Isabel de Valois, la esposa perfecta de Felipe II con una inmerecida leyenda negra

Isabel de Valois, la esposa perfecta de Felipe II con una inmerecida leyenda negra

Alianza ideal

Vivaracha, inteligente y leal, la reina Isabel de Valois llenó de color la vida de Felipe II. Se casó siendo niña y murió muy joven, pero dejó un recuerdo imborrable en la corte española

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Isabel de Valois, según Sofonisba Anguissola. 

Terceros

El 22 de junio de 1559, París asistió con emoción a la boda por poderes de Isabel, la segunda de los hijos de Enrique II de Francia y Catalina de Médici, con el monarca español Felipe II. Nadie sospechaba entonces que, dos semanas después, el repique gozoso de las campanas de Notre Dame se convertiría en toque de difuntos. Un desgraciado accidente durante una de las justas organizadas para celebrar la ocasión acabó con la vida del monarca galo y pareció llenar de negros presagios el que se suponía un acontecimiento feliz.

Ciertamente, lo era. El matrimonio entre la joven Isabel de Valois con el monarca español era resultado de la Paz de Cateau-Cambrésis, el tratado con el que concluía una larga etapa de enfrentamientos entre Francia y España, un pacto de no agresión entre ambas monarquías que se había querido reforzar con una alianza de sangre.

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Estaba previsto que, tras la ceremonia y una larga semana de festejos nupciales, Isabel partiera en dirección al que ya era su reino, pero la trágica muerte de su padre alteró los planes, y la joven princesa hubo de retrasar su viaje a España para asistir a las honras fúnebres de Enrique II y a la proclamación de su hermano, Francisco II, como nuevo rey de Francia.

No había prisa. Isabel aún no era núbil –había nacido en Fontainebleau el 2 de abril de 1545–, y, por tanto, el matrimonio no podría consumarse. De ahí que en España se esperara pacientemente a la joven reina, que cruzó finalmente los Pirineos en enero de 1560 para, a comienzos de febrero, ratificar el matrimonio en el palacio del Infantado de Guadalajara.

Una pareja bien avenida

Los funestos presagios que auguraba el enlace no se cumplieron. Por el contrario, Felipe II se sintió gratamente sorprendido al conocer a su esposa, que poco o nada tenía que ver con sus antecesoras. El monarca había estado casado con su prima, María Manuela de Portugal, una jovencita recatada y tímida que murió al año y medio de la boda, y con María I de Inglaterra, once años mayor que él y con quien Felipe II apenas convivió, si bien mantuvo con ella serias diferencias.

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María y su esposo Felipe. Pintura de 1558 de Hans Eworth. 

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Isabel, por el contrario, era hermosa y dulce y poseía un gran encanto. Había heredado de su madre los ojos oscuros y la tez blanca y delicada, en tanto que su padre le había legado una eminente capacidad de seducción, modales exquisitos y un gusto extremadamente refinado.

De inmediato se estableció entre los recién casados una enorme corriente de simpatía. Felipe II tenía casi dieciocho años más que su esposa, pero no le importó esperar a que Isabel alcanzara la madurez sexual para consumar el matrimonio. Le bastaba la “joie de vivre” que su jovencísima esposa aportaba a su existencia.

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Aunque el monarca no era el hombre taciturno y perpetuamente vestido de negro que la tradición ha querido, había tenido que asumir desde muy joven una serie de responsabilidades que no le habían permitido disfrutar en exceso de los placeres de la vida.

Como la adolescente que era, la joven reina tenía un humor variable y era algo caprichosa, lo que contrastaba con el carácter disciplinado y austero del rey, pero compensaba esos defectos con su carácter vivaz y alegre, su pasión por la caza, su condición de excelente lectora o su gusto por rodearse de arte, cualidades muy del agrado de Felipe II.

Espíritu renacentista

Isabel no tardó en adaptarse a su nuevo estatus, pese a su juventud y a la rigidez del protocolo borgoñón de los Austrias. Cierto que, en carta a su madre, no dudó en quejarse de la sobriedad de los usos y costumbres de la corte española, pero, como le comentó también en 1561, le compensaba tener “un marido tan bueno que me hace tan feliz que, aun cuando la corte fuese cien veces más aburrida, yo querría seguir estando aquí”.

La joven evitó que la monotonía y el tedio se adueñaran de su día a día. Rodeada por un animado grupo formado por sus cuñados, Juana y Juan de Austria, el príncipe Carlos y otros cortesanos, entre los que se encontraban Alejandro Farnesio, hijo de Margarita de Parma, y Ana de Mendoza, princesa de Éboli, Isabel amenizaba sus jornadas y las del rey mediante pequeñas excursiones a los montes de El Pardo, representando farsas u organizando bailes y partidas de caza.

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Retrato del rey Felipe II. 

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También se entretenía con la música y el dibujo. Contaba para ello con una maestra de excepción, Sofonisba Anguissola (c. 1530-1625), el mejor pincel femenino del Renacimiento, que la había acompañado desde Francia. A su vez, disponía en sus habitaciones de un órgano, dos arpas, una cítara y un clavicordio, instrumentos que dominaba a la perfección.

Isabel estaba perfectamente preparada para convertirse en una adecuada consejera de gobierno. Inteligente y dotada de la misma intuición política que su madre, gozó de la confianza de su esposo hasta el punto de defender los intereses españoles en la Conferencia de Bayona, en abril de 1565, donde se intentó que Francia refrenara su política a favor de los hugonotes. Se dice que lo hizo con tanta eficacia que su madre, también presente en las jornadas, no dudó en exclamar: “¡Muy española venís, señora!”.

En busca del heredero

Solo una cuestión ensombrecía la vida de la real pareja y alarmaba a la corte: la reina no se quedaba embarazada. Desde que el 11 de agosto de 1561 se anunciara solemnemente que Isabel había tenido su primera menstruación y que, por tanto, el matrimonio ya podía consumarse, mes a mes se esperaba con ansia el anuncio del embarazo real.

Pese a que la dinastía ya tenía un heredero, el príncipe Carlos, nacido del matrimonio de Felipe II con María Manuela de Portugal, la delicada salud de aquel, tanto física como mental, hacía temer lo peor, por lo que urgía reforzar la línea sucesoria.

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Retrato del príncipe don Carlos, de Alonso Sánchez Coello. 

Terceros

Isabel era la primera en compartir tales inquietudes. En la abundante correspondencia cruzada con su madre, la reina muestra su preocupación ante la posibilidad de ser estéril, al tiempo que revela una serie de detalles íntimos que sorprenden por su franqueza: padecía hemorroides y menstruaba cada tres semanas.

La preocupación aumentó cuando, en 1564, Isabel sufrió la interrupción de un embarazo gemelar. Sumida en una profunda depresión, pareció olvidar su animado talante, se apartó de todo y de todos y, durante unos meses, vivió retirada en sus aposentos con la única compañía de Sofonisba, la presencia constante del rey y algunas damas a su servicio.

El retiro fue breve. Pocos meses después se anunció un nuevo embarazo, y el 12 de agosto de 1565 nació en el palacio de Valsaín (Segovia) la infanta Isabel Clara Eugenia, a la que siguió, el 10 de octubre de 1567, Catalina Micaela.

El príncipe en la torre

La ausencia de un hijo varón no pareció preocupar especialmente a los monarcas. Nada impedía, en caso de que el príncipe Carlos falleciera, que una mujer heredara el trono. Si bien existía la ley agnaticia, es decir, la primacía del varón sobre la mujer a la hora de heredar el trono, no imperaba la ley sálica. Por otra parte, Isabel era muy joven, pertenecía a una familia con fama de fértil, y se esperaba que pudiera dar más hijos al rey.

Entre tanto, la posibilidad de apartar al príncipe de Asturias del trono fue cobrando cada vez más fuerza. A sus dolencias físicas se añadían un temperamento inestable y una propensión a la intriga que demostraban un evidente desequilibrio mental. La situación llegó a tal punto que, en enero de 1568, Felipe II se vio forzado a recluirlo en sus habitaciones, donde falleció seis meses después.

Por entonces se sospechaba que Isabel estaba nuevamente encinta. No obstante, determinados síntomas hacían dudar a los médicos de su gravidez, y, para aliviar su malestar, se le aplicaron determinados remedios que resultaron nefastos para la buena marcha del embarazo.

En el verano de 1568, durante la estancia de la corte en Aranjuez con el fin de esquivar los rigores del caluroso verano madrileño, la salud de la reina empeoró a causa de una pielonefritis gravídica. El 3 de octubre de ese año, Isabel dio a luz una niña prematura que apenas vivió unas horas. Tampoco la esposa más amada del Rey Prudente sobrevivió al parto. La tradición asegura que ese fue el único día en que se vio llorar a Felipe II.

Este texto forma parte de un artículo publicado en el número 655 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com.

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