El final de la reina de los tristes destinos

La "Revolución Gloriosa" que acabó con Isabel II en 1868

En septiembre de 1868, una insurrección que pasaría a la historia como "la Revolución Gloriosa" destronó a la reina española Isabel II. Los militares que lideraron la rebelión esgrimían razones políticas y deseos de renovación del Estado, pero en el trasfondo había una situación económica muy complicada, el riesgo de una revuelta popular y las ambiciones personales de sus protagonistas.

Isabel II de España

Isabel II de España

Franz Xaver Winterhalter

El 30 de septiembre de 1868, la reina Isabel II abandonaba España para no volver nunca. Años atrás, el diputado Antoni Aparici la había llamado “la reina de los tristes destinos”, un epíteto proverbial que recogería e inmortalizaría el escritor Benito Pérez Galdós, quien la conoció en su exilio parisino en 1902. La reina causó muy buena impresión a Galdós, que en aquel momento escribía para el periódico El liberal y que a su vuelta retrató a la ex soberana de una forma mucho más amable que la que cabía esperar por el mal recuerdo que había dejado.

“Sé que lo he hecho muy mal”, le dijo Isabel, “pero no ha sido mía toda la culpa”. Se refería a los poderosos personajes por los que se había dejado aconsejar durante todo su reinado: la llamada “camarilla”, los cortesanos y militares en los que se apoyó y los políticos de uno y otro bando que conspiraban para obtener su favor. Algunos de estos, como el camaleónico general Serrano, se volvieron contra ella cuando se convirtió en un obstáculo para sus propios objetivos. En septiembre de 1868, en el curso de unos pocos días en los que se encontraba de vacaciones, su reinado de 25 años terminó de forma abrupta.

El 30 de septiembre de 1868 Isabel II, llamada "la reina de los tristes destinos", abandonaba España para no volver nunca.

La crisis final de un reinado turbulento

Proclamada reina a los 3 años, aunque no reinaría con pleno derecho hasta los 13, Isabel II estuvo siempre en manos de sus cortesanos -primero los de su madre, luego los de su marido y finalmente los suyos propios-, que intentaron moldearla a su conveniencia. En su entrevista con Galdós, la reina depuesta lamentaría que nadie quiso enseñarle nunca a gobernar si no era en su propio provecho. Por ello confió siempre el poder al favorito de turno y se dejó aconsejar por sectores cada vez más conservadores de la corte. Para la mayoría de sus súbditos era una reina lejana que apenas conocía la realidad del país, pero en quien recaía la culpa de las decisiones que se tomaban en su nombre.

Una de estas decisiones fue la que indirectamente la llevaría al desastre: la de estimular la ampliación de la red ferroviaria de España. Los grandes empresarios del país y las sociedades de crédito, así como muchos políticos y militares, invirtieron en las compañías de ferrocarriles con la expectativa de obtener grandes beneficios, que se revelaron mucho menos provechosos de lo esperado. Para 1866, estas compañías acumulaban grandes pérdidas y su crisis arrastró a las sociedades de crédito que las habían financiado, algunas de las cuales quebraron provocando un efecto dominó: las principales industrias del país quedaron paralizadas por la falta de liquidez, lo que dejó sin trabajo a decenas de miles de personas.

En 1866 las principales industrias del país quedaron paralizadas por la falta de liquidez, lo que dejó sin trabajo a decenas de miles de personas.

A ello se sumó una crisis alimentaria: las cosechas habían sido malas, pero aun así buena parte se destinó a la exportación para intentar reducir el déficit del Estado: esto provocó un rápido aumento del precio del trigo y, en consecuencia, de la harina y el pan; y unido al gran aumento del paro, desencadenó protestas en las grandes ciudades y el temor de una revuelta popular. Por otra parte, cualquier intento de tomar medidas extraordinarias en las Cortes se encontraba bloqueada por el general Narváez: apodado “el espadón de Loja”, era un defensor a ultranza de la reina que resolvía los conflictos de manera expeditiva recurriendo al Ejército.

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La conspiración contra la reina

Ya en 1866, varios políticos liberales y progresistas descontentos con el bloqueo de las Cortes se reunieron en la ciudad belga de Ostende para trazar un plan que derrocara al gobierno y permitiera tomar medidas urgentes ante la grave crisis que se avecinaba. Conscientes de la necesidad de reunir el máximo apoyo posible, el acuerdo era escueto y ambiguo: hablaba de “destruir lo existente en las altas esferas del poder” y de nombrar “una asamblea constituyente, bajo la dirección de un Gobierno provisorio, la cual decidiría la suerte del país”. En otras palabras, sin amenazarla directamente, dejaba la puerta abierta a la caída de la monarquía si resultaba ser necesario.

El general Serrano exclamó en una ocasión: “¡Encontrar a un rey democrático en Europa es tan difícil como encontrar un ateo en el cielo!”

La intencionada amplitud y vaguedad del pacto de Ostende permitió incorporar en 1868, cuando la crisis ya era una realidad innegable, a varios militares influyentes entre los que se contaban los poderosos generales Prim y Serrano, descontentos por el bloqueo político que atravesaban las Cortes. Serrano en concreto tenía motivos personales para el resentimiento y para recuperar el poder rápidamente: había sido el favorito de la reina durante sus primeros años de reinado antes de ser apartado; y, además de su cargo como militar, presidía una compañía de ferrocarriles que solo podía salvarse de la quiebra con la intervención del Estado.

En abril de ese año murió el general Narváez, lo que habría podido conducir a un desbloqueo de la situación política, pero la reacción de Isabel II fue completamente opuesta a lo esperado: nombró presidente a González Bravo, un político autoritario y ultraconservador que al inaugurar su gobierno prometió “resistencia a toda tendencia revolucionaria”. Aquello terminó de convencer a los militares y políticos favorables al cambio de la necesidad de obtenerlo por la vía de la insurrección, más aún cuando la reina ordenó el destierro de los principales generales liberales y moderados, incluyendo al propio Serrano.

Los militares se rebelan

La revuelta se llevó a cabo en menos de un mes, en septiembre de 1868, aprovechando que la reina se encontraba de vacaciones en San Sebastián. Prim, Serrano y otros militares partidarios de la sublevación entraron en secreto a España y decidieron ejecutar sus planes de inmediato: el 17 de septiembre el vicealmirante Topete, al mando de un importante contingente de la marina en Cádiz, se rebeló con su flota. Por su parte, Prim recorrió la costa mediterránea a bordo de una fragata logrando el apoyo de todas las flotas estacionadas en el Levante.

El 17 de septiembre dio inicio una insurrección que en menos de dos semanas hizo caer la monarquía.

Al recibir la noticia de la rebelión militar, el presidente González Bravo dimitió y su sustituto, el general de la Concha, intentó organizar una resistencia improbable con los escasos efectivos del ejército que se habían mantenido fieles a Isabel II. La reina quiso regresar a Madrid, pero el propio general le desaconsejó que lo hiciera: ante la perspectiva de que tuviera que huir del país, le convenía más quedarse en San Sebastián. No andaba errado, ya que los militares insurrectos no solo ganaban batalla tras batalla, sino que la rebelión había logrado el apoyo de los habitantes de las ciudades sublevadas.

Tras una aplastante derrota de los militares leales a la reina en Alcolea (Córdoba) el 28 de septiembre, la guarnición de Madrid también se sumó a la rebelión, con lo que toda esperanza de resistencia podía considerarse perdida. El 30 de septiembre Isabel II decidió abandonar San Sebastián y refugiarse en París: ya nunca volvería a pisar su país, aunque siempre creyó en su legitimidad y la de sus herederos, que pocos años después volverían a reinar en España. En la capital francesa fue acogida por el emperador Napoleón III y compró el lujoso hotel Basiliewski, el cual fue rebautizado como Palacio de Castilla y se convirtió en su residencia hasta su muerte en 1904. La reina destronada aún vivió para ver como su hijo y su nieto volvían a España como los reyes Alfonso XII y Alfonso XIII, respectivamente.

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Una crisis sin resolver

La rebelión había triunfado y el 8 de octubre se formó un gobierno provisional del que eran cabezas visibles Prim y Serrano. Sin embargo, la crisis política estaba lejos de terminar; al contrario, la huida de Isabel II había abierto una brecha entre quienes deseaban el retorno de la reina bajo un nuevo régimen de monarquía parlamentaria -el propio Topete era un partidario de ella-, quienes querían sustituirla por otro rey Borbón, quienes preferían buscar a un candidato de otra dinastía y quienes optaban por proclamar una república.

Prim, Serrano y Topete

Prim, Serrano y Topete

Esta ilustración de la revista satírica La Flaca, publicada en 1869, retrata a los generales Prim, Serrano y Topete subastando los atributos del trono español durante la búsqueda de un nuevo rey.

Tomás Padró / La Flaca / CC

 

Serrano, que ocupó el cargo de regente en ausencia de un monarca, exclamó en una ocasión: “¡Encontrar a un rey democrático en Europa es tan difícil como encontrar un ateo en el cielo!” Finalmente, a instancias de Prim, las Cortes decidieron en 1870 ofrecer la corona a la dinastía Saboya: Amadeo, el segundogénito del rey italiano Víctor Manuel II, tenía un perfil liberal que parecía satisfacer un punto medio entre los deseos de las diversas facciones que habían instigado la revuelta. Sin embargo, resultó ser todo lo contrario: logró unirlas pero solo contra él y, harto de la imposibilidad de reinar en un país dividido en constantes luchas por el poder, abdicó al cabo de dos años.