque, conde y marqués fueron introducidos en el Imperio, hacia la época de Constantino el Grande, a usan- za de las miliJia germanas. Pero barón parece haber sido título de las Galias, y significa hombre grande; constituían los ba- rones la guardia de reyes o príncipes, quienes en la guerra los tenían siempre cerca de sus personas; parece derivar de 'VÍr a ber y bar, y significaba lo mismo, en el lenguaje de las Galias, que w en latín; de aquí se derivan bero y baro, de modo que tales hombres fueron llamados berones, y después "_os, en español barones. Quien desee tener más detalles acerca del origen de los títulos de honor, puede encontrarlos, como yo lo he hecho, en el excelente tratado que sobre esta materia ha escrito Mr. Selden. Andando el tiempo, con oca- sión de disturbios o por razones de buen gobierno, estos car- gos de honor fueron convertidos en meros títulos; en su mayor parte servían para distinguir la preeminencia, lugar y orden de los súbditos en el Estado, y así se nombraron duques, con- des, marqueses y barones de lugares donde tales personas no tenían posesión ni cargo; otros títulos tuvieron también el mismo fin. EXCELENCIA es una cosa distinta de la estimación o valor de un hombre, y también de su mérito o falta de él; consiste en un poder particular o capacidad para aquello en lo cual sobresale; esta habilidad particular se llama usualmente ap- tilu. En efecto, es apto para ser director o juez, o para tener otro cargo cualquiera, quien está mejor dotado con las cua- lidades requeridas para el buen ejercicio [47] de dicho cargo; , el más excelente de los ricos es aquel que tiene las cualidades requeridas para el buen uso de la riqueza. Aunque falte una de estas cualidades, puede una persona ser un hombre 77 PARTE 1 DEL HOMBRE CAP. 10 digno y estimable por otros conceptos. A su vez, un hom- bre puede ser digno por su riqueza o su cargo o su empleo y, sin embargo, no tener derecho a ostentarlo antes que otro; por consiguiente, no puede decirse que lo merezca. Porque el mérito presupone un .derecho, y la cosa merecida lo es por primacía. A esto me referiré posteriormente, cuando hable de los contratos. PARTE I DEL HOMBRE CAP. I I CAPITULO XI De la Diferencia de MANERAS Bajo la denominación de MANERAS no significo, aquÍ, la decencia de conducta: por ejemplo, cómo debe uno saludar a otro, o cómo debe lavarse la boca, o hurgarse los dientes delante de la gente, y otros consejos de pequeña moral, sino más bien aquellas cualidades del género humano que permi- ten vivir en común una vida pacífica y armoniosa. A este fin recordemos que la felicidad en esta vida no consiste en la serenidad de una mente satisfecha; porque no existe el finis ultimus (propósitos finales) ni el summum bonum (bien su- premo), de que hablan los libros de los viejos filósofos mora- listas. Para un hombre, cuando su deseo ha alcanzado el fin, resulta la vida tan imposible como para otro cuyas sensaciones y fantasías estén paralizadas. La felicidad es un continuo pro- greso de los deseos, de un objeto a otro, ya que la consecución del primero no es otra cosa sino un camino para realizar otro ulterior. La causa de ello es que el objeto de los deseos hu- manos no es gozar una vez solamente, y por un instante, sino asegurar para siempre la vía del deseo futuro. Por consiguiente, las acciones voluntarias e inclinaciones de todos los hombres tienden no solamente a procurar, sino, también, a asegurar una vida feliz; difieren tan sólo en el modo como parcialmente surgen de la diversidad de las pasiones en hombres diversos; en parte, también, de la diferencia de costumbres o de la opi- nión que cada uno tiene de las causas que producen el efecto deseado. De este modo señalo, en primer lugar, como inclinación general de la humanidad entera, un perpetuo e incesante áfán de poder, que cesa solamente con la muerte. Y la causa de esto no siempre es que un hombre espere un placer más intenso del que ha alcanzado; o que no llegue a satisfacers~ con un moderado poder, sino que no pueda asegurar su po- 79 PARTE 1 DBL HOMBRE CAP. "rr derÍo y los fundamentos de su bienestar actual, sino adqui- riendo otros nuevos. De aquí se sigue que los reyes cuyo poder es más grande, traten de asegurarlo en su país por medio de leyes, y en el exterior mediante guerras; logrado esto, sobreviene un nuevo deseo: unas veces se anhela la fama derivada de una nueva conquista; otras, se desean placeres fáciles y sensuales, otras, la admiración o el deseo de ser adulado por la excelencia en algún arte o en otra habilidad de la mente. La pugna de riquezas, placeres, honores u otras formas de poder, in- [48] di na a la lucha, a la enemistad y a la gue- rra. Porque el medio que un competidor utiliza para la consecución de sus deseos es matar y sojuzgar, suplantar o repeler a otro. Particularmente la competencia en los elogios induce a reverenciar la Antigüedad; porque Jos hombres con- tienden con los vivos, no con los muertos, y adscriben a éstos más oe lo debido, para que puedan obscurecer la gloria de aquéllos. El afán de tranquilidad y de placeres sensuales dispone a los hombres a obedecer a un poder común, porque tales de- seos les hacen renunciar a la protección que cabe esperar de su propio esfuerzo o afán. El temor a la muerte y a las heridas dispone a lo mismo, y por idéntica razón. Por el contrario, los hombres necesitados y menesterosos no están contentos con su presente condición; así también, los hombres ambicio- sos de mando militar propenden a continuar las guerras y a promover situaciones belicosas: porque no hay otro honor mi- litar sino el de la guerra, ni ninguna otra posibilidad de eludir un mal juego que comenzando otro nuevo. El afán de saberJ y las artes de la paz inclinan a los hom- bres a obedecer un poder común, porque tal deseo lleva consigo un deseo de ocio, y, por consiguiente, de tener la protección de algún otro poder distinto del propio. El afán de alabanza dispone a realizar determinadas ac- ciones laudables que agradan a aquel cuyo juicio se estima; nada nos importan, en cambio, los elogios de quienes despre- ciamos. El afán de fama después de la muerte lleva al mismo fin. Y aunque después de la muerce no se sienten ya l::ts alabanzas que nos hacen en la tierra, porque esas alegrías 80 PARTE 1 DEL HOMBRE CAP. I I o bien se desvanecen ante los inefables goces del cielo o se ex- tinguen en los extremados tormentos del infierno, sin embargo, semejante fama no es vana, porque los hombres encuentran un deleite presente en la previsión de ella, y en el beneficio que asegurarán para su posteridad; y así, aunque ahora no lo vean se lo imaginan; y toda cosa que es placer en las sensa- ciones, lo es también en la imaginación. Haber recibido de uno, a quien consideramos igual a nos- otros, beneficio más grande de lo que esperábamos, dispone a fingirle amor; pero realmente engendra un íntimo ab'o- rrecimiento, y pone a un hombre en la situación del deudor desesperado que al vencer la letra de su acreedor, tácitamente desea hallarse en un sitio d<?nde nunca más lo viera. Porque los beneficios obligan, y la obligación es servidumbre; y la o[)ligacÍón que no puede corresponderse, servidumbre perpe- tua; y esta situación, en definitiva, se resuelve en odio. Por el contrario, haber recibido beneficios de uno a quien reconoce- mos como superior, inclina a amarle, porque la obligación no engendra una degradación, en este caso; y la aceptación li- sonjera (lo que los hombres llaman gratitud) es para quien otorga el beneficio un hortor que generalmente se considera como retribución. Así, recibir beneficios aunque de uno igual o inferior, mientras se tiene esperanza de devolverlos, dis- pone a amar, porque en la intención de quien recibe, la obli- gación es de ayuda y servicio mutuo; de ello procede una emulación para excederse en el beneficio. Esta es la pugna más noble y provechosa posible, porque el vencedor se complace en su victoria, y el otro encuentra su venganza en confesarla. Haber hecho a alguien un daño mayor del que puede o desea expiar, inclina al agente a odiar a quien sufrió daño, porque es de esperar la revancha [49] o el perdón, cosas odiosas ambas. El temor a la opresión dispone a prevenirla o a buscar ayuda en la sociedad; no hay, en efecto, otr:> camino por medio del cual un hombre pueda asegurar su libertad y su vida. Quienes desconfían de su propia sutileza se hallan, en el tumulto y en la sedición, mejor dispuestos para la victo- ria que quienes se suponen a sí mismos juiciosos o sagaces. Por- que a éstos les gusta consultar, y a los otros, temerosos de 8r PARTE 1 DEL HOMBRE CAP. 11 ser circunvenidos, luchar primero. Y en la sedición, como las gentes están· siempre dispuestas a la batallaJ defenderse unos a otros, usando todas las venta ias de la fuerza, es una mejor estratagenla que cualquiera otra que pueda procedet de la sutileza del ingenio. Quienes sienten la vanagloria sin tener conciencia de una gran capacidad, se complacen en suponerse valientes y pro- penden solamente a la ostentación, pero no a la empresa, p0rque, cuando aparecen el peligro o la dificultad, no piensan en otra cosa sino en ver descubierta su insuficiencia. Quienes sienten la vanagloria y estiman su capacidad por la adulación de otros hombres, o por la fortuna de alguna acción precedente, sin un seguro motivo de esperanza basado en el verdadero conocimiento de sí mismos, son propénsos a lanzarse sin meditación a las empresas, y al aproximarse el peligro o la dificultad, a retirarse si pueden. En efecto, no viendo el camino de la salvación, más bien arriesgarán su honor, que puede ser salvado con una excusa, en lugar de comprometer sus vidas, para las cuales ninguna salvación es suficiente. Los hombres que tienen una firme opinión de su propia sabiduría, en materia de gobierno, son propensos a la ambi- ción, porque el honor de la sabiduría se pierde si no existe empleo público en el consejo o en la magistratura. Por esta causa los oradores elocuentes son propensos a la amhición, porque la elocuencia aparece como sabiduría a quienes la tienen y a los demás. La pusilanimidad dispone a los hombres a la irresolución y, como consecuencia, a perder las ocasiones y oportunidades más adecuadas para actuar. Cuando se ha permanecido deli- berando hasta el momento en que la acción se aproxima, si aun entonces no es manifiesta la conducta mejor, esto es un signo de que la diferencia de motivos, la elección eptre los dos ca- minos, no es clara. Por ello, no resolver, entonces, es perder la ocasión, por conceder importancia a cuestiones baladíes, lo cual es pusilanimidad. La frugalidad, aunque en los pobres sea una virtud, hace inepto al hombre para llevar a cabo aquellas acciones que re- quieren, de una vez, la fuerza de varios hombres; porque 82 PA.RTE 1 DEL HOMBRE CAP. 11 debilita sus fuerzas, que deben ser nutridas y vigorizadas por la recompensa. La elocuencia, unida a la adulación, dispone los hombres a confiar en quien la tiene, porque la primera simula sabi- duría, y la segunda bondad. Si a ello se añade la reputación militar, dispone los hombres a la adhesión y a someterse a quienes la poseen. Las dos primeras previenen contra el pe- ligro que pudiera proceder de él, mientras que la última pro- tege contra el peligro que proceda de otros. La falta de ciencia, es decir, la ignorancia de las causas, dispone o, más bien, constriñe a un hombre, a fiarse de la opi- nión y autoridad de otros. En efecto, todos los hombres a quienes interesa la verdad, cuando no confían en sí propios, deben apoyarse en la opinión de algún otro a quien juzgan más sabio que a sí mismos, y en quien no \-'en motivu alguno para ser defraudados. [50] La ignorancia de la significación de las palabras, es decir, la falta de comprensión, dispone los hombres no sólo a acep- tar, confiados, la verdad que no conocen, sino también los errores y, lo que es más, las insensateces de aquellos en quienes se confía; porque ni el error ni la insensatez pueden ser des- cubiertos sin una perfecta comprensión de las palabras. De esa misma ignorancia se deduce que los hombres dan nombres distintos a una misma cosa, según la diferencia de sus propias pasiones. Así, quienes aprueban una opinión pri- vada, la llaman opinión; quienes están inconformes con ella, herejía; y aun herejía no significa otra cosa sino opinión particular, sino que con un mayor tinte de cólera. También deriva de ello que sin estudio y sin una gran inteligencia no es posible distinguir entre una acción de varios hombres y varias acciones de una multitud: por ejemplo, entre la acción singular de todos los senadores de Roma dan- do muerte a Catilina, y las diversas acciones de un número de senadores matando a César. En consecuencia propenden a considerar como acción del pueblo lo que es una multitud de acciones realizadas por una multitud de hombres, guiados, aca- so, por la persuasión de uno solo. La ignorancia de las causas y la constitución original del derecho, de la equidad, de la ley, de la justicia, disponen al 83 PARTE 1 DEL HOMBRE CAP. 11 hombre a convertir la costumbre y el ejemplo en norma de sus acciones, de tal modo que se considera injusto lo que por costumbre se ha visto castigar, y justo aquello de cuya im- punidad y aprobación se puede dar algún ejemrlo, o prece- dente, como dicen, de una manera bárbara los juristas, que us,m solamente esta falSa medida de justicia. Son como los ni- ños pequeños, que no tienen otra norma de las buenas y de las malas m:tneras, sino los correctivos que les imponen sus padres y maestros, con la diferencia de que los niños son fides a su norma, mientras que los hombres no lo son, porque a medida que se hacen fuertes y tercos, apelan de la costumbre a la razón, y de la razón a la costumbre, según lo requiere su interés, apartándose de la costumbre cuando su interés lo exige, y situándose contra la razón tantas veces como la razón está contra ellos. Esta es la causa de que la doctrina de lo justo y de lo injusto sea objeto de perpetua disputa, por parte de la pluma y de la espada, mientras que la teoría de las líneas y de las figuras no lo es, porque en tal GlSO los hombres no consideran la verdad como algo que interfiera con las ambi- ciones, el provecho o las apetencias de nadie. En efecto, no dudo de que si hubiera sido una cosa con- traria al derecho de dominio de alguien, o ,tl interés de los hombres que tienen este dominio, el principio según el cual los tres ángulos de un triángulo equh,aletl a dos ángulos de un cuadrado, esta doctrina hubiera sido si no disputada, por lo menos suprimida, quemándose todos los libros de Geome- tría, en cuanto ello hubiera sido posible al interesado. La ignorancia de las causas remotas dispone a atribuir to- dos los acontecimientos a causas inmediatas e instrumentales, porque éstas son las únicas que se perciben. Y aun ocurre que en todos los sitios en que los hombres se ven gravados con tributos fiscales, descargan su cólera sobre los publicanos, es decir, los granjeros, recaudadores y otros funcionarios del fis- co, y se asocian a todos aquellos que censut-an al gobierno, y arrastrados más allá de los límites de toda posible justificación, llegan a atacar a la autoridad suprema, [5 [] por temor del castigo o por vergüenza de recibir perdón. La ignorancia de las causas naturales dispone a la credu- lidad, hasta hacer creer a menudo en cosas imposibles. Nada PARTE 1 DEL HOMBRE CAP. rr se sabe en contrario de que puedan ser verdaderas, cuando se es incapaz de advertir la imposibilidad. Y como se complacen en escuchar en compañía, la credulidad dispone a los hombres a mentir. Así la ignorancia sin malicia es susceptible de hacer que un hombre crea en los embustes y los diga, e incluso en ocasiones los invente. La ansiedad del tiempo futuro dispone a los hombres a in- quirir las causas de las cosas, porque el conocimiento de ellas hace a los hombres mucho más capaces para disponer el pre- sente en su mejor vf'~taja. La curiosidad o afición al conocimiento de las causas nos lleva de la consideración del efecto a la investigación de la caus:t, y a su vez a la causa de la causa, hasta que necesaria- mente se llega, en definitiva, a pensar que hay alguna causa de la que no puede existir otra causa anterior si no es eterna: lo que Jos hombres llaman Dios. Así, es imposible hacer una investigación profunda en las leyes naturales, sin propender a la creencia de que existe un Dios Eterno, aun cuando en la mente humana no puede haber ninguna idea de Él, que res- ponda a su naturaleza. En efecto, del mismo modo que un ciego de nacimiento que oye a los demás hablar de calentarse al fuego, conducido ante éste, puede fácilmente concebir y asegurarse de que existe algo que los hombres llaman fuego, y que es la causa del calor que siente, pero no puede imaginar qué cosa sea, ni tener de ello en su mente una idea análoga a los que lo ven, así por las cosas visibles de este mundo, y por su ordell admirable, puede concebirse que existe una cau- sa de ello, lo que los hombres llaman Dios, y sin embargo, no tener idea o imagen de él en la mente. y quienes se preocupan poco o n:tda de las causas natura- les de las cosas, temerosos por lo menos de su ignorancia mis- m~, acerca de lo que tiene poder para hacerles mucho bien o mucho mal, propenden a suponer e im3,ginar por sí mismos diversas cIases de poderes invisibles, y están pendientes de sus propias ficciones, invocando a esos poderes en tiempos de desgracia, y mostrándoles su gratitud cuando existe pers- pectiva de éxito: así hacen dioses de las creaciones de su propia fantasía. Por esto tenía que ocurrir que de l? innu- merable variedad de fantasías, los hombres crearan en el 85 PARTE I DEL HOMBRE CAP. 11 mundo innumerables especies de dioses. Y este temor de. las cosas invisibles es la semilla natural de lo que cada uno en sí mismo llama religión, y en quienes adoran o temen poderes diferentes de los propios, superstición. y habiéndose observado por muchos esta simiente de re- ligión, algunos de quienes la observan propendieron a alimen- tarla, revestirla y conformarla a leyes, y a añadir a ello, de su propia invención, alguna idea de las causas de los aconte- cimientos futuros, mediante las cuales podían hacerse más ca- paces para gobernar a los otros, haciendo, entre los mismos, el máximo uso de su poder. [52] 86 PARTE 1 DEL HOMBRE CAP. I2 CAPITULO XII De la RELIGIÓN Si tenemos en cuenta que no existen signos ni frutos de religión sino en el hombre, no hay motivo para dudar de que sólo en el hombre existe la semilla de la religión, que consiste en cierta cualidad peculiar a él, por lo menos en un grado eminente que no se halla en otras criaturas vivas. En primer término es pecu'liar a la naturaleza del hombre inquirir las causas de los acontecimi(mtos por él contemplados: unos buscan más, otros menos, pero todos sienten la curiosidad de conocer las causas de su propia fortuna, buena o mala. En segundo lugar, considerando que cada cosa tuvo un comienzo, piensan también en la causa que determinó ese co- mienzo en un determinado instante, y no más temprano o más tarde. En tercer término, para los animales no existe otra feli- cidad que el disfrute de sus alimentos, de su reposo y de sus placeres cotidianos, pues tienen poca o ninguna previsión para el porvenir, por falta de observación y memoria del orden, consecuencia y dependencia de las cosas que ven; en cambio observa el hombre cómo un acontecimiento ha sido producido por otro, y advierte en él lo que es antecedente y consecuente; y cuando no puede asegurarse por sí mismo de las verdade- ras causas de las cosas (porque las causas de la buena y de la mala fortuna son invisibles, la mayoría de las veces), imagina ciertas causas sugeridas por la fantasía, o confía en la autoridad de otros hombres que supone amigos suyos y más sabios que él mismo. Los dos primeros motivos causan ansiedad. En efecto, cuan- do se está seguro de que existen causas para todas las cosas que han sucedido o van a suceder, es imposible para un hom- bre, que continuamente se propone asegurarse a sí mismo con- tra el mal que teme y procurarse el bien que desea, no estar 87 PARTE 1 DEL HOMBRE CAP. 12 en perpetuo anhelo del tiempo por venir. Así que cada hom- bre, y en especial los más previsores, se hallan en situación semejante a la de Prometeo. En efecto, Prometeo (que quiere decir el hombre prudente) estaba encadenarlo al Monte Cáu- caso) en un lugar de amplia perspectiva, donde un águila, alimentándose de sus. entrafias, devoraba en el día lo que era restituído por la noche. Así, el hombre que avizora muy lejos delante de sí, preocupado por el tiempo futuro, tiene su co- r.azón durante el día entero amenazado por el temor de la muerte, de la pobreza y de otras calamidades, y no goza de reposo ni paz para su ansiedad, sino en el sueño. Este perpetuo temor que siempre acompaña a la humani- dad en la ignorancia de las causas, como si se hallara en las tinieblas, necesita tener por objeto alguna cosa. En conse- cuencia cuando nada se ve, a nadie se acusa de la buena o de la-mala fortuna, sino a algún poder o agente invisible. Era en este sentido, acaso, que los antiguos poetas decían que los dioses habían sido creados originariamente por el temor hu- mano, cosa que resulta verdad cuando se refieren a los dioses (es decir, a los numerosos dioses [53] de los gentiles). Pero el conocimiento de un Dios Eterno, Infinito y Omnipotente puede derivarse más bien del deseo que los hombres expe- '-" rimen tan de conocer las causas de los cuerpos naturales y de sus distintas virtudes y modos de operar, que no del temor de aquello que ha de ocurrir les en el tiempo venidero. Porque quien del efecto advertido quiera inferir la causa próxima e in- mediata del mismo, y de ahí elevarse a la causa de esa causa, sumiéndose profundamente en la investigación de todas ellas, llegará en último término a la idea de que debe existir (como los mismos filósofos paganos manifestaban) un motor inicial, es decir, una causa primera y eterna de todas las cosas, que es lo que los hombres significan con el nombre de Dios. Y todo esto sin tener en cuenta su fortuna, ya que.> el anhelo de ella produce una doble consecuencia: inclina al temor y aleja de la investigación de las causas de otras causas, dando, por consiguiente, ocasión de fingir tantos dioses como hombres existen para imaginar esa ficción. y en cuanto a la materia o substancia de los agentes invi- sibles, así imaginados, no puede llegarse por el discurso na- 88 PARTE 1 DEL HOMBRE CAP. 12 tural a otro concepto, sino al que coincide con el del espíritu del hombre. y como el espíritu del hombre era de la misma substancia que la que aparece, en un sueño, a uno que duerme, o en un espejo, a quien está despierto, ignorando los hombres que tales apariciones no son otra cosa sino creación de la fan- tasía, piensan que son substancias reales y externas, y por eso las llaman fantasmas, como los latinos las llamaban imagines y umbrfl?; y piensan que son espíritus, es decir, tenues cuerpos aéreos; y a: los temidos agentes invisibles los consideran como tales fantasmas, salvo que aparecen y desaparecen cuando gus- tan. Por naturaleza nunca puede penetrar en la mente de un hombre la idea de que tales espíritus son incorpóreos; nunca puede imaginarse una cosa que responda a esa acepción. Así los hombres que por meditación propia llegan al conocimiento de un Dios Infinito, Omnipotente y Eterno, propenden más bien a reputarlo incomprensible y situado por encima de su comprensión. Por consiguiente, definir su naturaleza como la de un espíritu incorpóreo y reputar luego su definitión como ininteligible, o darle ese título, no es proceder dogmáticamen- te con la intención de hacer comprensible la naturaleza divina, sino comportarse piadosamente) es decir, honrarle con atributos de unas significaciones que se hallan lo más alejadas que cabe suponer de la grandeza de los cuerpos visibles. Así, por el procedimiento mediante el cual piensan que estos agentes invisibles producen sus efectos, es decir, qué cau- sas inmediatas usaron para hacer que las cosas ocurran, los. hombres que ignoran (es decir, la mayor parte de los hombres) qué es lo causante) no tienen otro medio para inquirir dichas causas sino observar y recordar lo que han visto preceder al mismo efecto en otro tiempo o en tiempos anteriores, sin advertir entre el suceso. antecedente y el consecuente ninguna dependencia o conexión, en absoluto. Y por consiguiente, de las mismas cosas pasadas esperan las mismas cosas por venir, y esperan la buena o la mala suerte, supersticiosamente, de co- sas que no tienen relación ninguna con las causas. Así hicieron los atenienses, [54] quienes en su guerra de Lepanto de- mandaron otro Formio; como la facción pompeyana, para su guerra en Africa) pidió otro Escipión; y desde entonces otros han hecho cosas análogas en otras distintas ocasiones. Del mis- PA.RTE 1 DEL HOMBRE CA.P. 12 mo modo se atribuye la fortuna a determinada persona pre- sente, a un lugar feliz o desgraciado, a ciertas expresiones, especialm0nte si entre ellas figura el nombre de Dios, así como a frases cabalísticas y conjuros (liturgia de las brujas), tanto como a creer que se tiene aptitud para convertir una piedra en pan, el pan en hombre, o una cosa en otra. En tercer lugar, la veneración que los hombres manifies- tan, por naturaleza, a los poderes invisibles, no puede ser ótra sino lá que consiste en aquellas mismas expresiones de re\eren- cía que suelen emplear con respecto a los hombres: donativos, peticiones, gracias, oblaciones, súplicas respetuosas, conducta so bria, palabras meditadas, juramentos (el> decir, asegurar&. uno a otro de sus promesas) al invocar dichos poderes. Aparte de esto, nada sugiere la razón, y deja que cada uno persista en ello o, para otras ceremonias, confíe en quienes considera más sabios .. Por último, en lo qut. concierne a cómo estos poderes in- visibles declaran a los hombres las cosas que ocurrirán después, especialmente respecto a la buena o mala fortuna, en general, ú al éxito feliz o desgraciado en una empresa particular, todos los hombrf"J) se hallan, naturalmente, en la misma perplejidad, salvo que acostumbrando a conjeturar del tiempo venidero por el tiempo pasado, no sólo propenden a tornar Cosas casuales, después de uno o dos acontecimientos, como pronósticos de otras semejantes que ocurrirán después, sino a creer también pronósticos análogos de otros hombres, de los cuales tienen una buena opinión. En estas cuatro cosas, idea de los espíritus, ignorancia de las causas segundas, devoción' hacia lo que los hombres temen, y admisión de cosas casuales corno pronóstico, consiste la semilla natural de la religión; la cual, a causa de las diferen- tes fantasías, juicios y pasiones de los distintos hombres, se ha desarrollado en ceremonias tan diferentes.) que las usadas por un hombre resultan, en la mayoría de los casos, ridículas para otro. En efecto, estas semillas han sido cultivadas por dos dis- tintas especies de hombres. Una de esas clases está constituída por Quienes han nutrido y ordenado la materia religiosa de acuerdo con su propia invención. La otra lo ha hecho bajo el 90 PARTE 1 lJEL HOMBRE CAP. 12 mando y dirección de Dios. Pero ambos grupos se propusieron que quielles confiaban en ellas fuesen más aptos para la obe- diencia, las leyes, la paz, la caridad y la sociedad civil. Así que la religión de la primera especie es una parte de la política humana, y enseña parte de los deberes qUé los reyes terrenales requieren de sus súbditos. La religión de la última especie es política divina, y contiene preceptos para quienes se hall eri- gido a sí mismos en súbditos del reino de Dios. De la primera especie son todos los fundadores de Gobiernos y los legisladores de los paganos. De la última especie fueron A braham, Moisés y Nuestro Señor) de quienes han derivado hasta nosotros las leyes del reino de Dios. Respecto a esa parte de religión que consist~ en las opi- niones concernientes a la naturaleza de los podetes invisibles" casi nada existe con un nombre que antes no haya sKio estimado entre los gentiles, en un [55] lugar u otro, como un dios o un demonio; o imaginado por sus poetas como animado, ha- 'Jitado o poseído por uno u otro espíritu. La materia del mundo era un dios, denominado Caos. El cielo, el océano, los planetas, el fuego, la tierra, los vientos eran otros tantos dioses. Los hombres, las mujeres, un pájaro, un cocodrilo, una vaca, un perro, una serpiente, una cebolla fueron deificadas. Además de esto llenaron casi todos los lugares con espíritus llamados demonios. Las llanuras con Panes y panisios o sátiros j las selvas, con faunos y ninfas; el mar, con tritones y otras nin- fas; cada río y cada fuente con un espíritu de su nombre, y con ninfas; cada casa con sus lares o familiares; cada hombre con SU Genio; el infierno con espíritus y acólitos suyos, como Ca- ron, Cerbero y las Furias; durante la noche todos los lugares con Larvte, Lemures, espíritus de seres fallecidos,y todo un mundo de fantasmas y duendes. También asignaban divinidad y dedicaroI' templos a meros accidentes y cualidades, como el tiempo, la noche, el día, la paz, la concordia, el amor, el odio, la verdad, el honor, la salud, la sagacidad, la fiebre y cosas semejantes; y cuando rogaban en pro o en contra de ellas lo hacían como si los espíritus así denominados pendie- ran sobre sus cabezas y dejaran caer o evitaran el bien o el mal aludido. Invocaban también sus propios ingenios con 91 PARTE 1 DEL HOMBRE CAP. 12 el nombre de Musas; su propia ignorancia, con el nombre de Fortuna; su propio deseo con el nombre de Cupido; su propia rabia cOlf el nombre de Furia; su propio miembro viril con el nombre de Priapo; y atribuían sus poluciones a Incubas y Súcubos: y nada había que un poeta pudiese introducir como persona en su poema que no lo convirtiese en dios o demonio. Los mismos autores de la religión de los gentiles, practi- .cando el segundo grupo de religión, que es la ignorancia hu- mana respecto a las causas, y, en consecuencia, su aptitud para atribuir la fortuna a motivos respecto de los cuales no existe dependencia evidente, pusieron, en su ignorancia, en lugar de causas segundas, una. especie de dioses secundarios y ministe- riales. Adscribieron la causa de la fecundidad a Venus; la causa de las artes a A polo; de la sutileza y la sagacidad a Mer- curio; de las tormentas y tempestades a E ola; y de otros efec- tos a otros dioses, ya que en el cielo existe una variedad de dioses tan grande como la de asuntos o negocios. A las formas de veneración que los hombres naturalmente concebían como más adecuadas respecto de sus dioses, en par- ticular las oblaciones, plegarias y acciones de gracias, así como a las demás manifestaciones anteriormente citadas, los mismos legisladores de los gentiles añadieron imágenes de los dioses, en pintura y en escultura; de tal manera que incluso los más ignorantes (es decir, la mayor parte o el común de las gentes), pensando acerca de los dioses en tales imágenes representados, realmente los vieran encarnados en ellos, y así, fuera más grande el temor que infundiesen. Y los dotaron con casas y tierras, publicanos y rentas, poniendo todo ello fuera del co- mercio humano, es decir, consagrado y santificado a sus ídolos, como cavernas, grutas, selvas, montañas e islas enteras; y no sólo les [56] atribuyeron figura de hombres, animales o mons- truos, sil10 también las facultade, y pasiolles de hombres, como sentidos, lenguaje, sexo, anhelos, generación (y esto no sola- mente mezclándolos uno con otro para propagar el linaje de los dioses, sino aparejándolos con hombres y mujeres, para producir dioses híbridos, pero moradores del cielo, como Baca, Hércules y otros), asignáronles, además, ira, deseo de vengan- za y otras pasiones de las criaturas vivas, y los actos que pro- ceden de ellas, como el fraude, el adulterio, el robo, la sodomía 92 PARTE I DEL HOMBRE CAP. I2 y todos los VICIOS que pueden ser tomados como efecto del poder o causa de los placeres, así como aquellos otros vicios que entre los hombres se desarrollan más bien en contra de la ley que del honor. Por último, a los pronósticos del tiempo venidero, que no son, naturalmente, sino conjeturas basadas en la experien- cia de los tiempos pasados, y revelación sobrenatural y divina, los autores de la religión de los gentiles, en parte a base de una pretendida experiencia, en parte fundándose en una pre- tendida revelación, añadieron otros e innumerables supersti- ciosos modos de adivinación. Así se hizo creer a los hombres que encontrarían ~u fortuna a veces en las respuestas ambiguas o absurdas de los sacerdotes de Delfos, Delos, Ammon y otros famosos oráculos, cuyas ¡-espuestas se hacían deliberadamente ambiguas para que fueran adecuadas a las dos posibles even- tualidades de un asunto, o absurdas por las emanaciones tóxicas de! lugar, lo cual ocurre muy frecuentemente en las cavernas sulfurosas. A veces en las hojas de las sibilas, de cuyas profe- cías (como, acaso, la de Nostradamus, porque los fragmentos que ahora conservamos parecen invención de tiempos recientes) existieron varios libros muy reputados durante la República romana. A veces en las frases, desprovistas de significado, de los locos, a quienes se suponía poseídos por un espíritu divino: a esta posesión la llamaban entusiasmo, y a estos modos de predecir acontecimientos se les denominaba teomancia o pro- fecía. A veces en el aspecto que presentaban las estrellas en su nacimiento, a lo cual se llamaba horoscopia, estimándose como una parte de la astrología judicial. A veces en sus pro- pias esperanzas y temores, en lo llamado tumomancia o presagio. A veces en las predicciones de los magos, que pretendían con- versar con los muertos, a lo cual se llamaba nigromancia, conju- ro y hechicería, y no es otra cosa sino impostura y fraude. A veces en el vuelo casual o en la forma de alimentarse las aves, lo que llamaban augurio. A veces en las entrañas de los animales sacrificados, a lo que se llama aruspicina. A veces en los sueños; a veces en el graznar de los cuervos o el canto de los pájaros. A veces en las líneas de la cara, a 10 que se llamaba metoposcopia; o en las líneas de la mano, palmisteria; o en palabras casuales, omina. A veces en monstruos o acciden- 93 PARTE 1 DEL HOMBRE CAP. I2 tes desusados, como eclipses, cometas, meteoros raros, tem- blores de tierra, inundaciones, nacimientos prematuros y cosas sem~jantes, a 10 que se llamaba portenta y ostenta, porque parecían predecir o presagiar alguna gran calamidad venidera. A veces en el mero a4ar, como en el acertijo de cara y cruz, o en la adivinanza del número de orificios de una criba; en el juego de elegir versos de Homero y Virgilio, y en otros vanos e innumerables conceptos análogos a los citados. Tan fácil es que los hombres crean en cosas a las cuales han dado crédito otros hombres; con donaire y destreza puede sacarse mucho partido de su miedo e ignorancia. [57] Por esa razón los primeros fundadores y legisladores de los Estados entre los gentiles, cuya finalidad era, simplemente, mantener al pueblo en obediencia y paz, se preocll ?aron en todos los lugares: primero de imprimir en sus mentes la con- vicción de que los preceptos promulgados concernían a la religión, y no podían considerarse inspirados por su propia conveniencia, sino dictados por algún dios u otro espíritu; o bien que siendo ellos mismos de una naturaleza superior a la de los meros mortales, sus leyes podían ser admitidas más fácilmente. Así, Numa Pompilio pretendía recibir de la Ninfa Egeria las ceremonias que instituyó entre los romanos. Y el pri- mer rey y fundador del reino del Perú, aseguraba que él mismo y su mujer eran hijos del Sol; y Mahoma, al establecer su nueva religión, presumía de tener coloquios con el espíritu divino, encarnado en un pastor. En segundo lugar, tuvieron buen cuidado de hacer creer que las cosas prohibidas por las leyes eran, igualmente, desagradables a los dioses. En tercer término de prescribir ceremonias, plegarias, sacrificios y fes- tividades, haciendo creer que la cólera de los dioses podía ser apaciguada por tales medios; que los acontecimientos in- fortunados en la guerra, los grandes contagios de enfermeda- des, los temblores de tierra y toda clase de miserias humanas venían de la cólera de los dioses, y que esta cólera se debía a la negligencia en la adoración, o al olvido o confesión de algún detalle de las ceremonias referidas. Y aunque entre los antiguos romanos no se prohibiera la incredulidad de lo que en los poetas se escribe acerca de las penalidades y placeres después de esta vida, creencias que diversos individuos de gran 94 PARTE 1 DEL HOMBRE CAP. I2 autoridad y seriedad, en dicho Estado, satirizaron abiertamente en sus arengas, esa creencia, sin embargo, era más estimada que la contraria. Con estas y otras instituciones, y de conformidad con su propósito (que era la tranquilidad del Estado), lograron que el vulgo considerara que la causa de sus infortunios fincaba en la negligencia o error en las ceremonias o en su propia desobediencia a las leyes, haciéndolo, así, lo menos capaz po- sible de amotinarse contra sus gobernantes. Y entretenidos con la pompa y pasatiempos de los festivales públicos, hechos en honor de los dioses, no necesitaban otra cosa sino alimentos para abstenerse del descontento, la murmuración y la protesta contra el Estado. Por estas ¡;ausas los romanos que habían conquistado la mayor parte del mundo entonces conocido, no tuvieron escrúpulo en tolerar una religión cualquiera en la misma ciudad de Roma, salvo cuando en esa religión había algo incompatible con su gobierno civil; ni leemos que fuera prohibida ninguna religión sino la de los judíos, quienes (por ser el reino privativo de Dios) consideraban ilegal reconocerse como súbditos ·de cualquier rey mortal o Estado. Y así podeis apreciar cómo la religión de los gentiles era una parte de su política. Pero allí donde Dios mismo, por revelación sobrenatural, instituyó una religión, se estableció para sí mismo un reino privativo, y dio leyes no solamente para la conducta de los hombres respecto a Él, sino para lo de uno respecto a otro. Por esta razón en el reino de Dios la política y las leyes civiles son una parte de la religión, y por ello no tiene lugar alguno la [58] distinción de dominio temporal y espiritual. Cierta- mente es Dios el rey de toda la Tierra, pero aun así puede ser, también, rey de una nación particular y elegida. En ello no hay incongruencia, como no la hay tampoco en que quien tiene el mando de todo un ejército, tenga, a la vez, el de un regimiento o hueste particular suya. Dios es rey de toda la tierra por su poder, pero de su pueblo escogido es rey en virtud de un pacto. Teniendo en cuenta la manera como se ha propagado la religión, no resulta difícil comprender las causas en virtud de las cuales todo se resuelve en sus primeras semillas o princi- 9S PARTE 1 DEL HOMBRE CAP. 12 pios, que son solamente la idea de una deidad y de poderes invisibles sobrenaturales. Nada puede arrancar esas semillas de la Haturaleza humana, pero, en cambio, pueden suscitarse nuevas religiones, por la cultura de ciertos hombres que gozan de reputación a tales efectos. Si advertimos que toda religión instituída se basa, en pri- mer término, sobre la· fe que una multitud tiene en cierta persona, de la cual cree no sólo que es un hombre sabio, y que labora -para procurarles felicidad, sino, también, que es un hombre santo, elegido por Dios para declararle su voluntad por vía sobrenatural, se deduce necesariamente que cuando quienes tienen a su cargo el gobierno de la religión resultan sospechosos en cuanto a su sabiduría, a su sinceridad o a su amor, o cuando se muestran incapaces de producir algún signo manifiesto de la revelación divina, la religión que desean ins- tituir resulta igualmente sospechosa, y si no existe temor al brazo éivil, contradicha y repudiada. Lo que arrebata la reputación de sabiduría a quien ha ins- tituído una religión o a quien añade algo a una religión ya formada, es la imposición de creencias contradictorias. En efec- to, no es posible que las dos partes de una contradicción sean, a la vez, verdaderas: por tanto, ordenar la creencia en cosas contradictorias es una prueba de ignorancia, que el autnr reve- la, desacreditándose en todas las cosas propuestas como re- velación sobrenatural: porque la revelación puede tenerla ~vi­ dentemente sobre cosas que están por encima de .la razón natural, pero nunca en contra de ella. Lo que arrebata la reputación de sinceridad es la reali- zación o enunciación de aquellas cosas que se manifiestan como signos de que la creencia reclamada de otro hombre no es compartida por ellos mismos. Por tal causa, todo cuanto se hace o dice se denomina escandaloso, porque no son sino obstáculos que hacen caer a los hombres en la vía de la reli- gión; tales son la injusticia, la crueldad, la hipocresía, la avaricia y la lujuria. Porque ¿quién creerá que quien hace ordinariamente cosas que tienen uno de esos orígenes, piense que exista algún poder invisible que haya de ser temido y que asuste a los otros por faltas menores? 96 PARTE I DEL HOMBRE CAP. I2 Lo que arrebata la reputación de amor es advertir que se persiguen fines particulares: por ejemplo, cuando la fe que se exige de otros, conduce o parece conducir a la adqui- sición de dominio, ri- [59] quezas, d~gnidad o placer seguro, sólo o especialmente para quien exige. Porque lo que procura beneficio para sí mismo, se juzga realizado para sí propio y no por el amor de los demás. Por último, el testimonio que los hombres pueden rendir de sn vocación divina no puede ser otro sino la realización de milagros, o la auténtica profecía (que es también un mila- gro), o la extraordinaria felicidad. Por consiguiente, sobre los artículos de religión formulados por quien hizo milagros, los añadidos por quien no pru~ba su vocación divina con al- gún hecho milagroso, no logran inspirar una fe mayor que la que la costumbre y la ley de los lugares en que han sido educados, les procura. Porque en las cosas naturales, los hom- bres juiciosos requieren signos sobrenaturales (que son mila- gros), antes de mostrar una Íntima y cordial aquiescencia. Todas esas causas de debilitación de la fe humana apa- recen de modo manifiesto en los ejemplos siguientes. Primero tenemos el ejemplo de los hijos de Israel, los cuales, cuando Moisés, que había probado su vocación divina por medio de milagros y por la feliz conducción de que les hizo objeto al salir de Egipto, se ausentó durante cuarenta días, se rebelaron contra el culto verdadero de Dios, recomendado a ellos por Moisés, e instituyendo *como Dios un becerro de oro, caye- ron en la idolatría de los egipcios, de quienes acababan de ser libertados. Y luego, después de muertos Moisés, Aarón y Josué, y la generación que había visto las grandes obras de Dios en Israel, *surgió otra generación que adoró a Baal. Así que al fallar los milagros falló la fe. En otra ocasión, cuando los hijos de Samuel, *constituí- dos por su padre como jueces en Bersabé, recibieron presentes y e~itieron u~ fallo injusto, el pueblo de Israel rehusó seguir temendo a DlOS por su rey, de modo distinto a como era rey ,de otro pueblo; y por ello exigieron de Samuel que les eligiera un rey tal como lo tenían en otras naciones. Así que, fallando la jll:sticia, falló también la fe, hasta el punto de 97 PARTE 1 DEL HOMBRE CAP. I2 que los israelitas depusieron a su Dios de la soberanía que tenía sobre ellos. Al implantarse la religión cristiana, cesaron los oráculos en todos los lugares del Imperio romano, y creció portentosa- mente, día por día, el número de cristianos, por la predica- ción de los apósteles y evangelistas; una gran parte de este éxito puede atribuirse razonablemente al desprecio que los sacerdotes de los paganos de aquel tiempo habían mereci- do por sus impurezas, por su avaricia y por su condescendencia con los príncipes. Así, también, la religión de la iglesia de Roma fue, por la misma causa, parcialmente abolida en In- glaterra y en algunas otras partes de la cristiandad: en efecto, cuando falla la virtud de los pastores, falla la fe del pueblo. En parte se debió a la introducción de la filosofía y de la doc- trina de Aristóteles en la religión, por los escolásticos, pues de ello se derivaron tales contradicciones y absurdos, que el clero éayó en una reputación de ignorancia y de intención fraudulenta, lo cual hizo que el pueblo propendiera a rebe- larse contra él, bien fuera contra la voluntad de sus propios príncipes, como en Francia y Holanda, o con su aquiescencia, como en Inglaterra. l6o] Por último, entre los puntos declarados por la iglesia de Roma como necesarios para la salvación, existen tantos 'que manifiestamente van en ventaja del Papa y de sus súbditos espirituales que residen en los territorios de otros príncipes cristianos, que si no hubiera sido por la pugna entre tales príncipes, hubieran podido escluir toda autoridad extraña, sin guerra ni perturbaciones, con la misma facilidad que ocu- rrió en Inglaterra. Porque ¿habrá alguien que no advierta a quién beneficia el creer que un rey no tiene su autoridad de Cristo sino cuando un obispo lo corona? ¿Que un rey, si es sacerdote, no puede contraer matrimonÍo? ¿Que si un rey ha nacido o no de un matrimonio legal, es asunto que deba juz- garse por la autoridad de Roma? ¿Que los súbditos puedan verse liberados de su promesa si la Corte de Roma juzgó al rey como hereje? ¿Que un rey, como Chilperico de Francia, pueda ser depuesto por un Papa, como el Papa Zacarías, sin causa alguna, y entregado su reino a uno de sus súbditos? ¿Que el clero secular y regular esté exento, en lo criminal, 98 PARTE 1 DEL HOMBRE CAP. I2 de la jurisdicción de su rey? O ¿no se advertirá en provecho de quién redundan los emolumentos del altar y de las indulgen- cias, con otros signos de interés privado, suficientes para matar la fe más viva, si, como ya he dicho, no estuvieran más sos- tenidos por el poder civil que por la opinión sustentada acerca de la santidad, sabiduría o probidad de sus maestros? Así, puedo atribuir todos los cambios de religión en el mundo a una sola y única causa, es decir, a los sacerdotes inconvenientes, y no sólo entre los católicos sino incluso en esta iglesia que tanto ha presumido de reforma. 99 PARTE 1 DEL HOMBRE CAP. Ij CAPITULO XIII De la CONDICIÓN NATURAL del Género Humano, en lo que Concierne a su Felicidad y su Miseria La Naturaleza ha hecho a los hombres tan iguales en las facultades del cuerpo y del espíritu que, si bien un hombre es, a veces, evidentemente, más fuerte de cuerpo o más sagaz de entendimiento que otro, cuando se considera en conjunto, la diferencia entre hombre y hombre no es tan importante que uno pueda reclamar, a base de ella, para sí mismo, un bene- ficio cualquiera al que otro no pueda aspirar como él. En efecto, por lo que respecta a la fuerza corporal, el más débil tiene bastante fuerza para matar al más fuerte, ya sea me- diante secretas maquinaciones o confederándose con otro que se halle en el mismo peligro que él se encuentra. En cuanto a las facultades mentales (si se prescinde de las artes fundadas sobre las palabras, y, en particular, de la destreza en actuar según reglas generales e infalibles, lo que se llama ciencia, arte que pocos tienen, y aun éstos en muy pocas cosas, ya que no se trata de una facultad innata, o na- cida con nosotros, ni alcanzada, como la prudencia, mientras perseguimos algo distinto) yo encuentro aún una igualdad más grande, entre los hombres, que en lo referente a la fuerza. Porque la prudencia no es sino experiencia; cosa que todos los hombres alcanzan por igual, en tiempos iguales, y en [61] aquellas cosas·a las cuales se consagran por igual. Lo que acaso puede hacer increíble tal igualdad, no es sino un vano concepto de la propia sabiduría, que la mayor parte de los hombres piensan poseer en más alto grado que el común de las gentes, es decir, que todos los hombres con excepción de ellos mis- mos y de unos pocos más a quienes reconocen su valía, ya sea por la fama de que gozan o por la coincidencia con ellos mismos. Tal es, en efecta, la naturaleza de los hombres que 100 PARTE I DEL HOMBRE CA.P. I3 si bien reconocen que otros son más sagaces, más elocuentes o más cultos, difícilmente llegan a creer que haya muchos tan sabios como ellos mismos, ya que cada uno ve su propio talento a la mano, y el de los demás hombres a distancia. Pero esto es lo que mejor prueba que los hombres son en este punto más bien iguales que desiguales. No hay, en efecto y de or- dinario, un signo más claro de distribución igual de una cosa, que el hecho de que ada hombre esté satisfecho con la por- ción que le corresponde. De esta igualdad en cuanto a la capacidad se deriva la igualdad de esperanza respecto a la consecución de nuestros fines. Esta es la causa de que si dos hombres desean la misma cosa, y en modo alguno pueden disfrutar la ambos, se vuelven enemigos, y en el camino que conduce al fin (que es, princi- palmente, su propia conservación y a veces su delectación tan sólo) tratan de aniquilarse o so juzgarse uno a otro. De aquí que un agresor no teme otra cosa que el poder singular de otro hombre; si alguien planta, siembra, construye o posee un lugar conveniente, cabe probablemente esperar que vengan otros, con sus fuerzas unidas, para desposeerle y privarle, no sólo del fruto de su trabajo, sino también de su vida o de su libertad. Y el invasor, a su vez, se encuentra en el mismo peligro con respecto a otros. Dada esta situación de desconfianza mutua, ningún pro~e­ dimiento tan razonable existe para que un hombre se proteja a sí mismo, como la anticipación, es decir, el dominar por medio de la fuerza o por la astucia o todos los hombres que pueda, durante el tiempo preciso, hasta que ningún otro poder sea capaz de amenazarle. Esto no es otra cosa sino lo que requiere su propia conserv.ación, y es generalmente permitido. Como algunos se complacen en contemplar su propio poder en los actos de conquista, prosiguiéndolos más allá de lo que su seguridad requiere, otros, que en diferentes circunstancias serían felices manteniéndose dentro de límites modestos, si no aumentan su fuerza por medio de la invasión, no podrán sub- 'sistir, durante mucho tiempo, si se sitúan solamente en plan defensivo. Por consiguiente siendo necesario, para la conser- vación de un hombre, aumentar su dominio sobre los seme- jantes, se le debe permitir también. 101 PARTE 1 DEL HOMBRE CAP. I3 Además, los hombres no experimentan placer ninguno (si- no, por el contrario, un gran desagrado) reuniéndose, cuando no existe un poder capaz de imponerse a todos ellos. En efecto cada hombre considera que su compañero debe valorarlo de! mismo modo que él se v,alora a sí mismo. Y en presencia de todos los signos de desprecio ú subestimación, procura natu- ralmente, en la medida en que puede atreverse a ello (lo que entre quienes no reconocen ningún poder común que los sujete, es suficiente para hacer que se destruyan uno a otro), arran- car una mayor estimación de sus contendientes, infligiéndoles algún daño, y de los demás por el ejemplo. Así hallamos en la naturaleza del hombre tres causas prin- cipales de discordia. Primera, la competencia; segunda, la des- confianza; tercera, la gloria. [62] La primera causa impulsa a los hombres a atacarse para lograr un beneficio; la segund.l, para lograr seguridad; la ter- cera, para ganar reputación. La primera hace uso de la violencia para convertirse en dueña de las personas, mujeres, niños y ganados de otros hombres; la segunda, para defenderlos; la tercera, recurre a la fuerza por motivos insignificantes, como una palabra, una sonrisa, una opinión distinta, como cualquier otro signo de subestimación, ya sea directamente en sus per- sonas o de modo indirecto en su descendencia, en sus amigos, en su nación, en su profesión o en su apellido. Con todo ello es manifiesto que durante el tiempo en que los hombres viven sin un poder común que los atemorice a todos, se hallan en la condición o estado que se denomina guerra; una guerra tal que es la de todos contra todos. Pprque la GUERRA no consiste solamente en batallar, en el acto de lu- char, sino que se da durante el lapso de tiempo en que la voluntad de luchar se manifiesta de modo suficiente. Por ello la noción del tiempo debe ser tenida en cuenta respecto a la naturaleza de la guerra, como respecto a la naturaleza del clima. En efecto, así como la naturaleza del mal tiempo no radica en uno o dos chubascos, sino en la propensión a llover durante varios días, así la naturaleza de la. guerra consiste no ya en la lucha actual, sino en la disposición manifiesta a ella durante todo el tiempo en que no hay seguridad de lo contrario. Todo el tiempo restante es de paz. 102 PARTE II DEL ESTADO CAP. 30 Por consiguiente, todo aquello que es consustancial a un tiempo de guerra, durante el cual cada hombre es enemigo de los demás, es natural también en el tiempo en que los hombres viven sin otra seguridad que la que su propia fuerza y su propia invención pueden proporcionarles. En una situación semejante no existe oportunidad para la industria, ya que su fruto es incierto; por consiguiente no hay cultivo de la tierra, ni navegación, ni uso de los artículos que pueden ser importados por mar, ni construcciones confortables, ni instrumentos para mover y remover las cosas que requieren mucha fuerza, ni conocimiento de la faz de la tierra, ni cómputo del tiempo, ni artes, ni letras, ni sociedad; y lo que es peor de todo, existe continuo temor y peligro de muerte violenta; y la vida del hombre es solitaria, pobre, tosca, embrutecida y -breve. A quien no pondere estas cosas puede parecerle extraño que la Naturaleza venga a disociar y haga a los hombres aptos para invadir y destruirse mutuamente; y puedé ocurrir que no confiando en esta inferencia basada en las pasiones, desee, acaso, verla confirmada por la experiencia. Haced, pues, que se con- sidere a sí mismo; cuando emprende una jornada, se procura armas y trata de ir bien acompañado; cuando va a dormir cierra las puertas; cuando se halla en su propia casa, echa la llave a sus arcas; y todo esto aun sabiendo que existen leyes y fun- cionarios públicos armados para vengar todos los daños que le hagan. ¿Qué opinión tiene, así, de sus conciudadanos, cuando cabalga armado; de sus vecinos, cuando cierra sus puertas; de sus hijos y sirvientes, cuando cierra sus arcas? ¿No significa esto acusar a la humanidad con sus actos, como yo lo hago con mis palabras? Ahora bien, ninguno de nosotros acusa con ello a la naturaleza humana. Los deseos y otras pasiones del hombre no son pecados, en sí mismos; tampoco lo son los actos que de las pasiones proceden hasta que consta que una ley las prohibe: que los hombres no pueden conocer las leyes antes de que sean hechas, ni puede hacerse una ley hasta que los hombres se pongan de acuerdo con respecto a la persona que debe promulgarla. [63] Acaso puede pensarse que nunca existió un tiempo o con- dición en que se diera una guerra semejante, y, en efecto, yo creo que nunca ocurrió generalmente así, en el mundo entero; 103 PARTE I DEL HOMBRE CAP. 13 pero existen varios lugares donde viven ahora de ese modo. Los pueblos salvajes en varias comarcas de América, si se exceptúa el régimen de pequeñas familias cuya concordia depende de la concupiscencia natural, carecen de gobierno en absoluto, y viven actualmente en ese estado bestial a que me he referido. De cualquier modo que sea, puede percibirse cuál será el género de vida cuando no exista un poder común que temer, pues el régimen de vida de los hombres que antes vivían bajo un go- biernó pacífico, suele degenerar en una guerra civil. Ahora bien, aunque nunca existió un tiempo en que los hombres particulares se hallaran en una situación de guerra de uno contra otro, en todas las épocas, los reyes y personas re- vestidas con autoridad soberana, celosos de su independencia, se hallan en estado de continua enemistad, en la situación y postur~ de los gladiadores, con las armas asestadas y los ojos fijos uno en otro. Es decir, con sus fuertes guarniciones y ca- ñones en guardia en las fronteras de sus reinos, con espías entre sus vecinos, todo lo cual implica úna actitud de guerra. Pero como a la vez defienden también la industria de sus súbditos, no resulta de esto aquella miseria que acompaña a la libertad de los hombres particulares. En esta guerra de todos contra todos, se da una consecuen- cia: que nada puede ser injusto. Las nociones de derecho e ile- galidad, justicia e injusticia están fuera de lugar. Donde no hay poder común, la ley no existe: donde no hay ley, no hay justicia. En la guerra, la fuerza y el fraude son las dos virtu- des cardinales. Justicia e injusticia, no son facultades ni del cuerpo ni del espíritu. Si lo fueran, podrían darse en un hombre que estuviera solo en el mundo, lo mismo que se dan sus sen- saciones y pasiones. Son, aquéllas, cualidades que se refieren al hombre en sociedad, no en estado solitario. Es natural también que en dicha condición no existan propiedad ni dominio, ni distinción entre tuyo y mio; sólo pertenece a cada uno lo que puede tomar, y sólo en tanto que puede conservarlo. Todo elb puede afirmarse de esa miserable condición en que el hombre se encuentra por obra de la simple naturalez~, si bien tiene una cierta posibilidad de superar ese estado, en parte por sus pasiones, en parte por su razó:1. 104 PARTE I DEL HOMBRE CAP. I j Las pasiones que inclinan a los hombres a la paz son el temor a la muerte, el deseo de las cosas que son necesarias para una vida confortable, y la esperanza de obtenerlas por medio del trabajo. La razón sugiere adecuadas normas de paz, a las cuales pueden llegar los hombres por mutuo consenso. Estas normas son las que, por otra parte, se llaman leyes de naturaleza: a. ellas voy a referirme, más particularmente, en los dos capítulos siguientes. [64] 105 PARTE I DEL HOMBRE CAP. 14 CAPITULO XIV De la Primera y de la Segunda LEYES NATURALES, Y de los CONTRATOS EJ DERECHO DE NATURALEZA, lo que los escritores llaman comúnmente jus naturale, es la libertad que cada hombre tiene de usar su propio poder como quiera, para la conservación de su propia naturaleza, es decir, de su propia vida; y por consi- guiente, para hacer todo aquello que su propio juicio y razón considere como los medios más aptos para lograr ese fin. Por" LIBERTAD se entiende, de acuerdo con el significado propio de la palabra, la ausencia de impedimentos externos, impedimentos que con frecuencia reducen parte del poder que un hombre tiene de hacer lo que quiere; pero no pueden impe- dirle que use el poder que le resta, de acuerdo con lo que ~u juicio y razón le dicten. l/Ley de naturaleza (lex naturalis) es un precepto o norma general, establecida por la razón, en virtud de la cual se pro- hibe a un hombre hacer lo que puede destruir su vida o pri- varle de los medios de conservarlai; o bien, omitir aquello mediante lo cual piensa que pueda quedar su vida mejor preservada. Aunque quienes se ocupan de estas cuestiones acostumbran confundir jus y lex, derecho y ley, precisa distinguir esos términos, porque el DERECH o consiste en la li- bertad de hacer o de omitir, mientras que la LEY determina y obliga a una de esas dos cosas. Así, la ley y el derecho difieren tanto como la obligación y la libertad, que son incom- patibles cuando se refieren a una misma materia. La condición del hombre (tal como se ha manifestado en el capítulo precedente) es una condición de guerra de todos contra todos, en la cual cada uno está gobernado por su propia razón, no existiendo nada, de lo que pueda hacer uso, que no le sirva de instrumento para proteger su vida contra sus 106 PARTE 1 DEL HOMBRE CAP. I4 enemigos. De aquí se sigue que, en semejante condición, cada hombre tiene derecho a hacer cualquiera cosa, incluso en el cuerpo de los demás. Y, por consiguiente, mientras persiste ese derecho natural de cada uno con respecto a todas las cosas, no puede haber seguridad para nadie (por fuerte o sabio que sea) de existir durante todo el tiempo que ordinariamente la Naturaleza permite vivir a los hombres. De aquí resulta un precepto o regla general de la razón, en virtud de la cual¡ cada hombre debe esforzarse por la paz, mientras tiene la esperanza de lograrla; y cuando no puede obtenerla, debe buscar y utilizar todas 'las ayudas y ventajas de la guerra. La primera fase de esta regla contiene la ley primera y funda- mental de naturaleza, a saber: buscar la paz y seguirla. La segunda, la suma del derecho de naturaleza, es decir: defen- dernos a nosotros mismos, por todos los medios posibles. De esta ley fundamental de naturaleza, mediante la cual se ordena a los hombres que tiendan hacia la paz, se deriva esta segunda ley: que uno acceda, si los demás consienten también, y mientras se considere necesario para la paz. y [65] defensa de sí mismo, a renunciar este derecho a todas las cosas y a satisfacerse con la misma libertad, frente a los demás hombres, que les sea concedida a los demás con respecto a él mismo. En efecto, mientras uno mantenga su derecho de hacer cuanto le agrade, los hombres se encuentran en situación de guerra. y si los demás no quieren renunciar a ese derecho como él, no existe razón para que nadie se despoje de dicha atribución, porque ello más bien que disponerse a la paz significaría ofre- cerse a sí mismo como presa (a lo que no está obligado ningún hombre). Tal es la ley del Evangelio: Lo que pretendais que los demás os hagan a vosotros, hacedlo vosotros a ellos. Y esta otra ley de la humanidad entera: Quod tibi fieri non vis, alter; ne feceris. [Renunciar un derecho a cierta cosa es despojarse a sí mismo de la libertad de impedir a otro el beneficio del propio derecho a la cosa en cuestión.\En efecto, quien renuncia v abandona su derecho, no da a otro hombre un derecho que este último hombre no tuviera antes. No hay nada a que un hombre no tenga· derecho por naturaleza: solamente se aparta del camino de otro para que éste pueda gozar de su propio 1°7 PARTE 1 DEL HOMBRE CAP. 14 derecho original sin obstáculo suyo, y sin impedimento ajeno. Así que el efecto causado a otro hombre por la renuncia al derecho de.. alguien, es, en éierto modo, disminución de los impedimentos para el uso de su propio derecho originario. Se abandona un derecho bien sea por simple renunciación o por transferencia a otra persona. Por simple renunciación cuando el cedente no se preocupa de la persona beneficiada por su renuncia. Por TRANSFERENCIA cuando desea que el be- neficio recaiga en una o varias personas determinadas. Cuando una persona ha abandonado o transferido su derecho por cual- quiera de estos dos modos, dícese que está OBLIGADO o LIGADO a no impedir el beneficio resultante a aquel a quien se con- cede o abandona el derecho. Debe aquél, y es su deber, no hacer nulo por su voluntad este acto. Si el impedimento so- breviene, prodúcese INJUSTICIA o INJURIA, puesto que es sine jure, ya que el derecho se renunció o transfirió anteriormente. Así que la injuria o injusticia, en las controversias terrenales, es algo semejante a lo que en las disputas de los escolásticos se llamaba absurdo. Considérase, en ef~cto, absurdo al hecho de contradecir lo que uno mantenía inicialmente: aSÍ, también, en el mundo se denomina injusticia e injuria al hecho de omitir voluntariamente aquello que en un principio voluntariamente se hubiera hecho. El procedimiento mediante el cual alguien renuncia o transfiere simplemente su derecho es una declara- ción o expresión, mediante signo voluntario y suficiente, de que hace esa renuncia o transferencia, o de que ha renunciado o transferido la cosa a quien la acepta. Estos signos son o bien meras palabras o simples acciones; o (como a menudo ocurre) las dos cosas, acciones y palabras. U nas y otras cosas son los LAZOS por medio de los cuales los hombres se sujetan y obli- gan: lazos cuya fuerza no estriba en su propia naturaleza (porque nada se rompe tan fácilmente como la palabra de un ser humano), .sino en el temor de alguna mala consecuencia resultante de la ruptura. Cuando alguien t'ransfiere su derecho, o renuncia a él, lo hace en consideración a cierto derecho que recíprocamente le ha sido transferido, [66] o por algún otro bien que de ello espera. Trátase, en efecto, de un acto voluntario, y el objeto de los actos voluntarios de cualquier hombre es algún J08 PARTE 1 DEL HOMBRE CAP. I4 bien para sí mismo. Existen, aSÍ, ciertos derechos, que a nadie puede atribuirse haberlos abandonado o transferido por medio de palabras u otros signos. En primer término, por ejemplo, un hombre no puede renunciar al derecho de resistir a quien le asalta por la fuerza para arrancarle la vida, ya que es ín- comprensible que de ello pueda derivarse bien alguno para el interesado. Lo mismo puede decirse de las lesiones, la es- clavitud y el encarcelamiento, pues no hay beneficio subsi- guiente 3. esa tolerancia, ya que nadie sufrirá con pacien- cia ser herido o aprisionado por otro, aun sin contac con que nadie puede decir, cuando ve que otros proceden contra él por medios violentos, si se proponen o no darle muerte. En definitiva, el motivo y fin por el cual se establece esta renuncia y transferencia de derecho no es otro sino la seguri- dad de una persona humana, en su vida, y en los modo" de conservar ésta en forma que no sea gravosa. Por consiguiente, si un hombre, mediante palabras u otros signos, parece opo- nerse al fin que dichos signos manifiestan, no debe suponerse que así se lo proponía o que tal era su voluntad, sino que ignoraba cómo debían interpretarse tales palabras y acciones. La mutua transferencia de derechos es lo que los hombres llaman CONTRATO. Existe una diferencia entre transferencia del derecho a la cosa, y transferen.:ia o tradición, es decir, entrega de la cosa misma. En efecto, la cosa puede ser entregada a la vez que se transfiere el derecho, como cuando se compra y vende con di- nero contante y sonante, o se cambian bienes o tierras. Tam- bién puede ser entregada la cosa algún tiempo después. Por otro lado, uno de los contratantes, a su vez, puede entregar la cosa convenida y dejar que el otro realice su prestación después de transcurrido un tiempo determinado, durante el cual confía en él. Entonces, respecto del primero, el contrato se llama PACTO o CONVENIO. O bien ambas partes pueden contratar ahora para cumplir después: en tales casos, como a quien ha de cumplir una obligación en tiempo venidero se le otorga un crédito, su cumplimiento se llama cbservancia de promesa, o fe; y la falta de cumplimiento, cuando es vo- luntaria, violación de fe. Cuando la transferencia de derecho no es mutua, sino que I09 PARTE 1 DEL HOMBRE CAP. 14 una de las partes transfiere, con la esperanza de ganar con ello la amistad o el servicio de otra, o de sus amigos; o con la esperanza de ganar reputación de persona caritativa o mag- nánima; o para liberar su ánimo de la pena de la compasión, o con la esperanza de una recompensa en el cielo, entonces no se trata de un contrato, sino de DONACIÓN, LIBERALIDAD o GRACIA: todas estas palabras significan una y la misma cosa. Los signos del contrato son o bien expresos o por inferen- cja. Son signos expresos las palabras enunciadas con la inte- ligencia de lo que significan. Tales palabras son o bien de tiempo presente o pasado, como yo doy, yo otorgo, yo he da- do, yo he otorgado, yo quiero que estE) sea tuyo; o de car1cter futuro, como yo daré, yo otorgaré: estas palabras de carác- ter futuro entrañan una PROMESA. Los signos por inferencia son, a veces, consecuencia de las palabras, [67] a veces consecuencia del silencio, a veces con- secuencia de acciones, a veces consecuencia de abstenerse de una acción. En .t érminos generales, en cualquier contrato un signo por inferencia es todo aquello que dé modo suficiente arguye la voluntad del contratante. Las simples palabras, cuando se refieren al tiempo venide- ro y contienen una mera promesa, son un signo insuficiente de liberalidad y, por tanto, no son obligatorias. En efecto, si se refieren al tiempo venidero, como: Mañana daré, son un signo de que no he dado aún, y, por consiguiente, de que mi derecho no ha sido transferido, sino que se mantiene hasta que lo transfiera por algún otro acto. Pero si las palabras hacen relación al tiempo presente o pasado, como: Yo he dado o doy para entregar mañana, entonces mi derecho de mañana se cede hoy, y esto ocurre por virtud de las palabras, aunque no existe otro argumento de mi voluntad. Y existe una gran diferencia entre la significación de estas frases: Volo hoc tuum esse eras, y Gras daba; es decir, entre Yo quiero que esto se,,¡ tuyo ma- ñana y Yate lo daré mañana. Porque la frase Yo quiero, en la primera expresión, significa Un acto de voluntad presente, mientras que en la última significa la promesa de un acto de voluntad, venidero. En consecuencia, las primeras palabras son de presente, pero transfieren un derecho futuro; las .últimas son de futuro, pero nada transfieren. Ahora bien, si, además 110 PARTE 1 DEL HOMBRE . CAP. I4 de las palabras, existen otros signos de la voluntad de trans- ferir un derecho, entonces, aunque la donación sea libre, puede considerarse otorgada por palabras de futuro. Si una persona ofrece un premio para el primero que llegue a una determi- nada meta, · la donación es libre, y aunque las palabras se re- fieran al futuro, el derecho se transfiere, porque si el inte- resado no quisiera que sus palabras se entendiesen de ese modo, no las hubiera enunciado así. En los contratos transfiérese el derecho 110 sólo cuandó las palabras son de tiempo presente o pasado, sino cuando per- tenecen al futuro, porque todo contrato es mutua traslación o cambio de derecho. Por consiguiente, quien se limita a pro- meter, porque ha recibido ya el beneficio de aquel a quien promete, debe considerarse que accede a transferir el derecho si su propósito hubiera sido que sus palabras se comprendiesen de modo diverso, el otro no hubiera efectuado previamente su prestación. Por esta causa en la compra y en la venta, y en otros actos contractuales, una promesa es 'equivalente a un pacto, y tal razón es obligatoria. Decimos" que quien cumple primero un contrato MERECE lo que ha de recibir en virtud del cumplimiento dd contrato por su partenario, recibiendo ese cumplimiento como algo de- bido. Cuando se ofrece a varios un premio, para entregarlo solamente al ganador, o se arrojan monedas en un grupo, para que de ellas se aproveche quien las coja, entonces se trata de una liberalidad, y el hecho de ganar o de tomar las re- feridas cosas, es merecerlas y tenerlas como COSA DEBIDA, por- que el derecho se transfiere al proponer el premio o al arrojar las monedas, aunque no quede determinado el beneficiario, sino cuando el certamen se realiza. Pero entre estas dos clases de mérito existe la diferencia de que en el contrato yo merezco en virtud de mi propia aptitud, y de la necesidad de los con- tratantes, mientras que en el caso de la liberalidad, mi mérito solamente deriva de la generosidad del donante. En el con- trato yo merezco de los contratantes que se despojen de su derecho [68] mientras que en el caso de la donación yo no merezco que el donante renuncie a su derecho, sino que, una vez desposeído de él, ese derecho sea mío, más hien que de otros. Tal me parece ser el significado de la distinción esco- 11 1 PARTE 1 DEL HOMBRE CAP. I4 lástica entre mcritum congrui y mcritum condigni. En efecto, habiendo prometido la Omnipotencia divina el Paraíso a aque- llos hombres (cegados por los deseos carnales) que pueden pa- sar por este mundo de acuerdo con los preceptos y limitaciones prescri tos por Él, dícese que quienes así proceden merecen el Paraíso ex congruo. Pero como nadie puede demandar un derecho a ello por su propia rectitud o por algún poder que en sí mismo posea, sino, solamente, por la libre gracia de Dios, se afirma que nadie puede merecer el Paraíso ex condig- no. Tal creo que es el significado de esa distinción; pero como los que sobre ello discuten no están de acuerdo acerca de la significación de sus propios términos técnicos, sino en cuanto les son útiles, no afirmaría yo nada a base de tales significados. Sólo una cosa puedo decir: cuando un don se entrega definitivamente como premio a disputar, quien gana puede reclamarlo, y merece el premio, como cosa debida. Cuando se hace un pacto en que las partes no llegan a su cumplimiento en el momento presente, sino que confían una en otra, en la condición de mera naturaleza (que es una situación de guerra de todos contra todos) cualquiera sospecha razonable es motivo de nulidad. Pero cuando existe un poder común sobre ambos contratantes, con derecho y fuerza sufi- ciente para obligar al cumplimiento, el pacto no es nulo. En efecto, quien cumple primero no tiene seguridad de que el otro cumplirá después, ya que los lazos de las palabras son de- masiado débiles para refrenar la ambición humana, la avaricia, la cólera y otras pasiones de los hombres, si éstos no sienten el temor de un poder coercitivo; poder que no cabe suponer exis- tente en la condiciQn de mera naturaleza, en que todos los hombres son iguales y jueces de la rectitud de sus propios temores. Por ello quien cumple primero se confía a su amigo, contrariamente al derecho, que nunca debió abandonar, de de- fender su vida y sus medios de subsistencia. Pero en un Estado civil donde existe un poder apto para constreñir a quienes, de otro modo, violarían su palabra, dicho temor ya no es razonable, y por tal razón quien en virtud del pacto viene obligado a cumplir primero, tiene el deber de hacerlo asÍ. II2 PARTE 1 DEL HOMBRE CAP. I4 La causa del temor que invalida semejante pacto, debe ser, siempre, algo que emana del pacto establecido, como algún hecho nuevo u otro signo de la voluntad de no cumplir: en ningún otro caso puede considerarse nulo el pacto. En efecto, lo que no puede impedir a un hombre prometer, no puede ad- mitirse que sea un obstáculo para cumplir. Quien transfiere un derecho transfiere los medios de dis- frutar de él, mientras está bajo sU dominio. Quien vende una tierra, se comprende que cede la hierba y cuanto crece sobre aquélla. Quien vende un molino no puede desviar la corriente que lo mueve. Quienes dan a un hombre el derecho de go- bernar, en plena soberánía, se comprende que le transfieren el derecho de recaudar impuestos para mantener un ejército, y de pagar magistrados para la administración de justicia. E::; imposible hacer pactos con las bestias, porque c060 no comprenden nuestro lenguaje, no entienden ni aceptan ninguna [69] traslación de derecho, ni pueden transferir un derecho a otro: por ello no hay pacto, sin excepción alguna. Hacer pactos con Dios es imposible, a no ser por media- ción de aquellos con quienes Dios habla, ya sea por revelación sobrenatural o por quienes en su nombre gobiernan: de otro modo no sabríamos si nuestros pactos han sido o no aceptados. En consecuencia, quienes hacen voto de alguna cosa contraria a una ley de naturaleza, lo hacen en vano, como que es injus- to libertarse con votos semejantes. Y si alguna cosa es orde- nada por la ley de naturaleza, lo que obliga no es el voto, sino la ley. La materia u objeto d~ un pacto es, siempre, algo sometido a deliberación (en efecto, el pacto es un acto de la voluntad, es decir, un acto --el último acto- de deliberación); así se comprende que sea siempre algo venidero que se juzga posible de realizar por quien pacta. En consecuencia, prometer lo que se sabe que es imposible, no es pacto. Pero si se prueba ulteriormente como imposi- ble algo que se consideró como posible en un principio, el pacto es válido y obliga (si no a la cosa misma, por lo menos a su valor); o, si esto es imposible, a la obligación manifiesta de cumplir tanto como sea posible; porque nadie está obligado a más. 11.1 PARTE 1 DEL HOMBRE CAP. 14 De dos maneras quedan los hombres liberados de sus pac- tos: por cumplimiento o por remisión de los mismos. El cumplimiento es el fin natural de la obligación; la remisión es la restitución de la libertad, puesto que consiste en una re- transferencia del derecho en que la obligación consiste. Los pactos estipulados por temor, en la condición de mera naturaleza, son obligatorios. Por ejemplo, si yo pacto el pago de un rescate por ver conservada mi vida por un enemigo, quedo ,obligado por ello. En efecto, se trata de un pacto en que uno recibe el beneficio de la vida; el otro contratante i-ecibe dinero o prestaciones, a cambio de ello; por consiguiente, dowle (como ocurre en la condición de naturaleza pura y simple) no existe otra ley que prohiba el cumplimiento, el pacto es válido. Por esta causa los prisioneros de guerra que se comprometen al pago de su rescate, están obligados a abo- narlo. Y si un príncipe débil hace una paz desventajosa con otro más fuerte, por temor a él, se obliga a respetarla, a menos (como antes ya hemos dicho) que surja algún nuevo motivo de temor para renovar la guerra. Incluso en los Estados, si yo me viese forzado a librarme de un ladrón prometiéndole dinero, estaría obligado a pagarle, a menos que la Ley civil me exonerara de ello. Porque todo (uanto yo puedo hacer legalmente sin obligación, puedo estipularlo también legal- mente por miedo; y lo que yo legalmente estipule, legalmente no puedo quebrantarlo. Un pacto anterior anula otro ulterior. En efecto, cuando , uno ha transferido su derecho a una persona en el día de hoy, no puede transferirlo a otra, mañana; por consiguiente, la úl- tima promesa no se efectúa conforme a derecho; es decir, es nula. U n pacto de no defenderme a mí mismo con la fuerza contra la fuerza, es siempre nulo, pues, tal como he mani- festado anteriormente, ningún hombre puede transferir o des- pojarse de su derecho de protegerse a sí mismo de la muerte, las lesiones o el encarcelamiento. El anhelo de evitar esos males es la única finalidad de despojarse [70] de un derecho, y, por consiguiente, la promesa de no resistir a la fuerza no trans- fiere derecho alguno, ni es obligatoria en ningún pacto. En II4 PARTE 1 DEL HOMBRE CAP.I4 efecto, aunque un hombre pueda pactar lo siguiente: Si no hago esto o aquello, matadme; no puede pactar esto otro: Si no hago esto o aquello, no resistiré. cuando vengais a ma- tarme. El hombre escoge por naturaleza el mal menor, que es el peligro de muerte que hay en la resistencia, con prefé- rencia a otro peligro más grande, el de una muerte presente y cierta, si no resiste. Y la certidumbre de ello está reconocida por todos, del mismo modo que se conduce a los criminales a la prisión y a la ejecución, entre hombres armados, a pesar de que tales criminales han reconocido la ley que les condena. Por la misma razón es inválido un pacto para acusarse a sí mismo, sin garantía de perdón. En efecto, es condición de naturaleza que cuando un h'ombre es juez no existe lugar para la acusación. En el Estado Civil, la acusación va seguida del castigo, y, siendo fuerza, nadie está obligado a tolerarlo sin resistencia. Otro tanto puede asegurarse respecto de la acusación de aquellos por cuya condena queqa un hombre en la miseria, como, por ejemplo, por la acusación de un padre, esposa o bienhechor. En efecto, el testimonio de semejante acusador, cuando no ha sido dado voluntariamente, se pre- sume que está corrompido por naturaleza, y, como tal, no es admisible: en consecuencia, cuando no se ha de prestar crédito al testimonio de un hombre, éste no está obligado a darlo. Así, las acusaciones arrancadas por medio de tortura no se reputan como testimonios. La tortura sólo puede usarse como medio de conjetura y esclarecimiento en un ulterior examen y busca de la verdad. Lo que en tal caso se confiesa tiende, sólo, a aliviar al torturado, no a informar a los torturadores: por consiguiente, no puede tener el crédito de un testimonio suficiente. En efecto, quien se entrega a sí mismo como resul- tado de una acusación, verdadera o falsa, lo hace para tener el derecho de conservar su propia vida. Como la fuerza de las palabras, débiles --como antes ad- vertí- para mantener a lt's- hombres en -el cumplimiento de sus pactos, es muy pequeña, existen en la naturaleza huma-na dos elementos auxiliares que cabe imaginar para robustecerla. Unos temen las consecuencias de quebrantar su palabra, o sien- ten la gloria u orgullo de serles innecesario faltar a ella. Este último caso implica una generosidad que raramente se encuen- 115 PARTE 1 DEL HOMBRE CAP. I4 tra, en particular en quienes codician riquezas, mando o pla- ceres sensuales; y ellos son la mayor parte dd género humano. La pasión que mueve esos sentimientos es el miedo, sentido hacia dos objetos generales: uno, el poder de los espíritus invisibles; otro, el poder de los hombres a quienes con ello se perjudica. De estos dos poderes, aunque el primero sea más grande, el temor que inspira el último es, comúnmente, mayor. El temor del primero es, en cada ser humano; su pro- pia religión, implantada en la naturaleza del hombre antes que la sociedad civil. Con el último no ocurre así, o, por lo menos, 110 es motivo bastante para imponer a los hombres el cumpli- miento de sus promesas, porque en la condición de mera na- turaleza, la desigualdad del poder no se discierne sino en la eventualidad de la lucha. ASÍ, en el tiempo anterior a la sociedad civil J o en la interrupción que ésta sufre por causa de guerra, nada puede robustecer Un conv~nio de paz, esti- pulado contra las tentaciones de la avaricia, de la ambición, de las pasiones o de otros poderosos deseos, sino el temor de este poder invisible al que todos veneran como a Un dios, y al que todos temen como vengador de su perfidia. Por con- siguiente, todo cuanto puede hacerse [71] entre dos hombres que no están sujetos al poder civil, es inducirse uno a otro a jurar por el Dios que temen. Este JURAMENTO es una ff)rma de expresión, agregada a una promesa por medio de la cual quien promete significa que, en el caso de no cumplir, re- nuncia a la gracia de su Dios, y pide que sobre él recaiga su venganz.a. La forma del juramento pagano era ésta: Que Jú- piter me mate, como yo mato a este animal. Nuestra forma es ésta: Si hago esto y aquello, válgame Dios. Y así, por los ritos y ceremonias que cada uno usa en su propia religión, el temor de quebrantar la fe puede hacerse más grande. De aquÍ se deduce que un juramento efectuado según otra forma o rito, es vano para quien jura, y no es juramento. Y no puede jurarse por cosa alguna si el que jura no piensa en Dios. Porque aunque, a veces, los hombres suelen jurar por sus reyes, movidos por temor o adulación, con ello no dan a entender sino que les atribuyen honor divino. Por otro lado, jurar por Dios, innecesariamente, no es sino profanar su nOffi- be,::; y jurar por otras cosas, como los hombres hacen habi- 116 PlIR2'E 1 DEL HOMBRE CAP. t 4 tualrn¡~,Lr: e~ ~us coloquios, no es jurar, sino practicar una impía cosmmbre, fomentada por el exceso de vehemencia en la conversación. De aquí se infiere que el juramento nada añade a la obli- gación. En efecto, cuando un pacto es legal, obliga ante los ojos de Dios, lo mismo sin juramento que con él: cuando es ilegal, no obliga en absoluto, aunque esté confirmado por un juramento. PARTE 1 DEL HOMBRE CAP. IS CAPITULO XV De Otras Leyes de Naturaleza De esta ley de Naturaleza, según la cual estamos obligados a transferir a otros aquellos derechos que, retenidos, pertur- ban la paz de la humanidad, se deduce una tercera ley, a saber: Que los hombres cumplan los pactos que hal1 celebrado. Sin ello, los pactos son vanos, y no contienen sino palabras vacías, y subsistiendo el derec1;lo de todos los hombres a todas las cosas, seguimos hallándonos en situación de guerra. En esta ley de naturaleza consiste la fuente y origen de la JUSTICIA. En efecto, donde no ha existido un pacto, no se ha transferido ningún derecho, y todos los hombres tienen dere- cho a todas las cosas: por tanto, ninguna acción puede ser in- justa. Pero cuando se ha hecho un pacto, romperlo es injusto. La definición de INJUSTICIA no es otra sino ésta: el incumpli- miento de un pacto. En consecuencia, lo que no es injusto es justo. Ahora bien, como los pactos de mutua confianza, cuando existe el temor de un incumplimiento por una cualquiera de las partes (como hemos dicho en el cap'ítulo anterior), son nulos, aunque el origen de la justicia sea la estipulación de pactos, no puede haber actualmente injusticia hasta que se elimine la causa de tal temor, cosa que no puede hacerse mientras los hombres se encuentran en la condición natural de guerra. Por tanto, antes de que puedan tener un adecuado lugar las denominaciones de justo e injusto, debe existir un po- der coercitivo que compela a los hombres, igualmente, al cum- plimiento de sus pactos, por el temor de algún castigo más grande que el beneficio que esperan [72] del quebrantamiento de su compromiso, y de otra parte para robustecer esa pro- piedad que adquieren los hombres por mutuo contrato, en recompensa del derecho universal que abandonan: tal poder 110 existe antes de erigirse el Estado. Eso mismo puede dedu- 118 PARTE 1 DEL HOMBRE CAP. IS deducirse, también, de la definición que de la justicia hacen los escolásticos cuando dicen que la justicia es la 'Uolun- tad constante de dar a cada uno lo suyo. Por tanto, donde no hay suyo, es decir, donde no hay propiedad, no hay injusti- cia; y donde no se ha erigido un poder coercitivo, es decir, donde no existe un Estado, no hay propiedad. Todos los hom- bres tienen derecho a todas las cosas, y por tanto donde no hay Estado) nada es injusto. Así, que la naturaleza de la justicia consiste en la observancia de pactos válidos: ahora bien, la validez de los pactos no comienza sino con la constitución de un poder civil suficiente para compeler a los hombres a obser- varlos. Es entonces, también, cuando comienza la propiedad. Los necios tienen la convicción Íntima de que no existe esa cosa que se llama justicia, y, a veces, lo expresan también paladinamente, alegando con toda seriedad que estando \ enco- mendada la conservación y el bienestar de todos los hombres a su propio cuidado, no puede existir razón alguna en virtud de la cual un hombre cualquiera deje de hacer aquello que él imagina conducente a tal fin. En consecuencia, hacer o no hacer, ob:servar o no obstrvar los pactos, no implica proceder contra Ja razón, cuando conduce al beneficio propio. N o se niega con ello que· existan pactos, que a veces se quebranten y a veces se observen; y que tal quebranto de los mismos se denomine inju:sticia, y justicia a la observancia de ellos. Sola- mente se di:scute si la injusticia, dejando aparte el temor de Dios (ya que los necios Íntimamente creen que Dios no existe) no puede cohonestarse, a veces, con la razón que dicta a cada uno su propio bien, y particularmente cuando conduce a un beneficio tal, que sitúe al hombre en condición de despreciar no solamente el ultraje y los reproches, sino también el poder de otros hombres. El reino de Dios puede ganarse por la violencia: pero ¿qué ocurriría si se pudiera lograr por la vio- lencia injustar ¿Iría contra la razón obtenerlo así, cuando es imposible que de ello resulte algún daño para sí propior y si no va contra la razón, no va contra la justicia: de otro modo la justicia no puede ser aprobada como cosa buena. A base de razonamientos como éstos, la perversidad triunfante ha logrado el nombre de virtud, y algunos que en todas las dcm[ls cosas desaprobaron la violación de la fe) la han consi- IJ9 PARTE 1 DEL HOMBRE CAP. 15 derado tolerable cuando se trata de ganar un reino. Los pa- ganos creían que Saturno había sido depuesto por su hijo Jú- piter; pero creían, también, que el mismo Júpiter era el ven- gador de la injusticia. Algo análogo se encuentra en un escrito jurídico, en los comentaáos de Coke, sobre Litleron, cuando afirma lo siguiente: Aunque el legítimo heredero de la corona esté convicto de traición, la corona debe corresponderle, sin embargo; pero ea instante la deposición tiene que ser formu- lada. De estos ejemplos, cualquiera podría inferir con razón que si el heredero aparente de un reino da muerte al rey actual, aunque sea su padre, podrá denominarse a este acto injusticia, o dársele cualquier otro nombre, pero nunca podrá decirse que va contra la razón, si se advierte que todas las acciones voluntarias del hombre tienden al beneficio del mis- mo, y que se consideran como más razonables aquellas acciones que más fácilmente conducen a sus [73] fines. No obstante, bien clara es la falsedad de este especioso razonamiento. No podrían existir, pues, promesas mutuas, cuando no existe seguridad de cumplimiento por ninguna de las dos partes, como ocurre en el caso de que no exista un poder civil erigido sobre quienes prometen; semejantes promesas no pueden con~ siderarse como pactos. Ahora bien, cuando una de las partes ha cumplido ya su promesa, o cuando existe Un poder que le obligue al cumplimiento, la cuestión se reduce, entonces, a determinar si es o no contra la razón; es decir, contra el bene- ficio que la otra parte obtiene de cumplir y dejar de cumplir. y yo digo que no es contra razón. Para probar este aserto, tenemos que considerar: Primero, que si un hombre hace una cosa que, en cuanto puede preverse o calcularse, tiende a su propia destrucción, aunque un accidente cualquiera, inesperado para él, pueda cambiarlo, al acaecer, en un acto para él bene- ficioso, tales acontecimientos no hacen razonable o juicioso su acto. En segundo lugar, que en situación de guerra cuando cada hombre es un enemigo para los demás, por la' falta de un poder común que lo.s mantenga a todos a raya, nadie puede contar con que su propla fuerza o destreza le proteja suficien- temente contra la destrucció~, sin recurrir a alianzas, de las cua les cada uno espera la mlsma defensa que los demás. Por colIsig\li('l1te, quien considere razonable engañar a los que le 120 PARTE 1 DEL HOMBRE CAP.IS ayudan, no puede razonablemente esperar otros medios de salvación que los que pueda lograr con su propia fuerza. En consecuencia, quien quebranta su pacto y declara, a la vez, que puede hacer tal cosa con razón, no puede ser tolerado en ninguna sociedad que una a los hombres para la paz y la defensa, a no ser por el error de quienes lo admiten; ni, ha- biendo sido admitido, puede continuarse admitiéndole, cuando se advierte el peligro del error. Estos errores no pueden ser computados razonablemente entre los medios de seguridad: el resultado es que, si se deja fuera o es expulsado de la sociedad, el hombre perece, y si vive en sociedad es por el error de los demás hombres, error que él no puede prever, ni hacer cálculos a base del mismo. Van, en consecuencia, esos errores contra la razón de su conservación; y así, todas aquellas per- sonas que no contribuyen a su destrucción, sólo perdonaq por ignorancia de lo que a ellos mismos les conviene. Por lo que respecta a ganar, por cualquier medio, la se- gura y perpetua felicidad del cielo, dicha pretensión es frívola: no hay sino un camino imaginable para ello, y éste no consiste en quebrantar, sino en cumplir lo pactado. Es contrario a la razón alcanzar la soberanía por la re- belión: porque a pesar de que se alcanzara, es manifiesto que, conforme a la razón, no puede esperarse que sea así, sino antes al contrario; y porque al ganarla en esa forma, se enseña a otros a hacer lo propio. Por consiguiente, la justicia, es decir, la ooservancia del pacto, es una regla de razón en virtud de la cual se nos prohibe hacer cualquiera cosa susceptible de des- truir nuestra vida: es, por lo tanto, una ley de naturaleza. Algunos van más lejos todavía, y no quieren que la ley de naturaleza implique aquellas reglas que conducen a la con- servación de la vida humana sobre la tierra, sino para alcanzar una felicidad eterna después de la muerte. Piensan que el que- brantamiento del pacto puede conducir a ello, y en consecuen- cia son justos y razonables (son así quienes piensan que es un acto [74] meritorio matar o deponer, o rebelarse contra el poder soberano constituído sobre ellos, por su propio con- sentimiento). Ahora bien, como no existe conocimiento natu- ral del estado del hombre después de la muerte, y mucho me- nos de la recompensa que entonces se dará a quienes quebran- 1'21 PARTE 1 DEL HOMBRE CAP. 15 ten la fe, sino solamente una creencia fundada en lo que dicen otros hombres que están en posesión de conocimientos sobre- naturales por medio directo o indirecto, quebrantar la fe no puede denominarse un precepto de la razón o de la Naturaleza. Otros, estando de acuerdo en que es unJ. ley de naturaleza la observancia de la fe, hacen, sin embargo, excepción de ciertas personas, por ejemplo, de los herejes y otros que no acostumbran a cumplir sus pactos. También esto va contra h razón, porque si cualquiera falta de un hombre fuera suficien- te para liberarle del pacto que con él hemos hecho, la misma causa debería, razonablemente, haberle impedido hacerlo. Los nombres de justo e injusto, cuando se atribuyen a .los hombfes, significan una cosa, y otra distinta cuando se atribu- yen a las acciones. Cuando se atribuyen a los hombres implican conformidad' o disconformidad de conducta, con respecto a la razón. En cambio, cuando se atribuyen a las acciones, signifi- can la conformidad o disconformidad con respecto a la raZtSn, no ya de la conducta o género de vida, sino de los actos par- ticulares. En consecuencia, un hombre justo es aquel que se preocupa cuanto puede de que todas sus acciones sean justlS; un hombre injusto es el que no pone ese cuidado. Semejantes hombres suelen designarse en nuestro lenguaje como hombres rectos y hombres que no lo son, si bien ello significa la misma cosa que justo e injusto. Un hombre justo no perderá este título porque realice una o unas pocas acciones injustas que procedan de pasiones repentinas, o de errores respecto a las cosas y las personas; tampoco un hombre injusto perderá su condición de tal por las acciones que haga u omita por temor, ya que su voluntad no se sustenta en la justicia, sino en el beneficio aparente de lo que hace. Lo que presta a las acciones humanas el sabor de la justicia es una cierta nobleza o galanura (raras veces hallada) en virtud de la cual resulta despreciable atribuir el bienestar de la vida al fraude o al quebrantamiento de una promesa. Esta justicia de la conducta es lo que se significa cuando la justicia se llama virtud, y la injusticia vicio. Ahora bien, la justicia de las acciones hace que a los hom- bres no se les denomine justos, sino inocentes; y la injusticia I22 PARTE 1 DEL HOMBRE CAP. 15 de las mismas (lo que se llama injuria) hace que les sea asignada la calificación de culpables. A su vez, la injusticia de la conducta es la disposición o aptitud para hacer injurias; es injusticia antes de que se pro- ceda a la acción, y sin esperar a que un individuo cualquiera sea injuriado. Ahora bien, la injusticia de una acción (es decir, la injuria) supone una persona individual injuriada; en con- n-cto, aquella con la cual se hizo el -pacto. Por tanto, en muchos casos, la injuria es recibida por un hombre y el daño da de rechazo sobre otro. Tal es el caso que ocurre cuando el dueño ordena a su criado que entregue dinero a un extraño. Si esta orden no se realiza, la injuria se hace al dueño a quien se había obligado a obedecer, pero el daño redunda en perjuicio del extraño, respecto al cual el criado no tenía obligación, y a quien, por consiguiente, no podía injuriar. Así en los Estados [75] los particulares pueden perdonarse unos a otros sus deudas, pero no los robos u otras. violencias que les perjudiquen: en efecto, la falta de pago de una deuda (unstituye una injuria para los interesados, pero el robo y la violencia son injurias hechas a la personalidad de un Estado. Cualquiera cosa que se haga a un hombre, de acuerdo con su propia voluntad, significada a quien realiza el acto, no es una injuria para aquél. En efecto, si quien la hace no ha re- nunciado, por medio de un pacto anterior, su derecho origi- nario a hacer lo que le agrade, no hay quebrantamiento de 1 pacto y, en consecuencia, no se le hace injuria. Y si, por lo contrario, ese pacto anterior existe, el hecho de que el ofendido ~laya expresado su voluntad respecto de la acción, libera de ese pacto, y, por consiguiente, no constituye injuria. Los escritores dividen la justicia de las acciones en C01t- mutatl'L'a y distributiva: la primera, dicen, consiste en una proporción aritmética, la última en una proporción geométri- ca. Por tal causa sitúan la justicia conmutativa en la igualdad de valor de las cosas contrat 'ldas, y la distributiva en la dis- tribución de iguales beneficios a hombres de igual mérito. Se- gún eso sería injusticia vender más caro que compramos, o dar a un hombre más de lo que merece. El valor de todas las cosas contratadas se mide por .la apetencia de los contratantes, y, por consiguiente, el justo valor es el que convienen en dar. 12.1 PARTE 1 DEL HoMBRE CAP. 15 El mérito (aparte de lo que es según el pacto, en el que el cumplimiento de una parte hace acreedor al cumplimiento por la otra, y cae bajo la justicia conmutativa, y no distributiva) no es debido por justicia, sino que constituye solamente una recompensa de la gracia. Por' tal razón no es exacta. esta dis- tinción en el sentido en que suele ser expuesta. Hablando con propiedad, la justicia conmutativa es la justicia de un contra- tante, es decir) el cumplimiento de un pacto en materia de compra o venta; o el arrendamiepto y la aceptación de él; el prestar y el pedí¡' prestado; el cambio y el trueque, y otros actos contractuales. Justicia distributiva es la justicia de un árbitro, esto es, el acto de definir lo que es justo. Mereciendo la confianza de quienes lo han erigido en árbitro, si responde a esa confianza, se dice que distribuye a cada uno lo que le es propio: ésta es, en efecto, distribución justa, y puede denominarse (aunque impropiamente) justicia distributiva, y, con propiedad mayor, equidad, la cual es una ley de naturaleza, como mostraremos en lugar adecuado. Del mismo modo que la justicia depende de un pacto antecedente, depende la GRATITUD de una gracia antecedente, es decir, de una liberalidad anterior. Esta es la cuarta ley de naturaleza, que puede expresarse en esta forma: Que qUIen reciba un beneficio de otro por mera gracia, se esfuerce en lograr que quien lo hizo no tenga motivo razonable para arrepentirse voluntariamente de ello. En efecto, nadie da sino con intención de hacerse bien a sí mismo, porque la donación es voluntaria, y el objeto de todos los actos voluntarios es, para cualquier hombre, su propio bien. Si los hombres ad- vierten que su propósito ha de quedar frustrado, no habrá comienzo de benevolencia o confianza ni, por consiguiente, de mutua ayuda, ni de reconciliación de un hombre con otro. y así continuará permaneciendo todavía en situación de guerra, lo cual es contrario a la ley primera y fundamental de natu- raleza que ordena a los hombres buscar la paz. El quebranta- miento de esta ley [76] se llama ingratitud, y tiene la misma relaciún con la gracia que la injusticia tiene con la obligación dcri vad:l del pacto. 12.4 PARTE 1 DEL HOMBRE CAP. I5 Una quinta ley de naturaleza es la COMPLACENCIA, es decir, que cada uno se esfuerce por acomodarse a los demás. Para comprender esta ley podemos considerar que existe en los hom- bres aptitud para la sociedad, una diversidad de la naturaleza que surge de su diversidad de afectos; algo similar a lo que advertimos en las piedras que se juntan para construir un edi- ficio. En efecto, del mismo modo que cuando una piedra con su aspereza e irregularidad de forma, quita a las otras más espacio del que ella misma ocupa, y por su dureza resulta difícil hacerla plana, lo cual impide utilizarla en la construc- ció:1, es eliminada por los constructores como inaprovechable y perturbadora: así también un hombre que, por su aspereza natural, pretendiera retener aquellas cosas que para sí mismo son superfluas y para otros necesarias, y que en la ceguera de sus pasiones no pudiera ser corregido, debe ser abandonado o expulsado de la sociedad como hostil a ella. Si advertimos que cada hombre, no sólo por derecho sino por necesidad na- tural, se considera apto para proponerse y obtener cuanto es necesario para su conservación, quien se oponga a ello por su- perfluos motivos, es culpable de la lu.:ha que sobrevenga, y, por consiguiente, hace algo que es contrario a la ley funda- mental de naturaleza que ordena buscar la paz. Quienes ob- servan esta ley pueden ser llamados SOCIABLES (los latinos los llamaban commodi): lo contrario de sociable es rígido, insociable, intratable. Una sexta ley de naturaleza es la siguiente: Que, dando garantía del tiempo futuro, deben ser perdonadas las ofensas pas,¡das de quienes, arrepintiéndose, deseen ser perdonados. En efecto, el perdón no es otra cosa sino garantía de paz, la cual cuando se garantiza a quien persevera en su hostilidad, no es paz, sino miedo; no garantizada a aquel que da garan- tía del tiempo futuro, es signo de aversión a la paz y, por consiguiente) contraria a la ley de naturaleza. Una séptima leyes que en las venganzas (es decir, en la devolución de mal por mal; los hombres no consideren la magnitud del mal pasado, sino la grandeza del bien venidero. En virtud de ella nos es prohibido infligir castigos con cual- quier otro designio que el de corregir al ofensor o servir de guía a los demá::;. Así, esta leyes consiguiente a la anterior I'2S PARTE 1 DEL HOMBRE CAP. IS a ella, que ordena el perdón a base de la seguridad del tiempo futuro. En cambio, la venganza sin respeto' al ejemplo y al provecho venidero es un triunfo o· glorificación a base del daño que se hace a otro, y no tiende a ningún fin, porque el fin es siempre algo venidero, y una glorificación que no se propone ningún fin es pura vdnagloria y contraria a. la razón; y hacer daño sin razón tiende a engendrar la guerra, lo cual va contra la ley de Naturaleza y, por lo común, se distingue con el nombre de crueldad. Como todos los signos de odio o de disputa provocan a la lucha, hasta el punto de que muchos hombres prefieren más bien aventurar su vida que renunciar a la venganza, en octavo lugar podemos establecer como ley de naturaleza el precepto de que ningún hombre, por medio de actos, palabras, conti- nente o gesto manifieste odio y db'sprecio a otro. El quebran- tamiento de esta ley se denomina comúnmente contumeli/}. La cuestión relativa a cuál es el mejor homhre, no tiene lugar en la condición de mera naturaleza, ya que en ella, co- mo anteriormente hemos manifestado,· todo5 los hombres son iguales. I 77] La desigualdad que ahora exista ha sido in- troducida por las leyes civiles. Yo sé que Aristóteles, en el pó- mer libro de su Política, para fundamentar su doctrina, con- sidera que los hombres son, por naturaleza, unos más aptos para mandar, a saber, los más sabios (entre los cuales se con- sidera él mismo por su filosofía); otros, para servir (refi- riéndose a aquellos que tienen cuerpos robustos, pero que no son filósofos como él); como si la condición de dueño y de criado no fueran establecidas por consentimiento entre los hombres, sino por diferencias de talento, lo cual no va sola- mente contra la razón, sino también contra la experiencia. En efecto, pocos son tan insensatos que no estimen preferible go- bernar ellos mismos que ser gobernados por otros; ni los que a juicio suyo son sabios y luchan, por la fuerza, con quienes desconfían de su propia sabiduría, alcanzan siempre, o con fre- cuencia, o en la mayoría de los casos, la victoria. Si la Natu- raleza ha hecho iguales a los hombres, esta igualdad debe ser reconocida, y del mismo modo debe ser admitida dicha igual- dad si la Naturaleza ha hecho a los hombres desiguales, puesto que los hombres que se consideran a sí mismos iguales no 126 PARTE 1 DEL HOMBRE CAP. 15 entran en condiciones de paz sino cuando se les trata como tales. Y en consecuencia, como novena ley de naturaleza sitúo ésta; que cada uno reconozca a los demás (omo iguales suyos por naturaleza. El quebrantamiento de este precepto es el or- gullo. De esta ley depende otra: que al iniciarse condiciones de paz, nadie exija reservarse algún derecho tiue él mismo no se a'vendría a ver reservado por cualquier otro. Del mismo modo que es necesario para todos los hombres que buscan la paz renunciar a ciertos derechos de naturaleza, es decir, no tener libertad para hacer todo aquello que les plazca, es necesario también, por otra parte, para la vida del hombre, retener algUnO de esos derechos, como el de gobernar sus propios cuerpos, el de disfrutar del aire, del agua, del movimiento, de las vías para trasladarse de un lugar a otro, y todas aquellas otras cosas sin las cuales un hombre no puede vivir o por lo menos no puede vivir bien. Si en este caso, al establecerse la paz, exigen los hombres para sí mismos aquello que no hu- bieran reconocido a los demás, contrarían la ley precedente, la cual ordena el reconocimiento de la igualdad natural, y, en consecuencia, también, contra la ley de Naturaleza. Quienes observan esta ley, los denominamos modestos, y quienes la infringen, arro!(antes. Los griegos llamaban :rcAcovf.1;[a a la vio- lación de esta ley: ese término implica un deseo de tener una porción superior a la que corresponde. Por otra parte, si a un hombre se le encomienda juzgat· entl"e otros dos, es un precepto de la ley de naturaleza que proceda con equidad entre ellos. Sin esto, sólo la guerra pue- de determinar las controversias de los hombres. Por tanto, quien es parcial en sus juicios, hace cuanto está a su alcance para que los hombres aborrezcan el recurso a jueces y árbitros y, por consiguiente (contra la ley fundamental de naturaleza), esto es causa de guerra. La observancia de esta ley que ordena una distribución igual, a cada hombre, de lo que por razón le pertenece, se denomina EQUIDAD y, como antes he dicho, justicia distributiva: su violación, acepdón de personas, ltQOOúJltOA"'I'¡a. De ello se sigue otra ley: que aquellas cosas q1te no pueden ser divididas se disfruten en común, si pueden serlo; y si la I'27 PARTE 1 DEL HOMBRE CAP. 15 cantidad de la cosa lo permite, sin límite; en otro caso, pro- porcionalmente al número de quienes tienen derecho a ello. De otro modo la distribucié-n es desigual y contraria a la equi- dad. [78] Ahora bien, existen ciertas cosas que no pueden divi- dirse ni disfrutarse en común. Entonces, la ley de naturaleza que prescribe equidad, requiere que el derecho absoluto, o bien (siendo el uso alterno) la primera posesión, sea determinada por la suerte. Esa distribución igual es ley de naturaleza, y no pueden imaginarse otros medios de equitativa d;stribución. Existen dos clases de suerte: arbitral y natural. Es arbi- tral la que se estipula entre los competidores: la na tUi-al es' o bien primogenitura (lo que los griegos llaman KAIj\-,OVO¡'úu, lo cual significa dado por suerte) o primer establccimiento. En consecuencia, aquellas cosas que no pueden ser disfrutadas en común ni divididas, deben adjudicarse al primer poseedor, y en algunos casos al primogéntto como adquiridas por suerte. Es también una ley de naturaleza que a lodos los hombres q uc sirven de mediadores en la paz se les olorgite sa!7.,'owm!uc- too Porque la ley que ordena la paz (()mo jin) ordena la inter- cesión, como medio) y para la intercesión, el medio es el salvo- conducto. Aunque los hombres propendan a observar estas leyes vo- luntariamente, siempre surgirán cuestiones concernientes a una acción humana: primero, de si se hizo o no se hizo j segundo, de si, una vez realizada, fue o no contra la ley. La primera de estas dos.cuestiones se denom11la cuestión de hecho; la segunda, cuestión de derecho. En consecuencia, mientr<is las partes en disputa no se avengan mutuamente a la sentencia de otro, no podrá haber paz entre ellas. Este otro, a cuya sentencia se someten, se llama ÁRBITRO. Y por ello es ley de naturaleza que quienes están en controversia, sometan su derecho al juicio de su árbitro.· Considerando que se presume que cualquier hombre hará todas las cosas de acuerdo con su propio beneficio, nadie es árbitro idóneo en su propia causa; y como la igualdad permite a cada parte igual beneficio, a falta de árbitro adecuado, si uno es admitido CO!l1() juez, también debe admitirse el otro; y así 128 PARTE 1 DEL HOMBRE CAP. IS subsiste la controversia, es decir, la causa de guerra, contra la ley de naturaleza. Por la misma razón, en una causa cualquiera nadie puede ser admitido como árbitro si para él resulta aparentemente un mayor provecho, honor o placer, de la victoria de una parte que de la de otra; porque entonces recibe una liberalidad (y una liberalidad inconfesable); y nadie puede ser obligado a confiar en él. Y ello es causa también de que se perpetúe la controversia y la situación de guerra, contrariamente a la ley de naturaleza. En una controversia de hecho, como el juez no puede creer más a uno que a otro (si no hay otros argumentos) deberá conceder crédito a un tercero; o a un tercero y a un é cuarto; o más. Porque, de lo contrario, la cuestión queda in- decisa y abandonada a la fuerza, contrariamente a la ley de naturaleza. Estas son las leyes de naturaleza que imponen la paz co- mo medio de conservación de las multitudes humanas, y que sólo conciernen a la doctrina de la sociedad civil. Existen otras cosas que tienden a la destrucción de los hombres individual- mente, como la embriaguez y otras manifestaciones de la in- temperancia, las cuales pueden ser incluídas, por consiguiente, entre las cosas prohibidas por la ley de naturaleza; ahora bien, no es nece- [79] sario mencionarlas, ni son muy pertinentes en este lugar. Acaso pueda parecer lo que sigue una deducción excesiva- mente sutil de las leyes de naturaleza, para que todos se percaten de ella; pero como la mayor parte de los hombres están demasiado ocupados en buscar el sustento, y el resto son demasiado negligentes para comprender, precisa hacer inexcu- sable e inteligible a todos los hombres, incluso a los menos capaces, que son factores de una misma suma; lo cual puede expresarse diciendo: No hagas a otro lo que no querrías qztt! te hicieran a ti. Esto significa que al aprender las leyes de naturaleza y cuando se confrontan las acciones de otros hom- bres con las de uno mismo, y parecen ser aquéllas de mucho peso, lo que procede es colocar las acciones ajenas en el otro platillo de la balanza, y las propias en lugar de ellas, con ob- 12 9 PARTE I DEL HOMBRE CAP. 15 jeto de que nuestras pasiones y el egoísmo no puedan añadir nada a la ponderación; entonces, ninguna de estas leyes de naturaleza dejará de parecer muy razonable. Las leyes de naturaleza obligan in foro interno, es decir, van ligadas a un deseo de verlas realizadas; en cambio, no siempre obligan in foro externo, es decir, en cuanto a su apli- cación. En efecto, quien sea correcto y tratable, y cumpla cuanto promete, en el lugar y tiempo en que ningún otro lo haría, se sacrifica a los demás y procura su ruina cierta, contraria- mente al fundamento de todas las leyes de naturaleza que tienden a la conservación de ésta. En cambio, quien teniendo garantía suficiente de que los demás observarán respecto a él las mismas leyes, no las observa, a su vez, no busca la paz sino la guerra, y, por consiguiente, la destrucción de su natu- raleza por la violencia. Todas aquellas leyes que obligan in foro interno, pueden ser quebrantadas no sólo por un hecho contrario a la ley, sino también por un hecho de acuerdo con ella, si alguien lo ima- gina contrario. Porque aunque SU acción, en este caso, esté de acuerdo con la ley, su propósito era contrario a ella; lo cual constituye una infracción cuando la obligación es in foro interno. Las leyes de naturaleza, son inmutables y eternas, porque la injusticia, la ingratitud, la arrogancia, el orgullo, la iniqui- dad y la desigualdad o acepción de personas, y todo lo res- tante, nunca pueden ser cosa legítima. Porque nunca podrá ocurrir que la guerra conserve la vida, y la paz la destruya. Las mismas leyes, como solamente obligan a un deseo y esfuerzo, a juicio mío un esfuerzo genuino y contante, resul- tan fáciles de ser observadas. No requieren sino esfuerzo; quien se propone sU cumplimiento, las realiza, y quien realiza la leyes justo. La ciencia que de ellas se ocupa es la verdadera y auténtica Filosofía moral. Porque la Filosofía moral no es otra cosa sino la ciencia de lo que es bueno y m,alo en la conversación y en la sociedad humana. Bueno y malo son nombres que sig- nifican nuestros apetitos y aversiones, que son diferentes según los distintos temperamentos, usos y doctrinas de los hombres. Diversos hombres difieren no solamente en su juicio respecto 13° PARTE 1 DEL HOMBRE CAP. IS a la sensación de lo que es agradable y desagradable, al gusto, al olfato, al oído, al tacto y a la vista, sino también respecto a lo que, en las acciones de la vida corriente, está de acuerdo o en desacuerdo con la razón. Incluso el mismo hombre, en tiempos diversos, difiere de sí mismo, y una vez ensalza, es decir, llama bueno, a lo que otra vez desprecia y llama malo; [80] de donde surgen disputas, controversias y, en último término, guerras. Por consiguiente, Un hombre se halla en la condición de mera naturaleza (que es condición de guerra), mientras el apetito personal es la medida de lo bueno y de lo malo. Por ello, también, todos los hombres convienen en que la paz es buena, y que lo son igualmente la& vías o medios de alcanzarla, que (como he mostt:ado anteriormente) son)a jus- ticia, la gratitud; la modestia, la equidad, la misericordia, etc., y el resto de las leyes de naturaleza, es decir, las virtudes morales; son malos, en cambio, sus contrarios, los vicios. Ahora bien, la Ciencia de la virtud y del vicio es la Filosofía moral, y, por tanto, la verdadera doctrina de las leyes de naturaleza es la verdadera Filosofía moral. Aunque los escritores de Fi- losofía moral reconocen las mismas virtudes y vicios, como no advierten en qué consiste su bondad ni por qué son elogiadas como medios de una vida pacífica, sociable y regalada, la hacen consistir en una mediocridad de las pasiones: como si no fuera la causa, sino el grado de la intrepidez, lo que constituyera la fortaleza; o no fuese el motivo sino la cantidad de una dádiva, lo que constituyera la liberalidad. Estos dictados de la razón suelen ser denominados leyes por los hombres; pero impropiamente, porque no son sino conclusiones o teoremas relativos a lo que conduce a la con- servación y defensa de los seres humanos, mientras que la ley, propiamente, es la palabra de quien por derecho tiene mando sobre los demás. Si, además, consideramos los mismos teoremas como expresados en la palabra de Dios, que por derecho manda sobre todas las cosas, entonces son propiamente llamadas leyes. I,1r PARTE 1 DEL HOMBRE CAP. 16 CAPITULO XVI De las PERSONAS, AUTORES Y Cosas Personificadas Una PERSONA es aquel cuyas palabras o accionej" son con- sideradas o como suyas propias, o como representando las palabras o acciones de otro hombre, o de alguna otra cosa a la mal son atribuidas, ya sea con verdad o por ficción. Cuando son consideradas como suyas propias, entonces se denomina persona natural; cuando se consideran como repre- sentación de las palabras y acciones de otro, entonces es una persona itnaginaria o artificial. La palabra persona es latina; en lugar de ella los griegos usaban JC(Jóml}Jwv, que significa la faz, del mismo modo que persona, en latín, significa el disfraz o apariencia externa de un hombre, imitado en la escena, y a veces, más particular- mente, aquella parte de él que disfraza el rostro, como la máscara o antifaz. De la escena se ha trasladado a cualquiera representación de la palabra o de la acción, tanto en los tribunales como en los teatros. Así que una persona es lo mis- mo que un actor, tanto en el teatro como en la conversación corriente; y personificar es actuar o representar a sí mismo o a otro; y quien actúa por otro, se dice que responde de esa otra persona, o que actúa en nombre suyo (en este sentido usaba esos términos Cicerón cuando decía: Unus sustineo tres Perso- nas; Mei, Adversarii, & Judicis; yo sostengo tres personas: la mía propia, mis adversarios y los jueces); en diversas ocasio- nes ese contenidQ se enuncia de diverso modo, con los términos de representante, mandatario, teniente, vicario, abogado, dipu- tado, procurador, actor, etc. De las personas artificiales, algunas tienen sus palabras y accloné:s apropiadas por quienes las representan. Entonces, la pt.:.nnua es el actor, y quien es dueño de sus palabras y acciones, es el autor. En este caso, el actor actúa por autoridad. Porque Le q\l(: con referencia a bienes y posesiones se llama dueño y 13 2 PARTE 1 DEL HOMBRE CAP. 16 en latín, dominus, en griego, 'ltú(lWC;, respecto a las acciones se denomina autor. Y así como el derecho de posesión se llama dominio, el derecho de realizar una acción se llama AUTORIDAD. En consecuencia, se comprende siempre por autorización un derecho a hacer algún ;tcto; y hecho por autorización, es lo realizado por comisión o licencia de aquel a quien pertenece el derecho. De aquÍ se sigue que cuando el actor hace un pacto por autorización, obliga con él al autor, no menos que si lo hiciera este mismo, y no le sujeta menos, tampoco, a sus posibles con- secuencias. Por consiguiente, todo cuanto hemos dicho ante- riormente (Capitulo xiv) acer~a de la naturaleza de los pactos entre hombre y hombre en su capacidad natural, es verdad, también, cuando se hace por sus actores, representantes o pro- curadores con autorización suya, en cuanto obran dentro de los límites de su comisión, y no más lejos:C Por tanto, quien hace un pacto con el actor o representante no conociendo la autorización que tiene, lo hace a riesgo suyo, porque nadie está obligado por un pacto del que no es autor, ni, por consiguiente, por un pacto hecho en contra o al margen de la autorización que dió. !Cuando el actor hace alguna cosa contra la ley de natu- ral;~a, por mandato del autor, si está obligado a obedecerle por un pacto anterioJ, no es él sino el autor quien infringe la ley de naturaleza, porque aunque la acción sea contra la ley de naturaleza, no es suya. Por el contrario, rehusarse a hacerla es contra la ley de naturaleza que prohibe quebrantar el pacto. Quien hace un pacto con el autor, por mediación del.ac- tor, ignorando cuál es la autorización de éste, y creyéndolo solamente por su palabra, cuando esa autorización no sea ma- nifestada a él, al requerirla, no queda obligado por mástiem- po; porque el pacto hecho con el autor no es válido sin esa garantía. Pero si quien pacta sabe de antemano que no era de esperar ninguna otra garantía que la palabra del actor) entonces el pacto es válido, porque el actor, en este caso, se erige a sí mismo en autor. Por consiguiente, del mismo modo que cuando la autorización es evidente, el pacto obliga al autor y no al actor, así cuando la autorización es imaginaria obliga al actor solamente, ya que no existe otro autor que él mismo. PARTE 1 DEL HOMBRE CAP. '16 Pocas cosas existen que no puedan ser representadas por ficción. Cosas inanimadas, como una iglesia, un hospital, un . puente pueden ser personificadas por un rector, un director, o un inspector.- Pero las cosas inanimadas no pueden ser au- tores, ni, por consiguiente, dar autorización a sus actores. Sin embargo, los actores pueden tener autorización para procurar su mantenimiento, [82] siendo dada a ellos esa autorización por quienes son propietarios o gobernadores de dichas cosas. For eS"a razón tales cosas no pueden ser personificadas mientras no exista un cierto estado de gobernación civil. Del mismo modo los niños, los imbéciles y los locos que no tienen uso de razón, pueden ser personificados por guar- dianes o curadores; pero durante ese tiempo no pueden ser autores de una acción hecha por ellos, hasta que (cuando hayan recobrado el uso de razón) puedan jilzgar razonable dicho acto. Aun durante el estado de locura, quien tiene derecho al gobierno del interesado puede dar autorización al guardián. Pero, igualmente, esto no tiene lugar sino en un E~tado civil, porque antes de instituirse éste no existe dominio de las per- sonas. Un ídolo o mera ficción de la mente puede ser personi- ficado, como lo fueron los dioses de los paganos, los cuales, por conducto de los funcionarios instituídos por el Estado, eran personificados y tenían posesiones y otros bienes y derechos que los hombres dedicaban .y consagraban a ellos, de tiempo en tiempo. Pero los ídolos no pueden ser autores, porque un ídolo no es nada. La autorización procede del Estado, y, por consiguiente, antes de que fuera introducida la gobernación civil, los dioses de Jos paganos no podían ser personificados. El verdadero Dios puede ser personificado, como lo fue primero por ldoisés, quien gobernó a los israelitas (los cua- les eran no ya su pueblo, sino el pueblo de Dios) no en su propio nombre con el }loc dicit lvloses) sino en nombre de Dios, con el H oc dictt Domillus. En segundo lugar, por el hijo del hombre, su propio hijo, nuestro Divino Salvador Jesucristo, que vino para so juzgar a los judíos e inducir todas las nacio- Ill'S a situarse bajo el reinado de su Padre; no actuando por ',í mismo, sino como enviado por su Padre. En tercer lugar, \)111" ('1 I':spíritll Sallto, o confortador, que hablaba o actuaba IJ4- PARTE 1 DEL nOMBRE CAP. I6 por los Apóstoles; Espíritu Santo que era un confortador que no procedía por sí mismo, sino que era enviado y procedía de los otros dos. Una multitud de hombres se convierte en una perso- 113. cuando está representada por un hombre o una persona, de tal modo que ésta puede actuar con el consentimiento de cada uno de los que integran esta multitud en particular. Es, en efecto, la unidad del representante) no la unidad de los representados lo que hace la persona una, y es el represen- tante quien sustenta la persona, pero una sola persona; y la unidad no puede comprenderse de otro modo en la multitud . . y como la unidad naturalmente no es uno sino muchos) no puede ser considerada como uno, sino como varios autores de cada cosa que su representante dice o hace en su nombre. Todos los hombres dan, a su representant~ común, autoriza- ción de cada uno de ellos en particular, y el representante es dueño de todas las acciones, en caso de que le den autori- z:l.ción ilimitada. De otro modo, cuando le limitan respecto al alcance y medida de la representación, ninguno de ellos es dueño de más sino de Jo que le da la autorización para actuar. y si los representados son varios hombres, la voz del gran número debe ser considerada como la voz de todos ellos. En efecto, si un número menor se pronuncia, por ejemplo, por la afirmativa, y un número mayor por la negativa, habrá negativas más que [83] suficientes para destruir las afirma· tivas, con lo cual el exceso de negativas, no siendo contradicho, constituye la única voz que tienen los representados. Un representante de un número par, especialmente cuando el número no es grande y los votos contradictorios quedan cm patados en muchos casos, resulta en numerosas ocasiones un sujeto mudo e incapaz de acción. Sin embargo, en algunos casos, votos contradictorios empatados en número pueden de· cidir una cuestión; así al condenar o absolver, la igualdad de votos, precisamente en cuanto no condenan, absuelven; pe- ro, por el contrario, no condenan en cuanto no absuelvcn. Porque una vez efectuada la audiencia de una causa, no COIl denar es absolver; por el contrario, decir uue no absolvcr es condenar, no es cierto. Otro tanto ocurre en una delibcraciún de ejecutar actualmente o de diferir para más tarde, porquc I.\S PARTE 1 DEL HOMBRE CAP. 16 cuando los votos están empatados, al no ordenarse la ejecución, ello equivale a una orden de dilación. Cuando"el número impar, como tres o más (hombres o asambleas) en que cada uno tiene, por su voto negativo, au- toridad para neutraliz.ar el efecto de todos los votos afirmativos del resto, este número no es representativo, porque dada la diversidad de opiniones e intereses de los hombres, se convierte muchas veces, y en casos de máxima importancia, en una pei-sona muda e inepta, como para otras muchas cosas, también para el gobierno de la multitud, especialmente en tiempo de guerra. De los autores existen dos clases. La primera se llan~a simplemente así, y es la que antes he definido como dueña de la acción de otro, simplemente. La segunda es la de quien resulta dueño de una acción o pacto de otro, condicionalmente, es decir, que lo realiza si el otro no lo hace hasta un ciertú momento antes de él. Y estos autores condicionales se deno- minan generalmente FIADORES) en latín, fidejussores y spon- sores) particularmente para las deudas, prcedes, y para la com- parecencia ante un juez o magistrado, vades. [85] PARTE II DEL ESTADO CAP. 17 SEGUNDA PARTE DEL ESTADO CAPITULO XVII . De las Causas, Generación y Definición de un ESTADO La causa final, fin o designio de los hombres (que na- turalmente aman la libertad y el dominio sobre los demás) al introducir esta restricción sobre sí mismos (en la que los vemos vivir formando Estados) es el- cuidado de su propia conservación y, por añadidura, el logro de una vida más armónica; es decir, el deseo de abandonar esa miserable con- dición de guerra que, tal como hemos manifestado, es conse- cuencia necesaria de las pasiones naturales de los hombres, cuando no existe poder visible que los tenga a raya y los sujete, por temor al castigo, a la realización de sus pactos y a la observancia de las leyes de naturaleza establecidas en los capítulos XIV y xv. Las leyes de naturaleza (tales como las de justicia, equi- dad, modestia, piedad y, en suma, la de haz a otros lo que quieras que otros hagan para ti) son, por sí mismas, cuando no existe el temor a un determinado poder que motive su observancia, contrarias a nuestras pasiones naturales, las cuales nos inducen a la parcialidad, al orgullo, a la venganza y a cosas semejantes. Los pactos que no descansan en la espada no son más que palabras, sin fuerza para proteger al hombre, en modo alguno. Por consiguiente, a pesar de las leyes de naturaleza (que cada uno observa cuando tiene la voluntad de observar las, cuando puede hacerlo de modo seguro) si no se ha instituído un poder o no es suficientemente grande para nuestra seguridad, cada uno fiará tan sólo, y podrá hacerlo legalmente, sobre su propia fuerza y maña, para protegerse IJ7 PARTE Il DEL ESTADO CAP. 17 contra los demás hombres~ En todos los lugares en que los hombres han vivido en pequeñas familias, robarse y expoliarse unos a otros ha sido un comercio, y lejos de ser reputado contra la ley de naturaleza, cuanto mayor era el botín obteni- do, tanto mayor era el honor: Entonces los hombres no obser- vaban otras leyes que las leyes del honor, que consistían en abstenerse de la crueldad, dejando a los hombres sus vidas e instrumentos de labor. Y así como entonces lo hacían las fami- lias pequeñas, así ahora las ciudades y reinos, que no son sino familias más grandes, ensanchan sus dominios para su propia seguridad, y bajo el pretexto de peligro y temor de invasión, o de la asistencia que puede prestarse a los invasores, justa- mente se esfuerzan cuanto pueden para someter o debilitar a sus vecinos, mediante la fuerza ostensible ¡ las artes secretas, a falta de otra garantía; y en edades posteriores se recuerdan con honor tales hechos. No es la conjunción de un pequeño número de hombres lo que da a los Estados esa seguridad, porqlle cuando se trata de reducidos números, las pequeñas adiciones [86] de una parte o de otra, hacen tan grande la ventaja de h fuerza que son suficientes para acarrear la victoria, y esto da aliento a la invasión. La multitud suficiente para confiar en ella a los efectos de nuestra seguridad no está determinada por un cierto número, sino por comparación con el enemigo que tememos, y es suficiente cuando la superioridad del enemigo no es de una naturaleza tan visible y manifiesta que le determine a intentar el acontecimiento de la guerra. y aunque haya una gran multitud, si sus acuerdos están dirigidos según sus particulares juicios y particulares apetitos, no puede esperarse de ello defensa. ni protección contra un enemigo común ni contra las mutuas ofensas. Porque discre- pando las opiniones concernientes al mejor uso y aplicación de su fuerza; los individuos componentes de esa multitud no se ayudan, sino que se obstaculizan mutuamente, y por esa oposición mutua reducen su fuerza a la nada; como conse- cuencia, fácilmente son sometidos por unos pocos que están en perfecto acuerdo, sin contar con que de otra parte, cuando no existe un enemigo común, se hacen guerra unos a otros, movidos por sus particulares intereses. Si pudiéramos imaginar PARTE II DEL ESTADO CAP. I7 una gran multitud d: individuos, concorde") en la observancia de la justicia y de otras leyes de naturaleza, pero sin un poder común para mantenerlos a raya, podríamos suponer igual- mente que todo el género humano hiciera lo mismo, y enton- ces no existiría ni sería preciso que existiera ningún gobierno civil o Estado, en absoluto, porque la paz existiría sin suje- ción alguna. Tampoco es suficiente para la seguridad que los hombres desearían ver establecida durante su vida entera, que estén gobernados y dirigidos por un solo criterio, durante un tiempo limitado, como en una batalla 6 en unh guerra. En efecto, aun- que obtengan una victoria por su unánime esfuerzo contra un enemigo exterior, después, cuando ya no tienen un enemigo común, o quien para unos aparece como enemigo, otros lo consideran como amigo, necesariamente se disgregan por la diferencia de sus intereses, y nuevamente decaen en situación de guerra. Es cierto que determinadas criaturas vivas, como las abe- jas y las hormigas, viven en forma sociable una con otra (por cuya razón Aristóteles las enumera entre las criaturas polí.ticas) y no tienen otra dirección que sus particulares juicios y apetitos, ni poseen el uso de la palabra mediante la cual una puede significar a otra lo que considera adecuado para el beneficio común: por ello, algunos desean inquirir por qué la huma- nidad no puede hacer lo mismo. A lo cual contesto: Primero, que los hombres están en continua pugna de ho- nores y dignidad y las mencionadas criaturas no, y a ello se debe que entre los hombres surja, por esta razón, la envidia y el odio, y finalmente la guerra, mientras que entre aquellas criaturas no ocurre eso. Segundo, que entre esas criaturas, el bien común no di- fiere del individual, y aunque 'por naturaleza propenden a su beneficio privado, procuran, a la vez, por el beneficio común. En cambio, el hombre, cuyo goce consiste en compararse a sí mismo con los demás hombres, no puede disfrutar otra cosa sino lo que es eminente. Tercero, que no teniendo estas criaturas, a diferencia del hombre, uso de razón, no ven, ni piensan que ven ninguna r falta en la administración de su 87] negocio común; en cam- 139 PARTE ¡¡ DEL ESTADO CAP. I7 bio, entre los hombres, hay muchos que se imaginan a sí mis- mos más sabios y capaces para gobernar la cosa pública, que el resto; dichas personas se afanan por reformar e innovar, una de esta manera, otra de aquella, con lo cual acarrean per- turbación y guerra civiL Cuarto, que aun cuando estas criaturas tienen voz, en cier- to modo, para darse a entender unas a otras sus sentimientos, necesitan este género de palabras por medio de las cuales los hombres pueden manifestar a otros lo que es Dios, en compa- ración con el demonio, y lo que es el demonio en comparación con Dios, y aumentar o disminuir la grandeza aparente de Dios y del demonio, sembrando el descontento entre los hom- bres, y turbando su tranquilidad caprichosamente. Quinto, que las criaturas irracionales no pueden distinguir entre injuria y daño, y, por consiguiente, mientras están a gusto, no son ofendidas por sus semejantes. En cambio el hom- bre se encuentra más conturbado cuando más complacido está, pórque es entonces cuando le agrada mostrar su sabiduría y controlar las acciones de quien gobierna el Estado. Por último, la buena inteligencia de esas criaturas es na- tural; la de los hombres lo es solamente por pacto, es decir, de modo artificiaL No es extraño, por consiguiente, que (apar- te del pacto) se requiera algo más que haga su convenio cons- tante y obligatorio; ese algo es un poder común que los man- tenga a raya y dirija sus ac{:iones hacia el beneficio colectivo. El único camino para erigir semejante poder común, capaz de defenderlos contra la invasión de los extranjeros y contra las injurias ajenas, asegurándoles de tal suerte que por su propia actividad y por los frutos de la tierra puedan nutrirse a sí mismos y vivir satisfechos, es conferir todo su poder y fortaleza a un hombre o a una asamblea de hombres, todos los cuales, por pluralidad de votos, puedan reducir sus volun- tades a una voluntad.' Esto equivale a decir: elegir un hombre o una asamblea de hombres que represente su personalidad; y que cada uno considere como propio y se reconozca a sí mis- mo como autor de cualquiera cosa que haga o promueva quien representa su persona, en aquellas cosas que conciernen a la paz y ;l la seguridad comunes; que, además, sometan sus vo- t\ll1t;¡d('~ cada uno a la voluntad de aquél, y sus juicios a su 140 PARTE 11 DEL ESTADO CAP. I7 juicio. Esto es algo más que consentimiento o concordia; es una unidad real de tocio ello en una y la misma persona, instituída por pacto de cada hombre con los demás, en forma tal como si cada uno dijera a todos: autoriz.o y t,'ansfiero a este hombre o asamblea de hombres mi derecho de gobernar- me a mi mismo, con la condición de que vosotros transferireis a él vuestro derecho, y autorizareis todos sus actos de la misma manera. Hecho esto, la multitud así unida en una persona se denomina ESTADO, en latín, CIVITAS. Esta es la generación de aquel gran LEVIATÁN, o más bien (hablando con más re- verencia), de aquel dios mortal, al cual debemos, bajo el Dios jnmortal, nuestra paz y nuestra defensa. Porque en virtud de esta autoridad que se le confiere por cada hombre particular en el Estado, posee y utiliza tanto poder y fortaleza, r88] que por el terror que inspira es capaz de conformar las volun- tades de todos ellos para la paz, en su propio país, y para la mutua ayuda contra sus enemigos, en el extranjero. Y en ello consiste la esencia del Estado, que podemos definir así: una persona de cuyos actos una gran multitud, por pactos mutuos, realizados entre sí, ha sido instituida por cada uno como autor, al objeto de que pueda utilizar la fortaleza y me- dios de todos, como lo juzgue oportuno, para asegurar la paz y defensa común. El titular de esta persona se denomina SOBE- RANO, Y se dice que tiene poder soberano; cada uno de los que le rodean es SÚBDITO suyo. Se alcanza este poder soberano por dos conductos. Uno por la fuerza natural, como cuando un hombre hace que sus hijos y los hijos de sus hijos le estén sometidos, siendo capaz de destruirlos si se niegan a ello; o que por actos de guerra somete sus enemigos a su voluntad, concediéndoles la vida a cambio de esa sumisión. Ocurre el otro procedimiento cuando los hombres se ponen de acuerdo entre sí, para someterse a algún hombre o asamblea de hombres voluntariamente, en la confianza de ser protegidos por ellos contra todos los demás. En este último caso puede hablarse de Estado político, o Es- tado por institución, y en el primero de Estado por adquisición. En primer término vaya referirme al Estado por institución. DEL ESTADO CA.P. 18 CAPITULO XVIII De los DERECHOS de los Soberanos por Institución Dfcese que un Estado ha sido imtituído cuando una mul- titud de hombres convienen y pactan, cada uno con cada 'Uno) que a un cierto hombre o asamblea de hombres se le otorgará, por mayoría, el derecho de representar a la persona de todos (es decir, de ser su representante). Cada uno de ellos, tanto los que han votado en pro como los que han votado en contra) debe autorizar todas las acciones y juicios de ese hombre o asamblea de hombres, lo mismo que si fueran suyos propios, al objeto de vivir apaciblemente entre sí y ser protegidos contra otros hombres. De esta institución de un Estado derivan todos los dere- chos y facultades de aquel o de aquellos a quienes se confiere el poder soberano por el consentimiento del puebl¿ reunido. En primer lugar, puesto que pactan, debe comprenderse que no están obligados por un pacto anterior a cosa que contradiga la presente. En consecuencia, quienes acaban de instituir un Estado y quedan, por ello, obligados por el pacto, a considerar como propias las acciones y juicios de uno, no pueden legalmente hacer un pacto nuevo entre sí para obede- cer a cualquier otro, en una cosa cualquiera, sin su permiso. En también, quienes son súbditos de un monarca no pueden sin su aquiescencia renunciar a la monarquía y re- tornar a la confusión de una multitud disgregada; ni trans- ferir su personalidad de quien la sustenta a otro hombre o a otra asamblea de hombres, porque [89] están obligados, cada uno respecto de cada uno, a considerar como propio y ser reputados como autores de todo aquello que pueda hacer y considere adecuado llevar a cabo quien es, a la sazón, su soberano. Así que cuando disiente un hombre cualquiera, todos los restantes deben quebrantar' el pacto hecho con ese hombre, 10 cual es injusticia; y, además, todos los hombres han dado 142 PA'RTE II DEL ESTADO CAP. r8 la soberanía a quien representa su persona, y, por consiguiente, si lo deponen toman de él lo que es suyo propio y cometen nuevamente injusticia. Por otra parte si quien trata de deponer a su soberano resulta muerto o es. castigado por él a causa de tal tentativa, puede considerarse como autor de su propio castigo, ya que es, por institución, autor de cuanto su soberano haga. y como es injusticia para un hombre hacer algo por lo cual pueda ser castigado por su propia autoridad, es también in- justo por esa razón. Y cuando algunos hombres, desobedientes a su soberano, pretenden realizar un nuevo pacto no ya con los hombres sino con Dios, esto también es injusto, porque no existe pacto con Dios, sino por mediación de alguien que represente a la persona divina; esto no lo hace sino el repre- sentante de Dios que bajo él tiene la soberanía. Pero esta pretensión de pacto con Dios es una falsedad tan evidente, incluso en la propia conciencia de quien la sustenta, que no es, sólo, un acto de disposición injusta, sino, también, vil e in- humana. En segundo lugar, como el derecho de representar la per- sona de todos se otorga a quien todos constituyen en soberano, solamente por pacto de uno a otro, y no del soberano en cada uno de ellos, no puede existir quebrantamiento de pacto por parte del soberano, y en consecuencia ninguno de sus súbditos, fundándose en una infracción, puede ser liberado de su su- misión. Que quien es erigido en soberano no efectúe pacto al- guno, por anticipado, con sus súbditos, es manifiesto, porque o bien debe hacerlo con la multitud entera, como parte del pacto, o debe hacer un pacto singular con cada persona. Con el conjunto como parte del pacto, es imposible, porque hasta entonces no constituye una persona; y si efectúa tantos pactos singulares como hombres existen, estos pactos resultan nulos en cuanto adquiere la soberanía, porque cualquier acto que pueda ser presentado por uno de ellos como infracción del pacto, es el acto de sí mismo y de todos los demás, ya que está hecho en la persona y por el derecho de cada uno de ellos en particular. Además, si uno o varios de ellos pretenden quebrantar el pacto hecho por el soberano en su institución, y otros o alguno de sus súbditos, o él mismo solamente, pre- tende que no hubo semejante quebrantamiento, no existe, en- 143 PARTE JI DEL ESTADO CAP. IQ tonces, juez que pueda decidir la controversia; en tal caso la decisión corresponde de nuevo a la espada, y todos los hombres recobran el den:cho de protegerse a sí mismos por su propia fuerza, contrariamente al designio que les anima al efectuar la institución. Es, por tanto, improcedente garantizar la so- beranía por medio de un pacto precedente'. La opinión de que cada monarca recibe su poder del pacto, es decir, de modo condicional, procede de la falta de comprensión de est:l verdad obvia, según la cual no siendo los pactos otra cosa que palabras y aliento, no tienen fuerza para obligar, contener, constreñir o proteger a cualquier hombre, sino la que resulta de la fuerza pública; es decir, de la libertad de acción de aquel hombre o asamblea de hombres que ejercen la soberaní:l, y cuyas acciones son firmemente mantenidas por r901 todos ellos, y susten- tadas por la fuerza de cuantos en ella están unidos. Pero cuando se hace soberana a una asamblea de hombres, entonces ningún hombre imagina que semejante pacto haya pasado a la insti- tución. En efecto, ningún hombre es tan necio que afirme, por ejemplo, que el pueblo de Roma hizo un pacto con los ro- manos para sustentar la soberanía a base de talcs 10 cuales con'diciones, que al incump lin;e permitieran a los romanos deponer legalmente al pueblo romano. Que los hombres no advierten la razón de que ocurra lo mismo en una monarquía y en un gobierno popular, procedc de la ambición de algunos que ven con mayor simpatía el gobierno de una asamblea, en la que tienen esperanzas de participar, que el de una monar- quía, de cuyo disfrute desesperan. En tercer lugar, si la mayoría ha proclamado un soberano mediante votos concordes, quien disiente debe ahora consentir con el I"esto, es decir, a venirse a reconocer todos los actos que realice, o bien exponerse a ser eliminado por el resto. En efecto, si voluntariamente ingresó en la congregación de quie- nes constituían. la asamblea, declaró con ello, de modo suficien- te, su voluntad (y por tanto hizo un pacto tácito) de estar a lo que la mayoría de ellos ordenara. Por esta razón si rehusa mantenerse en esa tesitura, o protesta contra algo de lo de- cretado, procede de modo contrario al pacto, y por tanto, in- justamente. Y tanto si es o no de la congregación, y si consiente o no en ser consultado, debe o bien someterse a los decretos, o PARTE JI DEL ESTADO CAP. I8 ser dejado en la co~dición de guerra en que antes se encon- traba, caso en el cual cualquiera puede eliminarlo sin injusticia. En cuarto lugar, como cada súbdito es, en virtud de esa institución, autor de todos los actos y juicios del soberano ins- tituído, resulta que cualquiera cosa que el soberano haga no puede constituir injuria para ninguno de sus súbditos, ni debe ser acusado de injusticia por ninguno de ellos. En efecto, quien hace una cosa por autorización de otro, no comete in- juria alguna contra aquel por cuya autorización actúa. Pero en virtud de la institución de un Estado, cada particular es autor de todo cuanto hace el soberano; y, por consiguiente, quien se queja de injuria por parte del soberano, protesta con- tra algo de que él mismo es autor, y de lo que en definitiva no debe acusar a nadie sino a sí mismo; ni a sí mismo tampoco, porque hacerse injuria a uno mismo es imposible. Es cierto que quienes tienen poder soberano pueden cometer iniquidad, pero no injusticia o injuria, en la auténtica acepción de estas palabras. En quinto lugar, y como consecuencia de lo que acabamos de afi¡-mar, ningún hombre que tenga poder soberano puede ser muerto o castigado de otro modo por sus súbditos. En efecto, considerando que cada súbdito es autor de los actos de su soberano, aquél castiga a otro por las acciones cometidas por él mismo. Como el fin de esta institución es la paz y la defensa de todos, y como quien tiene derecho al fin lo tiene también a los medios, corresponde de derecho a cualquier hombre o asam- blea que tiene la soberanía, ser juez, a un mismo tiempo, de los medios de paz y de defensa, y juzgar también acerca de los obstáculos e impedimentos que se oponen a los mismos, así como hacer cualquiera cosa que considere necesario, ya sea por anticipado, para conservar la paz y la seguridad, evitando la discordia en el propio país y [91] la hostilidad del extran- jero, ya, cuando la paz y la seguridad se han perdido, para la recuperación de la misma. En consecuencia, En sexto lugar, es inherente a la soberanía el ser juez acerca de qué opiniones y doctrinas son adversas y cuáles con- ducen a la paz; y por consiguiente, en qué ocasiones, hasta qué punto y respecto de qué puede confiarse en los hombres, '+) -10··· PARTE JI DEL ESTADO CAP. 18 cuando hablan a las multitudes, y quién debe examinar las doctrinas de todos los libros antes de ser publicados. Porque los actos de los hombres proceden de sus opiniones, y en el buen gobierno de las opiniones consiste el buen gobierno de los actos humanos respecto ,a su paz y concordia. Y aunque en materia de doctrina nada debe tenerse en cuenta sino la verdad, nada se opone a la regulación de la misma por vía de paz. Porque la doctrina que está en contradicción Con la paz, no puede ser verdadera, como la paz y la concordia no pueden ir contra la ley de naturaleza. Es cierto que en un Es- tado, donde por la negligencia o la torpeza de los gobernantes y maestros circulan, con carácter general, falsas doctrinas, las verdades contrarias pueden ser generalmente ofensivas. Ni la más repentina y brusca introducción de una llueva verdad que pueda imaginarse, puede nunca quebrantar la paz sino sólo en ocasiones suscitar la guerra. En efecto, quienes se hallan gobernados de modo tan remiso, que se atreven a alzarse en armas para defender o introducir una opinión, se hallan aún en guerr:l, y su condición no es de paz, sino solamente de cesación de hostilidades por temor mutuo; y viven como si se hallaran continuamente en los preludios de la batalla. Co- rresponde, por consiguiente, a quien tiene poder soberano, ser juez o instituir todos los jueces de opiniones y doctrinas como una cosa necesaria para la paz, al objeto de prevenir la discordia y la guerra civil. En séptimo lugar, es inherente a la soberanía el pleno poder de prescribir las normas en virtud de las cuales cada hombre puede saber qué bienes puede disfrutar y qué acciones puede llevar a cabo sin ser molestado por cualquiera de sus conciudadanos. Esto es lo que los hombres llaman propiedad. En efecto, antes de instituirse el poder soberano (como ya hemos expresado anteriormente) todos los hombres tienen de- recho a todas las cosas, lo cual es necesariamente causa de gue- rra; y, por consiguiente, siendo esta propiedad necesaria para la paz y dependiente del poder soberano es el acto de este poder para asegurar la paz pública. Esas normas de propiedad (o meum y tuum) y de lo bueno y lo malo, de lo legitimo e ilegitimo en las acciones de los súbditos, son leyes civiles, es decir, Jeyes de cada Estado particular, aunque el nombre de 14 6 PARTE II DEL ESTADO CAP. 18 ley civil esté, ahora, restringido a las antiguas leyes civiles de la ciudad de Roma; ya que siendo ésta la cabeza de una gran parte del mundo, sus leyes en aquella época fueron, en dichas comarcas, la ley civil. En octavo lugar, es inherente a la soberanía el derecho de judicatura, es decir, de oír y decidir todas las controversias que puedan surgir respecto a la ley, bien sea civil b natural, con respecto a los hechos. En efecto, sin decisión de las con- troversias no existe protección para un súbdito contra las in- jurias de otro; las leyes concernientes_ a lb meum y tuum son en vano; y a cada hombre compete, por el apetito natural y necesario de su propia conservación, el derecho de protegerse a sí mismo con su fuerza particular, que es condición [92] de la guerra, contraria al fin para el cual se ha instituÍdo todo Estado. En noveno lugar, es inherente a la soberanía el derecho de hacer guerra y paz con otras naciones y Estados; es decir, de juzgar cuándo es para el bien público, y qué cantidad de fuerzas deben ser reunidas, armadas y pagadas para ese fin, Y' cuánto dinero se ha de recaudar de los súbditos para sufragar los gastos consiguientes. Porque el poder mediante el cual tiene que ser defendido el pueblo, consiste en sus ej ércitos, y la potencialidad de un ejército radica en la unión de sus fuerzas bajo un mando, mando que a su vez compete al 'soberano instituído, porque el mando de las militia sin otra institución, hace soberano a quien lo detenta. Y, por consi- guiente, aunque alguien sea designado general de un ejército, quien tiene el poder soberano es siempre generalísimo. En décimo lugar, es inherente a la soberanía la elección de todos los consejeros, ministros, magistrados y funcionarios, tanto en la paz como en la guerra. Si, en efecto, el soberano está encargado de realizar el fin que es la paz y defensa co- mún, se comprende que ha de tener poder para usar tales medios, en la forma que él considere son más adecuados para su propósito. En undécimo lugar se asigna al soberano el poder de re- compensar con riquezas u honores, y de castigar con penas corporales o pecuniarias, o con la ignominia, a cualquier súb- dito, de acuerdo con la ley que él previamente estableció j o l47 PARTE II DEL ESTADO CAP. 18 si no existe ley, de acuerdo con lo que el soberano considera más conducente para estimular los hombres a que sirvan al Estado, o para apartarlos de cualquier acto contrario al mismo. Por último, considerando qué valores acostumbran los hombres a asignarse a sí mismos, qué respeto exigen de los de- más, y cuán poco estiman a otros hombres (lo que entre ellos es constante motivo de emulación, querellas, disensiones y, en definitiva, de guerras, hasta destruirse unos a otros o mermar su fuerza frente a un enemigo común) es necesario que existan leyes de honor y un módulo oficial para la capacidad de los hombres que han servido o son aptos para servir bien al Es- tado, y que exista fuerza en manos de alguien para poner ,~n ejecución esas leyes. Pero siempre se ha ,evidenciado que no solamente la militia entera, o fuerzas del Estado, sino también el fallo de todas las controversias es inherente a la soberanía. Corresponde, por tanto, al soberano dar títulos de honor, y señalar qué preeminencia y dignidad debe corresponder a ca- da hombre, y qué signos d~ respeto, en las reuniones públicas o privadas, debe otorgarse cada uno a otro. Estos son los derechos que constituyen la esencia de la soberanía, y son los signos por los cuales un hombre puede discernir en qué hombres o asamblea de hombres está situado y reside el poder soberano. Son estos derechos, ciertamente, incomunicables e inseparables. El poder de acuñar moneda; de disponer del patrimenio y de las personas de los infantes herederos; de tener opción de compra en los mercados, y todas las demás prerrogativas estatutarias, pueden ser trans- feridas por el soberano, y quedar, no obstante, retenido el poder de proteger a sus súbditos. Pero si el soberano trans- fiere la militía, será en vano que retenga la capacidad de juz- [ 93] gar, porque no podrá ejecutar sus leyes; o si se despren- de del poder de acuñar moneda, la militia es inútil; o si cede el gobierno de las doctrinas, los hombres se rebelarán con- tra el temor de los espíritus. ASÍ, si consideramos cualesquiera de los mencionados derechos, veremos al presente que la con- servación del resto no producirá efecto en la conservación de la paz y de la justicia, bien para el cual se instituyen todos los Estados. A esta división se alude cuando se dice que un remo intrínsecamente dividido no puede subsistir. Porque si PARTE II DEL ESTADO CAP. 18 antes no se produce esta división, nunca puede sobrevenir la división en ejércitos contrapuestos. Si no hubiese existido pri- mero una opinión, admitida por la mayor parte de Inglaterra, de que estos poderes estaban divididos entre el rey, y los Lores y la Cámara de los Comunes, el pueblo nunca hubiera estado dividido, ni hubiese sobrevenido esta guerra civil, primero en- tre los que discrepaban en política, y después entre quienes disentían acerca de la libertad en materia de religión; y ello ha instruído a los hombres de tal modo, en este punto de derecho soberano, que pocos hay, en Inglaterra, que no ad-. viertan cómo estos derechos son inseparables, y como tales serán reconocidos generalmente cuando muy pronto retorne la paz; y así continuarán hasta' que sus miserias sean olvidadas; y sólo el vulgo considerará mejor que así haya ocurrido. Siendo derechos esenciales e inseparables, necesariamente se sigue que cualquiera que sea la forma en que alguno de ellos haya sido cedido, si el mismo poder soberano no los ha otorgado en términos directos, y el nombre del soberano no ha sido manifestado por los cedentes al cesionario, la cesión es nula: porque aunque el soberano haya cedido todo lo posible si mantiene la soberanía, todo queda restaurado e inseparable- mente unido a ella. Siendo indivisible esta gran autoridad y yendo insepara- blemente aneja a la soberanía, existe poca í-azón para la opinión \ de quienes dicen que aunque los reyes soberanos sean singulis majares, o sea de mayor poder que cualquiera de sus súbditos, son uni'Uersis minores, es decir, de menor poder que todos ellos juntos. Porque si con todos juntos no significan el cuerpo co- lectivo como una persona, entonces todos juntos y cada uno significan lo mismo, y la expresión es absurda. Pero si por todos juntos comprenden una persona (asumida por el sobe- rano), entonces el poder· de todos j untos coincide con el poder del soberano, y nuevamente la expresión es absurda. Este absurdo lo ven con clarid:1d suficiente cuando la soberanía corresponde ·a una asamblea del pueblo; pero en un monarca no lo ven, y, sin embargo, el poder de la soberanía es el mismo, en cualquier lugar en que esté colocado. Como el poder, también el honor del soberano debe ser mayor que el de cualquiera o el de todos sus súbditos: porque 149 PARTE II DEL ESTADO CAP. 18 en la soberanía está la fuente de todo honor. Las dignidades de lord, conde, duque y príncipe son creaciones suyas. Y como en presencia, del dueño todos los sirvientes son iguales y sin honor alguno, así son también los súbditos en presencia del soberano. Y aunque cuando no están en su presencia, parecen unos más y otros menos, delante de él no son sino como las estreHas en presencia del sol. [94] Puede objetarse aquí que la condición de los súbditos es muy miserable, puesto que están sujetos a los caprichos y otras irregulares pasiones de aquel o aquellos cuyas manos tie- nen tan ilimitado poder. Por lo común quienes viven some- tidos a un monarca piensan que es, éste, un defecto de .la monarquía, y los que viven bajo un gobierno democrático o de otra asamblea soberana, atribuyen todos los inconvenientes a esa forma de gobierno. En realidad, el poder, en todas sus formas; si es bastante perfecto para protegerlos, es el mismo. Considérese que la condición del hombre nunca puede verse libre de una u otra incomodidad, y que lo más grande que en cualquiera forma de gobierno puede suceder, posiblemente, al pueblo en general, apenas es sensible si se compara con las miserias y horribles calamidades que acompañan a una guerra civil, o a esa disoluta condición de los hombres desenfrenados, sin sujeción a leyes y a un poder coercitivo que trabe sus ma- nos, apartándoles de la rapiña y de la venganza. Considérese que la mayor construcción de los gobernantes soberanos no procede del deleite o del derecho que pueden esperar del daño o de la debilitación de sus súbditos, en cuyo vigor consiste su propia gloria y fortaleza, sino en su obstinación misma, que contribuyendo involuntariamente a la propia defensa hace ne- cesario para los gobernantes obtener de sus súbditos cuanto les es posible en tiempo de paz, para que puedan tener medios, en cualquier ocasión emergente o en necesidades repentinas, para resistir o adquirir ventaja con respecto a sus enemigos. Todos los hombres están por naturaleza provistos de notables lentes de aumento (a saber, sus pasiones y su egoísmo) vista a través de los cuales cualquiera pequeña contribución aparece como un gran agravio; están, en cambio, desprovistos de aque- llos otros lentes prospectivos (a saber, la moral y la ciencia civil) para ver las miserias que penden sobre ellos y que no pueden ser evitadas sin tales aportaciones. ISO PARTE 1/ DEL ESTADO CAP. I9 CAPITULO XIX De las Diversas Especies de Gobierno por Institución} y de la Sucesión en el Poder Soberano La diferencia de gobiernos consiste en la diferencia del soberano o de la persona representativa de todos y cada uno en la multitud. Ahora bien, como la soberanía reside en un hombre o en la asamblea de más de uno, y como en esta asam- blea puede ocurrir que todos tengan derecho a formar parte de ella, o no todos sino algunos hombres distinguidos de los demás, es manifiesto que pueden existir tres clases de gobierno. Porque el representante debe ser por necesidad o una persona o varias: en este último caso o es la asamblea de todos o la de solo una parte. Cuando el representante es un hombre, entonces el gobierno es una MONARQUÍA; cuando lo es una asamblea de todos cuantos quieren concurrir a ella, tenemos una DEMOCRACIA o gobierno popular; cuando la asamblea es de una parte solamente, entonces se denomina ARISTO::::RACL\. No puede existir otro género de gobierno, porque necesaria- mente uno, o más o todos deben tener el poder soberano (que como he mostrado ya, es indivisible). [95] Existen otras denominaciones de gobierno, en las historias y libros de política: tales son, por ejemplo, la tiranía y la oligarquía. Pero estos no son nombres de otras formas de go- bierno, sino de las mismas formas mal interpretadas. En efec- to, quienes están descontentos bajo la monarquía la denominan tiranía; a quienes les desagrada la aristocracia la llaman oli- garquía; igualmente, quienes se encuentran agraviados bajo una democracia la llaman anarquía} que significa falta de go- bierno. Pero yo me imagino que nadie cree que la falta de gobierno sea una nueva especie de gobierno; ni, por la misma razón, puede creerse que el gobierno es de una clase cuando agrada, y de otra cuando los súbditos están disconformes con él o son oprimidos por los gobernantes. 151 PARTE /l DEL ESTADO CAP. I9 Es manifiesto que cuando los hombres están en absoluta libertad pueden, si gustan, dar autoridad a uno para repre- sentarlos a todos, lo mismo que pueden otorgar, también, esa autoridad a una asamblea de hombres cualesquiera; en con- secuencia, pueden someterse, si lo consideran oportuno, a un monarca, de modo tan absoluto como a cualquier otro repre- sentante. Por esta razón, una vez que se ha erigido un poder soberano, no puede existir otro representante del mismo pue- blo, sino solamente para ciertos fines particulares, delimitados por el soberano. Lo contrario sería instituir dos soberanos, y que cada hombre tuviera su persona representada por dos ac- tores que al oponerse entre sí, necesariamente dividirían un poder que es indivisible, si los hombres quieren vivir en paz; ello situaría la multitud en condición de guerra, contrariamen- te al fin para el cual se ha instituído toda soberanía. Por esta razón es absurdo que si una asamblea soberana invita al puebio de sus dominios para que envíe sus representantes, con faculta- des para dar a conocer sus opiniones o deseos, haya de considerar a tales diputados, más bien que a la asamblea misma, como representantes absolutos del pueblo; e igualmente absurdo re- sulta con referencia a una monarquía. N o me explico cómo una verdad tan evidente sea, en definitiva, tan poco observada: que en una monarquía quien detentaba la soberanía por una descendencia de 600 años, era solamente llamado soberano, poseía el título de majestad de cada uno de sus súbditos, y era incuestionablemente considerado por ellos como su rey, nun- ca fuera, sin embargo, considerado como representante suyo; esta denominación se utilizaba, sin réplica alguna, como título peculiar de aquellos hombres que, por mandato del soberano, eran enviados por el pueblo para presentar sus peticiones y darle su opinión, si lo permitía. Esto puede servir de adver- tencia para que quienes wn los .verdaderos y absolutos repre- sentantes de un pueblo, instruyan a los hombres en la natura- leza de ese cargo, y tengan en cuenta cómo admiten otra representación general en una ocasión cualquiera, si piensan responder a la confianza que se ha depositado en ellos. I,a diferencia entre estos tres géneros de gobierno no con- siste en la diferencia de poder, sino en la diferencia de conve- nicllcia () aptitud para producir la paz y seguridad del pueblo, 15 2 PARTE 11 DEL ESTADO CAP. 19 fin para el cual fuero.n instituÍdos. Comparando la monarquía co.n las o.tras dos fo.rmas podemo.s observar: primero., que quien represente la persona del pueblo., o. es uno. de los elemento.s de la asamblea representativa, sustenta, también, su pro.pia representación natural. Y aun cuando. en 196] su persona po.líti- ca pro.cure po.r el interés co.mún, no. o.bstante pro.curará más, o. no. meno.s cuidado.samente, po.r el particular beneficio. de sí mismo., de sus familiares, parientes y amigo.s; en la mayor parte de lo.s caso.s, si el interés público. viene a entremezclarse co.n el privado., Arefiere el privado, po.rque l;:s pasio.nes de lo.s ho.m- bres so.n, po.r lo. co.mún, más po.tentes que su razón. De ello. se sigue que do.nde el interés público. y el privado. aparecen más íntimamente unido.s, se halla más avanzado. el interés público.. Aho.ra bien, en la mo.narquía, el interés privado. co.in- cide co.n el público.. La riqueza, el po.der y el ho.no.r de un mo.narca descansan so.lamente so.bre la riqueza, el po.der y la reputación de sus súbdito.s. En efecto, ningún rey puede ser rico, n,i glo.rio.so., ni hallarse asegurado. cuando. sus súbdito.s so.n pQbres, o deso.bedientes, o. demasiado. débiles po.r necesidad o. disentimiento., para mantener una guerra co.ntra sus enemi- go.s. En cambio., en una demo.cracia o. en una-aristo.cracia, la pro.speridad pública no se co.nlleva tanto. co.n la fo.rtuna par- ticular de quien es un ser co.rro.mpido o. ambicio.so., como mu- \ chas veces o.curre co.n una o.pinión pérfida, un acto. traicio.nero. o. una guerra civil. En segundo. lugar, que un monarca recibe co.nsej o. de aquel, cuando. y do.nde le place, y, po.r co.nsIguiente, puede escuchar la o.pinión de ho.mbres versado.s en la materia so.bre la cual se delibera, cualquiera que sea su rango. y calidad, y co.n la antelación y con el sigilo que quiera. Pero.· cuando. una asam- blea so.berana tiene necesidad de co.nsejo., nadie es admitido. a ella sino. quien tiene un derecho. desde el principio.; en la mayo.r parte de lo.s casos los titulares del mismo so.n perSo.nas más bien versadas en la adquisición de la riqueza que del co-- no.cimiento., y han de dar su opinión en largos discursos, que pueden, por lo común, excitar a los hombres a la acción, pero no gobernarlos en ella. Porque el entendimiento no se ilumina, antes bien se deslumbra por la llama de las pasiones. Ni existe 153 PARTE 11 DEL ESTADO CAP. 19 lugar y tiempo en que una asamblea pueda recibir consejo en secreto, a causa de su misma multitud. En tercer lugar, que las resoluciones de un monarca no están sujetas a otra inconstancia que la de la naturaleza hu- mana; en cambio, en las asambleas, aparte de la inconstancia propia de la naturaleza, existe otra que deriva del número. En efecto, la ausencia de unos pocos, que hubieran hecho con- tinuar firme la resolución una vez tomada (lo cual puede suceder por seguridad, negligencia o impedimentos privados) o la apariencia negligente de unos pocos de opinión contraria hace que no se realice hoy lo que ayer quedó acordado. En cuarto lugar, que un monarca no puede estar en des- acuerdo consigo mismo por razón de envidia o interés; en cambio puede estarlo una asamblea, y en grado tal que se produzca una guerra civil. En quinto lugar, que en la monarquía existe el inconve- niente de que cualquier súbdito pue.de ser privado de cuanto posee, por el poder de un solo hombre, para enriquecer a un· favorito o adulador; confieso que es, éste, un grave e inevita- ble inconveniente. Pero lo mismo puede ocurrir muy bien cuan- do el poder soberano reside en una asamblea, porque su poder es el mismo, y sus miembros están tan sujetos al mal consejo y a ser seducidos por los oradores, como un monarca por quie- nes lo adulan; y al convertirse unos en aduladores de otros, van sirviendo mutuamente su codicia y su ambición. Y mientras que los favoritos de los monarcas son pocos, y no tienen que aventajar sino a los de su propio linaje, los favoritos de una asamblea [97] son muchos, y sus allegados mucho más nume- rosos que los de cualquier monarca. Además, no hay favorito de un monarca que no pueda del mismo modo socorrer a sus amigos y dañar a sus enemigos, mientras que los oradores, es decir, los favoritos de las asambleas soberanas, aunque piensan que tienen gran poder para dañar, tienen poco para defender. Porque para a( usar hace falta menos elocuencia (esto va en la naturaleza humana) que para excusar; y la condena más se parece a la justicia que la absolución. En sexto lugar, es un inconveniente en la monarquía que el poder soberano pueda recaer sobre un. infante o alguien que 110 pueda discernir entre el bien y el mal; ello implica que I54 PARTE II DEL ESTADO CAP. I9 el uso de su poder debe ponerse en manos de otro hombre o de alguna asamblea de hombres que tienen que gobernar por su derecho y en nombre suyo, como curadores y protec- tores de su persona y autoridad. Pero decir que es un incon- veniente poner el uso del poder soberano en manos de un hombre o de una asamblea de hombres, equivale a decir que to- do gobierno es más inconveniente que la confusión y la guerra civil. Por consiguiente, todo el peligro que puede presumirse ha de surgir de la disputa de quienes pueden convertirse en competidores respecto de un cargo de tan gran honor y pro- vecho. Para demostrar que este inconveniente no procede de la forma de gobierno que llamamos monarquía, imaginemos que el monarca precedente ha establecido quién ejercerá la tutela de su infante sucesor, bien sea expresamente por testa- mento, o tácitamente, para no oponerse a la costumbre que es normal en este caso. Entonces el inconveniente, si ocurre, debe atribuirse no ya a la monarquía, sino ,a la ambición e injusticia de los súbditos, que es la misma en todas las formas de gobierno en que el pueblo no está bien instruído en sus deberes y en los derechos de la soberanía. O bien el monarca precedente no ha tomado disposiciones para esa tutela, y en- tonces la ley de naturaleza ha provisto la norma suficiente, de que la tutela debe corresponder a quien por naturaleza tiene más interés en conservar la autoridad del infante, y a \ quien menos beneficio puede derivar de su muerte o menos- cabo. En efecto, si consideramos que cada persona persigue por naturaleza su propio beneficio y exaltación, poner un in- fante en manos de quienes pueden exaltarse a sí mismos por la anulación o daño del niño, no es tutela sino traición. Así que cuando se ha provisto de modo suficiente contra toda justa querella respecto al gobierno durante una minoría de edad, si se produce alguna disputa que da lugar a la pertur- bación de la paz pública, no debe atribuirse a la forma de monarquía, sino a la ambición de los súbditos y a la ignorancia de su deber. Por otra parte, no existe un gran Estado cuva soberanía resida en una gran asamblea, que en las consultas relativas a la paz y la guerra, y en la promulgación de las leyes, no se encuentre en la misma condición que si el gobierno c::stuviera en manos de un niño. En efecto, del mismo modo 155 PARTE Il DEL ESTADO CAP. 19 que un niño carece de juicio para disentir del consejo que se le da, y necesita, en consecuencia, tomar >1a opinión de aquel o de aquellos a quienes está confiado, así una asamblea carece de la libertad para disentir del consejo de la mayoría, sea bue- no o malo. Y del misma modo que un niño tiene necesidad de un tutor o protector, que defienda su persona y su autoridad, así también (en los grandes Estados) la asamblea soberana, en todos los grandes peligros y [98] perturbaciones, tiene necesidad de rusta des libertatis; es decir, de dictadores o pro- tectores de su autoridad, que vienen a ser como monarcas tem- porales a quienes por un tiempo se les confiere el total ejercicio de su poder; y, al término de ese tiempo, suelen ser privados de dicho poder con más frecuencia que los reyes infantes, por sus protectores, regentes u otros tutores cualesquiera. Aunque las formas de soberanía no sean, como he indicado, más que tres, a saber: monarquía, donde la ejerce una persona; democracia, donde reside en la asamblea general de los súb- ditos, o aristocracia, en que es detentada por una asamblea nombrada por personas determinadas, o distinguidas de otro modo de los demás, quien haya de considerar los Estados que en particular han existido y existen en el mundo, acaso no pueda reducirlas cómodamente. a tres, y propenda a pensar que hay otras formas resultantes de la mezcla de aquéllas. Por ejemplo, monarquías electivas, en las que los reyes tienen entre sus manos el poder soberano durante algún tiempo; o reinos en los que el rey tiene un poder limitado, no obstante lo cual la mayoría de los escritores llaman monarquías a esos gobiernos. Análogamente, si un gobierno popular o aristocrá- tico sojuzga un país enemigo, y lo gobierna con un presidente procurador u otro magistrado, puede parecer, acaso, a primera vista, que sea un gobierno democrático o aristocrático; pero no es así. Porque los reyes electivos no son soberanos, sino ministros del soberano; ni los reyes con poder limitado son soberanos, sino ministros de quienes tienen el soberano poder. Ni las provincias que están sujetas a una democracia o aris- tocracia de otro Estado, democrática o aristocráticamente go- bernado, están regidas monárquicamente. En primer término, por lo que concierne al monarca elec- I ¡vo,cuyo poder está limitado a la duración de su existencia, 156 PARTE II DEL ESTADO CAP. I9 como ocurre en diversos lugares de la cristiandad, actualmen- te, o durante ciertos años o meses, como el poder de los dicta- dores entre los romanos, si tiene derecho a designar su suce- sor, no es ya electivo, sino hereditario. Pero si no tiene poder para elegir su sucesor, entonces existe otro hombre o asamblea que, a la muerte del soberano, puede elegir uno nuevo, o bien el Estado muere y se disuelve con él, y vuelve a la condición de guerra. Si se sabe quién tiene el poder de otorgar la so- beranía después de su muerte, es evidente, también, que la soberanía residía en él, antes: porque ninguno tiene derecho a dar lo que no tiene derecho a poseer, y a conservarlo para sí mismo si lo considera adecuado. Pero si no hay nadie que pueda dar la soberanía, al morir aquel que fue inicialmente elegido, entonces, si tiene poder, está obligado por la ley de naturaleza a la provisión, estableciendo su sucesor, para evitar que quienes han confiado en él para el gobierno recaigan en la miserable condición de la guera civil. En cop.secuencia, cuan- do fue elegido, era un soberano absoluto. En segundo lugar, este rey cuyo poder es limitado, no es superior a aquel o aquellos que tienen el poder de limitarlo; y quien no es superior, no es supremo, es decir, no es soberano. Por consiguiente, la soberanía residía siempre en aquella asam- blea que tenía derecho a li- [99] mitarlo; y como consecuencia, el gobierno no era monarquía, sino democracia o aristocracia, \ como en los viejos tiempos de Esparta cuando los reyes tenían el privilegio de mandar sus ejércitos, pero la soberanía se encontraba en los éforos. En tercer lugar, mientras que anteriormente el pueblo romano gobernaba el país de Judea, por ejemplo, por medio de un presidente, no era Judea por ello una democrada, por- que no estaba gobernada por una asamblea en la cual algunos de ellos tuvieron derecho a intervenir; ni por una aristocra- cia, porque no estaban gobernados por una aS3.mblea a la cual algunos pudieran pertenecer por elección; sino que estaban gobernados por una persona, que si bien respecto al pueblo de Roma era una asamblea del pueblo o democracia, por lo que hace relación al pueblo de Judea, que no tenía en modo alguno derecho a participar en el gobierno, era Un monarca. En efecto, aunque allí donde el pueblo está gobernado por 157 PARTE 11 DEL ESTADO CAP. I9 una asamblea elegida por el pueblo mismo de su seno, el go- bierno se denomina democracia o aristocracia, cuando está goberrrado por una asamblea que no es de propia elección, constituye una monarquía, no de un hombre, sino de un pueblo sobre otro pueblo. Como la materia de todas estas formas de gobierno es mortal, ya que no sólo mueren los monarcas individuales, sino también las asambleas enteras, es necesario para la con- servacian de la paz de los hombres, que del mismo modo que se arbitró un hombre artificial, debe tenerse también en cuenta una artificial eternidad de existencia; sin ello, los hombres que están gobernados por una asamblea recaen, en cualquier época, en la condición de guerra; y quienes están gobernados por un hombre, tan pronto como muere su go- bernante. Esta eternidad artificial es lo que los hombres lla- man derecho de sucesión. No existe forma perfecta de gobierno cuando la disposi- ción de la sucesión no corresponde al soberano presente. En efecto, si radica en otro hombre particular o en una persona privada, recae en la persuna de un súbdito, y puede ser asumida por el soberano, a su gusto; por consiguiente, el derecho resi- de en sí mismo. Si no radica en una persona particular, sino que se encomienda a una nueva elección, entonces el Estado queda disuelto, y el derecho corresponde a aquel que lo re- coge, contrariamente a la intención de quienes instituyeron el Estado para su seguridad perpetua, y no temporal. En una democracia, la asamblea entera no puede fallar, a menos que falle la multitud que ha de ser gobernada. Por consiguiente, en esta forma de gobierno no tiene lugar, en 2.bsoluto, la cuestión referente al derecho de sucesión. En una aristocracia, cuando muere alguno de la asamblea, la elección de otro en su lugar corresponde a la asamblea mis- ma, como soberano al cual pertenece la elección de todos los consejeros y funcionarios. Porque lo que h1.ce el represen- tante como actor, lo hace uno de los súbditos como autor. Y aunque la asamblea soberana pueda dar poder a otros para eleg-ir nuevos hombres para la provisión de su Corte, la elec- ción se hace siempre por su autoridad, y es ella misma la que Is8 PARTE I1 DEL ESTADO CAP. 19 (cuando el bienestar público lo requiera) puede revocarla. [100] La mayor dificultad respecto al derecho de sucesión radica en la monarquía. La dificultad surge del hecho de que a primera vista no es manifiesto quién ha de designar al suce- sor, ni en muchos casos quién es la persona a la que ha desig- nado. En ambas circunstancias se requiere un raciocinio más preciso que el que cada persona tiene por costumbre usar. En cuanto a la cuestión de quién debe designar el sucesor de un monarca que tiene autoridad soberana, es decir, quién debe determinar el derecho hereditario (porque los reyes y prín- cipes .electivos no tienen su poder soberano en propiedad, sino en uso solamente) tenemos que considerar que o bien el que posee la soberanía tiene derecho a disponer de la sucesión, o bien este derecho recae de nuevo en la multitud desintegrada. Porque la muerte de quien tiene el poder soberano deja a la multitud sin soberano, en absoluto; es decir, sin representante alguno sin el cual pueda estar unida, y ser capaz de realizar una mera acción. Son, por tanto, incapaces de elegir un nuevo monarca, teniendo cada hombre igual derecho a someterse a quien considere más capaz de protegerlo; o si puede, a pro- tegerse a sí mismo con su propia espada, lo cual es un retorno a la confusión y a la condición de guerra de todos contra todos, contrariamente al fin para el cual tuvo la monarquía su \ primera institución. En consecuencia, es manifiesto que por la institución de la monarquía, la designación del sucesor se deja siempre al juicio y voluntad de quien actualmente la detenta. En cuanto a la cuestión, que a veces puede surgir, respecto a quién ha designado el monarca en posesión para la sucesión y herencia de su poder, ello se determina por sus palabras expresas y testamento, o por cualesquiera signos tácitos sufi- cientes. Por palabras expresas o testamento, cuando se declara por ° él durante su vida, vÍ'Va voce, por escrito, como los prime- ros emperadores de Roma declaraban quiénes habían de ser sus herederos. Porque la palabra heredero no implica simple- mente los hijos o parientes más próximos de un hombre, sino cualquiera persona que, por el procedimiento que sea, declare 159 PARTE 11 DEL ESTADO CAP. I9 que quiere tenerlo en su cargo como sucesor. Por consiguiente si un monarca declara expresamente que un hombre deter~ min;:do sea su heredero, ya sea de palabra o por escrito, entonces este hombre, inmediatamente después de la muerte de su predecesor, es investido con el derecho de ser monarca. Ahora bien, cuando hita el testamento o palabras expre- sas, deben tenerse en cuenta otros signos naturales de la vo- luntad. Uno de ellos es la costumbre. Por tanto, donde la costumbre es que el más próximo de los parientes suceda de modo absoluto, entonces el pariente más próximo tiene derecho a la sucesión, porque si la voluntad de quien se hallaba en posesión de la soberanía hubiese sido otra, la hubiera podido declarar sin dificultad mientras vivió. Y análogamente, donde es costumbre que suceda el más próximo de los parientes masculinos, el derecho de sucesión recae en el más próximo de los parientes masculinos, por la misma razón. Así ocurriría también si la costumbre fuera anteponer una hembra: porque cuando un hombre puede rechazar cualquier costumbre con una simple palabra y no lo hace, es una señal evidente de su deseo de que dicha costumbre continúe subsistiendo. Ahora bien, donde no existe costumbre ni ha precedido el testamento debe [10 1] comprenderse: primero, que la vo- luntad del monarca es que el gobierno siga siendo monárquico, ya que ha aprobado este gobierno en sí mismo. Segundo, que un hijo suyo, varón o hembra, sea preferido a los demás; en efecto, se presume que los hombres son más propensos por naturaleza a anteponer sus propios hijos a los hijos de otros hombres; y de los propios, más bien a un varón que a una hembra, porque los varones son, naturalmente, más ap- tos que las mujeres para los actos de valor y de peligro. Ter- cero, si falla su propio linaje directo, más bien a un hermano que a un extraño; igualmente se prefiere al más cercano en sangre que al.más remoto, porque siempre se presume que el pariente más próximo es, también, el más cercano en el afecto, siendo evidente, si bien se reflexiona, que un hombre recibe siempre más honor de la grandeza de su más próximo pariente. Pero si bien es legítimo para un monarca disponer de la sucesión en términos verbales de contrato o testamento, los 160 PARTE II DEL ESTADO CAP. I9 hombres pueden objetar, a veces, un gran inconveniente: que pueda vender o donar su derecho a gobernar, a un extraño; y como los extranjeros (es decir, los hombres que no acos- tumbran a vivir bajo el mismo gobierno ni a hablar el mismo lenguaje) se subestiman comúnmente unos a otros, ello puede dar lugar a la opresión de sus súbditos, cosa que es, en efecto, un gran inconveniente; inconveniente que no procede necesa- riamente de la sujeción a un gobierno extranjero, sino de la falta de destreza de los gobernantes que ignoran las verda- deras reglas de la política. Esta es la causa de que los romanos, cuando habían sojuzgado varias nacione&,- para hacer su go- bierno tolerable, trataban de eliminar ese agravio, en cuanto ello se estimaba necesario, dando a veces a naciones enteras, y a veces a hombres preeminentes de cada nación que con- quistaban, no sólo los privilegios, sino también el nombre de romanos, llevando muchos de ellos al Senado y a puestos pro- minentes incluso en la ciudad de Roma. Esto es lo que nuestro sapientísimo rey, el rey Jacobo, perseguía, cuando se propuso la unión de los dos reinos de Inglaterra y Escocia. Si hubiera podido obtenerlo, sin duda hubiese evitado las guerras civiles que hacen en la actualidad desgraciados a ambos reinos. No es, pues, hacer al pueblo una injuria, que un monarca disponga de la sucesión, por su voluntad, si bien a veces ha resultado inconveniente por los particulares defectos de los príncipes. Es un buen argumento de la legitimidad de semejante acto el hecho de que cualquier inconveniente que pueda ocurrir si se entrega un reino a un extranjero, puede suceder también cuando tiene lugar un matrimonio con extranjeros, puesto que el derecho de sucesión puede recaer sobre ellos; sin embargo, esto se considera legítimo por todos. -11- PARTE II DEL ESTADO CAP. 20 CAPITULO XX Del Dominio PATERNAL y del DESPÓTICO Un Estado por adquisición es aquel en que el poder so- berano se adquiere por la fuerza. Y por la fuerza se adquiere cuando los hombres, singularmente o unidos por la pluralidad de votos, por temor a la muerte o a la servidumbre, autorizan todas las [I02] acciones de aquel hombre o asamblea que tiene en su poder sus vidas y su libertad. Este género de dominio o soberanía difie, _ de la sobe- ranía por institución solamente en que los hombres que esco- gen su soberano lo hacen por temor mutuo, y no por temor a aquel a quien instituyen. Pero en este caso, se sujetan a aquel a quien temen. En ambos casos lo hacen por miedo, lo cual ha de ser advertido por quienes consideran nulos aque- llos pactos que tienen su origen en él temor a la muerte o la violencia: si esto fuera cierto nadie, en ningún género de Estado, podría ser reducido a la obediencia. Es cierto que una vez instituída o adquirida una soberanía, las promesas que proceden del miedo a la muerte o a la violencia no son pactos ni obligan cuando la cosa prometida es contraria a las leyes. Pero la razón no es que se hizo por miedo, sino que quien prometió no tenía derecho a la cosa prometida. Así, cuando algo se puede cumplir legítimamente y no se cumple no es la invalidez del pacto lo que absuelve, sino la sentencia del soberano. En otras palabras, lo que un hombre promete le- galmente, ilegalmente lo incumple. Pero cuando el soberano, que es el actor, lo absuelve, queda absuelto por quien le arran- có la promesa, que es, en definitiva, el autor de tal absolución. Ahora bien, los derechos y consecuencias de la soberanía son los mismos en los dos casos. Su poder no puede ser trans- ferido, sin su consentimiento, a otra persona; no puede ena- jenarlo; no puede ser acusado de injuria por ninguno de sus súbditos; no puede ser castigado por ellos; es juez de lo que 162 PARTE 1I DEL ESTADO CAP. 20 se considera necesario para la paz, y juez de las doctrinas; es el único legislador y juez supremo de las controversias, y de las oportunidades y ocasiones de guerra y de paz; a él com- pete elegir magistrados, consejeros, jefes y todos los demás funcionarios y ministros, y determinar recompensas y castigos, honores y prelaciones. Las razones de ello son las mismas que han sido alegadas, en el capítulo precedente, para los mismos derechos y consecuencias de la soberanía por institución. El dominio se adquiere por dos procedimientos: por ge- neración y por conquista. El derecho de dominio por genera- ción es el que los padres tienen sobre 'sus hijos, y se llama paternal. No se deriva de la generación en el sentido de que el padre tenga dominio sobre su hijo por haberlo procreado, sino por consentimiento del hijo, bien sea expreso o declarado por otros argumentos suficientes. Pero por lo que a la gene- ración respecta, Dios ha asignado al hombre una colaboradora; y siempre existen dos que son parientes por i"gual: en conse- cuencia, el dominio sobre el hijo debe pertenecer igualmente a los dos, y el hijo estar igualmente sujeto a ambos, lo cual es imposible, porque ningún hombre puede obedecer a dos dueños. Y aunque algunos han atribuído el dominio solamen- te al hombre, por ser el sexo más exc~lente, se equivocan en ello, porque no siempre la diferencia de fuerza o prudencia en- ,tre el hombre y la mujer son tales que el derecho pueda ser determinado sin guerra. En los Estados, esta controversia es decidida por la ley civil: en la mayor parte de los casos, aun- que no siempre, la sentencia recae en favor del padre, porque la mayor parte de los Estados han (10.)1 sido erigidos por los padres, no por las madres de familia. Pero la cuestión se refiere, ahora, al estado de mera naturaleza donde se supone que no hay leyes de matrimonio ni leyes para la educación de los ni jos, sino la ley de naturaleza, y la natural inclina- ción de los sexos, entre sí, y respecto a sus hijos. En esta condición de mera naturaleza, o bien los padres disponen entre sí del dominio sobre los hijos, en virtud de contrato, o no disponen de ese dominio en absoluto. Si disponen el derecho tiene lugar de acuerdo con el contrato. En la historia encon- tramos que las A tnazonas contrataron con los hombres de los países vecinos, a los cuales recurneron para tener descenden- J6J PA.RTE II DEL ESTADO CAP. 20 cia, que los descendientes masculinos serían devueltos, mientras que los femeninos permanecerían con ellas; de este modo el dominio sobre las hembras correspondía a la madre. Cuando no existe contrato, el dominio corresponde a la madre, porque en la condición ·de mera n~turaleza, donde no existen leyes matrimoniales, no puede saberse quiéa es el pa- dre, a menos que la madre lo declare: por Cl)Jlsiguiente,el derechp de dominio sobre el hijo depend.;, de b. voluntad de ella, y es suyo, en consecuencia. Considere nos, de otra parte, que el hijo se halla primero en podcr de la madre, la cual puede alimentarlo o abandonarlo; si lo aJim:':'1ta, debe su vida a la madre, y, por consiguiente, está obligado a obe- decer la, con preferencia a cualquiera otra persona: por lo tanto, el dominio es de ella. Pero si lo abandona, y otro lo encuentra y lo alimenta, el dominio corresponde a este último. En efecto, el niño debe obedecer a quien le ha protegido, porque siendo la conservación de la vida el fin por el cual un hombrc se hace súbdito de otro, cada hombre se supone que promete obedien- cia al que tiene poder para protegerlo o aniquilarlo. Si la madre está sujeta al padre, el hijo se halla en peder del padre; y si el padre es súbdito de la madre (como, por ejemplo, cuando una reina soberana contrae matrimonio C(,:l uno de sus súbditos) el hijo queda sujeto a la madre, porc,~le también el padre es súbdito de ella. Si un hombre y una mujer, monarcas de dos distintos rei- nos, tienen un niño y contratan respecto a quien tendrá el Jo- minio del mismo, el derecho de dominio se establece por el contrato. Si no contratan, el dominio corresponde a quien do- mina el lugar de su residencia, porque el soberano de cad:l país tiene dominio sobre cuantos residen en él. Quien tiene dominio sobre el hijo, lo tiene también sobre los hijos del hijo, y sobre los hijos de éstos, porque quien tiene dominio sobre la persona de un hombre, lo tiene sobre todo cuanto es, sin lo cual el dominio sería un mero título sin eficacia alguna. El derecho de sucesión al dominio paterno procede del mis- mo modo que el derecho de sucesión a la monarquía, del cual me he ocupado ya suficientemente en el capítulo anterior. 16 4 PARTE II DEL ESTADO CAP. 20 El dominio adquirido por conquista o victoria en una gue- rra, es el que algunos escritores llaman DESPÓTICO, de ~EaJtónlr;, que significa señor o dueño, y es el dominio del dueño sobre su criado. Este dominio es adquirido por el vencedor cuando el [1°4] vencido, para evitar el· peligro inmineIÍte de muerte, pacta, bien sea por palabras expresas o por otros signos sufi- cientes de la voluntad, que en cuanto su· vida y la libertad de su cuerpo lo permitan, el vencedor tendrá uso de ellas, a su antojo. Y una vez hecho ese pacto, el ve!1cido es un siervo, pero antes no, porque con la palabra SIERVO (ya se derive de servire, servir, o de servare, proteger} ,~osa cuya disputa en- trego ~ los gramáticos) no se significa un cautivo que se man- tiene en prisión o encierro, ha.sta que el propietario de quien lo tomó o compró, de alguien que lo tenía, determine lo que ha de hacer con él (ya que tales hombres, comúnmente lla- mados esclavos, no tienen obligación ninguna, sino que pueden romper sus cadenas o quebrantar la prisión; y matar o llevarse Glutivo a su dueño, justamente), sin::> uno a· quien, habiendo sido apresado, se le reconoce todavía la libertad corporal, y que prometiendo no escapar ni hacer violencia a su dl:leño merece la confianza de éste. No es, pues, la victoria la que da el derecho de dominic sobre el vencido, sino su propio pacto. Ni queda obligado por- que ha sido conquistado, es decir, batido, apresado o puestc en fuga, sino porque comparece y se somete al vencedor. N está obligado el vencedor, por la rendición de sus enemigos (sin promesa de vida), a respetarles por haberse rendido a dis- creción; esto no obliga al vencedor por más tiempo sino en cuanto su discreción se lo aconseje. Cuando los hombres, como ahora se dice, piden cuartel, lo que los griegos llamaban ZWYQlCl, dejar con vida, no hacen sino sustraerse a la furia presente del vencedor, mediante la sumisión, y llegar a un convenio respecto de sus vidas, me- diante la promesa de rescate o servidumbre. Aquel a quien se ha dado cuartel no se le concede la vida, sino que la resolu- ción sobre ella se difiere hasta una ulterior deliberación, pues no se ha rendido con la condición de que se le respete la vida, sino a discreción. Su vida sólo se halla en seguridad, y es obligatoria su servidumbre, cuando el vencedor le ha 165 PARTE 1I DEL ESTADO CAP. 20 otorgado su libertad corporal. En efecto, los esclavos que trabajan en las prisiones o arrastrando cadenas,.. no lo hacen por obligación, sino para evitar la crueldad de sus guardianes. El señor del siervo es dueño, también, de cuanto éste tiene, y puede reclamarle el uso. de ello, es decir, de sus bie- nes, de su trabajo, de sus siervos y de" sus hijos, tantas veces como lo juzgue conveniente. En efecto, debe la vida a su señor, en virtud del pacto de obediencia, esto es, de considerar como propia y autorizar cualquiera cosa que el dueño pueda' hacer. Y si el,señor, al rehusar el siervo, le da muerte o lo encadena, o le castiga de otra suerte por su desobediencia, es el mismo siervo autor de todo ello, y no puede acusar al dueño de injuria. En suma, los derechos y consecuencias de ambas cosas, el dominio paternal y el despótico, coinciden exactamente con los del soberano por institución, y por las mismas razones a las cuales nos hemos referido en el capítulo precedente. Si un monarca lo es de diversas naciones, y en una de ellas tiene la soberanía por institución del pueblo" reunido, y en la otra por conquista, es decir, por la sumisión de cada indi- viduo para evitar la muerte o la prisión, exigir de una de estas naciones más que de la otra, por título de conquista, por tratarse de una nación conquistada, es un acto de ignoran- cia de los derechos de [105] soberanía. En ambos casos es el soberano igualmente absoluto, o de lo contrario la soberanía no existe; y de este modo, cada hombre puede protegerse a sí mismo legítimamente, si puede, con su propia espada, lo cual es condición de guerra. De esto se infiere que una gran familia, cuando no forma parte de algún Estado, es, por sí misma, en cuanto a los dere- chos de soberanía, una pequeña monarquía, ya conste esta familia de un hombre y sus hijos, o de un hombre y sus criados, o de un hombre, sus hijos y sus criados conjuntamen- te; familia en la cual el padre o dueño es el soberano. Ahora bien, una familia no es propiamente un Estado, a menos que no alcance ese poder por razón de su número, o por otras circullstancias que le permitan no ser sojuzgada sin el azar de ulla gllerra. Cuando un grupo de personas es manifiestamente 166 PARTE 11 DEL ESTADO CAP. 20 demasiado débil para defenderse a sí mismo, cada una usará su propia razón, en tiempo de peligro, para salvar su propia vida, ya sea huyendo o sometiéndose al enemigo, como con- sidere mejor; del mismo modo que una pequeña compañía de soldados, sorprendida por un ejército, puede deponer las armas y pedir cuartel, o escapar, más biel' que exponerse a ser exterminada. Considero esto como suficiente, respecto a lo que por especulación y deducción pienso de los derechos so- beranos, de la naturaleza, necesidad y designio de los hom- bres, al establecer los Estados, y al situarse bajo el mando de monarcas o asambleas, dotadas de podet¡ ..bastante para su pro- tección. Consideremos ahora lo que la Escritura enseña acerca de este extremo. A Moisés, los hijos de Israel le deCÍan: *Há- blanos, y te oiremos; pero no hagas que Dios nos hable, porque moriremos. Esto implica absoluta obediencia a Moisés. Res- pecto al derecho de los reyes, Dios mismo dijo, por boca de Samuel: *Este será el derecho del rey que des eais ver reinan- do sobre vosotros. El tomará vuestros hijos, y los hará guiar sus carros, y ser sus jinetes, y correr delante de sus carros; y recoger su cosecha; y hacer sus máquinas de guerra e ins- trUtnentos de sus carros; y tomará vuestras hijas para hacer perfumes, para ser sus cocineras y panaderas. Tomará vues- -Iros campos, vuestros viñedos y vuestros olivares, y los dará a sus siervos. Tomará las primicias de vuestro grano y de vues- tro vino, y las dará a los hombres de su cámara y a sus demás sirvientes. Tomará vuestros servidores varones, y vuestras sir- vientes doncellas, y la flor de vuestra juventud, y la empleard en sus negocios. Tomará las primicias de vuestros rebaños, ) vosotros sereis sus siervos. Trátase de un poder absoluto, re- sumido en las últimas palabras: vosotros sereis sus siervos. Ade· más, cuando el pueblo oyó qué poder iba a tener el rey consintieron en ello, diciendo: *Seremos como todas las de más naciones, y nuestro rey juzgará nuestras causas, e irá ant, 1lOsotros, para guiarnos en nuestras guerras. Con ello se con- firma el derecho que tienen los soberanos, respecto a la militia y a la judicatura entera; en ello está contenido un poder tan absoluto como un hombre pueda posiblemente tr~nsferir a otro. 16 7 PARTE II DEL ESTADO CAP. 20 A su vez, la súplica del rey Salomón a Dios era ésta: Da a* ttt siervo inteligencia para juzgar a tu pueblo, y para discernir entre lo "bueno y lo malo. Corresponde, por tanto, al soberano ser [106] juez, y prescribir las reglas para discernir el bien y el mal: estas reglas son leyes, y, por consiguiente, en él radica el poder legislativo. Saúl puso precio a la vida de David; sin embargo, cuando este último tuvo posibilidad de dar muerte a Saúl, y sus siervos podían haberlo hecho, David lo prohibió, diciendo: *Dios prohibe que realice semejante acto contra mi Señor, el ungido de Dios. Respecto a la obediencia de los sier- vos, decía San Pablo: *Los siervos obedecen a sus señores en todas las cosas, y *Los hijos obedecen a sus padres en todo. Es la obediencia simple en quienes están sujetos a dominio pa- ternal o despótico. Por otra parte, *Los escribas y fariseos están sentados en el sitial de Moisés, y por consiguiente, cuan- to os ordenen observar, observadlo y hacedlo. Esto implica, de nuevo, una simple obediencia. Y San Pablo dice: *Adver- tid que quienes se hallan sujetos a los príncipes, y a otras personas con autoridad, deben obedecerles. También esta obe- diencia es sencilla. Por último, nuestro mismo Salvador re- conocía que los hombres deben pagar las tasas impuestas por los reyes cuando dijo: Dad al César lo que es del César, y pagó é\ mismo ese tributo. Y que la palabra del reyes su- ficiente para arrebatar cualquiera cosa a cualquier súbdito, si lo necesita, y que el reyes el juez de esta necesidad. Porque el mismo Jesús, como rey de los judíos, mandó a sus discí- pulos que cogieran una borrica y su borriquillo, para que lo * llevara a Jerusalén, diciendo: Id al pueblo que está ¡rente a vosotros, y encontrareis una borriquilla atada y su borriqui- llo con ella: desatadlos y traédmelos. Y si alguno os pregunta qué os proponeis, decidle que el Señor los necesita, y entonces os dejarán marchar. No preguntan si su necesidad es un título suficiente, ni si es juez de esta necesidad, sino que se allanan a la voluntad del Señor. A estos pasajes puede añadirse también aquel otro del Génesis: *Debeis ser como Dios, que conoce el bien y el mal. y el versículo 11: ¿Quién te dijo que estabas desnudo? ¿Has (ollliJo del árbol, del cual te ordené que no comieras? Por- 168 PARTE 11 DEL ESTADO CAP. 20 que habiendo sido prohibido el conocimiento o juicio de lo bueno y de lo malo, por el nombre del fruto del árbol de la ciencia, como una prueba de la obediencia de Adán, el demo- nio, para inflamar la ambición de la mujer a la que este fruto siempre había parecido bello, le dijo que probándolo cono- c('ría, como Dios, el bien y el mal. Una vez que hubieron co- mido ambos, disfrutaron la aptitud de Dios para el enjuicia- miento de lo bueno y de lo malo, pero no adquirieron una nueva aptitud para discernir rectamente entre ellos. Y aunque se dice que habiendo comido, ellos advirtieron que estaban desnudo,', nadie puede interpretar ese Ipasaje en el sentido de que an~es estuvieran ciegos, y no viesen su propia piel: la significación es clara, en el sentido de que sólo entonces juzgaban que su desnudez (en la cual Dios los había creado) era inconveniente; y al avergonzarse, tácitamente censuraban al mismo Dios. Seguidamente Dios dijo: Has comido, etc., como queriendo decir: Tú que me debes obediencia ¿vas a atribuirte la capacidad de juzgar mis mandatos? Con ello se significaba claramente (aunque de modo alegórico) que los mandatos de quien tiene derecho a mandar, no deben ser censurados ni discutidos por sus súbditos. Así parece bien claro a mi entendimiento, lo mismo por la razón que Ror la Escritura, que el poder soberano, ya radi- que en un [1°7] hombre, como en la monarquía, o en una asamblea de hombres, como en los gobiernos populares y aris- tocráticos, es tan grande, como los hombres son capaces de hacerlo. Y aunque, respecto a tan ilimitado poder, los hom- bres pueden i!llaginar muchas desfavorables consecuencias, las consecuencias de la falta de él, que es la guerra perpetua de cada hombre contra su vecino, son mucho peores. La condición del hombre en esta vida nunca estará desprovista de inconve- nientes; ahora bien, en ningún gobierno existe ningún otro inconveniente de monta sino el que procede de la desobedien- cia de los súbditos, y del quebrantamiento de aquellos pactos sobre los cuales descansa la esencia del Estado. Y cuando al- guien, pensando que el poder soberano es demasiado grande, trate de hacerlo menor, debe sujetarse él mismo al poder que pueda limitarlo, es decir, a un poder mayor. 16 9 PARTE TI DEL ESTADO CAP. 20 La objeción máxima es la de la práctica: cuando los hom- bres preguntan dónde y cuándo semejante poder ha sido re- conocido por los súbditos. Pero uno puede preguntar entonces, a su vez, cuándo y dónde ha existido un reino, libre, durante mucho tiempo, de la sedición y de la guerra civil. En aquellas naciones donde los gobiernos han sido duraderos y no han sido destruídos sino por las guerras exteriores, los súbditos nunca disputan acerca del poder soberano. Pero de cualquier modo que sea, un argumento sacado de la práctica de los hombres, que no discriminan hasta el fondo ni ponderan con exacta razón las causas y la naturaleza de los Estados, y que diariamente sufren las miserias derivadas de esa ignorancia, es inválido. Porque aunque en todos los lugares del mundo los hombres establezcan sobre la arena los cimientos de sus casas, no debe deducirse de ello que esto deba ser asÍ. La destreza en hacer y mantener los Estados descansa en ciertas normas, semejantes a las de la aritmética y la geometría, no, (como en el juego de tennis) en la práctica solamente: estas reglas, ni los hombres pobres tienen tiempo ni quienes tienen ocios suficientes han tenido la curiosidad o el método de en- contrarlas. 170 PARTE Il DEL ESTADO CAP. 2I CAPITULO XXI De la LIBERTAD de los Súbditos LIBERTAD significa, propiamente hólando, la ausencia de oposición (por oposición significo impedimentos externos al movimiento); puede aplicarse tanto a las criaturas irraciona- les e iúanimadas como a las racionales. Cualquiera cosa que esté ligada o envuelta de tal modo que no pueda moverse' sino dentro de un cierto espacio, determinado por la oposición de algún cuerpo externo, decimos que no tiene libertad para ir más lejos. Tal puede afirmarse de todas las criaturas vivas mientras están aprisionadas o constreñidas con muros o cade- nas j y del agua, mientras está contenida por medio de diques o canales, pues de otro modo se extendería por un espacio mayor, solemos decir que no está en libertad para moverse del modo como lo haría si no tuviera tales impedimentos. Ahora bien, cuando el impedimento de la moción radica en la constitución de la cosa misma y no solemos decir que carece de libertad, sino de fuerza para moverse, como cuando una piedra está en reposo, o un hombre se halla sujeto al lecho por una enfermedad. [108] De acuerdo con esta genuina y común significación de la palabra, es un HOMBRE LIBRE quien en aquellas cosas de que es capaz por su fuerza y por su ingenio, no está obstaculizado para hacer lo que desea. Ahora bien, cuando las palabras libre y libertad se aplican a otras 'cosas, distintas de los cuerpos, lo son de modo abusivo, pues lo que no se halla sujeto a movi- miento no está sujeto a impedimento. Por tanto cuando se dice, por ejemplo: el camino está libre, no se significa libertad del camino, sino de quienes lo recorren sin impedimento. Y cuando decimos que una donación es libre, no se significa libertad de la cosa donada, sino del donante, que al donar no estaba ligado por ninguna ley o pacto. Así, cuando habla- 17 1 PARTE 1l DEL ESTADO CAP. 21 mas libremente, no aludimos a la libertad de la voz o de la pronunciación, sino a la del hombre, a quien ninguna ley ha obligad? a hablar de otro modo que lo hizo. Por último, del uso del término libre albedrío no puede inferirse libertad de la voluntad, deseo o incljnación, sino libertad del hombre, la cual consiste en que no encuentra obstáculo para hacer lo que tiene voluntad, deseo o inclinación de llevar a cabo. Temor y libertad son cosascoherentesj por ejemplo, cuan- do un hombre arroja sus mercancías al mar por temor de que el barco se hunda, lo hace, sin embargo, voluntariamente, y puede abstenerse de hacerlo si quiere. Es, por consiguiente, la acción de alguien que era libre: así ramb;én, un hombre paga a veces su deuda sólo por temor a la cárcel, y sin em- bargo, como nadie le impedía abstenerse de hacerlo, semejante acción es la de un hombre en libertad: Generalmente todos los actos que los hombres realizan en los Estados, por temor a la ley, son actos cuyos agentes tenían libertad para dejar de ha- cerlos. Libertad y necesidad son coherentes, como, por ejemplo, ocurre con el agua, que no sólo tiene libertad, sino necesidad de ir bajando por el canal. Lo mismo sucede en las acciones que voluntariamente realizan los hombres, las cuales, como proceden de su voluntad, proceden de la libertad, e· incluso como cada acto de la voluntad humana y cada deseo e incli- nación proceden de alguna causa, y ésta de otra, en una continua cadena (cuyo primer eslabón se halla en la mano de Dios, la primera de todas causas), proceden de la necesidad. Así que a quien pueda advertir la conexión de aquellas causas le resultará manifiesta la necesidad de todas las acciones vo- luntarias del hombre. Por consiguiente, Dios, que ve y dispone todas las cosas, ve también que la libertad del hombre, al hacer lo que quiere, va acompañada por la necesidad de hacer lo que Dios quiere, ni más ni menos. Porque aunque los hombres hacen muchas cosas que Dios no ordena ni es, por consiguiente, el autor de ellas, sin embargo, no pueden tener pasión ni apetito por ninguna cosa, cuya ca~sa no sea la voluntad de Dios. Y si esto no asegurara la necesidad de la voluntad huma- na y, por consiguiente, de todo lo que de la voluntad hu- 17 2 PARTE 11 DEL ESTADO CAP. 2I mana depende, la libertad del hombre sería una contradicción y un impedimento a la omnipotencia y libertad de Dios. Con- sideramos esto suficiente, a nuestro actual propósito, respecto de esa libertad natural que es la única que propiamente puede llamarse libertad. Pero del mismo modo que los hombres, para alcanzar la paz y, con ella, la conservación de sí mismos, han creado un hombre artificial que podemos llamar Estado, así tenemos también que han hecho cadenas artificiales, llamadas leyes ci- viles) que ellos mismos, por pactos mutuos- han [109] fijado fuertemente, en un extremo, a los labios de aquel hombre o asamblea a quien ellos han dado el poder soberano; y por el otro extremo, a sus propios oídos. Estos vínculos, débiles por su propia naturaleza, pueden, sin embargo, ser mantenidos, por el peligro aunque no por la dificultad de romperlos. Sólo en relación con estos vínculos he de hablar ahora de la libertad de los súbditos. En efecto, si adv~rtimos que no existe en el mundo Estado alguno en el cual se hayan estableci- do normas bastantes para la regulación de todas las acciones y palabras de los hombres, por ser cosa imposible, se sigue ne- cesariamente que en todo género de acciones, conforme a le- yes preestablecidas, los hombres tienen la libertad de hacer 10 q~e su propia razón les sugiera para mayor provecho de sí mismos. Si tomamos la libertad en su verdadero sentido, co- mo libertad corporal, es decir: como libertad de cadenas y prisión, sería muy absurdo que los hombres clamaran, como lo hacen, por la libertad de que tan evidentemente disfrutan. Si consideramos, además, la libertad como exención de las leyes, no es menos absurdo que los hombres demanden como lo hacen, esta libertad, en virtud de la cual todos los demás hombres pueden ser señores de sus vidas. Y por absurdo que sea, esto es lo que demandan, ignorando que las leyes no tienen poder para protegerles si no existe una espada en las manos de un hombre o de varios para hacer que esas leyes se cumplan. La libertad de un súbdito radica, por tanto, sola- mente, en aquellas cosas que en la regulación de sus acciones ha predeterminado el soberano: por ejemplo, la libertad de compr:tr y vender y de hacer, entre sÍ, contratos de otro gé- 173 PARTE 11 DEL ESTADO CAP. 21 nero, de escoger su propia residencia, su propio alimento, su propio género de vida, e instruir sus niños como crea con- veniente, etc. _ No obstante, ello no significa que con esta libertad haya quedado abolido y limitado el soberano poder de vida y muer- te. En efecto, hemos manifestado ya, que nada puede hacer un representante soberano a un súbdito, con cualquier pre- texto, que pueda propiamente ser llamado injusticia o injuria. La caúsa de ello radica en que cada súbdito es autor de cada uno de los actos del soberano, así que nunca necesita derecho a una cosa, de otro modo que como él mismo es súbdito de Dios y está, por ello, obligado a observar las leyes de natu- raleza. Por consiguiente, es posible, y con frecuencia ocurre en los Estados, que un súbdito pueda ser condenado a muerte por mandato del poder soberano, y sin embargo, éste no haga nada malo. Tal ocurrió cuando lelte fue la causa de que su hija fuera sacrificada. En este caso y en otros análogos quien vive así tiene libertad para realizar la acción en virtud de la cual es, sin embargo, conducido, sin injuria, a la muerte. Y lo mismo ocurre también con un príncipe soberano que lleva a la muerte un súbdito inocente. Porque aunque la acción sea contra la ley de naturaleza, por ser contraria a la equidad, como ocurrió con el asesinato de Uriah por David, ello no constituyó una injuria paraUriah, sino para Dios. No para U riah, porque el derecho de hacer aquello que le agradaba había sido conferido a David por Uriah mismo. Sino a Dios, porque David era súbdito de Dios, y toda iniquidad está pro- hibida por la ley de naturaleza. David mismo confirmó de modo evidente esta distinción cuando se arrepintió del hecho diciendo: Solamente contra ti he pecado. Del mismo modo, cuando el pueblo de Atenas deste- [1 10] rró al más potente de su Estado por diez años, pensaba que no cometía injus- ticia, y todavía más: nunca se preguntó qué crimen había cometido, sino qué daño podría hacer; sin embargo, ordenaron el destierro de aquellos a quienes no conocían; y cada ciu- dadano al llevar su concha al mercado, después de haber ins- o-ito en ella el nombre de aquel a quien deseaba desterrar, ~ill acu~ar.l(), unas veces desterró a un ArístidesJ por su reputa- PARTE 11 DEL ESTADO CAP. 21 ción de justicia, y otras a un ridículo bufón, como Hipérbolo, para burlarse de él. Y nadie puede decir que el pueblo so- berano de A tenas carecía de derecho a desterrarlos, o que a un ateniense le faltaba la libertad para burlarse o para ser justo. La libertad, de' la cual se hace mención tan frecuente y honrosa en las historias y en la filosofía de los antiguos grie- gos y romanos, y en los escritos y discursos de quienes de ellos han recibido toda su educación en materia de política, no es la libertad de los hombres particulares, sino la libertad del Estado, que coincide con la que cada hombre tendría si no existieran leyes civiles ni Estado, en absoluto. Los efectos de ella son, también, los mismos. Porque así como entre hom- bres que no reconozcan un señor existe perpetua guerra de cada uno contra 'su vecino; y no hay herencia que transmitir al hijo, o que esperar del padre; ni propiedad de bienes o tierras; ni seguridad, sino una libertad plena y absoluta en cada hombre en particular, así en los Estados y repúblicas que no dependen una de otra, cada una de estas instituciones (y no cada hombre) tiene una absoluta libertad de hacer 10 que estime (es decir, lo que el hombre o asamblea que lo representa estime) más conducente a su beneficio. Sin ello viven en condición de guerra perpetua, y en los preliminares de la batalla, con las fronteras en armas, y los cañones enfi- lados contra los vecinos circundantes. A tenienses Y' romanos eran libres, es decir, Estados libres: no en el sentido de que cada hombre en particular tuviese libertad para oponerse a ~IlS propios representantes, sino en el de que sus representantes tuvieran la libertad de resistir o invadir a otro pueblo. En las torres de la ciudad de Luca está inscrita, actualmente, en grandes caracteres, la palabra LIBE RTA S; sin embargo, na- die puede inferir de ello que un hombre particular tenga más libertad o inmunidad, por sus servicios al Estado, en esa ciu- dad que en Constantinopla. Tanto si el Estado es monárquico como si es popular, la libertad es siempre la misma. Pero con frecuencia ocurre que los hombres queden de- fraudados por la especiosa denominación de libertad; por falta de juicio para distinguir, consideran como herencia privada y derecho innato suyo lo que es derecho público solamente. Y 175 pARTE 11 DEL ESTADO CAP, ~t cuando' el mismo error resulta confirmado por la autoridad de quienes gozan fama por sus escritos sobre este tema, no es extraño que produzcan sedición y cambios de gobierno. En estos países occidentales del mundo solemos recibir nuestras opiniones, respecto a la institución y derechos de los Estados, de Aristóteles, Cicerón y otros hombres, griegos y romanos, que viviendo en régimen de g<,>biernos populares, no derivaban sus derechos de los principios de naturaleza, sino que los trans- cribían en sus· libros basándose [rr 1] en la práctica de sus propios Estados, que eran populares, del mismo modo que los gramáticos describían las reglas del lenguaje, a base de la práctica contemporánea; o las reglas de poesía, fundándose en los poemas de Homero y VirgiUo. A los atenienses se les enseñaba (para apartarlos del deseo de cambiar su gobierno) que eran hombres libres, y que cuantos vivían en. régimen monárquico eran esclavos; y así Aristóteles dijo en su Política (Lib. 6, Cap. 2): En la democracia debe suponerse la liber- tad; porque comúnmente se reconoce que ningún hombre es libre en ninguna otra forma de gobierno. Y como Aristóteles, así también Cicerón y otros escritores han fundado su doc- trina civil sobre las opiniones de los romanos, a quienes el odio a la monarquía se aconsejaba primeramente por quienes, ha- biendo depuesto a su soberano, compartían entre sí la sobe- ranía de Roma, y más tarde por los sucesores de éstos. Y en la lectura de estos autores griegos y latinos, los hombres (co- mo una falsa apariencia de libertad) han adquirido desde su infancia el hábito de fomentar tumultos, y de ejercer un con- trol licencioso de los actos de sus soberanos; y además de controlar a estos controladores, con efusión de mucha sangre; de tal modo que creo poder afirmar con razón que nada ha sido tan estimado en estos países occidentales como lo fue el aprendizaj~ de la lengua griega y de la latina. Refiriéndonos ahora a las peculiaridades de la verdadera libertad de un súbdito, cabe señalar cuáles son las cosas que, aun ordenadas por el soberano, puede, no obstante, el súbdito negarse a hacerlas sin injusticia; vamos a considerar qué derecho renunciamos cuando constituímos un Estado, o, lo que es lo mismo, qué libertad nos negamos a nosotros mismos, 176 PARTE II DEL ESTADO CAP. 2I al hacer propias, sin excepción, todas las acciones del hombre o asamblea a quien constituímos en soberano nuestro. En efec- to, en el acto de nuestra sumisión van implicadas dos co:as: nuestra obligación y nuestra libertad, lo cual puede infenrse mediante argumentos de cualquier lugar y tiempo; porque no existe obligación impuesta a un hombre que no derive de un acto de su voluntad propia, ya que todos los hombres, igual- mente, son, por naturaleza, libres. Y como tales argumentos pueden derivar o bien de palabras expresas como: Yo autorizo todas SttS acciones, o de la intención de quien se somete a sí mismo a ese poder (intención que viene a expresarse en la fitlalidad en virtud de la cual se somete), la obligación y libertad del súbdito ha de derivarse ya de aquellas palabras u otras equivalentes, ya del fin de la institución de la sobe- ranía, a saber: la paz de los súbditos entre sí mismos, y su defensa contra un enemigo común. Por consiguiente, si ad. ertimos en primer lugar que la soberanía por institución se establece por pacto dl; todos con todos, y la soberanía por adquisición por pactos dd vencido con el vencedor, o del hijo con d padre, es manifiesto que cada súbdito tiene libertad en todas aquellas COS'lS cuyo de- recho no puede ser transferido mediante pacto. Ya he ex- presado anteriormente, en el capítulo XIV, que los pactos de no defender el propio cuerpo de un hombre, son nuJos. Por consiguiente, Si el soberano ordena a un hombre (aunque justament.e condenado) que se mate, hiera o mutile a sí mismo, o que no resista a quienes le ataquen, o que se abstenga del uso de alimentos, del aire, de la medicina o de cualquiera otra I ¡ 121 cosa, sin la cual no puede vivir, ese hombre tiene libertad para desobedecer. Si un hombre cs interrogado por el soberano o su autori- dad, respecto a un crimen cometido por él mismo, no viene oblig:ado (sin seguridad de perdón) a confesarlo, porque, co- mo he manifestado en el mismo capítulo, nadie puede ser nbligado a acusarse a sí mismo por razón de un pacto. Además, el consentimiento de un súbdito al poder sobe- rano está contenido en estas palabras: Autorizo o tomo a mi 177 -12- PARTE 11 DEL ESTADO CAP. 2I cargo todas sus acciones. En ello no hay, en modo alguno, res- tricción de su propia y anterior libertad natur~l, porque al permitirle que me mate, no quedo obligado a matarme yo mismo cuando me lo ordene. Una cosa es decir: Mátame o mata a mi compañero, si quieres, y 0tra: Yo me mataré a mí mismo, o a mi compañero. De ello resulta que Nadie está obligado por sus palabras a darse muerte o a matar a otro hombre. Por consiguiente, la obligación que un hombre puede, a veces, contraer, en virtud del mandato del soberano, de ejecutar una misión peligrosa o poco honorable, no depende de los términos en que su sumisión fue efectuada, sino de la intención que debe interpretarse por la finalidad de aquélla. Por ello cuando nuestra negativa a obedecer frus- tra la finalidad para lá cual se instituyó la· soberanía, no hay libertad para rehusar; en los demás casos, sÍ. Por esta razón, un hombre a quien como soldado se le ordena luchar contra el enemigo, aunque su soberano tenga derecho bastante para castigar su negativa con la muerte, puede no obstante, en ciertos casos, rehusar sin injusticia; por ejemplo, cuando procura un soldado sustituto, en su lugar, ya que entonces no deserta del servicio del Estado. También debe hacerse alguna concesión al temor natural, no sólo en las mujeres (de las cuales no puede esperarse la ejecución de un deber peligroso), sino también en los hombres de ánimo femenino. Cuando luchan los ejércitos, en uno de los dos bandos o en ambos se dan casos de abandono; sin embargo, cuando no obedecen a traición, sino a miedo, no se estiman injustos, sino deshonrosos. Por la misma razón, evitar la ba- talla no es injusticia, sino cobardía. Pero quien se enrola como soldado, o recibe dinero por ello, no puede presentar la ex- cusa de un temor de ese género, y no solamente está obligado a ir a la batalla, sino también a no escapar de ella sin auto- rización de sus capitanes. Y cuando la defensa del Estado requiere, a la vez, la ayuda de quienes son capaces de manejar las armas, todos están obligados, pues de otro modo la ins- titución del Estado, que ellos no tienen el propósito o el valor de defender, era en vano. PARTE II DEL ESTADO CAP. 2I - Nadie tiene libertad para resistir a la fuerza del Estado, en defensa de otro hombre culpable o inocente, porque se- mejante libertad arrebata al soberano los medios de proteger- nos y es, por consiguiente, destructiva de la verdadera esencia del gobierno. Ahora bien, en el caso de que un gran número de hombres hayan resistido injustamente al poder soberano, o cometido algún crimen capital por el cual cada uno de ellos esperara la muerte, ¿no tendrán la libertad de reunirse y de asistirse y defenderse uno 3. otro? Ciertamente la tienen, por- que no hacen sino defender sus vidas a lo cual el cul- [1 13] pable tiene tanto derecho como el inocente. Es evidente que existió injusticia en el primer quebrantamiento de su deber; pero el hecho de que posteriormente hicieran armas, aunque sea para mantener su actitud inicial, no es un nuevo acto in- justo. y si es solamente para defender sus personas no es injusto en modo alguno. Ahora bien, el ofrecimiento de per- dón arrebata a aquellos a quienes se ofrece, la excusa de pro- pia defensa, y hace ilegal su perseverancia en asistir o defen.. der a los demás. En cuanto a las otras libertades dependen del silencio de la ley. En los casos en que el soberano no ha prescrito una norma, el súbdito tiene libertad de hacer o de omitir, de acuerdo con su propia discreción. Por esta causa, semejante libertad es en algunos sitios mayor, y en otros más pequeña, en algunos tiempos más y en otros menos, según consideren más conveniente quienes tienen la soberanía. Por ejemplo, existió una época en que, en Inglaterra, cualquiera podía pe- netrar en sus tierras propias por la fuerza y desposeer a quien injustamente las ocupara. Posteriormente esa libertad de pe- netración violenta fue suprimida por un estatuto que el rey promulgó con el Parlamento. Así también, en algunos países del mundo, los hombres tienen la libertad de poseer varias mujeres, mientras que en otros lugares semejante libertad no está permitida. Si un súbdito tiene una controversia con su soberano acer- ca de una deuda, o del derecho de poseer tierras o bienes, o acerca de cualquier servicio requerido de sus manos, o res- pecto a cualquiera pena corporal o pecuniaria fundada en um 179 PARTE II DEL ESTADO CAP. 21 ley precedente, el súbdito tiene la misma libertad para de- fender su derecho como si su antagonista fuera otro súbdito, y puede n;.alizar esa defensa ante los jueces designados por el soberano. En efecto, el soberano demanda en virtud de una ley anterior y no en virtud de su poder, con lo cual declara que no requiere más si no lo que, según dicha ley, aparece como debido. La defensa, por consiguiente, no es contraria a la voluntad del soberano, y por tanto el súbdito tiene la libertad de exigir que su causa sea oída y sentenciada de acuerdo con esa ley. Pero si demanda o toma cualquiera cosa bajo el pretexto de su propio poder, no existe, en este caso, acción de ley, porque todo cuanto el soberano hace en virtud de su poder, se hace por la autoridad de cada súb- dito, y, por consiguiente, quien realiza una acción contra el soberano, la efectúa, a su vez, contra sí mismo. Si un monarca o asamblea soberana otorga una libertad a todos o a alguno de sus súbditos, de tal modo que la persis- fencÍa de esa garantía incapacita al soberano para proteger a sus súbditos, la concesión es nula, a menos que directamente renuncie o transfiera la soberanía a otro. Porque con esta concesión, si hubiera sido su voluntad, hubiese podido renun- ciar o transferir en términos llanos, y no lo hizo, de donde resulta que no era esa su voluntad, sino que la concesión procedía de la ignorancia de la contradicción existente entre esa libertad y el poder soberano. Por tanto, se sigue reteniendo la soberanía, y en consecuencia todos los poderes necesarios para el ejercicio de la misma, tales como el poder de hacer la guerra y la paz, de enjuiciar las causas, de nombrar fun- cionarios y consejeros, de exigir dinero, y todos los demás poderes mencionados en el capítulo XVIII. [II 4] La obligación de los súbditos con respecto al soberano se comprende que no ha de durar ni más ni menos que lo que dure el poder mediante el cual tiene capacidad para proteger- los. En efecto, el derecho que los hombres tienen, por natu- raleza, a protegerse a sí mismos, cuando ninguno puede pro- tegerlos, no puede ser renunciado por ningún pacta. La soberanía es el alma del Estado; y una vez que se separa del cuerpo, los miembros ya no reciben movimiento de ella. El 180 PARTE II DEL ESTADO CAP. 21 fin de la obediencia es la protección, y cuando un hombre la ve, sea en su propia espada o en la de otro, por naturaleza sitúa allí su obediencia, y su propósito de conservarla. Y aun- que la soberanía, en la intención de quienes la hacen, sea in- mortal, no sólo está sujeta, por su propia naturaleza, a una muerte violenta, a causa de una guerra con el extranjero, sino que por la ignorancia y pasiones de los hombres tiene en sí, desde el momento de su institución, muchas semillas de mor- talidad natural, por las discordias intestinas. Si un súbdito cae prisionero en la guerra, o su persona o sus medios de vida quedan en poder del enemigo, al cual ' confía su vida y su libertad .corporal, con la condición de quedar sometido al vencedor, tiene libertad para aceptar la con- dición, y, habiéndola aceptado, es súbdito de quien se la impuso, porque no tenía ningún otro medio de conservarse a sí mismo. El caso es el mismo sí queda retenido, en esos términos, en un país extranjero. Pero si un hombre es rete- nido en prisión o en cadenas, no posee la libertad de su cuerpo, ni ha de considerarse ligado a la sumisión, por el pacto; por consiguiente, si puede, tiene derecho a escapar por cualquier medio que se le ofrezca. Si un monarca renuncia a la soberanía, para sí mismo y para sus herederos, sus súbditos vuelven a la libertad abso- luta de la naturaleza. En efecto, aunque la naturaleza declare quiénes son sus hijos, y quién es el más próximo de su li- naje, depende de su propia voluntad (como hemos manifes- tado en el precedente capítulo) instituir quién será su here- dero. Por tanto, si no quiere tener heredero, no existe soberanía ni sujeción. El caso es el mismo si muere sin sucesión conocida y sin declaración de heredero, porque, entonces, no siendo co- nocido el heredero, no es obligada ninguna sujeción. Si el soberano destierra a su súbdito, durante el destierro no es súbdito suyo. En cambio, quien se envía como mensa- jero o es autorizado para realizar un viaje, sigue siendo súb- dito, pero lo es por contrato entre soberanos, no en virtud del pacto de sujeción. Y es que quien entra en los dominios de otro queda sujeto a todas las leyes de ese territorio, a menos ISI PARTE II DEL ESTADO CAP. 21 que tenga un privilegio por concesión del soberano, o por li- cencia especial. Si un monarca, sojuzgado en una guerra, se hace él mismo súbdito del veñcedor, sus. súbditos quedan liberados de su anterior obliga~ión, y resultan entonces obligados al vencedor. Ahora bien, si se le hace prisionero o no conserva su libertad corporal, no se comprende que haya renunciado al derecho de soberanía, y, por consiguiente, sus súbditos vienen obligados a mantener su obediencia a los magistrados anteriormente ins- tituídos, y que gobiernan no en nombre propio, sino en el del monarca. En efecto, si subsiste el derecho del soberano, la cuestión es sólo la relativa a la administración, es decir, a los magis- [1 15] trados y funcionarios, ya que si no tiene medios para nombrarlos se sUfone que aprueba aquellos que él mismo designó anteriormente. DEL ESTADO CAP. 22 PARTE II CAPITULO XXII De los SISTEMAS de Sujeción, Política y Privada Después de haber estudiado la generación, forma y poder de un Estado, puedo referirme, a continuación, a los elementos del mismo: en primer lugar, a los sistemas, que asemejan las partes análogas o músculos de un cuerpo natural. Entiendo por SISTEMAS un número de hombres unidos por un interés o un negocio. De ellos algunos son regulares; otros, irregulares. Son regulares aquellos en que.pn hombre o asamblea de hombres queda costituído en representante del número total. Todos los demás son irregulares. De los regulares, algunos son absolutos e independientes, pues no están sujetos a ningún otro sino a su representante: so- lamente éstos son Estados, y a ellos me he referido ya en los cinco últimos capítulos. Otros son dependientes, es decir, subordinados a algún poder soberano, al que cada uno de sus elementos está sujeto, incluso quien los representa. De los sistemas subordinados unos son políticos y otros privados. Son políticos (de otra manera llamados cuerpos polí- ticos y personas legales) aquellos que están constituídos por la autoridad del poder soberano del Estado. Son privados aque- llos que están constituídos por los súbditos, entre sí mismos, o con autorización de un extranjero. En efecto, ninguna au- toridad derivada del poder extranjero, dentro del dominio de otro, es pública, sino privada. Entre los sistemas privados, unos son legales, otros ilega- les. Son legales aquellos que están tolerados por el Estado: todos los demás son ilegales. Sistemas irregulares son los que no teniendo representantes consisten simplemente en la afluen- cia o reunión de gente; estos sistemas son legales cuando no están prohibidos por el Estado, ni hechos con malvados desig- nios (por ejemplo, la concurrencia de gente a los mercados 18 3 PARTE II DEL ESTADO CAP. 22 o ferias, y otras reuniones análogas). Pero cuando la intención es maligna, o, siendo el número considerable, ignorada, son ilegales. En los cuerpos políticos el poder de los representantes es siempre limitado, y quien prescribe los límites del mismo es el poder soberano. En efecto, poder ;limitado es soberanía absoluta, y el soberano, en todo Estado, es el representante absoluto de todos los súbditos; por tanto, ningún otro puede ser representante de una parte de ellos, sino en cuanto el soberano se lo permite. Autorizar a un cuerpo político de sú bditos para que tuviese una representación absoluta para todas las cuestiones y propósitos, sería abandonar el gobierno de una parte tan importante del Estado, y dividir el dominio, contrariamente a su paz y defensa, de tal modo que no podría comprenderse que el soberano hiciese, por ninguna concesión, lo que hace [1 16] llanamente, descargando de modo directo, al representante, de su sujeción. En efecto, las consecuencias de las palabras no son signos de su voluntad cuaedo otras consecuencias son sig:1o de lo contrario, sino más bien signos de error y falta de cálculo, a lo cual es propenso el género humano. ' Los límites de este poder que se da al representante de un cuerpo político se advierten en dos cosas. La una está cons- tituída por los escritos o cartas que tienen de sus soberanos; la otra es la ley del Estado. En efecto, aunque en la institu- ción o adquisición de un Estado que es independiente, no hay necesidad de escritura, porque el poder del representante no tiene otros límites sino los establecidos por la ley, no escri- ta, de la naturaleza, en cambio, en los cuerpos subordinados precisan diversas limitaciones, respecto a sus negocios, tiempos y lugares, que no pueden ser recordadas sin cartas, ni ser tenidas en cuenta a menos que tales cartas sean exhibidas, y para que puedan ser leídas, por añadidura selladas o testifi- cadas con otros signos permanentes de la autoridad soberana. y como no siempre es fácil, o a veces posible establecer en las cartas esas limitaciones, las leyes ordinarias, comunes a todos los súbditos, deben determinar lo que los representantes 184 PARTE Il DEL ESTADO CAP. 22 pueden hacer legalmente en todos los casos en que las cartas mismas nada dicen. Por consiguiente, En un cuerpo político, si el representante es un hombre, cualquier cosa que haga en la persona del cuerpo, que no esté acreditado en sus cartas, ni por las leyes, es un acto suyo propio, y no el acto de la corporación ni el de otro miembro de la misma, distinto de él, porque más allá del límite de sus cartas o de las leyes, a nadie representa sino a sí mismo. Pero lo que hace de acuerdo con ellas es el acto de cada uno de los representados: porque del acto del soberano cada uno de ellos es autor, ya que el soberano es su representante ili- mitado; y el acto del representante que no se aparta de las cartas del soberano, es el acto del soberano, y, por consiguiente, cada miembro de la corporación es autor de él. Ahora bien, si el represelltante es una asamblea, cualquie- ra cosa que la asamblea decrete, y no esté autorizada por sus cartas o por las leyes, es el acto de la asamblea o cuerpo po- lítico, y es el acto de cada uno de aquellos por cuyo voto se formuló el decreto, pero no el acto de un hombre que estando presente votó en contra, ni el de ningiln hombre ausente, a menos que votara por procura. Es el acto de la asamblea, porqu~ fue votado por la mayoría; y si fue un delito, la asamblea puede ser castigada, en cuanto ello es posible, con la disolución, o la derogación de sus cartas (lo que es capital para tales corporaciones artificiales y ficticia ~ ), o (si la asam- blea tiene un patrimonio común, en el que ninguno de los miembros inocentes tiene participación), por multa pecuniaria. porque la asamblea no puede representar a nadie en cosas no autorizadas por sus cartas, y, por consiguiente, tales miem- bros no están involucrados en esos votos. Si siendo un hombre solo la persona del cuerpo político, presta dinero a un extraño, es decir, a uno que no pertenece al mismo cuerpo (las letras no necesitan fijar limitaciones a los préstamos, ya que esa restricción se deja a las incli- [117] naciones propias de los hombres) la deuda es de los repre- sentantes. En efecto, si en virtud de sus cartas tuviera au- La naturaleza ha eximido de penas corporales a todos los cuerpos políticos. Pero quienes no dieron su voto son inocentes, I8S PAR7'E II DEL ESTADO CAP. 22 toridad para hacer que los miembros pagasen lo que él pidió en préstamo, tendría, como consecuencia, la soberanía de ellos, y por tanto la representación sería nula, como derivada del error que es consustancial a la naturaleza humana, y por ser un signo insuficiente de la voluntad del representado; o si fuera permitida por él, entonces el representante sería so- berano, y entonces el caso no correspondería a la presente cuestión, que sólo hace referencia a los cuerpos subordinados. Ningún miembro viene, por consiguiente, obligado a pagar la deuda así prestada, sino el representante mismo, porque siendo el que presta un extraño a las cartas y a la calificación del cuerpo político, comprende solamente como deudores suyos a quienes se obligan, y considerando que el representante puede comprometerse a sí mismo y a nadie más, se le tiene a él solo por deudor, y es, por consiguiente, quien debe pagarle, del patrimonio común (si alguno existe) o (si no hay ningu- no) del suyo propio. El caso es el mismo si la deuda se adquiere por contrato o por multa. Ahora bien, cuando el representante es. una asamblea, y la deuda se debe a un extraño, son responsables de la deuda todos aquellos y solamente aquellos que dieron sus votos para el préstamo, o para el contrato que le dio origen, o para el hecho por causa del cual la multa fue impuesta, porque cada uno de los que votaron quedó, por sí mismo, comprometido al pago. En efecto, quien es autor del préstamo queda obligado al pago, incluso de la deuda entera, si bien al ser pagada ésta por uno queda, aquél, liberado. Si la deuda es respecto a un miembro de la asamblea, sólo la asamblea está obligada al pago, con su propio patrimonio (si existe). En efecto, teniendo libertad de voto, si el inte- resado vota. que el dinero debe pedirse en préstamo, vota que sea pagado; si vota que no se tome el préstamo, o está ausente, y al hacerse el préstamo lo vota, contradice su voto anterior, y queda obligado por el último, constituyéndose a la vez en prestamista y prestatario; por consiguiente, no puede solicitar el pago de una persona en particular, sino del fondo común, solamente; fallando el pago, no tiene otro remedio 186 PARTE 1/ DEL ESTADO CAP. 22 ni queja sino contra sí mismo, ya que conociendo los actos de la asamblea y sus posibilidades de pagar, y no siendo compe- lido a ello, prestó, no obstante, su dinero, en un acto de ma- nifiesta necedad. Con esto queda evidenciado que en los cuerpos políticos subordinados y sujetos al poder soberano, resulta a veces para los miembros en particular, no sólo legal sino expeditivo pro- testar abiertamente contra los decretos de la asamblea de representantes, y hacer que su disentimiento quede registrado, u obtener testimonio de él; de otro modo vienen obligados a pagar las deudas contraídas, y se hacen responsables de los delitos cometidos por otras personas. Pero en una asamblea soberana esa libertad no existe, primero porque quien pro- testa en ella niega la soberanía, y, además, porque cualquiera cosa que se ordene por el poder soberano resulta justificado para el súbdito (aunque no siempre ante los ojos de Dios) por su mandato, ya que de semejante mandato cada súbdito es autor. La variedad de los cuerpos políticos es casi infinita, por- que no solamente se distinguen según los distintos negocios para los cuales fueron [1 18] instituídos, y hay de ellos una indecible diversidad, sino que también respecto a tiempo, lu- gar y número están sujetos a muchas limitaciones. En cuanto a sus respectivas misiones, algunos se instituyen para la go- bernación: en primer término, el gobierno de una provincia puede ser conferido a una asamblea en la cual todas las re- soluciones dependan de los votos de la mayoría; entonces esta asamblea es un cuerpo político, y su poder limitado por la comisión. La palabra provincia significa un encargo o cui- dado de negocios que el interesado en ellos confiere a otro hombre para que administre bajo su mandato y en nombre suyo; por consiguiente, cuando en un gobierno existen diver- sos países que tienen leyes distintas unos de otros, o que están muy distantes entre sí, estando conferida la administración del gobierno a diversas personas, aquellas comarcas donde no reside el soberano, sino que éste gobierna por comisión, se llaman provincias. Ahora bien, del gobierno de una provincia por una asamblea que resida en la provincia misma existen 18 7 PARTE II DEL ESTADO CAP. :n pocos ejemplos. Los romanos que tenían la soberanía de va- rias provincias, siempre las gobernaban por medio de presi- dentes y pretores, no por asambleas, corno gobernaban la ciudad de Roma y los territorios adyacentes. Del mismo modo cuando se enviaron colonos de Inglaterra para las plantacio- nes de Virgini,a y Sommer-Islands, aunque el gobierno fue en estos lugares encomendado a asambleas residentes en Londres, nunca, estas asambleas encargaron la gobernación a ninguna asamblea subordinada, sino que a cada plantación se envió un gobernador. En efecto, aunque todos los hombres, cuando por naturaleza están presentes desean participar en el gobierno, en los casos en que no pueden estar presentes propenden, tam- bién por naturaleza, a encomendar el gobierno de sus intere- ses comunes más bien a una forma monárquica que a' una forma popular de gobierno. Ello es de igual modo evidente en aquellos hombres que, poseyendo grandes dominios pri- vados, no desean tomar sobre sí el.cuidado de administrar los negocios que les pertenecen, y se deciden por confiar en uno de sus siervos, mejor que en una asamblea, ya sea de sus amigos o de sus vasallos. De cualquier modo que ocurra, podernos suponer el gobierno de una provincia o colonia en- comendado a una asamblea; y lo que al respecto me interesa establecer ahora es lo siguiente = que cualquier deuda con- traída por esa asamblea, o cualquier acto ilegal decretado por ella, es el acto solamente de aquellos que asienten, y no de quienes han disentido o estaban ausentes, por las razones antes alegadas. Así que cuando una asamblea resida fuera de los límites de la colonia donde ejerce el gobierno no puede ejercitar dominio alguno sobre las personas o bienes de cualesquiera de los miembros de la colonia, ni obligarles, por razón de deuda u otra obligación, en lugar alguno, fuera de la colonia misma, puesto que no tiene jurisdicción ni au- toridad de ningún género, sino que ha de at .:merse a los re- cursos que la ley del lugar les ofrezca. Y aunque la asamblea tenga derecho para imponer una multa sobre aquellos de sus miembros que infrinjan las leyes establecidas, fuera de la co- lonia no tienen derecho a ejecutar dichas leyes. Y lo que. se dice aquí de los derechos de una asamblea, respecto al gobierno 188 PARTE 11 DEL ESTADO CAP. 22 de una provincia o de una colonia, es aplicable, también, a una asamblea para el gobierno de una ciudad, de una universidad, de un colegio, de una iglesia, o de' otro gobierno cualquiera sobre las personas individuales. [1 19] Generalmente, y en todos los cuerpos poHticos, si algún miembro particular se considera injuriado por la corporación misma, el conotimiento de su causa corresponde al soberano, y a quienes el soberano ha establecido cO.1T10 jueces para causas análogas, o designe para ese caso particular; y no a la corpo- ración misma. Porque la corporación entera es, en ese caso, un súbdito como el reclamante. En cambio, en una asamblea soberana ocurre de otro modo = porque en ella si el soberano no es juez, aun de su propia causa, no ouede haber juez en absoluto. En un cuerpo político instituído para el buen orden del tráfico exterior, la representación más adecua~a reside en la asamblea de todos los miembros, es decir, en una asamblea tal que todo aquel que arriesgue su dinero pueda estar pre- sente en las deliberaciones y resoluciones de la corporación, si lo desea. Como prueba d~ ello, hemos de considerar el fin para el cual los hombres que son comerciantes, y pueden com- prar y vender, exportar e importar sus mercancías, de acuerdo con Sl:lS propias decisiones, se obligan, no obstante, a sí mis- mos constituyendo una corporación. Es evidente que pocos comerciantes existen que con la mercancía que compran en su país puedan fletar un barco para exportarla: o con la que compran en el exterior, para traerla a su país de origen. Por consiguiente, necesitan reunirse en una sociedad, en la que cada uno puede o bien participar en la ganancia, de acuerdo con la proporción de su riesgo, o tomar sus cosas propias y vender los artículos importados a los precios que estime con·· venientes. Pero esto no es· un cuerpo político, ya que no tienen un representante común que les ahligue a ninguna otra ley distinta' de la que es común a todos los demás súbditos. El fin de su asociación es hacer su ganancia lo mayor que sea posible, lo cual se logra de dos modos, por simple compra o por simple venta, ya sea en el propio país o en el extranjero. Así que conceder a una compañía de mercaderes la calidad 18 9 PARTE JI DEL ESTADO CAP. 22 de corporación o cuerpo político, es asegurarle un doble mo- nopolio, de los cuales uno consiste en ser compradores exclu- sivos, otro en ser únicos vendedores. En efecto, cuando existe una compañía constituída para un país extranjero en particu- lar, sólo exporta las mercaderías vendibles en esa comarca, siendo único comprador en el propio país, y único vendedor fuera. En el país propio no hay, entonces, sino un com- prador, y en el extranjero un solo vendedor; las dos cosas son béneficiosas para el mercader, ya que de este modo com- pra en el país a un tipo más bajo, y vende en el extranjero a uno más alto. Y en el exterior sólo existe un comprador de mercancías extranjeras, y uno solo que vende en el país, cosas ambas que son, a su vez, beneficiosas para los especuladores. De este doble monopolio una parte es desventajosa para el pueblo en el propio país, otra para los extranjeros. Porque en el país propio, en virtud de ese género exclusivo de expor- tación, fijan el precio que les agrada para los productos de la tierra y de la industria, y por la importación exclusiva, el precio que les agrada sobre todos los artículos extranjeros de que el pueblo tiene necesidad; ambas cosas son desfavorables para el pueblo. Por el contrario, en virtud de la venta exclu- siva de productos nativos en el exterior, y por la compra ex- clusiva de artículos extranjeros en la localidad, elevan el precio de aquéllos y rebajan el precio de éstos, en desventaja del extranjero. Así, cuando uno solo vende, la mercancía es más cara; y cuando [120] uno solo compra, más barata. Por con- siguiente, tales corporaciones no son otra cosa que monopolios, si bien resultan muy provechosos para el Estado, cuando es- tando obligados a una corporación en los mercados exteriores, mantienen su libertad en los interiores para que cada uno compre y venda al precio que pueda. N o siendo, pues, la finalidad de estas corporaciones de mercaderes un beneficio común para la corporación entera (que en este caso no posee otro patrimonio común, sino el que se deduce de las particulares empresas, para la construcción, ad- quisición, avituallamiento y manutención de los buques), sino el beneficio particular de cada especulador, es razón que a cada uno se le dé a conocer el empleo de sus propias cosas; es decir, 190 PARTE II DEL ESTADO CAP. 22 que cada uno pertenezca a la asamblea capacitada para or- denar el conjunto, y le sean exhibidas las cuentas correspon- dientes. Por consiguiente, la representación de ese organismo debe corresponder a una asamblea en la que cada miembro de la corporación pueda estar presente en las deliberaciones, si lo desea. Si una corporación política de mercaderes contrae una deuda con respecto a un e.xtranjero, por actos de su asam- blea representativa, cada miembro responde individualmente por el todo. En efecto, un extranjero no puede tener en cuenta las leyes particulares, sino que considera a los miembros de la corporación como otros tantos individuos, cada uno de los cuales está obligado al pago entero, hasta que el pago hecho por uno liberre a todos los demás. Pero si el débito se contrae con un miembro de la compañía, el acreedor es deudor, por el todo, a sí mismo, y no puede, por consiguiente, demandar su deuda sino sólo del patrimonio común, si es que existe alguno. Si el Estado impone un tributo sobre la corporación, se comprende que lo establece, sobre cada miembro, proporcio- nalmente a su riesgo particular en la compañía. En este caso no existe otro patrimonio común sino el constituído por sus riesgos particulares. Si se impone una multa a la corporación, por algún acto ilegal, únicamente son responsables aquellos en virtud de cuyos votos fue decretado el acto, o con cuya asistencia fue ejecutado. En ninguno de los restantes puede existir otro delito sino el de pertenecer a la corporación; delito que si existe, no es suyo, puesto que la corporación fue ordenada por la autoridad del Estado. Si uno de los miembros se hace deudor a la corporación, puede ser perseguido por la corporación misma, pero ni sus bienes pueden ser incautados ni su persona reducida a prisión por la autoridad de la corporación, sino, sólo, por la autoridad del Estado. En efecto, si pudiera hacerlo por su propia au- toridad, podría, por esa autoridad misma, juzgar que la deuda 191 PAR7'E II DEL ESTADO CAP. 22 es debida, lo cual significa tanto como ser juez de su propia causa. Estas -corporaciones instituídas por el gobierno de los hom- bres o para la regulación del tráfico son o bien perpetuas o para un tiempo fijado pOI' escrito. Existen, también, corpo- raciones cuya duración es limitada solamente por la natura- leza de sus negocios. Por ejemplo, si un monarca soberano o asamblea soberana considera oportuno dar orden a las ciu- dades y otras diversas partes de su territorio para que le en- víen sus diputados para que le informen de la situación y necesidades de los súbditos, o para deliberar con él acerca de la promulgación de buenas leyes, o [ 121 ] por cualquier otra causa, mediante una persona que represente la comarca entera, tales diputados, teniendo un lugar y un tiempo fijos de reunión, son entonces y allí una cOlporación política que representa a cada uno de los súbditos del dominio, pero so- lamente para las cuestiones que sean propuestas a ellos por la persona o asamblea que en virtud de su autoridad soberana ordenó su venida; y cuando se declare que nada más debe proponerse ni ser debatido por ellos, la corporación queda disuelta. En efecto, si fueran representantes' absolutos del pue- blo, entonces constituirían una asamblea soberana, y existirían dos asambleas soberanas o dos soberanos sobre el mismo pue- blo, lo cual sería incompatible con la p'az del mismo. Por tanto, donde una vez existió una soberanía, no puede haber representación absoluta del pueblo sino por mediación de ella. y en cuanto a la amplitud con que una corporación repre- sentará al pueblo entero, queda fijada en el escrito de convo- catoria. Porque el pueblo no puede elegir sus diputados para otra finalidad que la expresada en el escrito dirigido a ellos por su soberano. Son corporaciones privadas regulares y legales las consti- tuídas sin documentos u otra autorización escrita, salvo las leyes comunes a todos los demás súbditos. Como están unidas en una persona. representativa, son consideradas como regu- lares; tales son todas las familias en las que el padre o la madre ordena la familia entera. El jefe en cuestión obliga a sus hijos y sirvientes, en cuanto la ley lo permite, aunque no PA.RTE II DEL ESTADO CAP. 22 más allá, porque ninguno de ellos está obligado a la obedien- cia en aquellas acciones cuya realización está prohibida por la ley. En todas las demás acciones, durante el tiempo en que están bajo el gobierno doméstico, están sujetos a sus pa- dres y dueños, como inmediatos soberanos suyos. En efecto, siendo el padre y el dueño, antes de la institución del Estado, soberanos absolutQs ·en sus familias, no pierden, posteriormen- te, de su autoridad sino lo que la ley del Estado les arrebata. Son corporaciones privadas regulares, pero ilegales, aque- llas que están unidas en una persona representativa, sin au- toridad pública en absoluto; tales son las asociaciones de mendigos, ladrones y gitanos, constituídas para mejor orde- nar su negocio de pedir y robar, así como las corporaciones de individuos que, por autorización de un extraño, se reúnen en dominio ajeIío para la más fácil propagación de doctrinas, y para instituir un partido contra el poder del Estado. Los sistemas irregulares por naturaleza como las ligas y, a veces la mera concurrencia dé gentes, sin nexo de unión pa- ra realizar un designio particular, ni estar obligados uno a otro, sino procediendo solamente por una similitud de voluntades e inclinaciones, resultan legales o ilegales según la legitimidad o ilegitimidad de los diversos designios particulares humanos que en ellas se manifiestan. Este designio debe interpretarse según los casos. Como las ligas se constituyen comúnmente para la defensa común, las ligas de súbditos son en un Estado (que no es sino una liga que reúne a todos los súbditos), en la mayoría de los casos, innecesarias, y traslucen designios ilegales; son, por esta causa, i- [122] legales, y se comprenden por lo común bajo la denominación de facciones o conspiraciones. En efecto, siendo una liga la unión de individuos ligados por pactos, si no se ha dado poder a uno de ellos o a una asamblea (tal ocurre en la situación de mera naturaleza) para obligar al cumplimiento, la liga es válida tan sólo en cuanto no suscita justa causa de desconfianza: por consiguiente, las ligas entre Estados, sobre los cuales no existe ningún poder humano es- tablecido para mantenerlos a raya, no sólo son legales, sino también provechosas por el tiempo que duran. En cambio, las 193 PARTE 11 DEL ESTADO CAP. 22 ligas de súbditos de un mismo Estado, donde cada uno puede obtener su derecho por medio del poder soberano, son inne- cesarias para el mantenimiento de la paz y de la justicia, e ilegales si su designio es pernicioso o desconocido para el Estado. En efecto, toda conjunción de fuerzas realizada por individuos privados, es injusta cuando abriga una intención maligna; si la intención es desconocida, esas ligas resultan pe- ligrosas para la cosa pública e injustamente toleradas. Si el poder soberano reside en una gran asamblea, y un número de componentes de la misma, sin la autorización opor- tuna, instigan a una parte para fijar la orientación del resto, tenemos una facción o conspiración ilegal, ya que resulta una fraudulenta dedicación de la asamblea, para los particu- lares intereses de esos pocos. Ahora bien, si aquel cuyo interés privado se discute y juzga en la asamblea trata de ganar tan- tos amigos como pueda, no comete injusticia, porque en este caso no forme parte de la asamblea. Y aunque compre tales amigos con dinero, siempre que no lo prohiba la ley expresa, ello no constituye injusticia. En ciertas ocasiones, tal como los hombres se comportan, la justicia no puede lograrse sin dinero; y cada uno puede pensar que su propia causa es justa, hasta que sea oído y juzgado. En todos los Estados, si un particular entretiene más sier- vos de los que exige el gobierno de sus bienes y el legítimo empleo de los mismos, se constituye una facción, lo cual es ilegal. En efecto, teniendo la prote.cción del Estado, no nece- sita para su defensa apoyarse en una fuerza privada. Y aunque en naciones no del todo civilizadas, varias familias numerosas han vivido en hostilidad continua, haciéndose objeto de mu- tuas invasiones en las que hicieron uso de la fuerza privada, resulta evidente por demás que lo hicieron de modo injusto, o bien que no estaban constituídas en Estado. Lo mismo que las facciones de parientes, así también las que se proponen el gobierno de la r.eligión, como las de pa- pistas, protestantes, etc., las de patricios y plebeyos en los antiguos tiempos de Roma, y las de aristócratas y demócratas en los de Grecia, son injustas, como oo.ntrarias a la paz y a la 194- PARTE 11 DEL ESTADO CAP. 22 seguridad del pueblo, y en cuanto arrancan el poder de las manos del soberano. La reunión de gente es un sistema irregular cuya lega- lidad o ilegalidad depende de la ocasión y del número de los reunidos. Si la ocasión es legal y manifiesta, la reunión es legal, por ejemplo, la usual asamblea de gentes en la iglesia o en una exhibición pública, en número acostumbrado; por- que si el número es extraordinariamente grande la justifica- ción no es evidente, y, por tanto, quien no puede dar, indi- vidualmente, razón adecuada de su presencia allí, debe considerarse animado de un designio ilegal y tumultuoso. Puede ser legal que un millar de hombres se reúna para formular una petición a un juez o magistrado; sin embargo, si un mi- [123] llar de hombres viene a presentarla, tene- mos una asamblea tumultuosa, ya que para ese propósito bas- tarían uno o dos. Ahora bien, en casos como éste no es un número fijo lo que hace ilegal una asamblea, sino un número tal que los funcionarios presentes no sean capaces de sojuzgar y reducir a la normalidad legal. Cuando un número desusado de personas se reúne contra un hombre al que acusan, la asamblea es un tumulto ilegal, ya que hubieran bastado unos pocos o un hombre solo para formular su acusación al magistrado. Tal fue el caso de San Pablo en Efeso, cuando Demetrio y un gran número de per- sonas condujeron dos de los amigos de Pablo ante el magis- trado, diciendo a una: Grande es Dianirde Iris EfesiO'1"; ést-e era su modo de demandar justicia contra aquél, por enseñar a las gentes una doctrina que iba contra su religión y sus negocios. En este caso la ocasión, teniendo en cuenta las leyes del pueblo, era justa; sin embargo, la asamblea se estimó ilegal, y el magistrado les reprendió por ello, con estas palabras: *SI Demetrio y los demás obreros pueden acusar a alguien de alguna cosa, existen audiencias y diputados; que se acusen, pues, uno a otro. Y si teneis alguna otra cosa que pedir, vuestro caso puede ser juzgado en una asamblea convocada legítimamente. Porque estamos en peligro de ser acusados de sedición en estos días, ya que no existe motivo por el cual tena persona pueda dar una razón de esta asamblea de gentes. Por ello, a una 195 PARTE 11 DEL ESTADO CAP. 22 asamblea de la que las gentes no pueden dar justa cuenta, la llamaban una sedición, de tal naturalezq que no puede justi- ficarse. Y .. esto es todo cuanto tengo que decir respecto a los sistemas y asambleas del pueblo, que pueden ser comparadas, como digo, a las partes semejantes del cuerpo humano; las legítimas a los músculos; las ilegales a los tumores, cálculos y apostemas, engendrados por la antinatural confluencia de humores malignos. PARTE IJ DEL ESTADO CAP. 23 CAPITULO XXIll De los MI:r\lISTROS PÚBLICOS del Poder Soberano En el último capítulo he hablado de las partes similares de un Estado: en éste voy a hablar de las partes orgánicas, que son los ministros públicos. Se denomIna MINISTRO PÚBLICO a quien es empleado por el soberano (sea un monarca o una asamblea) en algunos ne- gocios, con autrn-ización para representar en ese empleo la personalidad del Estado. Y mientras que cada persona o asamblea que tiene soberanía representa a dos personas o, se- gún la frase común, tiene dos capacidades, una natural y otra política (como un monarca tiene no sólo la personalidad del Estado, sino también la de hombre; y una asamblea soberana no sólo tiene la persomlidad del Estado, sino también la de la asamblea), quienes son siervos del soberano en su capacidad natural no son ministros públicos, siéndolo solamente quienes le sirven en la administración de [I 24] los negocios públicos. Por consiguiente, ni los ujieres, ni los alguaciles, ni otros empleados que constituyen la guardia de la asamblea, sin otro propósito que la comodidad de los reunidos, en una aristo- cracia o democracia; ni los administradores, chambelanes, ca- jeros y otros empleados de la casa de un monarca son mi- nistros públicos en una monarquía. De los ministros públicos, algunos tienen conferido el cargo por la administración general, ya' sea del dominio en- tero ya de una parte del mismo. Del conjunto, como, por ejemplo, a un protector o regente se le puede encomendar por el antecesor del rey niño, durante su minoría de edad, la rrdministración entera de su reino. En este caso, cada súbdito está obligado a prestar obediencia, en tanto que lo establez- can las ordenanzas que haga y los mandatos que curse en nombre del rey, y no sean incompatibles con el poder sobe- I97 PARTE 11 DEL ESTADO CAP. 23 rano de éste. De una parte o provincia, como cuando un monarca o una asamblea soberana dan el encargo general de la misma "a un gobernador, teniente, prefecto o virrey. Y en este caso, también, cada uno de los habitantes de la provincia está obligado por todo aqu"ello que el representante haga en nombre del soberano," y que no sea incompatible con el derecho de éste. En efecto, tajes protectores, virreyes y gobernadores no tienen otro derecho sino el que deriva de la voluntad del soberano; ninguna comisión que se les confiera puede ser in- terpretada como declaración de la voluntad de transferir la soberanía, sin palabras manifiestas y expresas que entrañen tal propósito. Este género de ministros públicos se asemeja a los nervios y tendones que mueven los diversos miembros de un cuerpo natural. Otros tienen administración especial, es decir, les está en- comendada la realización de ciertos asuntos especiales, en el propio país o en el extranjero. En el país, en primer término, quienes, para el régimen económico del Estado, tienen auto- ridad relativa al Tesoro, como la de establecer tributos, im- puestos, rentas, exacciones o cualquier ingreso público, así co- mo para recopilar) recibir, publicar o tomar las cuentas relativas a los mismos, son ministros públicos: ministros por- que sirven a la persona del representante, y nada pueden hacer contra su mandato, ni sin su autoridad: públicos porque les sirven en su capacidad política. En segundo lugar, los que poseen una autoridad concer- nien te a la militia; los que tienen la custodia d~ armas, fuertes o puertos; Jos que se ocupan de reclutar, pagar o mandar soldados, o de suministrar todas las cosas necesarias para las atenciones de la guerra, sea por" tierra o por mar, son minis- tros públicos: En cambio, un soldado sin mando, aunque luche por el Estado, no representa, por ello, la persona del mismo; en ese caso no hay nada que representar, ya que cada uno que tiene mando representa al Estado, con respecto a aquellos a quienes manda. Son también ministros públicos quienes tienen autoridad para enseñar al pueblo su deber, con respecto al poder sobe- 19 8 PARTE II DEL ESTADO CAP. 23 rano, y para instruirlo en el conocimiento de lo que es justo e injusto, haciendo, por ello, a los súbditos, más aptos para vivir en paz y buena armonía entre sí mismos, y para resistir a los enemigos públicos: son ministros en cuanto no proceden por su propia autoridad, sino por la de otros; y públicos porque lo que hacen (o deben hacer) no lo realizan en virtud de l 1251 ninguna otra autoridad sino la del soberano. El monarca o asamblea soberana es el único que tiene autoridad inmediata derivada de Dios para enseñar e instruir al pueblo; y nadie sino el soberano recibe su poder simplemente Dei grafía; es decir, solamente por el favor de Dios. Todos los demás reciben su autoridad por el favor y providencia de Dios y de sus soberanos, como en una monarquía Dei gratía et Regís, o Dei pro'videntiaret voluntate Regis. Aquellos a quienes se da jurisdicción son ministros pú- blicos, porque en los lugares donde administran justicia re- presentan la persona del soberano; y su sentencia es la sen- tencia de este último, porque (como antes hemos manifestado) toda la judicatura va esencialmente aneja a la soberanía, y, por tanto, todos los demás jueces no son sino ministros de aljuelo de aquellos que tienen el poder soberano. Y del mismo modo que las controversias son de dos clases, a saber: de hecho y de derecho, así también los juicios son algunos de hecho y otros de derecho, y, por consiguiente, en la misma controver- sia puede haber dos jueces, uno de hecho y otro de derecho. En ambas controversias puede surgir una controversia nue- va entre la parte juzgada y el juez; y siendo ambos súbditos dd soberano, deben en términos de equidad ser juzgados por personas elegidas con el consentimiento de uno y otro, ya que nadie puede ser juez en su propia causa. Ahora bien, el soberano es siempre reconocido como juez de ambos, y, por tlI1to, o bien puede proceder a la audiencia de la causa, fa- llándola por sí mismo, o corJirmar como juez aquel a quien los dos interesados convengan en designar. Este acuerdo se comprende entonces como hecho entre ellos, de diverso modo: primero, si el acusado puede formular excepción contra aque- llos de sus jueces cuyo interés le hace abrigar sospechas (mientras que el demandante ha escogido ya su propio juez), J99 PARTE II DEL ESTADO CAP. 23 aquellos contra los cuales no formula excepción son jueces que él mismo acepta. En segundo lugar, si apela a otro juez, no puede ya seguir apelando, porque su apelación fue decidida por él. En tercer término, si apela al soberano, y éste, por sí propio o por delegados admitidos por las partes, pronuncian sentencia, esta sentencia es tinal, porque el acusado es juzgado por sus propios jueces, es decir, por sí mismo. Teniendo en cuenta estas peculiaridades de un justo y racional enjuiciamiento, no puedo abstenerme de observar la excelente constitución de los tribunales de justicia establecidos en Inglaterra, tanto para los litigios comunes como para los pú- blicos. Bajo la denominación de causas comunes comprendo aquellas en que tanto el demandante como el demandado son súbditos; como públicas (llamadas también pleitos de la Co- rana) aquellas en que el demandante es el soberano. Cuando existían dos órdenes de personas, uno de los cuales era el de los Lores y otro el de los Comunes, los Lores tenían el pri- vilegio de no reconocer como jueces sino a Lores, en todos los delitos capitales, y tantos Lores como hubiera presentes; siendo esto reconocido como un privilegio de favor, sus jueces no eran sino los que ellos mismos deseaban. Y en todas las controversias cada súbdito (como también en los pleitos ci- viles los Lores) tenía como jueces a hombres del país a que correspondía la materia controvertida; ante ellos podía for- mular sus excepciones, hasta que, por último, habiendo sido designados doce [126] hombres libres de tacha, eran juzgados por estos doce. Teniendo, pues, sus propios jueces, no podía alegarse por la parte interesada que la sentencia no fuera final. Estas personas públicas, con autoridad del poder soberano para instruir o juzgar al pueblo, son los miembros del Estado que con razón pueden compararse con los órganos de la voz en un cuerpo natural. Son también ministros públicos todos aquellos que tienen autoridad del soberano para procurar la ejecución de las sen- tencias pronunciadas; dar publicidad a las órdenes del sobe- rano; reprimir tumultos; prender y encarcelar a los malhe- chores, y otros actos que tienden a la conservación de la paz. Porque cada acto que hacen en virtud de tal autoridad es 200 PARTE II DriL ESTADO CAP. 23 acto del Estado; y su servicio correspondiente al de las ma- nos en un cuerpo natural. Son ministros públicos en el extranjero aquellos que re- presentan la persona de su propio soberano en otros Estados. Tales son los embajadores, mensajeros, agentes y heraldos en- viados con autorización pública y para asuntos públicos. En cambio, quienes son enviados por la autoridad sola- mente de alguna región privada de un Estado en conmoción, aunque sean recibidos, no son ni ministros públicos ni privados del Estado, porque ninguno de sus actos tiene al Estado como autor. Del mismo modo, un embajador enviado por un prín- cipe, para felicitar, dar el pésame o asistir a una solemnidad, aunque la autoridad sea pública, como el asunto es privado y compete a él el) su capacidad natural, es una persona pri- vada. Del mismo modo, si, secretamente, se envía una per- sona a otro país, para explorar su opinión y fortaleza, aunque ambas cosas, la autoridad y ti negocio, sean públicas, como nadie advierte en él otra personalidad sino la suya propia, es un ministro privado, aunque sea un ministro de Estado; y puede compararse con el ojo en el cuerpo natural. Y quienes son designados para recibir las peticiones u otras informaciones del pueblo, viniendo a ser como los oídos públicos, son mi- nistros públicos, y representan a su soberano en este oficio. Tampoco un consejero (ni un Consejo de Estado, si lo consideramos sin autoridad de judicatura o -mando, sino sólo para dar una opinión al soberano cuando sea. requerido, o para ofrecerla sin requerimiento) es una persona pública, porque el consejo se dirige al soberano solamente, cuya persona no puede estar representada ante él, en su propia presencia, por otra. Ahora bien,. un cuerpo de consejeros nUnca deja de tener alguna otra autoridad, o bien de judicatura o de adminis- tración inmediata: en una monarquía representan al monarca, transfiriendo los mandatos de éste a los ministros públicos; en una democracia, el Consejo o Senado propone el resultado de sus deliberaciones al pueblo, a modo de consejo; pero cuan- do designa jueces o toma causas en audiencia, o recibe em- bajadores, es en calidad de ministro del pueblo; yen una aris- tocracia el Consejo de Estado es, por sí mismo, la asamblea soberana, y a nadie da consejos sino a la propia asamblea. [127] 201 PARTE 11 DEL ESTADO CAP. 24 CAPITULO XXIV DfJ la NUTRICIÓN y PREPARACIÓN de un Estado La NUTRICIÓN de un Estado consiste en la abundancia y distribución de materiales que conducen a la vida: en su acon- dicionamiento o preparación, y, una vez acondicionados, en la transferencia de ellos para su uso público, por conductos adecuados. En cuanto a la abundancia de materias, está limitada por la Naturaleza a aquellos bienes que, manando de los dos se- nos de nuestra madre común, la tierra y el mar, ofrece Dios al género humano, bien libremente, bien a cambio del trabajo. En cuanto a la materia de esta nutrición, consistente en animales, vegetales y minerales, Dios los ha puesto libremente ante nosotros, dentro o cerca de la faz de la tierra, de tal modo que no hace falta sino el trabajo y la actividad para hacerse con ellos. En tal sentido la abundancia depende, apar- te del favor de Dios, simplemente del trabajo Ji de la labo- riosidad de los hombres. Estas materias, comúnmente llamadas artículos, son en parte nativas, en parte extranjeras. Son nativas las que pue- den obtenerse dentro del territorio del Estado; extranjeras, las que se importan del exterior. Y como no existe territorio bajo el dominio de un solo Estado (salvo cuando es de una extensión muy considerable) que produzca todas las cosas ~e­ cesarias para el mantenimiento y moción del cuerpo entero; y como hay pocos países que no produzcan algo más de lo necesario, los artículos superfluos que pueden obtenerse en el país, dejan de ser superfluos, ya que proveen a la satisfac- ción de las necesidades nacionales mediante importación de lo que puede obtenerse en el extranjero, sea por cambio, o por justa guerra, o por el trabajo; porque también el trabajo humano es un artículo susceptible de cambio con beneficio, lo 202 PAR7'E II DEL ESTADO CAP. 24 mismo que cualquier otra cosa. Han existido Estados que, no teniendo más territorio que el necesario para la habitación, no sólo han mantenido, sino también aumentado su poder, en par- te por la actividad mercantil entre una plaza y otra, y' en parte vendiendo los productos cuyas materias primas habían sido obtenidas en otros lugares. La distribución de los materiales aptos para esa nutrición da lugar a las categorías de mio, tuyo y suyo, en una palabra, la propiedad, y compete, en todos los géneros de gobierno, al poder soberano. En efecto, donde el Estado no se ha cons- tituído, existe, como hemos manifestado anteriormente, una situación de guerra perpetua de cada uno contra su vecino. Por tanto, cada cosa pertenece a quien la tiene y la conserva por la fuerza, lo cual nQ es ni propiedad, ni comunidad, sino in- certidumbre. Esto es tan evidente que el mismo Cicerón, apa- sionado defensor de la libertad, atribuye toda la propiedad a la ley civil: En cuanto la ley civil, dice, es abandonada o guardada de un modo negligente --no digamos cuando es oprimida- nada existe [128] que un hombre pueda estar se- guro de recibir de su predecesor, o de transferir a sus hijos. y en otro lugar: Suprimid la ley civil, y nadie sabrá lo que es suyo propio y lo que es de otro hombre. Si advertimos, por consiguiente, que la institución de la propiedad es un efecto del Estado, el cual no puede hacer nada sino por mediación de la persona que lo representa, advertiremos que es acto exclusivo del soberano, y consiste en las leyes que nadie puede hacer si no tiene ese soberano poder. Esto lo sabían perfecta- mente los antiguos cuando .llamaban NÓ~lOC:;. es decir, distrt-- bución, a lo que nosotros llamamos ley; y definían la justicia como el acto de distribuir a cada uno lo que es suyo. En esta distribución, la primera ley se refiere a la división del país mismo: en ella el soberano asigna a cada uno una porción, según lo que él mismo, y no un súbdito cualquiera o un cierto número de ellos, juzgue conforme a la equidad y al bien común. Los hijos de Israel eran un- Estado en e! desierto, pero necesitaban los bienes de la tierra, hasta que fueron dueños de la tierra de promisión, que posteriormente fue dividida entre ellos no a su propio arbitrio, sino según 2°3 PARTE II DEL ESTADO CAP. :24 el criterio de Elcaz.ar el sacerdote, y de J osué su general. Eran, entonces, doce tribus, más una decimotercia hecha por sub- división de la tribu d~ José j no obstante, hicieron sólo de la tierra doce porciones, no asignando parte alguna a la tribu de Levi, pero otorgan no a ésta, en cambio, la décima parte de los frutos; esta división fue, por consiguiente, arbitraria. Y aunque un pueblo que entra en posesión de una tierra por procedimientos guerreros no siempre extermina a sus antiguos habitantes, como hacían los judíos, sino que dejan muchos o la mayor parte o todos los antiguos moradores en sus posesio- nes, es manifiesto que, posteriormente, esas tierras pasan a ser patrimonio del vencedor, tal como ocurrió con el pueblo de Inglaterra, cuyas relaciones de dominio derivan de Guillermo el Conquistador. De ello podemos inferir que la propiedad que un súbdito tiene en sus tierras consiste en un derecho a excluir a todos los demás súbditos del uso de las mismas, pero no a excluir a su soberano, ya sea éste una asamblea o un monarca. En efecto, considerando que el soberano, es decir, el' Estado (cuya per- sona representa) no hace otra cosa sino ordenar la paz y seguridad común, mediante la distribución de las tierras, di- cho reparto debe considerarse hecho para ese mismo fin. Por consiguiente, cualquier distribución que haga en perjuicio de aquella norma es contraria a la voluntad de cada súbdito, que encomendó su paz y seguridad a la discreción y a la concien- cia del soberano; por tanto, por la voluntad de cada uno de ellos debe reputarse nula. Cierto es que un monarca soberano o la mayor parte de una asamblea soberana pueden ordenar que se hagan muchas cosas siguiendo los dictados de sus pa- siones y contrariamente a su conciencia, lo cual es un quebran- tamiento de la' confianza y de la ley de naturaleza; pero esto no es bastante para autorizar a un súbdito ya sea para hacer la guerra por tal causa, o para quejarse de la injusticia, o para hablar mal de su soberano en cualquier otro sentido, ya que ha autorizado todas sus acciones, y al confiar en el poder , soberano, hac~ propios los actos que el soberano realice. En qué casos las órdenes de los soberanos son contrarias a la equi- PARTE II DEL ESTADO CAP. 24 dad Y a la ley de naturaleza, es algo que consideraremos pos- teriormente, en otro lugar. En la distribución de tierras puede ocurrir que el Estado mismo tenga [129] asignada una porción, y sus representantes la posean e incrementen; y que esta porción pueda hacerse: suficiente para sostener el total dispendio que exigen la paz común y la defensa necesaria. Ello sería muy cierto si pudiera imaginarse algún representante libre de las pasiones y mi- serias humanas. Pero siendo como es la naturaleza de los hombres, la asignación de tierras públicas o de determinadas rentas al Estado es en vano, y tiende a la disolución del gobierno y a la condición de mera naturaleza y guerra, tan pronto como el poder soberano recae en las manos de un monarca o de una as~mblea que ~ bien son demasiado negli- gentes en cuestiones pecuniarias, o excesivamente arriesgados en aventurar el patrimonio público en una larga y costosa guerra. Los Estados no pueden soportar la dieta, ya que no estando limitados sus gastos' por sus propios apetitos sino por sus accidentes externos y por los apetitos de sus vecinos, los caudales públicos no reconocen otros límites sino aquelbs que requieran las situaciones emergentes. Y aunque en Inglaterra el Conquistador se reservó diversas tierras para su propio uso (aparte' de bosques y cotos de caza, tanto para su recreo como para la conservación del arbolado) y se atribuyó igualmente el derecho a ciertas servidumbres sobre las tierras que concedió a sus súbditos, sin embargo parece ser que esa reserva no se hizo para su mantenimiento público, sino por razón de su capacidad natural, ya que él y sus sucesores establecieron para todo esto taxas arbitrarias sobre las tierras de sus súbditos, cuando lo juzgaron necesario. O si estas tierras y servicios públicos fueron establecidos para procurar un suficiente man- tenimiento del Estado, ello fue contrario a la finalidad de la institución, puesto que (como resulta de esas taxas subsiguien- tes) tales recursos son insuficientes y (como se infiere por las reducidas rentas de la corona) están sujetos a enajenación ~ disminución. Es, por consiguiente, en vano, asignar una por- CIón al Estado, el cual puede vender o ceder, y vende y cede cuando lo hace su representante. 2°5 PARTE 11 DEL ESTADO CAP. 24 En cuanto a la distribución de las tierras en el propio país, así como en lo relativo a determinar en qué lugares y con qué meFcancías puede traficar el súlxlito con el exterior, es asunto que compete al soberano. Porque si encomienda a los particulares ordenar ese tráfico seg{¡n su propia discreción, algunos pueden atreverse, movidos por afán de lucro, a su- ministrar al enemigo los medios de dañar al Estado, y a dañarse ellos mismos, importando aquellas cosas que siendo gratas a los apetitos humanos, son, no obstante, perniciosas v, por lo menos, inaprovechables para el Estado. Corresponde, por tanto, al Estado (es decir, al soberano solamente aprobar o desaprobar los lugares y materias del tráfico con el extran- jero. Si advertimos, además, que para la sustentación de un Estado no basta que cada hombre ejerza dominio sobre una porción de tierra, o sobre unos pocos bienes, o posea una ha- bilidad natural en algún arte útil (y no existe arte en el mundo que no sea necesario para la existencia o el bienestar de la mayoría de los hombres en concreto), es necesario que los hombres distribuyan lo que puedan ahorrar y transfieran su propiedad sobre ello, mutuamente de uno a otro, por cam- bio y mutuo contrato. Corresponde, por consiguiente, al Es- tado, [130] es decir, al soberano, determinar de qué modo deben llevarse a cabo todas las especies de contratos entre súbditos (como los actos de comprar, vender, cambiar, prestar, tomar prestado, arrendar y tomar en arrendamiento), y por qué palabras y signos deben ser considerados como válidos. Si tenemos en cuenta la estructura de la presente obra, lo an- tedicho es suficiente respecto a la materia y distribución de los elementos nutritivos entre los diversos miembros del Es- tado. Entiendo por acondicionamiento la reducción de todos los bienes que no se consumen actualmente sino que se reservan para el sustento en tiempos venideros a una cosa de igual valor y, por añadidura, tan portátil que no impida la traslación de los hombres de un lugar a otro, sino que gracias a ella una persona tenga en cualquier lugar el sustento que el lugar exija. y ese bien no es otra cosa que el oro, la plata y el dinero. 2006 PARTE 11 DEL ESTA.DO CA.P. 24 En efecto, siendo (como son) el oro y la plata altamente estimados en la mayor parte de los países del mundo, cons- tituyen una medida objetiva del valor de las cosas entre las naciones; y el dinero (cualquiera que sea la materia en que esté acuñado por el soberano de un Estado) es una medida suficiente del valor de todas las cosas entre los súbditos de ~se Estado. Por medio de esa medida, todos los bienes mue~ ales e inmuebles pueden acompañar un hombre a todos los lugares donde se traslade, dentro y fuera de la localidad de su ordinaria residencia; y ese mismo medio pasa de un hom- bre a otro, dentro del Estado, y 10 recorre entero, alimentando, a su paso, todas las partes del mismo. En este sentido ese acondicionamiento viene a ser como la irrigación sanguínea del Estado; en efecto, la 'Sangre natural se integra con los frutos de la tierra, y al circular nutre cada uno de los miembros del cuerpo humano. y así como la plata y el oro tienen su valor derivado de la materia misma, poseen, en primer lugar, el privilegio de que el valor de esas materias no puede ser. alterado por el poder de uno ni de unos pocos Estados, ya Que es una medida co- mún de los bienes en todos los países. Ahora bien, la moneda legal puede ser fácilmente elevada o rebajada de valor. En segundo lugar, tiene el privilegio de hacer que los Estados lleven y extiendan sus armas, cuando lo estimen necesario, por países extranjeros, procurando, así, provisión no sólo a individuos particulares que viajan, sino también a ejércitos enteros. Ahora bien, la acuñación, cuyo valor es insignificante en relación con la materia, y sólo nos indica la localidad, es incapaz de soportar un cambio de aire, y por eso produce efectos solamente en su propio país, en el cual se halla sujeta al cambio de leyes y, por consiguiente, a ver disminuído su valor, muchas veces en perjuicio de quienes la poseen. Los conductos y procedimientos por los cuales circula para uso público son de dos clases: una de las vías conduce el dinero a las arcas públicas; otra, les da salida de ellas para efectuar pagos públicos. Sirven a la primera misión los recaudadores, cajeros y tesoreros; pertenecen a la segunda también los te- soreros y los funcionarios designados para el pago de los di- '1°7 PARTE 11 DEL ESTADO CAP. 24 versos ministros públicos y privados. También en esto presenta el hombre artificial una semejanza Con el natural, cuyas venas reciben la sangre de las diversas [131] partes del cuerpo, y la llevan al -corazón; después qe vitalizarla, el corazón la expele por medio de las arterias, con objeto de vivificar y hacer aptos para el movimiento todos los miembros del cuerpo. La. procreación, es decir, las creaciones filiales de un Es- tado, son lo que denominamos plantaciones o colon:ias, grupos de personas enviadas por el Estado, al mando de un jefe o gobernador, para habitar un país extranjero que o bien carece de habitantes, o han sido éstos eliminados por la guerra. Una vez establecida una colonia, o bien se constituye un Estado con sus habitantes, cesando toda sujeción respecto al soberano que los envió (tal como ocurría con muchos Estados en los tiem- pos antiguos), caso en el cual el Estado de que procedían se denominaba su metrópoli, o madre, y no exige de ellos otra cosa sino lo que los hombres requieren, como signo de honor y amistad de los hijos a quienes emancipan y liberan de su gobierno doméstico; o bien permanecen unidos a su metrópoli, como lo estaban las colonias del pueblo de Roma; entonces no son Estados sustantivos, sino provincias y partes del Estado que las instituyó. Así que el derecho de las colonias (aparte del honor y de la conexión con su metrópoli) depende total- mente de la licencia o carta en virtud de la cual el soberano autorizó la plantación. 208 PARTE 11 DEL ESTADO CAP. '25 CAPITULO XXV Del CONSEJO Cuán falaz es juzgar de la naturaleza de las cosas por el uso ordinario e inconstante de las palabras, aparece con más claridad que en ninguna otra cosa en la confusión de consejos y órdenes, que resulta de la manera imperativa de hablar en ambos cas9s, Y én otras muchas ocasiones. En efecto, las palabras: Haz esto, son los términos en que se expresa no sólo el que manda, sino también el que da consejo, yel que exhorta. Sin embargo, pocos dejarán de advertir que estas son cosas diferentes, o tendrán dificultades para distin- guir cuándo se trata de determinar quién habla y a quién va dirigida la palabra, y en qué ocasión. Ahora bien, como estas frases las hallamos en los escritos de los hombres, y existe incapacidad o falta el deseo de considerar las circunstancias, se confunden a veces los preceptos de los consejeros, tomán- dolos como preceptos de quien manda, y a veces lo contrario, siempre de acuerdo con las conclusiones que se desea inferir, o con los actos que merecen aprobación. Para. evitar estas con- fusiones y dar a los términos de mandar, aconsejar y exhortar sus propias y características significaciones, voy a pasar a de- finirlas. ORDEN es cuando un hombre dice : Haz esto o N o hagas esto) sin esperar otra razón que la voluntad de quien formula el mandato. De esto se sigue por modo manifiesto que quien manda pretende con ello su propio beneficio, ya que su man- dato obedece solamente a su propia [132] voluntad, y el ob- jeto genuino de la voluntad de cada hombre es algún bien para sí misn;Io. CONSEJO es cuando un hombre dice: Haz o No hagas esto, y deduce sus razones del beneficio que obtendrá aquel a quien se habla. De ello es evidente que quien da consejo pretende 2°9 PARTE II DEL ESTADO CAP. 25 solamente (cualquiera que sea, por otra parte, su Íntimo pro- pósito) el bien de aquel a quien se da el consejo. Por consiguiente, entre consejo y orden existe esta gran diferencia: que la orden se dirige al propio beneficio de uno mismo, y el consejo al beneficio de otro hombre. Y de ello deriva otra distinción: que un hombre puede ser obligado a hacer lo que le ordenan, cuando se ha obligado a obedecer: en cambio, no puede ser obligado a hacer lo que se le acon- seja, porque el daño que resulta de no obedecer es suyo propio; o bien, si se ha obligado a seguirlo, el consejo adquiere la naturaleza de la orden. Una tercera diferencia entre los dos conceptos consiste en que nadie puede pretender un derecho a ser consejero de otro hombre, porque con ello no puede pretender un beneficio para sí mismo: exigir un derecho de aconsejar a otro arguye una voluntad de conocer sus designios o de conseguir algún otro bien para sí mismo, lo cual, como he dicho anteriormente, es el peculiar objeto de la voluntad de c¡¡da hombre. Es también consustancial al consejo que quien lo solicite, no puede equitativamente acusar o castigar al que aconseja. En efecto, solicitar consejo de otro es permitirle que dé dicho consejo del modo que juzgue más conveniente. Por tanto, quien da consejo a su soberano (ya sea un monarca o una asamblea) cuando éste lo solicita, no puede equitativamente ser castigado por ello, ya sea o no conforme el consejo a la opinión de la mayoría, en la proposición que se debate. Porque si el sentido de la asamblea puede ser advertido antes de que el debate termine, no debe el soberano solicitar ni tomar otro consejo, porque el sentido de la asamblea es la resolución del debate y el fin de toda deliberación. Generalmente quien so- licita consejo es autor de él, y, por tanto, no puede castigar al que lo da. Y lo que el soberano no puede, ningún otro puede hacerlo. Pero si un súbdito da consejo a otro, en el sentido de hacer alguna cosa contraria a las leyes, tanto si el con- sejo procede de una mala intención como si deriva de la ignorancia solamente, es susceptible de castigo por parte del Estado; porque la ignorancia de la ley no es buena excusa, 210 PARTE 11 DEL ESTADO CAP. 25 ya que cada uno está obligado a tener noticia de las leyes a que está sujeto. EXHORTACIÓN y DISUASIÓN es un consejo que en quien lo da, va acompañado de un vehemente y manifiesto deseo de verlo atendido; 0, para decirlo más brevemen.te, consejo en el cual se insiste con vehemencia. En efecto, quien exhorta no deduce las consecuencias de lo que él recomienda que se haga, y se vincula a sí mismo al rigor de un razonamiento veraz, sino que excita a la acción, a aquel a quien aconseja. Del mismo modo, quien disuade, induce a desistir de ella. Con tal propósito al formular sus razonamientos tienen en cuen- ta, en sus frases, las pasiones comunes y las opiniones de los hombres, y hacen uso de símiles, metáforas, ejemplos y otros recursos de la oratoria,~ para persuadir a sus oyentes de la utilidad, honor o justicia de seguir su opinión. [133] De ello puede inferirse, primero: que la exhortación y la disuasión se dirigen al bien de quien da el consejo, no al de aquel que lo solicita, lo cual es contrario al deber de un consejero, ya que éste, por definición, debe considerar .no su beneficio propio, sino el de aquel a quien da su opinión. y que orienta su consejo al propio beneficio es bastante ma- nifiesto por el repetido y vehemente empeño o por el artificio con que se da; no siéndole esto requerido, y procediendo, en consecuencia, según la ocasión, se dirige principalmente al beneficio propio, y sólo de modo accidental, o en ningún caso, al bien de quien es aconsejado. En segundo lugar, este uso de. la exhortación y de la disuasión tiene solamente lugar cuando un hombre habla a una multitud, puesto que cuando la oración se dirige a uno solo, su interlocutor puede interrumpirle y examinar sus ra- zones más rigurosamente que puede hacerlo una multitud, ya que ésta se halla integrada por varios individuos que resultan excesivos en número para en~ablar disputa o diálogo con quien les habla de modo indiferente y a la vez. En tercer lugar, que quienes exhortan y disuaden, cuando son requeridos para emitir un consejo, son consejeros corrom- pidos, como si estuvieran movidos por su propio interés. En efecto, por excelente que sea el consejo que den, quien lo 2II PAR1'E 11 DEL ESTADO CAP. 25 da no es buen consejero, como no puede decirse que sea un juez justiciero"quien da una sentencia justa a cambio de una recompensa. Ahora bjen,· cuando un hombre puede mandar legítimamente como un padre en su familia o un jefe en un ejército, sus exhortaciones y disuasiones no son sólo legítimas, sino también necesarias y laudables. No obstante, cuando ya no son consejos sino órdenes por las cuales se encomienda la ejecución de un trabajo rudo, la necesidad unas veces y la hu- manidad otras, requieren que la notifi:::ación se haga con· dul- zura, para que sirvan de estímulo, dándoles más bien el tono y la frase de un consejo, que el áspero lenguaje de una orden. Ejemplos de la diferencia entre orden y consejo podemos extraerlos de las formas de expresión usadas por la Sagrada Escritura. No tengais otro Dios sino YO: no hagais para ti mismo imágenes grabadas; no tomes el nombre de Dios en vano; santifica el sábado; honra a tus padres; no mates; no robes, etc., son órdenes, porque la razón en virtud de la cual tenemos que obedecerlas está fijada por la voluntad de Dios, nuestro Rey, al cual estamos obligados a obedecer. Pero las palabras: Vende todo lo que tienes, dala a los pobres y sigueme, implican un consejo, ya que la razón por la cual hemos de realizar esos actos se basa en nuestro propio bene- ficio; a saber, que así tendremos un tesoro en el cielo. Las palabras: Id a la aldea que está delante de vosotros y luego encontrareis una borrica atada, y su borriquilla; soltadla, y traédmela, son una orden; porque la razón de este acto ra- dica en la voluntad de su dueño. En cambio las palabras: Arrepentíos y sed bautizados en el nombre de Jesús, son un consejo, ya que la razón en virtud de la cual debemos realizar ese acto no tiende a beneficio alguno de la Omnipotencia di- vina, que siempre seguirá siendo Rey, aunque nosotros nos rebelemos, sino de nosotros mismos, que no tenemos otros medios de evitar el castigo que pende sobre nosotros, por nuestros pecados. La diferencia entre consejo y orden ha sido deducida, en este caso, de la naturaleza del consejo, que consiste en inferir el [134 J beneficio o daño que puede resultar para quien es <1.consejado, a base de las consecuencias necesarias o probables 212 PARTE 1/ DEL ESTADO CAP. 25 de la acción que se propone; de esa misma distinción pueden derivarse también las diferencias. existentes entre conse- jeros aptos e ineptos. Siendo la experiencia recuerdo de las consecuencias de acciones semejantes, anteriormente observa- das, y el consejo la expresión en virtud de la cual esta expe- riencia se da a conocer a otro, las virtudes y defectos del consejo coinciden con las virtudes y defectos intelectuales. A la persona del Estado, le sirven sus consejeros como me- moria y discurso mental. Pero a esta semejanza que existe en- tre el Estado y el hombre natural, va unida una discrepancia de gran monta, a saber: que un hombre natural adquiere su experiencia en los objetos naturales de los sentidos, que actúan sobre él sin pasión o interés propio, mientras que los que dan consejo a la persona representativa de un Estado pueden tener, y tienen a menudo, sus fines y pasiones particulares, que hacen sus consejos siempre sospechosos, y a veces nada fidedignos. Por consiguiente, podemos establecer como primera condición de un buen consejero: Que sus fines e interés no sean incom- patibles con los fines e interés de aquel a quien aconsejan. En segundo lugar, como la misión de un consejero, cuan- do se procede a deliberar sobre alguna acción, es hacer ma- nifiestas las consecuencias de ella, de tal modo que quien recibe el consejo pueda ser informado de modo veraz y evidente, debe presentar su opinión en términos tales que la verdad aparezca, con la máxima evidencia, es decir, con un raciocinio tan firme, con un lenguaje tan adecuado y significativo, y tan breve como la evidencia lo permita. Por consiguiente, las inferencias precipitadas y carentes de evidencia (tales como las que sólo se apoyan en ejemplos o en la autoridad de los libros, sin argumentar lo que es bueno o malo, sino aportando sólo testimonios de hecho o de. opinión), las expresiones os- curas, confusas y ambiguas, es decir, las frases metafóricas que tienden a desatar las pasiones (desde el momento en que tales razonamientos y expresiones sólo son útiles para decepcionar, o para dirigir quien recibe el consejo hacia fines distintos de los suyos propios) son contrarias a la misión de consejero. En tercer lugar, como la capacidad de aconsejar procede de la experiencia y del prolongado estudio, y nadie se presu- 21 3 PARTE II DEL ESTADO CAP. 25 me que tiene eA"periencia en todas aquellas cosas que deben ser conocidas para la administración de un gran Estado, nadie se presume que. puede ser buen consejero, sino en aquellos negocios en los que no solamente está muy versado, sino sobre los cuales ha meditado y consultado largamente. En efecto, si se tiene en cuenta que la misión de un Estado consiste en mantener el pueblo en paz, en el interior, y defenderlo contra la invasión extranjera, advertiremos que es preciso un gran conocimiento de la condición del género humano, de los de- rechos del gobierno, y de la naturaleza de la equidad, de la ley, de la justicia y del honor, que no puede alcanzarse sin estudio; así como de la fortaleza, bienes y lugares, tanto del propio país como de sus vecinos, y de las inclinaciones y designios de todas las naciones que de algún modo pueden perjudicarla. Todo esto no se logra sino con una gran ex- pe'riencia. De este cúrriulo de requisitos no sólo la suma entera [ 13 S] sino cada una de las porciones particulares requiere la edad y la observación de un hqmbre maduro, con estudios más amplios que los ordinarios. Como he dicho anteriormente (cap. VIII), el ingenio requerido para el consejo es lo que se llama juicio. Las diferencias entre los hombres, a este res- pecto, proceden de la diferente educación de algunos para un género de estudio o de negocio, de otros para otro distinto. Aunque para realizar ciertas cosas existan reglas infalibles (como ocurre en ingeniería y en edificación, con las reglas de la Geometría), toda la experiencia del mundo no puede igualar al consejo que ha sido aprendido o derivado de la regla. Y cuando la norma no existe, quien tiene más expe- riencia en un particular género de negocios, tiene, en conse- cuencia, el mejor juicio, y debe ser el mejor consejero. En cuarto lugar, para ser capaz de dar consejo a un Es- tado, en un asunto que hace referencia a otro Estado, es ne- cesario estar informado de los convenios y relatos que vienen de allí, y de las notic1tts de tratados y otras transacciones de los Estados entre si, cosa que nadie puede hacer sino aquellas personas que el representante considere pertinentes. Por todo ello podemos advertir que quienes no son llamados a consejo, PARTE II DEL ESTADO CAP. 25 no puede confiarse que puedan darlo satisfactoriamente en tales casos. En quinto lugar, suponiendo que el número de consejeros sea igual, es preferible oírlos aparte que no reunidos en asam- blea, y esto por varias razones. En primer término, oyéndoles aparte, teneis la opinión de cada uno, mientras que en una asamblea muchos de ellos expresan su opinión con un Sí o un No, o con las manos o los pies, que no se mueven de modo espontáneo, sino por la elocuencia de otro; o por el temor de desagradar, con su contradicción, a quienes han hablado o a la asamblea entera; o por temor de aparecer más tardo de inteligencia que quienes ha,n aplaudido la opinión contraria. En segundo lugar, en una asamblea numerosa no puede evi- tarse que haya algunos cuyos intereses son contrarios a los del público; y a éstos sus intereses les hacen apasionados, y la pasión elocuentes, y la elocuencia suya atrae a otros a su misma opinión. Porque las pasiones de los hombres, que ais- ladamente son moderadas, como el calor de la llama, en asamblea son como antorchas diversas que mutuamente se inflaman (en especial cuando unos a otros se soplan con ora- ciones), incendiando al Estado, con la pretensión de aconse- jarlo. En tercer lugar, escuchando aparte a cada uno, cabe examinar, cuando se necesita, la veracidad o probabilidad de sus razones, y de las razones de la opinión que da, por medio de frecuentes interrupciones y objeciones, cosa que no puede hacerse en una asamblea, donde, a cada difícil pregunta, un homhre queda más bien estupefacto y aturdido por la va- riedad de los discursos que llueven sobre él, que informado acerca del camii10 que debe tomar. Además, en una asamblea numerosa, convocada para dar su opinión, no dejará de haber algunos que tengan la ambición de ser estimados y elocuentes y duchos en política, y que den su opinión teniendo en cuenta no ya el asunto tratado, sino el aplauso que esperan para sus abigarradas oraciones, tejidas con hilos polícromos que per- tenecen a diversos autores; ello es, en definitiva, una im- pertinencia que impide toda consulta seria, y que fácil- mente se e- [136] vita por el procedimiento de tomar consejo en secreto. En cuarto lugar, en deliberaciones que deben ser 215 PARTE 11 DEL ESTADO CAP. 25 mantenidas en secreto (cosa que con frecuencia ocurre en los negocios públicos) los consejos de varios, y en particular en las grandes asambleas, necesitan confiar tales asuntos a grupos más reducidos, constituídos por las personas versadas y en cuya fidelidad se tiene más confianza. En conclusión, ¿quién se atrevería a pedir, con riesgo propio, el consejo de una gran asamblea, tratándose de casar a sus hijos, disponer de sus tierras, gobernar su hogar o ad- . ministrar su patrimonio privado, especialmente si entre los consejeros existe quien no desea su prosperidad? Un hombre que hace sus negocios con la ayt:.da de diversos y prudentes consejeros, consultando con cada uno de ellos en aquello que entiende, es como quien utiliza buenos compañeros en el juego de tennis, colocándolqs en lugares adecuados. Sigue en per- fección quien usa sólo de su propio juicio, ya que no se apoya en ningún otro. Pero quien es llevado de aquí para allá, res- pecto a sus negocios, en un consejo forjado, no pudiéndose mover sino por la pluralidad de las opiniones concordes, cuya unión (aparte de la envidia o interés) resulta comúnmente retardada por quienes disienten, ese lo hace el peor de todos, como el jugador al que aun teniendo buenos compañeros de juego, obstaculizan y retardan las discrepancias de pare- cer, tanto más cuanto mayor es el número de quienes in- tervienen en el asunto, y en grado superlativo cuando entre ellos hay uno o más que desean su perdición. Y aunque es cierto que varios ojos ven más que uno, no debe com- prenderse así cuando se trata de varios consejeros, a no ser que entre éstos la resolución final corresponda a un solo hombre. De otro modo, como varios ojos ven la misma cosa en diversos planos, y propenden a mirar de soslayo su par- ticular beneficio, quienes no están dispuestos a perderlo de vista, aunque miren con dos ojos sólo se fijan con uno. Esta es la causa de que ningún gran Estado popular pudiera con- servarse sino cuando un enemigo exterior lo mantuvo unido o por la reputación de algún hombre eminente entre ellos o ~or el consejo secreto de unos pocos, o por el mutuo tedtor de facciones iguales, y no por las deliberaciones abiertas de la asamblea. Y ;n cl!anto a los pequeños Estados, ya sean popu- lares o mona:qU1co~, no hay sabiduría humana que pueda conservarlos SIllO mIentras dura la envidia entre sus vecinos. 216 PARTÉ 11 DÉL ÉSTADO CAP. 26 CAPITULO XXVI De las LEYES CIVILES Entiendo por leyes civiles aquellas que los hombres es- tán obligados a observar porque son miembros no de este o aquel Estado en particular, sino de un Estado. En efecto, el conocimiento de las leyes particulares [137] corresponde a aquellos que profesan el estudio de las leyes de diversos paí- ses; pero el conocimiento de la ley civil en general, a todos los hombres. La antigua ley de Roma era llamada ley civil, de la palabra civitas, que significa el Estado. Y los países que, habiendo estado sometidos al Imperio romano y gober- nados por esta ley, conservan todavía una parte de ella, por- que la estiman oportuna, llaman a esta parte ley civil, para distinguirla del resto de sus propias leyes civiles. Pero no es de esto de lo que voy hablar aquÍ: mi designio no es exponer lo que es ley en un lugar o en otro, sino lo que es ley, tal como lo hicieron Platón, Aristóteles, Cicerón y otros varios, sin hacer profesión del estudio de la ley. Es evidente, en primer término, que ley en general no es consejo, sino orden; y no orden de un hombre a otro, sino solamente de aquel cuya orden se dirige a quien anterior- mente está obligado a obedecerle. Y en cuanto a la ley civil, añade solamente al nombre de la persona que manda, que es la persona civitatis, la persona del Estado. Teniendo esto en cuenta, yo defino la ley civil de esta manera: LEY CIVIL es, para cada súbdito, aquellas reglas que el Estado le ha ordenado de palabra o por escrito o con otros signos suficientes de la voluntad, para que las utilice en dis- tinguir lo justo de lo injusto, es decir, para establecer lo que es contrario y lo que no es contrario a la ley. En esta definición no hay nada que no sea evidente desde el principio, porque cualquiera puede observar que ciertas le- '117 PARTE 1I DEL ESTADO CAP. 26 yes se dirigen a todos los súbditos en general; otras, a pro- vincias particulares; algunas, a vocaciones especiales, y algunas otras a determinados hombres: son, por consiguiente, leyes para cada uno de aquellos a quienes la orden se dirige, y para nadie más. ASÍ, también, se advierte que las leyes son nor- mas sobre lo justo y lo injusto, no pudiendo ser reputado injusto lo que no sea contrario a ninguna ley. Del mismo modo resulta que nadie puede hacer leyes sino el Estado, ya que nuestra subordinación es respecto del Estado solamente; y que las órdenes deben ser manifestadas por signos suficien- tes, ya que, de otro modo, un hombre no puede saber cómo obedecerlas. Por consiguiente, cualquier cosa que por nece- saria consecuencia sea deducida de esta definición, debe ser reconocida como verdadera. Y así deduzco de ella lo que sigue. l. El legislador en todos los Estados es sólo el soberano, ya sea un hombre como en la monarquía, o una asamblea de hombres como en una democracia o aristocracia. Porque legislador es el que hace la ley, y el Estado sólo prescribe y ordena la observancia de aquellas reglas que llamamos le- yes: por tanto, el Estado es el legislador. Pt;ro el Estado no es nadie, ni tiene capacidad de hacer una cosa sino por su representante (es decir, por el soberano), y, por tanto, el soberano es el único legislador. Por la misma razón, nadie puede abrogar una ley establecida sino el soberano, ya que una ley no es abrogada sino por otra ley que prohibe ponerla en ejecución. 2. El soberano de un Estado, ya sea una asamblea o un hombre, no está sujeto a las leyes civiles, ya que teniendo po- der para hacer [138] y revocar las leyes, puede, cuando gus- te, liberarse de esa ejecución, abrogando las leyes que le es- torban y haciendo otras nuevas; por consiguiente, era libre desde antes. En efecto, es libre aquel que puooe ser libre cuan- do quiera. Por otro lado, tampoco es posible para nadie estar obligado a sí mismo; porque quien puede ligar, puede liberar, y por tanto, quien está ligado a sí mismo solamente, no está ligado. 218 PARTE 1J DEL ESTADO CAP. 26 3. Cuando un prolongado uso adquiere la autoridad de una ley, no es la duración del tiempo lo que le da autoridad, sino la voluntad del soberano, significada por su silencio (ya que el silencio es, a veces, un argumento de aquiescencia); y no es ley en tanto que el soberano siga en silencio respecto de ella. Por consiguiente, si el soberano tuviera una cues- tión de derecho fundada no en su voluntad presente, sino en las leyes anteriormente promulgadas, el tiempo transcurrido no puede traer ningún perjuicio a su derecho, pero la cuestión debe ser juzgada por la equidad. En efecto, muchas acciones injustas, e injustas sentencias, permanecen incontroladas du- rante mucho más tiempo del que cualquiera puede recordar. Nuestros juristas no tienen en cuenta otras leyes consuetudi- narias, sino las que son razonables, y sostienen que las malas costumbres deben ser abolidas. Pero el juicio de lo que es razonable y de lo que debe ser abolido corresponde a quien hace la ley, que es la asamblea soberana o monarca. 4 . .La ley de naturaleza y la ley civil se contienen una a otra y son de igual extensión. En efecto, las leyes de naturaleza, que consisten en la equidad, la justicia, la gratitud y otras virtudes morales que dependen de ellas, en la condición de mera naturaleza (tal como he dicho al final del capítulo xv), no son propiamente leyes, sino cualidades que disponen los hom- bres a la paz y lá obediencia. Desde el momento en que un Estado queda establecido, existen ya leyes, pero antes no: en- tonces son órdenes del Estado, y, por consiguiente, leyes ci- viles, porque es el poder soberano quien obliga a los hombres a obedecerlas. En las disensiones entre particulares, para es- tablecer lo que es equidad, y lo que es justicia, y 10 que es virtud moral, y darles carácter obligatorio, hay necesidad de ordenanzas del poder soberano, y de castigos que serán im- puestos a quienes las quebranten; esas ordenanzas son, por consiguiente, parte de la ley civil. Por tal razón, la ley de naturaleza es una parte de la ley civil en todos los Estados del mundo. Recíprocamente también, la ley civil es una parte de los dictados de la naturaleza, ya que la justicia, es decir, el cumplimiento del pacto y el dar a cada uno lo suyo es un dictado de la ley de naturaleza. Ahora bien, cada súbdito 2 19 PARTE 11 DEL ESTADO CAP. 26 en un Estado ha estipulado su obediencia a la ley civil (ya sea uno con otro, como cuando se reúneri para >constituir una representación"común, o con el representante mismo, uno por uno, cuando, sojuzgados por la fuerza, prometen obediencia para conservar la vida); por tanto, la obediencia a la ley civil es parte, también, de la ley de naturaleza. Ley civil y ley natural no son especies diferentes, sino partes distintas de la ley; de ellas, una parte es escrita, y se llama civil; la otra no escrita, y se denomina natural. Ahora bien, el derecho de naturaleza, es decir, la libertad natural del hombre, puede ser limitada y restringida por la ley civil: más aún, la finalidad de hacer leyes no es otra sino esa restricción, sin la cual no puede existir ley alguna. La ley no fue traída al mundo sino para [1391 limitar la libertad natural de los hombres individuales, de tal modo que no pudieran dañarse sino asistirse Uno a otro y mantenerse unidos contra el enemigo común. 5. Si el soberano de un Estado sojuzga a un pueblo que ha vivido bajo el imperio de otras leyes escritas, y posterior- mente lo gobierna por las, mismas leyes con que antes se go- bernaba, estas leyes son leyes civiles del vencedor y no del Estado sometido. En efecto, el legislador no es aquel por cuya autoridad se hicieron inicialmente las leyes, sino aquel otro por cuya autoridad continúan siendo leyes, ahora. Por consiguiente, donde existen diversas provincias, dentro del dominio de un Estado, y en estas provincias diversidad de leyes, que común- mente s~ llaman costumbres de cada provincia singular, no hemos de entender que estas costumbres tienen su fuerza so- lamente por el tiempo transcurrido, sino porque eran, con anterioridad, leyes escritas, o dadas a conocer de otro modo por las constituciones y estatutos de sus soberanos. Ahora bien, para que en todas las provincias de un dominio una ley no escrita sea generalmente observada, sin que aparezca iniquidad alguna en la observancia de la misma, esta ley no puede ser sino una ley de naturaleza, que obliga por igual a la humanidad entera. 6. Advirtiendo que todas las leyes, estén o no escritas, reciben su autoridad y vigor de la voluntad del Estado, es decir, de la voluntad del representante (que en una monar- 220 PARTE 11 DEL ESTADO CAP. 26 quía es el Il).onarca, y en otros Estados la asamblea soberana), cualquiera se sorprenderá al ver de dónde proceden opiniones tales como las halladas en los libros de los juristas eminentes en distintos Estados, y en las que directamente, o por conse- cuencia, hacen depender el poder legislativo de hombres par- ticulares o jueces subalternos. Tal ocurre, por ejemplo, con la creencia de que la ley común no tiene otro control sino el del Parlamento; ello es verdad solamente cuando el Parlamento tiene el poder soberano, y no puede ser reunido ni disuelto sino por su propio arbitrio. En efecto, si existe algún derecho en alguien para disolverlo, entonces existe también un derecho a controlarlo, y, por consiguiente, a controlar su control. Y, por el contrario, si semejante derecho no existe, quien controla las leyes no es el parlamentum, sino el rex in Parlamento. Y cuando es soberano un Parlamento, por numerosos y sabios que sean los hombres que reúna, con cualquier motivo, de los países sujetos a él, nadie creerá que semejante asamblea haya adquirido por tal causa el poder legislativo. Además, se dice: los dos brazos de un Estado son la fuerza y la justicia, el pri- mero de los cuales reside en el rey, mientras el otro está de- positado en manos del Parlamento. Como si un Estado pudiera subsistir cuando la fuerza esté en manos de alguno a quien la justicia no tenga autoridad para mandar y gobernar. 7. Convienen nuestros juristas en que esa ley nunca puede ser contra la razón; afirman también que la ley no es la letra (es decir, la construcción legal), sino lo que está de acuerdo con la intención del legislador. Todo esto es cierto, pero la du- da estriba en qué razón habrá de ser la que sea admitida como ley. No puede tratarse de una razón privada, porque [140 ] entonces existiría entre las leyes tanta contradicción como entre las escuelas; ni tampoco (como pretende Sir E d. e o'ke) en una perfección artificial de la razón, adquirida mediante largo es- tudio, observación y experiencia (como era su caso). En efecto, es posible que un prolongado estudio aumente y confirme las sentencias erróneas: pero cuando los hombres construyen sobre falsos cimientos, cuanto más edifican, mayor es la ruina; y, además, las razones y resoluciones de aquellos que estudian y observan con igual empleo de tiempo y diligencia, son y deben 221 PARTE 11 DEL ESTADO CAP. 26 permanecer discordantes: por consiguiente, no es esta jurispru~ den tia o sabiduría de los jueces subordinados, sino la razón del Estado, nuestro hombre artificial, y sus mandamientos, lo que constituye la ley. Y siendo el Estado, en su re---resentación, una sola persona, no puede fácilmente surgir ninguna contra~ dicción en las leyes; y cuando se produce, la misma razón es capaz, por interpretación o alteración, para eliminarla. En todas las Cortes de justicia es el soberano (que personifica el Estado) quien juzga. Los jueces subordinados deben tener en cuenta la razón que motivó a su soberano a instituir aquella ley, a la cual tiene que conformar su set1.tencia; sólo entonces es la sentencia de su soberano; de otro modo es la suya propia, y una sentencia injusta, en efecto. 8. Del hecho de que la leyes una orden, y una orden consiste en la declaración o manifestacióÍl de la voluntad de quien manda, por medio de la palabra, de la escritura o de algún otro argumento suficiente de la misma, podemos inferir que la orden dictada por un Estado es ley solamente para quie- nes tienen medios de conocer la existencia de ella. Sobre los imbéciles innatos, los niños o los locos no hay ley, como no la hay sobre las bestias; ni son capaces del título de justo e in- justo, porque nunca tuvieron poder para realizar un pacto, o para comprender las consecuencias del mismo, y, por consi- guiente, nunca asumieron la misión de autorizar las acciones de cualquier soberano, como deben hacer quienes se convierten, a sí mismos, en un Estado. Y análogamente a los que por na- turaleza o accidente carecen de noticia de las leyes en general, quienes por cualquier accidente no imputable a ellos mismos carecen de medios para conocer la existencia de una ley par- ticular, quedan excusados si no la observan, y, propiamente hablando, esta ley no es ley para ellos. Es, por consiguiente, necesario, considerar en este lugar qué argumentos y signos son suficientes para el conocimiento de lo que es la ley, es decir, cuál es la voluntad del soberano, tanto en las monarquías co- mo en otras formas de gobierno. En primer lugar, si existe una ley que obliga a todos los súbditos sin excepción, y no es escrita, ni se ha publicado -por cualquier otro procedimiento- en lugares adecuados para que 222 PARTE II DEL ESTADO CAP. 26 de ella se tenga noticia, es una ley de naturaleza. En efecto, cualquier cosa de que los hombres adquieran noticia y con- sideren como ley no por las palabras de otros hombres, sino por las de su propia razón, debe ser algo aceptable por la ra- zón de todos los hombres; y esto con ninguna ley ocurre sino con la ley de naturaleza. Por consiguiente, las leyes de la na- turaleza· no necesitan ni publicación ni promulgación, ya que están contenidas en esta sentencia, aprobada por todo el mundo: No hagas a otro lo que tú consideres irraz.onable que otro te haga a ti. [141] En segundo lugar, si existe una ley que obliga solamente a alguna categoría de hombres, o a un hombre en particular, y no está escrita ni publicada verbalmente, entonces es también una ley de naturaleza, conocida por los mismos argumentos y signos que distinguen a sus titulares, en tal condición de los demás súbditos. Porque cualquier ley que no esté escrita o promulgada de algún modo por quien la hizo, no puede ser conocida de otra manera sino por la razón de aquel que ha de obedecerla; y es también, por consiguiente, una ley no sólo civil sino natural. Por ejemplo, si el soberano emplea un mi- nistro público sin comunicarle instrucciones escritas respecto a lo que ha de hacer, ese ministro viene obligado a tomar por instrucciones los dictados de la razón; así como si instituye un juez, éste ha de procurar que su sentencia se halle de acuer- do con la razón de su soberano; e imaginándose siempre ésta como equitativa, está ligado a ella por la ley de naturaleza; o si es un embajador (en todas las cosas no contenidas en sus instrucciones escritas) debe considerar como instrucción laque· la razón le dicte como más conducente al interés de su sobe- rano; y así puede decirse de todos los demás ministros de la soberanía, pública y privada. Todas estas instrucciones de la ra- zón natural pueden ser comprendidas bajo el nombre común de fidelidad, que es una rama de la justicia natural. Exceptuada la ley de naturaleza, las demás leyes deben ser dadas a conocer a las personas obligadas a obedecerlas, s~ de palabra, o por escrito, o por algún otro acto que manifies- tamente proceda de la autoridad soberana. En efecto, la vo- luntad de otro no puede ser advertida sino por sus propias 223 PARTE II DEL ESTADO CAP. 26 palabras o actos, o por conjeturas tomadas de sus fines y pro- pósitos, lo cual, en la persona del Estado, debe suponerse siem- pre en armon~a con la equidad y la razón. En los tiempos antiguos, antes de que las cartas fueran de uso común, las leyes eran reducidas en muchos casos a versos, para que el pueblo llano, complaciéndose· en cantarlas o recitarlas, pudiera más fácilmente retenerlas en la memoria. Por la misma causa Sa- lomón recomienda a un hombre que ligue los diez mandamien- tos *a sus diez dedos. Y en cuanto a la ley que Moisés dió al pueblo de Israel en la renovación del pacto, *él les pide que la enseñen a sus hijos, conversando acerca de ella, lo mismo en casa que en ruta: cuando vayan a la cama ° se levanten de ella; y que la escriban en los montantes y dinteles de sUs casas; y que *reúnan a las gentes, hombres, mujeres y niños, para escuchar su lectura. Tampoco basta que la ley sea escrita y publicada, sino que han de existir, también, signos manifiestos de que procede de la voluntad del soberano. En efecto, cuando los hombres pri- vados tienen o piensan tener fuerza bastante para realizar sus injustos designios, o perseguir sin peligro sus ambiciosos fines, pueden publicar como leyes lo que les plazca, sin autoridad legislativa, o en contra de ella. Se requiere, por consiguiente, no sólo la declaración de la ley, sino la existencia de signos suficiente del autor y de la autoridad. El autor o legislador ha de ser, sin duda, evidente en cada Estado, porque el so- berano que habiendo sido instituído por el consentimiento de cada uno, se supone suficientemente conocido por todos. Y aunque la ignorancia y osadía de los hombres sea tal, en la mayor parte de los casos, que cuando [142] se disipa el re- cuerdo de la primera constitución de su Estado, no consideran en virtud de qué poder están defendidos contra sus enemigos, protegidos en sus actividades, y afirmados en su derecho cuan- do se les hace injuria; como ningún hombre que medite sobre el particular puede abrigar duda alguna, no cabe tampoco ale- gar ninguna excusa respecto a la ignorancia de dónde está si- tuada la soberanía. Es un dictado de la razón natural y, por consiguiente, una ley evidente de naturaleza, que nadie debe debilitar ese poder cuya protección él mismo ha demandado 224 PARTE II DEL ESTADO CAP. 26 o ha recibido, contra otros, con conOCImIento suyo. Por con- siguiente, nadie puede tener duda de quién es soberano, sino por su propia culpa (cualesquiera que sean las razones que pue- dan invocar los hombres malos). La dificultad consiste en la evidencia de la autoridad derivada del soberano; la remoción de esa dificultad depende del conocimiento de los registros pú- blicos, de los consejos públicos, de los ministros públicos y de los tribunales públicos, los cuales verifican suficientemente to- das las leyes; verifican, digo, no autorizan; porque la verifi- cación no es sino testimonio y registro, no la autoridad de la ley que consiste, solamente, en la orden del soberano. Por tanto, si un hombre tiene una cuestión por injuria a la ley de naturaleza, es decir, a la equidad común, la senten- cia del juez, que por comisión tiene autoridad para conocer tales causas, es una verificación suficiente de la ley de natura- leza en este caso individual. Porque aunque la opinión de uno que profese el estudio de la ley sea útil para evitar litigios, no es sino una opinión: es decir, el juez debe comunicar a los hombres lo que es ley, después de oír la controversia. Pero cuando la cuestión es de injuria o delito contra la ley e9Crita, cada hombre, recurriendo por sí mismo o por otros a los Registros, puede (si quiere) estar suficientemente infor.,. mado antes de realizar tal injuria o delito, y establecer si es injuria o no. Ni siquiera eso: porque cuando un hombre duda de si el acto que realiza es justo o injusto, y puede informarse a sí mismo si quiere, el acto realizado es ilegal. Del mismo modo, quien se supone a sí mismo injuriado, en un caso es- tablecido por la ley escrita que él puede examinar por sí mismo o por otros, si se querella antes de consultar la ley, lo hace injustamente, y más bien procede a vejar otros hombres que a demandar su propio derecho. Si la cuestión promovida es la de obediencia a un funcio- nario público, oír leer la wmisión para el cargo que le ha sido confiado, o tener medios de informarse de ello, cuando uno lo desee, es una verificación suficiente de su autoridad. En efecto, cada hombre está obligado· a hacer todo cuanto pueda para informarse por sí mismo de todas las leyes escritas que pueden afectar a sus acciones futuras. Conocido el legislador, y sufi- 2'25 PARTE II DEL ESTADO CAP. 26 cientemente publicadas las leyes, sea por escrito o por la luz de la naturaleza, todavía necesitan otra circunstancia muy ma- terial para que sean obligatorias. Ciertamente no es en la letra sino en la significación, es decir, en la interpretación auténtica de la ley (que estriba en. el sentido del legislador) donde ra- dica la naturaleza de. la ley. Por tanto, 1: 143] la interpreta- ción de todas las leyes depende de la autoridad soberana, y los intérpretes no pueden ser sino aquellos que designe el so- berano (sólo al cual deben los súbditos obediencia). De otro modo la sagacidad de un intérprete puede hacer que la ley tenga un sentido contrario al del soberano; entonces el intér- prete se convierte en legislador. Todas las leyes escritas y no escritas tienen necesidad de interpretación. La ley no escrita de naturaleza, aunque sea fá- cil dé- reconocer para aquellos que, sin parcialidad ni pasión, hacen uso de su razón natural, y, por tanto, priva de toda excusa a quienes la violan, si se tiene en cU,enta que son pocos, acaso ninguno, quienes en tales ocasiones no están cegados por su egoísmo o por otra pasión, la ley de naturaleza se convierte en la más oscura de todas las leyes, y es, por consiguiente, la más necesitada de intérpretes capaces. Las leyes escritas, cuando son breves, fácilmente son mal interpretadas, por los diversos significados de una o dos palabras: si son largas,. re- sultan más oscuras por las significaciones diversas de varias palabras; en este sentido,· ninguna ley escrita promulgada en pocas o muchas palabras puede ser bien comprendida sin una perfecta inteligencia de las causas finales para las cuales se hizo la ley; y el conocimiento de estas causas finales reside en el legislador. Por tanto, para él no puede habe¡- en la ley ningún nudo insoluble, ya sea porque puede hallar las extre- midades del mismo, y desatarlo, o porque puede elegir un fin cualquiera (como hizo Alejandro con su espada, en el caso del nudo gordiano) por medio del poder legislativo; cosa que ningún otro intérprete puede hacer. La interpretación de las leyes de naturaleza no depende, en un Estado, de los libros de filosofía moral. La autoridad de los escritores, sin la autoridad del Estado, no convierte sus opiniones en ley, por muy veraces que sean. Lo que vengo es- 226 PARTE IJ DEL ESTADO CAP. 26 cribiendo en este tratado respecto a las virtudes morales y a su necesidad para procurar y mantener la paz, aunque sea verdad evidente, no es ley, por eso, en el momento actual, sino porque en todos los Estados del mundo es parte de la ley civil, ya que aunque sea naturaleza razonable, sólo es ley. por el poder soberano. De otro modo sería un gran error llamar a las leyes de naturaleza leyes no escritas; acerca de esto vemos muchos volúmenes publicados, llenos de contradicciones entre unos y otros, y aun en un mismo libro. La interpretación de la ley de naturaleza es la sentencia del juez, constituído por la ley soberana para oír y fallar las controversias que de él dependen; y consiste en la aplicación de la ley al caso debatido. En efecto, en el acto del juicio, el juez. no hace otra cosa sino considerar si la demanda de las partes está de acuerdo con la razón natural y con la equidad; y la sentencia que da es, por' consiguiente, la interpretación de la ley de naturaleza, interpretación auténtica no porque es su sentencia privada, sino porque la da por autorización del so- berano; con ello viene a ser la sentencia del soberano, que es ley, en aquel entonces, para las partes en litigio. 1144] Ahora bien, como no hay juez subordinado ni soberano que no pueda errar en un juicio de ~quidad, si posteriormente, en otro caso análogo, encuentra más de acuerdo c~n la equidad d2.r una sentencia contraria, está obligado a hacerlo. Ningún error humano se convierte en ley suya, ni le oWiga a persistir en él: nj (por la misma razón) se convierte en ley para otros jueces, aunque haya hecho promesa de seguirla. En efecto, aunque una sentencia equivocada que se dé por autorización del soberano, si él Ja conoce y la permite, viene a constituir una nueva ley (cuando las leyes son mutables,e incluso las pequeñas circuns- tancias son idénticas), en cambio, en las leyes inmutables, tales como son las leyes de naturaleza, no e:xisten leyes respecto a los mismos o a otros jueces, en los cases análogos que puedan ocurrir posteriormente. Los príncipes se suceden WlO a otro, y un juez pasa y otro viene, pero ni el cielo ni la tierra se van, ni un solo título de la ley de naturaleza desaparece, tampoco, porque es la eterna ley de Dios. Por tanto, entre todas las sentencias de los jueces anteriores, que siempre han sido, no PARTE II DEL ESTADO CAP. 26 pueden, todas juntas, ha~er una ley contraria a la equidad na- tural. Ningún ejemplo de jueces anteriores pueqe garantizar una sentencia irracional, ni librar al juez actual de la preocu- pación de estudiar lo que es la equidad (en el caso que ha de juzgar), según los principios. de su propia razón natural. Por ejemplo, va contra la ley de naturaleza castigar al inocente} e inocente es quien judicialmente queda liberado y reconocido -como inocente por el juez. Supongamos ahora el caso de que un hombre es acusado de un delito capital, y teniendo en cuenta el poder y la malicia de algún enemigo, y la frecuente corrup- ción y parcialidad de los jueces, escapa por temor a lo que puede ocurrir, y posteriormente es detenido y conducido ante un tribunal legal donde resulta que no era culpable del delito, y en consecuencia queda liberado, no obstante lo cual se le condena a perder sus bienes; esto es una manifiesta conde- nación del inocente. Afirmo, por consiguiente, que no hay lu- gar en el mundo donde esto pueda constituir la interpretación de una ley de naturaleza, o ser convertido en ley por las sentencias de los jueces anteriores que hicieron lo mismo. Quien juzgó primero juzgó injustamente, y ninguna injusticia puede ser modelo de juicio para los jueces sucesivos. Puede existir una ley escrita que prohiba huir al inocente, y le castigue por haber escapado; pero que la fuga por temor a un daño deba ser considerada como presunción de culpabilidad, cuando un hombre ha sido ya judicialmente absuelto del delito, es con- trario a la naturaleza de la presunción, que no tiene ya lugar después de emitido el fallo. Sin embargo, esta opinión es con- trovertida por un gran jurista de la ley común en Inglaterra. Si 1m inocente, dice, es acusado de felonia} y escapa por temor a esa acusación} aunque judicialmente quede liberado del cargo de felonía} si se averigua que huyó por tal causa} debe perder todos sus bienes} castillds} créditos y acciones a pesar de su inocencia. En efecto} en wanto a la pérdida de ello} la ley no admitirá prueba contra la presunción legal fundada en el hecho de su huida. Así veis que un inocente} judicialmente liberado} a pesar de su inocencia (cuando ninguna ley escrita le prohibía huir), después de su liberación resulta condenado, por una presunción legal} a perder todos los bienes que posee. Si la ley funda sobre su huída una presunción del hecho (que era 2.2.8 PARTE II DEL ESTADO CAP. 26 sustancial) la sen- [145] tencia debió haber sido sustancial también; si la presunción no era hecho ¡por qué había de perder sus bienes? Por tanto esto no es ley de Inglaterra, ni es una condena fundada sobre una presunción de ley, sino sobre la presunción de los jueces. Es, también, contrario a la ley afirmar que ninguna prueba debe ser admitida contra una presunción de ley. En efecto, todos los jueces, soberanos y subordinados, cuando rehusan escuchar pruebas rehusan hacer justicia: aunque la sentencia sea justa, los jueces que condenan sin atender las pruebas ofrecidas son jueces injustos, y su pre- sunción no es sino prejuicio, cosa que ningún hombre debe llevar consigo a la sede de la justici~, cualesquiera que sean los juicios precedentes o ejemplos que pretenda seguir. Existen otras cosas de esta naturaleza en las que los juicios de los hombres han sido pervertidos por confiar en los precedentes; pero esto bastará para mostrar que aunque la sentencia del juez sea una ley para la parte que litiga, no lo es para cualquier juez que le suceda en el ejercicio de ese cargo. De la misma manera, cuando se trata del significado de las leyes escritas, no es intérprete de ellas quien se limita a escribir un comentario sobre las mismas. En efecto, los comen- tarios están más sujetos a objeción que el texto mismo, y por tanto necesitan otros comentarios, con lo cual no tendrían fin tales interpretaciones. Por esta causa, a menos que exista un intérprete autorizado por el soberano, del cual no pueden apar- tarse los jueces subordinados, el intérprete no puede ser otro que el juez ordinario, del mismo modo que ocurre en los casos de la ley no escrita; y sus sentencias deben ser reconocidas por quien pleitea como leyes en este caso particular; ahora bien, no obligan a otros jueces a dar juicios análogos en casos se- mejantes, porque un juez puede errar en 12 interpretación de la ley escrita, pero ningún error de un juez subordinado puede cambiar la ley que constit~lye una sentencia general del so- berano. . En las leyes escritas, los hombres suelen establecer una diferencia entre la letra y la sentencia de la ley. Cuando por letra se entiende cualquiera cosa que puede ser inferida de las meras palabras, esa distinción es correcta, porque los sig- 2.2.9 PARTE 1I DEL ESTADO CAP. 26 nificados de la mayoría de las palabras son. ambiguos, bien por sí mismos o por el uso metafórico que de ellos se hace, y el argumento puede ser exhibido en diversos sentidos; en cambio, sólo hay un sentido de la ley. Ahora bien, si por letra se entiende el sentido literal, entonces la letra y la sentencia o intención de la ley son una misma cosa, porque el sentido literal es aquel que el legislador se proponía significar por la letra de la ley. En efecto, se supone siempre que la intención del legislador es la equidad, pues sería una gran contumelia para el juez pensar otra cosa del soberano: Por consiguiente, si el texto de la ley no autoriza plenamente una sentencia razonable, debe suplir le con la ley de naturaleza, o, si el caso es difícil, suspender el juicio hasta que haya recibido una auto- rización más amplia. Por ejemplo, una ley escrita ordena que quien sea arrojado de su casa por la fuerza, por la fuerza sea restituído en slla: pero supongamos que un hombre, por ne- gligencia, deja su casa vacía, y al regresar es arrojado por la fuerza, caso para el cual no existe una ley concreta. Es evi- [1461 dente que este caso está contenido en la misma ley, pues de otro modo no habría remedio, en absoluto, cosa que puede suponerse contraria a la voluntad del legislador. A su vez el texto de la ley ordena juzgar de acuerdo con la evi- dencia: un hombre es acusado falsamente de un hecho que el juez mismo vio realizar a otro, distinto del acusado. En este caso, ni puede seguirse el texto de la ley para condenar al inocente, ni el juez debe sentenciar contra la evidencia del testimonio, porque la letra de la leyes lo contrario: solicitará del soberano la designación de otro juez, y el primero será testigo. De este modo el inconveniente que resulta de las me- ras palabras de una ley escrita puede llevar al juez a la inten- ción de la l~y, haciendo que ésta se interprete, así, de la mejor manera; sin embargo, ninguna incomodidad puede garantizar una sentencia contra la ley, porque cada juez de lo bueno y de lo malo, no es juez de lo que es conveniente o inconveniente para el Estado. Las aptitudes requeridas en un buen intérprete de la ley, es decir, en un buen juez, no son las mismas que las que se exigen de un abogado, especialmente en el estudio de las leyes. Porque del mismo modo que un juez, cuando ha de tomar 23° PARTE II DEL ESTADO CAP. 26 referencias del hecho, no ha de hacer lo sino de los testigos, así también no debe informarse de la ley por otro conducto que por el de los estatutos y constituciones del soberano, ale- gados en el juicio, o declarados a él por quien tiene autoridad del poder soberano para declararlos; y no necesita preocuparse por anticipado de cuál será su juicio, porque lo que él debe decir respecto al hecho, le habrá de ser suministrado por los testigos, y lo que debe decir en materia de ley, por quienes en sus alegaciones lo manifiestan y tienen autoridad para in- terpretarlo en el lugar mismo. Los Lores del Parlamento en Inglaterra eran jueces, y muchas causas difíciles han sido oídas y falladas por ellos; sin embargo, pocos, entre esos Lores, eran muy versados en el estudio de las leyes, y pocos habían hecho profesión de ellas; y aunque consultaban con juristas desig- nados para comparecer en aquella oportunidad y cuestión, so- lamente aquéllos tenían la autoridad para dictar sentencia. Del mismo modo en los juicios ordinarios de derecho, doce hom- bres del pueblo llano son los jueces, y dan sentencia no sólo respecto del hecho sino del derecho, y se pronuncian simple- mente por el demandante o por el demandado; es decir, son jueces no solamente del hecho sino también del derecho, y en materia de delito no sólo determinan si existió o no, sino que establecen si fue asesinato, homicidio, felonia, asalto u otra cosa, conforme a las calificaciones de la ley; pero como no 'se supone que conocen la ley por sí mismos, existe alguien que tiene autoridad para informarles de ello en el caso particular que han de juzgar. Ahora bien, aunque no juzguen de acuerdo con lo que se les dice, no están sujetos por ello a penalidad alguna, a menos que aparezca que lo hicieron contra su con- ciencia, o que fueron corrompidos por vía de cohecho. Lo que hace un buen juez o un buen intérprete de las leyes es, en primer término, una correcta comprensión de la principal ley de naturaleza, llamada equidad, que no depen- diendo de la lectura de los escritos de otros hombres, sino de la bondad del propio raciocinio natural [147] del hombre, se presume que es más frecuente en quienes han tenido más pO'- sibilidades y mayor inclinación para meditar sobre ellas. En segundo lugar, desprecio de innecesarias riquezas y preferen- cias. En tercer término, ser capaz de despojarse a sí mismo, en 23 1 PARTE II DEL ESTADO CAP. 26 el j1f.icio, de todo temor, miedo, amor, odio y compasión. En cuarto lugar, y por último, paciencia para oir, atención diligen- te en escuchar, y memoria para retener, asimilar y aplicar lo que se ha oído. La distinción y división de las leyes ha sido hecha de di- versas maneras, según los diferentes métodos aplicados por quienes han escrito sobre ellas. En efecto, es una cosa que no depende de la naturaleza, sino del propósito del escritor, y es auxiliar de cualquier otro método del hombre. En la Insti- tuta de Justiniano encontramos siete clases distintas de leyes civiles. Primera los edictos, constituciones y epístolas del prín- cipe, es decir, del emperador, puesto que el poder entero del pueblo residía en él. Análogas a éstas son las proclamaciones de los reyes de Inglaterra. 2. Los decretos del pueblo entero de ROl1W (incluyendo el Senado) cuando eran aplicados a la cuestión por el Senado. Estas eran leyes, en primer lugar, por virtud del poder so- berano que residía en el pueblo; y si no ~ran abrogadas por los emperadores seguían siendo leyes por la autoridad impe- rial. En efecto, todas las leyes que obligan se considera que son leyes emanadas de la autoridad que tiene poder para abro- garlas. Semejantes en cierto modo a estas leyes son las Leyes del Parlamento en Inglaterra. 3. Los decretos del pueblo llano (con exclusión del Sena- do) cuando eran aplicados a la cuestión por los tribunales del pueblo. En efecto, los decretos que no eran abrogados por los emperadores seguían siendo leyes por la autoridad imperial. Análogas a éstas fueron las órdenes de la Cámara de los Co- munes en Inglaterra. 4. Senatus consulta, u órdenes del Senado, porque cuando el pueblo de Roma se hizo tan numeroso que resultaba ya in- conveniente reúnirlo, se consideró adecuado por el emperador que se consultara al Senado, en lugar de hacerlo al pueblo. Estas disposiciones tienen cierta semejanza con las Actas del Consejo. S. Los edictos de los pretores y, en algunos casos, los de los ediles, cuyo cargo viene a corresponder al de los Justicias mayores en las Cortes de Inglaterra. 23 2 PARTE II DEL ESTADO CAP. 26 6. Responsa prudentum, que eran las sentencias y Op11l10- nes de aquellos juristas a quienes el emperador dio autoridad para interpretar la ley y para resolver las cuestiones que en materia de leyeran sometidas a su opinión; estas respuestas obligan a los jueces, al dar sus juicios, por mandato de las constituciones imperiales, y serían como las recopilaciones de casos juzgados, si la ley de Inglaterra obligara a otros jueces a observarlas. En efecto, los jueces de la ley común de In- glaterra no son propiamente jueces, sino jurisconsultos, a quie- nes Jos jueces, es decir, los lores o doce hombres del pueblo llano, deben pedir opinión en materia de ley. 7. Finalmente las costumbres 110 escritas (que en su propia naturaleza son una imitación de la ley), por el consentimiento tácito del emperador, en caso de que no sean contrarias a la ley de naturaleza, son verdaderas leyes. Otra división de las leyes es en naturales y positivas. Son leyes natu- [148] rales las que han sido leyes por toda la eternidad, y no solamente se llaman leyes naturales, sino tam- bién leyes morales, porque descansan en las virtudes morales, como la justicia, la equidad y todos los hábitos del intelecto que conducen a la paz y a la caridad; a ellos me he referido ya en los capítulos XIV y xv. Posith.'as son aquellas que no han existido desde la eterni- dad, sino que han sido instituídas como leyes por la voluntad de quienes tuvieron poder soberano sobre otros, y o bien son formuladas, escritas o dadas a conocer a los hombres por al- gún otro argumento de la voluntad de su legislador. A su vez, entre las leyes positivas unas son humanas, otras dh'inas, y entre las leyes humanas positivas, unas son distri- buti'vas, otras penales. Son distributivas las que determinan los derechos de los súbditos, declarando a cada hombre en virtud de qué adquiere y mantiene su propiedad sobre las tierras o bienes, y su derecho o libertad de acción: estas leyes se di- rigen a todos los súbditos. Son penales las que declaran qué penalidad debe infligirse a quienes han violado la ley, y se dirigen a los ministros y funcionarios establecidos para ejecu- tarlas. En efecto, aunque cada súbdito debe estar informado de los castigos que por anticipado se instituyeron para esas 233 PARTE 1I DEL ESTADO CAP. 26 transgresiones, la orden no se dirige al delinc1.lcnte (del cual ha de sU¡JOn<;rse que no se castigará conscientemente a sí mis- mo), sino a los ministros públicos instituÍdos para que las penas sean ejccutadas. Estas leyes p<,:lules se encuentran escritas en la mayor parte de los casos con las leyes distributivas, y a veces se denominan sentencias. En efecto, todas las leyes son juicios· generales o sentencias del legislador, como cada sentencia par- ticular es, a su vez, una ley para aquel cuyo caso es juzgado. Las leyes positivas di'uÍnas (puesto que las leyes naturales, siendo eternas y universales, son todas divinas) son aquellas que siendo mandamientos de Dios (no por toda la eternidad, ni universalmente dirigid:ls :l todos los hombres, sino sólo :l unas ciertas gentes o a determinadas personas) son declaradas como tales por aquellos a quienes Dios ha autorizado para ha- cel' dicha declaración, Ahora bien ¡cómo puede ser conocida esta autoridad otorgada al hombre para declarar que dichas leyes positivas son leyes de Dios! Dios puede ordenar a un hombl'c, por vía sobrenatllral, que dé leyes a otros hombres. Pero como es consustancial a la ley qlle los obligados por ella adquieran el convencimiento de la autoridad de quien la de- clara, y nosotros no podemos, naturalmente, adquirirlo direc- t:uncnte de Dios ¿cómo puede un hombre, siu re"JelaciólI sohrenatural, asegurarse dc la re-velación recibida pOI' el declarante, )' cómo puede 'verse obligado ti obedaerla? Por lo que respecta a la primera cuestión: cómo un hombre puede adquirir la evidencia de la revelación de otro, sin una revela- ción particular hecha a él mismo, es evidentemente imposible; porque si un hombre puede ser inducido a creer tal revelación por los milagros que ve hacer a quien pretende poseer la, o por la extraordinaria santicbd de su vida, o por h extraordinal'ia sahidurÍa y felicidad de SllS acciones (todo lo cual son signos extraordinarios del favor divino), sin embargo, todo ello no es testimonio cierto de una revelación especial. Los milagros son obras maravillosas, pero lo que es maravilloso para unos puede no serlo para otros. La santidad puede fingirse, y la felicidad visible en este mundo resulta ser, en muchos casos, obra de 1)ios por causas naturales [1491 Y Ol'dinarias. Por consiguiente, ningún hombre puede saber de modo infalible, por razón natural, que otro ha tenido una revc!ación sobrenatural de la 2]4 P,lRTE 1I DEL ESTADO CAP. 26 voluntad divina; sólo puede haber una creencia, y según que los signos de ésta aparezcan mayores o menores, la creencia es unas veces más firme y otras más débil. En cuanto a la segunda cuestión de cómo puede ser obli- gado a obedecerla, no es tan ardua. En efecto, si la ley exige que no se proceda contra la ley de naturaleza (que es, indu- dablemente, ley divina) y el interesado se propone obedecerla, queda obligado por su propio acto; obligado, digo, a obede- cerla, no obligado a creer en ella, ya que las creencias y meditaciones de los hombres no están sujetas a los mandatos sino, sólo, a la operación de Dios, de modo ordinario o ex- traordinario. La fe en la ley sobrenatural no es una realización, sino, sólo, un asentimiento a la misma, y no una obligación que ofrecemos a Dios, sino un don que Dios otorga libremente a quien le agrada; como, por otra parte, la incredulidad no es un quebrantamiento de algunas de sus leyes, sino un repudio de todas ellas, excepto las leyes naturales. Cuanto vengo afir- mando puede esclarecerse más todavía mediante ejemplos y testimonios concernientes a este punto y extraídos de la Sagrada Escritura. El pacto que Dios hizo con Abraham (por modo * sobrenatural) era así: Este será mi pacto, que gUa/'dareis entre mí y vosotros y tu simiente después de ti. La descen- dencia de .1 braham no tuvo esta revelación, ni siquiera existía entonces; constituía, sin embargo, una parte del pac- to, y estaba obligada a obedecer lo que A braham les ma- nifestara como ley de Dios: cosa que ellos no podían hacer sino en virtud de la obediencia que debían a sus padres, los cuales (si no están sujetos a ningún otro poder terrenal, como ocurría en el caso de Abraham) tienen poder soberano sobre sus hijos y sus siervos. A su vez, cuando Dios dijo a ilbraham: En ti deben quedar bendecidas todas las naciones de la tierra; porque yo sé que tú ordenarás a tus hijos y a tu Iwga/", después de ti, que tomen la vía del Señor y observen la rectitud y el juicio, es manifiesto que la obediencia de su familia, que no había tenido revelación, dependía de la obli- gación primitiva de obedecer a su soberano. En el monte Sinaí sólo Moisés subió a comunicarse con Dios, prohibiéndose que el pueblo lo hiciera, bajo pena de muerte; sin embargo, es- taban obligados a obedecer todo lo que lVioisés les declaró 235 PARTE !l DEL ESTADO CAP. 26 como ley de DiDs. i Por qué razón si no por la de sumlSlon espontánea podían decir: I-l áblanos y te oiremos, pero no dejes que Dios nos hable a nosotros, o moriremos? En estos dos pa- sajes aparece suficientemente claro que en un Estado, un súb- dito que no tiene una revelación cierta y segura, p~rticular­ mente dirigida a sí mismo, de la voluntad de Dios, ha de obedecer como tal el mandato del Estado; en efecto, si los hombres tuvieran libertad para considerar como mandamientos de Dios sus propios sueños y fantasías, o los sueños y fanta- sías de los particulares, difícilmente dos hombres se pondrían de acuerdo acerca de lo que es mandamiento de Dios; y aun a ese respecto cada hombre desobedecería los mandamientos del Estado. Concluyo, por Cúnsiguiente, que en todas las cosas que no son contrarias a la ley moral (es decir, a la ley de natu- raleza) todos los súbditos están obligados a obedecer como ley divina la que se declara como tal por las leyes del Estado. Esto es evidente para cualquiera razón humana, pues lo que nq se hace contra la ley de naturaleza puede ser convertido en ley en nombre de quien 1150 J tiene el poder soberano; y no existe razón en virtud de la cual los hombres estén menos obli- gados, si esto se propone en nombre de Dios. Además, no existe lugar en el mundo donde sea tolerable que los hombres reconozcan otros mandamientos de Dios que los declarados como tales por el Estado. Los Estados cristianos castigan a quienes se rebelan contra la religión cristiana, y todos los de- más Estados castigan a cuantos instituyen una religión prohi- bida. En efecto, en todo aquello que no esté regulado por el Estado, es de equidad (que es la ley de natural en, y, por consiguiente, una ley eterna de Dios) que cada hombre pueda gozar por igual ,de su libertad. Existe todavía otra distinción de las leyes, en fzmdamen- tales y no fundamentales; pero nunca pude comprender, en ningún autor, qué se entiende por ley fundamental. No obs- tante, con toda razón pueden distinguirse las leyes de esa manera. Se estima como ley fundamental, en un Estado, aquella en virtud de la cual, cuando la ley se suprime, el Estado decae y queda totalmente arruinado, como una construcción cuyos PARTE 11 DEL ESTADO CAP. 26 CImIentos se destruyen. Por consiguiente, ley fundamental es aquella por la cual los súbditos están obligados a mantener cualquier poder que se dé al soberano, sea monarca o asamblea soberana, sin el cual el Estado no puede subsistir j tal es el poder de hacer la paz y la guerra, de instituir jueces, de elegir funcionarios y de realizar todo aquello que se con- sidere necesario para el bien público. Es ley no fundamental aquella cuya abrogación no lleva consigo la desintegración del Estado; tales son, por ejemplo, las leyes concernientes a las controversias entre un súbdito y otro. Y baste esto ya, en cuanto a la división de las leyes. Encuentro que las palabras lex civilis y jus civite, es decir, ley y derecho civil, están usadas de modo promiscuo para una misma cosa, incluso entre los autores más cultos, pero no de- bería ocurrir así. En efecto, derecho es libertad: concretamente, aquella libertad que la ley civil nos deja. Pero la ley civil es una obligación, y nos arrebata la libertad que nos dió la ley de naturaleza. La naturaleza otorgó a cada hombre el derecho a protegerse a sí mismo por su propia fuerza, y a invadir a un vecino sospechoso, por vía de prevención; pero la ley civil suprime esta libertad en todos los casos en que la protección legal puede imponerse de modo seguro. En este sentido lex y jus son diferentes de obligación y libertad. Análogamente, los términos leyes y cartas se utilizan pro- miscuamente para la misma cosa. Sin embargo, las cartas son donaciones del soberano, y no leyes, sino exenciones a la ley. La frase utilizada en una leyes jubeo, injungo; es decir, man- do y ordeno; la frase de una carta es dedi, cotlcess;; he dado, he concedido: pero lo que se ha dado o concedido a un hombre no se le impone como ley. Puede hacerse una ley para obligar a todos los súbditos de un Estado: una libertad o carta se re- fiere tan sólo a un hombre o a una parte del pueblo. Porque decir que todos los habitantes de un Estado tienen libertad en un caso cualquiera, es tanto como decir que en aquel caso no se hizo ley alguna, o que, habiéndose hecho, se halla abroga-- da al presente. [151] 237 PARTE 11 DEL ESTADO CAP. 27 CAPITULO XXVII De los DELITOS, EXIMENTES Y ATENUANTES U n pecado no es solamente una transgresión de la ley, si- no, también, un desprecio al legislador, porque tal desprecio constituye, de una vez, un quebrantamiento de todas sus leyes. Por consiguiente, puede consistir no sólo en la comisión de un hecho, o en la enunciación de palabras prohibidas por las leyes, o en la omisión de lo que la ley ordena, sino también en la intención o propósito de transgredir. En efecto, el pro- pósito de quebrantar la ley implica cierto grado de desprecio a aquel a quien 'corresponde verla ejecutada. Experimentar, aunque sea en la imaginación solamente, el deleite de poseer los bienes, los sirvientes o la mujer de otro, sin intención de tomarlo por la fuerza o por el fraude, no constituye un quebrantamiento de la ley que dice: N o codiciarás; ni el pla- cer que un hombre puede tener imaginando o soñando la muerte de aquel de cuya vida no espera otra cosa sino daño y sinsabores, es un pecado, sino la resolución de poner en ejer- cicio algún acto que tienda a ello. En efecto, complacerse en la ficción de aquello que agradaría a un hombre si llegara a realizarse, es una pasión tan inherente a la naturaleza del hom- bre y de cualquiera otra criatura viva que hacer de ello un pe- cado, sería convertir en pecado, también, el hecho de ser hom- bre. Tales consideraciones me han hecho pensar con severidad excesiva de quienes sostienen que las primeras, mociones de la mente, aunque constreñidas por el temor de Dios, son los pecados. No obstante, confieso que es más juicioso equivocarse por este lado que por el contrario. DELITO es un pecado que consiste en la comisión (por acto o por palabra) de lo que la ley prohibe, o en la omisión de lo que ordena. ASÍ, pues, todo delito es un pecado: en cambio, no todo pecado es un delito. Proponerse robar o matar es un pecado, aunque no se traduzca en palabras o en hechos, porque 238 PARTE Il DEL ESTADO CAP. 27 Dios, que ve los pensamientos del hombre, puede cargárselo en cuenta; pero hasta que se manifieste por alguna cosa hecha o dicha, en virtud de la cual la intención pueda ser argüída por un juez humano, no tiene el nombre de delito: esta dis- tinción era observada por los griegos en las palabras á!lá(lTT}!AU y EyxAl]!lU o aITLU; la primera de ellas (que traducida significa pecado) implica violación de una ley cualquiera, mientras que las últimas (que se traducen por delito) significan solamente aquel pecado de que un hombre puede acusar a otro. Respecto a las intenciones que nunca se manifiestan por un acto externo, no existe lugar para la acusación humana. Del mismo modo, los latinos significan por peccatum, que quiere decir pecado, toda forma de desviación de la ley, mientras que como crimen (palabra que deriva de cerno, que significa percibir) conside- ran solamente aquellos pecados que pueden ser evidenciados ante un juez y que, por tanto, no son meras intenciones. De esta relación entre el pecado y la ley, y entre el delito y la ley civil, puede inferirse: primero, que donde la ley cesa, ce- [152] sa el pecado. Pero como la ley de naturaleza es eterna, la violación de pactos, la ingratitud, la arrogancia y todos los hechos contrarios a una virtud moral, nunca pueden cesar de ser pecado. En segundo lugar, que cesando la ley civil, cesa el delito, porque no subsistiendo ninguna otra ley si- no la de naturaleza, no existe lugar para la acusación, puesto que cada hombre es su propio juez, acusado solamente por su propia conciencia y alumbrado sólo por la elevación de sus propias intenciones. Por consiguiente, cuando su intención es recta, su hecho no es pecado: en caso contrario, su hecho es pecado, pero no delito. En tercer término, que cuando cesa el poder soberano cesa también el delito: en efecto, donde no existe tal poder no hay protección que pueda derivarse de la ley, y por consiguiente, cada uno puede protegerse a sí mismo por su propia fuerza, ya que al instituirse un poder soberano nadie puede suponerse que renuncie al derecho de conservar su propio cuerpo, para cuya salvaguardia fue, precisamente, instituída la soberanía. Ahora bien, esto ha de comprenderse solamente de quienes no han contribuído F')r sí mismos a apartarse del poder, instituído para protegtfl~'>, ya que esto, desde el principio, constituiría un delito. 239 PARTE II DEL ESTADO CAP. 27 La fuente de todo delito estriba en algún defecto del en- tendimiento, o en algún error en el razonar, o en alguna vio- lencia repentina de las pasiones. Defecto en el entendimiento es ignorancia; en el razonamiento, opinión errónea. A su vez, la ignorancia es de tres clases: de la ley, del soberano y de la pena. La ignorancia de la ley de naturaleza no excusa a nadie, porque en cuanto una persona ha alcanzado el uso de razón, se la supone consciente de que no debe hacer a otro lo que no quiere que le hagan a él. Por tanto, en cualquier lugar a donde vaya un hombre, si hace algo contrario a esa ley, es un delito. Si un hombre viene de las Indias a nuestras tierras, y persuade a los hombres para que· reciban una nueva religión, o les en- seña alguna cosa que tiende a fomentar la desobediencia de las leyes de este país, por muy persuadido que esté de la verdad de lo que enseña comete un delito, y puede ser justamente castigado por razón del mismo, no sólo porque su doctrina es falsa, sino, tambi'én, porque hace algo que no aprobaría en otro: concretamente, que yendo de nuestro país 'se propu- siera alterar la religión en el suyo. Ahora bien, la ignorancia de la ley civil excusará a un hombre en un país extraño, hasta que le sea declarada; hasta entonces, ninguna ley civil es obligatoria. De la misma manera, si la ley civil del país propio de un hombre no se halla tan suficientemente declarada que él pueda conocerla si quiere, ni la acción contra la ley de natu- raleza, la ignorancia es una buena excusa: en los demás casos, la ignorancia de la ley civil no exime. La ignorancia del poder soberano en la localidad que es la ordinaria residencia de un hombre, no le excusa, porque debe adquirir noticia del poder por el cual ha sido protegido allí. La ignorancia de la pena, cuando la leyes declarada, no exime a nadie. En efecto, al quebrantar la ley, que sin el temor de la pend consecuente no sería una ley sino palabras vanas, incurre en penalidad, aunque no sepa cuál es ésta; y es así porque quien voluntariamente realiza una acción acepta todas las consecuencias conocidas de ella. El castigo es una consecuen- r cia manifiesta de la violación de las leyes en cada r 53] Es- tado; castigo que si está determinado ya por la ley, se halla 24° PARTE 11 DEL ESTADO CAP. 27 sujeto a ésta; en caso contrario el castigo a que puede estar sujeto resulta arbitrario. Es de razón que quien hace una in- juria sin otra limitación que la de su voluntad, debe sufrir castigo sin otra limitación que la de su voluntad cuya leyes por ello violada. Ahora bien, cuando una pena se asocia al delito en la ley misma, o ha sido usualmente infligida en casos análogos, en- tonces el delincuente queda eximido de una mayor penalidad. En efecto, si de antemano se conoce el castigo, cuando éste no es bastante grande para disuadir de la acción, constituye un estímulo para ella, porque cuando los hombres comparan el beneficio de la injusticia por ellos cometida con el daño que representa su castigo, por razón de naturaleza eligen lo que re- sulta preferible para ellos, y por tanto, cuando son castigados más de lo que la ley había determinado anteriormente, o más que otros. fueron castigados por el mismo crimen, es la ley la que los induce al malo los lleva al error. Ninguna ley promulgada después de realizado un acto, puede hacer de éste un delito, porque si el hecho es contra la ley de naturaleza, la ley existía ya antes de la acción; pero de una ley positiva no puede tenerse noticia antes de que se . promulgue, y, por tanto, no puede ser obligatoria. Ahora bien, por la razón inmediatamente alegada antes, cuando la ley que prohibe un heého se hace antes que el hecho se realice, quien realiza el hecho queda sujeto a la pena ulteriormente estable- cida, en caso de que anteriormente una pena no menor hubiera sido dada a conocer por escrito o por vía de ejemplo. Por defecto en el razonar (es decir, por error) propenden los hombres a violar la ley en tres aspectos. Primero, por presunción de falsos principios, como es la errónea aprecia- ción de que en todos los lugares y en todos los tiempos las acciones injustas han sido autorizadas por la fuerza, así como las victorias de quienes las han cometido, y que cuando los hombres poderosos quebrantan las leyes de su país consideran a los más débiles y a los fracasados en sus empresas como los únicos delincuentes, tomando, además, como principios y mo- tivos de su razonamiento, frases como las siguientes: Que la justicia no es sino una palahra vana; que todo aquello que un 24 1 PARTE II DEL ESTADO CAP. 27 hombre pueda obtener por su propia actividad y fortuna es suyo; que 1'1 práctica de todas las naciones 110 puede se" in· justa; que los ejemplos de tiempos anteriores sor, buenos ar- gumentos para hacer lo mismo otra vez, y otras muchas de este género. Admitido esto, ningún acto por sí mismo puede ~el' delito, sino que lo será () no (no por la ley sino) según el éxito de quien lo cometa; y el mismo hecho resulta vir- tuoso o vicioso, según disponga la fortuna; de manera que lo que klario consideró como delito, Silo lo estima meritorio, y César (subsistiendo las mismas leyes) lo convierte de nuevo en delito, provocando todo dIo una constante perturbación de la paz de! Estado. En segundo lugar, por falsos maestros que o bien hacen una errónea interpretación de la ley de naturaleza, poniéndola, por consiguiente, en contradicción con la ley civil, o bien en- señan como leyes doctrinas propias o tradiciones de tiempos antiguos que son incompatible~ con el deber de un sÍlbdito. En tercer lugar, por inferencias erróneas de verdaderos principios, lo cual sucede comúnmente a los hombres que son rápidos y precipitados en decidir [154] y resolver lo que ha- rán, así ocurre con aquellos que tienen una gran opinión de su propia inteligencia, y creen que las cosas de esta naturaleza no requieren tiempo y estudio, sino, solamente, una experien- cia común y un buen talento natural, de lo cual nadie se en- cuentra a sí mismo desprovisto: en cambio, el conocimiento de 10 justo y de lo injusto, que no es. menos difícil, nadie pre- tende tenerlo sin un estudio amplio y prolongado. De estos defectos en el razonar, ninguno puede excusar (aunc¡\!e alguno de ellos sea susceptible de atenuar) un delito en quien aspire a la administración de sus propios negocios; mucho menos en quienes desempeñan un cargo público, ya que presumen de poseer una razón, sobre cuya falta habrían de apoyar la exención. Entre las pasiones que con mayor frecuencia son causa de delito una es la vanagloria; es decir, la insensata estimación de la propia valía; como si la diferencia de dignidad fuera un efecto de su ingenio, riqueza, linaje o alguna otra calidad 11<1- tural que no dependa de la voluntad de quienes tienen auto- ridad emanad" del soberano. De aquí procede la presunción, 2.4-2 PARTE II DEL ESTADO CAP. 27 en que tales hombres se hallan, de que los castigos establecidos por las leyes y generalmente extendidos a todos los súbditós, 110 deben ser infligidos a ellos con el mismo rigor con que descargan sobre los hombres pobres, oscuros y sencillos, que se comprenden bajo la denominación de 'Vulgo. Por lo común ocurre, como consecuencia, que quienes se estiman a sí mismos por la grandeza de sus caudales, se aven- turan a realizar delitos con la esperanza de escapar al castigo corrompiendo la justicia pública u obteniendo el perdón a cambio de dinero u otras recompensas. y que quienes tienen muchos y poderosos parientes, y quienes gozan de popularidad y han ganado reputación entre la multitud, se animan a violar las leyes con la esperanza de oprimir el poder, al cual corresponde ejecutarlas. y quienes tienen una elevada y falsa opinión de su propia sabiduría, toman a su cargo la reprensión de las acciones y ponen en tela de juicio la autoridad de quien gobierna, trastornando las leyes con sus discursos públicos, en el sentido de que lJada deoe ser delito sino lo que reclaman sus propios designios. Ocurre también que algunos de estos hombres se jactan de aquellos delito'; que consisten en el ejercicio de la astucia y en el engaño a los vecinos, y piensan que sus designios son exce- sivamente sutiles para ser advertidos. He aquí lo que yo con- sidero como efectos de una falsa presunción de su propia sabiduría. Entre quienes son los primeros instigadores de per- turbación en el Estado (y esto no puede ocurrir si no existe una guerra civil), muy pocos logran conservar su vida tiempo bastante para ver realizados sus nuevos designios: así que el beneficio de sus delitos redunda en favor de la posteridad, tal como ellos sólo en último lugar hubieran deseado, lo cual ar- guye que no tenían tanta sagacidad como ellos pensaban. Y quienes engañan confiando en que no serán descubiertos, se engañan a sí mismos (ya que la oscuridad en la cual creen hallarse envueltos no es otra cosa que su propia ceguera); y no son más sabios que los niños que piensan estar escondidos cuando se tapan los o jos. Generalmente todos los hombres animados por la vana- glo!"i:¡ (:¡ menos que sean l 1 55] timoratos) están sujetos a 2.43 PARTE II DEL ESTADO CAP. 27 la ira, ya que son más propensos que otros a considerar como desprecio la ordinaria libertad de la conversación. Y pocos delitos existen que no puedan ser producidos por la ira. En cuanto a los delitos que se engendran en las pasiones del odio, la concupiscencia, la ambición y la codicia, son tan obvios a la experiencia y al entendimiento de todos, que no hace falta decir nada de ellos, salvo que son dolencias tan consustan- ciales á la naturaleza, lo mismo del hombre que de todas las criaturas vivas, que sólo un uso extraordinario de la razón, o una severidad constante en castigarlos puede impedir sus efectos. Porque en las cosas odiadas encuentran los hombres una molestia continua e inconfesable; por lo cual o la paciencia humana se impone, o precisa hallar la tranquilidad eliminan- do el poder de quien molesta. Lo primero es difícil; lo se- gundo resulta m~chas veces imposible sin cierta violación de la ley. La ambición y la codicia son, también, pasiones absorbentes y opresoras, y, en cambio, la razón no siempre actúa para resistirlas; por tanto, en cuanto la esperanza de impunidad aparece, se manifiestan sus efectos. En cuanto a la concupiscen- cia, lo que le falta de continuidad le sobra de vehemencia, lo cual basta para disipar el temor de· castigos inciertos o fáciles de evitar. De todas las pasiones la que en menor grado inclina al hombre a quebrantar las leyes es el miedo. Exceptuando al- gunas naturalezas generosas, es la única cosa, cuando existe una apariencia de provecho o placer, derivadas del quebranta- miento de las leyes, que hace que los hombres las observen. Sin embargo, en muchos casos puede cometerse un delito por miedo. Un miedo cualquiera no justifica la acción que ·produce, sino sólo el miedo a un daño corporal, lo que llamamos temor físico, y del cual uno no sabe cómo liberarse sino por la ac- ción. Si un hombre se ve asaltado y teme por su muerte inmediata, de la cual no ve cómo escapar sino hiriendo a quien le acomete, si lo hiere de muerte no comete un delito, porque al instituir un Estado nadie renunció a la defensa de su vida o de sus miembros, cuando la ley no puede llegar a tiempo para asistirlo. Pero matar a un hombre porque de sus 244 PARTE II DEL ESTADO CAP. 27 acciones o amenazas puedo argUlr que su deseo es matarme (cuando tengo oportunidad y medios de pedir protección al poder soberano), es un delito. Por otra parte, si un hombre escucha palabras desagradables o pequeñas injurias (para las cuales las leyes no han señalado castigo alguno, ni pensado que quien tiene uso de razón vaya a preocuparse de ellas) y teme que si no toma venganza incurrirá en el desprecio ajeno, y, como consecuencia, se hallará expuesto a que otros le injurien de igual modo; y para evitar esto quebranta la ley y se pro- tege a sí mismo para el futuro, por el terror que le inspira la venganza privada, entonces comete un delito, porque el dano no es corpóreo sino imaginario y (aunque en este rincón del mundo se considera intolerable por una costumbre que co- menzó no hace muchos años entre gente joven y vanidosa) tan leve que una persona consciente de su propio valor no hará caso de él. Igualmente, un hombre puede temer a los espíritus, bien sea por su propia superstición o por dar exce- sivo crédito a otros hombres que le hablan de extraños [156] sueños y visiones; y puede hacérseles creer que recibirá per- juicio por hacer u omitir diversas cosas cuya acción u omisión, sin embargo, es contraria a las leyes. Lo que por tal razón se haga u omita no puede excusarse por dicho temor, sino que es un delito. En efecto (tal como he mostrado anteriormente, en el capítulo 11) los sueños no son, naturalmente, sino fan- tasías o imágenes que se conservan mientras dormimos, a base de las impresiones que nuestros sentidos han recibido ante- riormente, cuando estaban despiertos; y cuando los hombres, por algún accidente, no tienen la seguridad de que dormían, creen que vieron visiones reales, y, por tanto, quien se atreve a quebrantar la ley a base de su sueño propio o del ajeno, o de una pretendida visión, o de otra idea del poder de los es- píritus invisibles, distinta de la permitida por el Estado, se aparta de la ley de naturaleza, lo cual implica una cierta ofensa, y sigue los dictados de su propia imaginación o del cerebro de otro individuo, sin que pueda saber si significa al- guna cosa o nada, ni si quien le comunica su sueño dice verdad o mentira; porque si a cualquier particular se le permitiera hacer esto (como podría hacerlo por la ley de naturaleza, si 245 PARTE II DEL ESTADO CAP. 27 alguna existiera) no podría existir ninguna ley, y el Estado quedaría disueito. De estos diferentes orígenes de delitos se infiere, desde luego, que no todos los delitos (contra lo que afirmaban los estoicos de los tiempos antiguos) son del mismo linaje. No sólo existe lugar para la EXIMENTE, en virtud de la cual llega a probarse que lo que parezca ser un delito no lo es en abso- Juto, sino también para la ATENUACIÓN, en cuya virtud el delito que parecía grande se aminora. En efecto, aunque todos los delitos merezcan por igual el nombre de injusticia) del mismo modo que toda desviación de la línea recta implica una cierta sinuosidad, como observaron acertadamente los es- toicos, no debe deducirse de esto que todos los delitos sean igualmente injustos, del mismo modo que no todas las líneas curvas son igualmente curvas; cosa que los estoicos no tuvieron en cuenta cuando éonsideraban un delito tan grande matar una gallina, en contra de la ley, como matar al propio padre. Lo que excusa totalmente un hecho y elimina de U la naturaleza de delito no puede ser otra cusa sino lo que, al mismo tiempo, suprime la obligación establecida por la ley. En efecto, una vez cometido un hecho contra b. ley, si quien lo cometió estaba obligado a ella, su acto no puede ser otra cosa que un delito. La falta de medios de conocer la ley exime totalmente. En efecto, la ley de la cual uno no tiene medio de informarse, no es obligatoria. Pero la falta de diligencia en averiguar no puede ser considerada como falta de medios, ni quien presume de razón bastante para el gobierno de sus propio~ negocios puede suponerse que carece de medios para conocer las leyes de naturaleza, porque estos medios son conocidos por la razón que presume poseer: sólo los niños y los locos pueden tener excusa en las ofensas que realizan contra la ley natural. Cuando un hombre está cautivo o en poder del enemigo (y se halla en poder del enemigo lo mismo si lo está su persona que sus medios de vida), si esta situación no se debe a culpa suya, cesa la obligación de la ley, ya que debe obedecer al enemigo o morir, y por consiguie!J.te, tal obediencia no es un delito, porque nadie está obligado (cuando falla la protección ~46 PARTE II DEL ESTADO CAP. 27 de la ley) a dejar de protegerse a sí mismo por los mejores medios que pueda. [157] Si un hombre, por terror a la muerte inminente, se ve obli- gado a realizar un acto en contra de la ley, queda excusado totalmente, ya que ninguna ley puede obligarle a renunciar a su propia conservación. Suponiendo que una ley fuera obli- gatoria, un hombre razonaría de este modo: Si no lo hago, moriré ahora; si lo hago, moriré después; por consiguiente, haciéndolo he asegurado una vida más larga. La naturaleza, por lo tanto, le compele a realizar el acto. Cuando un hombre está desprovisto de alimento o de otra cosa necesaria para su vida, y no puede protegerse a sí mismo de ningún otro modo sino realizando algún acto contra la ley, como, por ejemplo, cuando en períodos de gran escasez torna el alimento por la fuerza, o roba lo que no puede obtener por dinero o por caridad, o en defensa de su vida arrebata la espada de manos de otro hombre, queda totalmente eximido por la razón que antes alegamos. Por otra parte, los hechos efectuados contra la ley por autorización de otro, quedan excusados por esta autorización, y recaen sobre el autor, porque nadie debe acusar su propio acto en otro que no es más que su instrumento; en cambio, no queda eximido contra una tercera persona injuriada por dIo, porque en esa violación de la ley tanto el autor como el actor son delincuentes. De aquÍ se deduce que si la persona o la asamblea. que tiene el poder soberano, ordena a un hombre que haga algo contrario a una ley anterior, la realización de ese acto queda totalmente eximida, porque no debe conde- narse a sí mismo, ya que el mismo soberano es el autor, y lo que justamente no puede ser condenado por el soberano, no puede, en justicia, ser castigado por ningún otro. A su vez, cuando el soberano ordena alguna cosa hecha contra una ley anterior suya, la orden, respecto a este hecho particular, cons- tituye una abrogación de la ley. Si el hombre o asamblea que tiene el poder soberano re- pudia un derecho esencial a la soberanía, mediante el cual aumenta en el súbdito cualquiera libertad incompatible con el poder soberano, es decir, con la verdadera esencia de un Es- 2.47 PARTE 11 DEL ESTADO CAP. 27 tado, si el súbdito rehusara obedecer la orden en alguna cosa contraria a la libertad otorgada, ello constituiría, a pesar de todo, un pecado contrario a la obligación del súbdito, ya que éste debe conocer lo que es inco,mpatible con la soberanía, pues- to que ésta se instituyó por su propio consentimiento y para su propia defensa," y la libertad incompatible con ello no pudo ser otorgada sino por ignorancia de las perniciosas consecuen- cias 'que trae consigo. Pero si no solamente desobedece, sino que, además, resiste a un funcionario público en la ejecución de la aludida orden, entonces comete un delito, ya que (sin quebrantamiento de la paz) podía haber formulado querella para ver reconocido su derecho. , Los grados de delito st: establecen según diversas escalas, y se miden: primero, por la malignidad de la fuente o causa; segundo, por el contagio del ejemplo; tercero, por el daño del efecto; y cuarto, por la concurrencia de tiempos, lugares y personas. El mismo hecho realizado contra la ley, si procede de la presunción de fortaleza, riqueza o amistades para resistir a quienes han de ejecutar la ley, es un delito más grande que si procede de la esperanza de no ser descubierto o de escapar huyendo. En efecto, la presunción de una impu- [1 S8] nidad basada en la fuerza es una raíz de la cual brota, en todo tiempo y en todo género de tentaciones, un desprecio a todas las leyes, ya que en ese último caso el temor al peligro, que obliga a huir a un hombre, le hace más obediente para el futuro. Un delito que conocemos como tal, resulta mayor que el mismo delito procedente de una falsa persuasión, de que constituye un acto legítimo. En efecto, quie'n lo comete a conciencia, pre- sume de su fuerza o de otro poder que le estimula a come- terlo otra vez; en cambio, quien lo hace por error, en cuanto le advierten de ello vuelve a conformarse con la ley. Aquel cuyo error procede' de la autoridad de un maestro o de un intérprete de la ley, públicamente autorizado, no es tan cul- pable como aquel otro cuyo error deriva de una perentoria prosecución de sus propios principios y razonamientos. En efecto, lo que enseña uno' que instruye por autorización pú- blica, lo enseña, en realidad, el Estado, y tiene una apariencia 248 PARTE II DEL ESTADO CAP. 27 de ley, mientras la misma autoridad lo controla; y en todos los delitos que no contienen en sí una negación del poder soberano, ni son contra una ley evidente, exime de modo total: mientras que quien funda sus acciones sobre su juicio privado se mantendrá en pie o caerá, de acuerdo con la rectitud o error del mismo. El mismo hecho, si ha sido constantemente castigado en otros hombres, es un delito mayor que si hubiera habido otros ejemplos precedentes de impunidad, ya que aquellos ejemplos son otros tantos auspicios de ímpunidad, ofrecidos por el soberano mismo. Y como quien provee a un hombre con seme- jante esperanza y presunción de gracia, estimulándole a ofen- der, tiene una participación en la ofensa, no puede, razona- blemente, cargar la culpa entera sobre el ofensor. U n delito que tiene como origen una pasión repentina, no es tan grande como si deriva de una larga meditación. En el primer caso existe una posibilidad de atenuación, basada en la general debilidad de la naturaleza humana; ahora bien) quien lo hace con premeditación obra de modo circunspecto, cierra los ojos al castigo con que la ley amenaza, y a las consecuencias del mismo, frente a la sociedad humana; todo lo cual ha despreciado al cometer el delito, posponiéndolo a sus propios apetitos. Ahora bien, no existe pasión repentina suficiente para una excusa total, porque todo el tiempo trans- currido entre el conocimiento de la ley y la comisión del hecho debe ser considerado como período de deliberación, ya que, meditando sobre la ley, cabe rectificar la irregularidad de las pasiones. En cuanto la leyes públicamente promulgada, e interpre- tada con asiduidad ante el pueblo entero, un hecho realizado contra ella constituye un delito mayor que si no se procura una información semejante, y los súbditos la averiguan con dificultad, incertidumbre e interrupción de la /!xigentia de que la ley se cumpla, teniendo que ser informados por individuos particulares; en este caso, parte de la falta descarga sobre la abulia general, mientras que en el primero existe aparente negligencia que no deja de implicar cierto desprecio al poder soberano. 249 PARTE JI J)EL ESTADO CAP. 27 Aquellos hechos que la ley condena expresamente, pero que el legislador tácitamente aprueba por otros signos mani- fiestos de su voluntad, son delitos menores que los mismos hechos condenados por la ley y 'por el legislador. Si adverti- mos que la voluntad dd legislador es una ley, aparecen l 159] eH este caso dos leyes contradictorias que eXCU:iarÍan totalmente :i) 108hombre5 estuvieran obligados a tener noticia de la apro- bación del soberano por otros argumentos distintos de los expresados por su mandato. Ahora bien, como existen castigos no sólo consiguientes a h transgresión de la. ley, sino tambi~n a h observancia de ella, d legislador es, en parte, causante de la transgresión, y, por consiguiente, no pLLede razomhle- mente imputarse al delincuente la totalidad dd delito. Pur ejemplo, la ley condena Jos ducios, y el castigo se hace nece- sario.Pero, a su vez, quien ¡'ehusa batirse está expuesto al desprecio y a la burla, sin remedio; a veces, es el mismo so- berano quien lo considera indigno de desempeñar algún cargo o mando en la guen-;.¡o Si en consideración a eLlo acepta el dudu) teniendu en Cllenta que todos los hombres se propimcn rccta .. mente gonr de una buena opinión t:n quienes ejercen el poder sobcr:mo, en razón no deberá ser mstigado rigurosamente, y \1n:1 parte de la hIta deberá rCGter sobre el que castiga. Lo que digo no implica un afán de dar rienda suelta a las ven- g"nzas priv:ldas o a cualquler otro género de desobediencia, sino que los gobernantes deben cuidar de no dar pábulo, in directamente, a una cosa que de modo directo pruhiben. Los ejemplos de los príncipes respecto a quienes los contemplan, son y han sido siempre más vigorosos para g"bernar sus ae c¡ones que las leyes m,ismas. Y aunque nuestro deher (onsi,.te en hacer no lo que ellos hacen, sino lo que dicen, semejante deber mmGl será cumplido hasta que plazca a Dios dar a los hombres una gracia extraordinaria y sobrenatural para seguir este precepto< Por otro lado, si comparamos los delitos con d agravio de sus efectos, en primer término, el mismo hecho cuando re- dunda en perjuicio de varios es mayor que cuando redunda en daño de unos pocos. Por cunsiguiente, cua.ndo un hecho daña no sólo en el presc:nte sino, también, por ejemplo, en el futuro, constituye un ddito mayor que si el daño sólo se PARTE JI DEL ESTADO CAP. 27 limita al presente, ya que el primero es un delito fértil, y extiende y multiplica el daño, mientras que el segundo es improductivo. Mantener doctrinas contrarias a la religión es- tablecida en el Estado es una falta mayor en un sacerdote Clutorizauo que en una persona privada. Otro tanto es, en él, vivir de modo profano o incontinente, o realizar un acto irre- ligioso cualquiera. Así también, en un profesor de leyes, mantener algún punto o realizar algún acto que tienda a debilitar el podn soberano, es un delito mayor que en otro humbre: aSimismo, en un hombre que tiene reputación de sabiduría, hasta el punto de que sus consejos son seguidos () ~,us acciones imitadas por los demás, el acto que realiza contra !el lty es un delito mayor que el mismo hecho efectuado por I1tro, porque tales hombres no solamente cometen delito, sino qt.iI~ Jo enseñan como ley a todos los demás hombres. Por Jo general, todos los delitos son mayores por el esdindalo que dan, es decir, ]JOl"que son un obstáculo para el débil, que ao oJIlsidera tanto el camino en que se aventura como la luz de que otros hombres sO!~ portadurc':>, delante de él. Así también, los hechos de hostilidad contra la presente ;,rgal1inción del Estado son delitos mayores que los mismos Jetos realizados contra personas particulares, porque el estrago se extiende por sí mismo a todos. Tal ocurre con la revelación de las fuerzas o de los secretos del Estado a un enemigo; con los atentados que se cometen contra el representante del Es- tado, se:L un monarca o una asamblea; y con todo C\!:lnto de I ¡ (,0 1 pahbra o de hecho, tiende a disminuir la autoridad del mismo, sea en el momentu presente o en tiempos sucesivus: estos delitus eran denominados por los latinos crimi;¡a {(Esa: IMjeslalÍs, y consi!iten en un designio o acto contrario a una ley fundamentaL :\nálogamentc, aquellos delitos que rinden juicios sin efecto son delitos mayores que las injurias hechas a una o a unas pocas personas; del mismu modo que recibir dinero por emitir un falso testimonio es un delito mayor que engañar de otro modo a un hombre acerca de una mi!ima suma u otra mayor. En efecto, no sólo yerra quien fracasa en estos juicios, sino que todos los juicios se hacen inútiles y el caso queda abandonado a Ja fuerza y la venganza privada. 25 1 PARTE 11 DEL ESTADO CAP. 27 Así también, el robo y el fraude al tesoro o a las rentas públicas es un delito mayor que el robo o el fraude hecho a un particular, ya que robar al erario público es robar a varios a un tiempo. Así también, la usurpación fraudulenta del ministerio pú- blico, la. falsificación de los sellos públicos o de las acuñaciones públicas, así como la usurpación de la personalidad de un par- ticular, o de su sello, a causa del fraude correspondiente, re- dunda en perjuicio de vari.os. De los hechos contra la ley, efectuados contra particulares, el delito mayor es aquel ert que el daño resulta más' sensible, a juicio del común de los hombres. Por consiguiente, Matar en contra de la 'leyes un delito mayor que cualquier otro daño, conservándose la vida. Matar con tormento, mayor que matar simplemente. Mutilación de un miembro, mayor que el despojo de los bienes de un hombre. Despojar a un hombre de sus bie:1es por terror a la muerte o a ser herido, es delito mayor que la sustracción clandestina. y sustraer clandestinamente, mayor que obtenerlo por con- sentimiento fraudulento. La violación de la castidad por la tuerza, mayor que por la seducción. y de una mujer casada, mayor que de una soltera. Todas estas cosas están comúnmente evaluadas así, aunque algunos hombres son más o menos sensibles a la misma ofensa. No obstante, la ley no considera la inclinación particular sino la general de la especie humana. Pot consiguiente, la ofensa que los hombres hacen por contumelia, mediante palabras o gestos, cuando no producen otro daño que el agravio presente de quien lo recibe fue poco atendida en las leyes de los griegos, romanos y otros Estados antiguos y modernos, suponiéndose que la verdadera causa de tal agravio no consiste en la contumelia, la cual no prende en hombres conscientes de su propia virtud, sino en la pusi- lanimidad de quien es ofendido por ello. 25 2 PARTE 11 DEL ESTA.DO CA.P. 27 Un delito contra un particular puede resultar agravado por la persona, tiempo y lugar. Matar al propio padre es un delito mayor que matar a otra persona, porque, aunque ha rendido su poder a la ley civil, el padre debe ser honrado como soberano, puesto qu~ tuvo originariamente ese poder, por na- turaleza. Robar a un pobre [161] es un delito mayor que robar a un rico, ya que para el pobre el daño es más sensible. Un delito cometido en tiempo o lugar destinado a la de- voción es mayor que si se comete en otro lugar y tiempo, por- que revela un mayor desprecio de la ley. Podrían añadirse otros ejemplos de agravación y atenuación, pero con los citados hemos establecido ya cuán obvio es para cada hombre tener en cuenta el nivel de cualquier otro delito que se considere. Por último, como en la mayoría de los delitos se hace una injuria no solamente a un hombre privado, sino también al Estado, el mismo delito, cuando la acusación se hace en nombre del Estado, se denomina delito público, y cuando se hace en nombre de un particular, delito privado. Los juicios relacio- nados con ellos se llaman públicos, judicia puhlica, o pleitos de la corona; y pleitos privados. En cuanto a la acusación de asesinato, si el acusador es un particular, el pleito es privado; si el acusador es el soberano, el pleito es público. PARTE Il DEL ESTADO CAP. 28 CAPITULO XXVIII De las PENAS y de las RECOMPENSAS Una PENA es un daño infligido por la autoridad pública sobre alguien que ha hecho u omitido lo que se juzga por la misma autoridad como una transgresión de la ley, con el fin de que lo 'Voluntad de los hombres pueda quedar, de' este mo- do, mejor dispuesta para la obediencia. Antes de que yo deduzca alguna cosa de esta definición, precisa contestar a una cuestión de mucha importancia, a sa- ber: por qué puerta penetra el derecho o autoridad de cas- tigar, en cada caso. En efecto, por lo que antes se ha dicho, nadie se supone ligado por el pacto a no resistir a la violencia, y, por consiguiente, no puede pretenderse que haya dado nin- gún derecho a otro para poner violentamente las manos sobre su persona. Al instituirse un Estado, cada uno renuncia al derecho de defender a otro, pero no al de defenderse a sí mismo. Él mismo se obliga a asistir a quien tiene la soberanía, cuando castiga a los demás; pero no cuando le castiga a él mismo. Pactar esa asistencia al soberano para que éste castigue a otro, a menos que quien pacta tenga un derecho a hacerlo él mismo, no es darle un derecho a castigar. Es, por consiguiente, manifiesto que el derecho que el Estado (es decir, aquel ~ aquellos que lo representan) tiene para castigar, no está fun- dado en ninguna concesión o donación de los súbditos. Pero ya he mostrado anteriormente que antes de la institución del Estado, cada hombre tiene un derecho a todas las cosas, y a hacer lo que considera necesario para su propia conservación, sojuzgando, dañando o matando a un hombre cualquiera para lograrlo. En esto estriba el fundamento del derecho de castigar [1621 que es ejercido en cada Estqdo. En efecto, los súbditos no dan al soberano este derecho, sino que, solamente, al des- pojarse de los suyos, le robustecen para que use su derecho propio como le parezca adecuado para la conservación de todos 254 PARTE II DEL ESTADO CAP. 28 ellos: así que no fue un derecho dado, :si.no dejado a él, y a él solamente; y con excepción de los límites que le han sido puestos por la ley natural, tan enteramente como en la con- dición de mera naturaleza y de guerra de cada uno contra su vecino. De la definición de pena deduzco: primero, que ni las venganzas privadas ni las injurias de individuos particulares pueden ser propiamente consideradas como penas, puesto que no proceden de la autoridad pública. En segundo térmipo, que ser menospreciado o privado de preferencia por el favor público no es una pena, porque ningún nuevo mal se inflige con ello a quien se mantiene en la situa- ción que antes tenía. En tercer lugar, que el mal infligido por la autoridad pública, sin pública condena precedente, no puede señalarse con el nombre de pena, sino de acto hostil, puesto que el hecho en virtud del cual un hombre es castigado debe ser primera- mente juzgado por la autoridad pública, para ser una trans- gresión de la ley. En cuarto lugar, que el mal infligido por el poder usur- pado, y por jueces sin autoridad del soberano, no es pena sino acto de hostilidad, ya que los actos del poder usurpado no tienen como autor la persona condenada y, por tanto, no son actos de la autoridad pública. En quinto lugar, que todo el mal que se inflige sin in- ten.ción, o sin posibilidad de disponer al delincuente, o a otr0s hombres (a ejemplo suyo), a obedecer las leyes, no es pena sino acto de hostilidad, ya que sin semejante fin ningún daño hecho queda comprendido bajo esa denominación. En sexto lugar, aunque ciertas acciones llevan consigo, por naturaleza, diyersas consecuencias perniciosas, como, por ejem- plo, cuando un hombre al atacar a otro resulta muerto o herido, o cuando cae enfermo por hacer algún acto ilegal, semejante daño, aunque con respecto a Dios, que es el autor de la Natu- raleza, puede decirse que es infligido por Él, y constituye, por tanto, un castigo divino, no está contenido bajo la deno- minación de pena con respecto a los hombres, porque no es infligido por la autoridad de éstos. 255 PARTE 11 DEL ESTADO CAP. 28 En séptimo lugar, si el daño infligido es menor que el beneficio de la satisfacción que naturalmente sigue al delito cometido, este daño no queda comprendido en tal definición, y es más bien el precio o redención que no la pena señalada a un delito. En efecto, es consustancial a la pena tener como fin la disposición de los hombres a obedecer la ley, fin que (si es menor que el beneficio de la transgresión) no se alcanza; antes bien, se aleja uno en sentido contrario. En octavo lugar, si una pena está determinada y prescrita en la ley misma, y, después de cometido el delito, se inflige un castigo mayor, el excedente no es castigo, sino acto de hostilidad. Si se tiene en cuenta que la finalidad de la pena no es la venganza sino el terror, y el terror de una condena considerable, desconocida, queda eliminada por la declaración de una menor, la adición inesperada no es parte de la [r63] pena. Pero donde no existe un castigo determinado por la ley, cualquiera penalidad que se inflija tiene la natur¡tleza de cas- tigo. En efecto, quien se decide a la violación de una ley cuando ninguna penalidad está determinada, se expone a un castigo indeterminado, es decir, arbitrario. En noveno lugar, el daño infligido por un hecho realizado antes de existir una ley que lo prohibiese, no es castigo sino acto de hostilidad, porque con anterioridad a la ley no existe transgresión de la ley. Ahora bien, el castigo supone un hecho juzgado como transgresión de la ley: por consiguiente, el daño infligido antes de que la ley se hiciera, no es pena, sino acto de hostilidad. En décimo lugar, el daño infligido al representante del Estado no es pena, sino acto de hostilidad, ya que es consus- tancial al castigo el ser infligido por la autoridad pública que corresponde al representante mismo. En último lugar, el daño infligido a quien se considera enemigo no queda comprendido bajo la denominación de pena, ya que si se tiene en cuenta que no está ni sujeto a la ley, y, por consiguiente, no pudo violarla, o que habiendo estado sujeto a ella y declarando que ya no quiere estarlo, niega, como consecuencia, que pueda transgredirla, todos los daños que puedan inferírsele deben ser considerados como actos de 256 PARTE II DEL ESTADO CAP. 28 hostilidad. Ahora bien, en casos de hostilidad declarada toda la inflicción de un mal es legal. De lo cual se sigue que si un súbdito, de hecho o de palabra, con conocimiento y delibe- radamente,--niega la autoridad del representante del Estado (cualquiera que sea la penalidad que antes ha sido establecida para la traición), puede legalmente hacérsele sufrir cualquier daño que el representante quiera, ya que al rechazar la condi- ción de súbdito, rechaza la pena que ha sido establecida por la ley, y, por consiguiente, padece ese daño como enemigo del Estado, es decir, según sea la voluntad del representante. En cuanto a los castigos establecidos en la ley, son para los súbdi- tos, no para los enemigos, y han de considerarse como tales quienes, habiendo sido súbditos por sus propios actos, al rebe- brse deliberadamente niegan el poder soberano. La primera y más general distribución de las penas es en dh·jnas y humanas. A las primeras tendré ocasión de aludir posteriormente, en un lugar más adecuado. Son penas humanas las infligidas por mandamiento del hombre, pudiendo ser o corporales, o pecuniarias, o consistentes en ignominia, o prisión, o destierro, o en la combinación de varias de ellas. Pena corporal es la infligida directamente sobre el cuerpo, de acúerdo con el propósito de quien la inflige; tales son la flagelación o las lesiones, o la privación de aquellos placeres corporales que anteriormente se disfrutaban de modo legal. y de éstas, algunas son capitales, otras menos que capita- les. Las primeras castigan con la muerte, bien de modo simple o con tormento. Menos que capitales son las flagelaciones, heridas, encadenamientos y otras penalidades corporales que por su propia naturaleza no son mortales. En efecto, si después de aplicada una pena, la muerte no sobreviene por voluntad de quien la inflige, la pena no puede ser estimada como capital, aunque el daño resulte mort,,] por un accidente no previsto; 1" 1 64-] en este caso la muerte no ha sido infligida sino pre- cipitada. La pena pecuniaria es la que consiste no sólo en la privación de una suma de dinero, sino, también, de tierras o de cuales- CJuiera otros bienes que usualmente se compran y venden por 257 PARTE 11 DEL ESTADO CAP. 28 dinero. Si la ley que ordena semejante penalidad está hecha con designio de recaudar dinero de quien la vióle, en el caso aludido no se~ trata propiamente de una pena, sino del precio del privilegio y exención de la ley, que no prohibe de modo absoluto el acto, sino, solamente, a quienes no son capaces de pagar la suma fijada, excepto cuando la leyes natural o forma parte de la religión, porque en este caso no es una exención de la ley, sino una transgresión de ella. Así, cuando una ley impone una multa pecuniaria a quienes toman en vano el nombre de Dios, el pago de la multa no es el precio de una dispensa de jurar, sino el castigo de la transgresión de una ley indispensable. Del mismo modo si la ley impone que. es preciso pagar una determinada suma de dinero a quien ha sido injuriado, esto no es sino una satisfacción por el daño inferido, y extingue la acusación en la parte injuriada, pero no el delito del ofensor. Ignominia es el acto de infligir un daño que, resulta des- honroso, o la privación de algún bien que resulta honorable qentro del Estado. Existen ciertas cosas honorables por na- turaleza, como los efectos del valor, de la magnanimidad, de la fuerza, de la sabiduría y de otras aptitudes del cuerpo y del entendimiento. Otras se instituyen como honorables por el Estado, como las insignias, títulos, oficios o cualquiera otra marca singular del favor soberano. Las primeras (aunque pue- den fallar por naturaleza o accidente) no pueden ser supri- midas por una ley, y, por tanto, la pérdida de las mismas no constituye una pena. En cambio, las últimas pueden ser arrancadas por la autoridad pública que las hace honorables y son propiamente castigos. A ellas se condena a los hombres degradados, privándoles de sus insIgnias, títulos y oficios, o declarándolos incapaces de utilizarlos en el tiempo venidero. Prisión existe cuando un hombre queda privado de libertad por la autoridad pública, privación que puede ocurrir de dos di- versas maneras; una de ellas consiste en la custodia y vigilan- cia de un hombre acusado, la otra en infligir una penalidad a un condenado. La primera no es pena, porque nadie se supone que ha de ser castigado antes de ser judicialmente oído y declarado culpable. Por consiguiente, cualquier daño que se 25 8 PARTE 11 DEL ESTADO CAP. 28 cause a un hombre, antes de que su causa sea oída en el sentido de sufrir encadenamiento o privación, más allá de lo que resulta necesario para asegurar su custodia, va contra la ley de naturaleza. Ahora bien, esto último constituye pena, porque implica un mal infligido por la autoridad pública en razón de algo que la misma autoridad ha juzgado como trans- gresión de la ley. Bajo la palabra prisión comprendo toda restricción a la libertad de movimiento, causada por ún obs- táculo externo, ya sea un edificio, lo que comúnmente se llama cárcel, o una isla, cuando se confina a los hombres a ella; o un lugar donde se les hace trabajar, como en los tiempos antiguos se condenaba a los hombres a las canteras, y actualmente a re- mar en las galeras, o a estar encadenados, o a sufrir algún otro impedimento semejante. Destierro existe cuando un hombre es condenado por un delito a abandonar el territorio del Estado o a permanecer fuera de una comarca del mismo, no pudiendo volver durante un tiempo prefijado, o nunca; y no parece por su propia na- turaleza, salvo otras circunstancias, que sea una pena, sino más bien un subterfugio o una orden pública para evitar el castigo, por medio de la fuga. Dice Cicerón que núnca se ordenó un castigo semejante en la ciudad de Roma, antes bien, la llama refugio de los hombres en peligro. En efecto, si se destierra a un hombre permitiéndosele, no obstante, gozar de sus bienes y de las rentas de sus tierras, el mero cambio de aires no es un castigo, ni el hecho redunda en beneficio del Estado, para el cual se han ordenado todas las penas (con objeto de formar hombres dispuestos a la observancia de la ley), sino muchas veces en perjuicio del Estado. Un hombre desterrado es Un enemigo legítimo del Estado que le desterró, ya que no es miembro del mismo. Pero si, además,· queda privado de sus tierras o bienes, entonces el castigo no consiste en el destierro, sino que puede incluirse entre las penas pecuniarias. Todas las penas recaídas en seres inocentes, ya sean gran- des o pequeñas, van contra la ley de naturaleza, porque la pena se impone solamente por transgresión de la ley, y, por tant~, no debe existir castigo para el inocente. Constituye, por conSIguiente, una violación, primero de la ley de naturaleza, 259 PARTE II DEL ESTADO CAP. 28 que prohibe a todos los hombres, en sus venganzas, considerar otra cosa sino algún bien futuro, porque no puede derivarse ningún bien para el Estado, del castigo del inocente. En se- gundo término, porque prohibe la ingratitud, pues si se con- sidera que todo el poder soberano se dio originariamente por consentimiento de cada uno de los súbditos, con el objeto de que sean protegidos por él, mientras observen obediencia, el castigo del inocente significa una devolución de mal por bien. y en tercer término, es una violación de la ley que ordena equidad, es decir, distribución equitativa de la justicia, norma que no se observa cuando se castiga al inocente. Al infligirse un daño cualquiera a un inocente que no sea súbdito, si se hace para el beneficio del Estado y sin violación de ningún pacto anterÍor, ello no constituye un quebrantamien- to de la ley de naturaleza. En efecto, todos los hombres que no son súbditos, o bien son enemigos, o bien han ces:ldo de serlo por algún pacto precedente. Ahora bien, contra los ene- migos a quienes el Estado juzga capaces de dañar, es legítimo hacer guerra según el derecho original de naturaleza; en esa situación, la espada no discrimina, ni el vencedor distingue entre el elemento perjudicial y el inocente, como ocurría en los tiempos pasados, ni tiene otra consideración de gracia sino la que conduce al bien del propio pueblo. Por esta razón, y respecto de los súbditos que deliberadamente niegan la auto- ridad del Estado establecido, se extiende también legítimamen- te la venganza no sólo a los padres, sino también a la tercera y aun la cuarta generación que todavía no existen, y que, por consiguiente, son inocentes del hecho en virtud del cual recae sobre ellos un daño. La naturaleza de esta ofensa consiste en la renuncia a la subordinación, lo cual constituye una recaída en la condición de guerra, comúnmente llamada rebelión j y quienes así ofenden no sufren como súbditos, [166] sino como enemigos, ya que la rebelión no es sino guerra renovada. La RECOMPENSA se otorga por liberalidad o por contrato. Cuando es por contrato se denomina salario o sueldo, y cons- tituye un beneficio debido por un servicio realizado o prG- metido. Cuando se debe a liberalidad, es un beneficio que proviene de la gracia de quien lo otorga, con ánimo de ca- 260 PARTE 1I DEL ESTADO CAP. 28 pacitar a los hombres para que le sirvan mejor. Por consiguien- te, cuando el soberano de un Estado señala un salario a un cargo público, quien lo recibe está, en justicia, obligado a desempeñar ese cargo; en otro caso, queda obligado solamente por honor al reconocimiento y al propósito de restitución. En efecto, aunque los hombres no tienen excusa legal cuando se les ordena que abandonen sus negocios privados para servir los públicos, sin recompensa o. salario, sin embargo, no están obligados a ello por la ley de naturaleza, ni por la institución del Estado, a menos que el servicio no pueda hacerse de otro modo, puesto que se supone que el soberano puede usar de todos sus medios del mismo modo que incluso el más modesto militar puede demandar la soldada, como deuda. Los beneficios que un soberano otorga a un súbdito, por temor a cierto poder o aptitud que el súbdito tenga para dañar al Estado, no son propiamente recompensas, puesto que no son salarios,. ya que en este caso no cabe suponer que existe un contrato, estando obligado cada hombre a no dejar de servir al Estado. Tampoco son liberalidades, porque son arrancadas por el miedo, que nunca debe afectar al poder soberano: más bien, son sacrificios que el soberano (considerado en su per- sona natural y no en la persona del Estado) realiza para apaciguar el descontento de aquel a quien considera más po- deroso que a sí mismo; yesos beneficios no estimulan a la obediencia sino, por el contrario, a la prosecución e incremento de una extorsión ulterior. Mientras que ciertos salarios son determinados y proceden del tesoro público, otros son inciertos y casuales, procedien- do del ejercicio del cargo para el cual se fijó el salario en cues- tión; esta última forma es, en algunos casos, dañosa para el Estado, como en el caso de la judicatura. En efecto, cuando el beneficio de los jueces y ministros de un tribunal de justicia surge de la multitud de causas que le son sometidas para su conocimiento, necesariamente deben derivarse dos inconvenien- tes: uno de ellos es la estimulación de las cuotas, porque cuanto mayor sea el número de éstas, mayor resulta el beneficio; otra depende de lo' que constituye litigio sobre la jurisdicción, atra- yendo cada tribunal así mismo el mayor número de causas 261 PARTE 11 DEL ESTADO CAP. 28 que puede. En lbs cargos de carácter ejecutivo no existen tales inconvenientes1- puesto que su empleo no puede ser aumentado por ninguna solicitud o empeño de los interesados. Considero lo antedicho como suficiente respecto a la naturaleza del cas- tigo y de la recompensa, que vienen a ser los nervios y tendones que mueven los miembros y articulaciones de un Estado. De este modo he determinado la naturaleza -del hombre (cuyo orgullo y otras pasiones le compelen a someterse a sí mismo al gobierno) 'y, a la vez, el gran poder de su gober- nante, a quien he comparado con el Leviatán, tomando esta comparación de los dos últimos versículos del Cap. 4r de Job, cuando Dios, habiendo establecido el gran poder del Leviatán, le denomina rey de la arrogancia. Nada [r67] existe --dice- sobre la tierra, que pueda compararse con él. Está hecho para no sentir el miedo. Menosprecia todas las cosas altas, y es rey de todas las criaturas soberbias. Ahora bien, como es mortal y está sujeto a perecer, lo mismo que todas las d~más criaturas de la tierra, y como es en el cielo (aunque no sobre la tierra) donde se encuentra el motivo de su temor, y las leyes que debe obedecer, en los capítulos siguientes hablaré de sus en- fermedades y de las causas de mortalidad, y de qué leyes de naturaleza está obligado a obedecer. 262 PARTE 11 DEL EST4.DO CAP. 29 CAPITULO XXIX De las Causas que Debilitan o Tienden a la DESINTEGRACIÓN de un Estado. Aunque nada de lo que los hombres hacen puede ser in- mortal, si tienen el uso de razón de que presumen, sus Estados pueden ser asegurados, en definitiva, contra el peligro de perecer por enfermedades internas. En efecto, por la natura- leza de su institución están destinados a vivir tanto como el género humano, o como las leyes de naturaleza, o como la misma justicia que les da vida. Por consiguiente, cuando llegan a desintegrarse no por la violencia externa, sino por el des- orden intestino, la falta no está en los hombres, sino en la materia; pero ellos son quienes la modelan y ordenan. Cuando los hombres se molestan con sus mutuas irregularidades, desean de todo corazón acoplarse entre sí dentro de un firme y sólido edificio, tanto por necesidad del arte de hacer leyes útiles para regular, según ellas, sus acciones, como por su humildad y paciencia para sufrir que sean eliminados los rudos y ásperos puntos de su presente grandeza; ahora bien, sin la ayuda de un arquitecto muy hábil, no lograrán verse reunidos sino en una edificación defectuosa, que pesando considerablemente so- bre su propia época, vendrá a caer sin remedio sobre las cabezas de su posteridad. Entre las enfermedades de un Estado quiero considerar, en primer término, las que derivan de una institución imperfecta, y semejan a las enfermedades de un cuerpo natural, que pro- ceden de una procreación defectuosa. U na de ellas es que un hombre, para obtener un reino, se conforma a veces con menos poder del necesario para la paz y defensa del Estado. Suele ocurrir, entonces, que cuando el ejercicio del poder otorgado tiene que recuperarse para la sal- vación pública, sugiere la impresión de un acto injusto, lo cual 26 3 PARTE 11 DEL ESTADO CAP. 29 (cuando la ocasión se presenta) dispone a muchos hombres a la rebeldía. Del mismo modo que los cuerpos de los niños en- gendrados pgr padres enfermos, se hallan sujetos bien sea a una muerte prematura, o a purgar su mala calidad derivada de una' concepción viciosa, que se manifiesta en cálculos y pús- tulas, cuando los reyes se niegan a sí mismos una parte ne- cesaria de su poder, no es siempre (aunque sí a veces) por ignorancia de 10 que es necesario para el cargo que asumen, sino' en muchas [168] ocasiones por esperanza de recobrarlo otra vez, a su antojo. Sin embargo, no razonan bien, porque quienes antes mantenían su poder pueden ser protegidos contra él por los Estados e:¡¡;tranjeros, y teniendo en cuenta el bien de sus propios súbditos, pocas ocasiones se les escapan de debilitar la situación de sus vecinos. Así Tomás Becket, arzo- bispo de Canterbury, recibió apoyo del Papa contra Enri- que Il, porque la subordinación de los eclesiásticos al Estado quedó dispensada por Guillermo el Conquistado:;', en el mo- mento de su proclamación, cuando hizo promesa de no infrin- gir la libertad de la Iglesia. Y así los barones, cuyo poder fue aumentado por Guillermo Rufo (quien recabó la ayuda de ellos para verse favorecido con la sucesión de su hermano mayor) se vieron exaltados hasta un grado incompatible con el poder soberano, y mantenidos en su rebelión contra el rey Juan, por los franceses. N o ocurre esto solamente en la monarquía, puesto que aunque el antiguo Estado romano era erigido por el Senado y el pueblo de Roma, ni el Senado ni el pueblo presumían de detentar todo el poder; ello causó, primeramente, las sedicio- nes de Tiberio Graco, Cayo Graco,' Lucio Saturnino y otros, y posteriormente las guerras entre el Senado yel pueblo, bajo Mario y Sila, y más tarde bajo Pompeyo y César, hasta la extinción de su democracia y establecimiento de la monarquía. Las gen!es de Atenas estaban ligadas entre sí por una sola acción, la cual consistía en que nadie, bajo pena de muerte, propusiera la renovación de la guerra por la isla de Salamina. y aun con ello, si S alón no hubiera motivado que se le con- siderara como loco, y, posteriormente, con los gestos y el hábito de un loco, y en verso, no hubiera propuesto tal cosa PARTE JI DEL ESTADO CAP. 29 al pueblo que pululaba a su alrededor, hubiesen en per- petua amenaza un enemigo, a las puertas mismas de su ciudad; semejante daño o alteración amenaza a todos los Es- tados que han limitado su poder, por poco que sea. En segundo lugar observo las enfermedades de un Estado, procedentes del veneno de las doctrinas sediciosas, una de las cuales afirma que cada hombre en particular es juez de las buenas y de las malas acciones. Esto es cierto en la condición de mera naturaleza, en que no existen leyes civiles, así como bajo un gobierno civil en los casos qu~· no están determinados por la ley. Por lo demás es manifiesto que la medida de las buenas y de las malas acciones es la ley civil, y el juez es el legislador que siempre representa al Estado. Por esta falsa doctrina los hombres propenden a discutir entre sí y a dispu- tar acerca de las órdenes del Estado, procediendo, después, a obedecerlo o a desobedecerlo, según consideran más oportuno a su razón privada. Con ello el Estado se distrae y debilita. Otra doctrina repugnante a la sociedad civil es que cual- quiera cosa que un hombre hace contra su conciencia es un pe- rada, doctrina que depende de la presunción de hacerse a sí mismo juez de lo bueno y de lo malo. En efecto, la concien- cia de un hombre y su capacidad de juzgar son la misma cosa; y como el juicio, también la conciencia puede equivocarse. Por consiguiente, si r 169] quien no está sujeto a ninguna ley (ivil peca en todo cuanto hace contra su conciencia, porque 110 tiene otra regla que seguir, sino su propia razón, no ocurre lo mismo con quien vive en un Estado, puesto que la leyes la conciencia pública mediante la cual se ha propuesto ser 1',lIiado. De lo contrario y dada la diversidad que existe de pareceres privados, que se traduce en otras tantas opiniones particulares, forzosamente se producirá confusión en el Estado, y nadie se preocupará de obedecer al poder soberano, más allá dr lo que parezca conveniente a sus propios ojos. También se ha enseñado comúnmente que la fe y la san- fi'/lId no se alcanzan por el estudio y la razón, sino por ins- /,il'ilt:Í()n o infusión sobrenatural. Concedido esto, yo no com- prclld() por qué un hombre debe dar razón de su fe, o por 26 5 PARTE 11 DEL ESTADO CAP. 29 qué cada cristiano no debe ser también un profeta, o por qué un hombre dehe guiarse por la ley de su país más bien que por su propia: inspiración como norma de sus acciones. Y aSÍ, nuevamente caemos en la falta de tomar sobre nosotros la tarea de juzgar sobre el bien y el mal; o de instituir como jueces de ello hombres particulares que pretenden estar sobre- naturalmente inspirados para la disolución de todo el gobierno civil. La fe viene de escuchar; y el escuchar, de aquellos ac- cidentes que nos guían a la presencia de quien nos habla; tales accidentes son todos arbitrados por la Omnipotencia divina; sin embargo, no son sobrenaturales, sino solamente inobsenra- bIes para la gran mayoría de quienes concurren a cada efecto. Ciertamente la fe y la santidad no son muy frecuentes, pero no son milagros, sino cualidades que sobrevienen por la edu- cación, disciplina, corrección y otras vías naturales por las cuales actúa Dios sobre su elegido, en el tiempo que considera adecuado. Estas tres opiniones, perniciosas a la paz y al go- bierno, han procedido, en esta comarca del mundo, principal- mente de las lenguas y plumas de divinos indoctos, que reuniendo Ías palabras de la Sagrada Escritura de modo dife- rente a lo que resulta aceptable para la razón, pretenden hacer pensar a los hombres que la santidad y la razón natural no pueden coexistir. Una cuarta opinión repugnante a la naturaleza de un Es- tado es que quien tiene el poder soberano esté sujeto a las leyes eh-ileso Es cierto que los soberanos están sujetos, todos ellos, a las leyes de naturaleza, porque tales leyes son divinas y no pueden ser abrogadas por ningún hombre o Estado. Pero el soberano no está sujeto a leyes formuladas por él mismo, es decir, por el Estado, porque estar sujeto a las leyes es estar sujeto al Estado, es decir, al representante soberano, que es él mismo; lo cual no es sujeción, sino libertad de las leyes. Este error que coloca las leyes por encima del soberano, sitúa también sobre él un juez, y un poder para castigarlo; ello equivale a hacer un nuevo soberano, y por la misma razón un tercero, para castigar al segundo, y así sucesivamente, sin t.regua, hasta la confusión y di~olución del Estado. 266 PARTE 11 DEL ESTAlJD CAP. 29 Una quinta doctrina que tiende a la disolución del Estado afirma que cada hombre particular tiene una propiedad abso- luta en sus bienes, y de tal índole que excluye el derecho del soberano. Cada persona tiene, en efecto, una propiedad que excluye el derecho de cualquier otro súbdito, y la tiene sola- mente por el poder soberano sin cuya protec- r170] ción cual- quier otro hombre tendría igual derecho a la misma. Pero si el derecho del soberano queda, así, excluído, no puede rea- lizar la misión que le fue encomendada, a' saber: la de de- fenderlos contra los enemigos exteriores y contra las injurias mutuas; en consecuencia, el Estado cesa de existir. y si la propiedad de los súbditos no excluye el derecho del representante soberano a sus bienes, mucho menos a sus cargos de judicatura o ejecución, en los que representan al soberano mismo. Existe una sexta doctrina directa y llanamente contra- ria a la esencia de un Estado: según ella el soberano poder puede jer dividido. Ahora bien, dividir el poder de un Estado no es otra cosa que disolverlo, porque los poderes divididos se destruyen mutuamente uno a otro. En virtud de estas doc- trinas los hombres sostienen principalmente a algunos que haciendo profesión de las leyes tratan de hacerlas depender de su propia enseñanza, y no del poder legislativo. Tan falsa doctrina, así como el ejemplo de un gobierno diferente en una nación vecina, dispone a los hombres a la alteración de la forma ya establecida. Así, el pueblo de los judíos fue impulsado a repudiar a Dios, reclamando al profeta Samuel un rey semejante al de todas las demás naciones. Así, también, las ciudades menores de Grecia estaban constantemen- te perturbadas con sediciones de las facciones aristócratas y demócratas; una parte de los Estados deseaba imitar a los lacedemonios; la otra, a los atenienses. Yo no dudo de que muchos hombres han considerado los últimos disturbios en Inglaterra como una imitación de los Países Bajos; suponían que para hacerse rico no tenían que hacer otra cosa sino cam- biar, como ellos lo habían hecho, su forma de gobierno. En efecto la constitución de la naturaleza humana propende por sí misma a la novedad. Por tanto, cuando resulta estimulada 26 7 PARTE 11 lJEL ESTADO CAP. 29 en el mismo sentido por la vecindad de quienes se han enri- quecido por tales medios, es casi imposible no estar de acuerdo con quienes sGlicitan el cambio, y aman los primeros principios, aunque les desagrade la continuidad del desorden; como quie- nes habiendo cogido la sarna se rascan con sus propias uñas, hasta que no pueden resistir más. En cuanto a la rebelión, en p'l-rticular contra la monarquía, una ~e las causas más frecuentes de ello es la lectura de los libros de política y de historia, de los antiguos griegos y ro- manos. De esas lecturas, los jóvenes y todos aquellos q4e no están provistos con el antídoto de una sólida razón, reciben una impresión fuerte y deliciosa de los grandes hechos de armas realizados por los conductores de ejércitos, formándose, ade- más, una idea grata de todo lo que ellos han hecho, e imagi- nando que su gran prosperidad no ha procedido de la emula- ción de hombres particulares, sino de la virtud de su forma popular de gobierno; entre tanto, no consideran las frecuentes sediciones y guerras civiles producidas por la imperfección de su política. A base, como digo, de la lectura de tales libros, los hombres se han lanzado a matar a sus reyes, porque los escritores griegos y latinos, en sus libros y [171] discursos de política, consideraban legítimo y laudable para cualquier hom- bre hacer eso, sólo que a quien tal hacía lo llamaban tirano. Ni decían regicidio, es decir, asesinato de un rey, sino tira- nicidio, asegurando que el asesinato de un tirano es legítimo. A base de los mismos libros, quienes viven bajo un monarca abrigan la opinión de que los súbditos en un Estado popular gozan de libertad, mientras que'en una monarquía son esclavos todos ellos. Digo que quienes viven en régimen monárquico abrigan tal opinión, y no los que viven en un gobierno popular, por-que no encuentran tal materia. En suma, no puedo imaginar cómo una cosa puede ser más perjudicial a una mo- narquía que el permitir que tales libros sean públicamente leídos sin someterlos a un expurgo realizado por maestros dis- cretos, aptos para eliminar el veneno que esos libros contienen. Yo no dudo en comparar este veneno con la mordedura de un perro rabioso, que es una enfermedad que los médicos llaman hidrofobia u horror al agua. En efecto, quien resulta 268 PARTE Il DEL ESTADO CAP. 29 mordido aSÍ, tiene el continuo tormento de la sed, y aun abo- rrece el agua; y se halla en un estado tal como si el veneno tendiera a convertirlo en un perro. ASÍ, en cuanto una mo- narquía ha sido mordida en lo vivo por esos escritores de- mocráticos que continuamente ladran contra tal régimen, no hace falta otra cosa sino un monarca fuerte, a quien, sin em- bargo, aborrecen cuando lo tienen, por una cierta tiranofobia o terror de ser fuertemente gobernados. Del mismo modo que han existido doctores que sostienen la existencia de tres espíritus en el hombre, así también pien- san algunos que existen, en el Estado, espíritus diversos (es decir, diversos soberanos) y no uno solo, y establecen una supremacía contra la soberanía; cánones contra leyes, y auto- ridad eclesiástica contra autoridad civil, perturbando las mentes humanas con palabras y distinciones que por sí mismas nada significan, pero que con su oscuridad revelan que en la oscu- ridad pulula, como algo invisible, otro reino nuevo, algo así como un reino fantástico. Teniendo en cuenta que, evidente- mente, el poder civil y el poder del Estado son la misma cosa, y que la supremacía y el poder de hacer cánones y de otorgar grados incumbe al Estado, se sigue que donde uno es soberano, otro es supremo; donde uno puede hacer leyes, otro hace cánones, siendo preciso que existan dos Estados para los mis- mos súbditos, con lo cual un reino resulta dividido en sí mismo y no puede subsistir. Por otra parte, a pesar de la distinción insignificante de temporal y espiritual, siguen existiendo dos reinos, y cada súbdito está sujeto a dos señores. El poder eclesiástico que aspira al derecho de declarar lo que es pecado, aspira, como consecuencia, a declarar lo que es ley (el pecado no es otra cosa que la transgresión de la ley); a su vez, el poder civil propugna por declarar lo que es ley, y cada súbdito debe obedecer a dos dueños, que quieren ver observados sus mandatos como si fueran leyes, lo cual es imposible. O bien, si existe un reino, el civil, que es el poder del Estado, debe subordinarse al espiritual, y entonces no existe otra so- beranía sino la espiritual; o el poder espiritual debe estar subordinado al temporal, y entonces no existe supremacía sino en lo temporal. Por consiguiente, si estos dos poderes se PARTE JI DEL ESTADO CAP. 29 oponen uno a otro, forzosamente el Estado se hallará en gran [172] peligro. de guerra civil y desintegración. En efec- to, siendo el poder civil más visible, y estando sometido a la luz, más clara, de la razón n~tural, no puede escoger otra salida sino atraerse, en todo momento, una parte muy considerable del pueblo. Aunque la autoridad espiritual se halla envuelta en la oscuridad de las distinciones escolás- ticas y de las palabras enérgicas, como el temor del infierno y de los fantasmas es mayor que otros temores, no deja de procurar un estímulo suficiente a la perturbación y, a veces, a la destrucción del Estado. Es ésta una enfermedad que con razón puede compararse con la epilepsia (que los judíos con- sideraban como una especie de posesión por los\ espíritus) en el cuerpo natural. En efecto, en esta enfermedad existe un espíritu antinatural, un viento en la cabeza que obstruye las raíces de los nervios, y, agitándolos violentamente, elimina la moción que naturalmente tendrían por el poder del espíritu en el cerebro, y como consecuencia causa mociones violentas e irregulares (lo que los hombres llaman convulsiones) en los distintos miembros, hasta el punto de que quien se ve acome- tido por esa afección, cae a veces en el agua, y a veces en el fuego, como privado de sus sentidos; así también, en el cuerpo político, cuando el poder espiritual agita los miembros de un Estado con el terror de los castigos y la esperanza de recom- pensas (que son los nervios del cuerpo político en cuestión), de otro modo que como deberían ser movidos por el poder civil (que es el alma del Estado), y por medio de extrañas y ásperas palabras sofoca su entendimiento, necesariamente trastorna al pueblo, y o bien ahoga el Estado en la opresión, o lo lanza al incendio de una guerra civil. A veces, también, en el gobierno meramente civil existe más de un alma, por ejemplo, cuando el poder recaudar dinero (que corresponde a la facultad nutritiva) depende de una asamblea general, quedando el poder de dirección y de mando (que es la facultad motriz) en poder de un hombre, y el poder de hacer leyes (que es la facultad racional) en el consentimiento accidental, no sólo de esos dos elementos, sino, acaso, de un tercero. Esto pone en peligro al Estado, a veces por la falta de respeto a las buenas leyes, pero en la mayoría 27° PARTE 11 DEL ESTADO CAP. 29 de los casos por falta de aquella nutrición que es necesaria a la vida y al movimiento. En efecto, aunque pocos perciban que ese gobierno no es gobierno, sino división del Estado en tres facciones, y le denominen monarquía mixta, .la verdad es que no se trata de un Estado independiente, sino de tres fac- ciones independientes; ni de una persona representativa, sino de tres. En el reino de Dios puede haber tres personas inde- pendientes sin quebrantamiento de la unidad én el Dios que reina; pero donde reinan los hombres, esto se halla sujeto a diversidad de opiniones, y no puede subsistir asÍ. Por consi- guiente, si el rey representa la persona del pueblo, y la asam- blea general también la representa, y otra asamblea representa la persona de una parte del pueblo, no existe en realidad una persona ni un soberano, sino tres personas y tres soberanos dis- tintos. Ignoro a qué enfermedad natural del cuerpo humano pue- do comparar exactamente esta irregularidad de un Estado. Pero recuerdo haber visto un hombre que tenía otro hombre- creciendo al lado suyo, con cabeza, brazos, torso y estómago propios: si hubiera tenido otro [1731 hombre pegado al lado opuesto, la comparación hubiera podido resultar exacta. Con ello me he referido a aquellas enfermedades del Es- tado que implica el máximo y más presente peligro. Existen otras que no son tan grandes, y que, sin embargo, merecen ser observadas. Tal es, en primer término, la dificultad de recaudar dinero para los usos necesarios del Estado, especial- mente en caso de guerra inminente. Esta dificultad deriva de la opinión que cada súbdito tiene de su propiedad sobre tierras y bienes, excluyendo el derecho del soberano al uso de los mismos. De aquí que el poder soberano, en previsión de las necesidades y peligros del Estado (dándose cuenta de que está obstruído el paso del dinero al tesoro público, por la tena- cidad del pueblo) cuando precisa extenderse, para salir el en- cuentro de los peligros y prevenirlos en sus comienzos, ese poder, decimos, se restringe tanto como puede, y cuando no puede más lucha con el pueblo por medio de estratagemas legales, para obt~ner pequeñas sumas que no bastan, pero, por último, se lanza violentamente a abrir la vía para una apor- 27 1 PARTE II DEL ESTADO CAP. 29 tación suficiente, a falta de la cual perecerá; y puesto. en tan extremo. lance, reduce po.r fin al pueblo. a su debido. temple, sin lo. cual él "Estado. está co.ndenado. a mo.rir. En este sentido. podemo.s co.mpararesta destemplanza co.n la fiebre intermi- tente, en la que quedando. co.ngéladas u o.bstruídas po.r materia emponzo.ñada las partes carno.sas, las venas que po.r su curso. natural se vacían en el co.razón, no. quedan (co.mo debería ser) pro.vistas po.r las arterias, con lo. que en primer término. So.- breviene una co.ntradicción helada y temblo.ro.sa de lo.s miem- bro.s, y después un ardo.roso. y enérgico. esfuerzo. del co.razón para fo.rzar un paso. a la sangre; y antes de lo.grarlo. se apacigua co.n las leves refrigeracio.nes de co.sas frías durante un tiempo, hasta que (si la naturaleza es bastante fuerte) quiebra po.r úl- timo. la contumacia de las partes o.bstruídas y disip:l el veneno. en sudo.!", o. (si la naturaleza es demasiado. débil) el paciente muere. Po.r o.tra parte, se da a veces en un Estado. una enfermedad que se asemeja a la pleuresía, y que co.nsiste en que cuando. el teso.ro. del Estado fluye más allá de lo. debido., se reúne con excesiva abundancia en uno o. en po.cos particulares, mediante mo.no.po.lio.s o. exaccio.nes co.rrespo.ndientes a las rentas públicas; del mismo. mo.do. que la sangre, en una pleuresía, ago.lpándo.se en la membrana del pecho., alimenta en ella una inflamación, aco.mpañada de fiebre y do.lo.ro.so.s pinchazo.s. Así también, la po.pularidad de un súbdito. po.tente (a me- no.s que el Estado. tenga una firme garantía de su fidelidad) es una enfermedad peligro.sa, po.rque el pueblo. (que debe recibir su estímulo. mo.to.r de la auto.ridad del so.berano.), por la adulación o. la reputación de un ambicio.so., es apartado. de la o.bediencia a las leyes, para seguir a un ho.mbre de cuyas vir- tudes y designio.s no. tiene co.no.cimiento.. Y esto. es co.múnmente de más peligro. en un go.bierno. po.pular que en una mo.narquía, po.rque un ejército. es de tanta mayo.r fuerza y multitud cuanto que puede hacerse creer que co.incide co.n el pueblo.. Fue po.r es- to.s medio.s que Julio César, que había sido. [174] erigido. por el pueblo. frente al Senado., habiéndo.se ganado. el afecto. de su ejército., se hizo. a sí mismo. dueño. de las do.s co.sas, el Senado. y el pueblo.. Este pro.ceder de ho.mbres po.pulares y 27 2 PARTE II DEL ESTADO CAP. 29 ambiciosos es simple rebelión, y puede asemejarse a los efec- tos de la brujería. Otra enfermedad de un Estado es la grandeza inmoderada de una ciudad, cuando es apta para suministrar de su propio ámbito el número y las expensas de un gran ejército; como también el gran número de corporaciones, que son como Es- tados menores en el seno de uno más grande, como gusanos en las entrañas de un hombre natural. A esto puede añadirse la libertad de disputar contra el poder absoluto, por aspirantes a la prudencia política, los cuales aunque están alimentados en su mayor parte por el viento que sopla del pueblo, animados por las falsas doctrinas, están constantemente debatiéndose con las leyes fundamentales, y molestan al Estado, como los pe- queños gusanos que los médicos denominan ascárides. Podemos añadir, además, el apetito insaciable o bulimia de ensanchar los dominios, con las heridas incurables que a causa de ello se inflige muchas veces el enemigo; y los tumores de las conquistas mal consolidadas, que son en muchos casos, una carga, y que con menos peligro se pierden que se mantienen; así como también la letargia de la comodidad, y la consunción traída por el tumulto o la dilapidación. Por último, cuando en una guerra (exterior o intestina) los enemigos logran una victoria final, de tal modo que (no lo- grando las fuerzas del Estado mantener sus posiciones por más tiempo) no existe ulterior protección de los súbditos en sus haciendas, entonces el Estado queda DISUELTO, y cada hombre en libertad de protegerse a sí mismo por los expedientes que su propia discreción le sugiera. En efecto, el soberano es el alma pública que da vida y moción al Estado; cuando expira, los miembros ya no están gobernados por él, como no lo está el esqueleto de un hombre cuando su alma (aunque inmortal) 10 ha abandonado. Aunque el derecho de un monarca soberano no puede quedar extinguido por un acto ajeno, sí puede serlo la obligación de los miembros, porque quien necesita protec- ción puede buscarla en alguna parte, y cuando la tiene queda obligado (sin pretensión fraudulenta de haberse sometido a sí mismo, sino por miedo) a asegurar su protección mientras se 273 PARTE 11 DEL ESTADO CAP. 29 considera capaz de ello. Pero una vez suprimido el poder de una asamblea, acaba por completo el derecho del mismo, por- que la asamblea queda extinguida, y por consiguiente no existe para la soberanía posibilidad de retorno. [17 S] 274 PARTE 1/ DEL ESTADO CAP. 30 CAPITULO XXX De la MISIÓN del Representante Soberano La misión del soberano (sea un monarca o una asam- blea) consiste en el fin para el cual fue investido con el soberano poder, que no es otro sino el de procurar la se- guridad del pueblo; a ello está obligado por la ley de na- turaleza, así como a rendir cuenta a Dios, autor de esta ley, y a nadie sino a Él. Pero por seguridad no se entiende aquí una simple conservación de la vida, sino también de todas las excelencias que el hombre puede adquirir para sí mismo por medio de una actividad legal, sin peligro ni daño para el Estado. y esto se entiende que debe ser hecho no ya atendiendo a los individuos más allá de lo que significa protegerlos con- tra las injurias, cuando se querellan, sino por una providen- cia general contenida en pública instrucción de doctrina y de ejemplo; y en la promulgación y ejecución de buenas leyes, que las personas individuales puedan aplicar a sus propios casos. Mas como, suprimidos los derechos esenciales de la so- beranía (que hemos especificado en el capítulo XVIII), el Estado queda destruído, y cada hombre retorna a la cala- mitosa situación de guerra contra todos los demás hombres (que es el mayor mal que puede ocurrir en su vida), la misión del soberano consiste en mantener enteramente esos derechos, y, por consiguiente, va contra su deber: primero, transferir a otro o renunciar por sí mismo alguno de ellos. En efecto, quien renuncia a los medios, renuncia a los fines; y renuncia a los medios quien siendo soberano se reconoce a sí mismo sujeto a las leyes civiles, y renuncia al poder de la suprema judicatura; o de hacer guerra o paz por su pro- pia autoridad; de juzgar de las necesidades del Estado; de recaudar dinero y hacer levas de soldados, en el tiempo y 275 PARTE II DEL ESTADO CAP. 30 cuantía que en conciencia estime necesario; de instituir fun- cionarios y ministros, en período de guerra o de paz; de designar maestros, y examinar qué doctrinas están de acuer- do y cuáles son contrarias a la defensa, a la paz y al bien del plJeblo. En segundo lugar, va contra su deber dejar al pueblo en la ignorancia o mal informado acerca de los fun- damentos y razones de sus derechos esenciales, ya que, de este modo, los hombres resultan fáciles de seducir y son inducidos a resistir al soberano, cuando el Estado requiera el uso y ejercicio de tales derechos. y en cuanto a los fundamentos de estos derechos, resulta muy necesario enseñarlos de modo diligente y veraz, porque no pueden ser mantenidos por una ley civil () por el terror de un castigo legal. En efecto, una ley civil que prohiba la rebelión (y como tal se considera la resistencia a los derechos esenciales de la soberanía) no obliga como ley civil rI761 sino, solamente, por virtud de la ley de naturaleza que pro- hihela violación de la fe; y si los hombres 1'0 conocen esta obligación natural, no pueden conocer el derecho de ninguna ley promulgada por el soberano. En cuanto a la penalidad, no la consideran sino como un acto hostil, que ellos se ima- ginan capaces de evitar por medio de otros actos hostiles, en cuanto se consideran en posesión de la fuerza suficiente. He oído decir a algunos que la justicia es, solamente, una palabra sin sustancia, y que cualquiera cosa que un hom- bre puede adquirir para sí mismo por medio de la fuerza o de la astucia (no sólo en situación de guerra, sino también en el seno de un Estado) es suya, cosa cuya falsedad ya he demostrado; análogamente, tampoco faltará quien sostenga que no hay razones ni principio de rnón para sos- tener aquellos derechos esenciales que hacen absoluta la soberanía. Ahora bien, si existieran, hubiesen sido halladas en un lugar o en otro; pero advertimos que nunca ha exis- tido un Estado donde estos derechos hayan sido reconocidos o disputados. Con ello se arguye algo tan equivocado como si los salvajes de América negaran la existencia de funda- mentos o principios de razón para construir una casa que du- rase tanto como sus materiales, puesto que· nunca han visto 2.76 PARTE II DEL ESTADO CAP. 30 una tan bien construída. El tiempo y la laboriosidad producen cada día nuevos conocimientos; y del mismo modo que e! arte de bien construir deriva de los principios de razón obser- vados por los hombres laboriosos, que estudiaron ampliamente la naturaleza de los materiales y los diversos efectos de la figura y la proporción, mucho después de que la humanidad (aunque pobremente) comenzara a construir; aSÍ, mucho tiem- po después de que los hombres comenzaran a construir Es- tados, imperfectos y susceptibles de caer en el de30rden, pu- dieron hallarse, por medio de una meditación laboriosa, prin- cipios de razón, que hicieran su constitución duradera (excepto contra la violencia externa). y estos son los principios que me interesaba examinar en este discurso. Que no lleguen a ser advertidos por quienes tienen el poder de utilizarlos, o que sean despreciados o estimados por ellos, es algo que no me interesa especialmente, en esta ocasión. Ahora bien, aun suponiendo que éstos míos no sean principios de razón, sin embargo, estoy seguro de que son principios sacados de la autoridad de la Escritura, como pondré de manifiesto cuando hable del reino de Dios (administrado por Moisés) sobre los judíos, el pueblo elegido y ungido a Dios por vía de pacto. Dícese, sin embargo, que si bien los principios son correctos, el pueblo llano no tiene capacidad bastante para compren- derlos. Yo tendría una gran satisfacción si los súbditos pode- rosos y ricos de un reino, o quienes se cuentan entre los más cultos, 110 fueran menos capaces que ellos. Todos los hombres :;aben que las obstrucciones a este género de doctrinas no pro- ceden tanto de la dificultad de la materia como de! interés de quienes han de aprenderla. Los hombres poderosos difícil- mente toleran nada que establezca un poder capaz de limitar ,tUS deseos; y los hombres doctos, cualquiera cosa que descu- lila sus errores, y, por consiguiente, disminuya su autoridad: e! "Iltendimiento de las gentes vulgares, a menos que no esté lIublado por la sumisión a los poderosos, '0 embrollado por las opiniones de sus doctores, es, como e! papel blanco, apto p:11:l recibir cualquiera cosa que la autoridad pública desee i'llprimir en él. ¿No son inducidas naciones enteras a prestar :'ll aquiescencia [177] a los grandes misterios de la religión PARTE II DE J, E S TA D O CAP. 30 cristiana que están por encima de la razón; y no se hace creer a millones de seres que un mismo cuerpo puede estar en in- numerables lugares, a un mismo tiempo, lo cual va contra la razón; y no serán capaces los hombres, por medio de ense- ñanzas y predicaciones, y con la protección de la ley, para recibir lo que está tan de acuerdo con la razón que cualquier hombre sin prejuicios no necesita ya, para aprenderlo, sino escucharlo? Concluyo, por consiguiente, que en la instrucción del pueblo en los derechos esenciales (que son las leyes na- turales y fundamentales) de la soberanía, no existe dificultad (mientras un soberano mantenga el poder entero), sino la que procede de sus propias faltas, o de las faltas de aquellos a quienes confía la administración del Estado; por consiguiente, es su deber inducirlos a recibir esa instrucción j y no sólo su deber, sino también su seguridad y provecho para evitar el peligro que de la rebelión puede derivar al soberano, en su persona natural. Descendiendo a los detalles, se enseñará al pueblo, prime- ramente, que no debe entusiasmarse con ninguna forma de gobierno que vea en las naciones vecinas, más que con la suya propia; ni desear ningún cambio (cualquiera que sea la pros- peridad presente disfrutada por las naciones que se gobiernan de modo distinto que el suyo). En efecto, la prosperidad de un pueblo regido por una asamblea aristocrática o democrática, no deriva de la aristocracia o de la democracia, sino de la obediencia y concordia de los súbditos; ni el pueblo prospera en una monarquía porque un hombre tenga el derecho de regirla, sino porque los demás le obedecen. Si en cualquier género de Estado suprimís la obediencia (y, por consiguiente, la concordia del pueblo), no solamente dejará de florecer:, sino que en poco tiempo quedará deshecho. Y quienes, ape- lando a la desobediencia, no se proponen otra cosa que refor- mar el Estado, se encontrarán con que, de este modo, no hacen otra cosa que destruirlo: como las insensatas hijas de Peleo (en la fábula), que deseosas de renovar la juventud de su decrépito padre, por consejo de Medea le cortaron en pedazos y lo co- cieron, juntamente con algunas hierbas extrañas, sin que por ello lograran hacer de él un hombre nuevo. Este deseo de 2']8 PARTE J[ DEL ESTADO CAP. 30 cambio viene a significar el quebrantamiento del primero de los mandatos de Dios: porque Dios dice, Non habebis Deos alienas, Tú no tendrás los dioses de otras naciones; y en otro lugar, respecto a los reyes, dice que son dioses. En segundo lugar, debe enseñárseles que no han de sentir admiración hacia las virtudes de ninguno de sus conciudadanos, por elevados que se hallen, ni por excelsa que sea su apariencia en el Estado; ni de ninguna asamblea (con excepción de la asamblea soberana), hasta el punto de otorgarle la obediencia o el honor debido solamente al soberano, al cual representan en sus respectivas sedes; ni recibir ninguna influencia de ellos, sino la autorizada por el soberano poder. En efecto, no puede imaginarse que Un soberano ame a su pueblo como es debido cuando no está celoso de él, y sufre la adulación de los hom- bres populares, que le arrebatan su lealtad, como ha ocurrido frecuentemente no sólo de modo clandestino, sino manifiesto, hasta el extremo de proclamarse el desposorio con ellos in facie E cclesite por los predicadores, y por medio de discursos en plena calle: lo que [178) puede oportunamente ser com- parado con la violación del segundo de los diez mandamientos. En tercer lugar, y como consecuencia, se les advertirá cuán grande falta es hablar mal del representante del soberano (sea un hombre o una asamblea de hombres), o argüir y dis- cutir su poder, o usar de cualquier modo su nombre irreve- rentemente, con lo cual puede caer el soberano en el desprecio de su pueblo, y debilitarse la obediencia que éste le presta (y en la cual consiste la seguridad del Estado). A cuya doctrina apunta, por analogía, el tercer mandamiento. En cuarto lugar, si consideramos que al pueblo no puede enseñársele todo esto; ni aunque se le enseñe, lo recuerda; ni, después de pasc..da una generación, sabe de modo suficiente en quién está situado el poder soberano, si no destina parte de su tiempo a escuchar a quienes están designados para instruirlo, es necesario que se establezcan ocasiones en que las gentes puedan reunirse y (después de los rezos y alabanzas a Dios, el soberano de los soberanos) ser aleccionadas acerca de sus deberes y las leyes positivas que generalmente conciernen a todos, leyéndolas y exponiéndolas, y recordándoles la autori- 279 PARTE II DEL ESTADO CAP. 30 dad que las promulga. A este objeto tenían los judíos, cada sexto día, un"sábado, en e! cual la leyera leída y expuesta; y en tal solemnidad, se les recordaba que su rey era Dios, el cual, habiendo creado e! mundo en seis días, descansó en- e! séptimo; y al descansar ellos de su trabajo, se les r~cordaba que este Dios era su rey y les redimió de su trabajo servil y p~noso en Egipto, y les dio tiempo para que después de haberse complacido con Dios hallaran regocijo en sí mismos, con legítimos esparcimientos. Así, pues, la primera tabla de los mandamientos se destina por entero a establecer la suma del poder absoluto de Dios, no solamente como Dios, sino por vía de pacto, como rey privativo de los judíos; y puede,' por consiguiente, iluminar a aquellos a quienes se ha conferido poder soberano, por consentimiento de los hombres, e! esta- blecer qué docerina deben enseñar a sus súbditos. y como la primera instrucción de los niños depende del cuidado de sus padres, es necesario que sean obedientes a ellos mientras están bajo su tutela; y no sólo eso, sino que con pos- terioridad (como la gratitud requiere), reconozcan e! bene- ficio de su educación, por signos exteriores de honor. A este fin debe enseñárseles que originariamente e! padre de todos los hombres era también su señor soberano, con poder de vida y muerte sobre ellos; y que aunque al instituir e! Estado los padres de familia renunciaron ese poder absoluto, nunca se entendió que hubiesen de perder el honor a que se hacían acreedores, por la educación que procuraban. En efecto, la renuncia de ese derecho no era necesaria a la institución del poder soberano; ni existiría ninguna razón por la cual un hom- bre desease tener hijos, o tomarse- el cuidado de alimentarlos e instruirlos, si posteriormente no obtuvieran de ellos beneficio mayor que de otros hómbres. Y esto se halla de acuerdo con el quinto mandamiento. [179] Por otra parte, todo soberano debe esforzarse por que sea enseñada la justicia; consistiendo ésta en no privar a nadie de lo que es suyo, ello significa tanto como decir que los hombres sean aconsejados para que no sustraigan a sus vecinos, por la violencia o por el fraude, nada de 10 que por autoridad ~oberana les pertenece. De las cosas propias, las más queridas 280 PARTE II DEL ESTADO CAP. 30 a un hombre son su propia vida y sus miembros; en grado in- mediato (para la mayoría de los hombres), las que conciernen al afecto conyugal, y después de ellas las riquezas y medios de vida. Por consiguiente, debe enseñarse al pueb~o a abstenerse de toda violencia contra otra persona, practicada por vía de venganza privada; de la violación del. honor conyugal; de la rapiña violenta, y de la sustracción de los bienes de otro por medio de hurto fraudulento. A este objeto conviene patentizar las consecuencias perniciosas de los juicios falsos, obtenidos por corrupción de los jueces o de los testigos, en los que se suprime la distinción de propiedad, r la justicia queda sin efecto; todas estas cosas se examinan en los Mandamientos sexto, séptimo, octavo y noveno. Por último, interesa enseñarles que no sólo los hechos in- justos sino los designios e intenciones de hacerlos son injusticia, puesto que ésta consiste tanto en la depravación de la voluntad como en la irregularidad del acto. Es esta la intención del décimo Mandamiento, y la suma de la segunda Tabla, que queda reducida a este precepto exclusivo de la caridad mutua: Amarás a tu prójimo como a ti mismo; del mismo modo que la suma de la primera queda reducida al amor de Dios, a quien los judíos habían recibido recientemente como rey suyo. En cuanto a los medios y conductos gracias a los cuales puede el pueblo recibir dicha instrucción, tenemos que inquirir por qué procedimientos tantas opiniones contrarias a la tran- quilidad del género humano, han logrado, sin embargo, arrai- gar profundamente en él, a base de frágiles y falsos principios. Me refiero a los especificados en el capítulo precedente, a saber: que los hombres deben juzgar de lo que es legítimo e ilegítimo no por la ley misma, sino por sus propias conciencias, es decir, por sus propios juicios particulares: que los súbditos pecan al obedecer los mandatos del Estado, a menos que antes no los hayan estimado legítimos; que la propiedad en sus ri- quezas es tal que excluye el dominio que el Estado tiene sobre las mismas; que es legítimo para los súbditos dar muerte a los llamados tiranos; que el poder soberano puede ser dividido, y otras ideas análogas, que se suele imbuir al pueblo por tales procedimientos. Aquellos a quienes la necesidad y la codicia 2.8'1 PARTE II DEL ESTADO CAP. 30 hace considerar atentamente su negocio y su tr,,!:bajo, y aque- llos, por otra parte, a quienes la abundancia o la indolencia les empujan hacia los placeres sensuales (estos dos grupos de per- sonas abarcan la mayor parte del género humano), apartándose de la profunda meditación, que requiere necesariamente la enseñanza de la verdad no sólo en materia de justicia natural, sino también de todas las demás ciencias, adquieren las no- cionés de sus deberes, principalmente desde el púlpito, de los sacerdotes, y en parte de aquellos de sus vecinos o familiares que teniendo la facultad de discurrir de modo plausible y adecuado, parecen más sabios y mejor instruídos que ellos mismos en materia legal y de conciencia. Y los religiosos, y quienes tienen apariencia de doctos, derivan sus [180] cono- cimientos de las Universidades y de las escuelas jurídicas, o de los libros que han sido publicados por hombres eminentes en esas escuelas y Universidades. Es, por consiguiente, mani- fiesto, que la instrucción del pueblo depende por completo de la adecuada instrucción de la juventud en las Universidades. Alguno dirá: ¿pero es posible que las Universidades de 1n- g/aterra no estén suficientemente instruídas para hacer esto? ¿O acaso os proponeis enseñar a las Universidades? Ar- duas cuestiones son éstas, en efecto. Sin embargo, no dudo en contestar a la primera, que hasta las postrimerías del rei- nado de Enrique VIII el poder del Papa era siempre man- tenido sobre el poder del Estado, principalmente por las Universidades, y que las doctrinas sustentadas por tantos pre- dicadores contra el poder soberano del rey, y por tantos juristas y otros hombres doctos que allí ejercían su educación, es un argumento suficiente de que aunque las Universidades no sean autoras de esas falsas doctrinas, no saben, sin embargo, cómo implantar la verdad. En efecto, en esa contradicción de opiniones, es muy cierto' que no han sido suficientemente ins- truídas, y no es extraño que todavía conserven un regusto de ese sutil licor con que antes estaban sazonadas contra la auto- ridad civil. En cuanto a la última cuestión no creo conveniente ni necesario decir sí o no, puesto que quien advierta lo que hago, fácilmente percibirá lo que pienso. La seguridad del pueblo requiere, además, de aquel o aquellos que tienen el poder soberano, que la justicia sea 282 PARTE 11 DEL ESTADO CAP. 30 administrada por igual a todos los sectores de la población; es decir, que lo mismo al rico y al poderoso que a las personas pobres y oscuras, pueda hacérseles justicia en las injurias que les sean inferidas; así como que el grande no pueda tener mayor esperanza de impunidad, cuando hace violencia, des- honra u otra injuria a una clase más baja, que cuando uno de éstos hace lo mismo a uno de aquéllos. En esto consiste la equidad, a la cual, por ser un precepto de la ley de naturaleza, un soberano se halla igualmente sujeto que el más insignifi- cante de su pueblo. Todas las infracciones de la ley son ofensas contra el Estado. Pero hay algunas que lo son también contra las personas particulares. Las que conciernen solamente al Estado pueden ser perdonadas sin quebrantamiento de la equi- dad, porque cada hombre puede perdonar, según su buen criterio, lo que contra él hagan los demás. En cambio, una ofensa contra un particular no puede equitativamente ser per- donada sin consentimiento del injuriado, o sin una satisfac- ción justa. La desigualdad de los súbditos procede de los actos del poder soberano; por consiguiente, no tiene ya lugar en pre- sencia del soberano, es decir, en un tribunal de justicia, así como tampoco existe desigualdad entre los reyes y sus súb- ditos en presencia del Rey de Reyes. El honor de los magnates debe estimarse por sus acciones beneficiosas, y por la ayuda que prestan a los hombres de inferior categoría; o no ser apre- ciado en absoluto. Y las violencias, opresiones o injurias que cometen no quedan atenuadas sino agravadas por la grandeza de su persona, ya que tienen menos necesidad de cometerlas. Las consecuencias de esta parcialidad respecto a los grandes presenta los siguientes grados: La impunidad causa insolen- cia; la in~o.lencia, odio; y el odio Un esfuerzo para derribar todos los obstáculos opresores y contumaces, aun a costa de la ruina del Estado. [181] A la justicia igual corresponde, también, la igualdad en la imposición de tributos; esta igualdad de tributación no se basa en la igualdad de riquezas, sino en la igualdad de la deuda que cada hombre está obligado a pagar al Estado por la defensa que le presta. No basta, para un hombre, trabajar por 28 3' PARTE 1/ DEL ESTADO CAP. 30 la conservación de su vida, sino que también deb.e luchar, si es necesario, por~el aseguramiento de su trabajo. Deben hacer, o lo que hicieron los judíos después de retornar de su cautiverio, al reedificar el templo: construir con una mano y empuñar la espada con la otra; o de lo contrario tienen que alquilar a otros que luchen por ellos. En efecto, los impuestos establecidos por el poder soberano sobre sus súbditos no son otra cosa que el salario debido a quienes sostienen la espada pública, para defender a los particulares en el ejercicio de sus distintas actividades y recla- maciones. Teniendo en cuenta que el beneficio que cada uno recibe de ellos es el goce de la vida, que resulta igualmente apreciada por pobres y ricos, el débito que un pobre tiene para quien defiende su vida es el mismo que el de un rico por análoga defensa, salvo que el rico que tiene al pobre a su servicio, puede ser deudor no sólo por su propia persona, sino por muchas más. Considerando esto, la igualdad en la tribu- tación consiste más bien en la igualdad de lo que se consume que en la riqueza de los consumidores. ¿Por qué razón quien trabaja mucho y, ahorrando lós frutos de su trabajo, consume poco, debe soportar mayor gravamen que quien viviendo en la holganza tiene pocos ingresos. y gasta cuanto recibe, cuando uno y otro reciben del Estado la misma protección? En cambio, cuando los impuestos son establecidos sobre las cosas que los hombres consumen, cada hombre paga igualmente por lo Que usa, y el Estado no queda defraudado por el gasto lujoso de los hombres privados. y como algunos hombres, por accidente inevitable, resul- tan incapaces para mantenerse a sí mismos por su trabajo, no deben ser abandonados a la caridad de los particulares, sino que las leyes del Estado deben proveer a ello (en cuanto 10 exi- gen las necesidades de -la naturaleza). Porque del mismo modo que es falta de caridad abandonar al impotente, así lo es también, en el soberano de un Estado, exponerlo al azar de esa caridad incierta. En cuanto a aquellos que SOI1 físicamente robustos, el caso es distinto: deben ser obligados a trabajar, y para evitar la excusa de que no hallan empleo, deben existir leyes que esti- 2-84 PARTE II DEL ESTADO CAP. 30 mulen todo género de artes, como la navegación, la agricultura," le pesca y diversas clases de manufacturas que requiru-en traba- jo. La multitud de los pobres, cuando se trata de individuos fuertes que siguen aumentando, debe ser transplantada a países insuficientemente habitados; en ellos, sin embargo, no habrán de exterminar a los habitantes actuales, sino que se les cons- treñirá a habitar unos junto a otros; no ya apoderándose de una gran extensión de terreno con ár.imo de expropiarlo, sino cultivando cada parcela con solicitud y esfuerzo, para que de ellas obtengan sustento en la estación adecuada. Y cuando el mundo entero se ve recargado de habitantes, el último re- medio de todos es la guerra, la cual procura una definitiva solución, por la victoria y por la muerte. Incumbe al soberano el cuidado de promulgar buenas le- yes. Pero ¡qué es una buena ley? No entiendo por buena ley r r821 una ley justa, ya que ninguna ley puede ser injusta. La ley se hace por el poder soberano, y todo cuanto hace dicho poder está garantizado y es propio de cada uno de los habitantes del pueblo; y lo que cada uno quiere tener como tal, nadie puede decir que sea injusto. Ocurre con las leyes de un Estado lo mismo que con las reglas de un juego: 10 que los jugadores convienen entre sí no es injusto para ninguno de ellos. Una buena leyes aquello que resulta necesario y, por añadidura, evidente para el bien del pueblo. En efecto, el uso de las leyes (que no son sino normas autoriz2das) no se hace para obligar al pueblo, limitando sus acciones voluntarias, sino para dirigirle y llevarlo a ciertos movimientos que no les hagan chocar con los demás, por o razón de sus propios deseos impetuosos, su precipitación su indiscreción; del mismo modo que los setos se alzan no para detener a los viajeros, sino para mantenerlos en el camino. Por consiguiente, una ley que no es necesaria, y carece, por tanto, del verdadero fin de una ley, no es buena. Una ley puede concebirse como buena cuando es para el beneficio del soberano, aunque no sea necesaria para el pueblo. Pero esto último nunca puede ocurrir, porque el bien del soberano y el del pueblo nunca discrepan. Es débil un soberano cuando tiene súbditos débiles, y un pueblo es débil cuando el soberano 285 PARTE II DEL ESTADO CAP. 30 necesita poder para regularlo a su voluntad. Las leyes inne- cesarias no SOI1 buenas leyes, sino trampas para- hacer caer el dinero; recursos que son superfluos cuando el derecho del po- der soberano es reconocido; y cuando no lo es, son insuficien- tes para defender al pueblo. La evidencia no consiste tanto en las palabras de la ley misma como en una declaración de las causas y motivos en virtud de los cuales fue promulgada. Es esto lo que nos revela el propósito del legislador; y una vez conocido este propósito, la ley resulta mejor conocida por pocas que por muchas pa- labras. En efecto, todas las palabras están sujetas a ambigüe- dad, y, por consiguiente, la multiplicación de palabras en el cuerpo de la ley viene a multiplicar esa ambigüedad. Además, parece implicar (por excesiva diligencia) que quien elude las palabras está privado de la brújula de la ley. Esta es la causa de muchos procesos innecesarios. En efecto, cuando considero cuán breves eran las leyes de los tiempos antiguos, y cómo han ido creciendo gradualmente, cada vez más, me imagino que veo una lucha entre los redactores y los defensores de la ley, tratando los primeros de circunscribir a los últimos, y los últimos de escapar a tales circunloquios; y son estos últimos, los pleiteantes, quienes logran la victoria. Compete, por con- siguiente, al legislador (que en todos los Estados es el re- presentante supremo, ya se trate de un hombre o de una asamblea) hacer evidente la razón por la cual se promulgó la ley, y el cuerpo de la ley misma, en términos. tan bréVes, pero tan propios y expresivos como sea posible. Corresponde también a la misión del soberano llevar a cabo una correcta aplicación de los castigos y de las recompensas. y considerando que la finalidad del castigo no es la venganza y la descarga de la ira, sino el propósito de corregir tanto al ofensor como a los demás, estableciendo un ejemplo, los cas- tigos más severos deben infligirse por aquellos crímenes que resultan más peligrosos para el común de las gentes: tales son, por ejemplo, los que proceden del daño inferido al go- bierno normal; los que derivan del desprecio a la justicia; los que provocan indignación en la multitud; y los [183 ] que quedando impunes parecen autorizados, como cuando son 286 PARTE II DEL ESTADO CAP. 30 cometidos por hijos, sirvientes o favoritos cÍe las personas investidas con autoridad. En efecto, la indignación arrastra a los hombres no sólo contra los actores y autores de ·la injus- ticia, sino contra todo el poder que parece protegerlos; tal ocurrió en el caso de Tarquino, cuando por el ·acto insolente de uno de sus hijos fue expulsado de Roma y derrocada la monarquía. En cambio, en los delitos provocados por la de- bilidad, como son los que tuvieron su origen en un gran temor, en una gran necesidad o en la ignorancia de si el hecho era o no un gran delito, existe muchas veces lugar para la lenidad, sin perjuicio para el Estado; y la lenidad, cuando hay lugar para ella, es una exigencia de la ley de naturaleza. El castigo de los cabecillas e inductores en una rebelión, y no el de las pobres gentes que han sido seducidas, puede ser provechoso al Estado, con su ejemplo. Ser severo con el pueblo es cas- tigar la ignorancia que en gran parte puede imputarse al so- berano, cuya es la falta de que no estuvieran mejor ins- truídos. De la misma manera es misión y deber del soberano otor- gar sus recompensas siempre de tal modo que de ello pueda resultar beneficio para el Estado: en esto consiste su uso y su fin, y ocurre cuando los que han servido bien al Estado son también recompensados del mejor modo, a costa de poco gasto por parte del Tesoro público, en forma que otros pue- dan ser estimulados a servirle con la mayor fidelidad posible, y estudien las artes por medio de las cuales pueden proceder mejor. Comprar, con dinero o preferencias, la quietud de un súbdito popular pero ambicioso, y abstenerse de producir una mala impresión en la mente del pueblo no son cosas que pue- dan considerarse como recompensa (la cual no se ordena por la falta de servicio, sino por el servicio pasado); ni es un sig- no de gratitud, sino de temor: ni tiende al beneficio sino al daño de la cosa pública. Es una lucha por la ambición, como la de fl ércules con la Hidra monstruosa, que teniendo varias cabe- zas veía crecer tres por cada una que le cortaba. De la misma manera, cuando la terquedad de un hombre popular se vence por medio de recompensas, pueden surgir otros varios, a se- mejanza suya, que hagan los mismos atropellos con la espe- 28 7 PARTE Il DEL ESTADO CAP. 30 ranza de análogo beneficio: y como en todo género de ma- nufacturas, así también la malicia aumenta cuando resulta fácil vender la. Y aunque a veces una guerra civil pueda ser diferida por procedimientos análogos a los citados, el· peligro se hace aun más grande, y la ruina futura queda asegurada. Va, por consiguiente, contra el deber del soberano al cual está encomendada la seguridad pública, recompensar a quienes as- piran a la grandeza perturbando la paz ~n su país, en lugar de atajar tales hombres en sus comienzos, corriendo un peligro pequeño para evitar otro que pasado un cierto tiempo será mayor. Otra misión del soberano consiste en escoger buenos can- se jeras; me refiero a aquellos cuya opinión se ha de tener en 'cuenta en el gobierno del Estado. En efecto esta palabra consejo, consilimn, que es urta corrupción de considium, tiene una significación más amplia y comprende todas las asam- bleas de hombres que no sólo se reúnen para deliberar lo que se hará después, sino, también, para juzgar de los hechos pa- sados, y de la ley [184] para el presente. Considero aquí esa palabra en el primer sentido solamente: en este sentido no existe elección de consejo, ni en una democracia ni en una aristocracia, puesto que las personas que aconsejan son miem- bros de la persona aconsejada. La selección de consejeros es, en cambio, propia de la monarquía. En ella el soberano que se propone no seleccionar aquellos que en todos los aspectos son los más capaces, no desempeña su misión como debería hacerlo. Los más capaces consejeros son aquello~ que tienen menos esperanza de obtener un beneficio al dar un mal con- sejo, y los que más conocimientos poseen de aquellas cosas que conducen a la paz y defensa del Estado. Es ardua cuestión la de saber quién espera obtener un beneficio de las pertur- baciones públicas; pero los signos que guían a una justa sos- pecha consisten en que el pueblo encuentra en sus agravios irrazonables o irremediables, el apoyo de individuos cuyas haciendas no son suficientes para hacer frente a sus gastos acostumbrados; signos que pueden ser fácilmente observados por aquellos a quienes corresponda conocerlos. Pero todavía es más arduo saber quién tiene más conocimiento de los ne- 288 PARTE Il DEL ESTADO CAP. 30 gocios públicos; y quienes lo saben son los que menos lo necesitan. En efecto, saber quién conoce las normas de casi todas las artes implica un grado mayor de conocimiento del arte en cuestión, ya. que nadie puede estar seguro de la verdad de las normas ajenas, sino aquel que primero se ha preocu- pado de comprenderlas. Ahora bien, los mejores signos de un conocimiento de cualquiera clase consisten en hablar fre- cuentemente de esas cosas, y hacerlo con constante provecho. El buen consejo no viene por casualidad ni por herencia; por consiguiente, no hay más razón para esperar una buena opinión del rico o del noble, en materia estatal, que en trazar las dimensiones de una fortaleza, a menos que pensemos que no hace falta método alguno en el estudio de la política (como ocurre con el estudio de la geometría) sino, sólo, detenerse a contemplarla, cosa que no es asÍ. En efecto, la política es el estudio más difícil de los dos. En estas regiones de Europa se ha considerado como derecho de ciertas personas, tener un puesto por herencia en el más alto consejo del Estado: derívase de las conquistas de los antiguos germanos, entre los cuales varios señores absolutos, reunidos para conquistar otras na- ciones, no hubieran ingresado en la confederación sin ciertos privilegios, que pudieran ser, en tiempos sucesivos, signos de diferenciación entre su posteridad y la posteridad de sus súb- ditos: siendo estos privilegios incompatibles con el poder so- berano, por el favor del soberano podían parecer mantenidos, pero luchando por ellos como derecho propio, poco a poco tendrían los súbditos que renunciar a ellos, y no obtendrían, en definitiva, más honor sino el que naturalmente es inherente a sus aptitudes. Por capaces que sean los consejeros en un asunto, el be- neficio de su consejo es mayor cuando cada uno da su opinión, y las razones de ella, por separado, por vía declarativa: y ma- yor cuando han meditado sobre el asunto que cuando hablan de modo repentino; y es mayor el beneficio en ambos casos, porque tienen más tiempo para advertir las consecuencias de la acción, y se hallan menos expuestos a las contradicciones causadas por la envidia, la emulación u otras pasiones que derivan de las diferencias de opinión. 28 9 PARTE 11 DEL ESTADO CAP. 30 El mejor consejo en las cosas que conciernen no a otras naciones, sino a la comodidad y beneficio que los súbditos pue- den disfrutar, en virtud de leyes [I 85] hechas solamente en consideración del propio país, d¡;be adquirirse recogiendo in- formaciones generales y quejas de las gentes de cada provincia que mejor conocen sus necesidades propias, y que, por consi- guiente, cuando nada reclaman que signifique derogación de los derechos esenciales de la soberanía, deben ser diligente- mente tomad3s en cuenta. Sin esos derechos esenciales (como antes he dicho) el Estado no puede subsistir. El comandante en jefe de un ejército, cuando no es po- puhr, no será estimado ni temido por sus soldados como debería ~erlo, y, por consiguiente, no podrá realizar su misión con éxito lison lero. Debe ser, por consiguiente, laborioso, va- liente, afable, liberal y afortunado, para que pueda ganar fama de suficiencia y de amar a sus soldados. Esto significa popu- laridad, estimula en los soldados el deseo y el valor de recomendarse a sí mismos en favor suyo, y justifica la severi- dad del general al castigar, cuando es necesario, los soldados sublevados o negligentes. Pero este amor a los soldados (si no existe garantía de fidelidad por parte del comandante) es cosa peligrosa para el poder soberano, especialmente cuando está en manos de una asamblea que no es popular. Interesa, por consiQuiente. a la seguridad del pueblo que sean buenos ,iefes y fieles súbditos, aquellos a quienes el soberano enco- mienda sus ejércitos. Ahora bien, cuando el soberano mismo es popular, es decir, cuando es reverenciado y querido por su pueblo, no existe peli- gro alguno en la popularidad de un súbdito. En efecto, los soldados nunca son tan generalmente injustos como para hacer causa común con sus capitanes, aunque los amen, contra su so- ber.a,no, cuando estiman no solamente su persona, sino también su causa. Por consiguiente, quienes por medio de la violencia han suprimido, a veces, el poder de su legítimo soberano, antes de situarse ellos mismos en su lugar, se han visto siempre en el peligroso trance de arbitrar unos títulos, para 'evitar al pueblo la vergüenza de recibirlos. Tener un derecho manifiesto al po- der soberano es una cualidad tan popular que quien la posee no 29° PARTE 11 DEL ESTADO CAP. 30 necesita nada más, por su parte, para ganar los corazones de sus súbditos, sino que lo consideren absolutamente capaz de gobernar su propia familia, o, respecto a sus enemigos, de desbandar sus ejércitos. En efecto, la parte mayor y más ac- tiva de la humanidad nunca ha estado perfectamente conforme con el presente. Respecto a los oficios de un soberano con respecto a otro, comprendidos en la ley que comúnmente se denomina ley de las naciones, no necesito decir nada en este lugar, porque la ley de las naciones y la ley de naturaleza son la misma cosa" y cada soberano tiene el mismo derecho, al velar por la se- guridad de su pueblo, que puede tener cualquier hombre en particular al garantizar la seguridad de su propio cuerpo. Y la misma ley que dicta a los hombres que carecen de una gobernación civil lo que deben hacer y lo que deben evitar uno respecto a otro, señala análogos dictados a los Estados, es decir, a los príncipes soberanos y a las asambleas soberanas; no existe tribunal de justicia natural sino en la conciencia, en la cual no reina el hombre, sino Dios, y cuyas leyes (que obligan a la humanidad) con respecto a Dios, como autor de la [I 861 natu raleza, son naturales; y con respecto a Dios mismo, Rey de Reyes, son leyes. Pero del reino de Dios como Rey de Reyes, y también, como Rey de un pueblo peculiar, hablaré en el resto de este discurso. PARTE II DEL ESTA.DO CAP. 31 CAPITULO XXXI Del REINO DE DIOS POR NATURALEZA Que la condición de mera naturaleza, es decir de absoluta libertad, como la de aquellos que ni son soberanos ni súbditos, es anarquía y condición de guerra; que los preceptos por los cuales se guían los hombres para evitar esta condición son las leyes de naturaleza; que un Estado sin poder soberano no es más que una palabra sin sustancia, y no puede subsistir; que los súbditos deben a los soberanos simple obediencia en todas las cosas en que su obediencia no está en contradicción con las leyes divinas, son cosas que he demostrado suficientemente en lo que hasta a-hc,ra llevo manifestado. Sólo necesitamos, para un perfecto conocimiento de los deberes civiles, saber cuáles son esas leyes de Dios, porque sin esto, cuando a un individuo se le ordena una cosa por el poder civil no sabe si ello es o no contrario a la ley de Dios; con lo cual o bien ofende a la Divina majestad por excederse en la obediencia civil, o por temor de ofender a Dios realiza una transgresión de los preceptos del Estado. Para evitar estos dos inconve- nientes es necesario saber qué son leyes divinas. Y teniendo en cuenta que el conocimiento de toda ley depende del cono- cimiento del poder soberano, a continuación voy a referirme al REINO DE DIOS. Dios es el rey, alégrese la tierra, dice el Salmista; y luego afirma: Dios es el rey aunque las naciones estén trastornadas, y el q1te está sentado entre los querubines, aunque la tierra se conmueva. Quiéranlo o no los hombres, deben estar siem- pre sujetos al poder de Dios. Cuando niegan la existencia o providencia de Dios, los hombres pierden su reposo, pero no su yugo. Designar este poder de Dios, que no sólo se extiende al hombre, sino también a los animales, y a las plantas, y a los cuerpos inanimados, con el nombre de reino, no es sino un uso metafórico de ese término, porque con propiedad sólo 29 2 PARTE Il DEL ESTADO CAP·3 I puede decirse que reina quien gobierna a sus súbditos con su palabra, con la promesa de recompensas a quienes le obe- decen, y con la imposición de castigos a quienes dejan de obedecerle. Por tanto, en el reino de Dios no son súbditos los cuerpos inanimados, ni las criaturas irracionales, ya que no comprenden los preceptos como suyos; ni los ateos; ni los que no creen que Dios vigila todas las acciones del género humano; y esto, porque no reconocen la palabra de Dios como suya, ni tienen esperanza en sus premios, ni temor a sus cas- tigos. Quienes creen, por consiguiente, que existe un Dios go- bernando el [187] mundo, y que ha dado preceptos y señalado recompensas y castigos para la humanidad, son buenos súbdi- tos; todos los demás deben ser considerados como enemigos. Para gobernar por medio de palabras, es preciso que estas palabras se den a conocer de modo manifiesto, pues de lo contrario no son leyes. Es, en efecto, consustancial a la na- turaleza de las leyes una promulgación clara y suficiente, de tal Índole que pueda eliminar toda excusa de ignorancia; en las leyes de los hombres esto ocurre de un solo modo, mediante proclart;lación o promulgación realizada por la voz del hombre mismo. Pero Dios declara sus leyes por tres con- ductos. Por los dictados de la razón natural, por revelación y por la voz de algún hombre que, por hacer milagros, adquiere crédito entre los demás. De aquí que tengamos una triple palabra de Dios: racional, sensible y profética; a lo cual co- rresponde una triple forma de escuchar: la razón auténtica, el sentido sobrenatural y la fe. En cuanto al sentido sobrenatural que consiste en la revelación o inspiración, no han existido leyes universales así comunicadas, puesto que Dios no habla de esta manera sino a personas particulares, manifestando co- sas distintas a los diversos hombres. En virtud de la diferencia que existe entre las dos es- pecies de palabra divina, la racional y la profética, puede atri- buirse a Dios un doble reino, natural y profético: natural en que gobierna a aquellos seres del género humano que recono- cen su providencia, por los dictados de la razón auténtica; profético en cuanto que habiendo elegido como súbditos a los habitantes de una nación peculiar (la de los judíos) los go- 293 PARTE Il DEL ESTADO CAP. 31 bernó, y a nadie sino a ellos, no sólo por .la razón natural, sino por las leyes positivas que les fue comunicando por boca de sus santo; Profetas. En este capítulo me propongo hablar del reino natural de Dios. El derecho de naturaleza, en virtud del cual Dios reina sobre los hombres y castiga a quienes quebrantan sus leyes, ha de derivarse no del hecho de haberlos creado, y requerido de "ellos una obediencia, motivada por la gratitud de sus bene- ficios, sino de su irresistible poder. He manifestado anterior- mente cómo el derecho soberano deriva del pacto; para mos- trar, ahora, cómo el mismo derecho puede derivar" de la naturaleza, no se requiere otra cosa sino mostrar en qué casos no puede arrebatarse en modo alguno. Si consideramos que todos los hombres, por naturaleza, tienen derecho a todas las cosas, tendrán derecho, también, a reinar cada uno de ellos sobre todos los restantes. Pero como este derecho no puede ser obtenido por la fu~rza, concierne a la seguridad de cada uno renunciar al derecho en cuestión y establecer, con autori- dad soberana y por consentimiento com';n, hombres que los gobiernen y defiendan; de donde resulta que, si ha existido algún individuo con poder irresistible, no hay razón alguna para que, usando de ese poder, no gobernara y defendiera a sí mismo y a sus súbditos, a su propio arbitrio. Por consiguiente, aquellos cuyo poder es irresistible asumen naturalmente el dominio de todos los hombres, por la excelencia de su poder; e igualmente es por este poder que el reino sobre los hom- bres, y el derecho de amgir a los seres humanos a su antojo, corresponde naturalmente a la omnipotencia de Dios, no como creador y distribuidor de gracias, sino como Ser omnipotente. y aunque el castigo sea impuesto sólo por razón del pecado (puesto que la palabra -castigo significa aflicción por el peca- do), el derecho de [188] infligir una pena, no siempre se deriva del pecado del hombre, sino del poder de Dios. La cuestión relativa a por qué los hombres malos prospe- ran con frecuencia, y los buenos sufren ad'versidad, que ha sido muy discutida por los antiguos, va también asociada a esta otra: con qué derecho dispensa Dios las excele'llcias y adver- sidades de esta vida; y es en esta dificultad donde hallamos 294 PARTE Il DEL ESTADO CAP. JI el motivo que trastorna la· fe no sólo en el vulgo, sino en los filósofos, y lo que es más, entre los santos, respecto a la pro- videncia divina. Ciertamente bueno (dice David) es el Dios de Israel, para los que son limpios de corazón; pero mis pies casi se deslizaron, mis pasos por poco resbalaron; porque tuve envidia de los insensatos. cuando vi a los impíos en tal pros- peridad. Y Job ¿cuán severamente no increpa a Dios, por las diversas aflicciones que sufre, a pesar de su bondad? Esta cuestión, en el caso de Job, es decidida por Dios mismo, no a base de argumentos derivados del pecado de Job, sino por su propio poder. Porque aunque los amigos de Job extraen sus argumentos de la aflicción que le causó el pecado, y él se defendió por la convicción de su inocencia, Dios mismo asumió la cuestión, y habiendo justificado la aflicción por argumentos basados en su poder, tales como éste: ¿Dónde estabas tú cuan- do yo establecí los fundamentos de la tierra?, y otros seme- jantes, aprobó la inocencia de Job Y reprobó la errónea doctrina de sus amigos. De acuerdo con esta doctrina es la sentencia de nuestro Salvador, concerniente al ciego de naci- miento, y contenida en estas palabras: Ni ha pecado este hom- br~, ni sus padres; pero que las obras de Dios puedan quedar tmmifiestas en él. Y aunque se dice: Esta muerte entró en el mundo por el pecado (con lo cual se significa que si A dán no hubiese pecado, no hubiera muerto nunca (es decir, nunca hu- biese sufrido la separación de su alma y su cuerpo); de ello no se deduce que Dios no hubiese podido justamente afligirlo aunque no hubiese pecado, lo mismo que aflige a otras cria- turas, que no pueden pecar. Habiendo hablado del derecho de la soberanía de Dios como exclusivamente basado en la naturaleza, tenemos que considerar, ahora, cuáles son las leyes divinas o los dictados de la razón natural; estas leyes conciernen o bien a los deberes naturales de un hombre con respecto a otro, o al honor na- turalmente debido a nuestro Divino soberano. Son las primeras las mismas leyes de naturaleza a que me he referido en los capítulos XIV y xv de este tratado, particularmente la equidad, la justicia, la piedad, la humildad y las restantes virtudes mo- rales. Resta considerar, por consiguiente, qué preceptos son 295 PARTE II DEL ESTADO CAP. 3I dictados a los hombres por su razón natural solamente sin otra palabra de Dios que afecte al honor y veneración de la Divina Majestad. Consiste el honor en la ín~ima idea y opinión del poder y de la bondad de otro: por consiguiente, honrar a Dios es pensar con la mayor alteza posible acerca de su poder y de su bonqad. Y de esta opinión, los signos externos que aparecen en las palabras y acciones de los hombres, se denominan ve- neración, que es una parte de 10 que los latinos comprendían con la palabra cultus: en efecto, cultus significa propiamente, y en todo caso, la labor que un hombre aplica a una cosa, con el propósito de beneficiarse de ella. Ahora bien, las cosas [1891 de las cuales obtenemos beneficio, o bien están sujetas a nos- otros, y el provecho que rinden sucede al trabajo que inverti- mos en ellas, como un efecto natural, o no están sujetas a nosotros, sino que responden a nuestra solicitud, de acuerdo con su propia voluntad. En el primer sentido, la labor apli- cada a la tierra se llama cultivo, y la educación de los hijos es un cultivo de su entendimiento. En el segundo sentido, en que las voluntades de los hombres deben ser conformadas a nuestros designios no por la fuerza, sino por la complacencia, significa tanto como cortejar, es decir, ganar su favor por medio de buenos oficios, tales como elogios en los cuales se reconoce su poder, y todo aquello que es agradable a quienes pueden procurarnos algún beneficio. Esto es propiamente la veneración: en este sentido, publicola significa adorador del pueblo, y cultus Deis, adoración de Dios. De ese honor íntimo, que consiste en la opinión de poder y bondad, derivan tres pasiones; amor, que hace referencia a la bondad; y esperanzo y miedo, que hacen relación al poder; y tres formas de adoración externa: elogio, exaltación y con- sagración. El sujeto del elogio es la bondad; el sujeto de la exaltación y de la consagración, es el poder, y el efecto de todo ello la felicidad. El elogio y la exaltación se expresan por medio de palabras y acciones; por palabras, cuando de- cimos que un hombre es bueno o grande; por acciones, cuando . le expresamos nuestro agradecimiento por sus favores y le 296 PARTE II DEL ESTADO CAP. 31 prestamos obediencia por su poder. La opinión de la felicidad de otros sólo puede expresarse por medio de palabras. Existen algunos signos de honor (tanto en atributos como en acciones) que naturalmente son aSÍ; como entre los atri- butos, los de bueno, justo, liberal y otros semejantes y entre las acciones las plegarias, las acciones de gracia y la obediencia. Otros lo son por institución o costumbre de los hombres; en algunos lugares y tiempos son honorables, en otros deshonro- sos, en otros indiferentes: tales son los gestos en materia de salutación, plegaria y agradecimiento, usados diferentemente en distintos tiempos y lugares. Lo primero es veneración na- tural; lo último es veneración arbitraria. y en la veneración arbitraria existen dos diferencias: en efecto, a veces es veneración ordenada, a veces voluntaria. Or- denada cuando es de la Índole requerida por quien es adorado; libre cuando es como considera oportuno quien adora. Cuando es ordenada, la veneración no consiste en las palabras o en el gesto, sino en la obediencia; pero cuando es libre, la venera- ción consiste en la opinión de quien la realiza: en efecto, si a quien las palabras o acciones con las cuales pensamos hacer honor parecen ridículas y suscitan contumelia, no existe ado- ración, puesto que no hay signos de honor; y no hay signos de honor puesto que un signo no lo es con respecto a quien lo da, sino para aquel a quien se hace; es decir, para el es- pectador. Además existe una veneración pública y una privada. Es pública la veneración que un Estado realiza como persona una. Privada es la que manifiesta una persona particular. La pú- blica, respecto al Estado entero, es libre; pero respecto a hom- bres particulares, no lo es. La privada es, en secreto, libre; ahora bien, a la vista de la multitud, nunca carece de restric- ciones, ya sea de las leyes o de la opinión de los hombres, lo mal es contrario a la naturaleza de la libertad. El fin de la veneración entre hombres es el poder. En efecto, cuando un hombre [I 90 1ve a otro venerado, le supone poderoso, y se halla más dispuesto a obedecerle, lo cual hace más grande su poder. Pero Dios no tiene fines: la adoración que le debemos procede de nue~tro deber, y está regulada, de 297 PARTE 11 DEL ESTADO CAP. JI acuerdo con nuestra capacidad, por aquellas reglas de honor que la razón dicta para ser realizadas por el débil con respecto al hombre más potente, con la esperanza de un beneficio o por el temor de un daño, o en agradecimiento por el bien que ya se ha recibido de él. En cuanto a lo que sabemos respecto a la veneración de Dios, que nos es enseñada. por la luz de la naturaleza, comen- zaré por referin:ne a sus atributos. En primer término, es manifiesto que debemos atribuirle existencia, porque nadie pue- de tener voluntad de honrar a quien piensa que no existe. En segundo lugar, aquellos filósofos que dicen que el mundo o el espíritu del mundo es Dios, hablan indignamente de él, y niegan su existencia. Porque al decir Dios, compren- demos la causa del mundo, y al decir que· el mundo es Dios, ello implica afirmar que no existe causa en el mundo, es decir, que no existe Dios. En tercer lugar, decir que el mundo no fue creado sino que es eterno (considerando que lo eterno no tiene causa), es negar a Dios. En cuarto lugar, quienes atribuyen (como imaginan) in- diferencia a Dios le arrebatan el cuidado de la humanidad, y le privan de su honor, puesto que le sustraen el amor de los hombres y el temor a ellos inspirado, que es la raíz del honor. En quinto lugar, en aquellas cosas que significan grande- za y poder, decir que es finito, no es honorable, ya que no es signo de la voluntad de honrar a Dios atribuirle menos de lo que podemos; y considerarlo finito es menos de lo que podemos, porque a las cosas finitas pueden añadÍrseles otras más. Por consiguiente, atribuirle figura, no es honrarle, porque toda figura es finita: Ni decir que concebimos, e imaginamos, o tenemos una idea de Él en nuestra mente; porque cualquiera cosa que concibamos es finita: Ni atribuirle partes o totalidad, que son, solamente,. atri- butos de cosas finitas: Ni decir que está en este lugar o en aquel; porque cual- quiera cosa que se halle en un lugar es limitada y finita: 298 PAR7'E 11 DEL ESTADO CAP. 31 Ni que se mueve o reposa; porque ambos atributos le adscriben un lugar: Ni que existen más dioses que uno; porque ello impli- ca que todos son finitos, ya que infinito no puede haber más que uno: Ni adscribirle (como no sea metafóricamente, significan- do no ya la pasión sino el efecto) pasiones que implican agravio, como arrepentimiento, ira, compasión: o necesidad, como apetito, esperanza, deseo; o una facultad pasiva, porque la pasión es poder limitado por alguna otra cosa. Por consiguiente, cuando adscribimos a Dios una voluntad, no debe comprenderse ésta, a semejanza de 10 que ocurre con el hombre, como apetito racional, sino como poder mediante el cual efectúa todas las cosas. Del mismo modo ocurre cuando le atribuímos vista y otros actos de los sentidos, como conocimiento y entendimiento, que en nosotros no es otra cosa sino un tumulto de la mente, SUSCI- tado por las cosas externas que ejercen su presión sobre las partes orgánicas del cuerpo. En efecto, no existen tales cosas en Dios, y siendo cosas que dependen .de causas naturales, no pueden ser atribuídas a Él. [191] Quien no atribuya a Dios otra cosa sino lo que está ga- rantizado por la razón natural debe usar o bien atributos ne- gativos, como infinito, eterno, incomprensible; o superlativos, como alt;simo, grandísimo r otros semejantes; o indefinidos co- mo bueno, justo, santo, creador; y en tal sentido, como si el hombre no se propusiera declarar lo que Dios es (ya que esto sería circunscribirlo dentro de los límites de nuestra imagi- nación) sino cuánto lo admiramos, y cuán dispuestos nos ha- llamos a obedecerle; lo cual es un signo de humildad, y de voluntad de honrarle tanto como podemos. En efecto, no hay sino un nombre para significar nuestra concepción de su na- turaleza, y este es: YO SOy; Y un solo nombre para su relación con nosotros: que es Dios, en el cual está contenido el Padre, el Rey y el Señor. Respecto a los actos de veneración divina, dice un precepto general de razón, que deben ser signos de la intención de '299 PARTE II DEL ESTADO CAP. 31 honrar a Dios; tales son en primer término los rezos o ple- garias; porque no son los escultores, cuando hacen imágenes, quienes se considera que hacen los dioses, sino las gentes que les dirigen sus plegarias. En segundo lugar, la acción de gracias, que difiere de la plegaria, en materia de veneración divina, solamente en que las plegarias preceden y la acción de gracias sigue al beneficio; el fin de ambas es reconocer a Dios como autor de todos los beneficios, tanto pasados como futuros. En tercer lugar, los dones, es decir, los sacrificios y obli- gaciones que (si son de lo mejor) constituyen signos de honor, porque implican acción de gracias. En cuarto lugar, no jurar sino por Dios es, naturalmente, un signo de honor, porque es una confesión de que sólo Dios conoce el corazón, y que ninguna sagacidad ni fortaleza hu- mana puede proteger a un hombre contra la venganza que Dios descarga sobre el perjuro. En quinto lugar, es una parte del culto racional hablar de Dios en forma considerada, porque ello implica temor de él; temor que implica una confesión de su poder. De aquí se sigue que el nombre de Dios no debe ser usado con ligereza ni despropósito, porque esto es tanto como usarlo en vano. y esto no tiene objeto, como no sea por vía de juramento, y por orden del Estado, para afirmar la certeza de los juicios, o entre los Estados, para evitar la guerra. Disputar acerca de la naturaleza de Dios es contrario al honor que se le debe, porque se supone que en este reino natural de Dios no hay otro procedimiento de conocer alguna cosa, sino el de'la razón natural, es decir, por los principios de la ciencia natural; y ésta se halla muy lejos de enseñarnos cosa alguna acerca de la naturaleza de Dios, como tampoco puede enseñarnos nada acerca de nuestra propia naturaleza, ni de la naturaleza· de la más pequeña criatura viviente. Por tanto, cuando los hombres, aparte de los principios de la razón natural, disputan sobre los atributos de Dios, no hacen otra cosa sino deshonrarle: en efecto, en los atributos que asignamos a Dios, no hemos de considerar el significado de la verdad filosófica, sino el sig- nificado de la intención piadosa que consiste en hacerle el 300 PARTE II DEL ESTADO CAP. 31 máximo honor de que somos capaces. De la falta de esta con- sideración procede el gran cúmulo de disputas acerca de la naturaleza de Dios, con las cuales no tendemos a honrarle, sino a honrar nuestro propio talento y capacidad de enseñar; y que no son otra cosa sino vanos y desconsiderados abusos de su santo nombre. En sexto lugar, en las plegariáS, acciones de gracias, obla- ciones y sacrificios hay un dictado de la razón natural: que cada una de ellas sea, en su género, el [192] mejor y más importante de los honores. Por ejemplo, que las plegarias y acciones de gracias se concreten en palabras y frases que no sean repentinas, ni ligeras, ni plebeyas, sino hermosas y bien acordadas, pues de otro modo no hacemos a Dios tanto honor como podemos. He aquí la razón de que los paganos proce- dieran absurdamente al adorar imágenes, como si fueran dioses. En cambio, al hacerlo en verso y con música, vocal e instru- mental, procedían de modo razonable. Así también, los ani- males que ofrendaban el sacrificio y los objetos que donaban, así como sus actos de culto, estaban llenos de sumisión, y con- memoraban beneficios recibidos, lo cual estaba de acuerdo con la razón, ya que procedía de una intención de honrar a Dios. En séptimo lugar, la razón no solamente induce a venerar a Dios en secreto, sino también, y especialmente, en público, y a la vista de los hombres, porque sin esto (que en materia de honor es lo más aceptable) se pierde la posibilidad de que otros lo honren. Por último, la obediencia a sus leyes (es decir, en este caso, a las leyes de naturaleza) es la. máxima veneración de todas. En efecto, del mismo modo que la obediencia es más aceptable a Dios que el sacrificio, así también dejar de observar sus mandamientos, es la máxima de las contumelias. Y estas son las leyes de la veneración divina que la razón natural dicta a los hombres particulares. Ahora bien, si consideramos que un Estado es una persona, debe rendir también a Dios una veneración, la cual se realiza cuando el Estado ordena que sea manifestada públicamente por los hombres privados. Este es el culto público, cuya pecu- liaridad consiste en ser uniforme, ya que las acciones que se 301 PARTE 11 DEL ESTADO CAP·3 i hacen de modo diferente, por hombres distintos no puede de- cirse que~ sean actos de pública veneración. Por tanto, cuando se permiten diversas clases de culto, procedentes de las dis- tintas religiones de los particulares,· no puede decirse que exista un culto público, ni que' el Estado tenga una religión, en absoluto. y como las palabras (y, por consiguiente, los atributos de Dios) tienen su significación por convencionalismo y acuerdo entre los hombres, esos atributos deben ser expresivos del honor que los hombres se proponen hacer; y cualquiera cosa que pueda ser realizada por las voluntades de los hombres particulares, donde no ex¡ste ley sino razón, puede ser hecha por la voluntad del Estado, por medio de leyes civiles. Y como un Estado no tiene voluntad ni hace otras leyes, sino aquellas que se estatuyen por la voluntad de quien detenta el pod~r soberano, resulta que aquellos atributos que el sobe- rano ordena, en el culto a Dios, como signos de honor, deben ser tomados y usados como tales, por los particulares, en su culto público. Pero como no todos los actos son signos por constitución, sino que algunos son naturalmente signos de honor, otros de contumelia, estos últimos (que son aquellos que los hombres se avergüenzan de hacer en presencia de aquellos a quienes reverencian), no pueden instituirse por el poder humano, co- mo parte del culto divino; ni los primeros (tales como los que implican una conducta decorosa, modesta y humilde) pueden ser nunca separados de esa veneración. Pero como existe un infinito número de actos y gestos de naturaleza indiferente, aquellos que el Estado ordena para ser pública y universal- mente autorizados, como signos de honor y parte del culto de Dios, deben ser admitidos [193] y usados como tales por los súbditos. Y jo que se dice en la Escritura: Es mejor obedecer a Dios que a los hombres, tiene lugar en el reino de Dios por pacto, y no por naturaleza. Habiéndonos referido así, brevemente, al reino natural de Dios y a sus leyes naturales, quiero añadir solamente a este capítulo una breve declaración de sus castigos naturales. No existe acción humana en esta vida que no sea el comienzo 3°2 PARTE I1 DEL ESTADO CAP. 31 de una cadena de consecuencias, tan larga, que ninguna pro- videncia humana es lo bastante elevada para dar al hombre una perspectiva del fin. En esta cadena están eslabonados unos con otros los acontecimientos agradables y los desagradables; de tal modo que quien desea hacer alguna cosa placentera que- da él mismo obligado a sufrir todas las penas inherentes a ello; estas penas constituyen los castigos naturales de aquellas acciones que son más bien causa de perjuicio que de beneficio. Por añadidura, suele ocurrir que la intemperancia resulta na- turalmente castigada con las enfermedades; la precipitación, con el fracaso; la injustic;ia, con la violencia de los enemigos; el orgullo, con la ruina; la cobardía, con la opresión; el go- bierno negligente de los príncipes, con la rebelión; y la re- belión, con la matanza. En efecto, si consideramos que los cas- tigos son consiguientes a la infracción de las leyes, los castigos naturales deben ser, naturalmente, consiguientes al quebranta- miento de las leyes de naturaleza, y por tal causa les siguen como sus efectos naturales, y no arbitrarios. Basta ya por lo que respecta a la constitución, naturaleza y derecho de los soberanos, y en lo concerniente a los deberes de los súbditos, derivados de los principios de la razón na- tural. Ahora, considerando cuán diferente es esta doctrina de la que se practica en la mayor parte del mundo, especial- mente en estos países occidentales que han recibido sus ense- ñanzas morales de Roma y Atenas; y cuánta profundidad de filosofía moral se requiere en quien detenta la administración del poder soberano, estoy a. punto de creer que mi labor resulta tan inútil como el Estado de Platón, porque también él opina que es imposible acabar con los desórdenes del Estado y con los cambios de gobierno acarreados por la guerra civil, mientras los soberanos no sean filósofos. Sin embargo, cuando considero que la ciencia de la justicia natural es la única ciencia necesaria para los soberanos, y para sus principales ministros; y que no es necesario abrumarlos con las Ciencias matemáticas (como Platón pretendía) sino darles buenas leyes para estimu- lar a los hombres al estudio de ellas; y que ni Platón ni ningún otro filósofo ha establecido y probado de modo suficiente o posible todos los teoremas de doctrina moral, para que los hombres aprendan cómo gobernar v cómo obedecer, yo reco- 3°3 PARTE 11 DEL ESTADO CAP. 31 bro ciert~ esperanza de que más pronto o más tarde, estos escritos míos caerán en manos de un soberano que los exami- nará por sí mismo, (ya que son cortos, y a juicio mío claros), sin la ayuda de ningún intérprete interesado o envidioso; que ejercitando la plena soberanía, y protegiendo la enseñanza pú- blica de tales principios, convertirá esta verdad de la especu- lación en utilidad de la práctica. [195] PARTE III ESTA.DO CRISTIANO CA.P. 32 TERCERA PARTE DE UN ESTADO CRISTIANO CAPITULO XXXII De los Principios de la POLÍTICA CRISTIANA He derivado los derechos del poder soberano y el deber de los súbditos, de los principios de la naturaleza, solamente en cUanto la experiencia los ha evidenciado como verdaderos, o los ha establecido el muttuo acuerdo (concerniente al uso de las palabras); es decir, he derivado esos derechos, de la natura- leza del hombre, que nos es conocida por la experiencia, y por definiciones (de aquellas palabras que son esenciales a todo razonamiento político) universalmente convenidas. Ahora bien, en 10 que a continuación me propongo tratar, que es la natu- raleza y derechos de un ESTADO CRISTIANO, de lo cual depen- den gran número de revelaciones sobrenaturales de la voluntad de Dios, la base de mi discurso debe ser no solamente la pa- labra natural de Dios, sino también la profética. No obstante, no hemos de renunciar a nuestros sentidos y experiencia, ni (siendo indudable expresión de Dios) a nuestra razón natural. En efecto, son los talentos que ha puesto en nuestras manos para negociar, hasta el retorno de nuestro bendito Salvador, y, por consiguiente, no deben quedar en- vueltos en el paño de una fe implícita, sino empleados en el logro de "la justicia, de la paz y de la verdadera religión. Al~nque en la palabra de Dios existan cosas que están por l~ncima de la razón, es decir, que no pueden ser demostradas ni refutadas por ella, nada existe contrario a la razón, y cuando 10 parece, el defecto ·radica o bien en nuestra torpeza de inter- pretación o en un erróneo raciocinio. 3°5 PARTE 111 ESTADO CRISTIANO CAP. 32 Por consiguiente, cuando alguna cosa escrita allí es dema- siado ardua para nuestro examen, debemos proponernos cau- tivar nuestrá inteligencia a las palabras; y no esforzarnos por sustituir una verdad filosófica por medio de la lógica, res- pecto de aquelos misterios que- no son comprensibles si no caen bajo el dominio de ninguna regla de la ciencia natural. Porque ocurre con los misterios de nuestra religión como con las p íl90 r as salutíferas que se emplean en las enfermedades: que cuando se tragan enteras tienen la virtud de curar; pero cuando se paladean, tenemos que arrojarlas, en la mayoría de los casos, sin que produzcan su efecto. [I96] Ahora bien, con el cautiverio de nuestro entendimiento no lueremos significar una sumisión de la facultad intelectual a la opinión de ningún otro hombre, sino I,lna voluntad de obe- iiencia, cuando la obediencia es debida. No está en nuestro poder cambiar los sentidos, la memoria, el entendimiento, la razón y la opinión, sino siempre y necesariamente de acuerdo con lo que nos sugieren las cosas que vemos, escuchamos y consideramos; por consiguiente, no son efectos de nuestra vo- luntad, sino nuestra voluntad misma. Cautivamos nuestro en- tendimiento y nuestra razón cuando nos abstenemos de la contradicción, y cuando hablamos tal como la legítima auto- ridad lo ordena; cuando vivimos de acuerdo con ella, lo cual implica, en suma, confianza y fe en quien habla, aunque el entendimiento sea incapaz de tener noción alguna de las pa- labras enunciadas. Cuando Dios habla al hombre lo hace o bien inmediata- mente o por mediación de otro hdmbre a quien antes le habló Él mismo, de modo directo. Cómo habla Dios a un hombre de manera inmediata, puede ser bien comprendido por aquel a quien haya hablado de ese modo; pero que eso mismo pueda ser comprendido por otro resulta difícil, cuando no imposible. Porque si un hombre pretende convencerme de que Dios 1e ha hablado de modo sobrenatural e inmediato, y pongo en duda su aserto, no puedo imaginar fácilmente qué argumento exhibirá para obligarme a creerlo. Evidentemente, si es mi so- berano, podrá obligarme a la obediencia, es decir, a no rea- lizar actos o pronunciar palabras en que declare que yo no lo 306 PARTE III ESTADO CRISTIANO CAP. 32 creo.; pero. no. po.drá fo.rzarme a pensar de o.tro. mo.do. que co.mo. mi razón me persuada. En cambio., si uno. que no. tenga so.bre mí esa auto.ridad, pretende una co.sa análo.ga, no. po.drá exigir de mí ni fe ni o.bediencia. En efecto., decir que Dio.s le ha hablado. en la Sagrada Escritura no. es decir que Dio.s le haya hablado. inmediata- mente, sino. po.r mediación de lo.s Pro.fetas, o. de lo.s Apósto.les, o. de la Iglesia, tal co.mo. habla a to.do.s lo.s demás cristiano.s. Afirmar que le ha hablado. en un sueño., no. es más que decir que so.ñó que Dio.s le hablaba; esto. no. tiene fuerza bastante para ganar la fe de ningún ho.mbre que sabe cómo. lo.s sueño.s son, en su mayo.r parte, actos naturales, y que pueden pro.ce- der de anterio.res pensamiento.s; y que sueño.s co.mo. éste no. so.n sino. manifestacio.nes de una alta estima de sí, mismo., de una necia arrogancia, de una falsa idea de la pro.pia bo.ndad de un ho.mbre, o. de o.tra virtud, po.r la cual piensa que ha mere- cido. el favo.r de una revelación extrao.rdinaria. Decir que ha visto una visión o. escuchado. una vo.z, es decir que ha so.ñado. sin estar do.rmido. o. despierto: en tal estado. un ho.mbre co.n- sidera muchas veces, naturalmente, su sueño. co.mo. una visión, al no. darse cuenta de que estaba do.rmitando.. Decir que habla po.r inspiración so.brenatural es afirmar que siente un ardiente deseo. de hablar, o. que tiene una firme idea de sí mismo., pero a la cual no. po.demo.s o.to.rgar una razón natural y suficiente. Así 'que aunque la Omnipo.tencia divina puede hablar a un ho.mbre a través de sueño.s, visio.nes, vo.ces e inspiracio.nes, no. o.bliga a nadie a creer que haya hablado. así a quien pretende haberlo. escuchado., ya que éste, siendo. un ho.mbre, puede errar, y, lo. que es más, puede mentir. ¿Cómo. puede saber aquél, a quien Dio.s nunca ha revelado. su vo.luntad de mo.do. inmediato. (salvo. po.r co.nducto. de la razón natural), cuándo. ha de o.bedecer o. no. o.bedecer sus palabras, manifestadas po.r alguien que dice. ser un pro.feta? De lo.s cuatro.ciento.s pro.fetas a quienes el rey de Israel pidió co.nsejo., respecto. a [197] la guerra que hacía co.ntra Ramoth Gilead, sólo. Miqueas era verdadero. El pro.feta que fue en- viado. para pro.fetizar co.ntra el altar erigido. po.r J eroboam, aunque era un verdadero. pro.feta, y mediante lo.s milagro.s 3°7 PARTE 111 ESTADO CRISTIANO CAP. 32 hechos en su presencia evidenció que había sido enviado por Dios, fue engañado por otro profeta viejo que, fe persuadió de que comiera y bebiera con él, como si fuera un mandato hecho por boca de Dios. Si un profeta engaña a otro, ¿qué certidumbre puede existir de conocer la voluntad de Dios, por otro conducto que el de la razón? A ello contesto, basándome en la Sagrada Escritura, que existen dos indicio!;; que reunidos, y no cada uno por su parte, pueden permitirnos conocer cuán- do un profeta es verdadero. Uno es la realizaciórr de milagros; otro, que no enseñe religión distinta de la ya establecida. Por separado, digo, ninguno de los dos es suficiente. Si un profeta se alz.a entre vosotros, o un soñador de sueños, y pretende rea- lizar un milagro) y el milagro acaece; si dice: Sigamos a dioses ajenos, que no has conocido, no debes esc.ucharle, etc. Pero semejante profeta y soñador de sueños ha de ser flUI,erto, porque os habló rebelándose contra Dios nuestro Señor. En estas palabras deben observarse dos cosas: primera, que Dios no quiere que los milagros sirvan solamente como argumento para probar la vocación de los profetas, sino (como se afirma en el tercer versículo) como un experimento de la constancia de nuestra adhesión a Él. En efecto, las obras de los hechi- ceros egipcios, aunque no tan excelsas como las de i1;loisés, eran verdaderos milagros. En segundo lugar, que por muy grande que el milagro sea, si trata de suscitar la revuelta contra el rey, o contra quien gobierna con autoridad suya, quien realiza semejante milagro no debe ser considerado de otro modo sino como enviado para juzgar nuestra adhesión. En efecto las pa- labras, Rebelado contra Dios nuestro Señor) son equivalentes en este lugar a Rebelado contra nuestro rey. En efecto) ellos ha- bían hecho de Dios su rey, por pacto realizado al pie del monte Sinaí; Dios los gobernó por Moisés solamente, ya que sólo éste hab19 con Dios, y de tiempo en tiempo declaró al pueblo los mandamientos divinos. Del mismo modo, después de que Jesucristo) nuestro Salvador, hizo que sus discípulos le reconocieran como el Mesías (es decir, como ungido por Dios, a quien la nación de los judíos esperó día tras día como su rey, pero 10 rehusó cuando vino) no dejó de advertirles acerca del peligro de los milagros. Se levantarán (dijo) Cris- tos y falsos profetas, y obrarán grandes maravillas y milagros, 308 PARTE 111 ESTADO CRISTIANO CAP. 32 incluso para seducir (si fuera posible) a los más selectos. De ello se infiere que los falsos profetas tienen, a veces, el poder de hacer milagros; sin embargo, no debemos tomar su doc- trina como palabra de Dios. San Pablo dice, además, a los Gálatas que si él mismo, o un ángel del cielo les predica otro Evangelio que el que él ha predicado, anatematizado sea. Se- gún este Evangelio, Cristo era el rey; así que, como conse- cuencia de estas palabras, toda predicación contra el poder del rey reconocido, es anatematizado por San Pablo. En efecto, su discurso se dirige a aquellos que por su predicación habían recibido a Jesús como Cristo, es decir, como Rey de los judíos. y como los milagros sin la predicación de la doctrina que Dios ha establecido, son un argumento insuficiente de la in- mediata revelación, así 10 es también la predicación de la verdadera doctrina sin la realización de milagros. En efecto, [ 1 98] si un hombre que no enseña falsas doctrinas pretendiera ser un profeta sin realizar ningún milagro, no debe, en modo alguno, ser atendido en su pretensión, como es evidente por Dt., 18, verso 21, 22. Y si dijeres en tu coraZón: Cómo sa- bremos que la palabra (del profeta) no es la que el Señor ha expresado. Citando el profeta hablare en nombre del Señor, y no fuere tal cosa, ésta es la palabra que el Señor no ha ha- blado, sino que el profeta la ha expresado con soberbia, de su propio corazón: no le temas. Pero alguien puede preguntar, a su vez: cuando el profeta ha predicho una cosa ¿cómo sa- bremos si pasará o no? Porque él puede predecir que sucederá una cosa después de transcurrido un cierto y prolongado tiem- po, más largo que la vida del hombre; o que ocurrirá un tiempo u otro, indefinidamen,te; en este caso la señal profética es inútil, y, por consiguiente, los milagros que nos obligan a creer en un profeta deben ser confirmados por un aconteci- miento inmediato o diferido por un tiempo no muy largo. ASÍ, es manifiesto que la enseñanza de la religión que Dios ha establecido, y la exhibición de un milagro presente, reuni- das, son las únicas señales por las cuales la Escritura tendría Un verdadero profeta; es decir, las únicas señales por las cuales habría de reconocerse una revelación inmediata; ninguna de ellas, aisladamente considerada, puede obligar a otro hom- bre a prestar atención a 10 que aquél dice. 3°9 PARTE III ESTADO CRISTIANO CAP. 32 Por tanto, si ten~mos en cuenta que ahora ya no .se pro- ducen milagros, no quedará ningún signo por el cual se re- conozca la pretendida revelación o las inspiraciones de un hombre particular; ni existirá obligación de prestar oídos a una doctrina, más allá de lo que está de acuerdo con la Sa- grada Escritura, que desde los tiempos de nuestro Salvador reemplaza .y recompensa suficientemente la necesidad de cual- quier otra profecía ;de lo cual, por interpretación juiciosa y docta, y por minucioso raciocinio, pueden deducirse fácilmente todas las reglas y preceptos necesarios para el conocimiento de nuestros deberes frente a Dios y a los hombres, sin fanatismo ni inspiración sobrenatural. Y es esta Escritura la que tomaré como principio de mi discurso, respecto a los derechos de quienes son, sobre la tierra, los supremos gobernantes de los Estados cristianos; y del deber de los súbditos cristianos con respecto a su soberano. A este fin, en el capítulo siguiente me ocuparé de los libros, autores, propósito y autoridad de la Biblia. [199] 3 10 PARTE 111 ESTADO CRISTIANO CAP. 33 CAPITULO XXXIII Del NÚMERO, ANTIGÜEDAD, ALCANCE, AUTORIDAD e INTÉR- PRETES de los Libros de la Sagrada Escritura Por libros de la SAGRADA ESCRITURA comprendemos aque- llos que deben ser el canon, es decir, las reglas de la vida cristiana. Y como todas las reglas de vida que los hombres, en conciencia; están obligados a observar, son leyes, la cues- tión de la Escritura implica lo que es ley en toda la cristiandad, tanto en el orden natural como en el civil. En efecto, aunque no esté determinado en la Escritura qué leyes deben in,stituir los soberanos en sus propios dominios, se determina, e~ cam- bio, qué leyes no deben establecer. Advirtiendo, como ya he probado, que los soberanos en sus propios dominios son los únicos legisladores, tales libros solamente son canónicos, es decir, sólo son leyes en aquellas naciones donde están esta- blecidas como tales por la autoridad soberana. Ciertamente Dios es el soberano de todos los soberanos, y, por consiguiente, cuando habla a un súbdito, tiene que ser obedecido, cualquier cosa que un potentado terrenal disponga en contrario. Pero la cuestión no es de obediencia a Dios, sino de cuándo y qué dijo Dios, cosa que los súbditos que no tienen revelación sobrenatural no pueden saber, sino por esa natural razón que les induce, para obtener la paz y la justicia, a obedecer la autoridad de diversos Estados, es decir, de sus soberanos le- gítimos. De acuerdo con esta obligación yo no puedo reconocer como Sagrada Escritura otros libros del Viejo Testamento, sino aquellos que la autor:idad de la iglesia de Inglaterra ha ordenado que sean reconocidos como tales. Qué libros sean éstos, es suficientemente conocido, sin necesidad de enumerar- los aquí; son los mismos que fueron reconocidos por San Jerónimo, quien consideró como apócrifo el resto, particular- mente la Sabiduría de Salomón, el Eclesiastés, Judith, Tobías, el primero y el segundo de los Macabeos (aunque había visto 3 11 PARTE Uf ESTADO CRISTIANO CAP. 33 el primero en hebreo) y el tercero y cuarto de Esdras. De los canónicos, J osefo)... un judío docto, que escribió en tiempos del emperador Domiciano, calc}llaba veintidós, haciendo. concor- dar el número con el de las letras del alfabeto hebreo. San Jerónimo hace 10 mismo, aunque los enumera de manera dis- tinta. En efecto, Josefo incluye cinco libros de Moisés, trece de los Profetas que escribieron la historia de su propio tiempo (posteriormente veremos cómo coinciden con los escritos de los Profetas contenidos en la Biblia), y cuatro de himnos y preceptos morales. En cambio, San Jerónimo cuenta cinco li- bros de Moisés, ocho de los Profetas y nueve de otras es- crituras santas, que denomina Hagiógrafos. Los Septuaginta, que eran setenta hombres doctos de los judíos, enviados por Tolomeo, rey de Egipto, para traducir la ley judía, del hebreo al griego, no nos han [200] dejado como Sagrada Escritura otra cosa en lengua griega sino la reconocida por la iglesia de Inglaterra. En cuanto a los libros del Nuevo Testamento, son igual- mente reconocidos como cánones por todas las iglesias griegas, y por todas las sectas de cristianos que admiten algunos libros como canónicos. Quiénes fueron los autores originales de los distintos li- bros de la Sagrada Escritura, no se ha evidenciado por ningún testimonio suficiente de otra historia (lo cual constituye la única prueba en materia de hecho), ni puede serlo por ningún argumento de razón natural, puesto que la razón sólo sirve para evidenciar la verdad (no del hecho, sino) de la conse- cuencia. Por tanto, la luz que debe guiarnos en esta cuestión, es la que derraman sobre nosotros los libros mismos. Y esta. luz, aunque no nos muestre el escritor de cada libro, no es poco útil para darnos a CQnocer la época en que fueron escritos. En primer lugar, por 10 que respecta al Pentateuco, no hay argumento suficiente de que sus libros fueran escritos por Aloisés, aunque se llaman los cinco libros de Moisés. Lo mis- mo ocurre con el libro de Josué, el libro de los Jueces, el libro de Ruth y los libros de los Reyes, 10 cual no es argumento suficiente para probar que fueron escritos por J osué, por los Jueces, por Ruth y por los Reyes. En efecto, en los títulos 3IZ PARTE 111 ESTADO CRISTIANO CAP. 33 de los libros se señala el tema con tanta frecuencia como el escritor. La Historia de Livio denota al escritor; pero la His- toria de Scandenberg se denomina así por el tema desarrollado. Leemos en el último capítulo del Deuteronomio, 'Ver. 6, res- pecto al sepulcro de Moisés, que nadie sabe dónde está el se- pulcro, hasta hoy, es decir, en la época en que tales palabras fueron escritas. Es, por consiguiente, manifiesto que estas palabras fueron escritas después de su inhumación, porque sería interpretación extraña afirmar que Moisés, refiriéndose a su propio sepulcro (aunque por profecía), dijera que no se encontraba en aquel tiempo, cuando vivía aún. Ahora bien, acaso pueda alegarse que sólo el último capítulo, y no todo el Pentateuco, fue escrito por algún otro hombre, pero no el resto. Consideremos, por consiguiente, lo que encontramos en el libro del Génesis, cap. 12 'Ver. 6: Y pasó Abraham por aquella tierra hasta el lugar de Sichen, en la llanura de Moreh, y el Cananeo estaba entonces en la tie"a: éstas deben, ser ne- cesariamente, las palabras de alguno que escribía cuando el Cananeo no estaba ya en el país; por consiguiente, no son pa- labras de Moisés, que murió antes de que el Cananeo llegase. Del mismo modo en Números, 21, ver. 14, el escritor cita otro libro aun más antiguo, titulado el Libro de las guerras del Señor, en el que se registraban las hazañas de Moisés, en el Mar Rojo y en el puente de Amon. Queda, por tanto, suficientemente evidenciado, que los cinco libros de Moisés fueron escritos después de su tiempo, aunque no sea mani- fiesto qué tiempo después. Ahora bien, aunque Moisés no compiló enteramente dichos libros, ni en la forma que los tenemos, escribió todo aquello que allíse dice haber escrito; por ejemplo, el volumen, de la ley, que se contiene, al parecer, en el I I del Deuteronomio, yen los siguientes capítulos hasta el 27, que se ordenó también escribir en piedras, a su entrada en el país de Canaán. y esto lo escribió Moisés mismo, entregándolo a los sacerdotes y ancianos de Israel, para ser [201] leído cada séptimo año a Israel entero, en su asamblea de la fiesta del Tabernáculo. y esta es la ley que Dios ordenó que sus Reyes (cuando establecieran esta forma de gobierno) hicieran copiar por los 313 PARTE 111 ESTADO CRISTIANO CAP. 33 sacerdotes y levitas; y que Moisés ordenó a los sacerdotes y levitas que colecaran junto al arca; y la misma que habiendo sido perdida, fue encontrada mucho tiempo después por Hil- kiah, Y enviada al rey Josías, que haciéndola leer al pueblo, renovó el pacto entre Dios y él. Que el libro de J osué fue también escrito mucho tiempo desPQés de Jamé, puede inferirse de varios pasajes del libro mismo. J osué había colocado doce piedras en el centro del Jordán, como monumento de su paso; de ellas decía el es- critor lo siguiente: AlU han estado hasta hoy; porque hasta hoy es una frase que significa tiempo pasado, más allá de la me- moria del hombre. Del mismo modo, después de decir del Señor que libró al pueblo del oprobio de Egipto, el escritor dice: El lugar se llamó Gilgal, hasta hoy; decir esto en tiempo de J osué hubiera sido impropio. Así también, el nombre del valle de A chor, por la perturbación que A chan causó en el campo, se conservó hasta hoy, dice el escritor; lo cual nece- sariamente debió ser escrito, por tanto, mucho tiempo después de J osué. Argumentos de este género existen otros muchos, como Josué, 8, 29; 13,13; 14, 14; 15,63· Otro tanto se evidencia con argumentos análogos del libro de los Jueces, caps. 1, 21, 26; 6, 24; 10,4; 15, 19; 17, 6, y Ruth, J, 1, pero especialmente de Jueces, 18, 30, donde se dice que J onatán y sus hijos eran sacerdotes de la tribu de Dam, hasta el día del cautiverio del país. Que los libros de Samuel fueron también escritos después de su época, se prueba por análogos argumentos) 1 Sam., 5, 5; 7, 13, 15; 27, 6 Y 30, 25, donde después de que David adjudicó la misma participación' en los despojos a quienes guardaban las municiones con las cuales lucharon dice el es- critor: Hizo de ello un estatuto y una ordenanza para Israel, hasta hoy. A su vez cuando David disgustado porque el Se- ñor había dado muerte a Uzah, por haber extendido su mano para sostener el arca) llamó a ese lugar Pérez-Uzzah, el es- critor dice que así se ha llamado hasta hoy; por consiguiente, el tiempo en que fue escrito dicho libro debió ser muy pos- terior al tiempo del hecho; es decir, hubo de escribirse mucho tiempo después de David. 314 PARTE 11/ ESTADO CRISTIANO CAP. 33 En cuanto a los dos libros de los Reyes, y los dos libros de las Crónicas, los lugares que mencionan tales monumentos, como dice el escritor, permanecieron allí hasta sus propios días; tal OLUrre con 1 Reyes, 9, 13; .9,21; 10, 12; 12, 19; 2 Reyes, 2, 22; 8,22; 10,27; 14, 7; 16,6; 17,23; 17,34; 17, 4 1 ; Cr., 4, 4 1 ; 5, 26. Es argumento suficiente que fueron escritos después del cautiverio de Babilonia, y que la historia de ello continuó hasta ese tiempo. En efecto, los he- chos registrados son siempre más antiguos que los registros, y mucho más antiguos que los libros que hacen mención y referencia de los registros mismos, puesto que estos libros, en diversos lugares, refieren al lector a las Crónicas de los re- yes de J1J.dá, a las Crónicas de los reyes de Israel, a los libros del profeta Samuel, del profeta Natán, del profeta Haggeo; a la visión de J ehdo, a los libros del profeta Servías, y del profeta Addo. [202]' Los Jibros de Esdras y N ehemias fueron escritos cierta- mente después de su vuelta del cautiverio, puesto que en ellos se hace alusión a su retorno, a la reedificación de los mu- ros y casas de Jerusalem, a la renovación del pacto y a las ordenanzas de su policía. La his~oria de la reina Esther es del tiempo de este cauti- verio, y por consiguiente su autor debió ser de la misma época o posterior a ella. El libro de .T ob no presenta señal alguna del tiempo en que fue escrito; y aunque aparece suficientemente evidenciado (Ezeq1.tiel, 14, 14; Y Jacobo, 5, I1) que no era una persona fantástica, el libro mismo no parece ser una historia sino Un tratado concerniente a una cuestión muy discutida en pasados tiempos; la relativa a por qué los hombres malvados prosperan con frecuencia en este mundo y los hombres buenos quedan afligidos. Y ello es tanto más probable cuanto que desde el principio hasta el tercer versículo del tercer capítulo, donde comienza la lamentación de Job el hebreo (como testimonia San Jerónimo) es en pl"Osa, y a partir de allí hasta el sexto versículo del último capítulo está en versos exámetros, y el resto de este capítulo nuevamente en prosa. Así que la dispu- ta es toda en verso y la prosa sólo se ha añadido como un 31 5 PARTE 111 ESTADO CRISTIANO CAP. 33 prefacio al principio, y un epílogo al final. Ahora bien, el verso no es un estilo usual de quienes se hallan afligidos por una gran pena como Job, o de quienes acuden a conso- larles como sus amigos; si bie~ ello es frecuente en filosofía, y particularmente en filosofía moral. Los Salmos fueron escritos en su mayor parte por David para liSO de los cantores. A esto se añadieron algunos cánticos de Moisés y de otros santos varones, y algunos de ellos des- pués de la vuelta del cautiverio, como el 137 Y el 126, siendo evidente que el Salterio fue compilado y puesto en la forma que ahora tiene después del retorno de los judíos de Babi- lonia. Siendo los Proverbios una colección de sabias y divinas sen- tencias, en parte de Salomón, en parte dt! Agud, el hijo de Jakeh, y en parte de la madre del rey Lemuel, no se puede pensar con probabilidad que hayan sido recopilados por Sa- lomón mejor que por Agud o por la madre de Lemuel; por lo que si bien las sentencias son suyas, la colección o com- pilación de ellas en un libro fue la obra de algunos hombres bondadosos que vivieron después de él. Los libros del Eclesiastés y de los Cantares nada tienen que no sea de Salomón, salvo los títulos e inscripciones. En efecto, Las palabras del predicador, el hijo de David, rey de Jerusa- lem, y el Cantar de los Cantares, que es de Salomón, parecen haber sido hechos con propósito de distinción, cuando los libros de la Escritura fueron reunidos en un cuerpo legal, con ob- jeto de que no sólo pudiera subsistir la doctrina, sino también los autores. De los profetas los más antiguos son Sofonias, Jonás, Amós, Oseas, !saias y Miqueas, que vivieron en tiempos de Amadas y Azarías, de ·otro modo asías, reyes de Judá. Pero el libro de J onás no es propiamente un relato de su profecía (porque ésta se halla contenida en unas pocas palabras: Cua- renta días y Nínive será destruida) sino una historia o na- n"ación de su perversidad y de su rebelión contra los manda- mientos divinos, de manera que existe poca probabilidad de que fuera el autor, siendo, como es, el sujeto de ello. En cambio, el libro de A mós es su profecía. [2°3] 3 16 PARTE 111 ESTADO CRISTIANO CAP. 33 Jeremías, Abdías, Nahum y Abacuc profetizaron en tiempos de Josías. Ezequiel, Daniel, Ageo y Zacarías, en el cautiverio. Cuándo profetizaron Joel y Malaquías, no se evidencia por- sus escritos; pero teniendo en cuenta las inscripciones y títulos de sus libros es bastante manifiesto que la totalidad de los escritores del Antiguo Testamento fue establecida en la forma que conocemos, después del retorno de los judíos de su cau- tiverio en Babilonia, y antes de la época de Ptolomeo Piladelfo, que lo hizo traducir al griego por setenta hombres, enviados por él desde Judea, con tal propósito. Y si hemos de creer en este punto los 'libros de los Apócrifos (que nos son reco- mendados por la Iglesia, aunque no en lo canónico, sino como libros provechosos para nuestra instrucción) la Escritura fue establecida en la forma que conocemos por Esdras, tal como resulta de lo que él mismo dice en el libro segundo, cap. 14, versículos 21, 22, etc., cuando hablando de Dios dice así: Tu ley ha sido quemada; por consiguiente, ningún hombre conoce las cosas que tú has hecho o las obras que se han de comenzar. Pero si yo encuentro gracia ante ti, envíame el Espíritu Santo, y escribiré todo cuanto se ha hecho en el mun- do desde el principio, que estaba escrito en tu ley, para que los hombres puedan encontrar tu senda, y para que los que quieran vivir en los últimos días puedan vivir. Y en el ver- sículo 45: y ocurrió que cuando fueron cumplidos los cuarenta días, habló el Altísimo diciendo: Lo primero que tú has es- crito, pubUcalo abiertamente, para que el digno y el indigno puedan leerlo; pero toma los sesenta últimos, para que puedas entregarlo solamente a aquellos que sean sabios entre el pueblo. y esto bastará por lo que respecta al tiempo en que fueron escritos los libros del Antiguo Testamento. Todos los escritores del Nuevo Testamento vivieron me- nos de una generación después de la Ascensión de Cristo, y todos habían visto a nuestro Salvador o habían sido sus discípulos, excepto San Pablo y San Lucas; por consiguiente, lo que se escribió por ellos es tan antiguo como la época de los Apóstoles. Ahora bien, la época en que los libros del Nuevo Testamento fueron recibidos y reconocidos por la Iglesia co- 317 PARTE IIJ ESTADO CRISTIANO CAP. 33 mo ,escritos suyos, no es tan remota. En efecto, mientras que los libros del antiguo Testamento han derivado -de una época no muy anterior a la de Esdras, quien bajo la dirección del Espíritu de Dios los restituyó, cuando estaban perdidos, los del Nuevo Testamento, cuyas copias no eran muchas, ni podían fácilmente estar en manos de una persona privada, no pueden pertenecer a un tiempo más remoto que aquel en que los gobernantes de la Iglesia, reunidos, los aprobaron y recomen- daron a nosotros como escritos de aquellos Apóstoles y Dis- cípulos, bajo cuyos nombres se conocen. La primera enume- ración de todos los libros, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, aparece en los Cánones de los Apóstoles, que se suponen recopilados por Clemente, primer obispo de Roma después de San Pedro. Pero como esto no pasa de ser una suposición, que algunos ponen en duda, el Concilio de Laodicea es el primero que según sabemos recomendó la Biblia a las diez iglesias cristianas, como escritos de los Profetas y Após- toles: este Concilio se celebró en el año 364 después de Je- sucristo. Y aunque en aquel tiempo la ambición había preva- lecido tanto entre los grandes doctores de la Iglesia que [2°4] ya no estimaban a los emperadores, aun siendo cnstianos, como pastores de su pueblo, sino como ovejas; y a los em- peradores que no eran cristianos, sino como lobos; y pretendían comunicar su doctrina no por vía de consejo e información, como predicadores, sino a manera de lev p <:. mmo gobernadores absolutos; y aunque, por otra parte! tales fraudes tendieran a hacer al pueblo más obediente a la doctrina rristiana, y mas piadoso, estoy persuadido de que no por ello hlsificaron las Escrituras, aunque las copias de los libros del Nuevo Testa- mento se hallaban sólo en manos de los eclesiásticos; en efecto, si hubieran tenido intención de proceder así, los hubieran hecho más favorables a su poder sobre los príncipes cristianos y la soberanía civil, de lo que lo son. Y por consiguiente, no veo razón alguna para dudar de que el Antiguo y el Nuevo Tes- tamento, tal como ahora los tenemos, sean los verdaderos relatos de los hechos y dichos de los Profetas y los Apóstole:,. y aSÍ, acaso, algunos de los libros que se denominan apócnros y se mantienen fuera del canon, no es por disconformidad Oc h doctrina con el resto, sino sólo porque no se encontraban 3 18 PARTE IJI ESTADO CRISTIANO en el hebreo. En efecto, después de la conquista de Asia por Alejandro Magno, existían pocos judíos cultos que no mane- jaran a la perfección la lengua griega. Los setenta intérpretes que tradujeron la Biblia al griego eran hebreos, todos ellos; y ahí tenemos las obras de Filo y de J oselo, judíos ambos, escritas por ellos elocuentemente en griego. Ahora bien, no es el escrito, sino la autoridad de la Iglesia lo que hace canó- nico un libro. Y aunque estos libros fueron escritos por diver- sos hombres, es manifiesto que todos los escritores estuvieron imbuídos por el mismo espíritu en cuanto que persiguen un mismo fin, que no es sino el de la conservación de los derechos del reino de Dios, .padre, Hijo y Espíritu Santo. El libro del Génesis deriva la genealogía del pueblo de Dios, desde la creación del mundo hasta la marcha a Egipto; los otros cuatro libros de 111 oisé s contienen la elección de Dios como rey suyo, y del establecimiento de leyes para su gobierno. Los libros de Jamé, Jueces, Ruth y Samuel, en tiempos de Saúl, des- criben los actos del pueblo de Dios, hasta que rompió el yugo de los dioses y reclamaron un rey, a la manera de las naciones vecinas suyas. El resto de la historia del Antiguo Testamento nos presenta la sucesión de la rama de David, hasta el cautiverio, de cuya línea había de brotar el restau- rador del reino de Dios, precisamente nuestro bendito Sal- vador, el Hijo de Dios, cuya venida fue predicha en los libros de los Profetas, después de lo cual los Evangelistas descri- bieron su vida y sus actos y su reclamación del reino mientras vivió spbre la tierra; por último, las Actas y Epístolas de los Apóstoles describen la venida de Dios como Espíritu Santo, y la autoridad que les transfirió a ellos y a sus sucesores para la dirección de los judíos y para la conversión de los gentiles. En suma, las historias y profecías del Antiguo Testamento y los Evangelios del Nuevo Testamento tienen, todos ellos, el mismo fin: convertir los hombres a la obediencia de Dios; I. en A10isés y los sacerdotes; 2. en Cristo hombre, y 3. en ks Apóstoles y sucesores suyos, investidos con poder apostó- lico. Estos tres grupos representan en distintos tiempos la persona de Dios; Moisés y sus sucesores los sumos sacerdotes y reyes de Judá en el [205] Antiguo Testamento; Cristo mismo en la época en que vivió sobre la tierra, y los Apóstoles 319 PARTE III ESTADO CRISTIANO CAP. 33 y sus sucesores desde el día de Pentecostés (en que el Espí- ritu Santo descendió sobre ellos), hasta el presente. Es una cuestión muy disputada entre las diversas sectas de la religión cristiana, la siguiente: De dónde derivan su au- toridad las Escrituras; esta cuestión se plantea a veces en otros términos, como por ejemplo: Cómo sabremos que se trata de la palabra de Dios) o por qué creemos que es así. La dificultad de resolver este problema depende principalmente de la im- propiedad de las palabras en que la cuestión misma está plan- teada. En efecto, se cree por doquier que el primer y original autor de las Escrituras es Dios; pero la cuestión discutida no es ésta. Por otra parte, es manifiesto que nadie puede saber que son palabras de Dios (aunque todos los verdaderos cris- tianos lo crean), sino aquellos a quienes Dios mismo lo ha revelado de modo sobrenatural; pero la cuestión no se orienta correctamente a base de nuestro conocimiento de ella. Por úl- timo, cuando la cuestión se propone como cosa referente a nuestra fe, y a que unos lo creen por una razón y otros por otras, no cabe dar una respuesta general a todos ellos. La cuestión correctamente planteada es ésta: En virtud de qué autoridad son convertidas en ley. En cuanto que no difieren de las leyes de naturaleza, no existe duda alguna, de que son la ley de Dios y llevan su au- toridad en ellas, resultando legibles para todos los hombres que tienen uso de la razón' natural. Pero esto no es otra au- toridad sino la de cualquiera otra doctrina moral, de acuerdo con la razón; cuyos dictados constituyen leyes que no han sido hechas, sino que son eternas. Si han sido instituídas como ley por Dios mismo son de la naturaleza de las leyes escritas, las cuales son leyes sola- mente para aquellos á quienes Dios las ha comunicado sufi- cientemente, ya que nadie puede excusarse a sí mismo diciendo que no sabía que eran suyas. Por consiguiente, aquel a quien Dios no ha revelado so- brenaturalmente que son suyas, ni que quienes las promulgaron fueron enviados por Él, no está obligado a obedecerlas por ninguna autoridad sino en virtud de aquella cuyos mandatos tienen ya fuerza de ley; es decir, por alguna otra autoridad 3 20 PARTE 111 ESTADO CRISTIANO CAP. 33 que la del Estado, que radica en el soberano que tiene de modo exclusivo el poder legislativo. Por otra parte, si no hay una autoridad legislativa del Estado que les dé fuerza de ley, debe existir otra autoridad, derivada de Dios, privada o pública; si es privada, obliga solamente a aquel a quien en particular Dios se complació en revelarla. En efecto, si ~ada hombre estuviera obligado a tomar como ley de Dios lo que los hombres que pretenden tener una inspiración o revelación privada, traten de imponerles (entre ellos cierto número de hombres que por orgullo o ignorancia toman sus propios sue- ños, fantasías extravagantes y locuras como testimonios del espíritu de Dios, o. en su ambición presumen poseer, falsa- mente, tales divinos testimonios, en contradicción con su propia conciencia) sería imposible que ninguna ley divina fuera re- conocida. Si es pública, es la autoridad del Estado o de la Iglesia. Pero si la Iglesia es una persona, coincide con el Estado de [206] los cristianos, que se llama Estado, porque está. constituído por los hombres unidos en una persona, la de su soberano; e Iglesia porque está constituída por los cris- tianos unidos en un soberano cristiano. Ahora bien, si la Igle- sia no es una persona, entonces no tiene autoridad alguna, y no puede mandar ni realizar acción de ningún género, ni es capaz de tener poder alguno o derecho a ninguna cosa, ni tiene voluntad, razón ni voz, porque todas esas cualidades son personales. Ahora bien, si el número entero de los cris- tianos no está contenido en un Estado, no forma una sola persona, ni existe una Iglesia universal que tenga ninguna autoridad sobre ellos; por consiguiente, las Escrituras no se convierten en leyes por la Iglesia universal. Si existe un Esta do, entonces todos los monarcas cristianos y Estados son per sonas privadas, sujetas a ser juzgadas, depuestas y castigadas por un soberano universal de toda la cristiandad. Así que la cuestión de la autoridad de las Escrituras se reduce a ésta: O bien los re'yes cristianos y las asambleas soheranas en los Estados cristianos son absolutas en sus propios territorios, in- medidtamente por debajo de Dios, o están sujetas a un vicario de Cristo, constituido sobre la Iglesia universal, para ser juz- gados, condenados, depuestos y ejecutados, tal como lo con- sidere oportuno o necesario para el hien común. 321 PARTE III ESTADO CRISTIANO CAP. 33 Esta cuestión no puede ser resuelta sin una consideración más particular del reino de Dios, a base de lo cual juzgaremos de la autoridad de interpretar la Escritura. En efecto, quien tiene un poder legítimo sobre una escritura para convertirla en ley, tiene, también, el poder éle aprobar o desaprobar la in- terpretación de la misma. ['207] 3'2'2 PARTE I/[ ESTADO CRISTIANO CAP. 34 CAPITULO XXXIV Del Significado de ESPÍRITU, ÁNGEL e INSPIRACIÓN en los Libros de la Sagrada Escritura Si consideramos que el fundamento de todo verdadero raciocinio es el significado constante de las palabras, que en la doctrina siguiente. no depende (como en la ciencia natural) de la voluntad del escritor ni (como en la conversación co- rriente) del uso vulgar, sino del sentido que tienen en la Es- critura, necesIto, antes de seguir adelante, determinar, par- tiendo de la Biblia, el significado de aquellas palabras que por su ambigüedad pueden hacer oscuro o discutible lo que tra- to de inferir de ellas. Comenzaré con las palabras CUERPO y ESPÍRITU, que en el lenguaje de las Escuelas se denominan sustancias corpóreas e incorpóreas. La palabra cuerpo, en su acepción más general, significa aquello que llena u ocupa un determinado espacio o lugar imaginado, y que no depende de la imaginación, sino que es una parte real de lo que llamamos Universo. En efecto, siendo el Universo un agregado de todos los cuerpos, no aiste tam- poco una parte real del mismo que no se cuerpo, ni hay cosa alguna que propiamente sea un cuerpo, que no sea, además, parte de ese a.gregado de todos los cuerpos que es el U ni- verso. Como los cuerpos están sujetos a cambio, es decir, a la variedad de apariencia con respecto a los sentidos de las criaturas vivas, ese cuerpo se denomina también sustancia, esto es, sujeto a varios accidentes; unas veces el cuerpo está en movimiento, otras en reposo; en unos casos aparece a nues- tros sentirlos como caliente, otras como frío; unas veces tiene U:1 color, olor, gusto o sonido; otras veces, otro. Esta diver- sidad de ap:l,riencia (producida por la diversidad de actuación de los cuerpos sobre los órganos de nuestros sentidos) la atri- buÍmos a las alteraciones de los cuerpos actuantes, y la deno- minamos accidentes de estos cuerpos. Según esta acepción de PARTE 111 ESTADO CRISTIANO CAP. 34 la palabra, sustancia y cuerpo significan la misma cosa, y, por consiguiente, la frase sustancia incorpórea se in'tegra con pa- labras que, reunidas, se destruyen una a otra, como si uno dijera un cuerpo incorpóreo. Ahora bien, en la acepción usual, entre las gentes vulgares, no todo e! Universo se denomina cuerpo, sino sólo aquellas partes de! cuerpo que por e! sentido del tacto advertimos, que resisten a su fuerza; o por e! sentido de la vista, que impiden una visión más lejana. Así, en e! lenguaje común de las gentes, e! aire o las sustancias aéreas no suelen ser considera- dos como cuerpos, sino que (en cuanto los hombres son sen- sibles a sus efectos) se denominan viento, hálito o (como todo ello era llamado spiritus por los latinos) espíritus; tal ocurre cuando a la sustancia aérea que en el cuerpo de una criatura viva le presta vida y movimiento se denomina espíritu vital y animal. Ahora bien, en cuanto a los ídolos del cerebro que nos presentan cuerpos donde no existen, como en un espejo, en un sueño, o en un [208] cerebro destemplado en estado de vigilia, no son nada (como e! Apóstol dice generalmente de todos los ídolos); nada en absoluto, digo, que exista donde parece existir; aun en e! cerebro mismo, no son nada sino tumulto, que procede o bien de la acción de los objetos o de la agitación desordenada de los órganos de nuestros sen- tidos. Y los hombres que se emplean en cosas distintas de la averiguación de las causas, no conocen de esos espíritus lo que consideran como tales, y fácilmente pueden ser persuadidos, por aquellos cuyo conocimiento tanto reverencian, a llamar los cuerpos, en algunos casos, pensando que están hechos de un aire compacto por un poder sobrenatural, puesto que la vista los juzga corpóreos; y en otros, a llamarlos espíritus, porque e! sentido de! tacto nada discierne, en e! lugar donde apare- cen, que resista a sus dedos. Así que e! verdadero significado de espíritu" en e! lenguaje común, o bien es un cuerpo sutil, flúido e invisible, o una aparición, u otro ídolo o fantasma de la imaginación. Existen, en cambio, numerosas significa- ciones metafóricas, porque a veces se toma como una dispo- sición o inclinación de la mente, como cuando, al referirnos a la propensión a controlar las afirmaciones de otros hombres, hablamos de un espíritu de contradicción; al aludir a una dis- PARTE 111 ESTADO CRISTIANO CAP. 34 posición a la impureza, de un espíritu impuro; o a la perver- sión, de un espíritu perverso; o a la tosquedad, de un espíritu tosco; o a la inclinación a lo divino y al servicio de Dios, de un espíritu de Dios; otras veces, se considera como una actitud eminente, o una pasión extraordinaria, o una enfermedad men- tal, como cuando una gran sabiduría se denomina espíritu de sabiduría; y cuando de los locos se dice que están poseídos por un espíritu. Otra significación de espíritu, no la encuentro; y si nin- guna de ellas puede satisfacer el sentido de esta palabra en la Escritura, el pas~je en cuestión no es accesible a la com- prensióa humana, y nuestra fe, en ese caso, no consiste en nuestra opinión, sino en nuestra sumisión; como en todos los lugares se dice de Dios que es un espíritu, o en aquellos otros en que con la frase espíritu de Dios se significa a Dios mismo. En efecto, la naturaleza de Dios es incomprensible, es decir, que nosotros no comprendemos nada de lo que Él es sino solamente que es; por consiguiente, con los atributos que le damos no nos decimos uno a otro lo que Él es, ni significan nuestra opinión de su naturaleza, sino nuestro deseo de hon- rarle con aquellos nombres que concebimos como más honro- sos entre nosotros mismos. Gn., 1, 2. El espíritu moviéndose sobre la superficie de las aguas. En este caso, si por espíritu de Dios se sig- nifica Dios mismo, entonces se atribuye movimiento a Dios y, por consiguiente, lugar, cualidades que sólo son inteligibles de los cuerpos,' y no de las sustancias incorpóreas; y aSÍ, el pasaje referido está por encima de nuestra comprensión, la cual no puede concebir nada movido que no cambie de lugar o que no tenga dimensión; pero todo aquello que tiene dimensión es un cuerpo. Ahora bien, el significado de esas palabras queda mejor entendido por un pasaje análogo, Gn., 8, 1, en el cual, cuando la tierra quedó cubierta por las aguas, como en el principio, proponiéndose Dios abatirlas, y descubrir, de nuevo, la tierra seca, usa las mismas palabras: Yo quiero traer mi espíritu sobre la tierra, y las aguas serán menguadas, en cuyo pasaje se entiende por espíritu un viento (es decir un aire PARTE 111 ESTADO CRISTIANO CA.P. 34 o espíritu movido) que puede ser llamado (como en el pasaje anterior) espíritu de Dios, porque era obra de Dios. [2°9] Gn., 41, 38. Faraón llama espíritu de Dios a la sabiduría de José. En efecto, habiéndole, aconsejado José que buscara un hombre sabio y discreto, y lo colocara al frente del país de Egipto, dice lo siguiente: ¿Podemos encontrar un hombre como éste en el cual exista el espíritu de Dios? Y también en Ex., '28, 3: Tú hablarás (dice Dios) a todo~ los sabios de corazón, a q1tienes yo he henchido de espíritu y de sabiduría, a fin de que hagan los vestidos de ~1arón, para consagrarlo. En ese pasaje, el entendimiento extraordinario, aunque aplica- do a la confección de vestidos, como un don de Dios, se de- nomina espíritu. de Dios. Lo mismo se encuentra, a su ve2, en Ex., 31, 3, 4, 5, 6, y 35, 3 1 , Y en !satas, 11,2, 3, donde el Profeta, hablando del Mesías, dice: El espíritu, del Señor debe reposar en él, el espíritu de la sahiduría y de la inte- ligencia, el espíritu del consejo y de la fortaleza, y el espíritu del temor del Se'fíor. En estos pasajes se significan de modo manifiesto no ya apariciones, sino numerosas gracias eminentes que Dios quiso darle. En el libro de los Jueces, un extraordinario celo y valor en la defensa del pueblo de Dios se denomina el espíritu de Dios, como cuando excitó a Otoniel, Gedeón, Jefté y Sansón para que lo liberara de la servidumbre, Jueces, 3, 10: 6, 34; 11, 28; 13,25; 14, 6, 19. Y de Saúl, respecto de las noticias de la insolencia de los amonitas hacia los hombres de Jabesh Gilead, se dice (1 S., 11, 6): Que el espíritu de Dios des- cendió sobre Saúl, y su ira (o como se dice en latín, su furia) se encendió en gran manera. Con 10 cual no era probable que se significara una aparición, sino un extraordinario celo en cas- tigar la crueldad de los amonitas. Del mismo modo, por el espíritu de Dios que descendió sobre Saúl, cuando se ,encon- traba entre los profetas que ensalzaban a Dios con cánticos y músicas (1 S., 19, 20) se ha de comprender no ya una aparición, sino un inesperado y repentino celo para unirse con él en su devoción. El falso profeta Zedequías decía a Miqueas (1 R., 22, 24.): ¿Por dónde se fue de mí el espíritu del Señor, para 326 l'ARTE JII E S TA D O C R 1 S TIA N O CAP. 34 hablarle de ti? Lo cual no puede c~mprenderse de una apari~ ción, porque Miqueas declaró ante los reyes de Israel y Jud:á el acontecimiento de la batalla como una visión, y no como un espíritu que le hablara a éL Del mismo modo se desprende de los libros de los Pro- fetas, que aunque hablaran por el espíritu de Dios, es decir, por Una gracia especial de predicción, su conocimiento del fu- turo no se debía a una aparición que había en ellos, sino a un ensueño o visión sobrenaturaL En el Gn., 2, 7, se dice: Dios hizo al hombre del polvo de la tierra y alentó en su nariz el hálito (spiraculum vitte), y el hombre fue hechó un alma viviente. En este caso, el há- lito de vida inspirado por Dios no significa otra cosa sino que Dios dio vida al hombre; y cuando (Job, 27, 3) se dice: "'1¡entras el espíritu. de Dios esté en mis narices, se quiere decir, mientras yo viva. Así, cuando en 1, 20, se dice: E1 espíritu de la 'L-'ida estaba en las ruedas, equivale a decir las ruedas es/aban vivas. Y (Ex., 2, 30) el espíritu entró en mí y t12e afirmé sobre mis pies, equivale a afirmar, recobré mi fuerza vital con lo cual no se quiere decir que un espíritu o sustancia incorpórea entrara en este cuerpo y lo poseyera. En el cap. 11 de Números, ver. 17, se dice: Yo tomaré (dice Dios) del espíritu que está en ti y lo pondré sobre ellos, ellos soportarán [2 ro] contigo la carga del pueble; es de- sobre los setenta ancianos; a continuación de ]0 cual se dice que dos de los setenta profetizaron en el campamento; algunos se quej<\ron de ello, y Josué deseaba que Moisés se Jo prohibiera, cosa que Moisés no hizo. De ello se infiere que Josué no sabía que ellos hubieran recibido autoridad para ';Jro- ceder así, y para profetizar de acuerdo c(\n los designios de Moisés; es decir, por un espíritu o autoridad subordinado al suyo propio. En el mismo sentido leemos (Dt., 34-, 9) que Josué es- taba lleno con el espíritu de la sabidftría, porque Moisés había puesto sus manos sobre él; es decir, porque le había sido or- dr.nado por Moisés que prosiguiera la obra que él mismo había mmenzado (a saber, la conducción del pueblo de Dios a la. .1 2 7 PARTE III ESTADO CRISTIANO CAP. 34 tierra prometida), pero que, impedido por la muerte, no pudo terminar. En el mismo sentido se dice (Ro., 8, 9) Si algún hombre 110 tiene el espíritu, de Cristo, na es de los suyos; con ello no se significa una aparición de Cristo, sino una sumisión a su doctrina. Como también (1 ] n., 4, 2): Por ello conoceréis el espíritu de Dios; cada espíritu que confiesa que Jesucristo ha venido en carne, es de Dios; con ello se significa el espí- ritu de la cristiandad genuina, o sea la sumisión al principal artículo de la fe cristiana, según el cual Jesús es Cristo; cosa que no puede interpretarse de una aparición. Del mismo modo, las palabras (Le., 41, 1): Y Jesús lleno de E spíritu S anta (es decir, como está expresado en Mt., 4, 1, Y en Mt., 1, 12 del Espíritu Santo), pueden con- siderarse expresivas de celo en la obra para la cual había sido enviado por Dios Padre; pero interpretarlo como una aparición, equivale a decir que Dios mismo (porque era efec- tivamente nuestro Salvador) estaba lleno de Dios, lo cual es una forma de dicción muy inadecuada y sin importancia. Có- mo llegamos a traducir espíritus por la palabra apariciones, que no significa nada en el cielo ni en la tierra sino los ima- ginarios habitantes del cerebro humano, no me detendré a examinarlo; pero diré que la palabra espíritu en el texto no significa tal cosa, sino propiamente una sustancia real, o me- tafóricamente alguna aptitud o afecto extraordinario de la mente o del cuerpo. Los discípulos de Cristo, viéndole caminar sobre el mar (Mt., 14, 26 Y Mr., 6, 49) suponían que era un espíritu, significando con ello un cuerpo aéreo y no un fantasma: en efecto, se dice que todos ellos lo vieron, lo cual no puede ser considerado como una. aberración del cerebro (que no es común a varios, a la vez, cuando se refiere a cosas visibles; si'no sin- gular, a causa de la diferencia de imaginación), sino del cuer- po solamente. Del mismo modo ocurrió cuando fue tomado como un espíritu por los mismos Apóstoles (Le., 24, 3, 7); así también (Hch., 12, 15) cuando San Pedro fue liberado de la prisión, no se dio crédito a la noticia, y cuando la doncella dijo que estaba en la puerta, ello:' dijeron que era su 328 PARTE III ESTADO CR1ST1ANO CAP. 34 ángel; con lo cual debe comprenderse una sustancia corpórea; o habremos de afirmar que los discípulos mismos siguieron la opinión de judíos y gentiles, quienes aseguraban que algunas de tales apariciones no eran imaginarias, sino reales, y tales que no es precisa la fantasía del hombre para darles existencia. A estas apariciones los judíos las llamaban espíritus y ángeles, buenos y malos, como los griegos las denominaban d6monios. Algunas de ellas pueden ser [211] reales y sustanciales, es decir, cuerpos sutiles, que Dios llega a formar con el mismo poder mediante el cual formó todas las cosas, e hizo uso de ellas como de ministros y mensaj eros (es decir, ángeles) para declarar su voluntad, y ejecutarla como le pluguiera, en for- ma extraordinaria y sobrenatural. Pero así formados, son sustancias provistas de dimensión, y ocupan lugar, y pueden ser movidas de un lugar a otro, lo cual es peculiar a los cuerpos; y, por consiguiente, no son apariciones incorpóreos, es decir, fantasmas que no ocupan lugar, ni están en ninguna parte, y en ningún momento, esto es, que pareciendo estar en alg1;n lado no son nada. Pero si lo corpóreo se considera en su acepción más vulgar, como aquellas circunstancias que son perceptibles a nuestros sentidos externos, entonces es sustancia incorpórea una cosa no imaginaria sino real, esto es, una tenue sustancia invisible, pero dotada de las mismas di- mensiones que los cuerpos más gruesos. Bajo la denominación de ÁNGEL se comprende generalmen- te un mensajero, y con más frecuencia un mensajero de Dios. y bajo la denominación de mensajero de Dios se significa una cosa que revela su extraordinaria presencia, o sea, la mani- festación extraordinaria de su poder, especialmente por un sueño o visión. Respecto a la creación de los ángelés nada se halla mani- festado en la Escritura. Que son espíritus se repite con fre- cuencia; pero bajo la denominación de espíritu se significa en la Escritura y vulgarmente, como entre judíos y gentiles, a veces los cuerpos tenues, como el aire, el viento, los espíritus vitales y animales de las criaturas vivas, y a veces las imágenes que se producen en la fantasía de sueños y visiones, éstas no son sustancias reales ni duran mucho más tiempo que el sueño PARTE 1/1 ESTADO CR1S1'IANO CAP. 34 o visión en que aparecen; tales apariciones, aunque no son sus- tancias reales, sino accidentes del cerebro, cuanao Dios las suscita sobrenaturalmente para significar su voluntad, no son impropiamente denominadas mensajeros de los dioses, es de- cir, sus ángeles. Los gentiles concebían vulgarmente la imagineda del ce- rebro ~omo cosas que realmente subsisten sin él, y que no de- penden de la fantasía; a base de esa cúncepción trazaban sus opiniones sobre los demonios, benéficos o maléficos, a los que, como parecían subsistir realmente, les llamaban sust(mcias, y como no podían sentirlos con sus manos, los consideraban incorpóreos; así también, los judíos, basándose en análoga ra- zón, sin ninguna cosa en el Antiguo Testamento que les cons- triñera a ello, opinaban generalmente (con excepción de la secta de los saduceos) que tales apariciones (a veces Dios se complacía en producirlas en la fantasía de los hombres, para su pmpio servicio, y por consiguiente les llamaba sus ángeles) no eran sustancias dependientes de la fantasía, sino criaturas permanentes de Dios; por tal razón, las sustancias que imagi- naban ser beneficiosas para ellos las estimaban como ánge- les de. Dios, y aquellas otras que les dañaban, llamábanlas án- geles malos o espíritus malignos; tales como el espíritu de Pitón, y los espíritus de los locos, lunáticos y epilépticos, esti- mando que los individuos perturbados con tales enfermedades eran demoníacos. Ahora bien, si consideramos los pasajes del Antiguo Tes- tamento donde se hace mención de los ángeles, encontraremos que en la mayor parte de los casos no puede [2 r 2 ] compren- derse bajo la palabra ángel, sino cierta imagen (sobrenatural- mente) suscitada en la fantasía, para significar la presencia de Dios en la ejecución d_e alguna obra sobrenatural; y, por con- siguiente, en el resto, cuando su naturaleza no está expresa, puede comprenderse de la misma manera. Leemos, por ejemplo, en Gn., r6, que la misma apari- ción se denomina no solamente ángel, sino Dios; lo que (ver. 7) se llama el ángel del Señor, dice a Agar en el décimo ver- sículo: Yo multiplicaré tu linaje superabundantemente; esto significa que hablaba Dios en persona. Esta aparición no era 33° PARTE flJ ESTADO CRISTlANO CAP. 34 una imagen figurada, sino una voz. Por ello es manifiesto que ángel no significa, aquí, otra cosa sino Dios mismo, ha- ciendo que Agar escuchara sobrenaturalmente una voz del cie- lo; o más bien, no es otra cosa sino una voz sobrenatural, que testifiéa la presencia especial de Dios, allí. Por consiguiente, ¡por qué razón los ángeles que aparecieron a Lot y que son llamados Men en Gn;, 19, 13, Y a los que, aunque eran dos, Lot les habla (ver. 18) como si fuera uno, y a este uno, como a Dios (porque los términos en que se expresó eran los si- guientes: Lot les dijo: No, yo os ruego, mi Señor) no habían de ser considerados como imágenes de hombres, formados so- brenaturalmente en la fantasía, del mismo modo que antes se comprendía como ángel una voz imaginaria? Cuando el ángel llamó a Abraham desde el. cielo, para que detuviera su mano (Gn., 22, ll) al ir a sacrificar a Isaac, no hubo aparición sino una voz; no obstante lo cual esta voz se consideró con propie- dad como mensajero o ángel de Dios, porque declaró sobre- naturalmente la voluntad del Señor, ahorrando el trabajo de suponer apariciones permanentes. Los ángeles que Jacob vio en la escala celeste (Gn., 28, 12) fueron una visión de su sueño; por consiguiente, sólo fantasía y sueño; pero siendo sobrenaturales y signos de la presencia especial de Dios, estas apariciones pueden propiamente denominarse ángeles. Otro tanto puede comprenderse cuando Jacob dice (Gn., 31, ll): El ángel del Señor se me apareció en sueños. En efecto, una aparición a un hombre durante su sueño es lo que los hom- bres llaman un ensueño, ya sea natural o sobrenatural; y lo que Jacob llamaba u!). ángel, en aquel caso, era Dios mismo, por- que el mismo ángel dice (ver. 13): Yo soy el Dios de Bethel. Así también (Ex., 14, 9) el ángel que iba delante del ejército de Israel en el Mar Rojo, y que, después, se situó tras de él (ver. 19) es el Señor mismo, y no apareció en figu- ra de un hombre hermoso, sino durante el día en forma de una columna de nubes, y durante la noche en forma de una columna de juego: esta columna era toda la aparición, y el ángel la prometió a Moisés (Ex., 14, 9) como guía de los ejércitos; afírmase que esta columna de nubes descendió y se mantuvo junto al Tabernáculo, y que hab16 con Moisés. 33 1 PARTE IU ESTADO CRISTIANO CAP. 34 Veis, aquí, movimiento y palabra, que comúnmente se atri- buyen a los ángeles, atribuídos a una nube, porque la nube servía como signo de la presencia de Dios; y no por ello dejaba de ser un ángel como si . hubiera tenido la forma de un hombre, o de un niño de incomparable belleza, o con alas, como usualmente suelen pintarse, para falsa instrucción de las gentes . vulgares. En efecto, no es su figura sino su uso lo que hace de ellos ángeles. Ahora bien, su finalidad es ser expre- sión de la presencia de Dios en las operaciones sobre- [213] naturales, como cuando Moisés (Ex., 33, 14.) deseó que Dios fuera con él por el camino (como siempre lo había hecho, an- tes de adorar el becerro de oro). Dios no contesta: Yo ,iré, ni yo enviaré un ángel en mi lugar, sino: Mi presencia irá contigo. Mencionar todos los pasajes del Antiguo Testamento don- de se halla el nombre de ángel, sería demasiado prolijo. Por consiguiente, digo, para comprender todo esto de una vez, que no hay texto en esta parte del Antigo Testamento que la Igle- sia de Inglaterra considere como canónico, y del que podamos deducir que existe, o ha sido creada una cosa permanente ( comprendida bajo la denominación de espíritu o ángel) que no tiene cantidad, y que no puede ser dividida por el enten- dimiento, es decir, considerada por partes, de tal modo que una parte esté en un lugar y la parte próxima en el lugar inmediato a aquél; en suma, que no es corpórea (tomando como cuerpo aquello que es alguna cosa y está en algún lugar) ; pero que en cada pasaje el sentido sustentará la interpretación de ángel por mensajero, como San Juan Bautista se denomina un ángel, y Cristo el ángel del pacto, y como (de acuerdo con una analogía parecida), la paloma y las lenguas de fuego pueden ser denominadas también ángeles, como signos que son de la presenci~ especial de Dios. Aunque encontramos en Da- niel dos nombres de ángeles, Gabriel y Miguel, es evidente, por el texto mismo (Dn., 12, 1) que por Miguel se significa Cristo, no como ángel, sino como príncipe; y que Gabriel (co- mo otras apariciones análogas que en su sueño tuvieron algunos santos varones) no era sino un fantasma sobre la ciudad, por el cual le pareció a Daniel, en su sueño, que dos santos es- 33 2 PARTE TU ESTADO CRISTIANO CAP. 34 taban conversando, y \lno de ellos decía al otro: Gabriel, ha- gamos que este hombre comprenda su visión. En efecto, Dios no necesita distinguir por nombres sus celestes servidores, ya que tales nombres son solamente útiles para la limitada me- moria de los M,)rtales. Tampoco en el Nuevo Testamento exis- te ningún lugd.r a base del cual pueda probarse que los ángeles (excepto r:..lando son puestos para aquellos hombres a quienes Dios ha hecho mensajeros y ministros de su palabra o de sus obras) son cosas permanentes y, por añadidura, incorpóreas. Que son permanentes puede inducirse de las palabras de nuestro mismo Sal vadar (Mt., 2 S, 4 1) cuando dice que a los mal vados se les dirá en el día del Juicio: Apartaos, malditos, al fuego eterno, preparado para el diablo y para sus ángeles; este pa- saje prueba la existencia de los ángeles malos (a menos que pensemos que las palabras el demonio y sus ángeles puedan ser comprendidas como los adversarios de la Iglesia y sus ministros; pero, entonces, es repugnante a su inmaterialidad, porque el fuego eterno no es castigo para sustancias impasi- bles, como son las cosas incorpóreas. Por consiguiente, los án- geles no está probado que lo sean. Del mismo modo, cuando San Pablo dice (1 Ca., 6, 3): ¿No sabeis que juz.garemos los ángeles? y (2 P., 2, 4): Porque si Dios no perdonó a los ángeles que habían pecado, sino que los precipitó en el infierno, y (Jud. 1, 6): Y los ángeles que no conservaron su primitivo estado, sino que dejaron su propia habitación. Él les ha reser- 'vado bajo la oscuridad en prisiones eternas hast~ el Juicio del día postrero, aunque estos pasajes prueban la permanencia de la naturaleza angélica, confirman también su materialidad; y (Mt., 22,30): Porque en la resurrección, ni los hombres [ 21 4] tomarán mujeres, ni las mujeres maridos, pues son como los ángeles de Dios en el cielo; pero en la resurreción los hombres serán permanentes, no incorpóreos; así son también, por con- siguiente, los ángeles. Otros diversos pasajes existen, de los cuales puede extraer- se la misma conclusión. Para los hombres que comprenden el significado de estas palabras, sustancia e incorpóreo, si la pala- bra incorpóreo se toma no como un cuerpo sutil, sino como carencia de cuerpo, ellas implican una contradicción: lo mismo 333 PARTE /11 ESTADO CRISTIANO CAP. 34 que decir que un ángel o espíritu (es, en este sentido,) una sustancia incorpórea, significa afirmar, en efecto, que no es ángel ni espíritú' en absoluto. Considerando, por consiguiente, el significado de la palabra ángel en el Antiguo Testamento, y la naturaleza de los sueños y visiones que ocurren a los hom- bres por la vía ordinaria de la naturaleza, yo me inclino a opinar que los ángeles no fueron otra cosa sino apariciones sobrenaturales de la fantasía, suscitados por la especial y ex- traordinaria actuación de Dios, para hacer, con ello, conocida su presencia y sus mandatos al género humano, y principal- mente a su propio pueblo. Ahora bien, los diversos pasajes del Nuevo Testamento, y las palabras propias de nuestro Sal- vador! en aquellos textos en que no hay sospecha de corrup- ción en la Escritura, han arrancado de mi débil razón un conocimiento y creencia de que existen, también, ángeles sus- tanciales y permanentes. Pero creer que no están en ningún lugar, es decir, en ninguna parte, esto es que no son nada, como dicen (aunque indirectamente) quienes los consideran incor- póreos, no puede ser evidenciado por la Escritura. Del significado de la palabra espi,.;ttt depende el de la palabra INSPIRACIÓN, que o bien ha de tomarse con propiedad, y entonces no es otra cosa sino la penetración, en un hombre, de un aura fina y sutil, o viento, a la manera como se insufla aire en una vejiga; o si los espíritus no son corpóreos, sino que su existencia ~e debe solamente a la fantasía, no es otra cosa sino la insuflación de un fantasma, dicción que resulta impropia e imposible, ya que los fantasmas no existen) sino que solamente parecen ser algo. Por consiguiente, esta palabra se usa en la Escritura sólo de modo metafísico; como (Gn., 2, 7) cuando se dice que Dios inspiró al hombre el aliento de la vida., no se significa otra cosa sino que Dios le imbuyó su moción vital. En efecto, no hemos de pensar que Dios hizo primero un aliento vivo, y luego lo insufló en Adán, después de hacer a éste, ya fuese dicho aliento real o ima- ginario; sino solamente (Hch., 17,27) que le dió vida y alien- to, es decir, que hizo de él una crÍatura viva. Y cuando se dice (2 Ti., 3, 16) que toda la Escritura está dada por ins- piración de Dios, con referencia a la Escritura del Antiguo 334 PARTE /11 ESTADO CRISTIÁNO CAP. 34 Testamento, es una simple metáfora para significar que Dios inclinó e! espíritu o la mente de aquellos escritores a escribir lo que sería útil para enseñar, reprobar, corregir e instruir a los hombres, en e! modo de vivir rectamente. Pero cuando San Pedro (2 P., 1, 21) dice que la profecía no fue, en los tiempos pasados, traída por la voluntad del hombre, SitlO que los santos varones de Dios hablaban como si estuvieran movi- dos por el Espíritu Santo, por Espíritu Santo se comprende la voz de Dios en un sueño o visión sobrenatural, lo cual no es inspiración: ni cuando nuestro Salvador, depositando su aliento sobre sus discípulos dice: Recibid el Espíritu Santo, no era este hálito espiritual sino un signo de las gracias espiri- tuales que Él les trasmitía. Y aunque se [215] dice de mu- chos y aun de nuestro Salvador mismo, que estaba lleno con el Espíritu Santo, esta plenitud no debe comprenderse como infusión de la sustancia de Dios, sino como acumulación de sus dones, tales como, por ejemplo, e! don de santidad de vida, o e! de lenguas, y otros semejantes, ya sean alcanzados sobre- naturalmente o por medio de! estudio o la laboriosidad; por- que en todos los casos se trata de dones de Dios. Así, de! mismo modo, cuando Dios dice (JI., 2,28): Yo derramé mi espíritu sobre toda carne, y profetizarán vuestros hijos y vues- tras hijas, y vuestros viejos soñarán sueños, y vuestros jóvenes "v'erán visiones, no hemos de comprenderlo en sentido propio como si su espíritu fuese análogo al agua, y fuese susceptible de efusión o infusión, sino como si Dios hubiera prometido darles sueños proféticos y visiones. Porque e! uso propio de la palabra infuso, con referencia a las gracias de Dios, es abusivo, porque esas gracias son virtudes, no cuerpos para ser llevados de un lugar a otro o para ser imbuídos en los hombres, como en barriles. De la misma manera, tener inspiración en sentido propio, () decir que los espíritus de Dios entraron en los hombres para hacerles profetizar, o los espíritus malos en los que se vuelven frenéticos, lunáticos o epilépticos, no es tomar la palabra en e! sentido de la Escritura, porque e! espíritu en (" IIa se toma como e! poder de Dios que actúa por causas para nosotros desconocidas. Como también (Hch., 2, 2) e! 335 PARTE 111 ESTADO CRISTIANO CAP. 34 viento, que, según se dice en ese pasaje, llenó la casa donde los Apóstoles estaban reunidos el día de la Pentecostés, no debe comprenderse como el Espíritu Santo, que es la deidad misma, sino como signos externos de la actuación especial de Dios sobre sus corazones, para hacer en ellos efectivas las gracias internas y santas virtudes que Él consideraba necesarias para la realización de su apostolado. [2161 PARTE 111 ESTADO CRI&TIANO CAP. 35 CAPITULO XXXV De la Significación de REINO DE DIOS, de SANTO, SAGRADO Y SACRAMENTO, en la Escritura El reino de Dios en los escritos de los religiosos, y espe- cialmente en los sermones y tratados de devoción, se consi- dera muy comúnmente como la felicidad eterna, después de esta vida, en el altísimo cielo, al cual se llama también reino de la gloria; a veces, como santificación (lo más serio de esta felicidad), que los religiosos denominan reino de la gracia; pero nunca se considera como monarquía, es decir, como poder soberano de Dios sobre los súbditos, adquirido por su propio consentimiento, que es la auténtica significación de reino. Por el contrario, encuentro que la frase REINO DE DIOS se emplea en varios pasajes de la Escritura para significar un reino propiamente así llamado, constituído de manera peculiar por los votos del pueblo de Israel, donde fue elegido Dios como rey de ese pueblo por pacto hecho con él, al prometerle Dios la posesión de la tierra de Canaán. Raras veces se usa en forma metafórica, y entonces se toma como dominio sobre el pecado (y solamente en el Nuevo Testamento) porque un dominio como ese, cada súbdito debe tenerlo en el reino de Dios, y sin perjuicip para el soberano. Ya desde la Creación, no solamente reinaba Dios sobre todos los hombres, de modo natural, por su potencia, sino que tenía también súbditos peculiares, a los cuales trasmitía sus mandatos por medio de una voz, como un hombre habla a ()tro. De este modo reinó s00re Adán, y le ordenó que se abs- tuviera del árbol de la ciencia del bien y del mal; no obedec!ó, sino que, probando el fruto de dicho árbol, propúsose ser ~'CffiO Dios~ juzgandü entre el bien y el mal, no por mandato de su Creador, sino por su propio designio; y así su castigo f llt: .una privación del estado de vida eterna, en que Dios le 337 PARTE 111 ESTADO CRISTIANO CAP. 35 había creado. Posteriormente Dios castigó su descendencia, a causa de sus vi~ios, con un diluvio universal, exceptuando sólo ocho personas; y en estos ocho consistió el reino de Dios. Más tarde, plugo a Dios h'lblar a Abraham y (Gn., I7, 7, 8) hacer un pacto con él, en estas pahbras: Y estableceré mi pacto entre yo y tú, y tu simien!t? después de ti, en sus generaciones, por un pacto pt!'rpetuo, para ser un Dios para ti y para tu descendencia después de ti. Y te daré a ti y a tu simiente después de ti la tierra en que eres extranjero, toda la tierra de Canaán, en posesión perpetua. En este pacto Abra- ham promete por sí mismo y por su posteridad obedecer cuan- do el Señor Dios le hable; y Dios por su parte promete a Abraham la tierra de Canaán como una posesión eterna. [2I7] y como testimonio y símbolo de pacto, ordenó (ver. I I) el sacramento de la circuncisión. Es esto lo que se llamó el viejo pacto o testamento, y contiene un contrato entre Dios y Abra- ham, en virtud del cual Abraham se obliga por sí mismo y por su posteridad, a quedar sujeto a la ley positiva de Dios de una manera peculiar, ya que a la ley moral estaba obligado antes, por un juramento de alianza. Y aunque el nombre de rey no se da todavía a Dios, ni el de reino a Abraham y su semilla, la cosa es la misma, a saber: una institución por pacto, de la peculiar soberanía de Dios sobre la descendencia de Abraham, que en la renov;¡.ción del mismo pacto por Moisés en el monte SinaÍ se llamó expresamente un peculiar reino de Dios sobre los judíos; y es de Abraham (no de Moisés) que San Pablo dice (Ro., 4, II) que es el padre de los creyentes, es decir, de los que son leales y no violan el pacto jurado a Dios, entonces por la circuncisión, y posteriormente, en el Nue- vo Testamento, por el bautismo. Este pacto, al pie del monte Sinaí, fue renovado por Moisés (Ex., I9, 5) cuando el Señor ordenó a Moisés que hablara al pueblo de esta manera: Si quereis obedecer mi voz y observar mi pacto, sereis un pueblo peculiar para mí porque toda la tierra es mía; y sereis para mí un reino sacerdotal y una nación santa. Para la frase pueblo peculiar, el latín vul- gar tiene pecul¡11m de cunctis populis: la traducción inglesa hecha en los comienzos del reinado del rey Jacobo tiene un 33 8 PARTE 111 ESTADO CRISTIANO CAP. 35 peculiar treasure unto me above of al! nations, y el francés de Ginebra, la joya más preciosa de todas las naciones. Pero la tF9.ducción más fiel es la primera, porque está confirmada por San Pablo mismo (Tit., 2, I4) cuando dice, aludiendo a este pasaje; que nuestro bendito Salvador se dio Él mismo por nosotros con objeto de purificarnos para sí mismo, como un pueblo peculiar (es decir, extraordinario): la palabra en grie- go es JtEQLOÚOLOC;. que se opone comúnmente a la palabra EJttOÚOLOC;; y como ésta significa ordinario, cotidiano o (como en la plegaria del Señor) de cada día, así la otra significa lo que es excedente, acumulado o agregado de una manera es- pecial, lo que los latinos llaman peculium; y esta significación del pasaje está confirmada por la razón que Dios dio de ello, que sigue inmediatamente, cuando añade: Porque toda la tie- rra es mía, como si dijera: Todas las naciones del mundo son mías; pero no es que vosotros seais míos, sino de una manera especial, porque todos vosotros sois míos por razón de mi po- der, pero debeis serlo por vuestro propio consentimiento y pacto, lo cual es una adición a su título ordinario, respecto a todas las naciones. Otro tanto se confirma de nu~vo, con palabras expresas, en el mismo texto: Sereis para mí un reino sacerdotal, y una na- ción santa. En latín vulgar se dice regnum sacerdotale, con 10 cual coincide tanto la traducción de este pasaje (1 P., 2, 9) sacerdotium regale, un sacerdocio real, como también la institución misma por la cual nadie puede entrar en el sanctum sanctorum, es decir, que nadie puede inquirir la voluntad de Dios) inmediatamente, de Dios mismo, sino, sólo, el Sumo Sacerdote. La traducción inglesa antes mencionada, siguiendo la de Ginebra, habla de un reino de sacerdotes, con lo cual se significa la [218] sucesión de un Sumo Sacerdote después de otro, o de lo contrario no está de acuerdo con San Pedro, ni con el ejercicio del alto sacerdocio. En efecto, sólo el Sumo Sacerdote podía informar al pueblo de la voluntad de Dios; ni a la asamblea de sacerdotes le era permitido en- trar en el sanctum sanctorum. A su vez, el título de nación santa confirma 10 mismo, porque santo significa lo que es de Dios por derecho especial, 339 PARTE 111 ESTADO CRISTIANO CAP. 35 no general. Toda la tierra (como se dice en el texto) es de Dios, pero no toda la tierra se llama santa, sino sólo aquella que se destinó singularmente a su servicio especial, como fue la nación de los judíos. Es, por consiguiente, bastante ma- nifiesto por este pasajeJ que bajo la designación de reino do Dios se comprende propiamente un Estado instituído (por consentimiento <;le los que están sujetos a él) para su gober- nación civil y para la regub.ción de su conducta, no sólo con respecto a Dios su rey, sino a cualquier otro punto de justicia, y hacia otras naciones, tanto en guerra como en paz, esto, propiamente, era un reino donde Dios aparecía como rey, y el Sumo Sacerdote había de ser (después de la muerte de Moisés) su único virrey o lugarteniente. Pero existen otros muchos pasajes que prueban claramente lo mismo. En primer lugar (1 S., 8, 7) cuando los ancianos de Israel (agraviados por la corrupción del hijo de Samuel) pidieron un rey, Samuel mostró su desagrado, y se quejó al Señor, y el Señor contestándole, le dijo: Escucha la voz del pueblo, porque ellos no te han desechado a ti, sino que me han desechado a mí, para que no reine sobre ellos. De lo cual se evidencia que Dios mismo era entonces su rey; y Samuel no regía al pueblo, sino solamente .le comunicaba lo que Dios estatuía de tiempo en tiempo. A su vez (1 S., 12, 12), cuando Samuel dijo al pueblo: Cuando visteis que el rey de los hijos de Ammón venía con- tra vosotros, me dijisteis: No, sólo un rey debe reinar sobre nosotros, si el Señor vuestro Dios era vuestro rey, es manifies- to que Dios era su rey, y gobernaba el régimen civil de su Estado. y después de que los israelitas repudiaron a Dios, los Profetas presagiaron su restitución; por ejemplo, cuando (Is., 24, 23) manifestaba: Pues la luna se avergonzará y el sol se confundirá, cuando el Señor de los ejércitos reine en el monte de Sión y en ] erusalem, entonces hablaba expresa- mente de s~ reino en Sión y en Jerusalem, es decir, de su reino sobre la tierra. Y (Mi., 4, 7): Y el Señor reinará so- bre ellos en el monte de Sión: este monte de Sión está en Jerusalem sobre la tierra. Y (Ez., 20, 33): Vhm yo, dice el 34° PARTE JlI ESTADO CRISTIANO CAP. 35 Seiior Dios, seguramente con una mano poderosa y un braz.o extendido y con el enojo derramado, y gobernaré sobre vos- otros; y (ver. 37): Yo os haré pasar bajo la vara, y os llevaré a la sumisión del pacto; es decir, reinaré sobre vosotros, y os haré obedecer el pacto que hicisteis conmigo por conducto de Moisés, y que quebrantasteis en vuestra rebelión contra mí en los días de Samuel y en vuestra elección de otro rey. Yen el Nuevo Testamento, el ángel Gabriel dice de nues- tro Salvador (Lc., 1, 32., 33): Éste será grande, y será lla- mado hijo del Altísimo, y el Señor le dará el trono de su padre [219] David; y reillará sobre la casa de J acob por siempre; y de su reino 110 habrá jill. Este es, también, un reino sobre la tierra; en efecto, la revelación de ese reino, como enemigo de César, fue causa de su muerte; el título inscrito en su cruz era Jesús de N az.areth, rey de los judíos; Él fue coronado en son de burla, con una corona de espinas; y para su proclamación, se dice de los discípulos (H ch., I7, 7): E hicieron todo esto contra los decretos del César, diciendo que existía otro rey, Jesús. Por consiguiente el reino de Dios es un reino real, no metafórico; y así está tomado no sólo en el Antiguo Testamento, sino en el Nuevo; cuando decimos Porque tuyo es el reino, el poder y la gloria, ha de entenderse el reino de Dios, por la fuerza de nuestro pacto, no por el derecho del poder divino. Este reinado divino 10 tuvo siem- pre, así que sería superfluo decir en nuestra plegaria: Venga a nos tu reino, a menos que no signifiquemos la restauración del reinado de Dios por Cristo, que por la rebelión de los israelitas había sido interrumpido en la elección de Saúl. Ni hubiera sido exacto decir: El reino del cielo está a Jo, mano, o decir en nuestro rezo: Venga a nos tu reino, si éste hubiera continuado. Existen t~ntos otros pasajes que confirman esta interpre- tación, que sería extraño que no existiese una mayor noticia de ello, sino la abundante luz que da a los reyes cristianos para advertir sus derechos al gobierno eclesiástico. Esto han observado quienes en lugar de reino sacerdotal traducen reino de los sacerdotes; porque con la misma razón podrían traducir . uñ sacerdocio regio (como existe en San Pedro) por Un sacer- 34 1 PARTE III ESTADO CRISTIANO CAP. 35 dacio de reyes. Y del mismo modo que como eq!1ivalencia de pueblo peculiar pusieron una preciosa joya o tesoro, del mismo modo cabría llamar al regimiento o compañía especial de un general, la preciosa joya o tesoro de éste. En resumen, el reino de Dios es Un reino civil, que con- siste: primero, en la obligación del pueblo de Israel de ob- servar aquellas leyes que Moisés les trajo del monte Sinaí, y que posteriormente el Sumo Sacerdote, en tiempo oportuno, había de entregarles' delante de los querubines en el sanc- tum s(wctorum; y habiendo quedado interrumpido este reino en la elección de Saúl, predijeron los Profetas que sería res- taurado por Cristo; y la restauración de ese reino es la que a diario suplicamos cuando decimos en el Padre Nuestro: Venga a 1toS tu reino; y el d;::recho a ello que reconocemos cuando agregamos: Porque tuyo es el reino, el poder y la gloria, por los siglos de los siglos, amén; y la proclamación del mismo, por la predicación de los Apóstoles, para la cual los hombres estaban preparados por quienes enseñan los Evan- gelios; abrazar estos Evangelios (es decir, prometer obediencia al gobierno de Dios) es hallarse en el reino de la gracia, por- que Dios les ha dado gratuitamente el poder de ser súbditos (es decir, hijos) de Dios posteriormente, cuando Cristo venga en Majestad para juzgar al mundo, y actualmente para go- bernar a su propio pueblo, lo que se llama reino de la gloria. Si el reino de Dios (también llamado reino del cielo, por la gloria y admirable excelsitud de este trono) no fuera un reino que Dios ejerciere sobre la tierra por sus tenientes o vicarios que [220] transmiten sus órdenes al pueblo, no hubiesen exis- tido tantas disputas y guerras acerca de quié t1 sea aquel por el cual Dios habla a nosotros; ni los diversos sacerdotes se hu- bieran conturbado ellos mismos con la jurisdicción ospiritual, ni ningún rey se las hubiese denegado. A parte de esta interpretación literal del reino de Dios, surge también la verdadera interpretación de la palabra SAN- TO: es ésta una palabra que en el reino de Dios corresponde a lo que los hombres, en sus reinos, suelen denominar' PÚBLICO, es decir, los reyes. 342 PARTE III ESTA])O CRISTIANO CAP. 35 El rey de un país es la persona pública o representante de todos sus súbditos, y Dios, el rey de Israel, era el único Santo de Israel. La nación gue está sujeta a un soberano te- rrenal es la nación de este soberano; es decir, de la persona pública. Así, los judíos, que eran la nación de Dios, fueron denominados (E:x:., 19, 6) una nación santa. En efecto, se considera como santo, o bien Dios mismo o lo que es Dios en propiedad, del mismo modo que se considera público, o bien la persona del Estado mismo o algo que es del Estado, no pudiendo ninguna persona particular reclamar su posesión. Por consiguiente el sábado (día de Dios) es un día santo; el templo (casa de Dios), una casa santa; los sacrificios, diez- mos y ofrendas (tributos de Dios), obligaciones santas; los sa- cerdotes, profetas y reyes ungidos, bajo Cristo (ministros de Dios), hombres santos; los espíritus ministeriales celestes (mensajeros de Dios), ángeles santos, y así sucesivamente; y dondequiera que lá palabra santo se emplea propiamente, siem~'re significa algo de propiedad, obtenida por consenti- miento. Al decir: Sa1itificado 5,'a tu nombre, suplicamos a Dios la gracia de observar su primer mandamiento, de no tener otros dioses que él. El género humano es la nación de Dios en propiedad; pero los judíos solamente fueron una nación santa. ¡Por qué razón, sino porque se convirtieron en su propiedad en virtud del pacto? La palabra profano se usa habitualmente en la Escritura como equivalente a la de común; por lo tanto, los términos opuestos, santo y propio, deben ser lo mismo en el reino de Dios. Pero en el orden figurado se denominan también santos aquellos hombres que llevan una vida divina, como si estu- vieran apartados de todos los designios terrenales y plenamente consagrados y entregados a Dios. En sentido propio lo que se hace santo por los dioses, apropiándolo o separándolo para su propio uso, se dice que está santificado por Dios, como el sép- timo día en el cuarto mandamiento; y como al elegido, en el Nuevo Testamento, se le dice que está santificado cuando que- dó ungido por el espíritu de la divinidad. Y lo que se hace santo por la dedicación de los hombres, y se entrega a Dios, p:<ra ser usado únicamente en su servicio público, se denomina 34-3 PARTE III ESTADO CRISTIANO CAP. 35 también SAGRADO, Y se dice que está consagrado, cumo los tem- plos y otros recintos de plegaria pública, y sus utensilios, sacerdotes y ministros, sacrificios, ofrendas y la materia externa de los sacramentos. Existen tres grados de santidad: porque de aquellas cosas que se apartan para el servicio de Dios, unas pueden ser apar- tadas de nuevo para un servicio especial. La nación entera de los israelitas era un pueblo santificado a Dios; pero la tribu de Leví era, entre los [221] israelitas, una tribu santa; y entre los _levitas, los sacerdotes eran más santos aún; y entre éstos, el Sumo Sacerdote era el más santo de todos. Así también, el país de Judea era la Tierra Santa; pero la Ciudad santa en que Dios había de ser adorado, era más santa; y a su vez el templó, más santo que la ciudad; y el sanctum sanctorum, más santo que el resto del templo. Un SACRAMENTO es una separación de alguna cosa visible para uso común, y una consagración de ello al servicio de Dios, bien sea como signo de nuestra admisión al reino de Dios, para figurar en el número de su pueblo peculiar, o para con memo ración del mismo. En el Antiguo Testamento, el signo de ad- misión era la circuncisión; en el Nuevo Testamento, el bautismo. La conmemoración de ello en el Antiguo Testamen- to era la comida (en una cierta época de aniversario) del cor- deropascual, con lo cual- se recordaba la noche en que los judíos fueron liberados de su esclavitud en Egipto; y en el Nuevo Testamento la celebración de la Cena del Señor, con lo cual se nos recuerda nuestra liberación de la esclavitud del pecado, por nuestro bendito Salvador, que murió en la cruz. Los sacramentos de admisión no se usan sino una vez, porque nadie necesita ser admitido más de una; pero como necesita- mos ser recordados con frecuencia de nuestra liberación o de nuestra alianza, los sacramentos de conmemoración necesitan ser reiterados. Y éstos son los principales sacramentos, y sig- nifican juramentos solemnes que hacemos de nuestra alianza. Existen, también, otras consagraciones que pueden ser llama- das sacramentos, puesto que la palabra no significa otra cosa sino consagración al servicio de Dios; pero cuando implica un juramento o promesa de una alianza a Dios, no existían en el 344 PARTE /11 ESTA.DO CRISTIANO CA.P·35 Antiguo Testamento otras formas que la circuncisión y la ex- tremaunción, ni había otras en el Nuevo Testamento, sino el bautismo y la Cena del Señor. [222] 345 PARTE 111 ESTADO CRISTIANO CAP. 36 CAPITULO XXXVI De la PALABRA DE DIOS y de los PROFETAS Cuando aquí se hace referencia a la palabra de Dios o del hombre, no se significa una parte de la oración, como aquellas que los gramáticos denominan un nombre o un verbo, o un simple vocablo sin relación con otras palabras que lo hagan significativo, sino una oración o discurso perfecto, mediante el cual, el que habla afirma, niega, ordena, promete, amenaza, desea o interroga. En este sentido no es vocabulum, que sig- nifica una palabra, ~ino sermo (en griego, AOyoc;), es decir, cierta oración, discurso o enunciació11. Además, si decimos la palabra de Dios, o del hombre, puede comprenderse, a veces, el que habla (como las palabras que Dios ha hablado, o que un hombre ha expresado); sentido en el cual, cuando decimos el Evangelio de San Mateo, com- prendemos que San Mateo ha sido su autor. A veces se signifi- ca el sujeto; en esta acepción, cuando leemos en la Biblia: Las palabras de los días de los reyes de Israel o de ludá, se sig- nifica que los actos que fueron realizados en aquellos días fueron el tema de dichas palabras. Y en el griego, que (en la Escritura) retiene muchos hebraísmos, por palabra de Dios se significa muchas veces no lo que ha sido enunciado por Dios, sino lo concerniente a Dios y su gobierno, es decir, la doctrina de la religión, hasta el punto de que es una misma cosa decir Myoc; 8wlí y theologia, que es aquella doctrina que so- lemos llamar divinidad, como resulta manifiesto en los pasajes siguientes (!-ich., I3, 46): Entonces Pablo y Bernabé; usando de libertad, dijeron: Fue necesario que la palabra de Dios fuera primeram811te enunciada a vosotros, pero como la dese- chais de 'I..-'osotros y os juzgais indignos de la ~I.'ida eterna, he aquí que nos volvemos a los gentiles. Lo que aquí se denomina palabra de Dios era la doctrina de la religión cristiana, como evidentemente se deduce de lo antedicho. Y (H ch., 5, 20) 346 PARTE IU ESTADO CRISTIANO CAP. 36 cuando se dice a los Apóstoles, por un ángel : Id Y hablad en el templo todas las palabras de esta <vida, "con las palabras de esta vida" se significa la doctrina del Evangelio, como es evi- dente por lo que hicieron en el templo, y como también se expresa en el último versículo del mismo capítulo. Y todos los días, en el templo y en cada casa, no cesaban de enseñar y predicar a Jesucristo. En este pasaje es manifiesto que Jesu- cristo era el tema de esta palabra de vida o, lo que viene a ser igual, el tema de las palabras de esa vida eterna que nuestro Salvador les ofreció. Así (Hch., 15, 7) la palabra de Dios se denomina la palabra del Evangelio, porque contiene la doc- trina del reino de Cristo; y la misma palabra (Ro., 10, 8, 9) se denomina la palabra de fe, que significa, como allí está expresado, la doctrina de Cristo que viene y surge de la muerte. [223] Así, también (Mt., 13,19): Cuando uno escucha la palabra del Reino, es decir, la doctrina del reino enseñado por Cristo. A su vez se dice (H ch., 12, 24) que la misma palabra crece y se multiplica, cosa que es fácil de comprender respecto de la doctrina evangélica, pero ardua y extraña cuando se refiere ala voz o palabra de Dios. En el mismo sentido, la doctrina de los demonios no significa las palabras de un diablo, sino la doctrina de los paganos concerniente a los demonios, y a aquellos fantasmas que adoraban como dioses. Considerando estas dos significaciones de la PALABRA DE DIOS, tal como resultan de' la Escritura, es manifiesto, en este último sentido (en el cual se toma por la doctrina de la reli- gión cristiana), que la Escritura entera es la palabra de Dios; pero no en el primer sentido. Por ejemplo, aunque las palabras Yo soy el Señor Dios, ete., al final de los diez mandamientos, fueron pronunciadas por Dios a Moisés, el prefacio Dios pro- nwnció estas palabras y dijo, debe comprenderse como las pa- labras de quien escribió la Historia Sagrada. La palabra de Dios, cuando se toma por lo que ha manifestado, se compren- de a veces propiamente, a veces metafóricamente. Propiamente, en las paIabras que ha comunicado a sus profetas; metafórica- mente, por su sabiduría, poder y eternos designios~ al crear el mundo; en esta acepción aquellos fiats : Hágase la luz, hágase el firmamento~ hágase el hombre~ etc. (Gn., 1), son la pala- 347 PARTE IU ESTADO CRISTIANO CAP. 36 bra de Dios. Yen el mismo sentido se dice (In., 1,3): Todas las cosas fueron /¡echas por Él, y sin Él nada de lo hecho hubiera sido hecho. Y (He., 1, 3): Él sustenta todas las cosas por la palabra de su poder, es decir, por el poder de su palabra; y (He., 11, 3): Los mundos fuerón compuestos por la pala- bra de Dios; y otros muchos pasajes en el mismo sentido. Del mismo modo que entre los paganos, el nombre de hado que significa propiamente la palabra enunciada se toma en la mis- ma acepción. En segundo lugar, por el efecto de su palabra; es decir, por la cosa misma, que mediante su palabra se afirma, mand~ ° amenaza o promete; como ( Sal., 1 5, 19) cuando se dice que José fue puesto en prisión hasta que su palabra llegara; es decir, hasta que ocurriera 10 que él había· (Gn., 40, 13) predicho al copero de Faraón, respecto a su reposición en ese cargo: en tal caso, porque su palabra llegara se significa la cosa misma que había de ocurrir. Así también (1 R., 18, 36) Elías dice a Dios: Yo he hecho todas estas cosas tus pa- labras, en lugar de decir: Yo he hecho todas estas cosas por tu palabra, o mandato. Y (J er., 17, 15): Dónde está la palabra del Señor, sustituye a Dónde está el daño con que Él ha ame- nazado. Y (Ez., 12, 28) al decir: Ninguna de mis palabras se dilatará más: con el término palabras se comprenden aque- llas cosas que Dios prometió a su pueblo. Y en el Nuevo Tes- tamento (M!., 24, 35) se dice: El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán; es decir, no dejará de pasar de 10 que yo haya prometido o predicho. Y es en este sentido que San Juan Evangelista, y, a juicio mío, solamente San Juan, llama a nuestro Salvador mismo encarnación de la palabra de Dios (como ] n., 1, 14): La palabra fue hecha carne, es de- cir, la palabra o pr.omesa de que Cristo vendría al mundo; que en el principio estaba con Dios; es decir, que estaba en el designio de [224] Dios Padre, enviar a Dios Hijo al mundo, para enseñar a los hombres el camino de la vida eterna; pero sólo entonces 10 puso en ejecución, encarnándolo de modo ac- tual. Así que nuestro Salvador se denomina, allí, la palabra no como la persona sino como la cosa prometida. Quienes apo- yándose en este pasaje acostumbran a llamarle el Verbo de 34 8 PARTE 111 ESTADO CRISTIANO . CAP. 36 Dios, no consiguen otra cosa sino hacer el texto más oscuro. Con la misma razón podrían llamarlo el nombre de Diosj pero con el término nombre, como con el de verbo, no suele comprenderse otra cosa sino una parte de la oración, una voz, un sonido, que ni afirma, ni niega, ni ordena, ni promete, ni es ninguna sustancia corpórea o espiritual, y, por consiguiente, no puede decirse que sea Dios u hombre, mientras que nues- tro Salvador es ambas cosas. Y esta palabra que San Juan en su Evangelio dice que estaba con Dios, se denomina (en su 1 Epístola, ver. 1) la palabra de la vida, y (ver. 2) la vida eterna que era con el Padre: 2.sÍ que no puede ser denominada la palabra en otro sentido sino en aquél en el cual se deno- mina vida eterna, es decir, en aquel que nos ha procurado vida eterna, por su encarnación. Así también (Ap., 19, 13), el Apóstol, hablando de Cristo, vestido con una túnica empa- pada en sangre, dice: su nombre es la palabra de Dios, lo cual debe comprenderse como si hubiera dicho que su nombre ha sido Aquel que había venido de acuerdo con el designio de Dios desde el principio, y de acuerdo con su palabra y con sus pro- mesas, trasmitidas por los Profetas. Así, nada hay aquí de la encarnación de una palabra) sino de la encarnación del hijo de Dios, llamado, por esto, la palabra, porque su encarnación era el cumplimiento de la promesa) del mismo modo como el Es- píritu Santo se denomina la promesa. Existen también pasajes de la Escritura en los que con la palabra de Dios se significan aquelhs palabras que están de acuerdo con la razón y la equidad, aunque a veces no han sido enunciadas ni por uu profeta, ni por un santo. El faraón Necao era un idólatra: sin embargo) sus palabras al buen rey Josías) en las que le advirtió por medio de sus consejos que no se le opusiera en su marcha contra Carchemish, se dice que procedían de boca de Dios, y que no habiéndolas escuchado, Josías pereció en la batalla, como puede leerse en 2 Cr., 35, verso 21, 22, 23. Es cierto, que según el relato contenido en el primer libro de Esdras, no fue Faraón sino Jeremías quien dijo tales palabras a Josías, de boca del Señor. Pero hemos de dar crédito a la Escritura canónica, cualquiera que sea lo que está escrito en los Apócrifos. 349 PARTE III ESTADO CRISTIANO CAP. 36 La palabra de Dios debe ser considerada como los dictados de la razón y de la equidad, cuando se dice en las Escrituras que eso mismo está escrito en el corazón del hombre, como en Sal., 36, 31; Jer., 31, 33; Dt., 30, 11, 14, yen otros diversos pasajes, análogamente. El nombre de PROFETA significa, en la Escritura, a veces prolocutor, es decir, el que habla de Dios al hombre o del hombre a Dios; a veces prcedictor, o sea, el que predice las cosas venideras; y a veces uno que habla de modo incoherente, como hablan los hombres cuando están distraídos. Se usa con I mucha frecuencia en el sentido de hablar de Dios al pueblo. Así Moisés, San-mel, Elias, ¡saías, Jeremías y otros fueron Pro- fetas. En este sentido, el Sumo Sacerdote era un Profeta, por- que sólo él entraba en el sanctum sanctorum, para interrogar a Dios, y él era, igualmente, quien ma- [225] nifestaba al pueblo la respuesta de Dios. Por consiguiente, cuando Caifás dijo que e~a conveniente que un hombre muriera por el pueblo, dice San Juan (cap. JI, SI) que Él no hablaba de sí mismo, sino que siendo aquel año Sumo Sacerdote, profetizaba que uno debería morir por la nación. Así, quienes en las congregaciones cristianas enseñaban al pueblo (1 Co., 14, 3) se dice que pro- fetizaban. En este mismo sentido dijo Dios a Moisés (Ex., 4, 16), respecto a Aarón: El será tu vocero ante el pueblo, y él será para ti una boca, y tú serás para él en lugar de Dios. Con esa palabra vocero se interpreta profeta (cap. 7, 1): Mira (dijo Dios) yo he hecho de ti un Dios para Faraón, y Aarón, tu hermano, debe ser tu Profeta. En el sentido de hablar del hombre a Dios, Abraham es denominado Profeta (Gn., 20, 7) cuando Dios, en un sueño, habló a Abimelech de esta manera: Ahora, pues, restituye al hombre su mujer, porque es profeta y rezará por. ti; de ello se infiere que el nombre de Profeta puede darse, y no sin propiedad, a aquel que en la:s iglesias cristianas tiene vocación para pronunciar plegarias públicas por la congregación. En el mismo sentido, los Profetas que venían del alto lugar (o colina de Dios) con un salterio, y un adufe, y una flauta, y un arpa (1 S., 10,5,6, Y ver. 10), Saúl en- tre ellos, se dice que profetizaban en cuanto que ensalzaban a Dios públicamente de esa manera. En el mismo sentido, se 35° PARTE [JI ESTADO CRISTIANO CAP. 36 denomina a Miriam (Ex., I5, 20) profetisa. Así debe in- terpretarse también (I eO., I I, 4, 5) cuando San Pablo dice: Todo varón que reza o profetiza con la cabeza cubierta, etc., y toda mujer que reza o profetiza con la cabeza descubierta. En efecto, profecía, en este lugar, no significa otra cosa sino el elogio de Dios mediante salmos y cánticos sagrados, que las mujeres deben hacer en la iglesia, aunque no sería legítimo para ellas hablar a la congregación. Y es en esta acepción que los poetas de los paganos, que componían himnos y otros gé- neros de poemas en honor de su Dios, eran denominados vates (profetas) como saben perfectamente todos aquellos que están versados en los libros de los gentiles, y como se evidencia (T jt., I, I 2) cuando San Pablo dice de los cretenses que uno de sus profetas les llama mentirosos; ello no quiere decir que San Pablo considerara a sus poetas como profetas, sino que re- conocía que la palabra profeta era comúnmente usada para significar aquel que honraba a Dios en verso. Si por profecía se entendiese predicción o previsión de acontecimientos futuros, no solamente serían profetas quienes eran voceros de Dios, y predecían a otros aquellas cosas que Dios les había predicho a ellos, sino también todos aquellos impostores que, con la ayuda de espíritus familiares o por adi- vinación supersticiosa de acontecimientos pasados, a base de cau- sas falsas, pretenden predecir acontecimientos análogos, en el tiempo venidero: de éstos (como ya 10 he declarado en el cap. XII de este Discurso) existen diversos géneros de indivi- duos, que a juicio del común de las gentes ganan una cierta reputación de profetas, por un acontecimiento casual que ellos tergiversan en el sentido que les conviene; pero que pueden perder nuevamente esa fama por sus numerosos fracasos. La profecía no es un arte, ni (cuando se toma como predicción) una vocación constante, sino una distinción extraordinaria y tempo- ral hecha por Dios, en la mayoría de los casos, en hombre~ buenos, pero a veces también [226] en los malvados. La mujer de Endor, de la que se dice que había tenido un espíritu familiar, y que gracias a él había suscitado un fantasma de Samuel, y predijo a Saúl su muerte, no era por ello una prGfetisa, porque ni tenía ciencia alguna que le permitiera sus- :lSI PARTE 111 ESTADO CRISTIANO CAP. 36 citar un fantasma análogo, ni aparece que Dios le ordenara semejante cosa, sino que solamente suscitó Dios -esta impostu- ra como un medio empleado para lograr el terror y el desalien- to de Saúl, y, por consiguiente, la derrota en la cual sucumbió. y por sus incoherentes frases, fue considerada entre los gen- tiles como una especie de profecía, porque los profetas de sus oráculos, intoxicados por un espíritu o vapor que en Delfos emanaba de la cueva del oráculo mítico, quedaban trastorna- dos durante algún tiempo, y hablaban como locos: a base de sus palabras incoherentes podía construirse algo que fuera ade- cuado para responder a cualquier acontecimiento, del mismo modo que puede decirse que todos los cuerpos están hechos de materia prima. En la Escritura (1 S., 18, 10) encuentro algo semejante en estas palabras: Y el espíritu del mal vino sobre Saúl, y profetizó en medio de la casa. y aunque de la Escritura existen tantas significaciones de la palabra profeta, la más frecuente de ellas es aquella en que se considera como una persona a quien Dios expresa inmedia- tamente lo que el Profeta debe decir, como emanado de Dios, a otro hombre o al pueblo. Y a este respecto puede suscitarse la cuestión de cómo habla Dios a un Profeta semejante. ¿Puede decirse propiamente que Dios tenga voz y lenguaje, cuando no puede propiamente decirse que tenga una lengua u órganos como un hombre? El profeta David arguye así: ¿Es posible que quien hizo el ojo no vea, o quien hizo el oído no oiga? Ahora bien, esto puede ser enunciado no ya (como usualmente ocurre) para significar la naturaleza de Dios, sino para significar nuestra intención de honrarle. En efecto ver y oír son atributos honorables, y pueden ser atribuídos a Dios para declarar su poder omnipotente (en cuanto nuestra capa- cidad puede concebirlo). Pero si hubieran de ser tomados en sentido estricto y propio, uno podría argüir que Dios hizo igualmente las demás partes del cuerpo humano, que Él tuvo también el mismo uso de ellas que nosotros tenemos, lo cual sería tan inadecuado para muchos, que constituiría la máxima contumelia del mundo adscribir a Dios ese uso. Por consiguien- te, nosotros tenemos que interpretar el coloquio inmediato de Dios con el hombre como aquel procedimiento (cualquiera que 35 2 PARTE 111 ESTADO CRISTIANO CAP. 36 sea) en virtud del cual Dios da a entender su voluntad. Los medios por conducto de los cuales hace esto son muchos; todos los cuales han de encontrarse solamente en la Sagrada Escri- tura, pues aunque muchas veces se dice en ella que Dios habló a esta o la otra persona, sin manifestar de qué manera, existen también varios pasajes que señalan los signos por los cuales dio a conocer su presencia y sus mandatos, y' a base de ellos puede inferirse cómo habló a varios de los restantes. De qué manera habló Dios a Adán y a Eva, y a Caín y a Noé, no está expresado, ni cómo habló a Abraham hasta el tiempo en que salió de su· propia comarca y se trasladó a Sichem, en el país de Canaán; entonces (Gn., 12, 7) se dice que Dios se le apareció. Es esta una de las maneras por las cuales Dios hace manifiesta su presencia, es decir, por una aparición o visión. Otra vez (Gn., 15, 1), la palabra del Se- ñor vino a Abraham en forma de una visión; es decir, algo significativo de la presencia de Dios apareció como un men- sajero divino para hablarle. [227] Otra vez, el Señor se ma- nifestó a Abraham (Gn., 18, 1) mediante la aparición de tres ángeles; y a Abimelech (Gn., 20, 3) en un sueño: a Lot (Gn., 19, 1), mediante una aparición de dos ángeles; a Ha- gar (Gn., 21, I7), mediante la aparición de un ángel; a Abraham, de nuevo (Gn., 22, 11), mediante la aparición de una voz del cielo; a Isaac (Gn., 26, 24), en la noche (es decir, durante el sueño o mediante sueño), y a Jacob (Gn., 18, 1i) en un sueño, es decir (utilizando las palabras del texto), Jacob soñó que veía una escala, etc.; y (Gn., 32, 1) en una visión de ángeles; y a Moisés (Ex., 3, 2), mediante la aparición de una llama de fuego en mitad de un zarzal. y después de la época de Moisés (cuando se expresa la ma- nera como Dios habló inmediatamente al hombre en el Anti- guo Testamento) habló siempre por medio de una visión o de un sueño, como a Gedeón, Samuel, Elías, Elisa, !saías, Eze- quiel y al resto de los Profetas; y frecuentemente en el Nuevo Testdmento, como a José, a San Pedro, a San Pablo y a San Juan Evangelis.ta, en el Apocalipsis. Sólo a Moisés le habló"de un modo más extraordinario en el monte Sinaí y en el TabernáculO, y al Sumo Sacerdote 353 PARTE IlJ ESTADO CRISTIANO CAP. 36 en el Tabernáculo y en el sanctum sanctorum del templo. Pero Moisés y, después de él, los Sumos Sacerdotes, fu"eron Profetas de un lugar y grado más eminente en el favor de Dios; y Dios mismo deelará en palabras expresas que habló a otros Profetas en suefíos y visiones, pero a su siervo l\10isés del modo como un homhre h:!bla con su amigo. Las palabras son éstas .(Nm., 12, 6, 7, 8): Si hubiere un Profeta entre vosotros, yo, el Señor, me daré a conocer a él en una visión, y le hablaré en sueño. No así a mi siervo AloiséJ, que es fiel en toda mi casa; con él J](¡,b/aré de boca a boca, muy aparentemente, y no en frases intrincadas, y verá la apariencia misma del Señor. y (Ex., 32, 11): El Señor habló a Moisés cara a cara como habla un hombre C011 su amigo. Y aun más, esta manera de hablar de Dios a Moisés era por mediación de un ángel, como <'-parece expresamente, fIch., 7, verso 35, 53 Y Ga., 3, 19, Y c!'a, pUl' consiguiente, un:! visión, aunque una visión más clara que la que se ofre,.-ió a otros profetas. Y de acuerdo con esto, e·ando Dios dice (Dt., 13, 1): Si surge entre vosotros un profeta o soñador de S1!eños,,1a última palabra no es sino la interpretación de la primera. Y (11., 2, 28): Vuestros hijos y vuestras hijas profetizarán, 'uuestros ancianos soñarán sue- ños, vuestros jóvenes 'uerin 'uisiunes; donde, nuevamente, la palabra profecía se expone en forma de sueño y visión. Y fue de la misma manera como Dios habló a Salomón, prometién- do le sabidurfa, riquezas y ho"nor; porque el texto dice (I R., J, 15): Y como Salomón despertó, vio que era un sueño, A~í que, generalmente, los Profetas en el Antiguo Testamento no ty.vieron noticia de la palabra de Dios de otro modo que por ¿¡us sueños· o visiones, es decir, por las imágenes que tuvieron en su sueño o en un éxtasis, imágenes que eran sobrenaturales en cada verdadero Profeta, pero que en los falsos profetas po- dían ser naturales o fingidas. Los mismos Profetas decían, no obstante, que hablaban por el espíritu; [228] como (Zac., 7, 12) cuando el Profeta, ha- blando de los judíos, dice: Hicieron sus coraz.ones duros como diamante) para no oír la ley ni lllS palabras que el Señor de los ejércitos enviaba por stt espíritu por los anteriores profetas. Por ello ~s manifiesto que hablar por el espíritu o impiración 354 PARTE UI ESTADO CRISTIANO CAP. 36 no era una manera particular de hablar Dios, diferente de la visión) cuando los que afirmaban hablar por el espíritu eran profetas extraordinarios, de tal Índole que para cada nuevo mensaje habían de tener una comisión particular o (lo que es lo mismo) un nuevo sueño o visión. De los profetas que existieron, por una vocaci(in perpetua, en el Antiguo Testamento) algunos eran sU1wemos, otros subor- dinados. Fueron supremos primeramente Moisés, y tras de él los Sumos Sacerdotes, cada uno en su tiempo, mientras el sa- cerdocio fue regio; y cuando el pueblo de los judíos repudió a Dios, para que no reinara más sobre ellos, aquellos reyes que se sometieron al gobierno de Dios fueron, también, sus prin- cipales Profetas, y el cargo de Sumo Sacerdote se hizo minis- terial. Y cuando Dios había de ser consultado, poníanse las santas vestiduras, y requerían al Señor, cuando el rey lo or- denaba; y eran privados de su cargo, cuando al rey le parecía oportuno. Porque el rey Saúl (1 S., 13, 9) otdenó que fuera traída la ofrenda y (1 S., 14, 18) mandó al Sacer- dote que trajera el arca cerca de él, y (ver. 19) que lo dejara solo, porgue veía una ventaja sobre sus enemigos. En el mismo capítulo Saúl pide el consejo de Dios. De análoga manera se dice que el rey David, después de haber sido ungido, aun- qUf' antes de que tomara posesión del reino, preguntó al Señor (1 S., 23, 2) si habría de luchar contra los tilisteos en Keilah; y (ver. 10) David ordenó al sacerdote que le trajera la túnica sacerdotal, para saber si debía permanecer en Keilah o no. Y el rey Salomón (1 R., 2, 27) tomó la digni- dad sacerdotal de Abiatar, y la dio (ver. 35) a Zadoc. Por consiguiente, Moisés y los Sumos Sacerdotes, y los piadosos reyes que en todas las ocasiones extraordinarias consultaban a Dios cómo habían de proceder, o qué acontecimientos les esperaban, fueron; todos, Profetas soberanos. Pero no consta de qué manera les habló Dios. Decir que cuando Moisés subió al encuentro de Dios en el Monte Sinai se trataba de un sueño o visión, tal como la tuvieron otros Profetas, es COll-- trario a la distinción que Dios hizo entre Moisés y otros Pro- fetas, Nm., 12, 6, 7, 8. Decir que Dios habló o apareció como es; en su propia naturaleza, equivale a negar su infinitud, in·· 355 PARTE 111 ESTADO CRISTIANO CAP. 3 6 visibilidad e incomprensibilidad. Decir que habló por inspi- ración o infustón del Espíritu Santo, puesto que el Espíritu Santo significa la deidad, es hacer a Moisés igual a Cristo, en el cual, solamente, la divinidad (como San Pablo manifiesta, Col., 2, 9) encarnó en forma corporal. Por último, decir que habló por el Espíritu Santo -y como ello significa las gracias o dO!lcS del Espíritu Santo- es no atribuirle ninguna virtud sobrenaturalmente, puesto que Dios dispone a los hombres a la justicia, a la piedad, a la compasión, a la verdad, a la fe y a todo género de virtudes morales e intelectuales, por la doc- trina, el ejemplo y por diversos motivos naturales y ordinarios. y del mismo modo que estas maneras no pueden ser atri- buídas a Dios cuando habló a Moisés en el monte Sinaí, así tampoco puedcn serle asignadas cuando [229] habló a los Sumos Sacerdotes desde la sede de la clemencia. Así, no está suficientemente claro de qué manera habló Dios en el Anti- guo Testamento a aquellos Profetas soberanos, que tenían la misión de invocarlo. En los tiempos del Nuevo Testamento no existía ningún profeta soberano, sino nuestro Salvador, el cual era, a un tiempo, el Dios que hablaba y el Profeta al cual Él hablaba. Respecto a los Profetas subordinados de vocación perpe- tua, yo no encuentro pasaje alguno donde se pruebe que Dios les habló sobrenaturalmente, sino sólo por aquel conducto que, naturalmente, indina a la piedad, a la fe, a la rectitud y a otras virtudes de los demás cristianos. Este procedimiento, aunque consiste en la constitución, instrucción y educación, y en las ocasiones y propensiones de los hombres a las virtudes cristianas, es verdaderamente atribuído a la actuación del es- píritu de Dios o del Espíritu Santo. En efecto, no existe una buena inclinación que no sea causada por Dios. Pero esta ac- tuación divina no siempre es sobrenatural. Por consiguiente, cuando un Profeta afirma que habla en el espíritu o por el espíritu de Dios, no entendemos otra cosa sino que habla de acuerdo con la voluntad divina, declarada por los Profetas supremos, porque la acepción más común de la palabra espf. ritu consiste en el significado de la intención, entendimiento o disposición de un hombre. 35 6 PARTE 111 ESTADO CRISTIANO CAP. 36 En tiempo de Moises existieron setenta hombres, junto a él, que profetizaron en el campo de los israelitas. De qué modo les habló Dios se declara en el cap. JI de Nm., ver. 25: El Señor descendió en una nube y habló a Moisés; y tomó del espíritu que estaba en él, y lo puso a los setenta ancianos. Y acaeció que cuando posó sobre ellos el espíritu, profetizaron sin cesar. De ello resulta manifiesto: primero, que sus profecías al pueblo estaban subordinadas a la profecía de Moisés; por ello tomó Dios del espíritu de Moisés, y se lo trasmitió, así que profetizaron como Moisés lo hubiera hecho: de otro modo no hubieran logrado profetizar en absoluto. En efecto (ver. 27), hubo una queja contra ellos, a Moisés, y Josué quiso que Moisés los perdonara, cosa que él no hizo, y dijo a Josué: No estés celoso por mí. En segundo lugar, que en este pasaje el espíritu de Dios no significa sino la idea y disposición de obedecer, y asistir a Moisés en la administración del gobierno. Porque si se hubiera significado que ellos tenían el espíritu sustancial de Dios, es decir, la naturaleza divina a ellos ins- pirada, no la tendrían de modo inferior a Cristo mismo, único en quien encarnó corporalmente el espíritu de Dios. Con ello se significa, por consiguiente, el don y la gracia de Dios, que les guió a cooperar con Moisés m~smo, el cual los había ins- tituído para ancianos y funcionarios del pueblo. En efecto, en las palabras Reúneme setenta hombres, que tú conozcas como los más ancianos y funcionarios del pueblo, la frase que tú conozcas coincide con la de que tú establezcas o hayas estable- cido para ser tal cosa: Se nos dice antes (Ex., 18) que Moi- sés, siguiendo el consejo de Pedro, su suegro, designó jueces y funcionarios para el pueblo que temía a Dios, y de éstos salieron aquellos setenta que Dios, posando sobre ellos el espíritu de Moisés, estimuló para que ayudaran a éste en la administración del reino; y en este sentido se dice que el espí- ritu de Dios (1 S., 16, 13, 14) después de la unción de David, descendió sobre éste y abandonó a Saúl, puesto que Dios da sus gracias a quien escoge para gobernar su pueblo. y las arrebata a aquel a quien repudia. Así que con la palabra espíritu se significa inclinación al servicio de Dios, y no mues- ha alguna de revelación sobrenatural. 357 PARTE III ESTADO C.RISTIANO Dios habló también, muchas veces, .por vía de azar o de suertes, siendo éstas ordenadas por aquellos a quienes Él ha- ,bía dado autoridad sobre su pueblo. Así leemos que Dios, manifestó por la suerte, a instancia de Saúl (1 S., 14, 43) la falta que J onatán había cometido comiendo un panal de miel, contrariamente al juramento tomado por el pueblo. Y (Jos., 1, 10) Dios dividió el país de Canaán entre los israe- litas, 'echando las suertes Josué delante del Señor, en Shiloh. De la misma manera, al parecer, descubrió Dios (Jos., 7, 16, etc.) el crimen de Achan. Y estos son los conductos por los cuales Dios declaró su voluntad en el Antiguo Testamento. Todos estos procedimientos los usó también en el Nuevo Testamento. A la Virgen .Varia por la visión de un ángel; a José, en sueños; a Pablo, en el camino de Damasco, mediante una visión de nuestro Salvador; y a Pedro en la aparición de una franja pendida del cielo, con diversas clases de carne, de animales puros e impuros; en la cá.rcel, por la visión de un ángel; y a todos los Apóstoles y escritores del Nuevo T esta- mento, por las gracias de su espíritu; y a los Apóstoles, además (en la elección de Matías en lugar de Judas Istariote), por vía de suerte. Si consideramos que toda profecía supone visión o sueño (ambas cosas son lo mismo, cuando son naturales), o un don especial de Dios, tan raramente observado en el género hu- mano que es objeto de admiración, cuando se observa; y si consideramos, igualmente, que tales dones, como los sueños y visiones más extraordinarios, pueden proceder de Dios, no sólo por su actuación sobrenatural e inmediata sino, también, por su efecto natural y por mediación de causas segundas, pre- cisan la razón y el juicio para discernir entre dones naturales y sobrenaturales~ y entre visiones o sueños naturales o sobre- naturales. En consecuencia, los hombres nec.esitan ser muy cau- tos y circunspectos al obedecer la voz de un hombre que, pretendiendo ser profeta, nos requiere que obedezcamos a Dios siguiendo lo que, en nombre de Dios, nos dice ser el camino para la felicidad. En efecto, quien pretende enseñar a los hombres el camino de una felicidad tan grande, pretende gobernarlos, es decir, regirlos y reinar sobre ellos, cosa que 358 PARTE 111 ES7'ADO CRISTIANO CAP. 36 como todos los hombres desean naturalmente, induce a sos-- pechar la existenóa de una ambición e impostura; por tal causa, debe ser examinada y comprobada por cada hombre antes de prestar obediencia, a menos que se le haya ofrecido ya en la institución del Estado, como cuando el Profeta es el soberano civil o está autorizado por éste. Y si este examen de los pro- fetas y espíritus no fuera permitido a cada uno de los que componen un pueblo, no tendría objeto establecer los signos por los cuales cada uno puede ser capaz de distinguir entre aquellos a quienes debe y a quienes [23 1] no debe seguir. Considerando, por consiguiente, que tales signos se establecen (Dt., 13, 1, etc.) para conocer mediante ellos a un Profeta, y (1 Jn., 4, 1, etc.) para saber cuándo se trata de un espí- ritu, y teniendo en cuenta que existen abundantes profecías en el Antiguo Testamento, y copiosas predicaciones en el Nue- vo Testamento contra los profetas, y un número mucho mayor, ordinariamente, de falsos profetas que de verdaderos, cada uno, a su propio riesgo, tiene que obrar con cautela antes de seguir las indicaciones que se le marquen. En primer término, que exist:eron muchos más profetas falsos que verdaderos se revela por el hecho de que cuando Ahab (1 R., 12) con- sultó cuatrocientos profetas, todos ellos eran falsos impostores, excepto llllO: Miqueas. Y poco tiempo antes del cautiverio, los profetas eran generalmente impostores. Los profetas (dice el Señor en Jeremías, cap. 14, ver. 14) profetizan embustes en mi nombre. Yo no los he mandado, ni lOj he enviado, ni les he dicho que os profeticen a vosotros una falsa visión, una cosa inane, y engaño de su corazón. Por ello ordenó Dios al pueblo, por boca del profeta Jeremías (cap. 23, 16) que no les obedecien~n. As; dice el Súior de los Ejércitos, no escucheis las palabr.],J de los profetas que profetizan a vosotros. Ellos os hacen vanos, hablan de una 'visión de su propio corazón y no de la boca del Señor. Si se considera, pues, que en la. época del Antiguo Tes- tamento existían querellas de esa índole entre los profetas visionarios, disputando uno con otro, y preguntando ¿Cuándo partió el espíritu de mí, para ir a ti?, como entre Miqueas y.el resto de los cuatrocientos, y que se imputaban mentiras 359 PARTE 111 ESTADO CRISTIANO CAP. 36 de uno a otro (como en J er., 14, 14); Y existiendo análo- gas controversias respecto al Nuevo Testamento, actualmente, entre los profetas espirituales, cada persona estaba obligada entonces, y lo está ahora, a hacer uso de su razón natural, aplicando a toda profecía aquelhs reglas que Dios nos ha dado para discernir la verdad del error. De estas reglas en el Antiguo Testamento, una estaba de acuerdo con la doctrina que Moisés, el Profeta soberano, les había enseñado; y la otra, con el poder milagroso de predecir lo que Dios haría acontecer, como he manifestado ya con el Dt., 13, 1, etc. Y en el Nuevo Testamento, sólo había una señal, a saber, la predicación de la doctrina según la cual Jesús es Cristo, es decir, el Rey de los judíos prometido en el Antiguo Testamento. Quien negaba este artículo era un falso profeta, cualesquiera que fuesen los milagros de que pareciera capaz; y el que enseñaba dicha doctrina, era un profeta verdadero. En efecto, San Juan (1 Jn., 4, 2, etc.) hablando expresamente de los medios para examinar los espíritus e inquirir si son o no de Dios, después de afirmar que surgirían falsos profetas, dice así: Por esto cOnQJ:ereis el espíritu de Dios. Todo espíritu que confiese que Jesús vino en carne, es de Dios; esto es, queda aprobado y permitido como profeta de Dios: no que sea un hombre divino o uno de los elegidos,. porque confiese, profese o pre- dique que Jesús es el Cristo, sino porque es un profeta decla- rado. Porque, a veces, Dios habla por profetas cuyas personas no ha aceptado, como hizo con Balaam y como vaticinó a Saúl su muerte, por conducto de la bruja de Endor. Además, en el versículo inmediato se dice : Todo espíritu que no confiese que Jesucristo se hizo carne, no es de Cristo. Y éste es el espíritu del Anticristo. ASÍ, la norma es perfecta por ambos r23 2 1 lados; que es un verdadero profeta quien predica al Mesías venido ya al mundo en la persona de Jesús; y es un profeta falso el que niega su venida y lo espera en algún impostor futuro, que falsamente pretenda para él ese honor; es decir, aquel a quien los Apóstoles llamaron con propiedad el Anticristo. Cada hombre, por consiguiente, debe considerar quién es el profeta soberano; es decir, quién es el representan- te de Dios sobre la tierra, y el que inmediatamente, por debajo 360 PARTE 111 P:STAho CRISTIA.NO de Dios, tiene autoridad para gobernar a los cristianos, y ob- servar como norma aquella doctrina que, en nombre de Dios, ha ordenado que sea enseñada, y como consecuencia, examinar y comprobar la verdad de las doctrinas anticipadas, con o sin milagros, en algún tiempo, por aquellos pretendidos profetas; y si la encuentran contraria a esa norma, hacer lo que hicieron quienes se presentaron a Moisés y se quejaron de que había algunos que profetizaban en el campo, y de cuya autoridad dudaban; y dejar al soberano, como ellos hicieron con Moisés, el' cuidado de defender o repudiar a esos pretendidos profetas, según juzgara razonable; y si los desautoriza; no obedecer más sus palabras; pero si los aprueba, obedecerlos, como hom- bres a quienes Dios ha dado una parte del espíritu de su so- berano. Porque cuando los cristianos no toman a su soberano cristiano como profeta de Dios, consideran sus propios sueños como la profecía por la cual piensan ser gobernados, y la hin- chazón de sus propios corazones como el espíritu de Dios, o tolerarán ser dirigidos por algún príncipe extraño, o por al- guno de sus conciudadanos, que puede fascinarlos hacia la rebelión contra el gobierno sin otro milagro que confirme, a veces, su vocación, que un extraordinario suceso e impunidad; y que destruyendo por este medio todas las leyes, divinas y humanas, reduce todo el orden, gobierno y sociedad al caos primitivo de la violencia y la guerra civil. [233] PARTE III ESTADO CRISTIANO C,-tP·37 CAPITULO XXXVII De los MILAGROS y su Uso Considéranse como MILAGROS las obras admirables de Dios t y, por consiguiente, se llaman también maravillas. Y aunque en la mayoría de los casos se realizan para poner de manifiesto sus mandatos, cuando, a falta de ellos, los hombres propenden a dudar (siguiendo su razonamiento natural privado) lo que Él ha mandado y lo que no, se llaman comúnmente en la Sagrada Escritura signos, en el mismo sentido como los latinos los denominaban ostenta y portenta, de mostrar y presignificar aquello que el Omnipotente se propone que ocurra. Así, pues, para entender lo que es un milagro, debemos comprender, primero, qué obras existen que los hombres con- templen con extrañeza y llamen admirables. Y existen dos co- sas que maravillan a los hombres en cada acontecimiento: una de ellas es que sea extraño, es decir, de tal naturaleza que algo semejante no se haya producido nunca, o raras veces; la otra es que cuando se produce, no podamos imaginarlo como hecho por medios naturales,· sino, sólo, por la mano inmediata de Dios. En cambio, cuando lo consideramos posible, o existe una causa natural de ello,por raro que sea semejante aconteci- miento, o cuando ha ocurrido con frecuencia, aunque resulte imposible imaginar que se debe a medios naturales, no nos maravillamos, ni estimamos el suceso como un milagro. Así, si un caballo o una vaca hablara, sería un milagro, porque la cosa es extraña y, al mismo tiempo, resulta difícil imaginar para ella una causa natural. Igual lo sería vel- una extraña desviación de la naturaleza, en la producción de una nueva forma de criatura viva. Pero cuando un hombre u otro animal engendran algo así, aunque no sepamos mejor cómo se ha hecho esto que lo otro, desde el momento en que es usual deja de ser un milagro. Así también, si un hombre quedara metamorfoseado en una piedra o en una columna, sería un 362 PARTE III ESTADO CRISTIANO CAP. 37 milagro, porque resultaría extraño; pero que se convierta en piedra un trozo de madera, como frecuentemente ocurre, no es milagro, aunque no sepamos por cuál operación de Dios ha ocurrido esta última cosa, y no la otra. El primer arco iris que se vio en el mundo fue un milagro, porque era el primero) y, por consiguiente, resultaba extraño, habiendo servido como un signo de Dios, trazado en el cielo, para asegurar a su pueblo que ya no existiría una universal destrucción del mundo por las aguas. Pero en la actualidad, como son ya frecuentes, no constituyen milagros, ni para quie- nes conocen sus causas naturales ni para quienes no la<: conocen. Además, exi5ten obras raras producidas por el arte del hom- bre: 2 hora bien, si sab~mo s cómo están hechas, y conocemos) además, los medios por los cuales llegaron a producirse) no los con sideramos como milagros ya que no [234] han sido sus- citados por la mano inmediata de Dios, sino por el ingenio hun¡ano. Si consideramos, además, que la admiración y la extraíiez.a ,;(\ 11 (ollsiguientes al conocimiento y la experienci;). con que los hombres están dotados, en mayor o menor escala, ~e sigue que la misma C05a puede ser milagro para unos, y no para otros. y así ocurre que hombres ignorantes y supersticiosos co nside- ran portentosas ciertas obras que otros hombres saben que pro- ceden de la Naturaleza (la cual no es obra inmediata sino ordinaria d e Dios), y no las admiran en absoluto. Tal es el caso de los eclipses de sol y de l\lna, considerados como hechos sobrenaturales por el común de las gentes, mientras que otros, basándose en el conocimiento de h s caUsas naturales, predecían la hora exacta en que acaecerían. O como cuando un hombre sagaz, conociendo los actos privados de otro ir1dividuo igno- rante e inculto, le dice lo que ha hech o anteriormente, y esto parece, a este último, ;lIgo maravilloso; ahora bien, entre hom- bres cautos y prudentes no resulta fácil hacer milagros como éstos. Además, corresponde a la naturaleza de un milagro que sea producido para procurar crédito a los mensajeros, minis- tros y profetas de los dioses, y que los hombres puedan saber, por conducto de tales hechos, que han sido llamados, enviados J 63 PARTE 111 ESTADO CRISTIANO CAP. 37 y empleados por Dios, y, por consiguiente, se sientan más pro- pensos a obedecerles. Por tanto, aunque la creacÍón del mundo y, después de ella, la destrucción de todos los seres vivos, en el Diluvio universal, fueron obras admirables, como no se hicieron para acreditar a ningún profeta ni a ningún otro mi- nistro de Dios, no suelen ser denominadas milagros. En efec- to, por admirable que sea una obra, la admiración no consiste en que pueda ser hecha, porque los hombres creen, natural· mente, que el Omnipotente puede hacer todas" las cosas, sino en que Dios la realice a súplica o inst?-ncia del hombre. En cambio, las obras de Dios en Egipto, realizadas por manos de Moisés, fueron propiamente milagros, porque se hicieron con intención de hacer creer al pueblo de Israel que Moisés iba a ellos no con particulares e interesados designios, sino enviada por Dios. Por tanto, luego que Dios le encargó que liberara a los israelitas del yugo egipcio, cuando dijo: Ellos no me creerán} sino que dirán que el Señor no ha aparecido en míJ Dios le dio poder para transformar la vara que tenía en su mano, en una serpiente, y convertir de "nuevo la serpiente en vara; y colocando su mano en el pecho, hacer brotar en él la lepra, y apartando la, sanarlo de nuevo, para que los hijos de Isra~l (como se ve en el ver. S) creyeran que el Dios de sus padres se le había aparecido: y por si esto no era bastante, le confirió el poder de convertir las aguas en sangre. Y cuando hubo realizado estos milagros ante el pueblo, dícese (ver. 41) que ellos lo creyeron. No obstante, por miedo al Faraón, no se atrevieron aún a obedecerle. Por esta razón, las otras obras que fueron realizadas para derramar las plagas sobre el Faraón y los egipcios, tendieron todas a hacer que los israeli- tas creyeran en Moisés, y fueron propiamente milagros. Del mismo modo, si consideramos todos los milagros hechos por mano de Moisés, y por todos los demás Profetas, hasta el cautiverio, y, posteriormente, los de nuestro Salvador y sus Apóstoles, encontraremos que su finalidad era siempre sus- citar o con- [235] firmar la creencia de que ellos no venían por su propio impulso, sino enviados por Dios. Podemos ad- vertir, además, en la Escritura, que el fin de los milagros era suscitar la fe" no universalmente entre todos los hombres, los elegidos y los réprobos, sino entre los elegidos solamente; es 364 PARTE III ESTADO CRISTIANO CAP. 37 decir, entre aquellos que Dios había determinado convertir en súbditos suyos. En efecto, aquellas milagrosas plagas de Egipto no tenían por finalidad la 'conversión del Faraón~ por- que Dios había dicho antes a Moisés que él endurecería el corazón del Faraón para que no dejara marchar al pueblo; y cuando, por último, lo dejó marchar, no fueron los milagros lo que lo persuadieron, sino las plagas las que le forzaron a ello. Así también, de nuestro Salvador está escrito (Mt., 13, 58) que no realizó muchos milagros en su propio país, a causa de la incredulidad de las gentes; y (Alr.) 6, 5) en lugar de no realizó muchos, se dice no efectuó ninguno. Y no fue por- que le faltase poder, ya que decir esto sería blasfemar contra Dios; ni que el fin de los milagros no fuese convertir a Cristo los hombres incrédulos, porque el fin de todos los milagros de Moisés, de los Profetas,de nuestro Salvador y de sus Apóstoles fue añadir hombres a la Iglesi2.; sino porque el fin de sus milagros era agregar a la Iglesia (no todos los hom- bres sino) aquellos que merecían ser salvados; es decir, aque- llos a quienes Dios había elegido. Así pues, considerando que nuestro Salvador había sido enviado por su Padre, no podía usar su poder en la conversión de aquellos a quienes su Padre había repudiado- Cuando al considerar este pasaje de San Jl,fareas} dicen algunos que la frase: Él no podía, sustituye a Él 1'10 quería, no se apoyan en ejemplo alguno de la lengua griega (en la que no quería se emplea, a veces, en lugar de no podía, respecto a cosas inanimadas que no tienen voluntad; pero no podía por no quería) nunca) y, por consiguiente, po- nía un obstáculo a los cristianos más débiles, como si Cristo no pudiera hacer milagros sino entre los crédulos. De cuanto he manifestado acerca de la naturaleza y uso del milagro, podemos definir ¿ste así: Un MILAGRO es una obra de Dios (aparte de su operación por vía natural) orde- nada en la creación) realizada para hacer manifiesto a su ele- gido la misión de un enviado extraordinario para su $(l.lvación. De esta definición podemos inferir: primero, que en todos los milagros la obra realizada no e~ decto de una determinada virtud en el profeta, sino efecto inmediato de la mano de 36 5 PARTE III ESTADO CRISTIANO CAP. 37 Dios; es decir, Dios lo ha hecho sin usar al Profeta en ello como una causa subordinada. En segundo lugar, que no existe demonio, ángel u otro espíritu creado que pueda hacer un milagro, porque entonces sería realizado por virtud de alguna ciencia natural o encan- tamiento; es decir, en virtud de palabras. En efecto, si los encantadores lo hacen por su propio poder independiente, exis- te cierto poder, cosa que todos los hombres niegan; y si lo hacen por algún poder, otorgado a ellos, entonces no es obra inmediata de la mano de Dios, sino efecto natural, y, por consiguiente, no es un milagro. Existen algunos textos de la Escritura que parecen atribuir el poder de realizar milagros (iguales a algunos de aquellos milagros inmediatos producidos por Dios Il?-ismo) a ciertas ar- tes de magia y encantamiento. Por ejemplo, cuando leemos que después de que la vara de Moisés, knzada [2.36] contra el suelo se convirtió en una serpiente! tos magos de Egipto hiciet'OtJ también lo mismo con sus encantamientos; y que luego que Moisés convirtió en sangre las aguas de los manantiales, ríos, estanques y pozos de Egipto, los magos de Egipto hi- cieron lo mismo con sus enc¡mtamientos; y que cuando Moisés, por el poder de Dios, llenó de ranas el país, los mtlgos lo hicieron también con sus encantamientos) y llenaron de t"tJr,as el país de Egipto: a la vista de esto ¿no propenderá un hombre a considerar milagros los encantamientos, es decir, a reconocer e.ficacia al sonido de ciertas palabr:ls, y pensar que todo ello está suficientemente probado a base de estos y otros pasajes semejantes? No existe, sin embargo, pasaje de la Escritura que nos diga 10 que es un encantamiento. Si~ por consiguiente, encantamiento no es} como muchos piensan, una consecución de efectos extraños, po¡- medio de deletreos y palabras, sino im- postura y engaño acarreados por medios ordinarios, tan aleja- dos de 10 sobrenatural que, para llevarlos a cabo, los impos.. tares no necesitan tanto inquirir las causas naturales C01110 advertir la ignorancia, estupidez y superstición ordinarias del género huma.no, forzosamente los textos que parecen confi)"mar el poder de la mc.gia, de la brujería y del encantamiento, habrán de tener otro sentido que el que a primera vista pre- sentan. 3 66 PARTE I/I ESTADO CRISTIANO CAP. 37 Es, en efecto, bastante evidente que las palabras no tienen valor sino para aquellos que las comprenden, y aun entonces no tienen otro sino el de significar las intenciones o pasiones de quien habla, y, como consecuencia, el de producir esperanza, temor u otras pasiones o concepciones en el oyente. Por con- siguiente, cuando una vara parece una serpiente, o las aguas sangre, o algún otro milagro parece realizado por vía de encantamiento, si no se hace para la edificación del pueblo de Dios, ni la vara, ni el agua, ni otra cosa cualquiera está encantada, es decir, provocada por las palabras; el único he- chizado es el espectador. Así que todos los milagros consisteh en que el encantador ha engañado a un hombre, lo cual no es un milagro, sino algo fácil de hacer. Tal es, en efecto, la ignorancia y propensión al error, ge- neralmente en todos los hombres, pero en especial en aquellos que no conocen a fondo las causas naturales, y la naturaleza e intereses de los hombres, por lo cual pueden ser engañados mediante fáciles e innumerables recursos. Antes de que fuera conocida la realidad de una ciencia del curso de las estrellas ¿qué fama de poder milagroso hubiera podido ganar un hombre si hubiese dicho a las gentes: En esta hora o día se oscurecerá el sol? Un juglar, mediante el manejo de sus cubiletes y por otros medios, si sus juegos no fuesen ahora ordinariamente practicados, se pensaría que hace sus maravillas, en definitiva, por el poder del demonio. Un hombre que tiene la práctica de hablar conteniendo su respiración (lo que antiguamente se llamaba ventrílocuo), y simula que la debilidad de SU voz procede no del débil impulso de los órganos de la palabra, sino de la distancia del lugar, puede hacer creer a mucha gente que es una voz del cielo, cualesquiera qu.e sean las cosas que les diga. Y para un hombre habilidoso que ha in- quirido en los secretos y confesiones familiares que ordinaria- mente hace un hombre a otro, de sus pasados actos y aventuras, repetirlas de nuevo no es cosa ardua; existen muchos que por t;lles procedimientos logran reputación de hechiceros. Es cosa [237 J complicada en exceso, enumerar las diversas clases de estos hombres que los griegos llamaban taumaturgos, es decir, operadores de cosas milagrosas; pero todos estos 10 hacen a hase de su peculiar destreza. Si consideramos las imposturas que 367 PARTE III ESTADO CRISTIANO CAP. 37 pueden ser acarreadas por la confabulación, nada hay tan im- posible de hacer que sea imposible de ser creído. En efecto dos hombres que estén de acuerdo, el uno para parecer impedido, el otro para curarlo con un gesto, engañarán a otros muchos' pero si se confabulan el uno para parecer enfermo, el otr~ para simular su curación, y todos los demás para levantar festimonio, los engañados serán muchos más. Dada esta aptitud del género humano para prestar fe, con excesiva ligereza, a pretendidos milagros, no puede haber una precaución mejor ni distinta siquiera que aquella que Dios ha prescrito, primero por Moisés (como antes lo dije, en el capítulo precedente), en el comienzo del cap. 13 y a fines del 18 del Deuteronomio, que no consideremos como profetas a quienes enseñan otra religión distinta de la ordenada por el representante de Dios (que en aquel tiempo era Moisés), ni a ninguno (aunque enseñe la misma religión) cuyas predic- ciones no veamos realizadas. A Moisés, por consiguiente, en su tiempo, y a Aarón y sus sucesores en el suyo, y al gober- nador soberano del pueblo de Dios, bajo Dios mismo, es decir, a la cabeza de la Iglesia en todos los tiempos, debe consultárseles cuál es la doctrina establecida, antes de que demos crédito a un pretendido milagro o profeta. Y hecho esto, la cosa que ellos pretenden que es un milagro debemos ver la hecha, y utilizar todos los medios posibles para com- probar si realmente fue realizada; y no solamente esto, sino considerar también si es de tal Índole que ningún hombre puede hacer otro tanto por su poder natural, si no que el hecho requiere la mano inmediata de Dios. Para ello tenemos que recurrir forzosamente al representante de Dios, a quien, en todos los casos dudosos, hemos de someter nuestros juicios particulares. Por ejemplo, si alguien pretende que después de ciertas palabras pronunciadas sobre un trozo de pan, Dios ha hecho de ese fragemento de pan un Dios o un hombre, o ambas cosas, no obstante lo cual sigue aparentando ser pan, como hasta entonces, no hay razón para que nadie piense que eso ha ocurrido realmente, ni por consiguiente, temerá a quien tal pretenda, hasta que inquiera de Dios, por conducto de su vicario o representante, si esa transmutación tuvo o no lugar. Si este representante se pronuncia negativamente, sígue- 368 PARTE III ESTADO CRISTIANO CAP. 37 se entonces lo que Moisés dijo (Dt., 18, 22) Él ha hablado presuntuosamente, y no debes obedecerle. Si dice que esto se ha hecho, entonces no hay que contradecirle. Así también, si nosotros no vemos, sino solamente oímos decir de un milagro, tenemos que consultar a la Iglesia legítima, es decir, al jefe legítimo de ella, por mucho crédito que demos a quienes relataron el milagro. Tal es, principalmente, el caso de quie- nes actualmente viven bajo el régimen de soberanos cristia- nos, pues en los tiempos que corren, yo no sé de ningún hombre que haya visto nunca realizarse semejante obra mi- lagrosa por el encantamiento, la palabra o la plegariá de un hombre, que alguien, dotado con una razón mediocre, con- sidere sobrenatural. La cuestión ya no es si lo que nosotros vemos realizado es un milagro, si el milagro que oímos o leemos fue un acto real y no una creación de la lengua o de la pluma, sino, en definitiva, si el relato es verdadero o falso. En esta cuestión no hemos de inquirir nuestra propia razón o conciencia privada, sino la razón pública, esto es, la razón del supremo representante de Dios, que actúa como juez su- yo; en efecto, lo haremos juzgar siempre, puesto que le hemos [238] dado un poder soberano, a fin de que haga todo lo necesario para nuestra paz y defensa. Un hombre particular (puesto que el pensamiento es libre) tiene siempre la libertad de creer o no creer Íntimamente ciertos actos que han sido presentados como milagros, considerando, según su propio testimonio, qué beneficio puede derivar, de la creencia de los hombres, para aquellos que lo reconocen o lo combaten, y conjeturar a base de ello si son milagros o mentiras. Pero cuando se llega a la confesión de esta fe, la razón privada debe someterse a la pública, es decir, al representante de Dios. Quién sea este representante de Dios, y el jefe de la Iglesia, es algo que consideraremos más adelante, en lugar adecuado. PARTE IJ/ ESTADO CRISTIANO CAP. 38 CAPITULO XXXVIII De la Significación de VIDA ETERNA, INFIERNO, SALVACIÓN, MUNDO VENIDERO Y REDENCIÓN en la Escritura El m~!I1tenimiento de la sociedad civil depende de la jus- ticia, y la justicia del poder de vida y muerte, y de otras recompensas y G1.stigos menores, que competen a qúienes de- tentan la soberanía del Estado. Es imposible que un Estado subsista, cuando alguien distinto del soberano tiene un poder de dar recompensas más grandes que la vida, o de imponer castigos mayores que la muerte. Ahora bien, considerando que la vida eterna es una mayor recompensa que la vida pre- sente, y que el tormento eterno es un castigo mayor que la muerte natural, interesa que todos cuantos deseen (mediante la obediencia a la autoridad) evitar las calamidades de la confusión y de la guerra civil, consideren detenidamente lo que se significa en la Sagrada Escritura con las frases vida eterna y tormento eterno, y por qué ofensas, y cometidas contra quién, los hombres han de quedar eternamente atormentados, y por qué otras acciones han de obtener la vida eterna. En primer lugar encontramos que Adán fue creado en tales condiciones de vida que si no hubiera quebrantado el mandato de Dios, hubiese disfrutado por toda la eternidad del paraíso del Edén. Allí existía, en efecto, el-árbol de la. vida, del cual le estaba permitido comer,' mientras se abstuviera de comer del árbol de la ciencia del bien y del mal, lo cual no le estaba permitido. Por eso, tan pronto como comió de él, Dios le expulsó del Paraíso porque no alargue su mano, ytame tam- bién del árbol de la vida y coma y viva para siempre. Por ello me parece (sometiéndome, sin embargo, lo mismo en esta que en todas las demás cuestiones cuya determinación depende de la Escritura, a la interpretación de la Biblia autorizada por el Estado, cuyo súbdito soy) que si Adán no hubiese pecado, hubiera gozado de vida eterna sobre la tierra, y que 37° PARTE I/l ESTADO CRISTIANO CAP. 38 b mortalidad cayó sobre él y su posteridad a consecuencia de ~~ primer pecado. No que la muerte real sobreviniera entonces, ya que, en tal caso, Adán nunca hubiera tenido hijos, cuando es lo cierto que vivió mucho tiempo después, y antes de morir vio una numerosa posteridad. Pero cuando se dice: En el dia en que comas de ello, tú habrás de morir seguramente, de modo necesario se significa con ello su mortalidad y cer- tidumbre de muerte. Considerando entonces que la vida eterna quedó perdida por la transgresión de Adán, al cometer el pecado, quien cancele este delito puede recobrar, por ello, de nuevo esa vida. Ahora bien, [239] Jesucristo ha pagado por los pecados de todos cuantos creen en él, y por consiguiente, ha recobrado para todos los creyentes esta VIDA ETERNA que había sido perdida por el pecado de Adán. Es en este sentido que tiene valor la comparación de San Pablo (Ro., 5,18,19): Porque así como por la ofensa de uno el juicio fue conde- natorio para todos los hombres, as; por la rectitud de uno, la gracia vendrá sobre todos los hombres para justifirflcicJl1 de la vida. Lo cual se expresa además (1 Ca., J 5, 21, 22) con mayor evidencia en estas palabras: Porque como la muerte vino por un hombre, por un hombre vendrá también la re- surrección de los muertos. Y así como en Adán todos nuteren, asi también en Cristo todos serán 'uivificados. Respecto al lugar en que los hombres deben disfrutar de esta vida eterna que Cristo obtuvo para ellos, los textos recién alegados parecen situarlo en la tierra. Porque si con Adán todos mueren, y han perdido el paraíso y la vida eterna en la tierra, con Cristo todos serán vivificados; luego todos los hombres habrán de vivir también en la tierra, ya que de otro modo la comparación no sería correcta. Con esto parece estar de acuerdo el Salmista (Sal., 133,3) cuando dice: Sobre Sión I'Nda Dios la bendición e incluso la vida eterna, y Sión está tm Jerusalén, sobre la tierra. Como también San Juan (Ap., 2, 7): Al que resista, yo le daré de comer del árbol de la vida, (jlle está en el centro del paraíso de Dios. Este era el árbol de la vida eterna de Adán; pero su vida había de ser sobre la tierra. Lo mismo parece quedar confirmado nuevamente por San Juan (Ap., 21,2) cuando dice: Yo, Juan, vi la Ciudad .17 T PARTE [JI ESTADO CRISTIANO Santa, la nue'va Jerusalem, descendiendo de Dios del cielo, dispuesta como una novia adornada para su esposo. Y el ver. la, al mismo efecto: Como si dijera que la nueva Jerusalén, el paraíso de Dios, a la venida de Cristo, vendría hasta el pueblo de Dios desde el cielo,' y no que el pueblo ascendería hasta aquél, desde la tierra. Y.en nada difiere esto de lo que dos hombres con túnica blanca (es decir, los dos ángeles) dijeron a los Apóstoles que estaban contemplando la Ascensión de Cristo (Hch., 1, 11): Este mismo Jesús, que os es arreba- tado al cielo, vendrá, así como lo Jwbeis MJisto ir al cielo. Esto suena como si hubiese dicho que vendría aquí abajo para gobernarnos bajo su Padre, eternamente, y no a tomarnos baje> su gobierno en el cielo; esto está de acuerdo con la restaura- ción del reino de Dios instituída bajo Moisés, que era un gobierno político de los judíos sobre la tierra. Además, cuando se dice de nuestro Salvador (Mt.) 22, 30) que en la resurrec- ción ni se casarán ni serán dados en matrimonio, sino que serán como ángeles de Dios en el cielo, es una descripción de una vida eterna semejante a la que perdimos con Adán, en el mo- mento del desposorio. En efecto, si advertimos que Adán y Eva, si no hubiesen pecado, hubieran vivido sobre la tierra eternamente en sus personas individuales, es manifiesto que no hubiesen procreado continuamente su linaje. En efecto, si hubiesen sido engendrados seres inmortales, como la humani- dad procrea ahora, la tierra, en un breve lapso de tiempo, no hubiese sido capaz para ofrecer lugar a todos. Los judíos que preguntaron a nuestro Salvador, de quién sería, en la resurrec- ción, la mujer que se había casado con varios hermanos, igno- raban cuáles eran las consecuencias de la vida eterna, y, por ello, nuestro Salvador les recordó esta consecuencia de la mor- talidad: que no debe existir generación, ni, por consiguiente, desposorio, como no hay desposorio ni generación entre los án- geles. La comparación entre esta vida eterna que P~dán perdió, y que nuestro Salvador había recobrado por su victoria sobre la muerte [240] se mantiene, también, en el hecho de que así como Adán perdió la vida eterna por su pecado, no obs- tante lo cual siguió viviendo durante algún tiempo, así el creyente cristiano recobrará la vida eterna por la pasión de Cristo, aunque muera con una muerte natural, y permanezca 37 2 PARTE Il/ ESTADO CRISTIANO CAP. 38 muerto durante algún tiempo, hasta la resurrección. Porque del mismo modo que la muerte se estima por la condenación de Adán, y no por la muerte misma, así la vida se estima por la absolución, y no por la resurrección de quienes han sido elegidos en Cristo. Que el lugar en que los hombres han de vivir eternamente, después de la resurrcrción, sea el cielo, significando por cielo aquellas partes del mundo que más remotas están de la tierra, como donde están las estrellas o más allá, en otro cielo más alto, llamado ccelum empyreum (de lo cual no hay mención alguna en la Escritura, ni fundamento en la razón) no puede inferirse fácilmente de ningún texto examinado. Por reino del cielo se significa el reino de Dios que mora en el cielo; y su reino era el pueblo de Israel, al que gobernaron los Pro- fetas representantes suyos, primero Moisés, y después de él Eleazar y los Sumos Sacerdotes, hasta que en los días de Sa- muel se rebelaron y quisieron tener un hombre mortal, como rey suyo, a la manera de las demás naciones. Y desde que Cristo, nuestro Salvador, por la predicación de sus ministros, hubo persuadido a los judíos para que regresaran, y llamó a los gentiles a su obediencia, entonces debió existir un nuevo reino del cielo; porque entonces nuestro rey será Dios, cuyo trono es el cielo, no siendo por necesidad evidente en la Es- critura que el hombre ascienda en su felicidad a un sitio más alto que el apoyo de Dios sobre la tierra. Por el contrario, hallamos escrito (In., 3, 13) que nadie ha ascendido al cielo, sino que el que descendió del cielo, precisamente el hijo del hombre, está en el cielo. Por ello observo, de pasada, que estas palabras no son, como las anteriores inmediatas, las palabras cíe nuestro Salvador, sino de San Juan mismo, porque Cristo no estaba entonces en el cielo, sino en la tierra. Otro tanto se dice de David (Hch., 2, 34), cuando San Pedro, para probar la Ascensión de Cristo, usando las palabras del Salmista (Sal., 16, 10): porque no dejarás mi alma en el infierno ni permiti- rás que tu santo vea corrupción dice que fueron enunciadas (no por Da vid, sino) por Cristo; y para probarlo añade esta razón: Porque David no ascendió al cielo. Pero a esto cabe ClllJtestar fácilmente y decir que aunque sus cuerpos no hubie- ran de ascender hasta el día del Juicio final, sus almas estarían 373 PARTE III ESTADO CRISTIANO CAP. 38 en el citlo tan pronto como se separaran de sus cuerpos; cosa que también parece estar confirmada por las' palabras de nuestro Salvador (Lc., 20, 37, 38), quien probando la re- surrección a base de las palabras de Moisés dice así: Y que los muertos hayan de resucitar, precisamente Moisés lo ense- ñó, en la zarza, cuando llamó al Señor, el Dios de Abraham, y el Dios de lsaac, y el Dios de Jacab. Porque él no es un Dios de muertos, sino de vivos; porque todos viven en Él. Pero si estas palabras han de comprenderse solamente de la inmortalidad del alma, no prueban en absoluto todo aquello que nuestro Salvador se proponía probar, que era la resurrec- ción del cuerpo, es decir, la inmortalidad del hombre. Por con- siguiente, nuestro Salvador significa que aquellos patriarcas eran inmortales, no por una propiedad consustancial a la na- turaleza del género humano, sino por la voluntad de Dios que por su mera gracia se complacía en otorgar vida eterna al hom- bre fiel. [241] Y aunque en esta época los patriarcas y otros muchos hombres fieles habían muerto, manifiéstase en el texto que vivían en Dios, es decir, que estaban inscritos en el libro de la vida, con lo cual quedaban absueltos de sus pecados, y ordenados para la vida eterna en la resurrección. Que el alma de un hombre es eterna por su propia naturaleza, y constituye una criatura viva, independientemente del cuerpo, o que un simple hombre es inmortal, de modo distinto que por la resu- rrección en el día postrero (excepto E nos y E lías) es una doctrina que no resulta aparente en la Escritura. Todo el ca- pítulo 14 de Job, que contiene las frases no ya de sus amigos, sino de él mismo, es una lamentación contra la mortalidad de la naturaleza, pero no una contradicción de la inmortalidad en la resurrección. Porque si el árbol fuere cortado (dice en el ver. 7) aún queda esperanza; aunque la raíz de él envejezca y el tronco muera en el polvo, al percibir el agua reverdecerá, y hará copa como una planta. Pero el hombre mU'Bre, y será cortado: se exhala el espíritu, ¿y dónde estará? Y (ver. 12) el hombre yace y no se levanta, hasta que no haya cielo. Pero ¿cuándo ocurrirá, que no haya cielo? Nos dice San Pedro que esto acaecerá en la resurrección general. En efecto, en su 2 Epístola, cap. 3, ver. 7, dice que los cielos y la tierra que ahora existen están reservados para el fuego en el día del 374 PARTE III ESTADO CRISTIANO CAP. 38 juicio, para la perdición de los hombres impíos, y esperando y apresurándoos para la venida de Dios cuando los cielos es- tarán ardiendo y quedarán deshechos, y los elementos se derre- tirán con ardor ferviente. No obstante, de acuerdo con la pro- mesa, esperamos cielos y tierra ntte'L'4, en los cuales mora la justicia. Por consiguiente, cuando Job dice que el hombre no resucitará hasta que los cielos dejen de existir, ello es 10- mismo que si hubiera dicho que la vida inmortal (y alma y vida en la escritura significan la misma cosa) no comienza en el hombre hasta la resurrección y el día del Juicio, y tiene por causa no su naturaleza específica y generación, sino la pro- mesa. Porque San Pedro no dice que esperamos nuevos cielos y nueva tierra (por naturaleza) sino por promesa. Por último teniendo en cuenta que siempre se ha probado a base de diversos y evidentes pasajes de la Escritura, en el capítulo xxxv de este libro, que el reino de Dios es un Estado civil, en el que Dios mismo es soberano, primero por la virtud del Antiguo pacto y después por el Nuevo, donde reina por su vicario o representante, los mismos pasajes probarán tam- bién que, después de haber venido de nuevo nuestro Salvador en su majestad y gloria, para reinar eternamente, el reino de Dios debe existir sobre la tierra. Pero como esta doctrina (aunque probada a base de no pocos ni oscuros pasajes de la Escritura) aparecerá a la m~roría de los hombres como una novedad, yo la propondré, no con ánimo de mantener, con ello, una nueva paradoja de la religión, sino esperando el fin de la disputa de la espada. (disputa todavía no decidida entre mis compatriotas), concerniente a la autoridad por la cual deben ser aprobadas o rechazadas todo género de doc- trinas, y cuyos mandat.os, hablados o escritos (cualesquiera que sean las opiniones de los particulares) deben ser obedecidos por todos los hombres que piensan ser protegidos por sus leyes. En efecto, los puntos de doctrina concernientes al reino de Dios, tienen tan gran influencia [242] sobre el reino del hom- bre, que no deben ser determinados sino por aquellos que bajo Dios tienen el poder soberano. Como el reino de Dios y la vida eterna, así también los enemigos de Dios y sus tormentos después del Juicio apare- 375 PARTE III ESTADO CRISTIANO CAP. 38 cen, según la Escritura, corno teniendo su lugar sobre la tierra. El nombre del lugar donde permanecerán hasta, la resurrec- ción todos los hombres, ya hayan sido enterrados o englutidos por la, tierra, se denomina usualmente, en la Escritura, con palabras que significan bajo fondo; es lo que los latinos leen generalmente infernus, e inferi, y los griegos, ül\r¡c;; es decir, un lugar donde los hombres no pueden ver, comprendiéndose tanto .el sepulcro como cualquier otro lugar más profundo. Pero el lugar que ocuparán los condenados después de la resurrección, no se determina, ni en el Antiguo ni el Nuevo Testamento, por ningún género de situación, sino sólo por la compañía, como será donde estén aquellos hombres malvados que Dios, en tiempos anteriores, de modo extraordinario y milagroso, borró de la faz de la tierra, como por ejemplo, los que están in inferno, o en el Tártaro o en el abismo in- sondable, porque Corah, Dathan y Abirom, fueron tragados vivos por la tierra. No es que los autores de la Escritura quie- ran hacernos creer que en el globo terráqueo,el cual no sólo es finito, sino de magnitud poco considerable, comparado con la excelsitud de las estrellas, pueda existir un abismo sin fondo, es decir, una oquedad de profundidad infinita, tal como la que reconocen los griegos en su Demonología (es decir, en su doctrina concerniente a los demonios), y la que posteriormente los romanos denominaron Tar.tarus) del cual dice Virgilio: BjJ patel in prlEcepJ, ttmtum tendjtque JUb umbraJ, QtlantuJ ad IEtho:reum cedí JWpectUJ Dlympum: porque esto es una cosa que no admite la proporción de la tierra al cielo, pero nosotros creeríamos esto, indefinidamente, de donde están aquellos hombres a los que Dios infligió ese castigo ejemplar. Además, porque aquellos hombres poderosos en 'la tierra que vivieron en tiempo de Noé, antes del Diluvio (lo que los griegos llamaron héroes y la Escritura gigantes, habiendo sido creados ambas clases de seres mediante copulación de los hijos de Dios con los hijos de los hombres) fueron ani- quilados a causa de la maldad de su vida, durante el diluvio universal, el lugar de los condenados queda, por consiguiente, 37 6 PARTE IJI ESTADO CRISTIANO marcado a veces, por la compañía de estos gigantes perecidos, como se dice en los Proverbios, 21, 16. El hombre que se extravía del camino de la sabiduría, permanecerá en la con- gregación de los gigantes; y Job, 26, 5: Mantiénense los gi- gantes bajo las aguas, y los que habitan con ellos. En este caso, el lUg?r de los condenados se halla bajo las aguas. E Isaías, 14, 9: El infierno se espantó de encontrarte (se refiere al rey de Babilonia) y desplazará a los gigantes por ti: y también en este caso el lugar de los condenados (si el sentido es literal) ha de estar bajo el agua. En tercer lugar, como las ciudades de Sodoma y Gomarra, por la ira extraordinaria de Dios, fueron consumidas, a causa de su maldad, con el fuego y el azufre, y, a la vez, la comar- ca de alrededor se convirtió en un apestoso lago de asfalto, el lugar de los condenados se expresa a veces por el fuego 'f por un lago hirviente, como en el Apocalipsis, cap. 2 1, 8: Pero a los timoratos, incrédulos, abominables y homicidas, a [243] los fornicarios y hechiceros, y a los idólatras, y a todos los mentirosos, su parte estará en el lago que arde con fuego y azufre, lo cual es la muerte segunda. Así resulta manifiesto que el fuego del infierno, metafóricamente expresado en este caso por el fuego real de Sodoma, no significa una cierta especie o lugar de tormento, sino que se ha de interpretar, indefinida- mente, como destrucción, como ocurre en el capítulo 20, ver. 14, cuando se dice que la muerte y el infierno serán arrojados al lago de fuego, es decir fueron abolidas y destruídas; como si después del día del juicio no existiera más muerte ni más ir al infierno, es decir, no más ir al Hades (nombre del cual acaso se deriva la palabra infierno) lo cual equivale a que no exista más muerte. En cuarto lugar, de la plaga de las tinieblas infligida sobre los egipcios, y acerca de la cual se dice (Ex., 10, 23): Ellos no se vieron uno a otro, ni nadie se levantó de su lugar en tres días; mas todos los habitantes de Israel tenían luz en sus habitaciones, el lugar de los malvados después del juicio se denomina tiniebla absoluta o (como se dice en el original) oscuridad sin remedio. Y así se expresa (Mt., 22, 13) cuan- do el rey ordena a sus siervos que ataran manos y pies al 377 PARTE 111 ESTADO CRISTIANO CAP • ..,8 hombre que no llevaba puesto su vestido de boda y lo arrojasen, Et~ TO OXÓTOC; TO l~c.írtÉQOlJ,. a la tiniebla exterior, o a la oscu- ridad insondab[e, y al traducir esto por tiniebla absoluta no se significa cuán grande es, sino dónde está esa tiniebla, es decir, fuera de la morada del elegido de Dios. Por último, junto a Jerusalén existía un lugar, llamado el valle de los hijos de Hinnon, en una parte del cual, llama- da Tciphet, los judíos habían cometido muchas y graves ido- latrías, sacrificando sus hijos al ídolo Moloch; y en él tam- bién había infligido Dios severos castigos a sus enemigos; y allí .Tosías había quemado a los sacerdotes de Moloch en sus propios altares, como aparece descrito en el libro 2 de Reyes, cap. 23. El lugar sirvió posteriormente para acumular el es- tiércol y los residuos que eran llevados fuera de la ciudad; y allí solía hacerse fuego, de tiempo en tiempo, para purificar el aire y alejar el hedor de la carroña. De este abominable lugar, los judíos solieron llamar posteriormente al lugar de los condenados con el nombre de Gehenna, o valle de llinnon. y esta Gehenna es la palabra que ahora, usualmente, se traduce por INFIERNO; Y del fuego que arde allí, de tiempo en tiempo, tenemos la noción de un fuego eterno e inextinguible. Teniendo en cuenta que ahora no existe ninguno que in- terprete la escritura como si después del día del J uicío los malvados hayan de ser castigados eternamente en el valle de Hinnon; o que haya de resucitar otra vez, para permanecer siempre bajo el suelo o bajo el agua; o que después de la resurrección no se vean más uno a otro, ni se muevan de un lugar a otro, resulta, a mi juicio, muy necesario que lo que se dice respecto al fuego dd infierno está expresado meta- fóricamente, y que, por consiguiente, hay un sentido propio que determinar (porque para todas las metáforas existe un fun- damento real que puede ser expresado por medio de palabras adecu;¡das), acerca del lugar del infierno y de la naturaleza de los tormentos y atormentadores infernales. [244] Por lo que respecta a los atormentadores, su naturaleza y propiedades están exacta y propiamente expresadas por los nombres de el enemigo o Satán, el acusador o Diabolus, el de.stnt(to1' o Abaddon. Estos nombres significativos Satán, De- PARTE III ESTADO CRISTIANO CAP. 38 monio y Abaddon.• no expresan para nosotros una persona in- dividual, como suele ocurrir con los nombres propios, sino solamente un oficio o cualidad, y son, por consiguiente, ape- lativos, que no debieron quedar sin traducir, como lo están en las Biblias latinas y modernas, porque con ello parecen ser nombres propios de demonios, y así más fácilmente se pro- pende a creer en la doctrina de los demonios, que en aquellos tiempos era la religión de los gentiles, contraria a la de Moisés y de Cristo. y como por el enemigo, el acusador y el destructor se significa el enemigo de aquellos que estarán en el reino de Dios, por consiguiente si el reino de Dios, después de la re- surrección, estuviera sobre la tierra (he mostrado anterior- mente, en el capítulo 1, que así parece ser, según la Escritura) el enemigo y su reino deben estar también sobre la tierra. Así ocurría en la época anterior a aquella en que los judíos depusieron a Dios. En efecto, el reino de Dios estaba en Palestina, y las naciones a su alrededor eran los reinos, del enemigo; por consiguiente, con Satán se significa cualquier ene- migo terrenal de la Iglesia. Los tormentos del infierno se significan a veces por las frases el llanto y el crujir de dientes, como en M t., 8, 12; a veces por el gusano de la conciencia, como en ¡saías, 66, 24, Y en J\;larcos, 9, 44, 46, 48; a veces, por el fuego como en el pasaje recién citado, donde el gusano no muere y el fuego no se extingue, y otros pasajes, además: a veces, por la vergüenza y el desprecio, como en Dn., 12, 2: Y muchos de los que duermén en el polvo de la tierra despertarán, unos para una vida eterna, y otros para la 'l'ergüen'Za y confusión perpetuas. Todos estos pasajes designan metafóricamente un agravio y descontento de la mente, por la visión, en otros, de la felici- dad eterna que ellos mismos han perdido por su propia in- credulidad y desobediencia. Y como tal felicidad en los demás no es sensible sino por comparación con sus propias miserias actuales, resulta que han de sufrir aquellas penas y calami- dades corporales que recaen sobre quienes no sólo viven bajo gobernantes crueles y malvados, sino que tienen, también, por enemigo, al rey eterno de los santos, fa Omnipotencia de Dios. 379 PARTE III ESTADO CRISTIANO y entre estas penas corporales, dcbe ser incluída para cada uno de los malvados, una segunda muerte. En efecto, aunque la Escritura sea clara en cuanto a la resurrección universal, no debe leerse que a ninguno de los réprobos les sea prom/;tida una vida eterna. Y aunque San Pablo (l Ca.) l5, 42, 43), a la cuestión concerniente a con qué cuerpos se levantarán otra vez, dice que el cuerpo se siembra en wrrupcirStJ y es le'L,antado en it/wrruptión; se siembra en deshotJor y se le'uanta en glo- l·ía; se siembra en flaqueza, y se le'L'anta l'll poder, la gloria y .el poder no pueden ser aplicados a los cuerpos de los seres malos, ni el nombre de segunda muerte ha de ser aplicado a quienes nunca pueden morir más que una vez: y aunque me- taf6ricamente una vida calamitosa y eterna pueda ser deno- minada una muerte eterna, en realidad no puede referirse a ulla segtmda muerte. [245] El fuego preparado fura los malos es un fuego eterno, es decir, el estado en que nadie puede estar sin tortura del cuerpo y de! espíritu, después de la resurrección, y que ha de sufrirse para siempre jen este sentido, e! fuegJ debe scr inextinguible, y eternos los tormentos. Pero de ello no puede inferirse que quien sea lanzado en este fuego o atormentado con tajes tormentos Jos sufra y resista hasta ser eternamente quemado y torturado, y, sin embargo, no quedar destruído ni morir nunca. Y aunque existen varios pasajes que afirman el fuego y los tormentos eternos (en los que los hom- bres pueden ser sumidos, uno después de otro, para siempre) no encuentro nadie que afirme que haya en ello una vida eter- na de una persona individual, sino por el contrario, una muerte eterna que es la segunda muerte. Porque después de que la muerte y el sepulcro entreguen los muertos q11e en ellos esta- ban, y cada hombre sea juzgado según sus obras, la muerte y el sepulo·o serán arrojados alIaga de fuego. Esta es la segunda muerte. Con ello es evidente que ha de existir una segun- da muerte de cada uno que esté condenado en el día del juicio, después del cual no morirá más. Los goces de la vida eterna están comprendidos en la es- critura bajo el nombre de salvación, o de ser saf'L'ado. Ser sal- vado es estar protegido, ya sea relativamente contra males es- peciales, o absoluLtmente contra todo género de mal, (ompren- 380 PARTE III ESTADO CRISTIANO CAP. 38 diendo la necesidad, la enfermedad y la muerte misma. Y como el hombre fue creado en una condición inmortal, no sujeto a corrupción ni, por consiguiente, a nadct que tendiese a la diso- lución de su naturaleza, y perdió esa felicidad por el. pecado de Adán, se deduce que quedar protegido del pecado es quedar protegido contra todo lo malo y contra las calamidades qUe el pecado ha traído sobre nosotros. Por tanto en la Sagrada Es- critura, remisión dd pecado y salvación de la muerte y de la miseria son la misma cosa, como resulta de las palabras de nuestro Salvador, quien h:l.biendo curado a un hombre enfermo de parálisis, diciéndole (:J.,,1 t., 9, 2): Confía, hijo, tus pecados te son perdonados, y sabiendo que los escribas consideraban como blasfemia que un hombre pretendiera perdonar los pe- cados, les preguntó (ver. 5) si es más fácil decir: Los pecados te SOft perdonados, o Le~)ántate y anda; con ello quería signifi- car que era una misma cosa, respecto a la curación del enfermo, decir: Tus pecados te son perdonados y Levántate y onda, y que usó esta forma de dicción sólo para mostrar que tenía poder para perdonar los pecados. Es, además, evidente a la razón, que así como la muerte y la miseria eran los castigos del pecado, la remisión del pecado debe ser, también, la li- beración con respecto a la muerte y a la miseria; es decir, la salvaci<Ín absoluta, que el creyente ha de disfrutar, después del día del Jueio, por el poder y favor de Jesucristo, quien por tal causa es denominado nuestro SALVADOR. Respecto a las salvaciones particulares, tales como se com- prenden en 1 S., 14, 39 cuando dice: Vive el Señor que sal7;ó a Israel, es decir, el que lo salvó de sus enemigos tem- porales, y (:>. S,) 22,4): Tú eres mi Salvador, tú me salvaste de lli vio!enri,,; y 2 Reyes, 13, 5: Dios dio" los israelitas un Salvador, y así fueron liberados de lo mallO de los asirios, y otros pasajes [246] semejantes, no necesito decir nada, ya que no existe dificultad o interés en corromper la interpretación de textos de este género. En cambio, respecto a la salvación general, como ha de ser la del reino del cielo, existe una gran dificultad en cuanto al lugar. De una parte, en cuanto reino (que es un Estado ordenado por los hombres para su seguridad perpetua contra ~81 PARTE 111 ESTADO CRISTIANO CAP. 38 los enemigos y contra la escasez) parece que esta salvación debe tener lugar sobre la tierra. En efecto, mediante la sal- vación se instituye en nosotros un glorioso reino de nuestro rey, por conquista, no una protección por vía de fuga: y en consecuencia, donde quiera que deseamos la salvación, anhe- lamos también el triunfo; y antes del triunfo, la victoria; y antes de la victoria, la batalla; cosa que no podemos suponer correctamente que ocurra en el cielo. Pero de que esta razón pueda ser suficiente, no fiaré mucho sin aducir muy evidentes pasajes de la Escritura. El estado de salvación se describe muy ampliamente en ¡sa1as, 33, verso 20, 21, 22, 23 Y 24: Mira a Sión, la ciudad de nuestras solemnidades; tus ojos verán a Jerusalem, morada de la quietud, tienda que no será desmontada; n; una sola de sus estacas será nunca removida, ni ninguna de sus cuerdas será rota. Pero allí el glorioso Se'¡¡or será para nosotros un lugar de anchas riberas y arroyos, por el cual no andará galera con remos, ni por el cual pasará ningún gran navío. Porque el Señor es nuestro juez, el Señor es mlestro le- gislador, el Señor es nuestro rey: El nos salvará. Tus cuerdas se aflojaron; ellas no podían sujetar bien su 'mástil; ellas no podían poner tersa lá vela; entonces se divi- dirá la presa de Un gran despojo; los lisiados arrebatarán la presa. y el habitante no dirá: estoy enfermo; a la gente que viva en ella les será perdonada su iniquidad. En estas palabras se nos indica el lugar de donde procede la salvación, J erusalem, morada dé la quietud; la eternidad de ella, una tienda que no será desmontada, etc.; el Salvador de ello, el Señor su juez, su legislador, su rey, nos salvará; la salvación, el Señor será para ellos como una vasta extensión de agua corriente, etc.; la condición de sus enemigos, 'sus cuer- das están flojas, sus mástiles débiles, el lisiado arrebatará de ellos el despojo. La condición de los salvados, el morador no dirá: yo estoy enfermo. Y por último, todo esto está com- prendido en la remisión del pecado: A la gente que viva allí dentro le será perdonada su iniquidad. De ello resulta evidente que la salvación ocurrirá sobre la tierra, cuando Dios reine Ca 3 82 PARTE 111 ESTADO CRISTIANO CAP. 38 la nueva venida de Cristo ) en Jerusalén; y de Jerusalén procederá la salvación de los gentiles que hayan de ser reci- bidos en el reino de Dios, como más expresamente declara el mismo Profeta, cap. 65,20, 2I: Y ellos (es decir, los genti- les que tenían en esclavitud a los judíos) traerán a todos 'f.,'uestros hermanos do todas las naciones, como ofrenda al Se- ñor, a caballo, y en carros, y en literas, y en mulos, y en veloces animales, a mi montaña santa de Jerusalem, dijo el Señor, como los hijos de Israel traen una ofrenda en una vasija limpia a la casa del Señor. Y yo los tomaré también como sacerdotes y ~omo levitas, dijo el Señor. De ello resulta mani- fiesto que la sede principal del reino de Dios (que es el lugar [ 247] de donde procede la salvación de nosotros, los gentiles) será Jerusalén. Y otro tanto se confirma también por el colo- quio que n~estro Salvador tuvo, respecto al lugar de adoración de Dios, con la mujer de Samaria, a la cual dijo (In., 4, 2'2) que los samaritanos adoraban algo que no conocían, mien- tras que los judíos adoraban algo que conocían, porque la sal- vación es de los judíos (ex Judceis, es decir, comienza en los judíos). Lo cual equivalía a decir: Vosotros adorais a Dios, pero no sabeis por conducto de quién os salvará; en cambio, nosotros sabemos que será por uno de la tribu de Judá, un ju- dío, no un samaritano. Y por esta razón también, la mujer, no de modo impertinente, le contestó: Nosotros sabemos que el Mesías vendrá. Así, lo que nuestro Salvador dijo: La salvación viene de los judíos, equivale a lo que dijo Pablo (Ro., I, 16, 17): El Evangelio es el poder de Dios para la salvación de todos los que han creído: del judío primero, y después del griego. Porque en él la justicia de Dios se revela de fe a fe; de la fe del judío a la fe del gentil. En el mismo sentido, des- cribiendo el Profeta Joel el día del Juicio (cap. '2, 30, 31), dice que Dios mostrará maravillas en el cielo y en la tierra, sangre y fuego, y colll,mnas de humo. El Sol se tornará en tinieblas, y la luntJ" en sangre, antes de que venga el grande y terrible día del Señor; y añade en el versículo 3'2: Y ocu- rrirá que quien quiera que pronuncie el nombre del Señor será salvado. Porque en el monte de Sión y en J erusalem estará la salvación. Y Abdias, ver. I7, dice lo mismo: En el monte de Sión estará la liberación, y existirá santidad, y la casa de 383 PARTE II! ESTADO CRISTIANO CAP. 38 ] acob poseerá sus posesiones, es decir, las posesiones de los pa- ganos, a las que se alude más particularmente en,los versículos siguientes con "las frases el monte de Esaú, el país de los filis- teos, los campos de Efrain, de Samaria, Gileah, y las ciudades del Sur, concluyendo con estas palabras: El reino será del Se- ñor. Todos estos lugares están destinados a la salvación, y al reino de Dios, después del día del Juicio, sobre la tierra. Por otra pa¡-tt.: no he hallado ningún texto que pueda ser aducido para probar una ascensión de los santos al cielo, es decir, a ningún crelum empyreu~n, u otra región etérea, salvo lo que se denomina el reino del Cielo, nombrt.: que puedt.: tener porque Dios, que era el rey de los judíos, los gobernó mediante sus mandamientos enviados a Moisés por ángeles del cielo; y después de su rebelión, envió del cielo a su Hijo, para redu- cirlos a su obediencia; y 10 enviará otra Vez más, para re- girlos a ellos y a todos los demás hombres creyentes, desde el día del Juicio, y por la eternidad: o la alusión al trono de nuestro gran rey que está en el cielo, y al que la tierra sólo le sirve de escabel. Pero que los súbditos de Dios tengan un lugar tan alto como el trono divino, o más alto que el escabel de sus pies, no parece adecuado a la dignidad de un rey, ni puedo encontrar) al respecto, ningún texto evidente en la Sa- grada Escritura. De lo que se ha dicho acerca del reino de Dios y de la salvación, no resulta difícil interpretar lo que se entiende por MUNDO VENIDERO. Tres mundos se citan en la Escritura: el mundo antiguo, el mundo presente y el mundo venidero. Del primero habla San Pedro: Si Dios no perdonó al mundo viejo, mas guardó a Noé como oc~ava persolla, predicador de la rec- titud, trayendo el dilwL'io sobre el mundo de los malvados, etc. Así, el primer mUlldo fue desde Adán hasta el Diluvio uni- versal. Del mundo presente habla nuestro Salvador (111., r 8, ,3 6), diciendo: 1\1i reillo 110 es de este mundo, porque vino so- lamente para enseñar a los hombres el camino de la Salvación, y para renOl/ar con su doctrina el reino de su Padre. Del mundo venidero dice San Pedro: N o obstante esperamos, ·de acuerdo a su promesa, lIue'uos cielos :JI una tierra nueva. Es a este MUNDO, donde Cristo, viniendo aquí abajo desde el cielo, entre las nubes, con gran poder y gloria, enviará sus ángeles PARTE 111 ESTADO CRISTIANO CAP. 38 y reumra a sus elegidos de los cuatro vientos y de las partes más distintas de la tierra; y desde entonces reinará sobre ellos, bajo su Padre, eternamente. La salvación de un pecador supone una REDENCIÓN pre- cedente, porque quien una vez es culpable de pecado, queda expuesto a la expiación del mismo, y ha de pagar, o algún otro en lugar suyo, aquel rescate exigido por quien padeció la ofensa y tiene al ofensor en su poder. Si consideramos que la persona ofendida es Dios Omnipotente, en cuyo poder están todas las cosas, ese rescate debe pagarse antes de que se ob- tenga la salvación, y tal como a Dios le plazca exigirlo. Como rescate no se entiende una satisfacción, por el pecado, equiva- lente a la ofensa, ya que ningún pecador por sí mismo ni ningún hombre justo es capaz de llevarla a cabo por otro: el daño que un hombre hace a otro, aunque trate de compensarlo me- diante la restitución y la recompensa, no es suficiente para eliminar el pecado mismo, pues esta equivaldría a hacer de la libertad de pecar una cosa vendible. Ahora bien, los pecados pueden ser perdonados a quien se arrepiente, ya sea de modo gratuito o a cambio de una pena que a Dios le plazca aceptar. Lo que Dios usualmente aceptaba en el Antiguo Testamento era algún sacrificio u oblación. Perdonar el pecado no es un acto de injusticia, aunque se haya amenazado con el castigo. Incluso entre los hombres, aunque la promesa de un bien obliga al que promete, la amenaza de un mal, no le obliga. Mucho menos obligará a Dios, que es infinitamente más compasivo que los hombres. Por consiguiente, al redimirnos no dio satisfacción, en este sentido, por los pecados de los hombres, de manera tal que, en virtud de su muerte, pudiera hacer injusto en Dios c.astigar a los pecadores con la muerte eterna; hizo, en su pri- mera venida, este sacrificio y oblación de sí mismo que a Dios le apwbó requerir, para la salvación, en su segunda venida, de aquellos que, entretanto, se arrepientan y crean en él. Y aunque este acto de nuestra redención no siempre se llame en la Escritura sacrificio y oblación, sino, a veces, precio, bajo este último nombre no hemos de comprender una cosa por cuyo valor pueda considerarse con derecho al perdón, para nosotros, de su Padre ofendido, sino el precio que a Dios Padre le plugo exigir por su clemencia. [247] 385 PARTE III ESTADO CRISTIANO CAP. 39 CAPITULó XXXIX De la Significación de la Palabra IGLESIA en la Escritura La palabra iglesia (E cclesia) significa en los libros de la Sagrada Escritura diversas cosas. Unas veces, aunque no Con frecuencia, se toma como la casa de Dios, es decir, como un templo en el que los cristianos se reúnen para cumplir pública- mente con sus deberes religiosos, como en 1 Ca., J 4, ver. 34: Que vuestras mujeres guarden silencio en la iglesia; pero este término se halla metafóricamente empleado, por la congrega- ción allí reunida, y desde entonces se ha utilizado como el edificio mismo, para distinguir entre los templos de los cris- ti:tnos y los idólatras. El templo de Jerusalem era la casa de Dios, y la casa de los orantesj y aSÍ, todo edificio dedicado por los cristianos al culto de Cristo se denomina la casa de Cristo, y como consecuencia los padres griegos lo llamaban K\JeLUxi¡, la casa del Señor, y en nuestro lenguaje, después, vino a ser llamada Kyrke, y Church (Iglesia). Iglesia (cuando no se toma en la acepción de casa) signi- fica lo mismo que E cclesia significaba en los Estados de los griegos: es decir, una congregación o una asamblea de ciuda- danos, conyocada para escuchar la voz del magistrado; y en el Estado de Roma se llamaba concia, y el que en ella hablaba se denominaba ecclesiastes y concionator. Y cuando la convoca- toria se hacía por una autoridad legítima, era ecclesia legitima, una iglesia legítima, É\I\lOIlO¡;; Exx);rlo[a. En cambio, cuando era suscitada por un clamor de sedición y tumulto, entonces era una iglesia confusa, EXxAlJOLU GVyXEX"!1ÉVlJ. Otras veces significa también los hombres que tienen de- recho a ser de la congregación, aunque no estén realmente reunidos: es decir, la multitud entera de los cristianos, aunque se hallen muy dispersos: tal ocurre en Hch., 8, 3, cuando se dice que Saúl asolaha la Iglesia. En este sentido se dice, tam- bién, que Cristo es la cabeza de la Iglesia. A veces se toma por 3 86 PARTE 111 ESTADO CRISTIANO CAP. 39 una cierta parte de los cristianos, como en Col., 4, 15: Saludad la Iglesia que está en su casa. A veces, también, por los elegi- dos, solamente, como en Ef., 5, 27: Una iglesia gloriosa, sin tacha ni arruga, santa y sin mancha, con lo cual se alude a la iglesia triunfante o iglesia venidera. A veces, como una con- gregación reunida de profesores de la cristiandad, ya sea su profesión verdadera o falsa, como se entiende en Mt., 18, 7, cuando se dice: Decidlo a la Iglesia y si no oyere a la Iglesia, consideradlo como un gentil o puhlicano. En este último sentido solamente puede ser considerada la Iglesia como una persona: esto es, puede decirse que tiene potestad para querer, pronunciar, mandar, ser obedecida, hacer leyes o realizar cualquier otra acción. En efecto, sin autori- zaclOn de una congregación legítima, cualquier acto que se realice en una concurrencia de gentes, es el [:248] acto par- ticular de cada uno de los que estaban presentes y prestaron su apoyo a la realización del mismo, y no el acto de todos en conjunto, como un solo cuerpo; mucho menos el acto de los que estuvieron ausentes o de quienes, estando presentes, no quisieron que se hiciera. De acuerdo con este sentido, yo defino una IGLESIA como: una compañía de hombres· que profesan la religión cristiana y están unidos en la persona de un soberano, por orden del cual deben reunirse, y sin cuya autorización no deben reunirse. Y como en todos los Estados la asamblea que no está garantizada por el soberano civil es una asamblea ilegítima, también la Iglesia que se reúne en un Estado que prohibió la reunión, es una asamblea ilegítima. De esto resulta que sobre la tierra no existe Iglesia uni- versal a la que todos los cristianos vengan obligados a obedecer, porque no existe poder sobre la tierra al cual todos los demás Estados estén sujetos: existen cristianos en los dominios de diversos príncipes y Estados, pero cada uno de ellos está su- jeto al Estado del cuaJ él mismo es un miembro, y, por con- siguiente, no puede estar sometido a los mandatos de ninguna otra persona. Por tanto, una Iglesia que sea capaz de mandar, juzgar, absolver, c~ndenar o llevar a cabo cualquier otro acto, es cosa idéntica a un Estado civil, que conste de cristianos; y se denomina Estado civil, en cuanto los súbditos de él son J8 7 PARTE 111 ESTADO CRISTIANO CAP. 39 hombres, e Iglesia en cuanto los súbditos de ella son cristianos. Ahora bien, poder temporal y espiritual son, sólo, dos palabras traídas al mundo para que los hombres vean doble y confundan a su legítimo soberano. Es cierto que, después de la resurrec- ción, los cuerpos de los fieles no solamente serán espirituales, sino eternos; pero en esta vida son toscos y corruptibles. No hay, por consiguiente, en esta vida otro gobierno del Estado de la. religión, sino el temporal; ni enseñanza de ninguna doctrina que quien gobierna las dos cosas, el Estado y la re- ligión, prohiba enseñar. Y que el gobernante sea uno, pues de lo contrario necesariamente se suscitarán disensión y guerra civil en el Estado, entre la Iglesia y el Estado; entre espiri- tualistas y temporalistas; entre la espada de la justicia y el es- cudo de la fe; y (lo que importa más) en el propio pecho de cada cristiano, entre el cristiano y el hombre. Los doctores de la Iglesia se denominan pastores, y son, también, soberanos civiles. Pero si los pastores no están subordinados uno a otro, puede existir más de un pastor principal, y se enseñará a los hombres doctrinas contradictorias, de las cuales las dos pueden ser, y una de ellas será, forzosamente, falsa. Quién debe ser el pastor principal, de acuerdo con la ley de. naturaleza, ha sido mostrado ya: a saber, el soberano civil. En los capítulos siguientes veremos a quién está asignado este cargo, según la Escritura. [249] 388 PARTE 1/1 ESTADO CRISTIANO CAP. 40 CAPITULO XL De los Derechos del Reino de Dios en Abraham, Moisés, los Sumos Sacerdotes y los Reyes de Judá El padre de los fieles, y primero en el reino de Dios ins- tituído por el pacto, fue Abraham. En efecto, con él quedó estipulado el pacto, en virtud del cual se obligó a sí mismo, y, además, a su descendencia, a reconocer y obedecer los man- datos de Dios; no sólo aquellos de los cuales (como las leyes naturales) pudiera tener noticia por la luz de la naturaleza sino, también, aquellos que Dios, de una manera especial, le trasmitiera mediante sueños y visiones. En cuanto a la ley moral, estaban ya obligados, en efecto, y no necesitaban ha- cerlo por un contrato, basado en la promesa de la tierra de Canaán; ni existía allí un contrato que pudiera añadir o ro- bustecer la obligación por la cual Abraham con sus descendien- tes, y además, todos los hombres, se encontraban naturalmente obligados a obedecer la Omnipotencia de Dios. Por consiguien- te, el pacto que Abraham hizo con Dios consistió en tomar como mandamiento de Dios lo que en nombre de Dios se le ordenó, en un sueño o visión, y entregarlo a su familia, y hacer que lo observaran. En este contrato de Dios con Abraham podemos observar tres puntos de cardinal importancia para el gobierno del pueblo de Dios. Primero, que al estipularse este pacto, Dios habló solamente a Abraham, y, por consiguiente, no pactó con cada uno de su familia o linaje, sino en cuanto sus voluntades (que constituyen la esencia de todos los pactos) estaban, antes del contrato, involucradas en la voluntad de Abraham, al cual, por consiguiente, se le suponía en posesión de un legítimo po- der para hacerles cumplir todo cuanto pactara por ellos. De acuerdo con esto (Gn., 18, 18, 19) Dios dijo: Todas las 1za- clones de la tierra habrán de ser benditas en él, porque yo sé que mandará a sus hijos, y a sus descendientes después de PARTE 111 ESTADO CRISTIANO CAP. 40 él, que guarden el camino del Señor. De ello puede extraerse es- ta primera conclusión: que aquellos a quienes Dios no ha habla- do inmediatamente han de recibir el mandato positivo de Dios, de su soberano, como la familia y linaje de Abraham lo hizo de Abraham su padre, señor y soberano civil; y como conse- cuencia, que en cada Estado, quienes no tienen revelación sobrenatural en sentido contrario, deben obedeceF-las leyes de su propio soberano en los actos externos y en la profesión de la religión, ya que el pensamiento y las creencias íntimas de los hombres, de las cuales pueden no tener noticia los gober- nantes humanos (pues sólo Dios conoce el corazón del hom- bre), no son actos voluntarios ni efecto de las leyes, sino de la [ 250] voluntad no revelada, y del poder de Dios; y por con- siguiente, no quedan incluídas en esta obligación. De ello deriva otro extremo: que no era ilegítimo, para Abraham, imponer castigos cuando alguno de sus súbditos pre- tendía tener visión privada, o espíritu, u otra revelación de Dios, con ánimo de sustentar alguna doctrina que Abraham prohibiera, o cuando ellos la siguiesen o prestaran su adhesión a cualquier otro, con análogas pretensiones; y, por consiguien- te, que es ahora legítimo para el soberano castigar a quien, con- tra las leyes, se oponga a sus designios privados ya que el soberano tiene el mismo lugar en el Estado que Abraham tenía en su propia familia. De todo esto surge una tercera conclusión: Que nadie sino Abraham en su familia, y nadie sino un soberano en un Es- tado cristiano puede saber lo que es y lo que no es la palabra de Dios. En efecto, Dios habló solamente a Abraham, y sólo él fue capaz de saber lo que Dios dijo, e interpretarlo para su familia: y, por consiguiente, también, los que ocupan el lugar de Abraham en un Estado son los únicos intérpretes de lo que Dios ha manifestado. El mismo pacto fue renovado con Isaac, y posteriormente con Jacob. Y no hubo más renovación en tiempos ulteriores hasta qu~ los israelitas fueron liberados de los egipcios, y lle- garon al pie del monte Sinaí: entonces fue renovado por Moisés (como he dicho antes, cap. xxxv), de tal modo que a partir de ese tiempo los judíos se convirtieron en el reino peculiar de 390 PARTE 111 ESTADO CRISTIANO CAP. 40 Dios. Fue su representante Moísés, en su propio tiempo; la sucesión, en este cargo, recayó sobre Aarón, y después de él en sus herederos, para seguir siendo, respecto a Dios, un reino sacerdotal para siempre. Un reino quedó adquirido para Dios, por esta institución. Pero considerando que Moisés no tenía autoridad para gober- nar a 'los israelitas, como sucesor 'en el derecho de Abraham, porque no podía reclamarlo por herencia, no resulta hasta ahora que el pueblo estuviera obligado a considerarle como representante de Dios, sino mientras durara su creencia de que Dios le había hablado. Por tanto, y a pesar del pacto hecho por ellos con Dios, dependía su autoridad meramente de la opinión que ellos tenían de su santidad, y de la realidad de sus coloquios con Dios, y de la veracidad de sus milagros; alterada esta idea, no quedaban ya obligados a considerar co- mo ley de Dios ninguna cosa que él, en nombre de Dios, les propusiera. Hemos de considerar, por consiguiente, qué otra razón existía que justificase en el pueblo judío su obligación de obedecerle. No podía ser el mandamiento de Dios lo que pudiera obligarles, porque Dios no les hablaba a ellos inme- diatamente, sino por mediación de Moisés mismo. Nuestro Salvador dice con respecto a sr propio: Si yo doy testimonio de mi mismo, mi testimonio no es veraz; mucho menos podía ser reconocido si Moisés daba testimonio de sí mismo (espe- cialmente cuando reclamaba un poder regio sobre el pueblo de Dios). Por consiguiente, su autoridad, como la. autoridad de todos los demás príncipes, debe estar fundada en el consenti- miento del pueblo y en su promesa de obedecerle. Y así había de ser: porque el pueblo (E:..'., 20, 18) cuando vio los true- nos [251] Y los relámpagos, y escuchó el sonar de la bocina, y vio el monte que humeaba, tembló y se apartó a lo lejos. y dijeron a J\;loisés: Háblanos y nosotros oiremos; mas 7/0 hable Dios con nosotros porque moriremos. Aquí estaba su promesa de obediencia, y por esto quedaron obligados ellos mismos a obedecer cualquier cosa que Moisés les transfiriera por mandato de Dios. No obstante, el pacto constituye un reino sacerdotal, es decir, un reino hereditario para Aarón; sólo que había de comprenderse para los sucesores, después de que Moisés mu- .19 1 PARTE 111 ESTADO CRISTIANO CAP. 40 riera. En efecto, quien quiera que ordene y establezca un ré- gimen, como primer fundador del Estado ( sea monarquía, aristocracia o democracia) debe necesariamente tener poder soberano sobre el pueblo. Y que Moisés tenía este poder en su propio tiempo queda evidentemente afirmado en la Escri- tura: primero, en el texto recién citado, puesto que el pueblo le prometió obediencia, no a Aarón sino a él; en segundo lu- gar, conforme a este pasaje (Ex., 24,1,2): Y Dios dijo a A10isés: sube hasta el señor, tú, y Aarón, Nadab y Abihú, Y setenta de los ancianos de Isrt~el. Mas sólo Moisés se acer- cará al Señor, y ellos no llegarán cerca, ni subirá el pueblo con él. Con esto se evidencia que sólo Moisés era llamado junto al Señor (y no Aarón ni los otros sacerdotes, ni los setenta ancianos, ni el pueblo al que se prohibió subir); era sólo él quien representaba ante los israelitas la persona de Dios. Y aunque posteriormente se dice (ver. 9): Y subieron Moisés y ilarón, Nadab y Abihú, Y setenta de los ancianos de Israel, y vieron al Dios de Israel, y bajo sus pies había como un pavimento de :zafiro, etc., esto no ocurrió sino después que Moisés hubo estado con Dios, y trasmitido al pueblo las palabras que le había dicho. Él sólo fue por asuntos del pueblo: los demás, como los nobles de su séquito, fueron admitidos como honor a esta gracia especial, que no era permitida al pueblo, y que consistía (como aparece en un versículo subsi- guiente, el 11) en ver a Dios y vivir. Dios no extendió su 1nano sobre ellos, y vie1·on a Dios y comieron y bebieron (es decir, vivieron) pero no trajeron consigo ningún mandamiento de Él para el pueblo. Además dícese en algún sitio: El Señor habló a Moisés; como en todas las demás ocasiones de go- bierno, así también en la ordenación de las ceremonias reli- giosas, contenida en los capítulos 25, 26, 27, 28, 29, 30, 31, Ex., y en todo el Levítico: a Aarón, raramente. El becerro que hizo Aarón, Moisés lo arrojó al fuego. Por último, el litigio acerca de la autoridad de Aarón, motivado por la rebel- día de éste y de Miriam contra Moisés, fue (Nm., 12) juzgado, por Dios mismo, valiéndose de Moisés. Así también, en Ja cuestión suscitada entre Moisés y el pueblo, acerca de quién tenía derecho a gobernar al pueblo, cuando Corah,_ Dathan, Abiram y doscientos cincuenta príncipes de la asam- 39 2 PARTE 111 EST~DO CRISTIA.NO CAP. 4() blea se reunieron (Nm., 16, 3) y se juntaron contra Moisés y contra Aarón, y les dijeron: Tomais demasiado sobre vos- otros: Teniendo en cuenta que toda la congregación son santos, cada uno de ellos, y entre ellos está el Señor ¿por qué os levantais vosotros sobre la congregación del Señor? Dios hizo que la tierra se tragara a Corah, Dathan y Abiram, con [252] sus mujeres y sus hijos vivos, y consumió por el fuego aquellos doscientos cincuenta príncipes. Por consiguiente, ni Aarón ni el pueblo, ni ninguna aristocracia de los más significados prín- cipes del pueblo, sino únicamente Moísés, tenía, bajo Dios, la soberanía sobre los israelitas, y no sólo en cuestiones de gobernación civil, sino de religión también: porque sólo Moisés habló con Dios, y, por consiguiente, sólo él podía decir al pueblo lo que Dios requería de ellos. Ningún hombre, bajo pena de muerte, podía atreverse a aproximarse a la montaña donde Dios habló con Moisés. Tú seiialarás (dice el Señor, E:-c., 19, 2, 12) linderos al pueblo en derredor, y dirás: Guardaos, no subais al monte, ni toqueis la cerca de él; cual- quiera que tocare el monte, de seguro morirá. Y dice, además (ver. 21): Desciende, requiere al pueblo que no traspase la cerca, con ánimo de ver al Señor. Basándonos en este pasaje podemos concluir que quien en un Estado cristiano ocupa el lugar de Moisés, es el único mensajero de Dios e intérpre- te de sus mandatos. Y de acuerdo con ello, en la interpretación de la Escritura, nadie debe avanzar más allá de los límites establecidos por su respectivo soberano. Porque las Escrituras mediante las cuales Dios ahora habla en ellos, son el monte Sinaí; los límites, son las leyes de quienes representan la persona de Dios sobre la tierra. Está permitido contemplarlo, y admirar las maravillosas obras de Dios, y aprender a tenerlo; pero interpretarlo, es decir, inquirir lo que Dios dijo a aquel a quien encargó gobernar, bajo su mandato, y enjuiciar, res- pecto a si gobierna o no como Dios le ha ordenado, es traspasar los límites que Dios nos ha fijado, y mirar a Dios irreverente- mente. No hubo profeta en la época de Moisés, ni otros preten- dientes al t!spíritu de Dios sino aquellos que Moisés mismo aprobó y autorizó. Porque había en aquel tiempo setenta hombres, que se decían profetizar por el espíritu de Dios; 393 PARTE 111 ESTADO CRISTIANO CAP. 40 Israel, que tú sepas ser los ancianos del puehlo. A éstos, Dios les comunicó su espíritu; pero no fue un espíritu diferente y éstos eran elegidos de Moisés; al respecto, dijo Dios a Moisés (Nm' J II, 16): Reúneme setenta de los ancianos de del de Moisés, puesto que se dice (ver. 25): Dios descendió en una nuhe, y tomó del espíritu que había sobre Moisés, y lo dio a setenta ancianos. Pero, como he manifestado ya· antes (cap .. XXXVI), por espíritu se comprende la inteligencia, así que el sentido del pasaje no es otro sino éste: que Dios los imbuyó con una mente conformable y subordinada a la de Moisés, para que pudieran profetizar, es decir hablar al pueblo en nombre de Dios, con el fin de que propagaran (como ministros de Moisés, y por autorización suya) aquella doctrina 'que era agradable a Moisés. Porque no eran más que ministros; y cuando dos de ellos profetizaron en el campamento, se pensó que realizaban algo nuevo e ilegítimo, hasta el punto de que, como se refiere en los versículos 17 Y I del mismo capítulo, fueron acusados de ello, y Josué recomendó a Moisés que se lo prohibiera, ignorando que habían profetizado por el espíritu de Moisés. Con ello es manifiesto que ningún súbdito debe pretender a la profecía o al espíritu, en oposición a la doctrina [ 2. 53] establecida por aquel a quien Dios puso en lugar de Moisés. Muerto Aarón, y después de él también Moisés, el reino, como reino sacerdotal que era, recayó, en virtud del pacto, en el hijo de Aarón, Eleazar, el Sumo Sacerdote. Y Dios le declaró soberano (inmediatamente bajo su mandato) a la vez que designaba a Josué como general de sus ejércitos. En efecto, Dios dice expresamente (Nm' J 37, 21) respecto a Josué: Él estará delante de Eleaz.ar el Sacerdote, que le prer:untará consejo por él ante el Señor; a indicación suya saldrán, y. tmtrarán él, y todos los hijos de Israel con él. Por consiguien- te, el supremo poder de hacer la paz y la guerra residía en el Sacerdote. El supremo poder de la judicatura correspondía también al Sumo Sacerdote: el Libro de la Ley, estaba, en efecto, a ,su cargo, y los sacerdotes y levitas, solamente eran jueces subordinados en las causas civiles, tal como aparece en Dt., 17, 18, 9, 10. Y en cuanto a las modalidades del culto divino, nunca hubo duda de que hasta la época de Saúl, el 394 PARTE 111 ESTADO CRISTIANO CAP. 40 Sumo Sacerdote tenía la autoridad suprema. Por consiguiente, el poder civil y el eclesiástico estaban juntos, ambos, en una misma persona, el Sumo Sacerdote; y así debe ser en quien gobierne por derecho divino, es decir, por autoridad inmediata de Dios. Desde la muerte de Josué hasta la época de Saúl se ex- tiende un período durante el cual, como frecuentemente se advierte en el libro de los Jueces, no existió en estos días rey en Israel; a veces se agrega que cada uno hacía 10 que le parecía justo, según su arbitrio. Con ello se ha de entender que donde se dice: No existió rey, se significa: No e.xiJtió poder soberano en Israel. Y así era, ciertamente, si consideramos la actuación y ejercicio de tal poder. En efecto, después de la muerte de Josué y de Eleazar, surgió otra getleración (Juc., 2, 10) que no conocía al Señor, ni las obras que había hecho por Israel, sino que hiz.o maldad a la vista del Señor, }' sirvió ti Baalim. Y los judíos tenían aquella cualidad que San Pablo advierte de exigir 1m sig'IIO, no sólo antes de que se sometieran al gobierno de Moisés, sino también des- pués de haberse obligado a sí mismos mediante su sumisión. En efecto, los signos y milagros tenían por finalidad asegurar la fe, y no apartar a los hombres de la violación de ella, una vez que la habían prometido; porque a ello e~taban obligados los hombres por la ley de naturaleza. Ahora bien, si conside- ramos no ya el ejercicio sino el derecho del gobierno, el poder soberano estaba todavía en el Sumo Sacerdote. Por consiguien-- te, cualquier obediencia otorgada a alguno de los Jueces (que eran hombres elegidos por Dios, de modo extraordinario, para proteger a sus rebeldes súbditos de las manos del enemigo) no puede ser aducida como argumento contra el derecho que el Sumo Sacerdote tenía al poder soberano, en todas las ma- terias tanto de gobierno como de religión. Ni los Jueces ni Sarnuel mismo tuvieron una vocación ordinaria, sino extraor- dinaria para el gobierno j y fueron obedecidos por los israelitas no por obligación, sino por reverencia al favor con que Dio~ les distinguía, manifestado en su sabiduría, valor o felicidad. Como resultado de eIJo, el derecho de regular las dos cosas; el gobierno y la religión, fueron inseparables. (254] 39.\ PARTE III ESTADO CRISTIANO CAP. 40 A los Jueces sucedieron los Reyes: y así como antes toda la autoridad en materia religiosa y de gobierno residía en el Sumo Sacerdote, así entonces se reunió en el soberano. En efecto, la soberanía sobre el pueblo, que antes existía no so- lamente en virtud del poder divino, sino también mediante un pacto particular de los israelitas con Dios, e inmediatamente debajo de él, en el Sumo Sacerdote, como representante suyo en la. tierra, fue instituída por el pueblo con el consentimiento de Dios mismo, En efecto, cuando dijeron a Samuel (1 S., 8, 5): Danos un rey que 110S juzgue, como a todas las nacio- nes, significaron que no querían ser gobernados por más tiempo por los mandatos que les fueran impuestos por el Sacerdote, en nombre de Dios, sino por uno que los rigiera de la misma manera que están regidas todas las demás naciones; en con- secuencia, despojando al Sumo Sacerdote de la autoridad real, depusieron, también, este gobierno peculiar de Dios. E incluso Dios consintió en ello, cuando dijo a Samuel (ver. 7): Oye la 'Voz del pueblo en todo lo que te dijeren, porque no te han desechado a ti, sino que me han desechado a mí, para que no reine sobre ellos. Habiendo, así, desechado a Dios, en nombre del cual gobernaban los Sacerdotes, no se dejó a éstos otra autoridad sino aquella que al rey le plugo reconocerles, auto- ridad que era mayor o menor, según que los reyes eran buenos o malos, Y en cuanto al régimen de los negocios civiles es manifiesto que estaba en su totalidad en manos del rey. En efecto, en el mismo capítulo, versículo 20, dicen que quieren ser como todas las naciones; que su rey sea su juez y salga delante de ellos, y luche sus batallas; es decir, que tenga autoridad plena, en la paz y en la guerra. En ello se incluye también el órdenamiento de la religión, porque en aquel tiem- po no había otra palabra de Dios, mediante la cual pudiera regularse la religión, sino la ley de Moisés que era, al mismo tiempo, su ley civil. Leemos, además (1 R" 2, 27), que Salomón arrojó a Abiathar del sacerdocio del Señor. Tenía, pc~ (onsiguiente, autoridad sobre el Sumo Sacerdote, como sobre cualquier otro súbdito, lo cual es una señal evidente de supremacÍa en materia de religión. Leemos también (1 R., 8) que dedicó el templo, que bendijo al pueblo, y que él mismo, en persona, pronunció aquella magnífica plegaria usada PARTE 111 ESTADO CRISTIANO CAP. 40 en la consagración de todas las iglesias y casas de rezo; lo cual constituye, también, otro signo destacado de supremacía en materia de religión. Leemos, además (2 R., 22), que cuando se trató respecto al Libro de la Ley hallado en el templo, no se decidió el asunto por el Sumo Sacerdote, sino que J osué envió a él y a otros para que inquirieran respecto de ese asunto, Junto a HuIda, la profetisa; lo cual es otro signo de supremacía en materia religiosa. Por último, leemos (1 Gr., 26, 30) "que David hizo a Hashabías, y a sus des- cendientes los hebronitas, gobernadores de Israel en Occiden- te, en todos los asuntos del Señor, y al servicio del rey, del mismo modo (ver. 32) que hizo a otros hebronitas legisladores sobre los rubenÍlas, los gadilas y la mitad de la tribu de Ma- nasseh (que eran el resto de los israelitas que habitaban allende el Jordán) para todas las cuestiones pertinentes a Dios y a los negocios del rey. ¡No es, éste, un poder pleno, que comprende los dos poderes temporal y espiritual, como los llaman aqué- llos que quieren dividirlo? En resumen, desde la institución primitiva del reino de Dios [255] hasta el cautiverio, la su- premacía de la religión se hallaba en la misma mano que la de la soberanía civil, y el cargo de sacerdote, después de la elec- ción de Saúl, no fue ya magistral, sino ministerial. Aunque la gobernación en materia política y en materia religiosa concurrió primero en los Sumos Sacerdotes, y pos- teriormente en los Reyes, en lo que concierne al derecho, por el conjunto de la Historia Sagrada se deduce que el pueblo no lo comprendió así; entre los habitantes siempre hubo una gran parte, probablemente la mayor, que no dio crédito bas- tante a la fama de Moisés, o a los coloquios entre Dios y los Sacerdotes, más que cuando veían realizarse grandes milagros, o (lo que viene a ser equivalente a ello) cuando se revelaban grandes aptitudes o éxitos lisonjeros en las empresas de sus gobernantes; tan pronto como sus gobernantes les desagrada- ban, encontraban ocasión, a base de censuras, unas veces res- Pt;cto de la política, otras de la religión, para cambiar el go- bierno o rebelarse contra su obediencia, a su antojo. De ahí proceden las turbulencias civiles, las divisiones y calamidades que cayeron sobre la nación. Por ejemplo, después de la muer- te de Eleazar y de Josué, las generaciones inmediatas que no 397 PARTE 111 ESTADO CRISTIANO CAP. 40 habían visto los milagros del Señor, sino que habían sido abandonadas a su propia y débil razón, no sabiéndose obligadas por el pacto de un reino sacerdotal, despreciaron el mandato del Sacerdote y la ley de Moisés, y cada uno hizo lo que le parecía justo, a su propio arbitrio; y obedecían en los asuntos civiles a aquellos hombres a quienes, de tiempo en tiempo, con- sideraban capaces de liberarles de las naciones vecinas que les oprimían; y no consultaban con Dios (como hubieran debido hacer), sino con determinados hombres o mujeres que admira- ban como profetas, por sus predicciones de las cosas venideras; y aunque ellos tenían un ídolo en su capilla, si tenían un levita como capellán, hacíanse cuenta que adoraban al Dios de Israel. Posteriormente, cuando solicitaron un rey, al modo de otras naciones, no lo hicieron con el propósito de abstenerse de la adoración de Dios, su Rey, sino porque, desesperando de la justicia de los hijos de Samuel, deseaban tener un rey que les juzgara en sus acciones civiles, sin permitirle, no obstante, que cambiase la religión que les había sido recomendada por Moi- sés. Así que siempre tuvieron a mano un pretexto, séa de jus- ticia o de religión, para sacudir esa obediencia, cuando de este modo tenían esperanza de realizar sus designios. Samuel estaba disgustado con las gentes, por el hecho de que deseaban un rey (ya que Dios era su Rey, entonces, y Samuel tenía su autoridad bajo él); sin embargo, Samuel, cuando Saúl no atendió su consejo de aniquilar a Agag, como Dios le había ordenado, ungió otro rey, concretamente a David, para que tomara su sucesión. Roboam no era idólatra; pero cuando el pueblo pensó que él era un opresor, esta suposición civil le enajenó diez tribus que pasaron a ser de Jeroboam, el idólatra. Generalmente, a través de la historia entera de los Reyes, tanto de J udá como de Israel, existieron profetas que siempre controlaron a los Reyes, por transgresiones a la religión, y a veces también por errores de naturaleza política; tal ocurrió con Josafat, que fue reprobado por el profeta Jehú, por haber ayudado [256] al rey de Israel contra los sirios; ya Ezequías con Isaías, por haber mostrado sus tesoros a los embajadores de Babilonia. De todo esto resulta que aunque el poder sobre las dos cosas: el Estado y la religión residía en los Reyes, ninguno de ellos quedaba incontrolado y con libertad en el 39 8 PARTE 111 ESTADO CRISTIANO CAP. 40 uso de esos poderes, sino sólo aquellos que eran hábiles por sus aptitudes naturales o sus éxitos. Así que de la práctica de aquellos tiempos no puede extraerse argumento alguno de que el derecho de supremacía en materia religiosa no estuviera en los Reyes, a menos que lo coloquemos en los Profetas; ni cabe concluir que si Ezequías, rezando al Señor ante los querubines, no fue contestado entonces ni allí, sino, posterior- mente, por el profeta Isaías, éste era, por consiguiente, la suprema cabeza de la iglesia; o que si J asías consultó a HuIda, la profetisa, respecto al Libro de la ley, que ni él, ni el Sumo Sacerdote, sino HuIda la profetisa, tenía la autoridad suprema en materia de religión; cosas son éstas que, a mi juicio, no representan la opinión de ningún doctor. Durante el cautiverio los judíos no tuvieron Estado en absoluto: después de SU retorno, aunque renovaron su pacto con Dios, no se hizo promesa de obediencia ni a Esdras ni a mngún otro; ni más tarde, cuando pasaron a ser súbditos de los griegos (de cuyas costumbres y demonología, y de la doctrina de los cabalistas, resultó muy corrompida su religión). De tal manera que nada puede deducirse de ello, dada la con- fusión reinante, en materia de religión y Estado, respecto a la supremacía en una y en otra. Por consiguiente, en lo que concierne al Antiguo Testamento, podemos concluir que quien tuvo la soberanía del Estado entre los judíos, tenía también la autoridad suprema en materia de adoración externa de Dios y representaba la persona de Dios, es decir, la persona de Dios Padre, aunque no recibió el nombre de Padre hasta que envió al mundo a su hijo Jesucristo para redimir a la humani- dad de sus pecados, y conducirla a su reino eterno, con objeto de salvarla para siempre. A ello nos referiremos en el capítulo siguiente. [261] 399 PARTE /11 ESTADO CRISTIANO CAP· 4I CAPITULO XLI De la MISIÓN de Nuestro BENDITO SALVADOR En la Sagrada Escritura encontramos tres elementos inte- grantes de la misión del Mesías: la primera misión es la de redentor o salvador; la segunda, la de pastor, consejero o nwestro, es decir, la de profeta enviado por Dios, para con- vertir a aquellos a quienes Dios eligió para ser salvados; la tercera, la de rey, un rey eterno, pero bajo su Padre, como lo estuvieron Moisés y los Sumos Sacerdotes en sus re~pectivos tiempos. A estas tres partes corresponden tres tiempos distin- tos. En efecto, nuestra redención la llevó a cabo en su primera venida, mediante el sacrificio en virtud del cual se ofreció a sí mismo, por nuestros pecados, en la cruz; nuestra conver- sión la logró parcialmente en su propia persona, y en parte la llevó a efecto por sus ministros, y se continuará hasta que venga de nuevo. Y después de su nueva venida comenzará su glorioso reino sobre los elegidos, reino que durará eter- namente. A la misión de redentor, es decir, la de aquel que paga el rescate del pecado (rescate constituído por la muerte) res- ponde el hecho de que fue sacrificado, cargando entonces sobre su propia cabeza y apartando de nosotros nuestras iniquidades, tal como Dios 10 había requerido. No es que la muerte de un hombre, aun sin pecado, pueda ser satisfacción bastante por las ofensas de todos los hombres, en el rigor de la justicia, sino en virtud de la clemencia de Dios, quien ordenó por el pecado aquellos sacrificios que le agradaba aceptar. En la antigua Ley (como podemos leer en el Levítico, núm. 16) el Señor requiere que una vez al año se haga una reparación por los pecados de todo Israel, por parte de los sacerdotes y otros; con este mo- tivo, Aarón sólo había de sacrificar, por sí mismo y por los sacerdotes, un buey joven; y por el resto del pueblo, había de recibir de éste dos machos cabríos, de los cuales él mismo 400 PARTE 11/ ESTADO CRISTIANO CAP. 41 tenía que sacrificar uno; en cuanto al otro, que era el macho cabrío httido, había de colocar sus manos sobre la cabeza del mismo, y mediante confesión de las iniquidades del pueblo, depositar las todas sobre la cabeza del animal, y entonces, por alguna persona adecuada, mandar el macho cabrío al desierto, haciéndole escapar, y llevándose consigo las iniquidades del pueblo. Del mismo modo que el sacrificio de un macho cabrío era un precio suficiente (puesto que resultaba aceptable) por el rescate de todo Israel, así la muerte del Mesías es un precio suficiente por los pecados de toda la humanidad, porque nada más que eso era requerido. Los sufrimientos de Cristo nuestro Salvador parecen haber quedado expresados, allí, tan clara- mente como en la oblación de Isaac, o en cualquier otro tipo de sacrificio, en el Antiguo Testamento. Él fue a un tiempo el animal sacrificado y el que se ponía en libertad: Angustiado él y afligido (Is., 53, 7) no abrió su boca: como cordero fue lle'Vado al matadero, y como oveja delante de sus tras- quiladores, enmudeció y no abrió la boca: aquí es Él el aminal sacrificado. Él ha soportado nuestros agra-z,'ios (ver. 4) y ca,.- gado con nuestras tribulaciones. Y además (ver. 6): El Señor ha descargado sobre él las iniquidades de todos nosotros, y en este sentido es el animal que queda en libertad. Él fue tortado de la tierra y de los vivientes (ver. 8) por la rebelión del pueblo. En este caso vuelve a ser el animal sacrificado. Y a su vez (ver. 1 1): Él soportará los pecados de ellos: y enton- ces es el animal en libertad. Así el cordero de Dios es equi- valente a esos dos machos cabríos, sacrificado en cuanto muere, y en libertad en su Resurrección, habiendo sido oportunamente exaltado por su Padre y removido de la sede de los hombres, e11 su Ascensión. Puesto que quien redinze no tiene título a la cosa redimida antes de la rede,,"ción y antes de que el rescate se haya pagado, ';il:ndo este rescate la muerte del Redentor, es manifiesto que nuestro Salvador (como hombre) no fue rey de ~quelIos a quienes Él redimía, hasta que sufrió la muerte, es decir, du- I ante el tiempo en que deambuló corporalmente sobre la tierra. I )igo que entonces no era rey, de modo presente, por virtud dd pacto que el fiel hace con él en el bautismo. No obstante, IllcJiante renovación de su pacto con Dios en el bautismo, 401 PARTE III ESTADO CRISTIANO CAP. 41 los fieles quedaron obligados a reconocerle como Rey (bajo su Padre) cuando le pluguiera tomar el Reino a su cargo. Nuestro Salvador mismo se expresó de acuerdo con cllo cuan- do dijo (In., 18, 36): Ati reino no es de esle mundo. Ahora bien, considerando que la Escritura sólo hace mención de dos mundos, el que ahora existe, y continuará subsistiendo hasta el día del Juicio (que por esta razón se denomina el dia final) ; y el que existirá después del día del Juicio, cuando haya un nuevo cielo y una nueva tierra, el reino de Cristo no ha de comenzar hasta la resurrccción general. Y es lo que dice nues- tro Salvador (MI., 16, 27): El hijo del hombre vendrá en la gloria de su Padre, con sus ángeles, y entonces recompen- sará a todos, de acuerdo con sus obras. Recompensar a todos de acuerdo con sus obras es llevar a cabo la misión de rey, cosa que no ocurrirá hasta que no venga en la gloria de su Padrc, con sus ángeles. Cuando nuestro Salvador dice (Mt., 23, 2): Los escribas y los fariseos están sentados en el sitial de Aloisés; por consiguiente cualquier cosa que os pidan que obserTeis, dbservadla y hacedla, con ello declara llanamente que durante aquel tiempo adscribe poder real no a sí mismo, sino a ellos. Otro tanto hizo también cuando dijo (Le., 12, 14): ¿ Quién me puso de juez, o partidor sobre vosotros? Y (In., 12, 47): Yo no vengo a juzgar al mundo, sino a sal1'ar al mundo. No obstante, nuestro Salvador vino a este mundo para ser rey y juez en el mundo venidero, porque Él cn el Mesías; es decir, el Cristo; es decir, el Sacerdote un- gido, y el soberano profeta de Dios; esto es, había de tener todo el poder que residía en Moisés el Profeta, en los Sumos Sacerdotes que sucedieron a Moisés, y en los Reyes que vinie- ron después de los Sacerdotes. San Juan lo dice expresamente (cap. 5, ver. 22): El Padre no juzga a nadie, pero ha en- comendado lodo el juicio al Hijo. Y esto no se halla en con- tradicción con aquel otro pasaje que dice: Yo no vine a juzgar al mundo: porque [263] esto se dice del mundo presente, y lo anterior del mundo venidero; como se dice allí, respecto a la segunda venida de Cristo (MI., 19, 28): Quienes me ha- beis seguido en la regeneración, cuando el Hijo del hombre se sentárá en el trono de su gloria, estareis sentados también en doce tronos, para juzgar a las doce tribus de Israel. 402 PARTE /11 ESTADO CRISTIANO Así pues, si mientras Cristo estuvo en la tierra no ejercía reinado en este mundo, ¿qué finalidad tuvo su primera ve- nida? Venía a res~aurar bajo Dios, mediante un nuevo pacto, el reino que, siendo suyo por el pacto antiguo, había sido aniquilado por la rebelión de los israelitas en la elección de Saúl. Para hacer esto, había de predicar entre ellos que Él era el Mesías, es decir, el rey que les había sido prometido por los Profetas, y ofrecerse a sí mismo en sacrificio por los pecados de aquellos que, por la fe, habían de someterse tam- bién; y en el caso de que la nación, generalmente, lo rehusara, llamar a su obediencia a quienes creyeran en él, entre los gen- tiles. Así que la misión de nuestro Salvador, durante su per- manencia sobre la tierra, consistió en dos cosas: una en pro- clamarse a sí mismo Cristo, y otra en persuadir y preparar a los hombres, mediante la enseñanza y la realización de milagros, a vivir en forma tal que fuesen dignos de la inmor- talidad que habían de gozar, en el ti:::mpo en que Él, Cristo, viniera en majestad para tomar posesión del reino de su padre. Esta es la razón de que la época de su predicación sea llamada con frecuencia por Él mismo la re generación, lo cual no cons- tituye propiamente un reino, ni, por consiguiente, una auto- rización para denegar obediencia a los magistrados que en- tonces existían (puesto que Él ordenó que obedecieran a los que estaban sentados en la cátedra de Moisés, y que el tributo al César fuera pagado), sino solamente un anticipo del reino de Dios que había de venir, para aquellos a quienes Dios había conferido la gracia de ser sus discípulos y de creer en Él; por esta causa se dice que los bienaventurados están siempre en el reino de la gracia, como naturalizados en este reino ce- lestial. Por consiguiente, nada se ha hecho o enseñado por Cristo que tienda a la disminución de los derechos civiles de los ju- díos o del César. Porque en lo que respecta al Estado que entonces existía entre los judíos, tanto los que gobernaban entre dIos como los que eran gobernados, todos esperaban al Mesías y el advenimiento del reino de Dios, cosa que no podían haber hecho si sus leyes hubieran prohibido a Cristo manifestarse (cuando vino) y declararse Él mismo como tal. Teniendo en cuenta, por consiguiente, que Él no hizo otra cosa mediante 4°3 PARTE UI ESTADO CRISTIANO CAP. 41 su predicación y sus milagros sino probarse a sí mismo como Mesías, nada hizo en ello contra las leyes de los judíos. El reino que reclamaba, había de estar en otro mundo: Él en- señó a todos los hombres a obedecer, entre tanto, a los que ocupaban la cátedra de Moisés: "Él les permitió dar al César su tributo, y rehusó tomar a su cargo la misión de juez. ¿Cómo, pues, podían sus palabras o acciones ser sediciosas, o tender a la destrucción del gobierno civil de entonces? Pero habiendo determinado Dios su sacrificio, para restituir sus elegidos a la obediencia primitivamente pactada, entre los medios de que se vali6 para efectuar lo hizo uso de la malicia e ingratitud de los hombres. Ni [2.64] era contrario a las leyes de César, porque aunque Pilatos mismo (para congraciarse con los ju- días) le entregó para ser sacrificado, antes de proceder así manifestó paladinamente que no había encontrado falta en él, y como título de su condena no puso el que reclamaban los judíos, es decir que pretendía ser rey, sino simplemente que Él era rey de los judíos, y a pesar del clamor popular se negó a alterar su sentencia, diciendo: Lo que yo he escrito, escrito está. En cuanto a la tercera parte de su misión que era la de ser rey, ya he manifestado que su reino no había de comenzar hasta la resurrección. Eso sí, entonces había de ser rey, no sólo como Vios, sentido en el cual Él es ya rey de toda la tierra, y lo será siempre, en virtud de su omnipotencia, sino también peculiarmente de sus propios elegidos, en virtud del pacto que hicieron con él en su bautismo. Esta es la causa de que nuestro Salvador dijera (Mt., 19, 2.8) que sus Apóstoles habían de sentarse en doce tronos, y juzgar a las doce tribus de Israel, cttando el Hijo del hombre esté sentado en el trono de su gloria; cone11o significaba que Él reinaría, entonces. en su humana naturaleza; y así se dice (Mt., 16, 2. 7 ): El hijo del hombre vendrá en la gloria de su padre, con sus ángeles, y entonces recompensará a cada hombre, de acuerdo con sm obras. Lo mismo podemos leer en Marcos, 13, 2.6, Y 14, 62, y más expresamente para la época, en Lucas, 2.2., 2.9, 30: Yo as concedo un reino, como mi padre me ha concedido, a mí, que vosotros podais comer y beber en mi mesa en mi reino, JI sentaros sobre tronos, juz.gando a las doce tribus de Israel. PARTE 111 ESTADO CRISTIANO CAP. 41 Por este pasaje queda manifiesto que el reino de Cristo, otor- gado a Él por su padre, no existirá hasta que el Hijo del Hombre venga en gloria, y haga a sus Apóstoles jueces de las doce tribus de Israel. Pero cabe preguntar aquí: teniendo en cuenta que no existe matrimonio en el reino de los cielos, si los hombres han de comer y beber, ¿a qué género de comida se alude, entonces, en este pasaje? Esto lo explica nuestro Salvador (Jn., 6, 27) cuando dice: N o trabajeis por la comida que perece, sino por aquella comida que se mantiene durante la vida eterna, y que el Hijo del hombre os dará. Así que comer en la mesa de Cristo, significa comer del árbol de la vida: es decir, gozar de la inmortalidad, en el reino del Hijo del Hombre. De estos pasajes y de otros muchos más resulta evidente que el reino de nuestro Salvador ha de ser ejercido por Él en su naturaleza humana. Además, Él no ha de ser entonces otra cosa sino subordinado o representante de Dios Padre, como Moisés lo fue en el desierto, y como lo fueron los Sumos Sacerdotes antes de Saúl, y los Reyes des- pués de él. Porque una de las profecías concernientes a Cristo es que (en su misión) será como Moisés: Yo os suscitaré un Profeta (dijo el Señor, Dt., 18, 18) de entre sus hermanos como en ti, y pondré mis palabras en su boca, y esta semejanza con Moisés resulta evidente en los actos de nuestro Salvador mismo, mientras estuvo sobre la tierra. Porque del mismo modo que Moisés escogió doce príncipes de las tribus para que gobernaran bajo él, así nuestro Salvador escogió doce Apóstoles, que habían de sentarse en doce tronos [265] Y juzgar a las doce tribus de Israel. Y como Moisés autorizó a setenta ancianos para recibir el espíritu de Dios y profetizar al pueblo, es decir (como he dicho anteriormente), para ha- blarle en nombre de Dios, así también nuestro Salvador eligió setenta discípulos que predicaran su reino y su salvación en todas las naciones. Y así como cuando se formuló queja a Moisés, contra aquellos de los setenta que habían profetizado en el campamento de Israel, él los justificó porque con ello servían a su gobierno, así también nuestro Salvador, cuando San Juan se quejó a él de un cierto hombre que expulsaba los demonios en su nombre, le justificó diciendo (Le.) 9, 40 5 PARTE /JI ESTADO CRISTIANO CAP. 41 50): N o se lo prohibas, porqub quien 110 está contra nosotros, está con nosotrOJ. Además, nuestro Salvador se asemejaba a Moisés en la institución de ambas clases de Sacramentos: de admisión en el reino de Dios, y de conmemoraCión por haber librado a sus elegidos de su condición miserable. Así como los hijos de Is- rael, antes de la época de Moisés, tenían como sacramento de su recepción en el reino de Dios el rito de la circuncisión, rito que habiendo sido omitido en el desierto fue restaurado de nuevo en cuanto llegaron a la tierra de promisión, así también los judíos, antes de la venida de nuestro Salvador, tuvieron el rito de bautizar, es decir, de lavar con agua a todos aquellos que, siendo gentiles, abrazaban al Dios de Israel. Este rito lo usó San Juan Bautista en la recepción de tedas aquellos que dieron sus nombres a Cristo y a los que San Juan anunciaba que pronto vendría al mundo; y nuestro Salvador instituyó aquello como sacramento, que habían de tomar todos cuantos creían en él. Por qué causa surgió en un principio el rito del bautismo, no se consigna expresamente en la Escritura, pero probablemente pudo se¡' una imitación de la ley de Moisés concerniente a la leprosería, ya que al leproso se le ordenaba que se mantuviese fuera del campamento de Israel durante un cierto tiempo, pasado el cmI, y juzgando el sacer- dote que ya estaba limpio, era admitido en el campamento después de un lavatorio solemne. Acaso eso pueda ser un antecedente del lavatorio del bautismo, en el cual aquellas personas que se limpian de la lepra del pecado por la fe son recibidas en la Iglesia con la solemnidad del bautismo. Existe otra conjetura, extraída de las ceremonias de los gentiles, en cierto caso que raramente sucede, y es que cuando un hombre que se consideraba muerto lograba recobrarse, los otros hom- bres solían tener escrúpulos de conversar con él, como no con- versarían con· un fantasma, a menos que no fuera recibido de nuevo en el número de los hombres mediante un lavatorio, como se lava a los niños recién nacidos para limpiarlos de las impurezas de su natividad; yeso constituía un género de nuevo nacimiento. Esta ceremonia de los griegos, en la época en que Judea estaba bajo el dominio de Alejandro, y de los griegos sucesores suyos, puede haber proliferado 40 6 PARTE //1 ESTADO CRISTIANO CAP. 41 suficientemente en la religión de los judíos. Pero teniendo en cuenta que no es probable que nuestro Salvador plagiara un rito pagano, más posible es que el bautismo procediese de la ceremonia legal del lavatorio, después de la lepra. Y en cuanto al otro sacramento, [266] que consistía en comer el cordero pascual, está manifiestamente imitado en el sacramen- to de la Cena del Señor, en la que la partición del pan y el derramamiento del vino traen a la memoria nuestra liberación de la miseria del pecado por h pasión de Cristo, del mismo modo que el acto de comer del cordero pascual trae a la me- moria la liberación de los judíos de la esclavitud en Egipto. Teniendo en cuenta, por consiguiente, que la autoridad de Moisés no era sino subordinada, y que ~l era sólo un repre- sentante de Dios, resulta de ello que Cristo, cuya autoridad como hombre había de ser como la de Moisés, no era otra cosa sino un subordinado a la autoridad de su Padre. Lo mismo se ~ignifica de modo más expreso con lo que nos enseñó a rezar: Padre Nuestro, 'uenga a nos tu reino, y Porque tuyo es el reino, el poder y la gloria; por eso se dice que Él vendrá en la. gloria de su Padre; y por esto se dice también San Pablo (1 Ca., 15, 24): l~1ttotl(ej rv'endrá el fin, cuando Él haya entregado el reino a Dio!, el Padre; y así, otros pasajes más expresivos, todavía. Por consiguiente, nuestro Salvador, tanto en la enseñanza como en el reinado, representa (como lo hizo Moisés) la persona de Dios; Dios que, de este tiempo en adelante, y no antes, se denominó el Padre; y siendo aún una y la misma sustar.cia, es una persona en cuanto está representado por Moi- sé~, y otra cn cuanto está reprcsentJ.do por su Hijo, en Cristo. Porque cntendiéndose por persona algo relativo a la pluralidad de representantes, es natural que a la pluralidad de represen- tantes corresponda una pluralidad de personas, aunque de una y la misma sustancia. [267] PARTE 111 ESTADO CRISTIANO CAP. 42 CAPITULO XLI 1 Del PODER ECLESL.\STICO Para la comprensión del PODER ECLESL.\STICO, es decir, qué es y en quién reside, hemos de distinguir dos partes en la época anterior a la Ascensión del Señor: una, antes de la con- vcr~ión de los Reyes, y de los hombres provistos con poder civil soberano; la otra, después de su conversión. Fue, en efecto, mucho tiempo después de la Ascensión, cuando algún rey o soberano civil abrazó y permitió púb.Jicamente la ense- ñanza de la religión cristiana. Respecto al período intermedio, es manifiesto que el poder eclesi[lstico residía en los Apóstoles, y después de ellos en aquellos a quienes los Apóstoles designaron para predicar el Evangelio y convertir a los hombres al Cristianismo, llevando los convertidos al camino de la salvación; después de éstos, el poder fue entregado de nuevo a otros, instituídos por és- tos, Jo cual se llevó a cabo por imposición de manos sobre los que fueron ordenados al efecto ¡ con ello se significa la trans- misión del Espíritu Santo, o espíritu de Dios, a aquellos a quienes ordenaron ministros de Dios, para extender su reinado. Así que la imposición de manos no fue otra cosa sino el sello de la encomienda que se les hacía de predicar a Cristo y enseñar su doctrina; y la trasmisión del Espíritu Santo, por esta ceremonia de la imposición de manos, fue una imita- ción de lo que hizo Moisés. En efecto, Moisés practicó la misma ceremonia con su ministro Josué, tal como leemos en el Deuteronomio (34-, ver. 9): Y Josué, el hijo de Num, fue lleno de espíritu de sabiduría, porque Moisés había puesto sus manos sobre él. Nuestro Salvador, entre su Resurrección y su Ascensión, transfirió su espíritu a los Apóstoles: primero, soplando sobre ellos y diciendo (1n., 20, 22): Recibid el Espíritu Santo; y después de su Ascensión (Hch., 2, 2, 3), enviándoles un viento poderoso, y afiladas lenguas de fuego, y 4-08 PARTE 111 ESTADO CRISTIANQ CAP. 42 no por imposición de manos; pues Dios no puso sus manos sobre Moisés; ni sus Apóstoles, posteriormente, trasmitieron el mismo espíritu por imposición de manos, como Moisés lo hizo con Josué. De este modo es manifiesto en quién continuó subsistiendo el poder eclesiástico durante aquellos primeros tiempos en que no existía un Estado cristiano; concretamente, en aquellos que recibían el mismo poder de los Apóstoles, por sucesiva imposición de manos. Así tenemos la persona de Dios nacida, ahora, por tercera vez. Pues del mismo modo que Moisés y los Sumos Sacerdotes fueron los representantes de Dios en el Antiguo Testamento, y nuestro Salvador mismo, como hombre, durante su perma- nencia en la tierra, así el Espíritu Santo, es decir, los Apóstoles y sus sucesores lo representaron desde entonces en el encargo de predicar y en el de enseñar [268] que habían recibido el Espíritu Santo. Pero el representado es una persona (como he mostrado anteriormente en el capítulo XIII), tantas veces como está representado; y por consiguiente Dios, que ha sido re- presentado (es decir, personificado) tres veces, puede decirse con propiedad suficiente que tiene tres personas, aunque ni la palabra persona ni la de Trinidad le sean adscritas a Él en la Biblia. En efecto, San Juan (1 Jn., 5, 7) dice: Existen tres que dan testimonio en el cielo: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo: y estos tres son uno. Esto no supone discrepancia, sino que está perfectamente de acuerdo con tres personas en la verdadera significación de las personas, es decir, en que están representados por otras. En efecto, Dios Padre, representado por Moisés, es una persona; y representado por su Hijo, otra persona; y representado por los Apóstoles y por los doctores que enseñan con la autoridad derivada de Él, una tercera persona; y, sin embargo, cada persona, en este caso, es la persona de un mismo Dios. Alguno preguntará para qué sir- ven estos tres distintos testimonios. San Juan nos dice (ver. 11) que dan testimonio de que Dios nos ha dado vida eterna en su Hijo. Además, si se preguntara por qué se manifiesta este testimonio, la respuesta sería sencilla; porque Él ha tes- tificado lo mismo por los milagros que hizo: primero, por conducto de Moisés; segundo, por su Hijo mismo, y final- mente por sus Apóstoles) que habían recibido el Espíritu San- 4°9 FART!; lit tS'rADó ~RI!l'lAltIO CAP. 41 to; todos los cuales representaban en su tiempo la persona de Dios, y ~~ bien profetizaron o predicaron a' Jesucristo. En cuanto a los Apóstoles, el carácter del apostolado en los doce primeros y grandes Apóstoles,_ consistió en dar testimonio de su Resurrección, lo cual aparece de modo expreso (Hch., 1, verSo 2. 1, 22.) cuando San Pedro, al tiempo de elegirse un Apóstol nuevo, en lugar de Judas Iscariote, usó estas palabras: De t040s estos hombres que nos kan acompañado todo el tiempo que el Señor Jesús entró y salió entre nosotros, co- menzando desde el bautismo de Juan, hasta el día en que fue recibido arriba de entre nosotros, uno se ha hecho testigo, con nosotros, tÚ su resurrección: palabras que expresan la calidad de testigos, mencionada por San Juan. En el mismo pasaje mencionado existe otra trinidad de testigos en la tierra. En efecto (ver. 8) dice: Hay tres que dan testimonio en la tierra: el espíritu, y el agua, y la sangre; y estos tres coinciden en uno, a saber, en las gracias del Espíritu de Dios, y en los dos sacramentos, el bautismo y la Cena del Señor, todos los cuales coinciden en un testimonio, para asegurar la vida eterna a las conciencias de los .creyentes: de este testimonio dice (ver. 10): El que cree en el Hijo delllombre tiene el testimonio en sí mismo. En esta trinidad sobre la tierra, la unidad no es de la cosa, puesto que el espíritu, el agua y la sangre no son la misma sustancia, aunque den el mismo testimonio; Rero en la Trinidad del cielo, las personas son las de un mismo Dios, aunque representado en tres épocas y ocasiones diferentes. En resumen, la doctrina de la Trinidad, en cuanto puede inferirse directamente de la Escritura, es, en sustancia, esto: que Dios, que es siempre uno y el mismo, fue la persona representada [2.69] por Moisés; la persona representada por su Hijo hecho carne, y la persona representada por los Apóstoles. Como re- presentado por los Apóstoles, el Espíritu Santo, por cuyo conducto hablaban, es Dios; como representado por su Hijo (que era Dios y Hombre) el Hijo es este Dios; como repre- sentado por Moisés y los Sumos Sacerdotes, el Padre, es decir, el Padre de nuestro Señor Jesucristo. es este Dios. De aquí po- demos inferir la razón de por qué tales nombres de Padre, Híjo y Espíritu Santo, significando la divinidad, nunca se san en el Antiguo Testamento, porque son personas, es decir, .po PARTE 111 ESTADO CRI,TIA7iÓ CAP. 42 porque tienen sus nombres del representante, cosa que no po- día ser hasta que diversos hombres. representaron la persona de Dios en materia de gobernación o en la dirección de otros hombres, bajo su mandato. Vemos, así, cómo el poder eclesiástico fue conferido por nuestro Salvador a los Apóstoles; y cómo fueron (al objeto de que pudieran ejercitar mejor este poder) imbuídos con el Es- píritu Santo, que, por esta razón, es denominado en el Nuevo Testamento Paráclito, que significa -as1stttnttl, o alguien llama- do en ayuda, aunque comúnmente sea traducido como conso- lador. Consideremos, ahora, el poder mismo, es decir, qué es y en quién recae. El cardenal Belarmino, en su tercera Controversia ge- neral, ha tratado de numerosas e importantes cuestiones con- cernientes al poder eclesiástico del papa de Roma, y comienza diciendo: Debe ser o monárquico, o aristocrático o tUmocrá- tico. Todas estas especies de poder son soberanas y coercitivas. Si 2hora resultase que no existe poder coercitivo, conferido a ellos por nuestro Salvador, sino sólo un poder para proclamar el reino de Cristo, y para persuadir' a los hombres que se sometan a él, enseñando a los que se han sometido, por medio de preceptos y buenos consejos, lo que han de hacer para que sean recibidos en el reino do' Dios, cuando venga; y que los Apóstoles y otros ministros del Evangelio son nuestros maes- tros, y no nuestros imperantes, y que sus preceptos no son leyes, sino simples consejos, entonces toda esta disputa ser-Ía en vano. He manifestado ya (en el capítulo anterior) que el reino de Dios no es de este mundo: por consiguiente, sus ministros (a menos que sean reyes) no pueden requerir obediencia en su nombre. En efecto, si el rey supremo no tiene su poder real en este mundo ¿por qué autoridad puede ser exigida a sus funcionarios la obediencia? Como "" 'Padre mil tmUÍÓ (decía nuestro Salvador) así os lI'WVÍo. Pero nuestro Salvador fue enviado para persuadir a los judíos de que retomasen, y para invitar a los gentiles a que recibiesen el reino de su Padre, y no para reinar en majestad, ni siquiera como representante de su Padre hasta el día del Juicio. -411 PARTE III ESTADO CRISTIANO CAP. 42 La época comprendida entre la Ascensión y la Resurrección general se denomina no un reinado sino una regeneración, (!!: decir, una preparación de los hombres para la segunda y glo- riosa venida de Cristo, en el día del Juicio, tal como resulta de las palabras de nuestro Sah-adór (Alt., 19, ::8): Vosotros que me habeis seguido en la re getteración, cuando el [270] H ¡- jo del Hombre esté sentado en el trono de su gloria, estareis sentados- también sobre doce tronos; y de San Pablo (Ej., 6, 15): Teniendo vuestros pies calzados con el apresto del evan- gelio de paz. y es comparado por nuestro Salvador con la pesca, es decir, con ganar hombres para la obediencia, no por la coerción y el castigo, sino por la persuasión: Y por esto no dice él a sus Apóstoles que hará de ellos otros tantos Nemrod, cazadores de hombres, sino pescadores de hombres. También se compara con la levadura; con la siembra y multiplicación de un grano de mostaza, símiles todos en que queda excluída la violen- cia; y por consiguiente, en este tiempo no puede haber reino actuaL La palabra de los ministros de Cristo es evangelización, esto es, proclamación de Cristo y preparación para su segunda venida, del mismo modo que la evangelización de San Juan Bautista fue una preparación para la primera. Además, la misión de los ministros de Cristo en este mun- do es la de hacer creer alas hombres y tener fe en Cristo: pero la fe no tiene relación ni dependencia, en absoluto, con la conclusión y el mandato, sino sólo con la certidumbre o probabilidad de argumentos arbitrados por la razón o basados en algo que los hombres ya creen. Por consiguiente, los minis- tros de Cristo en este mundo, no tienen poder, en virtud de este título, para castigar a nadie por no creer, o por contra- decir lo que ellos dicen; no tiene poder, digo, por este título de ministros de Cristo, para castigar los: pero si tienen poder civil soberano en virtud de la institución política, entonces pueden, en efecto, castigar legítimamente cualquier oposición a sus leyes. Y San Pablo, de sí mismo y de otros que a la sazón predicaban también el Evangelio, dice con palabras ex- presas: Nosotros no tenemos dominio sobre nuestra fe; somos sólo auxiliares de vuestra alegria. 412 PARTE III 'E 8 T A D O C R 1ST I AH O CAP. 4Z Otro argumento de que los ministros de Cristo en este mundo presente no tienen derecho a ordenar, puede ser deri- vado de la autoridad legítima que Cristo confirió a todos los príncipes, tanto cristianos como infieles. Dice San Pablo (Col., 3, ~20): Obedecerán los hijos a sus padres en todas las cosas; porque esto agrada mucho a Dios. Y en el ver. 22: Los criados obedecerán en todas cosas a sus dueños de acuerdo con u carne, no cuando les contemplen, y para halagarles, sino en la sencillez de su corazón, y por temor al Señor. Esto se dice a aque,llos cuyos dueños son infieles, y aun así se les pide que les obedezcan en todas las cosas. Además, en lo que con- cierne a la obediencia a los príncipes (Ro., 13, los primeros 6 versículos) al exhortar a que se sujeten a los poderes su- premos, dice que todo poder está ordenado por Dios, y que estamos sujetos a Él no sólo por miedo a incurrir en su cólera, sino también por mandato de nuestra conciencia. Y San Pedro (1 P., cap. 2, verso 13, 14, 15) dice: Someteos 'lJOsotros mismos a toda ordenan:r.a del hombre, por amor de Dios, ya sea. al rey como supremo, o a los gobernadores, o a quienes Él envíe para el castigo de los malhechores o para ensalzar a los que obraron bien; porque esa es la voluntad de Dios. y también San Pablo (Tit., 3, 1): Recordad a los hombres que estén sujetos a los jefes y poderes, y que obedezcan a los ma- gis trados. Estos príncipes y poderes de que allí hablan San Pedro y San Pablo eran, todos, infieles: con mucha [271] más razón hemos de obedecer a los cristian9s, a los que Dios ha conferido un poder sobre nosotros.· ¿Cómo, pues, podemos ser obligados a obedecer a algún ministro de Cristo, si nos ordena hacer cosas contrarias al mandato del rey o de otro represen- tante soberano de Estado, del cual somos miembros,. y por el cual deseamos ser protegidos? Es, por consiguiente, manifies- to que Cristo no ha dejado a sus ministros, en este mundo, a menos que estén también investidos con autoridad civil, una autoridad para mandar a otros hombres. Pero, ¿qué ocurrirá, podrá objetar alguno, si un rey o Es- tado, u otra persona soberana, nos prohiben creer en Cristo? A esto respondo que semejante prohibición carece de efecto, porque la fe y la falta de fe nunca siguen los mandatos de Jos hombres. La fe .es un don de Dios, que el hombre no puede 4 13 PARTE tU ~STADO CRtSTtANo dar ni suprimir por la promesa. de recompensas o por la ame- naza de torturas. Y si por otra parte preguntamos: ¿Qué ocu- rrirá si nuestro legítimo príncipe nos ordena decir con nuestra lengua lo que no cre~mos? ¿Debemos obedecer tal mandato? La profesión con la lengua no es sirIO un signo externo, no superior a cualquier otro gesto por medio del cual signifi- quemos nuestra obediencia; y un cristiano que mantenga fir- memente en su corazón 1;1 fe de Cristo tiene la misma libertad que el profeta Eliseo permitía a Naamán, el sirio. Naamán fue convertido en su corazón al Dios de Israel, porque dijo (2 R., S, 17): Tu siervo no racrijicará holocausto ni sacri- ficio a otros dioses sino al Señor. En esto perdone el Seiior a su siervo, que cuando mi Señor entrare en el templo de Rimmon, para adorar en él, y se apoyare sobre mi mano, si yo también m~ inclinare en la casa de Rimmon, si en el templo de Rimmon me inclino, el Señor perdone a tu siervo, en esto. Esto aprobó el profeta y le dijo: Ve en paz.. Aquí Naamán creía en su corazón, pero al inclinarse ant~ el ídolo Rimmon, negó, en efecto, al verdadero Dios, tanto como si lo hubiera hecho con sus labios. Pero entonces ¿qué contestaremos a nues- tro Salvador cuando dice: Quien me niegue ante los hombres, yo lo negaré a él ante mi Padre que está en el cielo? Podemos afirmar que cuando un súbdito, como era Naamán, es com- pelido en la obediencia a su soberano, y lo hace no ya de acuerdo con su propio entendimiento, sino según las leyes de su país, esta acción no es suya, sino de su soberano; ni es él quien, en este caso, niega a Cristo ante los hombres, sino su gobernante, y la ley de su país. Si alguien rechazara esta doctrina como qpuesta a la verdadera y auténtica cristiandad, yo le preguntaría lo siguiente: si un súbdito de algún Estado cristiano, creyera íntimamente, en su corazón, en la religión mahometana, y su soberano le ordenara, bajo pena de muer- te, estar presente en el servicio divino de la Iglesia cristiana ¿pensaría que la ley mahometana le obliga en conciencia a sufrir la muerte por esta causa, mejor que obedecer el mandato de su legítimo príncipe? Si dice que más bien debe sufrir la muerte, entonces autoriza a los -particulares el mantenimien- to de su religión, verdadera o falsa: sí dice que debe ser [272] obediente, entonces permite a sí mismo lo qu.e él niega a.. otro, PARTE III ESTADO CRISTIANO CAP. 42 contrariamente a las palabras de nuestro Salvador: Cualquier cosa que querais que los hombres os hagan, hacedla también vosotros a ellos; y contrariamente a la ley de naturaleza (que es la eterna e indubitable ley de Dios): N o hagas a otro lo que no quieras que él te haga a ti. Pero, entonces ¿dir~mos de todos aquellos mártires cuyo~ relatos hallamos en la historia de la Iglesia, que han hecht) sacrificio innecesario de sus vidas? Para contestar a esto te- nemos que distinguir las personas a las que se ha dado muerte por esta causa; de ellas, algunas han recibido una vocación pa- ra predicar y profesar manifiestamente el reino de Cristo; otras no tenían esa vocación, ni se les exigió otra cosa sino su propia fe. El primer grupo, si fueron condenados a muerte por dar testimonio en este. punto, que Jesús resucitó de entre los muertos, fueron verdaderos mártires: porque un mártir (para dar la verdadera definición de la palabra) es un testigo de la resurrección de Jesús, el Mesías, cosa que no puede ser sino quien haya conversado con Él sobre la tierra, y lo haya visto después de resucitado. En efecto, un testigo debe ha- ber visto lo que testifica, o bien su testimonio no es bueno. Que nadie sino ellos puede propiamente ser denominado mártir de Cristo, resulta manifiesto de las palabras de San Pedro (Hch., J, 21, 22): Conviene, pues, que de estos hombres qUlJ nos han acompañado todo el tiempo ·que el Señor J.esús entró y salió entre nosotros, comenzando desde el bautismo d~ San Juan hasta el mismo día en que fue recibido arriba de entre nosotros, uno sea hecho testigo (es decir, m~rtir) con n%tros de su resurrección. Aquí podemos observar que quien se hace testigo de la verdad de la resurrección de Cristo, es decir, de la verdad de este artículo fundamental de religión crIstia- na, que Jesús era el Cristo, debe ser algúrt discípulo que con- versó con Él y le vio antes y después de su resurrección; por consiguiente, debe ser uno de sus discípulos originales; en consecuencia, quienes no lo fueron, no pueden atestiguar otra cosa sino que sus antecesores lo dijeron, y son, por consiguien- te, tan sólo, testigos del testimonio de otros hombres; son, por tanto, mártires secundarios, o mártires de los testigos de Cclsto. Quien para mantener toda la doctrina que él mismo extrae de la historia de la vida de nuestro Salvador y de los HedlOs 41 5 PARTE 111 ESTADO CRISTIANO CAP. 42 y Epístolas de los Apóstoles, o quien cree a base de la autori- dad de un hombre privadc., se oponga a las leyes y a la autoridad del Estado civil, está muy lejos de ser un mártir de Cristo, o un mártir de sus mártires. Solamente un artículo existe, de tal índole que morir por él merezca un nombre tan honorable; y este artículo es que Jesús es el Cristo, es decir, el que nos ha redimido y vendrá de nuevo para pro- curarnos la salvación y la vida eterna, en su glorioso reino. Morir por cualquier dogma que sirve a la ambición o al pro- vecho del clero, no se exige a nadie; ni la muerte del testigo, sino el testimonio mismo, hace el mártir: en efecto, la palabra no significa otra cosa sino el hombre que levanta testimonio, ya sea condenado o no a muerte, por ello. Así también quien no es enviado para proclamar este ar- tículo fundamental, sino que ['273] asume sobre sí tal misión por su particular designio, aun siendo un testigo, y por con- siguiente, un mártir, ya sea primariamente de Cristo, o se- cundariamente de sus Apóstoles, discípulos o sucesores, no es- tá obligado a sufrir la muerte por esa causa, porque no habiendo recibido vocación en tal sentido, no tiene un reque- rimiento adecuado, ni será digno de compasión si no recibe la esperada recompensa de aquellos que nunca le indujeron a obrar. Nadie puede ser, pues, un mártir, ni de primero ni de segundo grado, si no tiene la misión de predicar