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Napoleón y Josefina.

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Curiosidades de la historia: episodio 170

Napoleón y Josefina, una relación tan apasionada como dañina

Casados cuando él era un simple general, Napoleón y Josefina mantuvieron una relación marcada por las infidelidades mutuas, la codicia y los cálculos políticos.

Casados cuando él era un simple general, Napoleón y Josefina mantuvieron una relación marcada por las infidelidades mutuas, la codicia y los cálculos políticos.

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TRANSCRIPCIÓN DEL PODCAST

El 11 de marzo de 1796, una pareja se abrazaba ante la verja de una villa en la lujosa calle Chantereine de París. La mujer, de unos 30 años, delgada, bonita y muy elegante, fingía sollozar.

El hombre, bajo y demacrado –a pesar de lucir un rutilante uniforme de general del ejército de la República Francesa–, luchaba contra su impulso de no separarse de ella: al fin y al cabo, hacía tan solo dos días que se habían casado.

Pero el deber siempre llama a los soldados, y el oscuro general Napoleón Bonaparte debía partir sin falta para ponerse al frente del Ejército de Italia en lo que sería –eso creían todos– un episodio más de la larga guerra que las potencias europeas sostenían contra la joven República

Menos de un mes más tarde, mientras iniciaba la primera de las campañas que lo conducirían a la gloria, Bonaparte seguía llorando por haber tenido que abandonar a su esposa: «Mi Josefina única, lejos de ti no hay alegría; lejos de ti el mundo es un desierto en el que estoy aislado y no siento la dulzura que produce el desahogarse. Me has arrebatado más que mi alma; eres el único pensamiento de mi vida».

Este futuro héroe romántico había sido hasta entonces un hombre de existencia gris. Cuando conoció a Josefina, seis meses antes de su boda, era un general de 26 años sin destino, desharrapado y flaco, que se paseaba tristemente por los salones parisinos buscando protectores y que solo podía permitirse hacer una comida al día. Aunque parezca mentira, en aquel momento Napoleón inspiraba lástima

¿Un matrimonio de conveniencia?

Josefina, en cambio, era una mujer de 32 años con una gran historia a sus espaldas. Criolla bonita y caprichosa, se había educado entre esclavos en la plantación que su familia poseía en la colonia caribeña de la Martinica y había llegado a la metrópoli aún adolescente para casarse con el vizconde de Beauharnais.

Aquel fue un matrimonio desdichado, del que nacieron dos hijos –Eugenio y Hortensia– y que terminó abruptamente durante el Terror, cuando la guillotina cayó sobre el cuello de su marido. 

Ella estaba en ese momento encarcelada en una de las famosas prisiones parisinas, junto con otras personas que pronto tendrían un papel muy destacado en el nuevo régimen. Cuando se produjo el golpe de Estado del 9 de Termidor del año II (27 de julio de 1794), que terminó con Robespierre, Josefina se había hecho íntima amiga de la amante de uno de los cabecillas del complot, la española Teresa Cabarrús, encarcelada con ella. 

A su salida de prisión, las dos mujeres se convirtieron en auténticas supervivientes. Incapacitadas por su sexo y su clase social para ejercer ninguna profesión o dedicarse abiertamente a la política, los negocios y las finanzas –como hacían los varones de su entorno–, comprendieron pronto que su fortuna y la de sus hijos dependía tan solo de su capacidad para seducir a hombres ricos y poderosos.

La nueva élite burguesa surgida del caos de la Revolución estaba dispuesta a olvidarse de todos sus principios con tal de disfrutar del poder y el lujo, y aceptó con naturalidad en sus salones, e incluso en el seno de sus jóvenes linajes, a cierto tipo de damas a las que, muy poco después, esa misma sociedad rechazaría.

El propio Napoleón sería uno de los principales instigadores de la estricta moral patriarcal que se exigiría a las mujeres durante el siglo y medio siguiente y que quedaría claramente expresada en su famoso e imitado Código Civil

En octubre de 1795, la Convención Nacional fue reemplazada por el Directorio, un régimen gobernado en la cúspide por una comisión de cinco «directores».

Josefina y Teresa, admiradas como pocas en los salones, mantenían una estrecha relación, a ratos amistosa y a ratos amorosa, con Paul Barras, el miembro más poderoso del Directorio. Fueron Barras y Teresa Cabarrús, según parece, quienes hicieron de casamenteros entre Napoleón y Josefina, confiando en que la unión entre aquellos dos seres necesitados de estabilidad sería buena para ambos. 

Napoleón enamorado

Josefina de Beauharnais pareció aceptar el enlace tan solo por conveniencia. En cambio, Napoleón Bonaparte se enamoró perdidamente de ella desde su primer encuentro íntimo. Al día siguiente ya le escribió una de sus encendidas cartas: «Me despierto lleno de ti. ¡Dulce e incomparable Josefina, qué extraño efecto causáis en mi corazón!».

La verdad sobre el matrimonio la conocemos, mucho más allá del mito, gracias a su correspondencia. Se han conservado 265 cartas de las muchas que Napoleón le envió a Josefina y cinco de ella a su marido: Bonaparte siempre se quejó de no recibir noticias de su esposa, muy perezosa a la hora de escribirle.

Estas cartas son como un agujero en la pared que nos permite observar la intimidad de la pareja. Reflejan desde el principio el desequilibrio y la toxicidad de aquella relación. 

Durante los primeros dos años, mientras llevaba a cabo las asombrosas hazañas militares de su primera campaña de Italia, Napoleón escribía incesantemente a Josefina desde cada campo de batalla.

Solía darle noticias secas sobre sus victorias y el número de muertos y heridos, que mezclaba, con una estremecedora falta de empatía, con expresiones de su amor y su añoranza. Son breves textos sentimentales, a menudo plañideros, llenos de frases ardientes e íntimas: «Un beso en el corazón y luego un poco más abajo, ¡mucho más abajo!».

«El honor me importa porque te importa a ti […] y la victoria, porque te hace feliz; sin eso, lo habría dejado todo para ir a echarme a tus pies». «Sabes muy bien que no olvido mis preciosas visitas; ya sabes, tu bosquecillo negro. Le doy mil besos y espero con impaciencia el momento de encontrarme ahí, todo tuyo».

 

Fría e interesada

Josefina, entretanto, parecía no tomarse muy en serio los sentimientos exaltados de su marido. Se dedicó a disfrutar en París de su excitante vida como esposa de un general al que todos empezaban a admirar, asistiendo a fiestas y gastando enormes cantidades de dinero, más incluso de lo mucho que su marido le enviaba desde Italia, fruto de saqueos y regalos desmesurados.

Además, en cuanto Napoleón se marchó al frente, Josefina se enamoró de un joven teniente de húsares llamado Hippolyte Charles. Se sentía tan segura de su poder sobre Napoleón que la posibilidad de que se enterara de su relación no la asustaba en absoluto. Cuando al fin se reunió con él en Milán, seguida de cerca por el teniente, le escribió a su tía: «Siempre hace suyos mis deseos. Todo el día está en adoración ante mí, como si yo fuese una deidad».

Josefina se aprovechó de su situación no solo para divertirse, sino también para enriquecerse a espaldas de su marido, creando una red de corrupción que incluía a su amante, al director Barras y al ministro de la Guerra. Ganó muchísimo dinero haciendo que un ingenuo Bonaparte concediera a determinadas personas los contratos para el aprovisionamiento de víveres y otros materiales a su ejército.

El mismo Napoleón reconoció este engaño en el Memorial de Santa Elena, las memorias que dictó al conde de Las Cases al final de su vida; allí contó cómo, tras haber sido avisado por su hermano José de lo que estaba ocurriendo, Josefina logró convencerlo, entre llantos y arrumacos, de que todo aquello era mentira. 

Sin embargo, la suerte no podía durar para siempre. En mayo de 1798, dos años después de la boda, mientras se hallaba en plena campaña de conquista de Egipto, Napoleón fue nuevamente informado de los juegos sucios de su esposa por tres altos oficiales de su confianza. Y esta vez los creyó.

Desde ese momento, la relación de la pareja quedó por completo trastocada. Bonaparte decidió no divorciarse porque comprendió que, a medida que ascendía en la escala social y política, necesitaría cada vez más a Josefina como magnífica anfitriona de sus muchos compromisos.

Pero dejó claro que ahora era él quien tenía el poder, que a partir de entonces ejerció sobre ella de manera tiránica y caprichosa, igual que haría pronto en la vida política de toda Europa

Napoleón empezó a acoger en su cama a numerosas amantes, siempre muy jóvenes, y a tratar a su mujer con una enorme crueldad, que, como suelen hacer la mayoría de maltratadores, alternaba con momentos de arrepentimiento y ternura.

Es bastante probable que llegasen a producirse episodios de violencia física: una de las damas de honor que Josefina tuvo como emperatriz, Madame de Rémusat, aseguró en sus Memorias que cierto día en que Josefina siguió a escondidas a otra de sus damas hasta encontrarla en la cama con Napoleón, este se enfadó tanto que «la ultrajó».  

Ella, por su parte, se transformó de repente en una mujer débil, celosa y asustada, siempre temblorosa ante la idea de que la abandonase aquel marido al que antes menospreciaba, pero que se había convertido en un personaje fuera de lo común.

Ahora era ella quien le escribía frases de sumisa devoción en sus cartas: «Si un arrebato de alegría llega a tu alma, si la tristeza viene a turbarte un momento, será en el seno de tu amiga donde derramarás tu felicidad y tus penas. Ese es mi deseo, mis votos, que se reducen a agradarte y hacerte feliz».

El inevitable divorcio

La situación de Josefina se volvió más delicada a medida que Bonaparte iba haciéndose más poderoso. El asunto clave era que la pareja no lograba tener hijos. Como ella tenía dos de su primer matrimonio, al principio se creyó que el infértil era él.

Pero en diciembre de 1806, cuando ya hacía dos años que Napoleón era emperador, llegó la peor noticia para Josefina: su marido acababa de tener un hijo de una de sus amantes. Quedaba claro que era capaz de engendrar un heredero y crear así una dinastía. Como emperador, debía buscar una nueva esposa, joven y fértil, en alguna de las dinastías europeas sometidas por él. 

Napoleón tardó en tomar la decisión sobre el divorcio, pero al fin se la comunicó a Josefina, entre llantos de ambos, el 30 de noviembre de 1809, tras trece años de matrimonio.

En solo unas semanas, su nueva esposa sería la archiduquesa austríaca María Luisa, de 18 años, a la que su padre, el derrotado emperador Francisco I, sacrificó al invencible «ogro» francés, que ya había cumplido los 40. La Revolución francesa cerraba un insólito círculo: la novia era sobrina-nieta de la reina María Antonieta.

Napoleón se sintió feliz con su nueva y sumisa esposa, que pronto le dio un heredero, el futuro duque de Reichstadt –Napoleón II para los bonapartistas–, quien moriría en Viena a los 21 años, en 1832. En cuanto a Josefina, el emperador se comportó mejor como exmarido que como marido y mantuvo con ella una relación cariñosa.

La exemperatriz se dedicó a viajar en compañía de su pequeña corte y de su último amante, el joven pintor Lancelot Turpin de Crisset. Los llantos del divorcio no tardaron en secarse por ambas partes. 

Sin embargo, hay algo extraño en la vida de Napoleón que parece ligarlo irremediablemente a Josefina, como si su destino hubiera dependido de la presencia a su lado de esa mujer.

Si nada más casarse comenzó su ascenso imparable, hasta alcanzar uno de los grados de poder más extremos que ha conocido el mundo occidental, en cuanto se divorció empezó su declive militar y político: las primeras dificultades en España, el fiasco de la campaña de Rusia y, por último, la victoria de las potencias enemigas y su entrada en París, que provocaron la abdicación de Napoleón en abril de 1814 y su exilio en Elba. 

El final de Josefina

Josefina falleció el 29 de mayo de 1814, tan solo veinticinco días después de que su exmarido llegase a esa isla-prisión. Su muerte encaja perfectamente con su relajada manera de vivir. Cuando los vencedores aparecieron en París, muchos comenzaron a visitarla en su palacio de Malmaison, como se visita al icono de una época.

Encantadora, ella abrió las puertas de sus salones a todos los que pudieran hacerle un favor en el nuevo régimen. Uno de ellos fue el zar Alejandro I, el gran vencedor de su exmarido, que además coqueteaba abiertamente con su hija Hortensia.

Durante un paseo en calesa con él, cogió frío y enfermó. Aun así, mantuvo el mismo ritmo de encuentros sociales durante días hasta que tuvo que guardar cama y, finalmente, falleció. Tenía casi 51 años, la edad de Bonaparte en el momento de su muerte en 1821.

No se sabe cuál fue la reacción de Napoleón ante la desaparición de aquella mujer a la que un día había venerado. Pero al conde de Las Cases le dijo lo siguiente: «Quise de verdad a Josefina, aunque no la estimaba.

Era demasiado mentirosa. Pero tenía algo que gustaba mucho: era una verdadera mujer. Tenía el culo más bonito que se pueda imaginar». Los últimos gestos de Josefina, igual que estas palabras, definen la personalidad de ambos y su insana relación

Los hijos de Josefina

Napoleón adoptó a los dos hijos de su esposa, Eugenio y Hortensia de Beauharnais. Ambos tuvieron una excelente relación con él y siempre obedecieron sus deseos. Eugenio, virrey de Italia, se casó con la hija de Maximiliano I de Baviera, cuyo antiguo ducado había sido convertido en reino por el propio emperador.

Siempre fue leal a su padrastro y se portó heroicamente en la campaña de Rusia, ocupándose de salvar a los escasos soldados supervivientes tras la vergonzosa huida del general Murat. Hortensia fue obligada a casarse con Luis, uno de los hermanos de Napoleón, al que este hizo rey de Holanda.

Fue un matrimonio desgraciado –Luis padecía una enfermedad venérea y violentos ataques de celos–, que terminó en separación, pero del que nació el tardío continuador de la dinastía Bonaparte, el emperador Napoleón III

Las amantes de Napoleón

Los historiadores han contabilizado hasta cincuenta y una amantes de Napoleón durante su matrimonio con Josefina. La primera de esas relaciones tuvo lugar en Egipto, tras enterarse de la infidelidad de su esposa con Hippolyte Charles.

En general, fueron aventuras poco profundas, pero muy humillantes para Josefina: su marido nunca se ocupó de ocultarlas –más bien todo lo contrario– y a menudo eligió a sus compañeras entre el círculo de damas de honor de la emperatriz.

Ese fue el caso de Éléonore Denuelle, que le dio en 1806 su primer hijo, el conde Léon. La más querida por él fue la condesa Maria Walewska, una joven polaca que probablemente aceptó convertirse en su amante presionada por su entorno, para apoyar –en vano– las ansias de independencia de su patria. Con ella tuvo al segundo de sus tres hijos, Alejandro Walewski

el palacio encantado de Josefina

En 1799, mientras Napoleón estaba en Egipto, Josefina adquirió en su nombre el palacio de Malmaison, reconstruido en el siglo XVII y muy cerca de París. Reformado y decorado con magníficos muebles y objetos en el moderno estilo «etrusco» –que ahora llamamos Imperio–, se convirtió en la residencia favorita de Josefina, que pasó a ser su única propietaria tras el divorcio del emperador.

En colaboración con botánicos y paisajistas, Josefina creó allí un magnífico jardín inglés para el que llegaron desde todas partes del mundo especies desconocidas en Europa, como el hibisco, la camelia o la dalia –aclimatadas por primera vez en Europa–, así como numerosas variedades de rosas. Bonaparte siempre se ocupó de que la flota, las expediciones científicas y los barcos comerciales transportaran semillas y ejemplares para su esposa. 

Este artículo pertenece al número 239 de la revista Historia National Geographic.