LA SEGUNDA GUERRA
MUNDIAL
— oOo —
Título Original:The Second World War
Traducción: Teófilo de Lozoya y Juan Rabaseda
© Antony Beevor, 2012
Ediciones de Pasado y Presente, S.L., 2012
ISBN: 978-84-939863-3-9
Para Michael Howard
INTRODUCCIÓN
En junio de 1944 un joven soldado asiático se rindió a un
grupo de paracaidistas americanos durante la invasión
aliada de Normandía. En un primer momento, sus captores
pensaron que era un japonés, pero en realidad se trataba de
un coreano. Se llamaba Yang Kyoungjong.
En 1938, a los dieciocho años, Yang Kyoungjong
había sido reclutado a la fuerza por los japoneses para
integrarse en su ejército de Kwantung en Manchuria. Un
año más tarde, fue hecho prisionero por el Ejército Rojo
en la batalla de Khalkhin-Gol y enviado a un campo de
trabajos forzados. Las autoridades militares soviéticas,
durante un período de crisis en 1942, lo obligaron, junto
con otros varios miles de prisioneros, a integrarse en sus
fuerzas. Posteriormente, a comienzos de 1943, fue hecho
prisionero durante la batalla de Kharkov, en Ucrania, por
las tropas nazis. En 1944, vistiendo uniforme alemán, fue
enviado a Francia para servir en un Ostbataillon que
supuestamente reforzaba el Muro Atlántico desde la
península de Cotentin, en la zona del interior próxima a la
Playa de Utah. Tras pasar una temporada en un campo de
prisioneros en Gran Bretaña, se trasladó a los Estados
Unidos, donde no diría nada de su pasado. Se estableció en
este país y falleció en Illinois en 1992.
En una guerra que acabó con la vida de más de sesenta
millones de personas y cuyo alcance fue mundial, Yang
Kyoungjong, veterano a su pesar de los ejércitos japonés,
soviético y alemán, fue, comparativamente, afortunado. No
obstante, el relato de su vida tal vez siga ofreciéndonos el
ejemplo más sorprendente de lo que fue la indefensión de
la mayoría de la gente corriente ante las que serían unas
fuerzas abrumadoras desde el punto de vista histórico.
Europa no estalló en guerra el 1 de septiembre de 1939.
Algunos historiadores hablan de una «guerra de treinta
años», de 1914 a 1945, en la que «la catástrofe original»
fue la Primera Guerra Mundial.1 Otros sostienen que la
«larga guerra», que empezó con el golpe de estado
bolchevique de 1917, se prolongó como una especie de
«guerra civil europea»2 hasta 1945, e incluso algunos
indican que esta no llegó a su fin hasta la caída del
comunismo en 1989.
La historia, sin embargo, nunca es una sucesión de
hechos inapelables y sistemáticos. Sir Michael Howard
sostiene convincentemente que el ataque de Hitler a
Francia y a Gran Bretaña por el oeste de Europa en 1940
fue, en muchos sentidos, una extensión de la Primera
Guerra Mundial. Gerhard Weinberg hace también hincapié
en que la guerra que empezó con la invasión de Polonia en
1939 fue el primer paso dado por Hitler para poder cumplir
su primer objetivo, el Lebensraum, esto es, conseguir
«espacio vital», en el este. Ni que decir tiene que está en lo
cierto, pero las revoluciones y las guerras civiles que
estallaron entre 1917 y 1939 introducen diversos factores
que complican el panorama. Por ejemplo, la izquierda ha
creído siempre firmemente que la Guerra Civil Española
marcó el comienzo de la Segunda Guerra Mundial,
mientras que la derecha afirma que representó el primer
enfrentamiento de una Tercera Guerra Mundial entre el
comunismo y la «civilización occidental». Del mismo
modo, los historiadores occidentales han solido pasar por
alto la guerra chino-japonesa de 1937-1945 y la manera en
la que esta quedó incluida en el marco de una guerra
mundial. Por otro lado, diversos historiadores asiáticos
sostienen que la Segunda Guerra Mundial comenzó en
1931 con la invasión de Manchuria por parte de los
japoneses.3
Podemos dar vueltas y vueltas alrededor de todos
estos argumentos, pero lo cierto es que la Segunda Guerra
Mundial fue claramente una amalgama de conflictos. En su
mayoría fueron conflictos entre naciones, pero la guerra
civil internacional existente entre la izquierda y la derecha
influyó en muchos de ellos e incluso fue su factor
dominante. Por lo tanto, es sumamente importante que,
desde la retrospectiva, observemos algunas de las
circunstancias que desencadenaron el conflicto más cruel y
destructivo que haya conocido la humanidad.
Fueron tan horribles las consecuencias de la Primera
Guerra Mundial que, al finalizar el conflicto, Francia y
Gran Bretaña, sus principales vencedoras en Europa, se
encontraban completamente exhaustas y tenían la firme
determinación de no repetir, costara lo que costara, aquella
terrible experiencia. Los estadounidenses, tras su
contribución vital a la derrota de la Alemania imperial,
querían desentenderse de lo que consideraban un Viejo
Mundo corrupto y depravado. Europa central, fragmentada
por las nuevas fronteras acordadas en Versalles, tenía que
afrontar la humillación y la penuria de la derrota. Con su
orgullo herido, los oficiales del ejército austrohúngaro
Kaiserlich und Königlich vivieron una especie de cuento
de la Cenicienta, pero sin final feliz: sus uniformes de
cuento de hadas fueron sustituidos por ropas raídas propias
de un desempleado. La amargura de tantos oficiales y
soldados alemanes ante la derrota se intensificaba aún más
al pensar que hasta julio de 1918 sus ejércitos no habían
sido derrotados, lo que hacía parecer el repentino colapso
de la nación totalmente inexplicable y siniestro. En su
opinión, todos los amotinamientos y revueltas vividos en
Alemania durante el otoño de 1918 que precipitaron la
abdicación del kaiser habían sido provocados por
bolcheviques judíos exclusivamente. Los agitadores de la
izquierda habían desempeñado ciertamente un papel en
todo ello, y en 1918-1919 los líderes revolucionarios
alemanes más destacados habían sido judíos, pero las
causas principales del descontento habían sido el
agotamiento causado por la guerra y el hambre. La
perniciosa teoría de la conspiración impulsada por la
derecha alemana —la «leyenda de la puñalada por la
espalda»— formaba parte de su tendencia inherente e
irracional a confundir causa y efecto.
La gran inflación de 1923-1924 vino a socavar la
seguridad y la rectitud de la burguesía germánica. La
amargura provocada por un sentimiento de vergüenza
nacional y personal dio paso a una ira irracional. Los
nacionalistas alemanes soñaban con que llegara el día en el
que poder vengar la humillación del Diktat de Versalles. El
nivel de vida fue mejorando en Alemania durante la segunda
mitad de los años veinte, principalmente gracias a los
cuantiosos préstamos realizados por los norteamericanos.
Pero la depresión que azotó al mundo tras el hundimiento
de la Bolsa de Wall Street en 1929 supuso para Alemania
un golpe aún más duro cuando Gran Bretaña y otros países
abandonaron el patrón oro en septiembre de 1931. El
temor a una nueva etapa de enorme inflación impulsó al
gobierno del canciller Brüning a seguir vinculando el valor
del marco alemán al precio del oro, lo que provocó una
sobrevaloración de esta moneda. Los Estados Unidos
habían cerrado el grifo del crédito, y la política de
proteccionismo cerró los mercados a las exportaciones
alemanas. Todo ello dio lugar a un desempleo masivo, lo
cual no hizo más que favorecer espectacularmente las
promesas demagógicas que apostaban por soluciones
radicales.
La crisis del capitalismo había acelerado la crisis de la
democracia liberal, que acabó perdiendo toda su
efectividad en muchos países europeos debido a la
fragmentación de la representación proporcional. Incapaz
de solucionar los grandes desórdenes civiles, la mayoría de
los sistemas parlamentarios, creados tras la caída de tres
imperios continentales en 1918, se vio engullida por esta
espiral. Y las minorías étnicas, que habían vivido
relativamente en paz con los antiguos regímenes
imperiales, comenzaron a verse amenazadas por doctrinas
que hablaban de pureza nacional.
El recuerdo reciente de la Revolución Rusa y de la
violenta destrucción provocada por otras guerras civiles en
Hungría, Finlandia, el litoral báltico y, de hecho, la propia
Alemania, favoreció enormemente el proceso de
polarización política. Con aquel ciclo de miedo y
hostilidad se corría el peligro de convertir la retórica
incendiaria en una profecía autorrealizada, como no
tardarían en demostrar los acontecimientos en España.
Cualquier alternativa maniquea apuesta por romper un
centrismo democrático basado en el compromiso. Y en esa
nueva época colectivista, las soluciones violentas parecían
sumamente heroicas a ojos de numerosos intelectuales,
tanto de la izquierda como de la derecha, y de los
resentidos veteranos de la Primera Guerra Mundial. Ante
aquel desastre financiero, el corporativismo estatal se
convirtió de repente en el orden moderno natural de buena
parte de Europa y en una respuesta al caos provocado por
las luchas de facciones.
En septiembre de 1930, el Partido Nacional Socialista
pasó del 2,5 por ciento de los votos a obtener el 18,3 por
ciento. La derecha conservadora de Alemania, con su poco
respeto por la democracia, acabó destruyendo la República
de Weimar, abriéndole a Hitler así las puertas de par en par.
Subestimando peligrosamente la implacabilidad de Hitler,
pensó poderlo utilizar como una marioneta populista para
defender su idea de Alemania. Pero, a diferencia de la
derecha alemana, el futuro dictador sabía perfectamente lo
que quería. El 30 de enero de 1933, Hitler fue nombrado
canciller e inmediatamente se puso manos a la obra para
acabar con cualquier oposición potencial.
Para las futuras víctimas de Alemania, la tragedia fue
que una parte importantísima de la población del país, harta
de tanto desorden y tanta desconsideración, estaba
dispuesta a seguir ciegamente al criminal más temerario
que haya conocido el mundo. Hitler consiguió despertar
sus peores instintos: el resentimiento, la intolerancia, la
arrogancia y el más peligroso de todos, el sentimiento de
superioridad racial. Independientemente de la poca o
mucha que quedara, la confianza en el Rechtsstaat, esto es,
en el estado de derecho, se vino abajo ante la insistencia de
Hitler en que el sistema judicial tenía que estar al servicio
del nuevo orden.4 Las instituciones públicas —los
tribunales, las universidades, el estado mayor y la prensa—
se sometieron a los dictados del nuevo régimen. Los
opositores se vieron irremediablemente aislados, y fueron
acusados de traicionar el nuevo concepto de Patria, no solo
por el propio régimen, sino también por todos aquellos que
le daban su apoyo. Sorprendentemente, a diferencia del
NKVD de Stalin, la efectividad de la Gestapo era escasa.
Casi todas sus detenciones respondían simplemente a las
denuncias de unos ciudadanos alemanes por otros.
El cuerpo de oficiales del ejército, que se había
jactado siempre de su tradición apolítica, también se dejó
seducir por la promesa de reforzar las fuerzas militares y
de un rearmamento a gran escala, aunque sintiera un
profundo desprecio por un pretendiente tan vulgar y
desaliñado. El oportunismo se alió con la cobardía ante la
amenaza de la nueva autoridad. En cierta ocasión, el
mismísimo Otto von Bismarck declaró que la valentía
moral era una virtud muy rara en Alemania, que cualquier
alemán perdía inmediatamente en el instante que se vestía
de uniforme.5 Como no es de extrañar, los nazis querían
conseguir que prácticamente todo el mundo se pusiera un
uniforme, empezando por los niños.
El mayor talento de Hitler consistía en saber
descubrir y explotar las debilidades de sus adversarios. La
izquierda alemana, marcadamente dividida entre el partido
comunista y los socialdemócratas, no había supuesto
ninguna amenaza real. Con gran facilidad, el dictador
alemán superó tácticamente a los conservadores que,
arrogantes e ingenuos, pensaban que podían controlarlo. En
cuanto logró consolidar su poder con una serie de estrictos
decretos y con encarcelamientos en masa, se centró en
poner fin a las limitaciones que suponía el tratado firmado
en Versalles. En 1935 volvió a entrar en vigor el servicio
militar obligatorio, los británicos aceptaron que Alemania
reforzara su poder naval y se constituyó oficialmente la
Luftwaffe. Ni Gran Bretaña ni Francia protestaron con
determinación ante aquel programa acelerado de
rearmamento.
En marzo de 1936 tropas alemanas volvieron a ocupar
Renania violando abiertamente, por primera vez, los
tratados de Versalles y de Locarno. Esta bofetada en toda
regla a Francia, que había controlado la región durante los
últimos diez años, provocó en Alemania que la figura del
Führer comenzara a ser venerada por toda la población en
general, incluso por muchos de aquellos que no lo habían
votado en las pasadas elecciones. Su apoyo y la débil
reacción anglo-francesa animaron a Hitler en su
determinación. Con gran astucia, Hitler había restaurado el
orgullo alemán, mientras su plan de rearmamento, mucho
más que su tan cacareado programa de obras públicas, ponía
freno al desempleo. Pero aquello tenía un precio, la
brutalidad de los nazis y la pérdida de libertad, precio que,
en opinión de la mayoría de los alemanes, merecía la pena
pagar.
Paso a paso, con la defensa a ultranza de su política,
Hitler fue seduciendo al pueblo alemán, que comenzó a
perder los valores humanos. Donde este hecho se hizo más
evidente fue en la persecución a la que se vio sometida la
población judía, que se desarrolló a rachas. A diferencia de
lo que generalmente se cree, solía estar más dirigida desde
el seno del partido nazi que desde las altas esferas. Las
apocalípticas arengas de Hitler contra los judíos no
significaban necesariamente que ya hubiera decidido llegar
a una «solución final» de aniquilación física. Simplemente
deseaba que los «camisas pardas» de la SA pudieran agredir
a los judíos, atacar sus tiendas y empresas y saquear sus
posesiones para así satisfacer una mezcla incoherente de
codicia, envidia y supuesto resentimiento. Llegado este
punto, la política nazi tuvo como objetivo desposeer a los
judíos de sus derechos civiles y de todas sus pertenencias,
para luego, con la humillación y el acoso, obligarlos a
abandonar Alemania. «Los judíos tienen que salir de
Alemania, sí, tienen que salir de toda Europa», comentó a
Goebbels el 30 de noviembre de 1937. «Esto costará un
tiempo, pero debe conseguirse y se conseguirá».6
En su obra Mein Kampf, mezcla de autobiografía y
manifiesto político publicada por primera vez en 1925,
Hitler había dejado bastante claro su plan de convertir
Alemania en la potencia hegemónica de Europa. En primer
lugar, llevaría a cabo la unificación de Alemania y Austria
y, a continuación, poblaría de alemanes los territorios que
fuera recuperando al otro lado de las fronteras del Reich.
«Los pueblos de una misma sangre deben compartir una
patria común», escribió. Solo cuando esto se cumpla, el
pueblo alemán tendrá la «justificación moral» de «tomar
posesión de tierras extranjeras. El arado sucederá entonces
a la espada; y de las lágrimas de la guerra brotará para las
generaciones venideras el pan de cada día».7
Su política de agresión quedaba perfectamente de
manifiesto en la primera página de Mein Kampf. Aunque
todas las parejas de alemanes que contraían matrimonio
debían adquirir un ejemplar de su libro, parece que pocas se
tomaron en serio sus belicosas predicciones. Preferían
creer sus últimas declaraciones, repetidas hasta la saciedad,
en las que manifestaba no desear la guerra. Y los osados
movimientos de Hitler ante la flaqueza británica y francesa
venían a confirmarles sus esperanzas de que el Führer
podría conseguir todo lo que quisiera sin que se
desencadenara un grave conflicto. No veían que la
sobrecalentada economía alemana y la firme determinación
de Hitler de hacer uso de la ventaja armamentística del país
hacían que la invasión de países vecinos se convirtiera en
un hecho mucho más que probable.
Hitler no pretendía simplemente recuperar los
territorios perdidos por Alemania con el Tratado de
Versalles. Consideraba una infamia limitarse a dar solo un
paso tan tímido como aquel. Hervía de impaciencia,
convencido de que no viviría lo suficiente para hacer
realidad su sueño de una supremacía alemana. Quería que
toda Europa central y todos los territorios de Rusia hasta el
Volga quedaran integrados en el Lebensraum alemán. Su
sueño de subyugar regiones del este había sido alimentado
por la breve ocupación alemana en 1918 de los estados
bálticos, parte de Bielorrusia, Ucrania y el sur de Rusia
hasta Rostov del Don. Esta expansión fue consecuencia del
Tratado de Brest-Litovsk, un Diktat de Alemania al
flamante régimen soviético. El «granero» de Ucrania tenía
un interés especial para Alemania, sobre todo tras la
hambruna vivida en este país durante la Primera Guerra
Mundial a causa del bloqueo británico. Hitler estaba
firmemente decidido a impedir que en Alemania volviera a
reinar una desmoralización como la de 1918, que dio paso
a la revolución y al hundimiento del país. Esta vez serían
otros los que pasarían hambre. Pero uno de los principales
objetivos de su proyecto del Lebensraum era apropiarse de
la producción petrolífera del este de Europa. El Reich se
veía obligado a importar, incluso en tiempos de paz,
alrededor del 85 por ciento del petróleo que consumía, lo
que se convertiría en el talón de Aquiles de Alemania
durante la guerra.
Parecía que la posesión de colonias en el este era la
mejor solución para que Alemania asegurara su autonomía,
pero las ambiciones de Hitler iban mucho más allá que las
de cualquier otro nacionalista. En línea con su pensamiento
social darwinista de que la existencia de una nación
dependía de la lucha por su hegemonía racial, Hitler
pretendía reducir drásticamente la población eslava
utilizando deliberadamente unos medios salvajes: el
hambre y la esclavización de los supervivientes,
convirtiéndolos en siervos.
Su decisión de intervenir en la Guerra Civil Española
en el verano de 1936 no fue una cuestión de oportunismo
como se ha indicado en numerosas ocasiones. Hitler tenía
la firme convicción de que una España bolchevique, junto
con un gobierno de izquierdas en Francia, supondría una
verdadera amenaza estratégica para Alemania por el oeste,
sobre todo en un momento en el que debía enfrentarse a la
Unión Soviética de Stalin por el este. Una vez más, supo
aprovecharse del pavor de las democracias a una guerra.
Los británicos temían que el conflicto español pudiera
derivar en otra conflagración europea, y el nuevo gobierno
francés del Frente Popular tenía miedo de actuar solo.
Todo ello permitió que los nacionales de Franco se
aseguraran la victoria final gracias al flagrante apoyo
militar de los alemanes, y que la Luftwaffe de Hermann
Göring pudiera poner a prueba sus flamantes aparatos y
experimentar nuevas tácticas. La Guerra Civil Española
también permitió un acercamiento de Hitler con Mussolini,
cuyo gobierno fascista colaboró con el envío de un cuerpo
de «voluntarios» italianos para luchar junto al ejército de
los nacionales españoles. Pero a Mussolini, a pesar de
todas sus bravatas y de sus pretensiones en el
Mediterráneo, le preocupaba seriamente la determinación
de Hitler en cambiar drásticamente el statu quo. El pueblo
italiano no estaba preparado, ni desde el punto de vista
militar ni desde el punto de vista psicológico, para una
guerra europea.
En su afán por obtener un aliado más para la futura guerra
con la Unión Soviética, Hitler estableció un pacto antiComintern con Japón en noviembre de 1936. El imperio
nipón había comenzado su expansión colonial en Extremo
Oriente en la última década del siglo XIX. Aprovechando la
decadencia del régimen imperial chino, había entrado en
Manchuria, invadido Taiwán y ocupado Corea. Tras derrotar
a la Rusia zarista en la guerra de 1904-1905, se había
convertido en la principal potencia militar de la región. A
raíz del colapso de la Bolsa de Wall Street y de la
subsiguiente depresión mundial, en Japón había crecido un
sentimiento antioccidental. Y una clase dirigente cada vez
más nacionalista veía Manchuria y China de una manera
muy similar a cómo los nazis contemplaban la Unión
Soviética en sus planes: una vasta región con una población
a la que someter para cubrir las necesidades de las islas que
constituían el estado nipón.
Durante mucho tiempo, el conflicto chino-japonés ha
sido la pieza que faltaba en el rompecabezas de la Segunda
Guerra Mundial. Por haberse iniciado mucho antes del
estallido de la guerra en Europa, a menudo se ha tratado
como un asunto totalmente distinto, pese a haber sido
testigo del mayor despliegue de fuerzas terrestres
japonesas en Extremo Oriente, así como de la intervención
tanto de los Estados Unidos como de la Unión Soviética.
En septiembre de 1931, los militares japoneses
idearon el llamado «incidente de Mukden», en el que
dinamitaron un tramo de una línea férrea para justificar la
anexión de Manchuria a su país. Debido a la precaria
situación de su agricultura, querían convertir esta región en
una importante zona de producción de alimentos con los
que abastecer sus necesidades internas. La llamaron
Manchukuo y establecieron en ella un régimen títere, con
el emperador chino depuesto, Henry Pu Yi, como cabeza
visible. El gobierno civil de Tokio, que no era del agrado de
los militares, se vio obligado a apoyar al ejército. Y la
Sociedad de Naciones, con sede en Ginebra, rechazó las
peticiones chinas de sancionar a Japón. Grandes cantidades
de colonos japoneses, en su mayoría procedentes del
campo, comenzaron a llegar a la región para apropiarse de
las tierras con la complicidad del gobierno, cuyo plan era
conseguir que, en veinte años, se establecieran en la zona,
en calidad de colonos, «un millón de familias» de
campesinos nipones. Todos estos actos dejaron a Japón
aislado desde el punto de vista diplomático, pero el país se
sentía exultante por su triunfo. Esto marcó el inicio de una
progresión fatídica del expansionismo japonés y de la
influencia militar en el gobierno de Tokio.
Una nueva administración mucho más predadora y el
ejército de Kwantung en Manchuria extendieron su control
prácticamente hasta las puertas de Pekín (Beijing). El
gobierno del Kuomintang de Chiang Kai-shek, con sede en
Nanjing, se vio obligado a ordenar la retirada de sus
fuerzas. Chiang pretendía ser el heredero de Sun Yat-sen,
que había querido introducir en China una democracia de
estilo occidental, pero, en realidad, no era más que el
generalísimo de unos señores de la guerra.
Los militares japoneses comenzaron a dirigir su
mirada hacia el vecino soviético del norte y hacia las
regiones del Pacífico del sur. Evidentemente, en esta zona
sus objetivos eran las colonias de Gran Bretaña, Francia y
Holanda en el sudeste asiático, con los yacimientos
petrolíferos de las Indias Orientales Neerlandesas. De
repente, en China, el 7 de julio de 1937, los japoneses
dieron un paso adelante en aquella situación de calma tensa,
llevando a cabo un acto de provocación en el puente de
Marco Polo, a las afueras de Pekín. En Tokio, el ejército
imperial garantizó al emperador Hiro Hito que China podía
ser derrotada en pocos meses. Se enviaron refuerzos al
continente, iniciándose una campaña marcada por el horror,
impulsada en parte por la matanza de civiles japoneses
llevada a cabo por los chinos. El ejército imperial
reaccionó, dando rienda suelta a su furia. Pero la guerra
chino-japonesa no terminó con una rápida victoria nipona
como habían pronosticado los generales de Tokio. La
sorprendente violencia de los agresores sirvió para
estimular aún más la férrea resistencia de los agredidos.
Cuatro años después, Hitler ignoraría este hecho durante su
ataque a la Unión Soviética.
Algunos occidentales comenzaron a ver una gran
analogía entre la guerra chino-japonesa y la Guerra Civil
Española. Robert Capa, Ernest Hemingway, W. H. Auden,
Christopher Isherwood, el realizador cinematográfico Joris
Ivens y muchos periodistas visitaron China y expresaron
sus simpatías por la causa de este país. Varios izquierdistas,
algunos de los cuales se desplazaron hasta el cuartel
general de los chinos comunistas en Yan'an, apoyaron a
Mao Zedong, aunque Stalin respaldara a Chiang Kai-shek y
el Kuomintang. Pero ni el gobierno norteamericano ni el
británico estaban preparados para intervenir de manera
eficaz.
El gobierno de Neville Chamberlain, al igual que la mayoría
de la población británica, seguía estando dispuesto a
convivir con una Alemania rearmada y revitalizada. Muchos
conservadores consideraban a los nazis una especie de
baluarte contra el bolchevismo. Chamberlain, un antiguo
alcalde de Birmingham de rectitud trasnochada, cometió el
gran error de pensar que los demás estadistas compartían
valores similares a los suyos, así como el pavor a la guerra.
Había sido un ministro muy capaz y un eficiente canciller
del Exchequer, pero no sabía nada de política exterior ni de
asuntos de defensa. Con su camisa de cuello de puntas, su
bigote eduardiano y su eterno paraguas, demostró no saber
estar a la altura de su cargo en el momento de afrontar la
evidente implacabilidad del régimen nazi.
Otros, incluso muchos de los que expresaban sus
simpatías por la izquierda, también fueron reacios a
enfrentarse al régimen de Hitler, pues seguían estando
plenamente convencidos de que Alemania había recibido un
trato sumamente injusto en la conferencia de Versalles.
Además, les resultaba difícil poner objeciones a las
pretensiones de Hitler de anexionar al Reich, por
cuestiones étnicas, regiones fronterizas con Alemania,
como la de los Sudetes, en las que había población de
origen germánico. Lo que más horrorizaba a británicos y
franceses era la idea de que pudiera estallar otra guerra en
Europa. Permitir que la Alemania nazi se anexionara
Austria en marzo de 1938 no parecía un precio demasiado
elevado para salvaguardar la paz mundial, sobre todo porque
la mayoría de austríacos había votado en 1918 a favor del
Anschluss, o unión con Alemania, y veinte años después
celebraba el triunfo nazi. Las pretensiones austríacas al
final de la guerra de que ellos habían sido las primeras
víctimas de Hitler, eran completamente infundadas.
Más tarde, Hitler decidió que quería invadir
Checoslovaquia en octubre.8 Con ello pretendía asegurar el
bienestar de la población después de la recolección de las
cosechas por parte de los agricultores alemanes, pues los
ministros nazis temían que se produjera una crisis en el
suministro de alimentos de la nación. Sin embargo, para
exasperación de Hitler, Chamberlain y Daladier, durante las
negociaciones de Munich en septiembre, le concedieron
los Sudetes en la esperanza de mantener la paz. La actitud
de estos dos dirigentes dejaba a Hitler sin su guerra, aunque
al final le permitiera ocupar todo el país sin derramar una
gota de sangre. Chamberlain también cometió un grave
error al negarse a hablar con Stalin. Esta postura influyó en
la decisión del dictador soviético en agosto de aceptar que
se firmara el llamado Pacto Molotov-Ribbentrop. Como
creería más tarde Franklin D. Roosevelt que podía hacer
con Stalin,
Chamberlain pensó,
con absurda
autosuficiencia, que él solo podía convencer a Hitler de
que mantener buenas relaciones con los Aliados
occidentales iba en interés del dictador alemán.
Algunos historiadores sostienen que, si Gran Bretaña
y Francia hubieran estado dispuestas a entrar en guerra en
el otoño de 1938, los acontecimientos se habrían
desarrollado de manera muy distinta. Desde luego, es
probable que hubiera sido así desde un punto de vista
alemán. Pero lo cierto es que ni el pueblo británico ni el
francés estaban preparados psicológicamente para
comenzar una guerra, sobre todo porque no habían sido
informados correctamente de la situación por los políticos,
los diplomáticos y la prensa. Cualquiera que hubiera
intentado advertir de los peligros que implicaban los planes
de Hitler, como hizo Winston Churchill, habría sido
tachado simplemente de belicista.
No fue hasta noviembre cuando comenzaron a abrirse
los ojos y a comprobar la verdadera naturaleza del régimen
de Hitler. Tras el asesinato de un funcionario de la
embajada alemana en París por un joven judío de origen
polaco, los «camisas pardas» nazis se lanzaron a las calles,
dando inicio al pogromo alemán que conocemos con el
nombre de la noche de los cristales rotos, Kristallnacht,
por los destrozos que sufrieron las ventanas y los
aparadores de las tiendas. Aquel otoño, con la amenaza de
la guerra cerniéndose sobre Checoslovaquia, una «violenta
energía» comenzó a apoderarse del Partido Nazi. Los
«camisas pardas» de la SA prendieron fuego a las
sinagogas, agredieron y asesinaron a judíos y rompieron
los escaparates y los aparadores de sus tiendas, lo que
permitió que inmediatamente Göring lamentara el coste en
divisas extranjeras que suponía recomponer aquel destrozo
con vidrio importado de Bélgica.9
Muchos alemanes quedaron horrorizados ante esos
hechos, pero, en poco tiempo, la política nazi de
aislamiento de los judíos consiguió que la inmensa mayoría
de la población se mostrara indiferente a la suerte que
corrían sus conciudadanos. Y fue también una parte
importante de la población la que no tardó en dejarse llevar
por la tentación de apropiarse fácilmente de las posesiones
y los bienes incautados a los judíos y por lo que
representaba la «arianización» de sus negocios y empresas.
La manera en la que los nazis fueron enredando cada vez a
más ciudadanos alemanes en su trama criminal pone de
relieve su extraordinaria astucia.
La ocupación del resto de Checoslovaquia en marzo
de 1939 —una violación flagrante de la convención de
Munich— vino a demostrar que la pretensión de Hitler de
poner al amparo del Reich a las minorías étnicas alemanas
no era más que un pretexto para anexionarse territorios.
Ello obligó a Chamberlain a comprometerse con Polonia,
como señal de advertencia a Hitler ante otros posibles
proyectos de expansión del dictador.
Más tarde, el Führer se lamentaría de no haber
conseguido entrar en guerra en 1938 debido a que «los
británicos y los franceses aceptaron todas mis exigencias
en Munich».10 En la primavera de 1939 contó al ministro
de asuntos exteriores rumano lo impaciente que estaba,
utilizando los siguientes términos: «Ahora tengo cincuenta
años», dijo. «Prefiero entrar en guerra ahora que cuando
tenga cincuenta y cinco o sesenta».11 (En agosto expresó
este mismo pensamiento al embajador británico.12)
Así pues, Hitler reveló que pretendía cumplir su
objetivo de dominación europea en el arco de una vida, la
suya, que suponía que iba a ser corta. Su vanidad obsesiva le
impedía confiar en otra persona para llevar a cabo la misión
que se había impuesto. Se consideraba literalmente
insustituible, e incluso dijo a sus generales que el destino
del Reich dependía exclusivamente de él. El Partido Nazi y
todo su caótico sistema de gobierno nunca fueron
concebidos para ofrecer estabilidad o continuidad. Y la
retórica hitleriana del «Reich milenario» ponía de
manifiesto una significativa contradicción psicológica,
viniendo, como venía, de un soltero impenitente que por un
lado sentía la satisfacción perversa de poner fin a la
reproducción de sus genes, y por otro ocultaba una
fascinación insana por el suicidio.
El 30 de enero de 1939, con motivo del sexto
aniversario de su ascensión al poder, Hitler pronunció un
importante discurso ante los miembros del Reichstag. En
él incluía una «profecía» fatídica, una profecía que él y los
que lo siguieron en su «solución final» recordarían
compulsivamente. Declaró que los judíos se habían mofado
de su presagio de que iba a dirigir Alemania y de que
también iba a «poner solución al problema judío». Luego
dijo en tono vehemente: «Hoy voy a volver a ser profeta: si
la comunidad financiera judía internacional, dentro y fuera
de Europa, consigue conducir de nuevo a las naciones a una
guerra mundial, el resultado no será la bolchevización del
planeta y, por lo tanto, la victoria de los judíos, sino la
aniquilación de la raza judía en Europa».13 Esta vertiginosa
confusión de causa y efecto yacía en lo más profundo de la
obsesiva espiral de mentiras e imposturas con las que el
propio Hitler se llevaba a engaño.
Aunque Hitler estuviera preparado para la guerra y deseara
la guerra con Checoslovaquia, seguía sin entender por qué
la actitud de los británicos había cambiado tan de repente,
pasando del entreguismo a la resistencia. No había dejado
de lado su idea de atacar a Francia y Gran Bretaña más
tarde, pero en el momento que él decidiera. El plan nazi,
tras la dura lección aprendida durante la Primera Guerra
Mundial, contemplaba abordar aisladamente cada uno de
los conflictos para evitar combates en más de un frente a la
vez.
La sorpresa de Hitler ante la reacción británica fue
una muestra más de la falta de conocimientos históricos de
este autodidacta tiránico. Desde el siglo XVIII, la
intervención de Gran Bretaña en casi todas las crisis
europeas había respondido a un modelo, modelo que
explicaba perfectamente la nueva política del gobierno de
Chamberlain. El cambio de actitud no tenía nada que ver
con la ideología o el idealismo. Gran Bretaña no estaba
preparándose para detener el fascismo o el antisemitismo,
aunque este aspecto moral resultara útil más tarde para la
propaganda nacional. Las razones de aquel cambio de
postura había que buscarlas en su estrategia tradicional. La
invasión hostil de Checoslovaquia por parte de Alemania
ponía claramente de manifiesto la firme determinación de
Hitler de dominar Europa. Esto suponía una amenaza en
toda regla al statu quo, que ni siquiera una Gran Bretaña
debilitada y contraria a la guerra podía permitir. Hitler
también subestimó la ira de Chamberlain, que vio cómo
había sido completamente engañado en Munich. Duff
Cooper, que había presentado su dimisión como Primer
Lord del Almirantazgo por la traición cometida por su
gobierno con los checos, escribió que Chamberlain «nunca
conoció en Birmingham a alguien que se pareciera en lo
más mínimo a Adolf Hitler... Nadie en Birmingham había
roto nunca la palabra dada al alcalde».14
Quedaba terriblemente claro cuáles eran las
intenciones de Hitler. Y la sorpresa que supuso su pacto
con Stalin en agosto de 1939 no vino sino a confirmar que
Polonia era su siguiente víctima. «Las fronteras de los
estados», había escrito en Mein Kampf, «las crean los
hombres, y ellos mismos son los que las modifican». Visto
en retrospectiva, tal vez parezca que el ciclo de
resentimientos que comenzó tras la firma del Tratado de
Versalles hizo inevitable el estallido de otra guerra
mundial, pero lo cierto es que en la historia nada está
predestinado. Como consecuencia de la Primera Guerra
Mundial, buena parte de Europa quedó dividida por
fronteras inestables, y convertida en escenario de
innumerables tensiones. Pero no cabe la menor duda de que
fue Adolf Hitler el principal arquitecto de aquella segunda,
y mucho más terrible, conflagración, que se extendió por
todo el mundo para llevarse millones de vidas, y al final
incluso la suya propia. Y, sin embargo, en lo que resulta una
intrigante paradoja, el primer enfrentamiento armado de la
Segunda Guerra Mundial —aquel en el que Yang
Kyoungjong fue hecho prisionero por primera vez— se
desencadenó en Extremo Oriente.
1
EL ESTALLIDO DE LA
GUERRA
(junio-agosto de 1939)
El 1 de junio de 1939, Georgi Zhukov, un general de
caballería de corta estatura y robusto, recibió un mensaje
en el que se le requería que acudiera inmediatamente a
Moscú.1 La purga del Ejército Rojo iniciada por Stalin en
1937 seguía en marcha, por lo que Zhukov, que ya había
sido acusado en una ocasión, supuso que en aquellos
momentos había sido declarado «enemigo del pueblo» por
alguna denuncia. El siguiente paso consistía en meterlo en
la «picadora de carne» de Lavrenti Beria, como solía
decirse para indicar el sistema de interrogatorios que
seguía el NKVD.
En la paranoia que desató el «Gran Terror», los altos
oficiales fueron de los primeros en ser fusilados como
espías trotskistas-fascistas. Unos treinta mil fueron
detenidos. Entre los de mayor rango, muchos habían sido
ejecutados, y la mayoría torturados para obtener de ellos
ridículas confesiones. Zhukov, amigo de muchas de las
víctimas, tenía preparada una bolsa —con lo necesario para
pasar una temporada en prisión— desde que comenzara la
purga dos años atrás. Llevaba tiempo esperando aquel
momento, y escribió una carta de despedida a su esposa.
«Solo te pido una cosa», comenzaba diciendo. «No llores,
mantente fuerte, e intenta resistir con dignidad y honradez
esta amarga separación».2
Pero cuando el tren en el que viajaba llegó a Moscú al
día siguiente, Zhukov no fue detenido ni trasladado a la
Gran Lubyanka. Le indicaron que se dirigiera al Kremlin
para entrevistarse con el viejo camarada de Stalin del I
Ejército de Caballería de los tiempos de la guerra civil, el
mariscal Kliment Voroshilov, por aquel entonces
comisario del pueblo para la defensa. Durante la purga, este
soldado «mediocre, desconocido y de pocas luces»3 había
reforzado su posición, eliminando celosamente a otros
comandantes de talento. Más tarde, Nikita Khruschev lo
llamaría con una gran crudeza descriptiva «el saco de
mierda más grande del ejército».4
Zhukov se enteró de que tenía que volar hasta el
estado satélite soviético de Mongolia Exterior. Allí, debía
asumir el mando del LVII Cuerpo Especial, formado por
hombres del Ejército Rojo y de las fuerzas mongolas, para
infligir un golpe decisivo al Ejército Imperial de Japón.
Stalin estaba furioso porque, por lo visto, el comandante
local apenas había obtenido resultados positivos. Con la
amenaza de los nazis de una guerra en el oeste, quería
poner fin a los actos de provocación que llevaban a cabo
constantemente los japoneses desde su estado títere de
Manchukuo. La rivalidad existente entre Rusia y Japón se
remontaba a los tiempos de los zares, y era evidente que la
humillante derrota sufrida por la primera en 1905 no había
sido olvidada por el régimen soviético. Con Stalin, se había
reforzado enormemente su presencia militar en el este
asiático.
Las autoridades militares japonesas estaban
obsesionadas con la amenaza del bolchevismo. Y desde la
firma en noviembre de 1936 del pacto anti-Comintern
entre Alemania y Japón, habían aumentado en la frontera
mongola las tensiones existentes entre los destacamentos
fronterizos del Ejército Rojo y el ejército nipón de
Kwantung.
La
situación
se
había
caldeado
considerablemente a raíz de una serie de choques
fronterizos en 1937, y de un importante enfrentamiento
armado en 1938, el llamado «incidente de Changkufeng»,
en el lago Khasán, a unos ciento quince kilómetros al
suroeste de Vladivostok.
Los japoneses también estaban furiosos porque la
Unión Soviética prestaba su apoyo al enemigo chino no
solo desde el punto de vista económico, sino también
bélico, con el envío de tanques T-26, numerosos asesores
militares y escuadrones aéreos formados por
«voluntarios». Los líderes del ejército de Kwantung se
veían cada vez más atados de pies y manos, sobre todo
después de que el emperador Hiro Hito se negara en agosto
de 1938 a permitir que se respondiera a los soviéticos de
manera contundente con un ataque masivo. Su arrogancia se
basaba en la creencia errónea de que la Unión Soviética se
quedaría de brazos cruzados. Pidieron carta blanca para
actuar como consideraran oportuno en cualquier incidente
fronterizo que pudiera producirse en un futuro. Pero lo que
en realidad les movía era un interés personal. Si se
mantenía vivo un conflicto menor con la Unión Soviética,
Tokio se vería obligado a aumentar el número de efectivos
del ejército de Kwantung, no a disminuirlo. Temían que, de
lo contrario, algunas de sus formaciones pudieran ser
trasladadas al sur para luchar contra los ejércitos
nacionalistas chinos de Chiang Kai-shek.5
Algunos miembros del estado mayor imperial en
Tokio veían con buenos ojos la postura beligerante de las
autoridades de Kwantung. Pero la Armada y los políticos
civiles estaban seriamente preocupados. Las presiones de
la Alemania nazi para que Japón considerara a la Unión
Soviética el principal enemigo los incomodaba sumamente.
No querían meterse en una guerra en el norte de China, en
las regiones que limitaban con Mongolia y Siberia. Esta
división de opiniones provocó la caída del gobierno del
príncipe Konoe Fumimaro. Pero cada vez era más evidente
que iba a estallar la guerra en Europa, y las discrepancias en
el gobierno y en los círculos militares no disminuyeron. El
ejército y los grupos de extrema derecha no dejaban de
hablar públicamente, a menudo exagerando los hechos, del
número cada vez mayor de enfrentamientos que tenían
lugar en las fronteras del norte. Y el ejército de Kwantung,
sin informar a Tokio, promulgó una orden en virtud de la
cual se permitía al comandante sobre el terreno llevar a
cabo la acción que considerara pertinente para castigar a
los posibles agresores. La orden en cuestión fue aprobada
con la llamada prerrogativa de «iniciativa sobre el
terreno»6, que autorizaba a los ejércitos el movimiento de
tropas por razones de seguridad dentro de su zona de
acción, sin tener que consultar con el estado mayor
imperial.
El incidente de Nomonhan, llamado más tarde en la
Unión Soviética la batalla de Khalkhin Gol por el río en el
que tuvo lugar, comenzó el 12 de mayo de 1939. Un
regimiento de la caballería mongola cruzó el Khalkhin Gol,
buscando pastos para sus peludas y pequeñas monturas en
las onduladas tierras de la vasta estepa. Adentrándose en la
zona, se alejaron unos veinticinco kilómetros del río que
los japoneses consideraban la frontera, hasta llegar a una
gran aldea, Nomonhan, donde la República Popular de
Mongolia situaba la línea fronteriza. Fuerzas manchúes del
ejército de Kwantung forzaron su retirada al río Khalkhin
Gol, pero luego los mongoles contraatacaron. Las
escaramuzas entre unos y otros continuaron durante dos
semanas. El Ejército Rojo envió tropas de refuerzo. El 28
de mayo soviéticos y mongoles destruyeron un contingente
japonés de doscientos hombres y varios vehículos
blindados bastante obsoletos. A mediados de junio, los
bombarderos de la aviación del Ejército Rojo atacaron
diversos objetivos mientras sus fuerzas terrestres
avanzaban hacia Nomonhan.
A partir de ese momento, los acontecimientos se
precipitaron. Las unidades del Ejército Rojo en la zona
recibieron refuerzos del distrito militar Trans-Baikal,
como había solicitado Zhukov a su llegada el 5 de junio. El
problema principal al que se enfrentaban las fuerzas
soviéticas era que tenían que operar a casi setecientos
kilómetros de distancia del centro ferroviario más próximo
al que llegaban los pertrechos y suministros, lo que
significaba un esfuerzo logístico inmenso, con camiones
desplazándose por unas pistas de tierra tan maltrechas que
para realizar un viaje de ida y vuelta tardaban cinco días.
Semejante dificultad indujo al menos a los japoneses a
subestimar la capacidad de combate de las fuerzas que iba
reuniendo Zhukov.
Enviaron la 23.ª División del teniente general
Komatsubara Michitaro y parte de la 7.ª a Nomonhan. El
ejército de Kwantung pidió mucha más presencia aérea para
apoyar a sus tropas. Esta solicitud generó preocupación en
Tokio. El estado mayor imperial mandó una orden
prohibiendo cualquier acto de represalia, y anunció que uno
de sus oficiales iba a desplazarse inmediatamente hasta allí
para analizar la situación e informar debidamente a Tokio.
Esta noticia hizo que los comandantes de Kwantung
decidieran completar la operación antes de que los
obligaran a interrumpirla. La mañana del 27 de junio,
enviaron varias escuadrillas aéreas para bombardear bases
soviéticas en Mongolia Exterior. En Tokio, el estado
mayor se puso hecho una furia y expidió una sucesión de
órdenes prohibiendo toda actividad aérea.
La noche del 1 de julio, aprovechando las horas de
oscuridad, los japoneses cruzaron el Khalkhin Gol y se
apoderaron de una colina estratégica, poniendo en peligro
el flanco soviético. Tras tres días de intenso combate, sin
embargo, Zhukov consiguió al final repelerlos y enviarlos
de vuelta al otro lado del río con la ayuda de sus tanques. A
continuación, ocupó parte de la margen derecha del
Khalkhin Gol y puso en marcha su gran operación de
engaño, la denominada por el Ejército Rojo maskirovka.
Mientras preparaba secretamente una gran ofensiva, Zhukov
simulaba que sus tropas creaban una línea defensiva
estática. Se enviaron mensajes mal codificados en los que
se pedía más y más material para la construcción de
búnkeres, con la ayuda de altavoces se difundía el ruido de
martinetes en funcionamiento, y se distribuyeron panfletos
titulados Lo que debe saber sobre defensa el soldado
soviético en cantidades ingentes para que algunos cayeran
en manos del enemigo. Mientras tanto, Zhukov iba
reuniendo y escondiendo tanques de refuerzo aprovechando
la oscuridad de la noche. Los conductores de los camiones
soviéticos acabaron exhaustos después de traer las reservas
de municiones necesarias para la ofensiva por las terribles
carreteras que separaban aquel lugar del centro ferroviario
al que llegaban los pertrechos.7
El 23 de julio, los japoneses lanzaron un nuevo ataque
frontal, pero no consiguieron romper las líneas soviéticas.
A raíz de sus problemas para abastecerse de pertrechos,
tuvieron que esperar algún tiempo antes de volver a estar
preparados para poder emprender un tercer ataque. Pero
ignoraban que para entonces las fuerzas de Zhukov habrían
aumentado hasta los cincuenta y ocho mil hombres, con
aproximadamente quinientos tanques y doscientos
cincuenta aparatos aéreos.
A las 05:45 del domingo 20 de agosto, Zhukov lanzó
su ataque sorpresa, al principio bombardeando con la
artillería durante tres horas, y luego con tanques y aviones,
así como con las fuerzas de infantería y de caballería. El
calor era asfixiante. Con unas temperaturas que superaban
los 40°, se cuenta que las ametralladoras y los cañones se
atascaban y que las polvaredas y las cortinas de humo que
levantaban las explosiones dejaron en tinieblas el campo de
batalla.8
Mientras la infantería soviética, que incluía tres
divisiones de fusileros y una brigada paracaidista, resistía
con firmeza en el centro, entreteniendo al grueso de las
fuerzas niponas, Zhukov envió a sus tres brigadas de
blindados y una división de caballería mongola desde una
posición más atrasada para que fueran rodeándolas. Entre
sus carros de combate, que a gran velocidad vadearon un
afluente del Khalkhin Gol, había varios T-26, modelo
utilizado en la Guerra Civil Española para ayudar a los
republicanos, y unos prototipos más rápidos de lo que
luego sería el T-34, el tanque medio más efectivo de la
Segunda Guerra Mundial. Los obsoletos tanques japoneses
no tuvieron ninguna oportunidad. Sus cañones no podían
disparar proyectiles perforadores de blindaje.
La infantería japonesa, pese a carecer de cañones
antitanque efectivos, combatió desesperadamente. El
teniente Sadakaji fue visto cargando contra un tanque
mientras blandía su espada samurai hasta que por fin cayó
abatido. Los soldados japoneses lucharon desde sus
trincheras blindadas, causando importantes bajas entre sus
atacantes, que en algunos casos trajeron tanques
lanzallamas para acabar con ellos. Zhukov parecía no
inmutarse por las pérdidas que sufría. Cuando el
comandante en jefe del Frente Trans-Baikal, que había
venido para observar el desarrollo de la batalla, sugirió la
conveniencia de detener la ofensiva, Zhukov respondió
lacónicamente a su superior. Si interrumpía los ataques y
luego volvía a lanzarlos, dijo, las pérdidas soviéticas se
multiplicarían por diez «por culpa de nuestra falta de
decisión».9
A pesar de la firme determinación de los japoneses de
no rendirse al enemigo, sus anticuadas tácticas y su
armamento obsoleto los condujeron a una derrota
humillante. Las fuerzas de Komatsubara fueron rodeadas y
prácticamente aniquiladas en lo que fue una prolongada
matanza en el curso de la cual se produjeron sesenta y una
mil bajas. En el Ejército Rojo, siete mil novecientos
setenta y cuatro hombres murieron en combate, y quince
mil doscientos cincuenta y uno resultaron heridos.10 La
mañana del 31 de agosto la batalla había concluido.
Mientras se libraba este combate, se firmaba en Moscú el
pacto nazi-soviético, y cuando llegó a su final, tropas
alemanas se concentraban cerca de las fronteras de
Polonia, listas para comenzar la guerra en Europa. Hasta
finales
de
septiembre
fueron
produciéndose
enfrentamientos aislados, pero en vista de lo que ocurría en
el mundo, Stalin decidió que era prudente acceder a las
peticiones japonesas de alto el fuego.
Zhukov, que poco antes se había dirigido a Moscú
pensando en su inminente detención, volvió entonces a la
capital para recibir de las manos de Stalin la estrella dorada
de Héroe de la Unión Soviética. Su primera victoria, un
magnífico acontecimiento en un momento horrible para el
Ejército Rojo, tuvo importantes consecuencias para todos.
Japón había sido sacudido hasta los cimientos por esta
inesperada derrota, que sirvió para enardecer el ánimo de
sus enemigos chinos, tanto el de los nacionalistas como el
de los comunistas. En Tokio, la facción que abogaba por
«golpear el norte» y por una guerra contra la Unión
Soviética, recibió un duro revés. Los partidarios de
«golpear el sur», encabezados por la Armada, vieron, pues,
reforzada su posición. Pocas semanas antes de la
Operación Barbarroja, en abril de 1941, y para
consternación de los alemanes, rusos y nipones firmarían
un pacto de no agresión. Así pues, la batalla de Khalkhin
Gol tuvo una importancia determinante en la posterior
decisión de Japón de dirigir sus fuerzas contra las colonias
francesas, holandesas y británicas del sudeste asiático, y
enfrentarse a la marina de los Estados Unidos en el
Pacífico. La negativa de Tokio de atacar a la Unión
Soviética en el invierno de 1941 tendría, pues, una gran
influencia en el drástico giro geopolítico que daría la
guerra, en lo concerniente tanto a Extremo Oriente como
al enfrentamiento a vida o muerte de Hitler con la Unión
Soviética.
La estrategia de Hitler durante los años anteriores al
estallido de la guerra había carecido de consistencia. Unas
veces el Führer había confiado en llegar a una alianza con
Gran Bretaña como paso previo a su objetivo final de atacar
a la Unión Soviética, para luego cambiar de idea y preferir
dejar inefectiva cualquier influencia de ese país en el
continente, lanzando un ataque preventivo contra Francia.
Para proteger su flanco oriental si por fin optaba por atacar
primero por el oeste, Hitler había obligado a su ministro de
asuntos exteriores, Joachim von Ribbentrop, a entrar en
conversaciones con Polonia para proponer una alianza. Los
polacos, perfectamente conscientes del peligro que
suponía cualquier provocación a Stalin, y sospechando
acertadamente que Hitler deseaba convertir su país en un
estado satélite, se mostraron sumamente cautelosos. Pero
el gobierno polaco había cometido un gravísimo error por
puro oportunismo. Cuando Alemania entró en los Sudetes
en 1938, sus fuerzas ocuparon la provincia checoslovaca de
Teschen, que Polonia venía reivindicando desde 1920 por
considerarla étnicamente polaca, y también avanzó su
frontera hasta los Cárpatos. Este movimiento irritó a los
soviéticos y alarmó a los gobiernos británico y francés. El
exceso de confianza de los polacos no hizo sino favorecer
los planes de Hitler. Al final quedó demostrado que la idea
de Polonia de que podía crearse un bloque centroeuropeo
para frenar la expansión de Alemania —la que llamaban una
«Tercera Europa»— no era más que una quimera.
El 8 de marzo de 1939, poco antes de que sus tropas
ocuparan Praga y el resto de Checoslovaquia, Hitler indicó
a sus generales que tenía la intención de aplastar a Polonia.
Sostenía que entonces Alemania podría aprovechar los
recursos polacos y extender su dominio hasta el sur de
Europa central. Había decidido asegurarse el control de
Polonia con la conquista, no con la diplomacia, antes de
lanzar un ataque por el oeste. También les habló de su
intención de acabar con la «democracia judía» de los
Estados Unidos.11
El 23 de marzo, Hitler invadió el distrito lituano de
Memel para anexionarlo a Prusia oriental. Decidió acelerar
su plan de guerra por el temor a un rápido rearme de Gran
Bretaña y Francia. No obstante, seguía sin tomarse en serio
las palabras pronunciadas por Chamberlain el 31 de marzo
en la Cámara de los Comunes, prometiendo su apoyo a
Polonia. El 3 de abril ordenó a sus generales que
planificaran la llamada operación «Caso Blanco», esto es,
un proyecto para invadir Polonia que tenía que estar
preparado a finales de agosto.
Chamberlain, cuyo visceral anticomunismo hacía que
fuera reacio a entenderse con Stalin, sobrestimó la
capacidad de los polacos y no supo crear a tiempo un
bloque defensivo para frenar a Hitler en Europa central y
los Balcanes. De hecho, en sus garantías a Polonia los
británicos excluían implícitamente a la Unión Soviética. El
gobierno de Chamberlain solo comenzó a reaccionar a esta
clara omisión cuando llegaron informes que hablaban de
negociaciones comerciales entre alemanes y soviéticos.
Stalin, que detestaba a los polacos, estaba muy preocupado
porque los gobiernos de Francia y Gran Bretaña no habían
conseguido poner coto a las ambiciones de Hitler. Por otro
lado, el hecho de que no lo hubieran invitado un año antes a
discutir el futuro de Checoslovaquia solo había servido
para aumentar su resentimiento. Además, sospechaba que
los británicos y los franceses solo querían meterlo en un
conflicto con Alemania para no verse ellos obligados a
recurrir a las armas. Como es de suponer, prefería que
fueran los estados capitalistas los que se enzarzaran en una
guerra de desgaste.
El 18 de abril, Stalin puso a prueba a los gobiernos de
Francia y Gran Bretaña, ofreciéndoles una alianza que
contemplaba la prestación de ayuda a cualquier país de
Europa central que se viera amenazado por una fuerza
agresora. Los británicos no sabían qué hacer. En un primer
momento, dejándose llevar por su instinto, tanto lord
Halifax, ministro de exteriores, como sir Alexander
Cadogan, su secretario permanente, consideraron la
démarche soviética una maniobra con fines «malévolos».12
Chamberlain temía que aceptar semejante propuesta solo
iba a servir para provocar a Hitler. De hecho, fue lo que
impulsó a Hitler a llegar a un acuerdo con el dictador
soviético. En cualquier caso, polacos y rumanos recelaban
de ese ofrecimiento. Temían, con razón, que la Unión
Soviética exigiera que el Ejército Rojo pudiera entrar en
sus territorios. Por su parte, los franceses, que desde antes
de la Primera Guerra Mundial ya veían en Rusia su aliado
natural contra Alemania, se mostraron mucho más
receptivos a la idea de una alianza con la Unión Soviética.
Y, dándose cuenta de que debían actuar conjuntamente con
Gran Bretaña, comenzaron a presionar a Londres para que
accediera a entablar negociaciones militares con Moscú.
A Stalin no le sorprendió la vacilante reacción de los
británicos, pues también tenía secretamente en su agenda
un plan de expansión de las fronteras soviéticas por el
oeste. Ya le había echado el ojo a la Besarabia rumana, a
Finlandia, a los estados bálticos y a Polonia oriental,
especialmente a los territorios de Bielorrusia y Ucrania
cedidos a Polonia tras su victoria de 1920. Los británicos,
reconociendo al final la conveniencia de un pacto con la
Unión Soviética, no comenzaron a entablar negociaciones
hasta finales de mayo. Sin embargo, Stalin sospechaba, no
exento de razón, que lo único que quería el gobierno
británico era ganar tiempo.
Al dictador soviético le sorprendió aún menos la
legación militar de franceses y británicos que el 5 de
agosto, a bordo de un lento vapor, partió rumbo a
Leningrado. El general Aimé Doumenc y el almirante sir
Reginald Plunkett-Ernle-Erle-Drax no tenían ningún poder
de decisión. Solo podían informar a París y a Londres. Su
misión, en cualquier caso, estaba condenada al fracaso por
otras razones. Doumenc y Drax se encontraron con un
problema insalvable: la insistencia de Stalin en que las
tropas del Ejército Rojo tuvieran derecho de paso por los
territorios de Polonia y Rumania. Era una exigencia con la
que ninguno de los dos países iba a transigir. Ambos
estados sentían una desconfianza visceral hacia todos los
comunistas, sobre todo a Stalin. El tiempo iba pasando
mientras las estériles negociaciones se prolongaban hasta
la segunda mitad de agosto, pero ni siquiera los franceses,
que querían desesperadamente alcanzar un acuerdo,
consiguieron convencer al gobierno de Polonia de que
cediera en ese punto. El comandante en jefe de las fuerzas
polacas, el mariscal Edward Śmigly-Rydz, dijo que «con
los alemanes corremos el peligro de perder nuestra
libertad, pero con los rusos perderíamos nuestra alma».13
Hitler, airado por la pretensión de británicos y
franceses de incluir a Rumania en un pacto defensivo
contra cualquier futura agresión de Alemania, decidió que
había llegado la hora de considerar seriamente dar un paso
impensable desde el punto de vista ideológico: firmar un
acuerdo con los soviéticos. El 2 de agosto, Ribbentrop
habló por primera vez de la idea de establecer un nuevo tipo
de relación con el representante soviético en Berlín. «No
hay ningún problema, desde el Báltico hasta el mar Negro»,
le dijo, «que no pueda ser resuelto entre nosotros dos».14
Ribbentrop no ocultó los planes alemanes de agredir
Polonia, insinuando que podían dividirse el botín. Al cabo
de dos días, el embajador alemán en Moscú comentó que
su país estaba dispuesto a considerar los estados bálticos
una zona bajo la esfera de influencia soviética. El 14 de
agosto, Ribbentrop planteó la idea de visitar Moscú para
comenzar las negociaciones. Molotov, el nuevo ministro
soviético de asuntos exteriores, expresó su preocupación
por el apoyo alemán a Japón, cuyas fuerzas seguían
combatiendo con el Ejército Rojo a uno y otro lado del
Khalkhin-Gol, poniendo, no obstante, de manifiesto la
predisposición soviética a seguir con las negociaciones,
especialmente en lo tocante a los estados bálticos.
Para Stalin, los beneficios parecían cada vez más
evidentes. En realidad, desde la firma del tratado de
Munich, no había dejado de considerar la posibilidad de
alcanzar un acuerdo con Hitler. En la primavera de 1939 se
dio un paso más en este sentido. El 3 de mayo, tropas del
NKVD rodearon el comisariado de asuntos exteriores.
«Purga a los judíos del ministerio», fue la orden de Stalin.
«Limpia bien la "sinagoga"».15 Maxim Litvinov, el veterano
diplomático soviético, fue sustituido como ministro de
asuntos exteriores por Vyacheslav Molotov, y diversos
judíos fueron detenidos.
Un acuerdo con Hitler permitiría a Stalin ocupar los
estados bálticos y Besarabia, por no hablar de Polonia
oriental si los alemanes invadían este país por el oeste. Y,
como sabía que el siguiente paso de Hitler iba a ser contra
Francia y Gran Bretaña, confiaba en que el poder alemán se
debilitara en lo que esperaba que se convirtiera en una
guerra sangrienta con el oeste capitalista. Ello le daría
tiempo para reconstruir su Ejército Rojo, debilitado y
desmoralizado en aquellos momentos por sus propias
purgas.
Para Hitler, un acuerdo con Stalin iba a permitirle
comenzar su guerra, primero contra Polonia, y luego contra
Francia y Gran Bretaña, incluso sin contar con aliados. El
llamado «Pacto de Acero» firmado con Italia el 22 de mayo
significaba muy poco, pues Mussolini no creía que su país
estuviera preparado para la guerra hasta 1943. Hitler, sin
embargo, seguía apostando por su corazonada de que Gran
Bretaña y Francia se acobardarían y no entrarían en guerra
cuando invadiera Polonia, por mucho que hubieran
garantizado lo contrario.
La propaganda de guerra de la Alemania nazi contra Polonia
se intensificó. Los polacos fueron convertidos en los
causantes de la invasión que estaba germinándose contra su
país. Y Hitler tomó todas las precauciones necesarias para
evitar cualquier tipo de negociación, pues esta vez no
estaba dispuesto a verse privado de una guerra por unas
concesiones acordadas en el último minuto.
Para arrastrar a la opinión pública alemana en aquella
empresa, no dudó en explotar el resentimiento de su pueblo
hacia Polonia por haberse quedado con Prusia occidental y
parte de Silesia tras el detestado acuerdo firmado en
Versalles. La Ciudad Libre de Danzig y el corredor polaco
que separaba Prusia oriental del resto del Reich fueron
utilizados como ejemplos de las injusticias cometidas por
el Tratado de Versalles. Pero el 23 de mayo, Hitler declaró
que la guerra que se avecinaba no era por la Ciudad Libre de
Danzig, sino por un Lebensraum en el este. Los informes
que hablaban de la opresión a la que se veían sometidos los
casi un millón de individuos de origen alemán de Polonia
fueron manipulados burdamente. No es de sorprender que
las constantes amenazas de Hitler a Polonia dieran lugar a
una serie de medidas discriminatorias contra esas personas,
y a finales de agosto unas setenta mil huyeron al Reich. Las
declaraciones de los polacos, acusando a los individuos de
origen alemán de participación en actos subversivos antes
de que estallara la guerra, eran, casi con absoluta seguridad,
falsas. En cualquier caso, la prensa alemana cada vez se
hacía más eco de noticias que hablaban de persecuciones
de las minorías alemanas en Polonia.
El 17 de agosto, durante unas maniobras del ejército
alemán a orillas del Elba, dos capitanes británicos de la
embajada, que habían sido invitados en calidad de
observadores, percibieron que los oficiales alemanes más
jóvenes se mostraban «muy confiados y seguros de que el
Ejército Alemán podía enfrentarse al mundo». 16 Sus
generales y altos funcionarios del ministerio de exteriores,
sin embargo, temían que la invasión de Polonia
desencadenara un conflicto armado en Europa. Hitler
seguía creyendo que los británicos al final no empuñarían
las armas. En cualquier caso, pensaba, la firma inminente
de un pacto con la Unión Soviética acabaría por tranquilizar
a aquellos generales a los que les asustaba la posibilidad de
que se desencadenara una guerra en dos frentes. Pero el 19
de agosto, por si los británicos y los franceses declaraban
la guerra, el Grossadmiral Raeder ordenó que los
acorazados de bolsillo Deutschland y Graf Spee, junto con
dieciséis submarinos, se echaran a la mar y pusieran rumbo
a aguas del Atlántico.17
El 21 de agosto, a las 11:30, el ministro de asuntos
exteriores alemán anunció desde la Wilhelmstrasse que se
había propuesto la firma de un pacto de no agresión nazisoviético. Cuando en el Berghof se recibió la noticia de
que Stalin estaba dispuesto a entablar negociaciones, se
cuenta que Hitler, cerrando el puño en señal de victoria, dio
un golpe en la mesa y exclamó ante los allí presentes: «¡Ya
son míos! ¡Ya son míos!». 18 «En las cafeterías los
alemanes demostraban su alegría, pues pensaban que
aquello significaba la paz», observaría un miembro del
personal de la embajada británica.19 Y el embajador, sir
Nevile Henderson, informó a Londres poco después en los
siguientes términos: «La primera impresión en Berlín fue
de gran alivio... Una vez más, se ha visto reafirmada la fe
del pueblo alemán en la capacidad de Herr Hitler para
alcanzar sus objetivos sin entrar en una guerra».20
La noticia conmocionó a los británicos; pero para los
franceses, que habían depositado muchas más esperanzas
en un pacto con su aliado tradicional, Rusia, fue una
verdadera bomba. Curiosamente, el generalísimo español,
Francisco Franco, y las autoridades japonesas fueron los
que quedaron más sorprendidos. Se sintieron traicionados,
pues nadie les había dicho que el instigador del pacto antiComintern estaba deseando firmar en aquellos momentos
una alianza con Moscú. El gobierno de Tokio se vino abajo
al recibir la noticia, que, sin embargo, suponía un duro
revés para Chiang Kai-shek y los nacionalistas chinos.
El 23 de agosto, Ribbentrop realizó un vuelo histórico
a la capital soviética. Apenas quedaban unas pocas
cuestiones espinosas que aclarar en las negociaciones,
pues los dos regímenes totalitarios se habían dividido
Europa central en un protocolo secreto. Stalin exigió que
se le concediera toda Letonia, a lo que Ribbentrop accedió
tras consultarlo con Hitler por teléfono y recibir su
aprobación. Una vez firmados el pacto público de no
agresión y los protocolos secretos, Stalin propuso un
brindis por Hitler, y le dijo a Ribbentrop que era
perfectamente consciente del «gran amor que siente la
nación alemana por su Führer».
Aquel mismo día, en un último intento por evitar la
guerra, sir Nevile Henderson se había dirigido a
Berchtesgaden con una carta de Chamberlain. Pero Hitler
se limitó simplemente a culpar a los británicos de apoyar a
los polacos en su postura antialemana. Henderson, aunque
era un ferviente partidario de la política de apaciguamiento,
al final se convenció de que «el cabo de la pasada guerra
estaba sumamente ansioso por demostrar lo que era capaz
de hacer en la siguiente en calidad de generalísimo y
conquistador».21 Aquella misma noche, Hitler ordenó que
el ejército se preparara para invadir Polonia tres días
después.
A las 03:00 del 24 de agosto, la embajada británica en
Berlín recibió un telegrama de Londres con una
contraseña: «Raja». Los diplomáticos, algunos de ellos aún
en pijama, empezaron a quemar documentos secretos. A
mediodía, se comunicó a todos los súbditos británicos que
debían abandonar el país. El embajador, aunque apenas
había dormido tras su viaje a Berchtesgaden, jugó una
partida de bridge con miembros de su personal aquella
tarde.
Al día siguiente, Henderson volvió a entrevistarse con
Hitler, que ya había regresado a Berlín. El Führer se
ofreció a firmar un pacto con Gran Bretaña una vez
concluida la invasión de Polonia. Sin embargo, Henderson
lo exasperó cuando respondió que, para alcanzar un
acuerdo, Alemania debía desistir de su política de agresión
y marchar, además, de Checoslovaquia. De nuevo, Hitler
declaró que, si tenía que estallar una guerra, mejor que
fuera entonces y no cuando tuviera cincuenta y cinco o
sesenta años. Aquella noche, para verdadera sorpresa y
consternación de Hitler, fue firmado oficialmente el pacto
anglo-polaco.
En Berlín, los diplomáticos británicos se prepararon
para lo peor. «Habíamos trasladado todo nuestro equipaje
personal al salón de recepciones de la embajada»,
escribiría uno de ellos, «que ya empezaba a parecer la
estación Victoria tras la llegada de un tren procedente de
alguna de las ciudades portuarias».22 Las embajadas y los
consulados de Alemania en Gran Bretaña, Francia y Polonia
recibieron instrucciones exigiendo que se ordenara a todos
los ciudadanos alemanes que regresaran al Reich o se
trasladaran a un país neutral.
El sábado, 26 de agosto, el gobierno alemán canceló
las celebraciones con motivo del XXV aniversario de la
batalla de Tannenberg. Pero, en realidad, aquella ceremonia
había sido utilizada para camuflar una concentración masiva
de tropas en Prusia oriental. El viejo acorazado SchleswigHolstein había llegado a las costas de Danzig el día
anterior, supuestamente en visita de buena voluntad, pero
sin haber informado previamente de ella a las autoridades
polacas. Los depósitos del buque estaban llenos de bombas
con las que los alemanes iban a atacar las posiciones
polacas de la península de Westerplatte junto al estuario
del Vístula.
Aquel fin de semana los habitantes de Berlín
disfrutaban de un tiempo espléndido. En Grünewald, a
orillas del Wannsee, se concentraba un gran número de
nadadores y de personas tumbadas al sol, que parecían
ignorar la amenaza de una guerra, a pesar de que la radio ya
había anunciado la inminente introducción de las cartillas
de racionamiento. En la embajada británica, el personal
empezó a beber las últimas botellas de champagne que
quedaban en la bodega. Se había dado cuenta de que en las
calles había cada vez más soldados, muchos de ellos
calzados con botas nuevas de color amarillento que aún no
habían sido debidamente ennegrecidas con betún.
El inicio de la invasión había sido programado para
aquel día, pero Hitler, ante la resolución de Gran Bretaña y
de Francia de prestar apoyo a Polonia, había decidido la
noche anterior que se aplazara la acción. Seguía esperando
que los británicos dieran señales de vacilación. Sin
embargo, incomprensiblemente, una unidad de los
comandos de Brandenburgo, que no recibió a tiempo la
orden de aplazamiento de la operación, se había adentrado
en territorio polaco para ocupar un puente de importancia
vital.
Hitler, esperando aún poder responsabilizar a los
polacos de la invasión, hizo ver que estaba dispuesto a
entablar negociaciones tanto con Gran Bretaña como con
Francia, y también con Polonia. Y puso en escena una farsa:
no solo se negaba a exponer a las autoridades polacas los
puntos de las posibles conversaciones, sino que advertía
que no estaba dispuesto a recibir a ningún emisario de
Varsovia, fijando, además, un plazo límite, la medianoche
del 30 de agosto. También rechazaba la oferta de mediación
del gobierno de Mussolini. El 28 de agosto, ordenó de
nuevo que el ejército se preparara para comenzar la
invasión el 1 de septiembre por la mañana.
Ribbentrop, mientras tanto, se convirtió en una figura
ilocalizable tanto para el embajador polaco como para el
británico. Esta actitud concordaba con su postura habitual
de mantenerse apartado y observar el desarrollo de los
acontecimientos desde cierta distancia, ignorando a todos
los que lo rodeaban como si no fueran dignos de compartir
sus pensamientos. Al final, accedió a entrevistarse con
Henderson el 30 de agosto, a medianoche, justo cuando
expiraba el plazo para aceptar los términos de una paz que
nunca habían sido comunicados. Según el informe de
Henderson, Ribbentrop «elaboró un extenso documento
que me leyó en voz alta en alemán, o más bien que me
recitó atropelladamente, con un tono de máxima
irritación... Cuando terminó, le pedí, como era de esperar,
que me permitiera verlo. Herr von Ribbentrop se opuso
categóricamente, arrojó el documento sobre la mesa con
gesto de desprecio y dijo que ya había caducado porque no
había llegado a Berlín emisario alguno de Polonia antes de
que dieran las doce de la noche».23 Al día siguiente, Hitler
emitió la Directiva n° 1 para la llamada operación «Caso
Blanco», la invasión de Polonia, cuya puesta en marcha
había venido gestándose durante los últimos cinco meses.
En París, la noticia fue recibida con sombría
resignación, por el recuerdo del más de un millón de
muertos de la anterior guerra. En Gran Bretaña, aunque se
había anunciado la evacuación masiva de niños de la ciudad
de Londres para el i de septiembre, la mayoría de la
población seguía creyendo que todo aquello no era más que
una fanfarronada del líder nazi. Los polacos no pensaban lo
mismo, aunque en Varsovia no se vieran signos de pánico,
solo de determinación.
El último intento nazi de construir un casus belli sería
verdaderamente representativo de sus métodos. Ese acto de
propaganda negra había sido planificado y organizado por el
brazo derecho de Himmler, Reinhard Heydrich. Heydrich
había formado un grupo de élite, seleccionado
cuidadosamente entre los hombres de la SS de su mayor
confianza. Dicho grupo debía simular un ataque contra un
puesto aduanero alemán y contra la emisora de radio de la
localidad fronteriza de Gleiwitz; a continuación tenía que
transmitir un mensaje en polaco. Hombres de la SS se
encargarían de ejecutar a unos cuantos prisioneros del
campo de concentración de Sachsenhausen, previamente
drogados y vestidos con uniformes polacos, cuyos cuerpos
dejarían abandonados como testimonio del ataque. El 31 de
agosto, por la tarde, Heydrich telefoneó al oficial que había
dejado al mando del plan para ordenarle que diera la
contraseña que indicaba la puesta en marcha de la
operación:
«¡Abuela
fallecida!»24
Resulta
escalofriantemente simbólico que las primeras víctimas de
la Segunda Guerra Mundial en Europa fueran prisioneros de
un campo de concentración asesinados para escenificar una
burda farsa.
2
«LA DESTRUCCIÓN
TOTAL DE POLONIA»1
(septiembre-diciembre de
1939)
En las primeras horas del 1 de septiembre de 1939, las
fuerzas alemanas estaban listas para cruzar la frontera
polaca. Para todos sus efectivos, con la excepción de los
veteranos de la Primera Guerra Mundial, iba a ser la
primera experiencia en el campo de batalla. Como
cualquier soldado, la mayoría de esos hombres se
preguntaba en la soledad de la noche cuántas probabilidades
tenían de sobrevivir y si iban a salir indemnes de aquella
empresa. Mientras aguardaban la orden de encender
motores, el comandante de uno de los tanques que se
encontraban en la frontera de Silesia describió el
fantasmagórico paisaje que lo rodeaba en los siguientes
términos: «El bosque en tinieblas, la luna llena y una ligera
neblina conforman un escenario irreal».2
A las 04:45 se dispararon desde el mar, cerca de
Danzig, los primeros obuses. El Schleswig-Hotstein, un
veterano de la batalla de Jutlandia, se había trasladado
durante las últimas horas de la noche previas al alba a una
posición próxima a las costas de la península de
Westerplatte. Abrió fuego contra la fortaleza polaca con su
armamento principal de 280 mm. Una compañía de las
tropas de asalto de la Kriegsmarine, que había permanecido
escondida a bordo del Schleswig-Holstein, lanzó más tarde
un ataque en la costa, pero fue repelida con gran firmeza.
En la ciudad de Danzig, los voluntarios polacos se volcaron
en la defensa de las oficinas centrales de Correos situadas
en Heveliusplatz, pero poco pudieron hacer cuando las
tropas de asalto nazis, la SS y las fuerzas regulares
alemanas comenzaron a ocupar sigilosamente la ciudad.
Casi todos los supervivientes polacos fueron ejecutados
tras la batalla.
Las banderas nazis empezaron a ondear en los
edificios públicos, y las campanas de las iglesias a sonar,
mientras sacerdotes, profesores y maestros y otras figuras
destacadas de la ciudad eran detenidas junto a los judíos.3
En el vecino campo de concentración de Stutthof tuvieron
que acelerarse los trabajos para acomodar a los nuevos
prisioneros que iban llegando. Más tarde, ya en plena
guerra, Stutthof se convertiría en el principal centro de
suministro de cuerpos humanos para los experimentos del
Instituto Médico Anatómico de Danzig en los que se
procesaban cadáveres para la obtención de cuero y jabón.4
La decisión de Hitler de retrasar seis días la invasión
había supuesto para la Wehrmacht la oportunidad de
movilizar y desplegar otras veintiuna divisiones de
infantería y dos divisiones motorizadas más. En aquellos
momentos, el ejército alemán contaba con casi tres
millones de hombres, cuatrocientos mil caballos y
doscientos mil vehículos.5 Un millón y medio de efectivos
había sido trasladado a la frontera con Polonia, muchos de
ellos provistos exclusivamente de cartuchos de fogueo con
el pretexto de que iban a realizar ejercicios de maniobras.
Pero cualquier duda sobre su verdadera misión quedó
disipada cuando recibieron la orden de cargar sus armas
con balas reales.
No se procedió, en cambio, al despliegue de todas las
fuerzas polacas, pues los gobiernos británico y francés
habían advertido a Varsovia de que un llamamiento a las
armas prematuro habría dado a Hitler la excusa perfecta
para lanzar un ataque. Los polacos habían pospuesto la
orden de movilización general al 28 de agosto, pero luego,
al día siguiente, volvieron a cancelarla cuando los
embajadores de Francia y Gran Bretaña les instaron a
contener la acción en la esperanza de que, en el último
minuto, fructificaran las negociaciones diplomáticas. Al
final, la orden fue dada el 30 de agosto. Pero tantos
cambios habían dado lugar a una situación de verdadero
caos. Solo alrededor de un tercio de las tropas de
vanguardia polacas se encontraban en su puesto el 1 de
septiembre.
Su única esperanza era resistir hasta que los franceses
lanzaran en el oeste la ofensiva prometida. El general
Maurice Gamelin, el comandante en jefe francés, les había
garantizado el 19 de mayo que dicha ofensiva tendría lugar
con «el grueso de sus fuerzas»6 como máximo quince días
después de que su gobierno ordenara la movilización. Pero
los tiempos, al igual que la geografía, no favorecieron a los
polacos. Los alemanes no tardarían en alcanzar el corazón
de su país desde Prusia oriental por el norte, Pomerania y
Silesia por el oeste y la Eslovaquia bajo control nazi por el
sur. Desconocedor del protocolo secreto del pacto
Molotov-Ribbentrop, el gobierno polaco no puso empeño
en establecer una férrea defensa en la frontera oriental. La
idea de una doble invasión coordinada conjuntamente por
los gobiernos nazi y soviético seguía pareciendo una
paradoja política demasiado lejana.
A las 04:50 del 1 de septiembre, mientras esperaban
recibir la orden de ataque, las tropas alemanas pudieron oír
el rugido de los motores de los aparatos aéreos que se
acercaban por la retaguardia. Y cuando la nube de aviones
Stuka, Messerschmitt y Heinkel pasaba por encima de sus
cabezas, los soldados del Reich comenzaron a proferir
gritos de júbilo, sabedores de que la Luftwaffe se dirigía
hacia los aeródromos polacos para llevar a cabo un ataque
preventivo. Sus oficiales les habían informado de que los
polacos responderían con tácticas engañosas, utilizando
francotiradores civiles y prácticas de sabotaje.7 Se decía
que los judíos polacos eran «amigos de los bolcheviques y
germanófobos».8
El plan de la Wehrmacht consistía en invadir Polonia
simultáneamente desde el norte, desde el oeste y desde el
sur. Su avance debía ser «rápido e implacable», 9 utilizando
tanto columnas blindadas como aviones de la Luftwaffe
para coger por sorpresa a los polacos antes de que estos
pudieran establecer unas líneas defensivas adecuadas. Las
formaciones del Grupo de Ejércitos Norte atacarían desde
Pomerania y Prusia oriental. Su prioridad sería enlazar en
el corredor de Danzig y avanzar hacia Varsovia en dirección
sudeste. El Grupo de Ejércitos Sur, a las órdenes del
coronel general Gerd von Rundstedt, tenía que avanzar
rápidamente desde el sur de Silesia hacia Varsovia
formando un gran frente. El objetivo era que los dos grupos
de ejércitos cortaran el paso al grueso de las fuerzas
polacas que se encontraban al oeste del Vístula. El X
Ejército, situado en el centro de aquella hoz en el sur,
disponía del mayor número de formaciones motorizadas.
Por su derecha, el XIV Ejército avanzaría hacia Cracovia,
mientras tres divisiones de montaña, una división panzer,
una división motorizada y tres divisiones eslovacas
atacaban hacia el norte desde Eslovaquia, estado títere de
los alemanes.
En el centro de Berlín, la mañana de la invasión,
formaciones de guardias de la SS ocupaban a
Wilhelmstrasse y la Pariser Platz mientras Hitler se dirigía
desde la cancillería del Reich hasta la Ópera de Kroll,
donde el Reichstag celebraba sus sesiones tras el famoso
incendio de su sede. El Führer manifestó que sus
razonables peticiones a Polonia, aquellas que con tanta
cautela había evitado exponer al gobierno de Varsovia,
habían sido rechazadas. Ese «plan de paz de dieciséis
puntos» fue publicado aquel mismo día en un cínico intento
de demostrar que las autoridades polacas eran las únicas
responsables del conflicto. Para júbilo de todos los
presentes, anunció la recuperación de Danzig para el
Reich.10 El diplomático suizo Carl-Jakob Burckhardt, alto
comisionado de la Sociedad de Naciones para esta ciudad,
fue obligado a abandonarla de inmediato.
En Londres, una vez aclaradas ciertas dudas referentes
al modo en que se había desarrollado la invasión,
Chamberlain dio la orden de movilización general. Hacía
diez días que Gran Bretaña había dado los primeros pasos
con el fin de prepararse para la guerra. Chamberlain no
había querido ordenar una movilización total por miedo a
que ello provocara, como ocurrió en 1914, una reacción en
cadena en Europa. Las defensas antiaéreas y las de las
costas habían sido su principal prioridad. En cuanto se tuvo
noticia de la invasión alemana, su postura dio un giro de
ciento ochenta grados. En aquellos momentos nadie podía
creer que las declaraciones de Hitler habían sido simples
faroles. En el país y en la Cámara de los Comunes los
ánimos estaban mucho más exacerbados que un año atrás,
cuando la crisis de Munich. No obstante, el Gabinete y el
Foreign Office tardaron casi todo el día en redactar un
ultimátum dirigido a Hitler exigiendo que retirara sus
tropas de Polonia. Pero cuando ya estuvo terminado, el
documento en cuestión distaba mucho de parecer un
verdadero ultimátum, pues en él no se fijaba plazo alguno
para cumplir con lo requerido.
Al día siguiente de recibirse en el consejo de
ministros francés un informe de Robert Coulondre desde
Berlín, Daladier dio la orden de movilización general. «La
palabra guerra, propiamente dicha, no será pronunciada en
el curso de este Consejo», dijo uno de los asistentes al
mismo.11 Se hizo referencia a la guerra solo con
eufemismos. También se dictaron instrucciones para
proceder a la evacuación de niños en ambas capitales.
Todos suponían que las hostilidades comenzarían con
numerosas incursiones aéreas de los bombarderos
alemanes. Aquella misma noche se impuso un apagón
eléctrico general.
En París las noticias de la invasión habían provocado
una gran conmoción, pues durante los últimos días habían
aumentado las esperanzas de que pudiera evitarse el
estallido de un conflicto bélico en Europa. Georges
Bonnet, ministro de exteriores y el más firme partidario
del apaciguamiento, culpaba a los polacos por su «estúpida
y obstinada actitud».12 Continuaba queriendo recurrir a
Mussolini para que actuara como mediador con el fin de
llegar a otro acuerdo como el de Munich. Pero la
mobilisation genérale siguió adelante, con trenes llenos
de reservistas partiendo de la Gare de l'Est de París rumbo
a Metz y a Estrasburgo.
Como cabía esperar, en el gobierno polaco de
Varsovia se empezaba a temer que los Aliados volvieran a
tener miedo de enfrentarse a Hitler. Incluso algunos
políticos de Londres sospecharon, por la imprecisión de la
nota emitida y por la ausencia en ella de un plazo
determinado de tiempo, que Chamberlain quisiera intentar
rehuir su compromiso con Polonia. Pero lo cierto es que
Gran Bretaña y Francia estaban siguiendo las vías
diplomáticas convencionales, como si con ello estuvieran
marcando las diferencias con los partidarios de una
Blitzkrieg no declarada.
En Berlín, la noche del 1 de septiembre seguía siendo
atípicamente densa y calurosa. La luz de la luna iluminaba
las calles oscuras de la capital del Reich que en aquellos
momentos sufría un apagón eléctrico general por temor a
posibles incursiones aéreas de los polacos. También se
impuso otro tipo de apagón. Goebbels decretó una ley en
virtud de la cual quedaba terminantemente prohibido
escuchar emisiones radiofónicas extranjeras. Ribbentrop
se negó a recibir la visita conjunta de los embajadores
británico y francés, de modo que a las 21:20 Henderson
entregó la carta exigiendo la retirada inmediata de las
fuerzas alemanas que habían entrado en Polonia. Media
hora después Coulondre entregaba la versión francesa de
esta petición. Hitler, tal vez incitado por la poca
contundencia de dichas misivas, seguía estando convencido
de que, en el último momento, los gobiernos de ambos
emisarios se echarían atrás.
Al día siguiente, antes de trasladarse al hotel Adlon,
situado a la vuelta de la esquina, el personal de la embajada
británica se despidió de los alemanes que estaban a su
servicio. Dio la impresión de que las capitales de las tres
naciones entraban en una especie de limbo diplomático. En
Londres volvió a pensarse en una nueva posibilidad de
apaciguamiento, pero el retraso se debía a una petición del
gobierno francés, pues este necesitaba más tiempo para
movilizar a sus reservistas y proceder a la evacuación de
civiles. Los dos gobiernos estaban convencidos de la
necesidad de una actuación conjunta, pero Georges Bonnet
y sus aliados seguían esforzándose por posponer el funesto
momento. Por desgracia, Daladier, cuya falta de resolución
era notoria, permitía que Bonnet siguiera alentando la idea
de celebrar una conferencia internacional con el gobierno
fascista de Roma. Bonnet se puso en comunicación
telefónica con Londres para solicitar el apoyo inglés, pero
tanto lord Halifax, ministro de exteriores británico, como
Chamberlain, hicieron hincapié en que no había nada de qué
hablar mientras las tropas alemanas siguieran en territorio
polaco. Más tarde, Halifax también se puso en
comunicación telefónica con Ciano para despejar cualquier
posible duda en este sentido.
La frustración por no haber conseguido fijar un plazo
en el impreciso ultimátum había provocado una crisis de
gobierno en Londres a última hora de aquella tarde.
Chamberlain y Halifax explicaron que era necesario actuar
codo con codo con los franceses, lo que significaba que de
estos dependía la decisión final. Pero los escépticos, con
el respaldo de los jefes del estado mayor que se
encontraban presentes, rechazaron esta lógica. Su temor
era que, sin una iniciativa firme por parte de Gran Bretaña,
los franceses no dieran ningún paso. Había que fijar un
plazo de tiempo. Chamberlain estaba aún más
conmocionado por la manera en la que había sido recibido
en la Cámara de los Comunes hacía apenas tres horas. Los
argumentos que había esgrimido para justificar su tardanza
en declarar la guerra fueron escuchados con un silencio
hostil. Luego, cuando Arthur Greenwood, actuando como
líder del Partido Laborista, se levantó para responderle,
pudo oírse gritar incluso a algunos de los conservadores
más acérrimos, «¡Habla en nombre de Inglaterra!»
Greenwood dejó bien claro que Chamberlain tenía que dar
una respuesta a la Cámara a la mañana siguiente.
Aquella noche, mientras en Londres resonaban con
furia los truenos de una fuerte tormenta, Chamberlain y
Halifax se reunieron con el embajador francés, Charles
Corbin, en Downing Street. Se pusieron en comunicación
telefónica con París para hablar con Daladier y Bonnet. El
gobierno galo seguía insistiendo en que no se le pusiera
prisa, aunque Daladier ya hubiera recibido hacía unas pocas
horas el apoyo unánime de la Chambre des Députés para
entrar en guerra. (Sin embargo, la palabra «guerra»
propiamente dicha seguía evitándose supersticiosamente en
los círculos oficiales franceses. En su lugar se habían
utilizado durante los debates en el Palais Bourbon
eufemismos como las «obligations de la situation
Internationale».) Como Chamberlain, llegado este punto,
ya estaba plenamente convencido de que su gobierno iba a
caer al día siguiente si no se presentaba un ultimátum
rotundo, Daladier acabó por aceptar que la respuesta firme
de su país no podía ser objeto de más dilaciones. Dio su
promesa de que Francia también presentaría su ultimátum
al día siguiente. A continuación, Chamberlain reunió a los
miembros del Gabinete británico. Poco antes de la
medianoche quedó redactado y aprobado el ultimátum
definitivo. Sería presentado en Berlín al día siguiente, a las
09:00, por sir Nevile Henderson, y expiraría dos horas
después.
La mañana del domingo, 3 de septiembre, sir Nevile
Henderson cumplió al pie de la letra las instrucciones que
había recibido. Hitler, al que Ribbentrop había asegurado
una y otra vez que los británicos se echarían atrás en el
último momento, quedó petrificado. Cuando terminaron de
leerle el texto del ultimátum, se produjo un largo silencio.
Finalmente, el Führer, dirigiendo su mirada a Ribbentrop,
preguntó furioso: «¿Y ahora qué?»13 Ribbentrop, un tipo
arrogante y afectado, cuya propia suegra no había dudado en
describirle como «un tonto extremadamente peligroso»,14
llevaba tiempo garantizándole a Hitler que sabía
perfectamente cómo iban a reaccionar los británicos. En
aquellos momentos acababa de quedarse sin respuesta.
Cuando más tarde Coulondre entregó el ultimátum francés,
Göring, dirigiéndose al intérprete de Hitler, comentó:
«¡Que el cielo se apiade de nosotros si perdemos esta
guerra!».
Tras la tormenta de la noche anterior, Londres
amaneció con el cielo sereno y despejado. No había
llegado respuesta alguna de Berlín al ultimátum cuando el
Big Ben repicó once veces. Desde Berlín, Henderson
confirmó telefónicamente que tampoco tenía noticias. Uno
de los secretarios a su servicio detuvo el reloj de la
embajada cuando este marcaba las once, y en la tapa de
cristal que cubría su esfera pegó un papel en el que se decía
que el aparato no volvería a funcionar hasta que Hitler
hubiera sido derrotado.
A las 11:15, Chamberlain se dirigió por radio a la
nación desde la sala de reuniones del gabinete en el n°10
de Downing Street. En todo el país, hombres y mujeres se
pusieron en pie cuando al finalizar la transmisión sonó el
himno nacional. A muchos se les saltaron las lágrimas. El
primer ministro había hablado con sencillez y elocuencia,
pero gran parte de la población destacaría cuan triste y
cansado había parecido el tono de su voz. En cuanto
terminó de pronunciar su brevísimo discurso, saltaron las
sirenas que anunciaban la inminencia de un ataque aéreo. En
tropel, hombres y mujeres de todas las edades y condición
se dirigieron a sótanos y refugios, esperando que el cielo
se cubriera con la llegada de enjambres de aviones negros.
Pero se trataba de una falsa alarma, y no tardó en oírse la
señal de «todo despejado». Una reacción muy británica y
generalizada fue poner a calentar agua en una caldera para
preparar el té. Y en numerosísimos casos, sin embargo, la
reacción distó mucho de ser flemática, como demuestra un
informe de la organización Mass Observation. «De casi
todas las poblaciones de cierta importancia se dijo que
durante los primeros días de la guerra habían sido
bombardeadas hasta quedar en ruinas», comunicaba el
documento. «Centenares de individuos habían visto aviones
precipitándose en llamas».15
A los soldados que cruzaban la ciudad en los camiones
de tres toneladas del ejército se les podía oír entonar It's a
long way to Tipperary, canción que, a pesar de su alegre
música, recordaba a la gente los horrores de la Primera
Guerra Mundial. Londres estaba poniendo en marcha su
aparato de guerra. En Hyde Park, enfrente del cuartel de
Knightsbridge, las excavadoras a vapor comenzaron a
remover toneladas de tierra con las que habrían de
rellenarse los sacos que serían utilizados para proteger
edificios gubernamentales. La Guardia Real del palacio de
Buckingham había cambiado sus gorros de piel de oso y sus
casacas rojas por otra indumentaria. En aquellos momentos
llevaban cascos metálicos, trajes de faena y bayonetas
afiladas. Por todo Londres se veía cómo flotaban los
globos de barrera plateados que cambiaban por completo el
paisaje de la ciudad. En los característicos buzones de
correos de color rojo había parches de pintura amarilla
capaz de detectar gases venenosos. En las ventanas se
habían pegado tiras de papel adhesivo para minimizar el
peligro de las posibles roturas de cristales. La población de
la ciudad también cambió, con muchos más uniformes y
numerosos civiles que llevaban sus máscaras antigás en
cajas de cartón. Las estaciones ferroviarias se llenaron de
niños evacuados que llevaban colgadas de la ropa etiquetas
de identificación con su nombre y dirección, y muñecas de
trapo y ositos de peluche entre los brazos. Por la noche,
debido a la orden de apagón general, todo resultaba
completamente irreconocible. Solo unos pocos se
aventuraban a transitar muy cautelosamente con sus
vehículos con los faros medio tapados. Muchos se
limitaban simplemente a quedarse en casa a escuchar la
BBC por la radio con las cortinas corridas.16
Australia y Nueva Zelanda también declararon la
guerra a Alemania aquel mismo día. El gobierno británico
de la India hizo lo mismo, pero sin consultarlo con ningún
líder indio. Sudáfrica la declaró tres días más tarde,
después de un cambio de gobierno, y Canadá entró
oficialmente en guerra al cabo de una semana. Esa noche el
crucero británico Athenia fue hundido por el submarino
alemán U-30. De las ciento doce personas que perecieron
en el incidente, veintiocho eran de origen
norteamericano.17 Uno de los asuntos examinados a lo
largo de aquel día fue la decisión de Chamberlain,
escasamente entusiasta, de hacer entrar en el gobierno al
hombre que más crítico se había mostrado con él. El
regreso de Churchill al Almirantazgo hizo que el Primer
Lord del Mar comunicara a todos los buques de la Marina
Real: «¡Winston ha vuelto!».
En Berlín hubo muy pocas celebraciones cuando se dio la
noticia de que Gran Bretaña había declarado la guerra. Casi
todos los alemanes quedaron perplejos y abatidos. Habían
confiado en la extraordinaria racha de suerte de su Führer,
pensando que esta también le permitiría obtener una
victoria rotunda sobre Polonia sin que se desencadenara
ningún conflicto en Europa. Además, a pesar de todos los
intentos de prevaricación de Bonnet, el plazo que daba el
ultimátum francés (cuyo texto seguía evitando la palabra
maldita, «guerra») expiraba a las 17:00 horas. Aunque la
postura predominante en Francia era reconocer con
resignación que «il faut en finir» —«hay que acabar con
ello»—, parecía que la izquierda antimilitarista coincidía
con los derrotistas de derechas en no querer «morir por
Danzig». Y lo que resultaba más alarmante: algunos
oficiales franceses empezaban a convencerse de que los
británicos los habían empujado a la guerra. «Es para
ponernos ante el hecho consumado», escribió el general
Paul de Villelume, oficial de enlace en jefe con el
gobierno, «pues los ingleses tienen miedo de que nos
volvamos blandos».18 Nueve meses más tarde ejercería una
nefasta influencia derrotista en el siguiente primer
ministro de Francia, Paul Reynaud.
No obstante, la noticia de la doble declaración de
guerra produjo escenas de gran júbilo en las calles de
Varsovia. Desconocedora de las reticencias francesas, una
multitud de entusiasmados polacos se congregó frente a las
embajadas de los dos países. Los himnos nacionales de los
tres aliados sonaban constantemente por la radio. El
optimismo desmesurado convenció a muchos polacos de
que la prometida ofensiva francesa iba a cambiar
rápidamente el curso de la guerra a su favor.
En otras zonas del país se produjeron, sin embargo,
escenas mucho menos emotivas. Algunos polacos se
volvieron contra sus vecinos de origen alemán para
vengarse de la invasión. En medio del pánico, la rabia y el
caos provocados por aquella guerra repentina, la población
de origen alemán fue víctima de agresiones en diversas
localidades. En Bydgoszcz (Bromberg en alemán), el 3 de
septiembre, una serie de tiroteos efectuados de manera
aleatoria en las calles de la ciudad contra ciudadanos
polacos desencadenó una matanza en la que perdieron la
vida doscientas veintitrés personas de origen germano,
aunque la historia oficial alemana eleva esta cifra a mil.19
El número total de individuos de origen alemán asesinados
en Polonia varía según los cálculos, pues unos hablan de
dos mil y otros incluso de trece mil, pero lo más probable
es que fueran alrededor de seis mil. Más tarde, Goebbels
elevaría la cifra a cincuenta y ocho mil, en su intento por
justificar el programa alemán de limpieza racial
emprendido contra los polacos.
Aquel primer día de guerra en Europa, el IV Ejército
alemán que lanzaba un ataque desde Pomerania consiguió
por fin asegurar el corredor de Danzig en el punto en que
este más se ensanchaba. Prusia oriental quedó anexionada
al resto del Reich. Varios elementos de la avanzadilla del
IV Ejército también ocuparon una cabeza de puente en el
bajo Vístula.
El III Ejército, en su avance desde Prusia oriental,
marchó hacia el sureste, en dirección al río Narew, con la
intención de rodear Modlin y Varsovia. El Grupo de
Ejércitos Sur, por su parte, obligó a los ejércitos de Łódź y
de Cracovia a emprender la retirada, provocando un gran
número de bajas. La Luftwaffe, tras haber acabado con el
grueso de las fuerzas aéreas polacas, comenzó a
concentrarse en apoyar a sus tropas de tierra y a destruir
ciudades tras las líneas polacas con el fin de bloquear las
comunicaciones.
Los soldados alemanes no tardaron en expresar una
mezcla de horror y desdén por el estado de miseria que
presentaban las aldeas polacas por las que iban pasando. En
muchas de ellas parecía que no había ningún polaco, solo
judíos. Las describieron como lugares «terriblemente
sucios y culturalmente muy atrasados».20 El sentimiento de
desprecio de los soldados alemanes aumentó aún más
cuando vieron a «judíos orientales» con largas barbas y
vestidos con caftanes. Su aspecto físico, su «mirada
huidiza»21 y la manera «zalamera»22 con la que «se quitaban
respetuosamente el sombrero»23 parecían encajar mucho
mejor con las caricaturas de la propaganda nazi del
semanario Der Stürmer,24 obsesivamente antisemita, que
con los habitantes de origen judío perfectamente
integrados en la sociedad alemana que habían conocido en
el Reich. «Cualquiera que todavía no fuera un antisemita
radical», escribió un Gefreiter (cabo), «lo sería después de
ver esto».25 Los reclutas alemanes, no ya solo los
miembros de la SS, comenzaron a disfrutar maltratando a
los judíos, propinándoles palizas, cortando las barbas de los
ancianos, humillando, e incluso violando, a las mujeres
jóvenes (a pesar de las leyes de Nuremberg que prohibían
cualquier tipo de contacto sexual con judíos) y prendiendo
fuego a las sinagogas.
Lo que sobre todo recordaban los soldados eran las
advertencias que habían recibido acerca del peligro de
posibles sabotajes y de los disparos a traición de los
francotiradores. Cuando se oía un disparo aislado, solía
sospecharse de cualquier judío que anduviera por allí,
aunque fuera mucho más probable que se tratara de un
ataque de partisanos polacos. Al parecer, se produjeron
diversas matanzas después de que algún centinela, asustado,
abriera fuego, y se unieran al tiroteo el resto de sus
compañeros, llegando a veces a matarse unos a otros. Los
oficiales estaban sumamente preocupados por la falta de
rigor a la hora de abrir fuego, pero daba la impresión de que
eran incapaces de detener lo que denominaban una
Freischärlerpsychose26 esto es, un miedo obsesivo a
recibir un disparo de algún civil armado. (A veces lo
llamaban una Heckenschützenpsychose, esto es, la
obsesión de que alguien disparara contra ellos oculto tras
un seto.) Pero fueron pocos los oficiales que intervinieron
para detener los horribles actos de represalia que más tarde
se produjeron. Los soldados alemanes comenzarían a lanzar
granadas en los sótanos de las casas, que eran los lugares
en los que solían refugiarse las familias, no los partisanos.
En su opinión, semejantes prácticas no eran crímenes de
guerra, sino actos de legítima defensa.
La continua obsesión del ejército alemán con los
francotiradores dio lugar a un patrón sistemático de
ejecuciones sumarísimas y de quema de pueblos y aldeas.
Muy pocas unidades quisieron perder tiempo con
procedimientos legales. En su opinión, los polacos y los
judíos simplemente no merecían un trato tan exquisito.
Algunas formaciones destacaron más que otras en la
ejecución y el asesinato de civiles. Según parece, la guardia
personal armada del Führer, la SS Leibstandarte Adolf
Hitler, fue la peor. Sin embargo, en su mayoría las
matanzas fueron llevadas a cabo en la retaguardia por
Einsatzgruppen de la SS, por la Policía de Seguridad y por
la milicia del Volksdeutscher Selbstschutz (Autodefensa
del Pueblo Alemán), cuya sed de venganza era insaciable.
Las fuentes alemanas dicen que en el curso de los
cinco días de campaña fueron ejecutados más de dieciséis
mil civiles.27 La cifra real probablemente sea muy superior,
pues rondó los sesenta y cinco mil a finales de año. Unos
diez mil polacos y judíos fueron asesinados por las
milicias germanas en unas canteras cerca de Mniszek, y
otros ocho mil en un bosque próximo a Karlshof.28
También se prendió fuego a casas, y a veces a aldeas
enteras, a modo de represalia colectiva. En total, fueron
más de quinientos los pueblos y aldeas arrasados. En
algunos lugares, la línea del avance alemán quedaba
marcada por la noche por un resplandor rojizo en el
horizonte provocado por las aldeas y las granjas en llamas.
Los judíos, al igual que los polacos, no tardaron en
buscar escondites en los que refugiarse cuando llegaban las
tropas alemanas. Esta circunstancia aumentaba el
nerviosismo de los soldados, pues estaban convencidos de
que no solo eran observados desde las ventanas de los
sótanos y los tragaluces, sino que también les apuntaban
armas que no podían ver. A veces, da la impresión de que
muchos soldados quisieran destruir lo que consideraban
unas aldeas insalubres y hostiles para que la infección que a
su juicio estas suponían no lograra expandirse a la vecina
Alemania. Sin embargo, esta idea no impidió que se
dedicaran al saqueo en cuanto tenían la oportunidad: dinero,
ropa, joyas, alimentos, sábanas y mantas. Y en lo que cabría
calificar de una confusión más de causa y efecto: el odio
que encontraban a medida que avanzaban parecía en cierto
sentido justificar la propia invasión.
Aunque a menudo combatiera con desesperación y evidente
bravura y arrojo, el ejército polaco tenía dos graves
carencias: un armamento obsoleto y, sobre todo, falta de
aparatos de radio. La retirada de una formación no podía
ser comunicada a las que se encontraban a sus flancos, con
unas consecuencias desastrosas. El mariscal Śmigły-Rydz,
su comandante en jefe, ya se había convencido de que la
guerra estaba perdida. Incluso si los franceses lanzaban al
final la ofensiva prometida, esta llegaría demasiado tarde.
El 4 de septiembre, Hitler, cada vez más seguro de su
triunfo, dijo a Goebbels que no temía un ataque por el
oeste. Pronosticaba allí una Kartoffelkrieg,29 una «guerra
de la patata» estacionaria.
La antigua ciudad universitaria de Cracovia fue
ocupada el 6 de septiembre por el XIV Ejército, y el Grupo
de Ejércitos Sur de Rundstedt seguía implacablemente su
avance mientras los defensores de Polonia huían en
retirada. Pero al cabo de tres días, al alto mando del
ejército —el OKH, esto es, el Oberkommando des Heeres
— empezó a preocuparle la posibilidad de que los ejércitos
polacos trataran de evitar la operación de envolvimiento
planeada al oeste del Vístula. Dos cuerpos del Grupo de
Ejércitos Norte recibieron, pues, la orden de avanzar más
hacia el este, si era necesario hasta la línea del Bug, o más
allá de este río, para atrapar al enemigo en una segunda
línea.
Cerca de Danzig, los heroicos polacos encargados de
la defensa de las posiciones de Westerplatte, tras quedarse
sin municiones, se vieron obligados a deponer las armas el
7 de septiembre después de sufrir los constantes ataques de
los bombarderos Stuka y de las baterías del SchleswigHolstein. El viejo acorazado puso a continuación rumbo al
norte para participar en el ataque al puerto de Gdynia, que
cayó el 19 de septiembre.
En Polonia central, la resistencia había ido
endureciéndose a medida que los alemanes se aproximaban
a la capital. Una columna de la 4.ª División Panzer llegó a
las inmediaciones de la ciudad el 10 de septiembre, pero
fue obligada a emprender una veloz retirada. La firme
determinación de los polacos de pelear ferozmente por
Varsovia se puso en evidencia con la concentración en la
margen derecha del Vístula de su artillería, dispuesta a abrir
fuego contra su propia ciudad. El 11 de septiembre, la
Unión Soviética retiró a su embajador y a su personal
diplomático de Varsovia, pero los polacos seguían
ignorando la puñalada trapera que les preparaban por el
este.
En otros lugares, las operaciones de envolvimiento de
tropas polacas llevadas a cabo por los alemanes con la
ayuda de sus fuerzas mecanizadas ya habían comenzado a
producir cantidades ingentes de prisioneros. El 16 de
septiembre, los alemanes empezaron una gran batalla de
envolvimiento a unos ochenta kilómetros al este de
Varsovia, después de atrapar a dos ejércitos polacos en la
confluencia del río Bzura con el Vístula. Con los ataques
de la Luftwaffe allí donde se concentraban las tropas se
logró acabar con la férrea resistencia que ofrecían los
polacos. Fueron hechos prisioneros unos ciento veinte mil
hombres. Ante el poderío de los impecables aviones
Messerschmitt, poco pudo hacer la valiente fuerza aérea
polaca con sus apenas ciento cincuenta y nueve P-11, unos
aparatos obsoletos que, más que cazas, parecían
Lysanders.*
Pronto se esfumaron las pocas esperanzas que abrigaban
los polacos de ser salvados por una ofensiva aliada en el
oeste. El general Gamelin, con el apoyo del primer
ministro francés, Daladier, se negó a dar ningún paso hasta
que se hubiera desplegado la Fuerza Expedicionaria
Británica y se hubieran movilizado a todos sus reservistas.
También dijo que Francia necesitaba adquirir equipamiento
militar de Estados Unidos. En cualquier caso, la doctrina
militar francesa era fundamentalmente defensiva. Gamelin,
a pesar de su promesa a los polacos, quiso desentenderse
de la posibilidad de llevar a cabo una gran ofensiva,
convencido de que superar la barrera formada por el valle
del Rin y la línea defensiva alemana del Muro del Oeste era
una hazaña impracticable.
Los británicos apenas mostraron mayor agresividad en
su postura. El nombre que daban al Muro del Oeste era
«línea Sigfrido», en la que, según una jocosa y célebre
canción de los tiempos de la «guerra extraña», querían
colgar su colada. Los británicos consideraban que el
tiempo estaba de su parte, con la curiosa lógica de que la
mejor estrategia era el bloqueo de Alemania, estratagema
muy poco efectiva, pues era evidente que la Unión
Soviética habría podido ayudar a Hitler a conseguir todo lo
necesario para su industria de guerra.
Muchos británicos sentían vergüenza por la falta de
agresividad demostrada a la hora de ayudar a los polacos.
La RAF comenzó a sobrevolar territorio alemán, lanzando
panfletos de propaganda, lo que suscitó numerosos
comentarios en tono jocoso que hablaban del «Mein
Pamf»30 y de una «guerra de confeti». Una incursión aérea
de los bombarderos británicos contra la base naval alemana
de Wilhelmshaven efectuada el 4 de septiembre había
resultado humillantemente inefectiva. Grupos de
avanzadilla de la BEF, esto es, la Fuerza Expedicionaria
Británica, desembarcaron en Francia aquel mismo día, y a
lo largo de las cinco semanas siguientes un total de ciento
cincuenta y ocho mil efectivos cruzaría el canal. Pero hasta
diciembre no se produciría enfrentamiento alguno con las
fuerzas alemanas.
Lo único que hicieron prácticamente los franceses fue
avanzar unos pocos kilómetros en territorio alemán,
llegando a las inmediaciones de Saarbrücken. En un
principio, los alemanes temieron que se produjera un gran
ataque. Con el grueso de su ejército en Polonia, Hitler
estaba especialmente preocupado, pero la naturaleza tan
limitada de aquella ofensiva puso de manifiesto que se
trataba simplemente de un mero gesto simbólico. El OKW
(Oberkommando der Wehrmacht, esto es, Alto Mando de
la Wehrmacht) no tardó en recuperar la calma. No había
necesidad de proceder al traslado de tropas. Los franceses
y los británicos habían fracasado vergonzosamente en el
cumplimiento de sus obligaciones, sobre todo si se tenía
en cuenta que en el mes de julio los polacos ya les habían
entregado sus réplicas de la máquina de cifrado alemana
Enigma.
El 17 de septiembre, el martirio de Polonia quedó
sellado cuando las fuerzas soviéticas cruzaron su frontera
oriental en virtud del protocolo secreto firmado en Moscú
hacía apenas un mes. A los alemanes les sorprendió que no
lo hubieran hecho antes, pero Stalin había considerado que,
si atacaba demasiado pronto, los Aliados occidentales
probablemente se habrían visto en la obligación de declarar
la guerra también a la Unión Soviética. Los rusos
afirmaban, con lo que tal vez deberíamos calificar de
cinismo predecible, que las provocaciones de Polonia les
habían obligado a intervenir con el fin de proteger a las
minorías bielorrusas y ucranianas. Además, el Kremlin
sostenía que la Unión Soviética ya no tenía que responder
al tratado de no agresión firmado con Polonia porque el
gobierno de Varsovia había dejado de existir. En efecto, el
gobierno polaco había abandonado Varsovia aquella misma
mañana, pero simplemente para huir de allí antes de caer
presa de las fuerzas soviéticas. Sus ministros tuvieron que
dirigirse a toda prisa a la frontera rumana, antes de que el
camino quedara cortado por las unidades del Ejército Rojo
que avanzaban desde Kamenets Podolsk, en el suroeste de
Ucrania.
El embotellamiento de vehículos militares y de
automóviles civiles que se produjo en los puestos
fronterizos fue inmenso, pero al final aquella noche se
permitió el paso de los polacos derrotados. Antes de entrar
en Rumania, casi todos cogieron un puñado de tierra o una
piedra de su país. Muchos lloraban. Algunos optaron por
acabar con su vida. El pueblo rumano se mostró
comprensivo con los exiliados, pero su gobierno estaba
presionado por los alemanes, que exigía la repatriación de
los polacos. Los sobornos salvaron a la mayoría de ellos de
la detención y el internamiento, siempre y cuando el oficial
al mando no fuera un adepto del movimiento fascista
«Guardia de Hierro». Algunos lograron escapar en
pequeños grupos. Otros grupos más grandes, organizados
por las autoridades polacas en Bucarest, partieron en barco
de Constanza y otros puertos del mar Negro rumbo a
Francia. Varios huyeron por Hungría, Yugoslavia y Grecia,
y unos pocos, que toparían con muchas más dificultades, se
dirigieron a los estados bálticos para luego pasar a
Suecia.31
Siguiendo instrucciones de Hitler, el OKW emitió
inmediatamente una orden dirigida a las formaciones
alemanas presentes al otro lado del Bug para que se
prepararan para abandonar la zona. El acuerdo de estrecha
colaboración entre Berlín y Moscú garantizaba que la
retirada de los alemanes de la zona concedida a la Unión
Soviética en virtud del protocolo secreto estaría
coordinada con el avance de las formaciones del Ejército
Rojo.
El primer contacto entre las fuerzas de los dos países
de aquella efímera alianza tuvo lugar al norte de BrestLitovsk (la Brześć de los polacos). Y el 22 de septiembre,
la gran fortaleza de esta ciudad fue entregada al Ejército
Rojo con un ceremonioso desfile. Para desgracia de los
oficiales soviéticos vinculados con este episodio, aquel
contacto con oficiales alemanes los convertiría más tarde
en objetivo principal de las detenciones efectuadas por el
NKVD de Beria.
La resistencia polaca siguió activa; sus formaciones,
rodeadas, seguían intentando abrirse paso, y elementos
aislados de su ejército crearon grupos irregulares para
combatir en las zonas menos accesibles de los bosques, los
pantanos y las montañas. Las carreteras que conducían al
este estaban atascadas por el gran número de refugiados
que, con carros, vehículos maltrechos e incluso bicicletas,
trataba de escapar de las atrocidades de la guerra. «El
enemigo llegaba siempre por aire», escribió un joven
soldado polaco, «e incluso cuando volaba muy bajo, seguía
estando fuera del alcance de nuestros anticuados Mauser.
El espectáculo de la guerra no tardó en volverse monótono;
día tras día, veíamos las mismas escenas: civiles que
corrían para protegerse de las incursiones aéreas, convoyes
dispersados, camiones y carros en llamas. El olor que se
percibía en la carretera también era siempre el mismo. Era
el olor que desprendían los caballos muertos que nadie se
había preocupado de enterrar, un olor pestilente. Solo nos
movíamos de noche, y aprendimos a dormir mientras
marchábamos. Estaba prohibido fumar por temor a que la
luz de un cigarrillo hiciera caer sobre nosotros a la
todopoderosa Luftwaffe».32
Mientras tanto, Varsovia seguía siendo el bastión
principal de la resistencia polaca. Hitler deseaba
impacientemente que la capital de Polonia fuera sometida,
por lo que la Luftwaffe comenzó a realizar una serie de
bombardeos intensivos sobre la ciudad. En el aire encontró
muy poca oposición, y la capital polaca carecía de unas
defensas antiaéreas efectivas. El 20 de septiembre, los
alemanes se lanzaron sobre Varsovia y Modlin con
seiscientos veinte aviones. Y al día siguiente, Göring
ordenó que la Luftflotte 1 y la Luftflotte 4 organizaran
diversos ataques masivos. Los bombardeos se sucedieron
con gran intensidad —la Luftwaffe no dudó en utilizar
aviones de transporte Junker 52 para lanzar bombas
incendiarias— hasta que Varsovia se rindió el 1 de octubre.
El hedor que desprendían los cadáveres enterrados bajo los
escombros y los cuerpos abotagados de los caballos
inundaba las calles de la ciudad. Unos veinticinco mil
civiles y alrededor de seis mil soldados perecieron en el
curso de esas incursiones aéreas.
El 28 de septiembre, mientras Varsovia sufría los
ataques de la aviación alemana, Ribbentrop voló de nuevo a
Moscú para firmar un «tratado de amistad y de delimitación
de las fronteras» adicional con Stalin en el que se
contemplaban diversas alteraciones en la línea de
demarcación. En virtud de dicho tratado, la Unión Soviética
se quedaba con prácticamente toda Lituania, a cambio de
aumentar ligeramente la extensión de territorio polaco de
ocupación alemana. Los individuos de origen alemán que se
encontraran en el territorio ocupado por los soviéticos
serían trasladados a la zona nazi. El régimen de Stalin
también entregaba a las autoridades del Reich un número
considerable de comunistas alemanes y de oponentes
políticos. A continuación, ambos gobiernos hicieron un
llamamiento a la paz en Europa puesto que la «cuestión
polaca» había quedado resuelta.
No cabe duda de quién ganó más con los dos acuerdos
del pacto nazi-soviético. Alemania, amenazada con un
bloqueo naval por los británicos, ya podía obtener lo que
necesitara para seguir con la guerra. Aparte de todo lo que
suministraba la Unión Soviética, como, por ejemplo, grano,
petróleo y manganeso, el gobierno de Stalin también podía
actuar de conducto de otros productos, especialmente
caucho, que Alemania no podía comprar en otros países.
Coincidiendo con las conversaciones en Moscú, los
soviéticos empezaron a ejercer presión sobre los estados
bálticos. El 28 de septiembre impusieron a Estonia un
tratado de «ayuda mutua». A continuación, durante las dos
semanas siguientes, Letonia y Lituania fueron obligadas a
firmar un acuerdo similar. Por mucho que Stalin hubiera
garantizado personalmente que su soberanía iba a ser
respetada, lo cierto es que estos tres estados fueron
anexionados a la Unión Soviética a comienzos del verano
siguiente, y el NKVD procedió a la deportación de unos
veinticinco mil elementos considerados «indeseables».33
Aunque habían aceptado que Stalin se adueñara de los
estados bálticos e incluso de Besarabia, hasta entonces
región de Rumania, a los nazis les parecía no solo una
provocación, sino una amenaza en toda regla, las
pretensiones del líder soviético de controlar la costa del
mar Negro y la desembocadura del Danubio, que se
encontraba muy cerca de los yacimientos petrolíferos de
Ploesti.
Siguieron produciéndose acciones aisladas de la
resistencia polaca hasta bien entrado el mes de octubre,
pero con un número de fracasos impactante. Las pérdidas
sufridas por las fuerzas armadas polacas que combatían a
los alemanes fueron ingentes. Se calcula que murieron
setenta mil hombres, que ciento treinta y tres mil
resultaron heridos y que unos setecientos mil fueron
hechos prisioneros. Los alemanes tuvieron alrededor de
cuarenta y cuatro mil cuatrocientas bajas, de las cuales unas
once mil fueron mortales. La reducida fuerza aérea polaca
había sido aniquilada, pero la pérdida de quinientos sesenta
aviones de la Luftwaffe durante la campaña puede
calificarse de sorprendentemente cuantiosa. Los cálculos
disponibles de las bajas provocadas por la invasión
soviética son escalofriantes. Indican que en el Ejército
Rojo hubo novecientos noventa y seis muertos y dos mil
dos heridos, y que perdieron la vida cincuenta mil polacos,
sin precisar ninguna cifra relativa al número de sus heridos.
Semejante disparidad probablemente solo encuentre una
explicación en las ejecuciones que se llevaron a cabo, y es
muy posible que en dichos cálculos se hubieran computado
las víctimas de las matanzas perpetradas en la primavera
siguiente, incluida la del bosque de Katyn.34
Hitler no dio inmediatamente por muerto y enterrado
al estado polaco. Esperaba que en octubre los británicos y
los franceses se avinieran a llegar a un acuerdo. El hecho
de que los aliados no hubieran lanzado ninguna ofensiva en
el oeste para ayudar a los polacos le indujo a creer que los
británicos y, especialmente, los franceses no querían
seguir con la guerra. El 5 de octubre, tras presenciar un
desfile triunfal en Varsovia acompañado del general de
división Erwin Rommel, el Führer pronunció unas palabras
ante un grupo de periodistas extranjeros. «Caballeros»,
dijo. «Han podido contemplar las ruinas de Varsovia. Que
estas sirvan de advertencia a los estadistas de Londres y
París que aún piensan seguir con la guerra».35 Al día
siguiente, anunció en el Reichstag una «propuesta de paz».
Pero al final, cuando dicha propuesta fue rechazada por los
dos gobiernos aliados, y se hizo evidente que la Unión
Soviética tenía la firme determinación de erradicar de su
zona cualquier forma de manifestación de la identidad
polaca, Hitler decidió destruir completamente Polonia.
Bajo la ocupación alemana, se procedió a la partición
de Polonia, que quedó dividida del siguiente modo: por una
parte, los territorios del centro y el suroeste del país
administrados por el Generalgouvernement, o Gobierno
General, y por otra, las regiones que debían ser
anexionadas al Reich (Prusia occidental-Danzig y Prusia
oriental en el norte, la del Varta en el oeste y la Alta Silesia
en el sur). Con un programa intensivo de limpieza étnica se
empezó a vaciar estas últimas regiones «germanizadas».
Tenían que ser colonizadas por Volksdeutsche de los
estados bálticos, Rumania y otros lugares de los Balcanes.
Las ciudades polacas fueron rebautizadas. Poznan pasó a
ser Posen, capital del Gau del Varta. Łódź recibió el
nombre de Litzmannstadt, en honor de un general alemán
asesinado en las inmediaciones de esta localidad durante la
Primera Guerra Mundial.
La iglesia católica de Polonia, símbolo del
patriotismo del país, fue perseguida implacablemente,
sufriendo la detención y la deportación de muchos de sus
sacerdotes. En un intento de eliminar la cultura polaca y
destruir cualquier futuro liderazgo, se procedió al cierre de
escuelas y universidades. Únicamente iba a permitirse
impartir las enseñanzas más básicas; las enseñanzas que
solo podían satisfacer las necesidades de una clase servil.
Los profesores y el personal de la Universidad de Cracovia
fueron deportados en noviembre al campo de
concentración de Sachsenhausen. Los prisioneros políticos
polacos fueron enviados a un antiguo cuartel de caballería
en Oświęcim, que recibió el nombre de Auschwitz.
Los oficiales del Partido Nazi comenzaron la
selección del gran número de polacos que enviarían a
Alemania como mano de obra esclava, así como la de las
mujeres jóvenes que serían utilizadas como criadas. Hitler
comunicó al comandante en jefe del ejército, el general
Walther von Brauchitsch, que querían «esclavos baratos» y
limpiar de «chusma» el territorio alemán.36 Los niños
rubios que respondían a los ideales arios fueron enviados a
Alemania para ser adoptados. Sin embargo, Albert Förster,
Gauleiter de Prusia occidental-Danzig, provocó la ira de
los puristas nazis cuando permitió una reclasificación
masiva de polacos como individuos de etnia alemana. Por
humillante y ofensiva que pudiera resultar, lo cierto es que
aquella reconsideración de sus orígenes supuso para esos
polacos la única manera de evitar la deportación y la
pérdida de sus hogares. Los varones, sin embargo, no
tardarían en verse obligados a engrosar las filas de la
Wehrmacht.
El 4 de octubre Hitler decretó una amnistía general
para los soldados que habían matado a prisioneros y civiles.
Sus actos fueron atribuidos al «resentimiento provocado
por las atrocidades cometidas por los polacos». Muchos
oficiales sentían disgusto por lo que consideraban un
relajamiento de la disciplina militar. «Hemos visto y
presenciado escenas espeluznantes en las que los soldados
alemanes se dedican a saquear e incendiar las casas, a
asesinar y a robar sin pensar en lo que hacen», decía en una
carta el jefe de un batallón de artillería. «Hombres adultos
que, sin ser conscientes de sus actos ni preocuparse de lo
que hacen, contravienen las leyes y normas establecidas y
pisotean el honor del soldado alemán».37
El teniente general Johannes Blaskowitz, comandante
en jefe del VIII Ejército, protestó vehementemente por la
matanza de civiles llevada a cabo por la SS y sus auxiliares,
la Sicherheitspolizei (Policía de Seguridad) y el
Volksdeutscher Selbstschutz . Hitler, al escuchar su
informe, gritó hecho una furia, «no puede dirigirse una
guerra utilizando los criterios del Ejército de Salvación».38
Todas las demás objeciones que planteó el ejército
recibieron por respuesta comentarios igualmente
mordaces. No obstante, eran muchos los oficiales
alemanes que seguían creyendo que Polonia no merecía
existir. Prácticamente ninguno se opuso a la invasión
aduciendo razones morales. Como miembros del
Freikorps, tras la Primera Guerra Mundial, algunos de los
más veteranos habían participado en sangrientas
escaramuzas y duros enfrentamientos fronterizos con los
polacos, especialmente en la zona de Silesia.
La campaña polaca y los sucesos posteriores se
convirtieron, por varias razones, en un ensayo de la
subsiguiente Rassenkrieg (guerra de razas) de Hitler
contra la Unión Soviética. Unos cuarenta y cinco mil
individuos, entre polacos y judíos, murieron a manos de
soldados regulares de las fuerzas alemanas. Los
Einsatzgruppen de la SS ejecutaron con sus
ametralladoras a los internos de los sanatorios mentales.
Bajo el nombre secreto de «Operación Tannenberg», se
ordenó colocar uno de estos Einsatzgruppen en la
retaguardia de cada uno de los ejércitos, con el objetivo de
capturar, e incluso asesinar, a aristócratas, jueces,
periodistas prominentes, profesores y cualquier otro
individuo que en un futuro pudiera crear una forma de
liderazgo para el movimiento de resistencia polaco. El 19
de septiembre, Heydrich informó con bastante claridad al
general Franz Halder de que iba a llevarse a cabo «una
limpieza: judíos, intelectuales, sacerdotes y aristócratas».39
Al principio, aquellos actos de terror se realizaron de una
manera caótica, sobre todo los emprendidos por las
milicias formadas por elementos de la minoría de origen
germano, pero a finales de año comenzaron a ser más
coherentes y a estar mejor dirigidos.
Aunque Hitler nunca mostró vacilación alguna en su
odio a los judíos, el genocidio industrial que comenzó en
1942 no siempre había formado parte de sus planes. Se
regocijaba en su obsesivo antisemitismo, y estableció la
doctrina nazi de que había que «limpiar» Europa de
cualquier influencia judía. Pero antes de la guerra sus
planes no contemplaban llevar a cabo una sangrienta
aniquilación. Se concentraban en crear una opresión
insostenible que obligara a los judíos a emigrar.
La política nazi de la «cuestión judía» no había sido
siempre la misma. De hecho, el término «política» puede
inducir a error cuando se considera el desorden
institucional que reinaba en el Tercer Reich. La actitud
desdeñosa de Hitler ante todo lo relacionado con la
administración permitió una proliferación extraordinaria de
departamentos y ministerios en clara competencia. Esas
rivalidades, especialmente las existentes entre los
Gauleiter, la SS, los oficiales del Partido Nazi y el
ejército, dieron lugar a una sorprendente y ruinosa falta de
cohesión que se contradecía a todas luces con la imagen de
implacabilidad y eficacia del régimen. Simplemente por oír
un comentario casual del Führer, o por un intento de
adelantarse a sus deseos, los que competían por
congraciarse con él no dudarían en poner en marcha los
programas que creyeran convenientes, sin consultar con las
demás organizaciones interesadas.
El 21 de septiembre de 1939, Reinhard Heydrich
emitió una orden que establecía las «medidas preliminares»
para abordar la cuestión de los judíos de Polonia, cuyo
número —3,5 millones antes de la invasión— representaba
el 10 por ciento de la población, el porcentaje más alto de
Europa. En la zona soviética había alrededor de un millón y
medio, cifra que se vio aumentada por unos trescientos
cincuenta mil judíos que habían huido al este ante el avance
de las tropas alemanas. Heydrich ordenó que los que se
encontraran en territorio alemán tenían que ser
concentrados en grandes ciudades con buenos enlaces
ferroviarios. Se preveía un movimiento masivo de
población. El 30 de octubre, Himmler dio instrucciones
para que todos los judíos del Gau del Varta fueran
trasladados inmediatamente a los territorios administrados
por el Generalgouvernement. Sus casas debían ser
entregadas a colonos Volksdeutsche , que nunca habían
vivido dentro de las fronteras del Reich, y de cuyo alemán
solía decirse que resultaba incomprensible.
Hans Frank, el matón nazi corrupto y despótico que
desde el castillo real de Cracovia movía los hilos del
Gobierno General en su propio beneficio, se puso hecho
una furia cuando fue informado de que tenía que prepararse
para la llegada de varios cientos de miles de judíos y
polacos desplazados. No se había previsto plan alguno para
alojar y alimentar a las víctimas de aquella migración
forzosa, y nadie había pensado qué hacer con todas ellas.
En teoría, los judíos que estuvieran en buenas condiciones
físicas debían ser utilizados como mano de obra esclava.
Los demás serían confinados temporalmente en los guetos
de las grandes ciudades hasta que pudieran ser realojados.
En muchos casos, a los judíos encerrados en guetos sin
dinero y sin apenas alimentos, se les dejó morir de hambre
y de enfermedad. Aunque todavía no se tratara de un
programa de exterminio, lo cierto es que aquellas medidas
fueron un paso importante en esa dirección. Y como las
dificultades que planteaba el realojo de judíos en una
«colonia» todavía por determinar fueron muchas más de las
imaginadas, comenzó a considerarse seriamente la idea de
que acabar con ellos tal vez fuera más fácil que trasladarlos
de un lugar a otro.
Si bien los saqueos, las ejecuciones, los asesinatos y el
caos hacían que la vida fuera atroz en los territorios
ocupados por los nazis, en el lado soviético de la nueva
frontera interior la situación no resultaba mucho más
agradable para los polacos.
El odio que sentía Stalin por Polonia se remontaba a la
guerra polaco-soviética y a la derrota sufrida por el
Ejército Rojo en la batalla de Varsovia de 1920, el llamado
«Milagro en el Vístula» por los polacos. Stalin había sido
objeto de duras críticas por su implicación en una acción
de consecuencias funestas, a saber, la falta de apoyo del
Primer Ejército de Caballería a las fuerzas del mariscal M.
N. Tukhachevsky, al que en 1937 mandó ejecutar con
acusaciones falsas en lo que sería el comienzo de su purga
del Ejército Rojo. En los años treinta, en sus denuncias por
espionaje, el NKVD encontraría un chivo expiatorio en el
gran número de polacos que vivía en la Unión Soviética, en
su mayoría comunistas.
Nikolai Yezhov, jefe del NKVD durante el Gran
Terror, se obsesionó imaginando conspiraciones polacas.
En el NKVD se llevó a cabo una purga de polacos, los
cuales, en virtud de la Orden 00485 del 11 de agosto de
1937, fueron definidos implícitamente como enemigos del
estado.40 Cuando, tras los primeros veinte días de
detenciones, torturas y ejecuciones, Yezhov presentó su
informe, Stalin alabó el trabajo realizado: «¡Muy bien!
Sigue buscando y limpiando en este montón de basura
polaca. Elimínala por el bien de la Unión Soviética».41 En
la campaña contra los polacos que se puso en marcha en
tiempos del Gran Terror fueron detenidos por espionaje
ciento cuarenta y tres mil ochocientos diez individuos, y se
ejecutaron a ciento once mil noventa y uno. La probabilidad
de que un polaco fuera ejecutado durante este período
multiplicaba por cuarenta la de cualquier otro ciudadano
soviético.
En virtud del Tratado de Riga de 1921, que había
puesto fin a la guerra polaco-soviética, la victoriosa
Polonia se había anexionado algunos territorios del oeste
de Bielorrusia y de Ucrania, territorios que luego colonizó
con muchos de los legionarios del mariscal Józef
Pilsudski. Pero tras la invasión del Ejército Rojo en el
otoño de 1939, más de cinco millones de polacos se
encontraron bajo la dominación soviética, que por
definición consideraba contrarrevolucionaria cualquier
forma de patriotismo polaco. El NKVD procedió a la
detención de ciento nueve mil cuatrocientas personas, la
mayoría de las cuales fueron enviadas al gulag; ocho mil
quinientas trece fueron ejecutadas. Las autoridades
soviéticas actuaron con más saña contra todos los que
pudieran desempeñar algún papel en la preservación del
nacionalismo polaco, como, por ejemplo, terratenientes,
juristas, maestros, sacerdotes, periodistas, oficiales y
funcionarios. Fue una política deliberada de guerra de
clases y decapitación nacional. Polonia oriental, ocupada
por el Ejército Rojo, debía ser dividida y anexionada a la
Unión Soviética, convirtiéndose la región del norte en
parte de Bielorrusia, y la del sur en parte de Ucrania.
Las deportaciones en masa a Siberia o a Asia central
comenzaron el 10 de febrero de 1940. Los regimientos de
fusileros del NKVD se encargaron de la custodia de ciento
treinta y nueve mil setecientos noventa y cuatro polacos a
unas temperaturas inferiores a los —30°. A gritos y a
golpes de culata en las puertas de sus casas se
«comunicaba» su nuevo destino a las familias que habían
sido seleccionadas para la primera expedición. Los
hombres del Ejército Rojo y de las milicias ucranianas, a
las órdenes de un oficial del NKVD, irrumpían en sus
domicilios, apuntando con sus armas y profiriendo
amenazas. Se daba la vuelta a los colchones y se
inspeccionaban los armarios en busca, decían, de armas
ocultas. «Sois de la élite polaca», dijo el oficial del NKVD
a la familia Adamczyk. «Sois amos y señores polacos. Sois
enemigos del pueblo».42 Una de las fórmulas más
habituales del NKVD era: «El que ha sido polaco, es
siempre un kulak».43
A las familias apenas se les daba tiempo para
prepararse para el horrible viaje, viéndose obligadas a
abandonar sin más sus casas y sus granjas. En su mayoría,
quedaban paralizadas ante aquella perspectiva. Los varones,
ya fueran adultos o niños, eran obligados a arrodillarse de
cara a la pared, mientras las mujeres de la casa recogían a
toda prisa algunas de sus pertenencias, como, por ejemplo,
una máquina de coser para ganar algo de dinero allí donde
los enviaran,44 cacharros de cocina, ropa de cama,
fotografías familiares, una muñeca de trapo y libros de
texto. Algunos soldados soviéticos se avergonzaban
claramente de este tipo de misiones y, musitando, pedían
perdón. Unas pocas familias fueron autorizadas a ordeñar
su vaca antes de partir o a matar alguna gallina o un lechón
que les sirviera de alimento durante el viaje de tres
semanas en un vagón de ganado que les aguardaba.45 Tenían
que dejar atrás todas sus otras pertenencias. Había
comenzado la diáspora polaca.
3
DE LA «EXTRAÑA
GUERRA» A LA
«BLITZKRIEG»
(septiembre de 1939-marzo de
1940)
Cuando se hizo evidente que no iba a producirse
inmediatamente la llegada de bombarderos en masa para
arrasar Londres y París, comenzó a recuperarse la
normalidad en estas ciudades. En palabras de una famosa
cronista londinense, la guerra tenía «un carácter
curiosamente sonámbulo».1 Aparte del riesgo que se corría
de chocar contra una farola, el principal peligro que había
durante los apagones generales era que te atropellara un
automóvil. En Londres, durante los últimos cuatro meses
de 1939, más de dos mil peatones perdieron la vida en
accidentes de tráfico. La oscuridad total animaba a algunas
parejas jóvenes a tener relaciones sexuales de pie en las
entradas de las tiendas, deporte que no tardaría en
convertirse en uno de los temas favoritos de los chistes
que se contaban en los cabarets.2 Poco a poco, los cines y
teatros volvieron a abrir sus puertas. En Londres, los pubs
se llenaban de gente. En París, los cafés y restaurantes
estaban abarrotados de clientes, y Maurice Chevalier
cantaba el hit del momento, Paris sera toujours Paris.
Casi todos se habían olvidado de Polonia.
Mientras que por tierra y por aire la guerra
languidecía, por mar se intensificaba. Para los británicos,
había comenzado con una tragedia. El 10 de septiembre, el
submarino Tritón de la Marina Real hundió a otro
submarino inglés, el Oxley, pensando que se trataba de una
nave enemiga.3 El 14 de septiembre fue hundido el primer
submarino alemán por los destructores que escoltaban al
portaaviones británico Ark Royal. Pero el 17 de ese mismo
mes, el submarino U-39 consiguió hundir al obsoleto
portaaviones Courageous de la Marina Real. Apenas un
mes después, los británicos sufrieron un golpe mucho más
duro cuando el submarino alemán U-47 penetró las
defensas de Scapa Flow, en las islas Oreadas, y hundió al
acorazado Royal Oak. Aquel desastre supuso un auténtico
varapalo para la confianza de Gran Bretaña en su poderío
naval.
Mientras tanto, los dos acorazados de bolsillo
alemanes que navegaban por el Atlántico, el Deutschland y
el Admiral Graf Spee, habían recibido autorización para
empezar la guerra lo antes posible. Pero el 3 de octubre la
Kriegsmarine cometió un gravísimo error cuando el
Deutschland capturó un buque mercante de los Estados
Unidos como botín de guerra. Después de la brutal invasión
de Polonia, este episodio no hizo más que contribuir a que
la opinión pública norteamericana comenzara a mostrarse
contraria a la Ley de Neutralidad, que prohibía la venta de
armas a los beligerantes, y favorable a los Aliados, que
necesitaban comprarlas.
El 6 de octubre Hitler anunció en el Reichstag su
propuesta de paz a Gran Bretaña y Francia, dando por hecho
que ambas naciones aceptarían la ocupación alemana de
Polonia y Checoslovaquia. Al día siguiente, sin esperar
siquiera una respuesta, inició las conversaciones con los
comandantes en jefe de su ejército y el general de artillería
Halder para la preparación de una ofensiva en el oeste. El
OKH, esto es, el alto mando alemán, recibió la orden de
esbozar un plan, el llamado «Caso Amarillo», para lanzar un
ataque al cabo de cinco semanas. Pero los argumentos de
sus altos oficiales sobre las dificultades que entrañaban un
nuevo despliegue de tropas y la organización de los
suministros, y lo avanzado que estaba el año para
emprender una acción de tal envergadura, exasperaron al
Führer. Probablemente el 10 de octubre también se
sulfurara cuando por Berlín comenzó a correr
insistentemente el rumor de que los británicos se avenían a
los términos de la paz. Las celebraciones espontáneas tanto
en los mercados como en las Gasthäuser de la capital
acabaron en una profunda decepción cuando la
esperadísima alocución de Hitler por la radio dejó bien
claro que esos rumores no eran más que una quimérica
ilusión. Goebbels estaba hecho una furia, sobre todo por la
falta de entusiasmo por la guerra que todas aquellas
demostraciones de júbilo habían puesto de manifiesto.
El 5 de noviembre, Hitler aceptó entrevistarse con el
Generaloberst von Brauchitsch, comandante en jefe del
ejército. Brauchitsch, al que otros altos oficiales habían
pedido que se mantuviera firme en su postura de posponer
la invasión, aconsejó a Hitler que no subestimara a los
franceses. Debido a la falta de municiones y
equipamientos, el ejército necesitaba más tiempo para
estar preparado. Hitler lo interrumpió para expresar su
desprecio por los franceses. Entonces Brauchitsch intentó
explicar que el ejército alemán había dejado patente su falta
de disciplina y de preparación durante la campaña de
Polonia. Hitler explotó, instándole a que justificara sus
palabras con ejemplos. Brauchitsch, sumamente
desconcertado y aturdido, fue incapaz de recordar ni un
solo caso. Hitler despidió a su comandante en jefe —que
marchó de allí tembloroso y humillado— no sin antes
comentar con tono amenazador que conocía muy bien cuál
era «el espíritu de Zossen [el cuartel general del OKH] y
que estaba firmemente determinado a acabar con él».4
El Generaloberst Franz Halder, jefe de estado mayor
del ejército, que había jugado con la idea de dar un golpe
militar para derrocar a Hitler, comenzó a temer entonces
que aquel comentario de Hitler no era más que una clara
indicación de que la Gestapo estaba al corriente de sus
planes. Destruyó todo lo que pudiera incriminarle. Halder,
cuyo aspecto más bien recordaba el de un profesor alemán
decimonónico, con su pelo cortado a cepillo y sus
quevedos, sufriría en sus carnes la impaciencia de Hitler
con el conservadurismo del estado mayor.
Stalin, durante este período, no había perdido el tiempo, y
había sacado el máximo provecho de los acuerdos
Molotov-Ribbentrop.
Inmediatamente
después
de
concluirse la ocupación soviética de Polonia oriental, el
Kremlin había comenzado a imponer tratados de «ayuda
mutua» a los estados bálticos. Y el 5 de octubre se solicitó
al gobierno finlandés el envío de una legación a Moscú.
Una semana más tarde, Stalin presentó a dicha legación una
lista de peticiones en lo que era el borrador de un nuevo
tratado. Estas demandas incluían el arriendo a la Unión
Soviética de la península de Hangö, la cesión a la Unión
Soviética de varias islas del golfo de Finlandia además de
una parte de la península de Rybachy próxima a Murmansk
y el puerto de Petsamo. En otro punto se insistía en que la
línea fronteriza que marcaba el istmo de Carelia por
encima de Leningrado fuera trasladada treinta y cinco
kilómetros más al norte. A cambio, los finlandeses
recibirían una parte prácticamente deshabitada de la Carelia
septentrional soviética.5
Las negociaciones en Moscú se prolongaron hasta el
13 de noviembre, sin alcanzarse acuerdo alguno. Stalin,
convencido de que los finlandeses carecían del apoyo
internacional y de la voluntad de luchar, decidió invadir el
país. Para ello buscó un pretexto muy poco convincente, a
saber, la existencia de un «gobierno en el exilio» —en
realidad, un gobierno títere— integrado por un puñado de
comunistas finlandeses que solicitaban la colaboración
fraternal de la Unión Soviética. Las fuerzas rusas
provocaron un incidente fronterizo cerca de Mainila, en
Carelia. Los finlandeses pidieron ayuda a Alemania, pero el
gobierno nazi se negó a prestarla y aconsejó que cedieran.
El 29 de noviembre la Unión Soviética rompió las
relaciones diplomáticas con Finlandia. Al día siguiente,
tropas del distrito militar de Leningrado se lanzaron sobre
diversas posiciones finesas, y los bombarderos del Ejército
Rojo atacaron Helsinki. Había estallado la Guerra de
Invierno. Los líderes soviéticos pensaron que aquella
campaña iba a ser un paseo militar, como lo había sido la
invasión de Polonia oriental. Voroshilov pretendía que
estuviera concluida a tiempo para las celebraciones del
sexagésimo aniversario de Stalin el 21 de diciembre.
Dmitri Shostakovich recibió la orden de componer una
pieza especial para la conmemoración del evento.
En Finlandia, el mariscal Cari Gustav Mannerheim,
antiguo oficial de la Guardia de Caballeros de Su Majestad
el Zar, y héroe de la guerra de independencia contra los
bolcheviques, aceptó de nuevo el cargo de comandante en
jefe del ejército. Las fuerzas finlandesas, con apenas ciento
cincuenta mil hombres, muchos de los cuales eran
reservistas y adolescentes, tenían que enfrentarse a un
Ejército Rojo con más de un millón de efectivos. Sus
defensas al otro lado del istmo de Carelia, en el suroeste
del lago Ladoga, llamadas línea Mannerheim, estaban
formadas principalmente de trincheras, búnkeres
construidos con troncos de árboles y unos cuantos puestos
fortificados de hormigón. A su favor, los bosques y los
pequeños lagos canalizaban cualquier línea de avance hacia
los campos que estratégicamente habían sembrado de
minas.
A pesar de la ayuda de la artillería pesada, el VII
Ejército soviético sufrió un desagradable y duro golpe. Sus
divisiones de infantería fueron recibidas cerca de la
frontera por grupos de soldados destacados y
francotiradores finlandeses que les obligaron a aminorar el
paso. Como no disponían de detectores de minas y no
habían recibido órdenes perentorias de seguir marchando
sin demora, los comandantes soviéticos se limitaron a
hacer avanzar a sus hombres por los campos de minas
cubiertos de nieve que se extendían frente a la línea
Mannerheim. Para los soldados del Ejército Rojo, a los que
se les había dicho que los finlandeses iban a recibirlos
como hermanos y liberadores de los capitalistas opresores,
la realidad de los combates comenzó a minar su moral
cuando se vieron obligados a marchar por los campos
cubiertos de nieve para alcanzar el bosque de abedules que
ocultaba una parte de la línea Mannerheim. Con sus
ametralladoras, los finlandeses, maestros en el camuflaje
de invierno, los hicieron caer como moscas.
En el extremo septentrional de Finlandia, las tropas
soviéticas atacaron desde Murmansk la zona minera y el
puerto de Petsamo, pero más al sur su intento de alcanzar
el golfo de Botnia, avanzando desde el este y cruzando el
centro de Finlandia, acabó en un desastre espectacular.
Stalin, asombrado de que los finlandeses no hubieran
presentado inmediatamente la rendición, ordenó a
Voroshilov que se les aplastara con la superioridad
numérica de las fuerzas soviéticas. Los comandantes del
Ejército Rojo, aterrorizados por las purgas y atados de pies
y manos por la rígida ortodoxia militar imperante, solo
podían enviar a más hombres a la muerte. Con unas
temperaturas de 40° bajo cero, los soldados soviéticos
carecían del equipamiento y de la preparación para una
guerra de invierno como aquella. Mientras intentaban
abrirse paso entre la espesa nieve, el color marrón de sus
abrigos contrastaba marcadamente con el blanco
inmaculado del paisaje. En medio de los lagos helados y
los bosques del centro y el norte de Finlandia, las columnas
soviéticas no tenían más remedio que tomar las pocas
carreteras que se abrían en las florestas, donde, a modo de
emboscada, sufrían ataques relámpago de las tropas de
montaña finesas provistas de esquís y subfusiles, así como
de granadas y cuchillos de caza con los que rematar a sus
víctimas.
Los finlandeses adoptaron lo que denominaban táctica
«taladora», que consistía en escindir las columnas
enemigas en varias partes, y luego cortarles todas las vías
de suministro para que murieran de hambre. Sus tropas de
montaña aparecían silenciosamente entre la niebla helada,
lanzaban granadas o bombas incendiarias contra la artillería
y los tanques soviéticos, y desaparecían con la misma
rapidez con la que habían llegado. Era una forma de guerra
de guerrillas para la que el Ejército Rojo no estaba
preparado. Los finlandeses prendieron fuego a sus granjas,
a sus establos y a sus graneros para impedir que las
columnas soviéticas encontraran un lugar en el que
cobijarse a medida que avanzaban. Minaron las carreteras y
colocaron trampas explosivas. Los que caían heridos en el
curso de un ataque morían congelados rápidamente. Los
soldados rusos comenzaron a llamar a las tropas de
montaña camufladas finlandesas belya smert, «muerte
blanca». La 163.ª División de Fusileros fue rodeada cerca
de Suomussalmi; a continuación, la 44.ª División de
Fusileros, que avanzaba en su ayuda, quedó seccionada tras
una serie de ataques, y sus hombres también cayeron
víctimas de aquellos fantasmas blancos que aparecían y se
esfumaban entre los árboles.
«A lo largo de cuatro millas», escribía la periodista
americana Virginia Cowles tras visitar más tarde el campo
de batalla, «la carretera y los bosques aparecían sembrados
de cadáveres de hombres y caballos; y de tanques averiados,
cocinas de campaña, camiones, armones, mapas, libros y
prendas de vestir. Los cuerpos inertes y helados como
madera petrificada tenían el color de la caoba. Algunos
cadáveres estaban apilados unos sobre otros como un
montón de basura, cubiertos únicamente por una
misericordiosa capa de nieve; otros se encontraban
recostados en los árboles en posturas grotescas, como
guiñapos. Todos se habían congelado en la misma posición
en la que habían caído o se habían acurrucado. Vi a uno
presionando con las manos una herida en el estómago; a
otro tratando de desabrocharse el cuello del abrigo».6
Una suerte similar corrió la 122.ª División de
Fusileros que avanzaba hacia el suroeste desde la península
de Kola en dirección a Kemijärvi, donde fue sorprendida y
aniquilada por las fuerzas del general K. M. Wallenius.
«¡Qué extraños eran los cadáveres que yacían en esta
carretera!», escribió el primer periodista extranjero que
tuvo la oportunidad de comprobar personalmente la
eficacia y la bravura de la resistencia finlandesa. «El frío
había congelado a los hombres en la misma posición en la
que habían caído. Además, había encogido ligeramente sus
cuerpos y sus rasgos, dándoles una apariencia artificial,
como si fueran de cera. Toda la carretera era como una
gran reproducción en cera del escenario de una batalla,
perfectamente representada... Costaba creer que aquellas
figuras habían sido personas de carne y hueso. Algunos
hombres seguían teniendo en las manos granadas, listas
para ser arrojadas. Uno estaba apoyado en la rueda de un
carro sosteniendo un pedazo de cable; otro estaba
colocando el cargador en su fusil».7
La condena internacional de la invasión provocó la
expulsión de la Unión Soviética de la Sociedad de
Naciones, en lo que habría de ser el último acto de dicho
organismo. El sentimiento popular en ciudades como
Londres y París fue de rabia e indignación; un sentimiento
más acentuado aún que cuando tuvo lugar el ataque a
Polonia. Alemania, aliada de Stalin, también se encontró en
una difícil posición. Si bien recibía una cantidad mayor de
suministros de la Unión Soviética, comenzó a temer por el
futuro de sus relaciones diplomáticas y comerciales con
los países escandinavos, especialmente con Suecia. Lo que
más preocupó a las autoridades nazis fueron los
llamamientos en Gran Bretaña y Francia que instaban al
envío inmediato de ayuda militar a Finlandia. Cualquier
presencia aliada en Escandinavia podía poner en peligro el
suministro a Alemania de hierro sueco, cuya excelente
calidad era esencial para las industrias de guerra del Reich.
En aquellos momentos, sin embargo, Hitler se mostró
tranquilo y confiado. Tenía el convencimiento de que la
providencia estaba de su lado, protegiéndolo para que
pudiera cumplir su gran misión. El 8 de noviembre
pronunció su discurso anual en la Bürgerbräukeller de
Munich, el mismo local desde el que había intentado dar un
golpe de estado en 1923, el fallido Putsch de la
Cervecería. A escondidas, Georg Elser, un carpintero, había
conseguido colocar explosivos en el interior de una
columna próxima al estrado. Pero, excepcionalmente,
Hitler decidió acortar su visita para regresar lo antes
posible a Berlín, y doce minutos después de su partida una
gran explosión destruyó parte del local, matando a varios
miembros de la «vieja guardia» del Partido Nazi. Según una
cronista de la época, la reacción a esta noticia en Londres
«puede resumirse en un comentario sereno y muy
británico, "Mala suerte", como si a un cazador se le hubiera
escapado el faisán».8 Con un optimismo a todas luces
equivocado, los británicos se consolaron pensando que era
simplemente cuestión de tiempo que los alemanes se
deshicieran de su espantoso régimen.
Elser fue detenido aquella misma noche, mientras
intentaba pasar a Suiza. Aunque era evidente que había
actuado en solitario, la propaganda nazi responsabilizó
inmediatamente a los servicios de espionaje británicos del
atentado contra la vida del Führer. Himmler encontró la
oportunidad perfecta para explotar esos vínculos ficticios.
Walter Schellenberg, un experto de los servicios de
inteligencia de la SS, ya estaba en contacto con dos
oficiales ingleses del SIS (Secret Intelligence Service), y
los había persuadido de que formaba parte de una
conspiración de la Wehrmacht contra Hitler. Al día
siguiente, los convenció para que volvieran a encontrarse
con él en la ciudad holandesa de Venlo, próxima a la
frontera con Alemania. Prometió que con él vendría un
general alemán antinazi. Sin embargo, una vez allí, los dos
oficiales británicos fueron rodeados y capturados por un
grupo de asalto de la SS. Esta unidad estaba dirigida por el
Sturmbannführer Alfred Naujocks, que a finales de agosto
había capitaneado el falso ataque a la emisora de radio de
Gleiwitz. No iba a ser la única operación secreta británica
que saldría desastrosamente mal en Holanda.
Este desastre se ocultó a la opinión pública británica,
que por fin pudo volver a sentirse orgullosa de su Marina
Real poco antes de que finalizara aquel mes. El 23 de
noviembre, el Rawalpindi, un crucero mercante armado
inglés, plantó cara a los cruceros de batalla alemanes
Gneisenau y Scharnhorst. En un arranque desesperado de
gran coraje, que, inevitablemente, fue comparado con el
arrojo de sir Richard Grenville cuando, a bordo del
Revenge, no dudó en atacar y capturar enormes galeones
españoles, los artilleros británicos combatieron hasta
morir. El Rawalpindi, en llamas de proa a popa, se hundió
con su bandera de combate enarbolada.
Poco después, el 13 de diciembre, frente a las costas
de Uruguay, la formación naval del comodoro Henry
Harwood, con los cruceros Ajax, Achules y Exeter, divisó
el acorazado de bolsillo alemán Admiral Graf Spee, que ya
había hundido nueve barcos. El capitán Hans Langsdorff, su
comandante, era muy respetado por el buen trato que
dispensaba a las tripulaciones de sus víctimas. Pero
Langsdorff, erróneamente, pensó que los navíos ingleses
eran simples destructores, por lo que no evitó la batalla
como debería haber hecho, por mucho que al final
destruyera la artillería de sus adversarios con los cañones
de 280 mm de su nave. El Exeter, convertido en el
principal objetivo del alemán, sufrió cuantiosos daños,
mientras que el Ajax y el Achules, de tripulación
neozelandesa, intentaron acercarse a la embarcación
enemiga hasta que esta estuviera al alcance de sus torpedos.
Aunque la formación británica sufría graves daños, el
Admiral Graf Spee, que también había sido alcanzado por
los proyectiles de los ingleses, interrumpió el combate y,
aprovechando la cortina de humo, puso rumbo al puerto de
Montevideo.
Durante los días siguientes, los británicos hicieron
creer a Langsdorff que su formación naval había recibido
numerosos refuerzos. Y el 17 de diciembre, tras ordenar el
desembarco de sus prisioneros y de la mayor parte de la
tripulación, Langsdorff condujo al Admiral Graf Spee
hasta el estuario del río de la Plata y lo dinamitó. Poco
después el capitán alemán se suicidó. Los británicos
celebraron esta victoria con júbilo, especialmente porque
había llegado en un momento en el que era necesario elevar
la moral. Hitler, temeroso de que el Deutschland corriera
la misma suerte, ordenó que se rebautizara a esta
embarcación con el nombre de Lützow. No quería que los
titulares de los periódicos de todo el mundo anunciaran que
un barco llamado «Alemania» había sido hundido. Los
símbolos tenían una importancia primordial para él, a
menudo excediendo en su imaginación la verdadera
realidad, como iba a quedar de manifiesto todavía con
mayor claridad cuando la guerra comenzara a serle
desfavorable.
Después de que el ministerio de propaganda de
Goebbels comunicara a bombo y platillo que el Reich se
había alzado con la victoria en la batalla del río de la Plata,
para los alemanes supuso una gran conmoción enterarse de
que el Admiral Graf Spee se había ido a pique. Las
autoridades nazis intentaron que la noticia no
ensombreciera sus «Navidades de guerra». Los
racionamientos se relajaron durante las festividades, y se
animó a la población a considerar la aplastante victoria
obtenida en Polonia. La mayoría se convenció de que la paz
no tardaría en llegar, pues tanto los Estados Unidos como
Alemania habían instado a los Aliados a aceptar la realidad
de la destrucción de Polonia.
Con sus noticiarios y documentales en los que
aparecían niños alrededor de un árbol de Navidad, el
ministerio de propaganda hizo un derroche empalagoso de
sentimentalismo alemán. Pero a muchas familias les
inquietaba un horrible rumor. Aunque oficialmente habían
sido informadas de que su hijo discapacitado o un pariente
anciano habían fallecido de «pulmonía» en la institución en
la que estaban internados, cada vez eran más los que
sospechaban que en realidad sus familiares habían sido
gaseados siguiendo un plan dirigido por la SS y miembros
de la profesión médica. La orden de Hitler de practicar la
eutanasia había sido firmada en octubre, pero se le dio
carácter retroactivo hasta la fecha de inicio de la guerra, el
i de septiembre, para ocultar las primeras matanzas de la
SS, cuyas víctimas habían sido unos dos mil internos en
manicomios polacos, algunos de ellos asesinados con la
camisa de fuerza puesta. La agresión encubierta de los
nazis a los «degenerados», a las «bocas inútiles» y a las
«vidas indignas de existir», representó el primer paso hacia
la exterminación deliberada de los que catalogaban como
«subhombres». Hitler había esperado a que estallara la
guerra para encubrir un programa de eugenesia llevado
hasta sus máximas consecuencias. En agosto de 1941
habían sido asesinados más de cien mil alemanes con
discapacidades mentales o físicas en virtud de dicho
programa. En Polonia estas matanzas continuaron, en la
mayoría de los casos disparando en la nuca de las víctimas,
aunque a veces estas eran encerradas en camiones en cuyo
interior se introducía un conducto conectado al tubo de
escape, y, por primera vez, en una cámara de gas
improvisada en Posen: un proceso al que quiso asistir
Himmler personalmente. Además de los discapacitados,
también fueron asesinados gitanos y prostitutas.9
Hitler, que había dejado de lado su pasión por el cine
durante la guerra, también renunció a las Navidades.
Aquellas vacaciones invernales las dedicó a realizar una
serie de visitas sorpresa, de las que se hicieron gran eco
todos los medios, a diversas unidades de la Wehrmacht y
de la SS, como, por ejemplo, el Regimiento de Infantería
Grossdeutschland, varios aeródromos y baterías antiaéreas
de la Luftwaffe, así como la División Leibstandarte Adolf
Hitler de la SS, que estaba descansando de su sanguinaria
campaña en Polonia. El día de Nochevieja se dirigió a la
nación en un discurso radiofónico. Tras anunciar un «nuevo
orden» en Europa, dijo: «Solo podremos hablar de paz
cuando hayamos ganado la guerra. El mundo capitalista
judío no sobrevivirá al siglo XX». No hizo referencia
alguna al «bolchevismo judío», pues hacía muy poco que
había felicitado a Stalin por su sexagésimo aniversario,
expresando, además, sus mejores deseos «de un próspero
futuro para las gentes de nuestra amiga, la Unión
Soviética». Stalin había contestado, diciendo que «la
amistad del pueblo alemán y el pueblo soviético, cimentada
con sangre, tiene infinitas razones para perpetuarse y
consolidarse». Aun teniendo en cuenta las grandes dosis de
hipocresía que exigía una relación tan anormal como
aquella, la expresión «cimentada con sangre», en clara
alusión al ataque a dos bandas a Polonia, constituía la
culminación de la desvergüenza, así como un presagio
funesto para el futuro.
Es harto improbable que Stalin estuviera de buen humor a
finales de ese año. Las fuerzas finlandesas habían avanzado,
entrando en territorio soviético. El dictador, que se había
visto obligado a aceptar la desastrosa actuación del
Ejército Rojo en la Guerra de Invierno, era en parte
culpable de la incompetencia de su camarada, el mariscal
Voroshilov. Había que poner fin a la humillación que había
sufrido el Ejército Rojo a los ojos del mundo, sobre todo
después de comprobar la alarmante y devastadora eficacia
de la táctica de la Blitzkrieg alemana durante la campaña de
Polonia.
Así pues, Stalin decidió poner el frente noroccidental
a las órdenes del comandante del ejército Semion
Konstantinovich Timoshenko. Al igual que Voroshilov,
Timoshenko era un veterano del Primer Ejército de
Caballería en el que Stalin había servido como comisario
durante la guerra civil rusa, pero al menos era un poco más
imaginativo que su camarada. Sus fuerzas fueron provistas
de armamento y equipamientos nuevos, como, por ejemplo,
fusiles de último modelo, trineos motorizados y tanques
pesados KV. En vez de ataques masivos de la infantería,
tratarían de aplastar las defensas finlandesas con la
artillería.
El 1 de febrero de 1940 dio inicio una nueva ofensiva
soviética contra la línea Mannerheim. Las fuerzas finesas
comenzaron a sucumbir ante la violencia del ataque. Al
cabo de cuatro días, su ministro de exteriores tuvo un
primer contacto con Mme. Aleksandra Kollontay,
embajadora soviética en Estocolmo. Los británicos, y
especialmente los franceses, querían mantener viva la
resistencia finlandesa. En consecuencia, entablaron
negociaciones con los gobiernos de Noruega y Suecia con
el fin de obtener la autorización de paso necesaria para que
una fuerza expedicionaria pudiera acudir en ayuda de
Finlandia. Los alemanes, alarmados, empezaron a estudiar
la posibilidad de enviar tropas a Escandinavia para prevenir
un desembarco aliado.
Los gobiernos de Gran Bretaña y Francia también
consideraron la posibilidad de ocupar la localidad noruega
de Narvik y la zona minera del norte de Suecia, con la
finalidad de interrumpir el suministro de hierro a Alemania.
Pero las autoridades suecas y noruegas temían verse
involucradas en aquella guerra, por lo que rechazaron la
petición de británicos y franceses de cruzar su territorio
para ayudar a los finlandeses.
El 29 de febrero, los finlandeses, sin esperanzas de
recibir ayuda internacional, decidieron llegar a un acuerdo
y aceptar las exigencias originales de la Unión Soviética, y
el 13 de marzo se firmó en Moscú un tratado. Los términos
del mismo fueron durísimos, pero podrían haber sido
mucho peores. Los finlandeses habían demostrado la
determinación con la que eran capaces de defender su
independencia; sin embargo, lo más importante era que
Stalin no quería seguir con una guerra que podía acabar en
un enfrentamiento contra los Aliados occidentales. El
dictador soviético también se vio obligado a reconocer que
la propaganda de la Comintern había sido absurda y
decepcionante, por lo que abandonó su idea de un gobierno
títere de comunistas finlandeses. Las bajas del Ejército
Rojo habían sido cuantiosas: ochenta y cuatro mil
novecientos noventa y cuatro hombres muertos o
desaparecidos, y doscientos cuarenta y ocho mil noventa
heridos o enfermos. Los finlandeses habían perdido
veinticinco mil efectivos.10
En lo concerniente a Polonia, sin embargo, Stalin
todavía no había saciado su sed de venganza. El 5 de marzo
de 1940, aprobó, con el beneplácito del Politburó, un plan
de Beria para asesinar a los oficiales y las personalidades
de Polonia que habían rechazado participar en los
programas comunistas de «reeducación». Todo ello
formaba parte de la política de Stalin dirigida a impedir que
en el futuro pudiera haber una Polonia independiente.
Desde diversas prisiones, sus veintiuna mil ochocientas
noventa y dos víctimas fueron trasladadas a cinco lugares
distintos. El más famoso es el bosque de Katyń, cerca de
Smolensk, en Bielorrusia. Cuando a estos individuos les
fue permitido escribir a casa, el NKVD se encargó de
tomar buena nota de las direcciones de sus familias, para
luego proceder a su detención. Sesenta mil seiscientas
sesenta y siete personas fueron deportadas a Kazajstán.
Poco después, más de sesenta y cinco mil judíos polacos,
que habían huido de la SS, pero rechazaron el pasaporte
soviético, también fueron deportados a Kazajstán y a
Siberia.
Mientras tanto, el gobierno francés intentaba continuar la
guerra lo más lejos posible de su territorio. Daladier,
exasperado por el apoyo de los comunistas franceses al
pacto nazi-soviético, pensó que los aliados podían debilitar
a Alemania lanzando un ataque al socio de Hitler. Su idea
consistía en bombardear los yacimientos petrolíferos
soviéticos en Bakú y en el Cáucaso, pero los británicos lo
convencieron de que, con una acción semejante, se corría
el peligro de que la Unión Soviética entrara en guerra del
lado de los alemanes. Más tarde Daladier presentaría su
dimisión, siendo sustituido el 20 de marzo por Paul
Reynaud.
El ejército francés, que en la Primera Guerra Mundial
había cargado con la mayor parte del esfuerzo aliado, era
considerado por muchos el más poderoso de Europa, y casi
nadie dudaba de que no fuera capaz de defender su propio
territorio. Pero los observadores más perspicaces no
estaban tan seguros de ello. Ya en marzo de 1935, el
mariscal M. N. Tukhachevsky había predicho que las
fuerzas francesas no serían capaces de frenar un ataque
alemán.11 En su opinión, el talón de Aquiles del ejército
galo era una lentitud excesiva para lograr reaccionar a
tiempo a una agresión. Esta falta de rapidez no solo se
debía a una mentalidad rígidamente defensiva, sino también
a la ausencia casi absoluta de comunicaciones por radio. En
cualquier caso, ya en 1938, los alemanes habían
conseguido descifrar los anticuados sistemas de
codificación franceses.
El presidente Roosevelt, que había seguido con
atención los comunicados enviados por su embajada en
París, también estaba al corriente de la debilidad francesa.
Las fuerzas aéreas comenzaban por aquel entonces a
sustituir sus obsoletos aparatos. El ejército, aunque fuera
uno de los más grandes del mundo, era anticuado y difícil
de articular, y su organización y estructura se basaba
demasiado en la línea Maginot, provocando su
anquilosamiento. Las gravísimas pérdidas sufridas en la
Primera Guerra Mundial, con sus cuatrocientas mil bajas
solo en la batalla de Verdún, eran la causa de su mentalidad
cuadriculada. Y como bien observarían muchos periodistas,
agregados militares y cronistas, el malestar político y
social reinante en el país, fruto de una sucesión de
escándalos y de gobiernos fracasados, pulverizaba
cualquier esperanza de unidad y de determinación ante una
crisis.
Roosevelt, con admirable clarividencia, se dio cuenta
de que la única esperanza que tenían la democracia y los
intereses a largo plazo de los Estados Unidos era que su
país apoyara a Gran Bretaña y a Francia en su lucha contra
la Alemania nazi. Finalmente, el 4 de noviembre de 1939,
después de recibir la aprobación del Congreso, fue
ratificada la nueva ley que permitía el suministro de bienes
y pertrechos a los países beligerantes, siempre y cuando el
comprador pagara en efectivo y se encargara del transporte
de lo adquirido (cash and carry). Esta primera derrota de
los aislacionistas permitió la compra de armas a las dos
potencias aliadas.
En Francia persistía el ambiente de irrealidad. Durante su
visita al frente, un corresponsal de Reuters preguntó a los
reclutas franceses por qué no disparaban a los soldados
alemanes que se ponían a tiro. Todos reaccionaron con cara
de asombro. «Ils ne sont pas méchants», respondió uno.
«Y si abrimos fuego, nos responderán con fuego». 12 Las
patrullas alemanas que vigilaban las líneas no tardarían en
descubrir la ineptitud y la falta de instinto agresivo de la
mayoría de las formaciones francesas. Y la propaganda nazi
seguiría difundiendo la idea de que los británicos estaban
utilizando a los franceses para que cargaran con el peso de
la guerra.
Aparte de algunos ejercicios en posiciones
defensivas, el ejército francés realizó muy pocas
operaciones de entrenamiento. Sus soldados se limitaban a
esperar. La inactividad dio paso al desánimo y a la
depresión, le cafard. A los políticos comenzaron a
llegarles informes que hablaban de borracheras, de
ausencias sin permiso y del aspecto desaliñado que
presentaban las tropas en público. «No podemos estar todo
el tiempo jugando a las cartas, bebiendo y escribiendo a
nuestras esposas», relataba un soldado. «Nos pasamos el
día echados en lechos de paja bostezando, sin ganas de
hacer nada. Cada vez nos lavamos menos, y ya no nos
afeitamos, y ni siquiera tenemos fuerza para barrer y
recoger la mesa después de comer. Además del
aburrimiento, reina la suciedad en la base».13
En su estación meteorológica militar, Jean-Paul
Sartre tuvo tiempo para escribir el primer volumen de
Chemins de la liberté y parte de L'Être et le néant. Aquel
invierno, escribiría, «todo consistía exclusivamente en
dormir, comer y no pasar frío. Y nada más». 14 El general
Édouard Ruby comentaría: «Cualquier ejercicio era
considerado una vejación, cualquier trabajo una fatiga. Tras
varios meses de inactividad, ya nadie creía en la guerra».15
Pero no todos los oficiales se mostraron indulgentes. El
coronel Charles de Gaulle, ferviente partidario de la
creación de divisiones blindadas como las del ejército
alemán, dijo, sin pelos en la lengua, que «la inercia es la
derrota».16 Pero los generales, con enojo y desdén,
hicieron caso omiso de sus advertencias.
Todo lo que hizo el alto mando francés para mantener
alta la moral fue organizar espectáculos de entretenimiento
en el frente con la colaboración de actores y cantantes
famosos, como, por ejemplo, Édith Piaf, Joséphine Baker,
Maurice Chevalier o Charles Trenet. Mientras tanto en
París, donde la clientela abarrotaba los restaurantes y las
salas de cabaret, la canción favorita era J'attendrai,
«Esperaré». Pero lo que resultaba más alarmante para la
causa aliada eran los derechistas que ocupaban cargos
influyentes y decían «Mejor Hitler que Blum», en clara
referencia al líder socialista del Frente Popular de 1936,
Léon Blum, que, además, era judío.
Georges Bonnet, el ferviente partidario de la política
de apaciguamiento que ocupaba el Quai d'Orsay, tenía un
sobrino que, antes de estallar la guerra, se había encargado
de canalizar el dinero entregado por los nazis para
patrocinar la propaganda antibritánica y antisemita en
Francia.17 El gran amigo del ministro de exteriores, Otto
Abetz, posteriormente embajador nazi en París durante la
Ocupación, estuvo muy implicado en el asunto, por lo que
fue expulsado del país. Incluso el nuevo primer ministro,
Paul Reynaud, incondicional partidario de la guerra contra
el nazismo, tenía una peligrosa debilidad. Su amante, la
condesa Hélène de Portes, «mujer cuyas duras facciones
rezumaban una extraordinaria vitalidad y una gran
seguridad»,18 consideraba que Francia no habría debido
cumplir nunca su promesa a Polonia.
Polonia, representada por un gobierno en el exilio, se
había establecido en Francia, con el general Vładysłav
Sikorski como primer ministro y comandante en jefe del
ejército de la nación. Desde su base en Angers, Sikorski
emprendió la tarea de reorganizar a las fuerzas armadas
polacas con los ochenta y cuatro mil hombres que habían
conseguido escapar, a través de Rumania principalmente,
tras la caída de su país. Mientras tanto, en su patria, había
comenzado a crearse la resistencia polaca, que, de hecho,
sería el movimiento que se organizaría más rápidamente en
un país ocupado. A mediados de 1940, solo en los
territorios del Gobierno General, el ejército clandestino
polaco contaba con unos cien mil efectivos.19 Polonia fue
uno de los poquísimos países del imperio nazi en el que el
colaboracionismo con el conquistador fue prácticamente
nulo.
Los franceses, sin embargo, estaban firmemente
decididos a no correr la misma suerte que Polonia. Pero la
mayoría de sus líderes y el grueso de la población no
acertaron a ver que aquella guerra no iba a ser igual que
otras contiendas anteriores. Los nazis nunca iban a darse
por satisfechos con el pago de una indemnización y la
cesión de una provincia o dos. Su objetivo era el
reordenamiento de Europa a su brutal imagen y semejanza.
4
EL DRAGÓN Y EL SOL
NACIENTE
(1937-1940)
Por mucho que conocieran el carácter implacable de su
enemigo, lo cierto es que los chinos no podían imaginar el
grado de crueldad con el que los japoneses iban a ser
capaces de actuar. El sufrimiento no era ninguna novedad
para las empobrecidas masas campesinas de China, que
también sabían muy bien lo que era el hambre provocado
por las inundaciones, por las épocas de sequía, por la
deforestación, por la erosión del suelo y por las
depredaciones de los ejércitos de los señores de la guerra.
Vivían en destartaladas casas de barro, y su existencia
estaba marcada por las enfermedades, la ignorancia, la
superstición y la explotación a la que estaban sometidas
por parte de los terratenientes, que se quedaban entre la
mitad y dos tercios de sus cosechas en concepto de
arrendamiento.
Los habitantes de las ciudades, incluidos muchos
intelectuales de izquierdas, solían considerar a las masas
campesinas poco más que bestias de carga sin rostro ni
personalidad. «Es simplemente inútil compadecerse de esta
gente», comentó un intérprete comunista a la intrépida
periodista y activista norteamericana Agnes Smedley. «Son
demasiados».1 La propia Smedley comparó la existencia de
aquellos individuos con la de «los siervos de la gleba de la
Edad Media».2 Vivían de pequeñísimas raciones de arroz,
mijo o calabaza, que cocían en calderos de hierro, su
posesión más preciada. Muchos andaban descalzos, incluso
en invierno, y en verano llevaban sombreros de paja cuando
trabajaban en los campos con la espalda doblada. Tenían
poca esperanza de vida, de modo que era relativamente raro
ver campesinas ancianas, arrugadas por el paso de los años,
obligadas por sus pies vendados a caminar dando pasitos
cortos. Muchos no habían visto nunca un automóvil o un
avión, ni siquiera una bombilla. Buena parte de las zonas
rurales de China aún estaban gobernadas por señores de la
guerra y terratenientes con poderes feudales.
La vida en las ciudades no era mejor para la gente
humilde, ni siquiera para la que tenía un trabajo. «En
Shanghai», escribió un periodista americano, «retirar todas
las mañanas los cuerpos inertes de los niños trabajadores
que yacen junto a las puertas de las fábricas se ha
convertido en una rutina».3 Los pobres también sufrían los
abusos de codiciosos burócratas y recaudadores de
impuestos. En Harbin, los mendigos solían pedir diciendo:
«¡Déme algo! ¡Déme algo! ¡Que la providencia se lo
premie con riquezas! ¡Que la providencia se lo premie con
un cargo oficial!» A veces, cambiaban la última frase:
«¡Que la providencia se lo premie con riquezas! ¡Que la
providencia se lo premie haciéndole general!»4 Hasta tal
punto su fatalismo formaba parte de su personalidad, que
costaba imaginar que pudiera producirse un verdadero
cambio social. La revolución de 1911, que había marcado
la caída de la dinastía Qing e instaurado la república de Sun
Yat-sen, había sido una revolución de la clase media urbana.
También lo fue al principio el movimiento nacionalista
chino, surgido para poner freno al evidente plan de Japón
de aprovecharse de la debilidad del país.
Wang Jingwei, que en 1924 se erigió en líder del
Kuomintang a la muerte de Sun Yat-sen, era el rival
principal del cada vez más encumbrado general Chiang Kaishek. Chiang, un tipo orgulloso y un poco paranoico, era
muy ambicioso y estaba decidido a convertirse en el gran
líder de China. De constitución delgada, calvo y con un
bigotito militar, Chiang era un político sumamente sagaz,
pero no siempre fue un buen general en jefe. Había estado
al frente de la academia militar de Whampoa, y sus
alumnos predilectos habían sido designados para ocupar
cargos de suma importancia. Sin embargo, debido a las
rivalidades y las luchas intestinas en el seno del Ejército
Nacional Revolucionario, y entre los diversos señores de la
guerra aliados, Chiang intentaba controlar a sus
formaciones desde la distancia, provocando a menudo
situaciones de confusión y, en consecuencia, lentitud en
sus acciones.
En 1932, el año siguiente al «incidente de Mukden» y
la invasión japonesa de Manchuria, los nipones enviaron
destacamentos navales a su concesión de Shanghai en una
actitud de clara beligerancia. Chiang vio que iba a tener
lugar un ataque mucho más contundente, y comenzó a
prepararse. El general Hans von Seeckt, antiguo
comandante en jefe del Reichswehr durante la República de
Weimar, que había llegado en mayo de 1933, ofreció su
asesoramiento para modernizar y profesionalizar los
ejércitos nacionalistas. Seeckt y su sucesor, el general
Alexander von Falkenhausen, abogaban por una guerra de
desgaste prolongada, por considerarla la única manera
posible para detener a unas fuerzas mucho mejor
preparadas como las del ejército imperial japonés. Sin
apenas relaciones comerciales con el extranjero, Chiang
decidió cambiar tungsteno chino por armamento alemán.
Chiang Kai-shek, aunque más tarde se convertiría en
un dictador militar y un reaccionario, era por aquel
entonces un modernizador infatigable y verdaderamente
idealista. Durante lo que pasaría a denominarse la década de
Nanjing (1928-1937), dirigió un programa de rápida
industrialización, de construcción de carreteras y de
modernización militar y agrícola. También quiso acabar
con el aislamiento psicológico y diplomático de China. Sin
embargo, como era perfectamente consciente de la
debilidad militar de su país, se mostró firmemente
decidido a evitar una guerra con Japón en la medida de lo
posible.
En 1935, ante la amenaza nipona, Stalin, a través de la
Comintern, dio instrucciones a los comunistas chinos para
que crearan un frente común con los nacionalistas. Era una
política que desagradaba en particular a Mao Zedong, que
en el mes de octubre de 1934, para evitar la destrucción de
su Ejército Rojo, se había visto obligado a emprender la
Larga Marcha a raíz de los ataques de Chiang contra las
fuerzas comunistas. De hecho, Mao, un hombre corpulento
y ambicioso con una curiosa voz aguda, era considerado un
disidente por el Kremlin porque opinaba que los intereses
de Stalin y los del Partido Comunista Chino no eran los
mismos. En consonancia con el pensamiento leninista,
creía que la guerra preparaba el terreno para la revolución
que habría de llevarlo al poder.
Moscú, por otro lado, no quería una guerra en
Extremo Oriente. Consideraba que los intereses de la
Unión Soviética eran mucho más importantes que una
victoria a largo plazo de los comunistas de China. Así pues,
la Comintern acusaba a Mao de carecer de una «perspectiva
internacionalista». Y Mao estaba a punto de cometer una
herejía cuando aducía que los principios marxistasleninistas de la primacía del proletariado de las ciudades no
podían aplicarse en China, donde el campesinado debía
constituir el grupo de vanguardia de la revolución. Abogaba
por emprender una guerra de guerrillas independiente y por
desarrollar redes de resistencia tras las líneas japonesas.
Chiang envió una legación para entrevistarse con los
comunistas. Quería que sus fuerzas se incorporaran al
ejército del Kuomintang. A cambio, permitiría que tuvieran
su propia región en el norte y dejaría de atacarlos. Mao
sospechaba que Chiang, con su política, lo único que
pretendía era aislarlos en una zona en la que serían
destruidos por los japoneses de Manchuria. Chiang, sin
embargo, sabía perfectamente que los comunistas nunca
iban a comprometerse o a colaborar a largo plazo con
ningún otro partido, que su único objetivo era hacerse con
todo el poder. «Los comunistas son una enfermedad del
corazón», diría en una ocasión. «Los japoneses, una
enfermedad de la piel».5
Mientras se enfrentaba al problema comunista en el
sur y en el centro de China, poco podía hacer Chiang para
frenar las incursiones y provocaciones japonesas en el
nordeste del país. El ejército de Kwantung en Manchukuo
discutía con Tokio, afirmando que no era el momento de
comprometerse con China. Su jefe de estado mayor, el
teniente general Tōjō Hideki, futuro primer ministro de
Japón, decía que prepararse para una guerra contra la Unión
Soviética sin destruir la «amenaza en nuestra retaguardia»,
esto es, el gobierno de Nanjing, era «querer meterse en
problemas».6
Al mismo tiempo, la política de Chang Kai-shek de
apaciguamiento ante la agresión japonesa provocaba un
descontento popular generalizado, que quedó patente en las
manifestaciones de protesta estudiantiles llevadas a cabo
en la capital. A finales de 1936, las fuerzas niponas
avanzaron hacia la provincia de Suiyuan, junto a la frontera
con Mongolia, con la intención de adueñarse de las minas
de carbón y de los depósitos de hierro de la región. Las
fuerzas nacionalistas reaccionaron y consiguieron repeler
el ataque. Este episodio vino a fortalecer la posición de
Chiang, que a partir de ese momento endureció sus
condiciones para la creación de un frente unido con los
comunistas. Estos, con la Alianza del Noroeste creada por
un grupo de señores de la guerra locales, atacaron a las
unidades nacionalistas por la retaguardia. Chiang deseaba
aplastar definitivamente a los comunistas mientras seguía
negociando con ellos. Pero a comienzos de diciembre
decidió trasladarse a Xi'an para aclarar las cosas con dos
jefes del ejército nacionalista, que querían crear un frente
de resistencia contra Japón y poner fin a la guerra civil con
los comunistas. Estos comandantes lo capturaron y lo
mantuvieron detenido durante dos semanas, hasta que
Chiang se avino a sus pretensiones. Los comunistas
exigieron que Chiang Kai-shek fuera procesado por un
tribunal del pueblo.
Pero Chiang fue liberado y pudo regresar a Nanjing,
tras haberse visto obligado a cambiar su política. Toda la
nación estalló de júbilo ante la perspectiva de aquella
unidad frente a las ambiciones japonesas. Y el 16 de
diciembre, Stalin, seriamente preocupado por el pacto antiComintern de nazis y nipones, comenzó a presionar a Mao
y a Zhou Enlai, el camarada chino más sutil y diplomático,
para que hicieran frente común con los nacionalistas. El
líder soviético temía que si los comunistas chinos
provocaban conflictos en el norte, Chiang Kai-shek optara
por aliarse con los japoneses contra ellos. Y si Chiang
acababa siendo destituido, era muy probable que Wang
Jingwei, contrario a cualquier enfrentamiento con Japón,
asumiera el liderazgo del Kuomintang. Para asegurarse una
postura beligerante de los nacionalistas, Stalin no dudó en
hacerles creer que iba a prestarles su apoyo en una eventual
guerra contra Japón. Y siguió mostrándoles aquella
zanahoria, sin la más mínima intención de comprometer a
la Unión Soviética.
El Kuomintang y los comunistas todavía no habían
firmado acuerdo alguno cuando el 7 de julio de 1937, al
suroeste de Pekín, se produjo un enfrentamiento entre
tropas chinas y niponas en el puente de Marco Polo, que
marcó el comienzo de la fase más importante de la guerra
chino-japonesa. Todo el incidente no fue más que una
sórdida farsa que pone de manifiesto la aterradora
imprevisibilidad de los acontecimientos en un momento de
grandes tensiones. Un soldado japonés había desaparecido
durante unos ejercicios nocturnos. El comandante de su
compañía solicitó poder entrar en la llamada «ciudad de
Wanping» para buscarlo. Cuando se le denegó el acceso,
atacó la fortaleza, y las tropas chinas respondieron a la
agresión; mientras tanto, el soldado extraviado había
encontrado el camino para llegar a su cuartel. Pero lo
irónico del episodio no acabaría ahí: el estado mayor en
Tokio decidió por fin actuar y poner coto a sus fanáticos
oficiales en China, responsables de tantas provocaciones, y
Chiang recibió fuertes presiones de los suyos para no
volver a comprometerse.7
El generalísimo dudaba de la sinceridad de los
japoneses y convocó una conferencia de líderes chinos. Al
principio, los militares nipones estaban divididos. Su
ejército de Kwantung en Manchuria quería magnificar el
conflicto, pero el estado mayor en Tokio temía que el
Ejército Rojo reaccionara atacando la línea fronteriza del
norte. Apenas una semana antes, se había producido un
enfrentamiento junto al río Amur. Poco después, sin
embargo, los jefes del estado mayor japonés decidieron
declarar la guerra. Creían que China podía ser conquistada
rápidamente, antes de que estallara un conflicto de mayor
envergadura o con la Unión Soviética o con las potencias
occidentales. Como haría más tarde Hitler con la URSS,
los generales nipones cometieron un gravísimo error
cuando subestimaron sin más la ira de China y su firme
determinación a oponer resistencia. Y el Dragón no iba a
responder con la estrategia de impulsar una guerra de
desgaste.
Chiang Kai-shek, perfectamente consciente de las
deficiencias de su ejército y del carácter impredecible de
sus aliados del norte, conocía los graves peligros que
implicaba una guerra con Japón. Pero no tenía elección.
Los japoneses volvieron a presentar un ultimátum, que fue
rechazado por el gobierno de Nanjing, y el 26 de julio su
ejército atacó. Pekín cayó al cabo de tres días. Las fuerzas
nacionalistas y sus aliados tuvieron que replegarse,
ofreciendo resistencia solamente de manera esporádica,
mientras los japoneses avanzaban hacia el sur.
«De repente teníamos la guerra encima», escribió
Agnes Smedley, que desembarcó de un junco en la margen
izquierda del río Amarillo, en un «pueblo laberíntico y
fangoso llamado Fenglingtohkow. Esta pequeña localidad,
en la que esperábamos encontrar alojamiento para pasar la
noche, era una confusión de militares, paisanos, carros,
mulas, caballos y vendedores callejeros. Cuando subíamos
por los caminos llenos de lodo hacia la aldea, pudimos ver
a uno y otro lado una sucesión de soldados heridos que
yacían en el suelo. Cientos de ellos llevaban vendas sucias
y ensangrentadas, y algunos estaban inconscientes... No
había nadie con ellos, ni médicos, ni enfermeras, ni
acompañantes».8
A pesar de todos los esfuerzos de Chiang por
modernizar las fuerzas nacionalistas, estas, al igual que las
de los señores de la guerra aliados, no estaban ni mucho
menos entrenadas y equipadas como las divisiones
japonesas con las que tenían que enfrentarse. La infantería
vestía uniformes de algodón de color azul y gris en verano,
y en invierno los más afortunados disponían de una
chaqueta de algodón acolchada o del abrigo de pelo de
oveja del soldado mongol. Su calzado consistía en unos
zapatos de tela o en unas sandalias de paja. Aunque
resultaba silencioso cuando se movían con sigilo, no
protegía de las afiladas estacas punji de bambú, cubiertas
de excrementos para provocar infecciones, que los
japoneses solían utilizar para defender sus posiciones.
Los soldados chinos llevaban gorras de plato con
orejeras recogidas en la parte superior. No tenían cascos
metálicos, excepto los que quitaban a los soldados
japoneses muertos, y que luego lucían con orgullo. Muchos
vestían casacas enemigas, también de soldados muertos, lo
que provocaba numerosas confusiones en momentos de
crisis. Su trofeo más preciado era una pistola japonesa. De
hecho, solía ser más fácil para ellos conseguir municiones
para un arma nipona que para sus fusiles, que procedían de
distintos países y fabricantes. Las mayores deficiencias se
presentaban en sus servicios médicos, su artillería y sus
fuerzas aéreas.
Tanto en la batalla como lejos del escenario de los
combates, las tropas chinas eran dirigidas mediante toques
militares. Solo había comunicación sin cables entre los
principales cuarteles generales, pero incluso en estos
casos su fiabilidad era escasa. Además, los japoneses no
tenían dificultades para descifrar sus sistemas de
codificación, por lo que podían conocer fácilmente sus
órdenes y objetivos. El transporte militar chino se limitaba
a unos pocos camiones, y la mayoría de las unidades de
combate tenía que contentarse con sus mulas, maldecidas
una y otra vez con expresiones tradicionales, los ponis
mongoles y los carros con pesadas ruedas de madera
tirados por bueyes. Siempre había escasez de medios, lo
que comportaba que a menudo los soldados no recibieran
los alimentos necesarios. Y como su paga llegaba
prácticamente siempre con meses de retraso, cuando no
era sustraída por sus oficiales, la moral solía ser muy baja.
Pero no se puede poner en duda el valor y la determinación
de las tropas chinas en la batalla de Shanghai de aquel
verano.
Los orígenes y motivos que dieron lugar a este gran
choque son todavía materia de debate. La explicación
clásica es que Chiang, al abrir un nuevo frente en Shanghai
sin dejar de combatir en el norte y en el centro, pretendía
que las fuerzas japonesas tuvieran que dividirse, y evitar así
que pudieran concentrarse y obtener una rápida victoria.9
Siguiendo los consejos del general von Falkenhausen, esta
iba a ser su guerra de desgaste. Un ataque a Shanghai
también obligaría a los comunistas y a los otros ejércitos
aliados a comprometerse con su «Guerra de Resistencia»,
aunque siempre se corría el riesgo de que decidieran
retirarse antes de poner en peligro a sus fuerzas y su base
de poder. Con esta empresa también se aseguraba el apoyo
prometido por los soviéticos, a saber, el envío de asesores
militares y el suministro de cazas, tanques, artillería,
ametralladoras y vehículos. Todo ello se pagaría con la
exportación de materias primas a la Unión Soviética. La
otra explicación es, ciertamente, interesante. Stalin,
considerablemente alarmado por los éxitos japoneses en el
norte de China, era el único que realmente quería que la
lucha se trasladara al sur y lo más lejos posible de sus
fronteras orientales. Lo consiguió recurriendo al jefe
nacionalista regional, general Chang Ching-chong, quien
era un «durmiente» soviético. En diversas ocasiones Chang
había tratado de convencer a Chiang Kai-shek para que
lanzara un ataque preventivo contra la guarnición japonesa
de tres mil infantes de marina acantonada en Shanghai, pero
el generalísimo le dijo que no hiciera nada hasta recibir
órdenes específicas. Un ataque a Shanghai comportaba
riesgos muy altos. La ciudad solo estaba a 290 kilómetros
de Nanjing, y una eventual derrota junto a la boca del
Yangtsé habría podido conducir a un rápido avance japonés
sobre la capital y hacia el centro de China. El 9 de agosto,
Chang envió un grupo de soldados al aeropuerto de
Shanghai, donde abatieron a un teniente de la infantería de
marina japonesa y al soldado que lo acompañaba. Por
decisión exclusiva de Chang, mataron también a un
prisionero chino condenado a muerte para hacer creer que
los japoneses habían disparado primero. Estos, reacios
también a empezar una batalla en los alrededores de
Shanghai, al principio no reaccionaron, excepto para pedir
refuerzos. Chiang Kai-shek ordenó de nuevo a Chang que
no atacara.
El 13 de agosto, los barcos de guerra japoneses
comenzaron a abrir fuego contra las posiciones chinas en
Shanghai. A la mañana siguiente, dos divisiones
nacionalistas empezaron el asalto a la ciudad. También se
lanzó un ataque aéreo contra el buque insignia de la Tercera
Flota nipona, el viejo crucero acorazado Izumo, anclado
fuera del Bund (malecón) hacia el centro de la ciudad. Fue
un comienzo muy poco propicio. Las baterías antiaéreas de
la nave de guerra forzaron la retirada de los obsoletos
aviones chinos. Algunos proyectiles alcanzaron el
dispositivo portabombas de uno de ellos. Mientras este
aparato sobrevolaba la colonia internacional, su carga se
desprendió, cayendo sobre el Palace Hotel, situado en
Nanjing Road, y, a continuación, sobre otros lugares
atestados de refugiados civiles. En consecuencia, el avión
chino mató o hirió a unos mil trescientos de los suyos.10
Los dos bandos se enzarzaron en una lucha cada vez
más sangrienta que convirtió la batalla en el enfrentamiento
más prolongado y penoso de la guerra chino-japonesa. El
23 de agosto, los japoneses, tras enviar numerosos
refuerzos a Shanghai, desembarcaron en la zona costera del
norte para rodear las posiciones nacionalistas. Sus lanchas
de desembarco dejaron en tierra firme numerosos tanques.
Por otro lado, la marina nipona disponía de una artillería
sumamente efectiva, más aún teniendo en cuenta que las
divisiones nacionalistas carecían prácticamente de ella.
Los intentos nacionalistas de bloquear el Yangtsé también
fueron en vano, y sus reducidas fuerzas aéreas poco podían
hacer ante la supremacía de la aviación enemiga.11
A partir del 11 de septiembre, las fuerzas
nacionalistas, dirigidas por Falkenhausen, combatieron con
gran arrojo, a pesar de sus terribles pérdidas. Casi todas las
divisiones, especialmente las unidades de élite de Chiang,
perdieron a más de la mitad de sus efectivos, diez mil
jóvenes oficiales incluidos. Chiang, incapaz de decidir si
seguir luchando o retirarse, optó al final por enviar más
divisiones. Tomó aquella determinación coincidiendo con
una asamblea de la Sociedad de Naciones, en la esperanza
de atraer la atención internacional hacia su país.
En total, los japoneses llevaron al teatro de
operaciones en Shanghai a unos doscientos mil hombres,
más de los desplegados en el norte de China. La tercera
semana de septiembre, comenzaron a abrir brechas en las
defensas nacionalistas, forzando en octubre su retirada al
otro lado del río Suzhou, una línea de demarcación que
constituía un verdadero obstáculo a pesar de su aparente
insignificancia. Se dejó atrás un batallón encargado de la
defensa de un godown, o almacén, para dar la impresión de
que los nacionalistas seguían teniendo un bastión en
Shanghai. Este «batallón solitario» se convertiría en un gran
mito de la propaganda de la causa china.
A comienzos de noviembre, tras más combates
desesperados, los japoneses cruzaron el río Suzhou
utilizando botes de asalto y establecieron diversas cabezas
de puente. A continuación, con otro desembarco anfibio en
el sur, obligaron a los nacionalistas a emprender la retirada.
La disciplina y la moral, dos factores que habían sido de
gran ayuda durante los encarnizados enfrentamientos que se
habían saldado con innumerables pérdidas, se vinieron
abajo de repente. Los soldados comenzaron a abandonar
sus fusiles. Los bombarderos y cazas japoneses provocaban
el pánico entre los refugiados que, en su huida, caían y eran
pisoteados por el tropel de gente que seguía corriendo
despavorida. Durante los tres meses de combate en
Shanghai y sus alrededores, los japoneses sufrieron más de
cuarenta mil bajas. Los chinos superaron las ciento ochenta
y siete mil, un número de pérdidas que prácticamente
multiplicaba por cinco el de los enemigos.
En su precipitado avance, las divisiones japonesas
competían unas con otras por llegar antes a Nanjing,
incendiando las aldeas que iban encontrando a su paso. La
Armada Imperial nipona mandó remontar el Yangtsé con
dragaminas y cañoneras para bombardear la ciudad. El
gobierno nacionalista comenzó su traslado, remontando el
Yangtsé en barcos de vapor y en juncos en dirección a
Hankou, que se convertiría provisionalmente en su capital.
Más tarde lo sería Chongqing, ciudad situada en el alto
Yangtsé, en la provincia de Sichuan.
Chiang Kai-shek no sabía si resistir en Nanjing o
marchar de allí sin presentar batalla. La ciudad era
imposible de defender, pero abandonar un símbolo de tanta
importancia resultaba humillante. Sus generales no podían
estar de acuerdo. Al final, los dos bandos mostrarían su
lado más sombrío, con una mala defensa que simplemente
enfureció al agresor. Los comandantes japoneses planeaban
de hecho utilizar gas mostaza y bombas incendiarias contra
la capital si los combates llegaban a alcanzar la intensidad
que se había vivido en Shanghai.12
Aunque los chinos sabían que sus enemigos eran
implacables, no podían ni imaginar el grado de crueldad que
les aguardaba. El 13 de diciembre, las fuerzas chinas
evacuaron Nanjing, pero para acabar de repente rodeadas a
las afueras de la ciudad. Las tropas japonesas entraron en
Nanjing con la orden de matar a todos los prisioneros. Solo
una unidad de la 16.ª División asesinó a quince mil chinos,
y solo una compañía a otros mil trescientos.13 En su
informe a Berlín, un diplomático alemán contaba que
«además de ejecuciones en masa utilizando ametralladoras,
se recurrió a otros métodos más personales para acabar
con la vida de los detenidos, como, por ejemplo, rociar con
gasolina y prender fuego a la víctima».14 Los edificios de la
ciudad fueron saqueados e incendiados. Para escapar de la
matanza, de los abusos y violaciones y de la destrucción, la
población civil intentó refugiarse en la denominada «zona
internacional de seguridad».
La furia japonica conmocionó al mundo por sus
espeluznantes matanzas y violaciones masivas en venganza
por el encarnizamiento de los combates en Shanghai, algo
que el ejército japonés no esperaba de un pueblo como el
chino, al que tanto despreciaba. Las cifras relativas al
número de bajas civiles son muy dispares unas de otras.
Algunas fuentes chinas hablan de hasta trescientos mil
muertos, pero lo más probable es que fueran alrededor de
doscientos mil. Las autoridades militares niponas, en una
retahíla de mentiras absurdas, dijeron que se limitaron a
ejecutar a soldados chinos que se habían vestido de
paisano, y que su número apenas superó el millar. Las
escenas de la matanza eran dantescas, con calles y plazas
llenas de cadáveres en estado de descomposición,
mordidos muchos por perros semisalvajes. Todos los
estanques, todos los canales y todos los ríos estaban
contaminados con cuerpos putrefactos.
Los soldados japoneses se habían criado en una
sociedad militarista. Toda la aldea o vecindad, honrando
esos valores marciales, acostumbraba a salir a la calle a
despedir al recluta que partía para unirse al ejército. Por
esta razón, los soldados solían luchar por el honor de su
familia y de su comunidad, no por el emperador como
muchos occidentales creían. La fase básica de los
adiestramientos estaba concebida para destruir su
individualidad. Los reclutas eran objeto de constantes
insultos y golpes por parte de sus suboficiales, con el fin
de endurecerlos y provocarlos, en lo que podría calificarse
de una teoría de causa-efecto de la opresión, para
conseguir que dieran rienda suelta a su cólera ante los
soldados y civiles de un enemigo derrotado.15 Además, ya
en la escuela primaria, todos ellos habían sido adoctrinados
para creer que los chinos eran seres claramente inferiores
a la «raza divina» japonesa, «inferiores a los cerdos».16 En
un típico estudio de caso de las confesiones realizadas
después de la guerra, un soldado reconoció que, como se
había sentido horrorizado por las torturas infligidas
gratuitamente a un prisionero chino, pidió que le
permitieran encargarse del castigo para redimirse de la
falta cometida.17
En Nanjing, los soldados chinos heridos eran
asesinados a golpe de bayoneta allí donde se encontraban.
Los oficiales nipones obligaban a los prisioneros a
arrodillarse en fila, para luego decapitarlos uno a uno con
sus espadas de samurai. Sus soldados recibieron también la
orden de practicar con la bayoneta con miles de chinos que
eran atados a árboles. Los que se negaban eran golpeados
con severidad por sus suboficiales. El proceso de
deshumanización de las tropas desarrollado por el Ejército
Imperial de Japón aumentaba su grado de violencia en
cuanto estas dejaban su patria y llegaban a China. Un cabo
llamado Nakamura, que había sido reclutado contra su
voluntad, cuenta en su diario que obligaron a unos reclutas
novatos a presenciar cómo torturaban a cinco chinos hasta
matarlos. Los recién llegados estaban horrorizados, pero
Nakamura dice lo siguiente: «Todos los reclutas novatos
reaccionan igual, pero no tardarán en hacer lo mismo».18
Shimada Toshio, soldado raso, cuenta cómo fue su
«bautismo de sangre» tras unirse al 226.° Regimiento en
China. El prisionero chino había sido atado de manos y pies
a dos estacas, una a cada lado. Unos cincuenta reclutas
recién llegados formaron fila para practicar la bayoneta con
él. «Mis sentimientos debieron de paralizarse. No sentí
ninguna misericordia por él. Al final, empezó a
increparnos, gritando "¡Venga! ¡A qué esperáis!" No
atinábamos a clavarla en el lugar correcto. Por lo que
exclamaba "¡Daos prisa!", dando a entender que quería
morir lo antes posible». Shimada afirma que resultaba
difícil porque la bayoneta se clavaba en aquel desgraciado
«como [si él fuera de] tofu».19
John Rabe, el comerciante alemán representante de
Siemens que organizó la «zona internacional de seguridad»
en Nanjing y demostró su gran coraje y humanidad,
escribió en su diario: «Me siento totalmente confundido
ante la conducta de los japoneses. Por un lado, quieren que
se les reconozca y se les trate como una gran potencia a
nivel de las europeas, pero por otro, en estos momentos
demuestran una crueldad, una brutalidad y una bestialidad
que solo pueden compararse con las de las hordas de
Gengis Kan».20 Doce días más tarde anotaría el siguiente
comentario: «A cualquiera se le cortaría la respiración de
puro asco si viera una y otra vez cadáveres de mujeres con
estacas de bambú clavadas en la vagina. Ni las ancianas
septuagenarias se salvan de ser violadas».21
El espíritu de grupo del Ejército Imperial de Japón,
inculcado con castigos colectivos durante el período de
adiestramiento, también dio lugar a un orden de preferencia
entre los soldados. Los más veteranos organizaban
violaciones en grupo, con incluso treinta hombres por una
sola mujer, a la que solían asesinar cuando acababan con
ella. A los novatos no se les permitía participar en aquellos
actos brutales. Solo se les «invitaba» a unirse a la «fiesta»
cuando eran aceptados como parte del grupo.
A los soldados recién llegados tampoco se les
permitía visitar a las «mujeres de solaz» de los burdeles
militares. Estas mujeres eran adolescentes y jóvenes
casadas que habían sido detenidas en la calle o escogidas
por los jefes de las aldeas, los cuales debían proporcionar
un número determinado de ellas por orden del Kempeitai,
la temida policía militar. Tras la matanza y las violaciones
perpetradas en Nanjing, las autoridades militares niponas
exigieron la entrega de tres mil mujeres más «para uso y
disfrute del ejército».22 Solo en Xuzhou fueron capturadas
más de dos mil cuando se tomó esta ciudad en el mes de
noviembre.23 Además de las jóvenes forzadas a seguir ese
camino, los japoneses trasladaron a China a un gran número
de mujeres de su colonia de Corea. El comandante de un
batallón de la 37.ª División metió incluso en su cuartel a
tres esclavas chinas para su deleite personal. Para que
parecieran hombres, se les afeitó la cabeza en un intento de
encubrir su verdadera identidad.24
El objetivo de las autoridades militares era reducir los
casos de enfermedades venéreas y disminuir el número de
violaciones perpetradas públicamente por sus hombres,
pues semejantes actos podían provocar la aparición de
focos de resistencia entre la población. Preferían que unas
mujeres esclavas fueran violadas continuamente en la
clandestinidad de las «casas de solaz». Pero pronto se
reveló equivocada la idea de que el suministro de «mujeres
de solaz» contendría a los soldados japoneses de cometer
actos de violación. Los soldados preferían claramente
cometer de vez en cuando ese tipo de actos que hacer cola
en la «casa de solaz», y sus oficiales opinaban que las
violaciones eran beneficiosas para el espíritu marcial.25
En las pocas ocasiones en las que los japoneses se
vieron obligados a retirarse de un lugar, mataron a todas las
«mujeres de solaz» para vengarse de los chinos. Por
ejemplo, cuando la localidad de Suencheng, próxima a
Nanjing, fue recuperada temporalmente, unos soldados
chinos entraron en «un edificio en el que, después de que
los japoneses abandonaran el lugar, fueron hallados los
cadáveres desnudos de una docena de jóvenes chinas. En el
letrero colgado de la puerta que daba a la calle todavía
podía leerse: "Casa de Consuelo [Solaz] del Gran Ejército
Imperial"».26
En el norte de China los japoneses sufrieron algunos
reveses a manos de las tropas nacionalistas y de las fuerzas
semiguerrilleras comunistas del Octavo Ejército de Ruta,
que afirmaban que podían recorrer más de ciento diez
kilómetros en un solo día. Pero a finales de año, el ejército
de Kwantung controlaba las ciudades de las provincias de
Chahar y Suiyuan y el norte de la de Shanxi. Al sur de
Pekín, ocuparon con facilidad la provincia de Shandong y
su capital, en gran medida gracias a la cobardía del
comandante de la región, el general Han Fuju.
El general Han, que había huido en un avión,
llevándose consigo el contenido de las arcas locales y un
sarcófago de plata, fue detenido por los nacionalistas y
condenado a muerte. Fue obligado a arrodillarse, y, a
continuación, un camarada general lo ejecutó disparándole
en la cabeza. Esta especie de advertencia dirigida a todos
los comandantes fue muy bien recibida por los distintos
partidos y facciones, y contribuyó en gran medida a la
unidad de los chinos. Los japoneses estaban cada vez más
contrariados por la firme determinación de los chinos de
seguir con su férrea resistencia, por mucho que hubieran
perdido su capital y casi todas sus fuerzas aéreas. Y estaban
exasperados por la manera en la que los chinos conseguían
evitar aquel enfrentamiento decisivo que, tras la batalla de
Shanghai, habría podido acabar con ellos.
En enero de 1938, las fuerzas niponas comenzaron su
avance hacia el norte por la línea ferroviaria que iba de
Nanjing a Xuzhou, un importante centro de
comunicaciones de gran valor estratégico por sus
conexiones con un puerto de la costa este y por su
proximidad a la línea ferroviaria situada más al oeste. De
caer esta ciudad, corrían peligro los grandes centros
industriales de Wuhan y Hankou. En China, como en Rusia
durante la guerra civil, las líneas ferroviarias tenían
muchísima importancia para el traslado y el abastecimiento
de las tropas. Chiang Kai-shek, que desde siempre había
sabido que Xuzhou sería un objetivo fundamental si tenía
lugar la invasión japonesa, concentró en la región un
ejército de unos cuatrocientos mil hombres, formado por
divisiones nacionalistas y tropas de jefes locales aliados.
El generalísimo era perfectamente consciente de la
trascendencia de las próximas batallas. El conflicto chino
había atraído a numerosos periodistas extranjeros, y la
opinión pública internacional lo equiparaba con la Guerra
Civil Española. Varios escritores, fotógrafos y realizadores
cinematográficos que habían estado en España —Robert
Capa, Joris Ivens, W. H. Auden o Christopher Isherwood—
se encontraban allí para comprobar en primera persona y
registrar o grabar para el mundo la resistencia de China a la
invasión japonesa. La inminente defensa de Wuhan sería
comparada con la defensa de Madrid. Comenzaron a llegar
a China para prestar su ayuda a las fuerzas nacionalistas y
comunistas numerosos médicos que habían asistido a los
republicanos españoles heridos. El más famoso fue el
cirujano canadiense Norman Béthune, que murió en China a
causa de una gravísima infección.
Stalin también veía ciertos paralelismos con la Guerra
Civil Española, pero Chiang cometió un error al confiar en
las palabras de su representante en Moscú, que con un
exceso de optimismo creía que la Unión Soviética iba a
entrar en guerra con Japón. Mientras seguían los combates,
Chiang entabló negociaciones, a través del embajador
alemán, con los japoneses, en parte para forzar la
intervención de Stalin, pero las condiciones exigidas por
los invasores eran excesivamente duras. Stalin sabía que los
nacionalistas no podían aceptarlas.
En febrero, divisiones japonesas del II Ejército
cruzaron el río Amarillo desde el norte para rodear las
formaciones chinas. A finales de marzo, los invasores
habían entrado en la ciudad de Xuzhou donde los combates
encarnizados se prolongaron durante días. Los chinos
carecían de los medios necesarios para enfrentarse a los
tanques nipones, pero comenzó a llegar armamento
soviético, y pudo lanzarse con éxito una gran
contraofensiva en Taierzhuang, a unos sesenta kilómetros
al este. Los invasores enviaron inmediatamente refuerzos
de Japón y Manchuria. El 17 de mayo creyeron que tenían
atrapado el grueso de las divisiones chinas, pero,
separándose y formando pequeños grupos, unos doscientos
mil soldados nacionalistas lograron escapar de aquella
encrucijada. Al final, el 21 de mayo, cayó Xuzhou, donde
se hicieron unos treinta mil prisioneros.27
En julio, en el lago Jasan, tuvo lugar el primer gran
enfrentamiento fronterizo entre las fuerzas niponas y el
Ejército Rojo. Una vez más, los nacionalistas confiaron en
que la Unión Soviética entrara en guerra, pero sus
expectativas pronto se esfumaron. Stalin reconocía
tácitamente el control japonés de Manchuria. Hitler tenía
los ojos puestos en Checoslovaquia, y el dictador ruso
estaba sumamente preocupado por aquella amenaza
alemana en el oeste. No obstante, envió varios asesores
militares a los nacionalistas. Los primeros habían llegado
en junio, poco antes de la partida del general von
Falkenhausen y su equipo, que recibieron de Göring la
orden de regresar a Alemania.
A continuación, como temía Chiang, los japoneses
planearon el ataque a la ciudad industrial de Wuhan.
También decidieron establecer su gobierno títere chino.
Para detener el avance del enemigo hacia Wuhan, Chiang
Kai-shek mandó que se abrieran brechas en los diques del
río Amarillo, o, como se decía en la orden del alto mando,
que se utilizara «agua en vez de soldados».28 Esta política
de inundaciones supuso para el avance de los japoneses un
retraso de casi cinco meses, pero fue espeluznante la
destrucción y la muerte que provocó en un territorio de
más de setenta mil kilómetros cuadrados de extensión. No
había terrenos elevados en los que encontrar cobijo. Según
cálculos oficiales, ochocientas mil personas murieron
ahogadas, de varias enfermedades o de inanición, y hubo
más de seis millones de refugiados.
Cuando por fin la tierra estuvo suficientemente seca
para transitar por ella con sus vehículos, los japoneses
reiniciaron el avance hacia Wuhan, apoyados por las
fuerzas de la Armada Imperial que navegaban por el
Yangtsé, y por el XI Ejército que seguía el curso del río
por sus dos márgenes. El Yangtsé se convirtió en una ruta
fundamental de abastecimiento de sus tropas, inmune a los
ataques propios de una guerra de guerrillas.
Los nacionalistas habían recibido hasta entonces unos
quinientos aviones soviéticos y ciento cincuenta pilotos
«voluntarios» del Ejército Rojo, pero como estos
prestaban servicio solo durante tres meses, cuando
comenzaban a dominar la situación, ya tenían que irse.
Llegaron a prestar sus servicios conjuntamente entre
ciento cincuenta y doscientos de ellos, y en total fueron
unos dos mil los que volaron en China. Lograron organizar
con éxito una emboscada el 29 de abril de 1938, cuando
supusieron acertadamente que los japoneses iban a lanzar
una gran incursión contra Wuhan para celebrar el
aniversario del emperador Hiro Hito, pero, por lo general,
los pilotos de la Armada Imperial impusieron su
superioridad en el centro y en el sur de China. Los pilotos
chinos, a pesar de volar en aparatos poco apropiados, solían
realizar ataques espectaculares contra los navíos de guerra,
ataques que supusieron su propia destrucción.29
En julio, los japoneses bombardearon el puerto fluvial
de Jiujiang, casi con toda seguridad con la ayuda de unas
armas químicas que recibían eufemísticamente el nombre
de «humo especial». El 26 de julio, cuando cayó la ciudad,
el destacamento Namita llevó a cabo otra horrible matanza
de civiles. Pero en medio del intenso calor estival, el XI
Ejército se vio obligado a frenar su avance debido a la
férrea resistencia de las fuerzas chinas, y un gran número
de soldados japoneses sucumbió a la malaria y al cólera.
Este hecho permitió que los chinos tuvieran tiempo para
desmantelar diversas instalaciones industriales y enviarlas,
río arriba, a Chongqing. El 21 de octubre, tras llevar a cabo
una importante operación anfibia, el XXI Ejército japonés
capturó el gran puerto de Guangzhou (Cantón), situado en
la costa meridional. Cuatro días más tarde, la 6.ª División
del XI Ejército entraba en Wuhan mientras las fuerzas
chinas huían en retirada.
Chiang Kai-shek se lamentaba constantemente de lo
deficientes que eran sus colaboradores, los enlaces, los
servicios de inteligencia y las comunicaciones. Los
cuarteles generales de las divisiones, aunque se
encontraban en la retaguardia, preferían no estar en
contacto con el alto mando para no recibir órdenes de
ataque. Las defensas siempre carecían de profundidad,
limitándose a una simple línea de trincheras fácilmente
franqueable, y las reservas nunca eran desplegadas en el
lugar adecuado. Sin embargo, el desastre que estaba por
venir sería en gran medida culpa de Chiang.
Tras la caída de Wuhan, Changsha parecía la localidad
más vulnerable. La aviación japonesa la bombardeó el 8 de
noviembre. Al día siguiente, Chiang ordenó que se
dispusiera todo lo necesario para arrasar con fuego la
ciudad si los japoneses lograban entrar en ella. Puso de
ejemplo la destrucción de Moscú por parte de los rusos en
1812. Tres días después, comenzó a correr el falso rumor
de que los japoneses estaban a punto de llegar, y la
madrugada del 13 de noviembre se prendió fuego a la
ciudad. Changsha fue pasto de las llamas durante tres días.
Dos tercios de la ciudad, incluidos sus depósitos y
almacenes llenos de arroz y de trigo, quedaron totalmente
destruidos. Veinte mil personas, entre ellas todos los
soldados heridos, perdieron la vida, y doscientas mil se
quedaron sin casa.
A pesar de sus innumerables victorias, el Ejército
Imperial japonés distaba mucho de sentirse plenamente
satisfecho. Sus comandantes sabían que no habían
conseguido asestar un golpe definitivo. Sus líneas de
abastecimiento formaban una red demasiado extendida y
vulnerable. Y, además, eran perfectamente conscientes del
apoyo militar que los nacionalistas recibían de la Unión
Soviética, cuyos pilotos estaban abatiendo en aquellos
momentos muchos de sus aviones. Los japoneses se
preguntaban con gran inquietud qué estaba tramando Stalin.
Esta desazón los llevó a proponer en noviembre la retirada
general de sus fuerzas al norte, al otro lado de la Gran
Muralla, siempre y cuando los nacionalistas cambiaran de
gobierno, reconocieran los derechos de Japón sobre
Manchuria, permitieran al imperio nipón la explotación de
sus recursos y acordaran crear un frente común contra los
comunistas. El rival de Chiang, Wang Jingwei, marchó a
Indochina en diciembre y entabló contacto con las
autoridades japonesas en Shanghai. Como líder de los
partidarios del apaciguamiento del Kuomintang, se
consideraba el candidato idóneo para sustituir a Chiang.
Pero pocos políticos lo siguieron cuando decidió unirse al
enemigo. El poderoso llamamiento de Chiang a la
redención nacional ganó la batalla.
Los japoneses, después de abandonar la estrategia del
ataque violento para obtener una rápida victoria,
comenzaron a desarrollar un método mucho más cauto.
Ante la inminencia de la guerra en Europa, pensaban que no
tardarían en verse obligados a desplegar en otros frentes
parte de las numerosas fuerzas que tenían en China.
También creían —de manera harto absurda, considerando
las atrocidades cometidas por sus tropas— que podían
ganarse al pueblo chino. Así pues, aunque seguían
produciéndose innumerables bajas en las fuerzas
nacionalistas y la población civil —morirían unos veinte
millones de chinos antes de finalizar la guerra en 1945—,
los japoneses optaron por realizar operaciones de menor
envergadura, en su mayoría destinadas a acabar con los
grupos guerrilleros que actuaban en su retaguardia.
Los comunistas reclutaron a un gran número de
paisanos para sus milicias guerrilleras, como, por ejemplo,
el Nuevo Cuarto Ejército que operaba en el curso medio
del Yangtsé. Muchos de estos partisanos campesinos iban
armados exclusivamente de herramientas agrícolas o de
lanzas de bambú. Pero, siguiendo las decisiones tomadas en
el pleno del comité central de octubre de 1938, la política
de Mao era clara: las fuerzas comunistas no iban a luchar
contra los japoneses si no eran atacadas. Debían mantener
su potencial para conquistar territorio a los nacionalistas.
Mao dejó bien claro que Chiang Kai-shek era su oponente
último, su «enemigo número 1». Los japoneses realizaban
incursiones en las zonas rurales, sembrando el terror entre
la población local con sus matanzas y sus violaciones en
masa. Empezaban por matar a todos los varones jóvenes de
la aldea. «Los ataban juntos y les abrían la cabeza a golpes
de sable».30 Luego iban a por las mujeres. En septiembre de
1938 el cabo Nakamura haría la siguiente anotación en su
diario, hablando de una incursión a Lukuochen, localidad
situada al sur de Nanjing: «Ocupamos la aldea y
empezamos a buscar por todas las casas. Queríamos
capturar a las chicas más atractivas. La caza duró dos horas.
Niura mató a una de un tiro porque era virgen y fea, y la
habíamos despreciado todos».31 Las violaciones en masa de
Nanjing y las innumerables atrocidades cometidas por los
soldados del Ejército Imperial provocaron en la población
rural un patriótico sentimiento, mezcla de cólera y rabia,
inconcebible antes de la guerra, cuando Japón, e incluso
China como nación, eran conceptos prácticamente
desconocidos.
La siguiente batalla importante no tuvo lugar hasta marzo
de 1939, cuando los japoneses trasladaron un
numerosísimo contingente de tropas a la provincia de
Jiangxi para atacar su capital, Nanchang. Los chinos
resistieron con gran bravura, a pesar de que los japoneses
volvieron a utilizar gas venenoso. Los invasores se vieron
obligados a luchar casa por casa, y el 27 de marzo tomaron
la ciudad. Centenares de miles de refugiados comenzaron
su éxodo hacia el oeste, unos cargando sobre la espalda
pesados fardos con sus pertenencias, otros empujando las
carretillas de madera en las que habían colocado sus pocas
posesiones: mantas, herramientas, cacharros y cuencos.
Las mujeres tenían el cabello cubierto de polvo, y las más
ancianas apenas podían caminar con los pies vendados.
El generalísimo ordenó una contraofensiva para
reconquistar Nanchang. El ataque cogió a los japoneses por
sorpresa; los nacionalistas consiguieron poner pie en la
ciudad a finales de abril, pero el esfuerzo había sido
mucho. Chiang Kai-shek, que había amenazado con ejecutar
a los comandantes si no tomaban Nanchang, tuvo que
aceptar al final que sus fuerzas se retiraran.
Poco después de los enfrentamientos fronterizos a
orillas del Khalkhin Gol protagonizados por japoneses y
soviéticos en el mes de mayo —los mismos que llevaron a
Stalin a enviar a Zhukov a esta región en calidad de máxima
autoridad militar—, el jefe del grupo de asesores militares
que los soviéticos habían enviado a China instó a Chiang
Kai-shek a lanzar una gran contraofensiva para recuperar la
ciudad de Wuhan. Stalin engañaba a Chiang, haciéndole
creer que estaba a punto de alcanzar un acuerdo con los
británicos, cuando en realidad intentaba llegar a un pacto
con la Alemania nazi. Pero Chiang comenzó a dar largas,
pues sospechaba correctamente que lo único que quería
Stalin era liberar las regiones fronterizas soviéticas de la
presión de los combates. También le preocupaba que cada
vez fuera menor la influencia restrictiva que ejercía Stalin
sobre Mao. Los nacionalistas estaban asustados ante la
expansión comunista y la decisión de Mao de seguir una
línea independiente. Pero Chiang creía que Stalin prefería
mantener el Kuomintang en guerra contra Japón que
defender a su propio partido chino, por lo que incitaba a sus
fuerzas guerrilleras a adentrarse en zona comunista. Ello
daría lugar a numerosos enfrentamientos encarnizados, en
los que, según cálculos comunistas chinos, más de once
mil personas perdieron la vida.32
Aunque gran parte de Changsha había quedado arrasada
por el trágico incendio, los japoneses seguían queriendo
capturar la ciudad debido a su posición estratégica. No es
de extrañar que Changsha fuera considerada un objetivo
importante, pues estaba situada en la línea ferroviaria que
unía Cantón y Wuhan, ciudades que en aquellos momentos
estaban ocupadas por un numeroso contingente de tropas
niponas. La caída de Changsha dejaría aislados a los
nacionalistas en su reducto occidental de Sichuan. Los
japoneses lanzaron su ataque en agosto, el mismo mes en el
que sus camaradas del ejército de Kwantung combatían
contra las fuerzas del general Zhukov en las distantes
regiones del norte.
El 13 de septiembre, mientras las fuerzas alemanas se
adentraban en Polonia, los japoneses avanzaban hacia
Changsha con seis divisiones que sumaban un total de
ciento veinte mil hombres. El plan nacionalista consistía en
retirarse poco a poco al principio sin dejar de combatir,
para permitir que el enemigo realizara un avance rápido
hacia la ciudad, y luego sorprenderlo con una inesperada
contraofensiva en sus flancos. Chiang Kai-shek ya había
percibido la tendencia de los japoneses a desperdigarse. En
su afán por alcanzar mayor gloria, los generales nipones
rivalizaban unos con otros, por lo que prosiguieron su
avance sin tener en cuenta a las formaciones vecinas. El
programa de adiestramientos de tropas puesto en marcha
por Chang Kai-shek tras la pérdida de Wuhan funcionó, y la
emboscada fue un éxito. Los chinos afirmarían que los
japoneses habían acabado la batalla sufriendo cuarenta mil
bajas.
Aquel agosto, mientras Zhukov estaba obteniendo una
victoria en la batalla de Khalkhin Gol, la prioridad principal
de Stalin fue evitar que el conflicto con Japón se
extendiera en un momento en el que había empezado a
entablar en secreto negociaciones con Alemania. Pero el
anuncio del pacto nazi-soviético sacudió los cimientos del
gobierno japonés. Las autoridades niponas no podían creer
que su aliado alemán hubiera llegado a un acuerdo con el
demonio comunista. Al mismo tiempo, la reticencia de
Stalin a luchar contra Japón tras la victoria de Zhukov
supuso, como era lógico, un duro golpe para los
nacionalistas de China. El acuerdo de «cese de
hostilidades» en las fronteras de Mongolia y de Siberia
permitía que los japoneses concentraran sus fuerzas en los
combates contra los chinos sin tener que preocuparse por
la presencia a sus espaldas de los rusos en el norte.
Chiang Kai-shek temía que la Unión Soviética y Japón
llegaran a un acuerdo secreto para dividir China, como la
partición nazi-soviética de Polonia en septiembre. También
se alarmó cuando Stalin comenzó a recortar drásticamente
la ayuda militar a los nacionalistas. Y el estallido de la
guerra en Europa en septiembre suponía menos
posibilidades de ayuda por parte de británicos y franceses.
Para los nacionalistas, la falta de ayuda exterior se
convirtió en un problema cada vez más grave. La invasión
japonesa no solo representaba una amenaza militar. Por su
culpa se habían perdido cosechas y reservas de alimentos.
El bandidaje se convirtió en una práctica extendida, en la
que los desertores y los soldados rezagados, actuando en
grupos, campaban a sus anchas. Varios millones de
refugiados intentaban escapar dirigiéndose al oeste, aunque
solo fuera para poner a sus esposas e hijas a salvo de las
crueles tropas japonesas. El hacinamiento en las ciudades
provocaba epidemias de cólera. Con el éxodo de población,
la malaria se extendió a nuevas regiones. Y el tifus,
maldición de tropas y refugiados en huida, se convirtió en
una enfermedad endémica. Aunque se llevaron a cabo
grandes esfuerzos para mejorar los servicios sanitarios
chinos, tanto militares como civiles, lo cierto es que los
escasos médicos disponibles poco podían hacer para
ayudar a los refugiados, que padecían tina, sarna, tracoma y
todas las demás dolencias de la pobreza exacerbada por una
gravísima malnutrición.
Sin embargo, espoleados por su triunfo en Changsha,
los nacionalistas lanzaron una serie de contraataques en una
«ofensiva de invierno» a lo largo de toda China central.
Pretendían cortar las líneas de aprovisionamiento de las
guarniciones niponas más expuestas, obstruyendo el tráfico
fluvial en el Yangtsé e interrumpiendo las comunicaciones
ferroviarias. Pero en cuanto comenzaron los ataques de los
nacionalistas en noviembre, los japoneses invadieron la
provincia suroccidental de Guangxi con un desembarco
anfibio. El 24 de ese mismo mes, tomaron la ciudad de
Nanning, amenazando la línea ferroviaria que conducía a la
Indochina francesa. Las pocas tropas nacionalistas
presentes en la zona se vieron sorprendidas, emprendiendo
una rápida huida. Chiang Kai-shek envió inmediatamente
refuerzos, y los combates, que se prolongaron durante dos
meses, fueron sangrientos. Los japoneses afirmarían haber
matado a veinticinco mil chinos en una sola batalla. Otras
ofensivas niponas lanzadas más al norte supondrían para los
nacionalistas la pérdida de regiones importantes para su
aprovisionamiento de grano y de reclutas. Los japoneses
también hicieron acopio de bombarderos en China para
alcanzar con facilidad las regiones de la retaguardia
nacionalista y atacar su nueva capital, Chongqing. Los
comunistas, mientras tanto, negociaban secretamente con
los japoneses un pacto en China central, según el cual ellos
no atacarían los ferrocarriles si los japoneses se avenían a
no molestar a su Nuevo Cuarto Ejército en el campo.
La situación mundial era muy desfavorable para los
nacionalistas chinos, pues Stalin se había aliado con
Alemania y exigía a Chiang Kai-shek que se abstuviera de
entablar negociaciones con Gran Bretaña o Francia. El líder
soviético temía que los británicos intentaran, como los
chinos, obligarlo a entrar en una guerra con Japón. En
diciembre de 1939, durante la Guerra de Invierno contra
Finlandia, los nacionalistas se encontraron ante un
tremendo dilema cuando la Unión Soviética tuvo que
afrontar su expulsión de la Sociedad de Naciones por
aquella invasión. No querían provocar a Stalin, pero
tampoco podían utilizar su veto para salvarlo, pues habrían
enfurecido a las potencias occidentales. Al final, el
representante chino se abstuvo en la votación. Esto
provocó el enfado de Moscú, sin por otro lado satisfacer a
británicos y franceses. Los envíos soviéticos de material
militar cayeron drásticamente, y no volverían a ser los
mismos hasta un año después. Con el fin de presionar a
Stalin para que suavizara su postura, Chiang Kai-shek dejó
correr el rumor de que estaba dispuesto a negociar una paz
con Japón.
Sin embargo, la única esperanza que tenían en aquellos
momentos los nacionalistas eran cada vez más los Estados
Unidos, que habían comenzado a condenar la agresión
japonesa y a reforzar sus propias bases en el Pacífico. Pero
Chiang Kai-shek también debía afrontar dos conflictos
internos. El Partido Comunista de China, liderado por Mao,
se mostraba más firme y enérgico, declarando
implícitamente que iba a derrotar al Kuomintang cuando
finalizara la guerra chino-japonesa. Y el 30 de marzo de
1940, los nipones establecieron en Nanjing el «Gobierno
Nacional» del «Kuomintang Reformado» de Wang Jingwei,
a quien los verdaderos nacionalistas llamaban simplemente
«el traidor criminal».33 No obstante, les llenaba de
preocupación que el nuevo régimen pudiera ser reconocido
no solo por Alemania e Italia, únicos aliados europeos de
Japón, sino también por otras potencias extranjeras.
5
NORUEGA Y DINAMARCA
(enero-mayo de 1940)
En un principio, Hitler había pretendido que su ataque a los
Países Bajos y a Francia comenzara en noviembre de 1939,
en cuanto pudieran ser trasladadas las divisiones
desplegadas en Polonia. Sobre todo quería capturar
aeródromos y puertos en el Canal de la Mancha para
lanzarse contra Gran Bretaña, a la que consideraba su
enemigo más peligroso. Tenía muchísima prisa por obtener
una victoria decisiva en el oeste antes de que los Estados
Unidos estuvieran en posición de intervenir.
Los generales alemanes no veían con buenos ojos este
plan. En su opinión, la captura del ejército francés podía
conducir a un punto muerto parecido al de la Primera
Guerra Mundial. Alemania no disponía ni del combustible
ni de las materias primas necesarias para llevar a cabo una
campaña de tanta envergadura. Algunos altos oficiales
también eran reticentes a atacar países neutrales como
Holanda y Bélgica, pero todos esos escrúpulos morales —
como las pocas protestas que se dejaron oír por la matanza
de civiles polacos emprendida por la SS— fueron
rechazados enérgicamente por Hitler. El Führer se
enfureció aún más cuando le comunicaron que la
Wehrmacht corría el peligro de quedarse sin municiones,
sobre todo sin bombas, y sin carros de combate. Incluso
una breve campaña como la de Polonia había agotado sus
provisiones y puesto de relieve las deficiencias de los
tanques Mark I y Mark II.
Hitler achacó aquel fracaso al sistema de suministros
y abastecimiento del ejército, y al poco tiempo invitó al
Dr. Fritz Todt, su jefe de construcciones, a dirigir este
departamento. Y en una decisión característicamente suya,
decidió utilizar todas las reservas de materias primas «sin
tener en cuenta el futuro y en detrimento de los años de
guerra que estaban por venir».1 Podían ser recuperadas,
decía, en cuanto la Wehrmacht capturara las minas de
carbón y de hierro de Holanda, Bélgica, Francia y
Luxemburgo.2
En cualquier caso, a finales del otoño de 1939, las
nieblas y las brumas obligaron a Hitler a entender que la
Luftwaffe no podía proporcionar la ayuda vital necesaria
para llevar a cabo la empresa cuya fecha límite él había
fijado en el mes de noviembre. (Es muy tentador hacer
conjeturas de cómo habrían podido ir las cosas si Hitler
hubiera lanzado su ataque en noviembre en lugar de seis
meses después.) Fue entonces cuando el Führer ordenó que
se preparara un plan para atacar Holanda, país neutral, a
mediados de enero de 1940. Sorprendentemente, tanto los
holandeses como los belgas fueron advertidos de ello por
el ministerio de asuntos exteriores de Ciano en Roma. La
razón de este aviso hay que buscarla en el nerviosismo y el
enfado que provocó en muchos italianos, especialmente en
el ministro de asuntos exteriores de Mussolini, el conde
Ciano, el ímpetu bélico demostrado por los alemanes en
septiembre. Temían que su país se convirtiera en el primer
objetivo de los Aliados, y sufriera un ataque de los
británicos en el Mediterráneo. Además, el coronel Hans
Oster, un antinazi en el seno de la Abwehr (la inteligencia
militar alemana), filtró información al agregado militar de
Holanda en Berlín. Más tarde, el 10 de enero de 1940, un
avión de enlace alemán, que había perdido la orientación
debido a la intensa nubosidad, tuvo que hacer un aterrizaje
forzoso en suelo belga. El oficial de estado mayor de la
Luftwaffe que viajaba a bordo del aparato tenía una copia
del plan de atacar Holanda, e intentó quemarla, pero los
soldados belgas llegaron antes de que quedara
completamente destruida.
Curiosamente, este giro de los acontecimientos no
beneficiaría a los Aliados. Creyendo en la inminencia de
una invasión alemana, sus formaciones del nordeste de
Francia destinadas a la defensa de Bélgica se trasladaron
inmediatamente a la frontera, descartando así su propio
plan inicial. Hitler y el OKW se vieron obligados a
reconsiderar su estrategia. El nuevo proyecto se basaría en
la brillante idea del teniente general Erich von Manstein de
lanzar un ataque con divisiones panzer por las Ardenas, para
luego alcanzar la región del Canal, sorteando la retaguardia
de los ejércitos británico y francés en avance hacia
Bélgica. Aquella sucesión de aplazamientos inspiró un
falso sentimiento de seguridad en las fuerzas aliadas que
languidecían en la frontera francesa. Muchos soldados, e
incluso numerosos planificadores del Departamento de
Guerra británico, empezaron a creer que Hitler nunca haría
acopio del valor necesario para invadir Francia.
El gran almirante Raeder, a diferencia de los altos
oficiales del ejército, estaba totalmente de acuerdo con la
agresiva estrategia de Hitler. Fue incluso más allá, instando
al Führer a incluir en sus planes la invasión de Noruega para
proporcionar a la marina alemana un flanco desde el que
actuar contra los navíos británicos. Para ello utilizó el
argumento de que el puerto noruego de Narvik tenía que ser
capturado para garantizar el suministro de hierro sueco, tan
vital para las industrias de guerra alemanas. Había invitado a
Vidkun Quisling, líder noruego pronazi, a entrevistarse con
Hitler, logrando que aquel convenciera al Führer de la
importancia de una ocupación de Noruega por parte de
Alemania. La amenaza de una intervención de británicos y
franceses en Noruega, como parte de un plan de apoyo a
Finlandia, le preocupaba en grado sumo. Y si los británicos
establecían una presencia naval en el sur de Noruega,
podrían cortar el acceso al Báltico. Himmler también tenía
muchísimo interés en Escandinavia, pero como fuente de
los reclutamientos de su Waffen-SS. Sin embargo, los
intentos nazis de infiltrarse en los países escandinavos no
habían tenido el éxito esperado.
Los nazis desconocían que, en un principio, Churchill
había pretendido mucho más que simplemente sellar el
acceso al Báltico. El beligerante Primer Lord del Mar
había querido originalmente llevar la guerra al mismísimo
Báltico, enviando una flota a sus aguas, pero, por fortuna
para la Armada Real británica, la llamada Operación
Catherine fue descartada. Churchill también quiso
interrumpir el suministro de hierro sueco a Alemania desde
el puerto de Narvik, pero Chamberlain y el gabinete de
guerra se negaron rotundamente a violar la neutralidad
noruega.
Fue entonces cuando Churchill decidió asumir un
riesgo calculado. El 16 de febrero, el Cossack, un
destructor británico de la clase Tribal, interceptó en aguas
noruegas al buque de suministros del Graf Spee, el
Altmark, para liberar a los marineros de los navíos
mercantes británicos que llevaba a bordo el barco alemán
en calidad de prisioneros de guerra. «¡Ya ha llegado la
Armada!», el famoso grito con el que el grupo de abordaje
de marinos militares avisó de su presencia a sus
compatriotas encerrados en la bodega del barco, hizo
estallar de júbilo a una opinión pública inglesa que había
sufrido los inconvenientes de la guerra sin vivir plenamente
su dramatismo. En respuesta, la Kriegsmarine decidió
aumentar su presencia en el mar. Pero el 22 de febrero dos
destructores alemanes fueron atacados por aviones Heinkel
111 porque la Luftwaffe no había sido informada a tiempo
de que se encontraban en aquella zona. Los dos barcos de
guerra se fueron a pique tras ser alcanzados por las bombas
de sus fuerzas aéreas y chocar con unas minas.3
Poco tiempo después, los navíos de guerra alemanes
fueron obligados a regresar a puerto, aunque por razones
bien distintas. El 1 de marzo, Hitler dio orden de
prepararse para invadir Dinamarca y Noruega, operación
para la cual era imprescindible poder contar con todos los
buques de superficie disponibles. Su decisión de atacar
estos dos países alarmó tanto al ejército alemán como a la
Luftwaffe. Uno y otra consideraban que ya se enfrentaban a
una empresa suficientemente ardua y difícil con la invasión
de Francia. Una diversión de sus fuerzas a Noruega podía
resultar devastadora en aquellos momentos. Göring estaba
especialmente furioso, pero sobre todo porque habían
herido su orgullo. En su opinión, no había sido
debidamente consultado.
El 7 de marzo, Hitler firmó la orden. La situación
comenzaba a parecer cada vez más apremiante, pues los
informes de los vuelos de reconocimiento hablaban de que
la Armada Real británica estaba concentrando fuerzas en
Scapa Flow. Se suponía que aquello eran los preparativos
de un desembarco en la costa noruega. Pero, unos días más
tarde, la noticia de un acuerdo entre soviéticos y
finlandeses para poner fin a su conflicto produjo
sentimientos contradictorios en el alto mando alemán.
Incluso los planificadores de la Kriegsmarine, que durante
tanto tiempo habían insistido en la conveniencia de una
intervención en Noruega, empezaron a creer que la presión
había desaparecido, pues británicos y franceses ya no
tenían ninguna excusa para desembarcar en Escandinavia.
Pero Hitler y otros colaboradores suyos, como, por
ejemplo, el gran almirante Raeder, consideraron que los
preparativos estaban tan avanzados que había que seguir con
el plan de invasión. Además, una ocupación alemana sería
una manera efectiva de continuar presionando a los suecos
para que no interrumpieran el suministro de hierro. Y a
Hitler le agradaba la idea de una Alemania con bases
militares que pudieran vigilar atentamente la costa oriental
de Gran Bretaña y permitir el acceso al norte del Atlántico.
La invasión simultánea de Noruega (Operación
Weserübung Norte), con seis divisiones, y Dinamarca
(Operación Weserübung Sur), con dos divisiones y una
brigada de fusileros motorizada, quedó fijada para el 9 de
abril. Unos buques de transporte, escoltados por la
Kriegsmarine, desembarcarían a sus fuerzas en diversos
puntos, incluidas las ciudades de Narvik, Trondheim y
Bergen. El X Fliegerkorps de la Luftwaffe se encargaría de
lanzar paracaidistas y unidades aerotransportadas en otros
lugares, principalmente Oslo. Copenhague y otras siete
ciudades importantes danesas serían atacadas por tierra y
por mar. El OKW creía que estaba en una carrera por
Noruega en la que los británicos les pisaban los talones,
pero lo cierto es que les llevaban una cómoda ventaja.
Una vez firmado el pacto entre soviéticos y
finlandeses, Chamberlain, ignorando los planes de
Alemania, había cancelado el estado de emergencia para las
fuerzas expedicionarias anglo-francesas destinadas a
Noruega y Finlandia. Tomó esta decisión a pesar de los
consejos, en sentido contrario, del jefe del estado mayor
del imperio británico, general sir Edmund Ironside.
Angustiado por la idea de que la guerra pudiera extenderse
a los países neutrales de Escandinavia, Chamberlain tenía la
esperanza de que Alemania y la Unión Soviética enfriaran
sus relaciones. Pero era muy poco probable que la falta de
actuación de los aliados y la confianza en que podían hacer
la guerra siguiendo las normativas dictadas por la Sociedad
de Naciones lograran impresionar a alguien.
Daladier, que era todavía primer ministro de Francia,
abogó por seguir una estrategia mucho más contundente,
siempre y cuando no implicara convertir a su país en un
escenario de los combates. Incluso se mostró dispuesto a
correr el riesgo de entrar en guerra con la Unión Soviética
cuando propuso bombardear los yacimientos petrolíferos
de Bakú y el centro del Cáucaso, idea que horrorizó a
Chamberlain. También quiso ocupar la región minera de
Petsamo en el norte de Finlandia, próxima a la base naval
soviética de Murmansk. Además, defendió enérgicamente
el desembarco aliado en Noruega y el control absoluto del
mar del Norte para impedir que el hierro sueco llegara a
Alemania. Los británicos, sin embargo, sospecharon que lo
único que pretendía era trasladar la guerra a Escandinavia
para reducir las posibilidades de un ataque alemán contra
Francia. En parte, pensaban así porque Daladier se oponía
obstinadamente al plan británico de bloquear el tráfico
fluvial en el Rin con la colocación de minas. En cualquier
caso, Daladier se vería obligado a presentar su dimisión
como primer ministro el 20 de marzo. Paul Reynaud
asumió este cargo, y con el cambio de gobierno, Daladier
pasó a ocupar la cartera de Defensa.
Las constantes discusiones de los Aliados, en las que
cada uno intentaba imponer su propio plan de acción,
supusieron la pérdida de un tiempo precioso. Daladier
obligó a Reynaud a seguir oponiéndose al minado del Rin.
Los británicos accedieron a la propuesta francesa de minar
las aguas de la costa de Narvik, operación que se llevó a
cabo el 8 de abril. Churchill quería tener preparadas unas
fuerzas de desembarco, pues estaba seguro de la reacción
de los alemanes, pero Chamberlain, que no quería
precipitarse, se mantenía en sus trece.
Sin saberlo los británicos, una gran fuerza naval, con
soldados de infantería a bordo, ya había zarpado de
Wilhelmshaven el 7 de abril, rumbo a Trondheim y a
Narvik, en el norte de Noruega. A los cruceros de batalla
Gneisenau y Scharnhorst les acompañaban el crucero
pesado Admiral Hipper y catorce destructores. Otros
cuatro grupos navales se dirigían a puertos del sur de
Noruega.
Un avión británico avistó la principal fuerza
operacional a las órdenes del vicealmirante Lütjens. Los
bombarderos de la RAF lanzaron un ataque, pero sin
conseguir dañar al enemigo. La Home Fleet británica, o
Flota del Mar del Norte, a las órdenes de su almirante, sir
Charles Forbes, zarpó de Scapa Flow, pero estaba muy
lejos. La única fuerza naval en posición de interceptar al
enemigo era la que constituían el crucero de batalla inglés
Renown y su escolta de destructores, que en aquellos
momentos ayudaban en la colocación de minas frente a las
costas de Narvik. Uno de estos navíos, el Glowworm,
avistó un destructor alemán y fue tras él, pero Lütjens
envió al Hipper, que hundió al Glowworm embistiéndolo.
La Armada Real, decidida a concentrar sus fuerzas
para una gran batalla naval, ordenó el traspaso de tropas a
otros navíos de guerra listos para zarpar rumbo a Narvik y a
Trondheim. Pero la Flota del Mar del Norte no conseguía
interceptar la principal fuerza operacional enemiga. Este
hecho permitió que Lütjens pudiera enviar sus destructores
a Narvik, pero el 9 de abril, al amanecer, su escuadra naval
avistó el Renown, cuyos cañones de extraordinaria
precisión en alta mar causaron graves daños al Gneisenau y
al Scharnhorst, obligando a Lütjens a retirarse mientras se
procedía a la reparación urgente de sus barcos.
Los destructores alemanes, tras hundir dos pequeños
navíos de guerra noruegos, desembarcaron a sus tropas y
ocuparon Narvik. También el 9 de abril, el Hipper y sus
destructores desembarcaron a las tropas en Trondheim, y
otro contingente alemán entró en Bergen. Stavanger, por su
parte, fue tomada por fuerzas paracaidistas y dos batallones
de infantería aerotransportada. Oslo era un hueso mucho
más duro de roer, y la Kriegsmarine envió hacia la capital
el flamante crucero pesado Blücher y el acorazado de
bolsillo Lützow (el antiguo Deutschland). Las baterías
costeras y los torpedos noruegos hundieron el Blücher; el
Lützow tuvo que retirarse tras sufrir importantes daños.
La mañana siguiente, en Narvik, cinco destructores
británicos consiguieron entrar en los fiordos sin ser vistos.
Una fuerte nevada impidió que fueran localizados por los
submarinos alemanes que vigilaban aquellas aguas. En
consecuencia, sorprendieron a cinco destructores
alemanes que estaban repostando. Mandaron a pique dos de
ellos, pero luego fueron atacados por otros destructores
alemanes que se encontraban en unos fiordos vecinos. Dos
destructores de la Armada Real británica fueron hundidos,
y un tercero sufrió graves daños. Incapaces de salir de
aquella encrucijada, los demás buques ingleses tuvieron
que esperar hasta el 13 de abril a que el acorazado
Warspite y nueve destructores llegaran en su ayuda y los
rescataran tras acabar con todas las naves de guerra
alemanas que seguían en aquellas aguas.
En otras acciones que se desarrollaron a lo largo de la
costa, dos cruceros alemanes, el Königsberg y el
Karlsruhe, se fueron a pique; el primero bombardeado por
los aparatos aéreos Skua de un portaaviones británico, y el
segundo torpedeado por un submarino. El Lützow, que
como hemos indicado anteriormente sufrió graves daños,
tuvo que ser remolcado hasta Kiel. Pero este éxito parcial
de la Armada Real británica no impidió que a lo largo de
aquel mes fueran trasladados más de cien mil soldados
alemanes a Noruega.
La invasión de Dinamarca resultaría incluso más fácil para
Alemania. Los nazis consiguieron desembarcar tropas en
Copenhague antes de que saltara la alarma en las baterías
costeras danesas. El gobierno de este país escandinavo se
vio obligado a aceptar las condiciones impuestas por
Berlín. Los noruegos, sin embargo, nunca aceptaron la idea
de una «ocupación pacífica».4 El rey, que el 9 de abril
abandonó Oslo junto con el gobierno, ordenó la
movilización general. Aunque las fuerzas alemanas
capturaron muchas bases en una serie de ataques por
sorpresa, se vieron aisladas hasta la llegada de los
contingentes de refuerzo necesarios.
Debido a la decisión de la Armada Real británica de
desembarcar a las tropas el 9 de abril, los primeros
efectivos aliados no se echaron a la mar hasta dos días más
tarde. La impaciencia de Churchill, que constantemente
cambiaba de idea e interfería en las decisiones
operacionales para exasperación del general Ironside y de
la Armada Real, no contribuyó a mejorar la situación. Por
su parte, las tropas noruegas atacaron con gran arrojo a la
3.ª División de Montaña alemana. No obstante, como las
fuerzas nazis ya habían ocupado las ciudades de Narvik y
Trondheim, los desembarcos anglo-franceses tuvieron que
llevarse a cabo en sus flancos. Se consideró muy peligroso
emprender un ataque directo contra los puertos. No fue
hasta el 28 de abril cuando comenzaron a desembarcar los
primeros efectivos aliados, compuestos por tropas
británicas y dos batallones de la Legión Extranjera
francesa, apoyados por una brigada polaca. Capturaron
Narvik y consiguieron destruir el puerto, pero la
supremacía aérea de la Luftwaffe frustró la operación
aliada. En el curso del mes siguiente, el ataque alemán
contra los Países Bajos y Francia obligaría a los Aliados a
evacuar a sus tropas del flanco norte, forzando la rendición
de las fuerzas noruegas.
La familia real y el gobierno de Noruega pusieron
rumbo a Inglaterra para continuar la guerra desde allí. La
obsesión de Raeder por Noruega, que él mismo se había
encargado de contagiar a Hitler, se revelaría, sin embargo,
una bendición con sus pros, pero también con muchos
contras, para la Alemania nazi. A lo largo de toda la guerra,
el ejército nunca dejó de lamentarse de que la ocupación de
Noruega obligaba a mantener en este país un contingente de
tropas excesivo, que podía ser de mucha más ayuda en
otros frentes. Desde el punto de vista aliado, la campaña de
Noruega fue un desastre mucho mayor. Aunque la Armada
Real británica logró hundir la mitad de los destructores de
la Kriegsmarine, el conjunto de la operación fue el peor
ejemplo de una cooperación entre distintos cuerpos e
instituciones. Muchos altos oficiales también pensaron que
el entusiasmo mal dirigido de Churchill estaba influenciado
por un deseo secreto de borrar el recuerdo de su campaña
de los Dardanelos en la Primera Guerra Mundial. Como el
propio Churchill reconocería más tarde, él fue más
responsable del desastre ocurrido en Noruega que Neville
Chamberlain. Pero por una de esas crueles ironías de la
política, aquel revés supondría su nombramiento como
primer ministro en sustitución de Chamberlain.
En la frontera francesa, la «extraña guerra» —la «phoney
war» de los ingleses, la «drôle de guerre», que decían los
franceses, o, como la llamaban los alemanes, la
«Sitzkrieg»— duraba mucho más de lo que Hitler había
planeado. El Führer contemplaba con desprecio al ejército
francés, y estaba convencido de que la resistencia
holandesa no tardaría en desvanecerse. Todo lo que
necesitaba era un plan acertado que reemplazara el que los
belgas habían pasado a los Aliados.
Los altos oficiales más importantes no veían con
agrado el intrépido proyecto del general von Manstein, y
trataron de descartarlo. Pero Manstein, cuando por fin pudo
acceder a Hitler, defendió enérgicamente su idea de que
una invasión de Holanda y Bélgica obligaría a las fuerzas
británicas y francesas a dar un paso adelante y cruzar la
frontera franco-belga.5 Entonces podían ser rodeadas con
un ataque relámpago de las tropas alemanas que salieran de
las Ardenas y las que cruzaran el Mosa en dirección al
estuario del Somme y Boulogne. Hitler se aferró a este
plan, pues necesitaba dar un golpe contundente y decisivo.
Como era propio de él, más tarde afirmaría que aquella idea
era la que siempre había tenido en mente.
La Fuerza Expedicionaria Británica, con cuatro
divisiones, había tomado posiciones a lo largo de la
frontera con Bélgica en octubre de 1939. En mayo de 1940
había aumentado sus efectivos con una división acorazada y
diez divisiones de infantería, siempre a las órdenes del
general John Vereker, vizconde de Gort, conocido como
lord Gort, quien, a pesar de estar al mando de un número
tan considerable de fuerzas, debía acatar las órdenes del
comandante francés del frente del nordeste, el general
Alphonse Georges, y del general Maurice Gamelin,
comandante en jefe francés, cuya desconfianza resultaba
curiosa y notable. No había ningún mando conjunto aliado
como en la Primera Guerra Mundial.
El mayor problema al que tuvieron que enfrentarse
tanto Gort como Georges fue la obstinada negativa del
gobierno belga a poner en entredicho su neutralidad, pese a
estar perfectamente al corriente del plan alemán de invadir
su país. Gort y las formaciones francesas apostadas en la
frontera tenían, pues, que esperar a que los alemanes
atacaran Bélgica para poder dar un paso adelante. Los
holandeses, que habían conseguido mantenerse neutrales
durante la Primera Guerra Mundial, estaban aún más
decididos a no provocar a los alemanes haciendo planes
conjuntos con los franceses o con los belgas. Sin embargo,
confiaban en que las fuerzas aliadas acudieran en ayuda de
su pequeño ejército mal pertrechado cuando comenzaran
los combates. Consciente de sus limitaciones, el Gran
Ducado de Luxemburgo, aunque simpatizara con los
Aliados, sabía que solo podía cerrar sus fronteras e indicar
al invasor alemán que se estaba violando su neutralidad.
En la planificación de su estrategia, los franceses
cometieron otro error de gravísimas consecuencias. La
línea Maginot, que Francia consideraba inexpugnable, se
extendía solo desde la frontera con Suiza hasta el extremo
sur de la frontera con Bélgica al otro lado de las Ardenas.
Ni el estado mayor francés ni el británico imaginaron que
los alemanes se atreverían a cruzar esta región tan boscosa
para lanzar un ataque relámpago. Los belgas advirtieron a
los franceses de este peligro, pero el arrogante general
Gamelin descartó semejante posibilidad. Reynaud, que
llamaba a Gamelin «el filósofo sin sangre en las venas»,6
quería destituirlo, pero Daladier, como ministro de defensa
y de la guerra, insistió en mantenerlo en el cargo. A la hora
de tomar decisiones, la parálisis afectaba incluso a las
esferas más altas.
En Francia, apenas se ocultaba el escaso apoyo a la
guerra. Las declaraciones de Alemania, en el sentido de que
Gran Bretaña había obligado a los franceses a entrar en
guerra para que luego cargaran con el peso de los
combates, tenían un efecto realmente corrosivo. Incluso el
estado mayor francés, a las órdenes del general Gamelin,
mostraba poco entusiasmo. Y su gesto, absolutamente
inapropiado, de realizar en septiembre un avance limitado
hasta Saarbrücken había sonado prácticamente como un
insulto a los polacos.
La mentalidad defensiva de Francia repercutió en su
organización militar. En su mayoría, las unidades de
tanques francesas, aunque técnicamente no eran inferiores
a las alemanas, habían recibido un adiestramiento
insuficiente. Aparte de tres divisiones mecanizadas —se
creó a toda prisa una cuarta a las órdenes del coronel
Charles de Gaulle—, los franceses tenían sus carros de
combate repartidos entre las distintas formaciones de
infantería. Al igual que los británicos, carecían de
suficientes cañones antitanque efectivos —al de dos libras
británico solía llamársele «lanzaguisantes»—, y sus
comunicaciones por radio eran, como poco, primitivas. En
una guerra de movimientos, los teléfonos de campaña y los
terminales fijos iban a resultar de muy poca utilidad.
Las fuerzas aéreas francesas seguían encontrándose en
un estado lamentable. Durante la crisis de Checoslovaquia
de 1938, el general Vuillemin había escrito a Daladier para
advertirle de que la Luftwaffe iba a destruir con facilidad
todas sus escuadrillas. Desde entonces, apenas se habían
llevado a cabo unas cuantas mejoras. Por esta razón los
franceses confiaban en que la RAF asumiera la mayor parte
de las operaciones aéreas, pero el mariscal del Aire sir
Hugh Dowding, jefe del Mando de Cazas, era totalmente
reacio al despliegue de sus aparatos en Francia. Aducía que
su principal objetivo era la defensa del Reino Unido y que,
en cualquier caso, los aeródromos franceses carecían de
baterías antiaéreas eficaces. Además, ni la RAF ni las
fuerzas aéreas francesas se habían preparado para llevar a
cabo conjuntamente misiones de apoyo para su infantería.
Durante la campaña de Polonia, los Aliados no habían
aprendido esta lección, al igual que otras muchas, como,
por ejemplo, que la Luftwaffe estaba perfectamente
capacitada para lanzar implacables ataques preventivos
contra los aeródromos, o que el ejército alemán tenía un
talento especial para realizar ataques relámpago con sus
blindados con el fin de desorientar al enemigo.
Tras varios aplazamientos más, en parte debidos a la
campaña de Noruega y también a los desfavorables
pronósticos meteorológicos de los días inmediatamente
anteriores, se decidió por fin que había llegado el momento
de comenzar la invasión alemana en el oeste. El día «X» iba
a ser el viernes, 10 de mayo. Hitler, con su habitual falta de
modestia, predijo la «mayor victoria en la historia del
mundo».7
6
LA OFENSIVA EN EL
OESTE
(mayo de 1940)
El jueves, 9 de mayo, hizo un hermoso día primaveral en
prácticamente todo el norte de Europa. Un corresponsal de
guerra pudo ver cómo un grupo de soldados belgas
plantaban pensamientos alrededor de su cuartel.1 Corría el
rumor de un inminente ataque alemán, pues habían llegado
informes que hablaban de movimientos de tropas en
Hannover y del montaje de puentes de pontones cerca de la
frontera, informes de los que Bruselas no hacía ningún
caso. Al parecer, muchos pensaban que Hitler se disponía a
lanzar un ataque por el sur para ocupar los Balcanes, no por
el noroeste. En cualquier caso, pocos imaginaban que iba a
invadir de un plumazo cuatro países: Holanda, Bélgica,
Luxemburgo y Francia.
En París, la vida seguía siendo la misma de siempre.
Raras veces la capital se había visto tan bella. Los castaños
lucían la exuberancia de su follaje. Los cafés estaban
repletos de clientes. Sin ironía aparente, la canción
J'attendrai continuaba siendo el éxito del momento. El
hipódromo de Auteuil seguía con sus carreras de caballos,
y los salones del Ritz eran el punto de encuentro de
elegantes damas. Lo que resultaba más sorprendente eran
los numerosos oficiales y soldados que iban y venían por
las calles de la ciudad.2 Hacía poco que el general Gamelin
había vuelto a autorizar la concesión de permisos. Por una
curiosa coincidencia, Paul Reynaud, el primer ministro,
había presentado su dimisión aquella misma mañana al
presidente Lebrun, pues Daladier seguía negándose a
destituir al comandante en jefe de las fuerzas francesas.
En Gran Bretaña, los noticiarios de la BBC
informaron de que la noche anterior treinta y tres
parlamentarios conservadores habían votado en contra del
gobierno de Chamberlain en la Cámara de los Comunes tras
un debate sobre el fracaso en Noruega. La arenga de Leo
Amery atacando a Chamberlain tendría unas consecuencias
funestas para el primer ministro. Terminaba citando las
palabras pronunciadas por Cromwell a los miembros del
Parlamento Largo en 1653: «Y yo digo que os vayáis, que
nos dejéis en paz de una vez. En el nombre de Dios,
¡marchad!» En medio de la agitación de la cámara, con
gritos de «¡Marchad! ¡Marchad! ¡Marchad!», Chamberlain,
conmocionado, abandonó el lugar, tratando de ocultar sus
sentimientos.
A lo largo de aquel día tan soleado, los políticos de
Westminster y los clubes de St. James discutían acerca de
cuál era el siguiente paso que debía darse, unos de manera
acalorada, otros sin perder la compostura. ¿Quién iba a ser
el sucesor de Chamberlain? ¿Churchill? ¿O tal vez lord
Halifax, secretario de exteriores? Para la mayoría de los
conservadores, Edward Halifax era la elección más lógica.
Muchos de ellos seguían desconfiando de Churchill, al que
consideraban un disidente peligroso e incluso carente de
escrúpulos. No obstante, Chamberlain continuaba haciendo
lo posible por mantenerse en el cargo. Recurrió al Partido
Laborista, proponiendo una coalición, pero recibió una
brusca respuesta: ellos no estaban dispuestos a colaborar
con un gobierno presidido por él. Aquella misma tarde
Chamberlain se vio obligado a afrontar el hecho de que
debía presentar su dimisión. Fue así como Gran Bretaña se
encontró inmersa en un limbo político la víspera de la gran
ofensiva de Alemania por el oeste.
En Berlín, Hitler dictaba la proclamación que dirigiría
a los ejércitos del frente occidental al día siguiente. «La
batalla que hoy empieza determinará el destino de la nación
alemana para los próximos mil años», terminaba diciendo
en su arenga.3 A medida que iba acercándose la hora,
aumentaba su optimismo, sobre todo tras el éxito alcanzado
en la campaña de Noruega. Pronosticaba que Francia se
rendiría en apenas seis semanas. Pero lo que más le
entusiasmaba era el asalto con planeadores que había sido
programado para atacar la fortaleza de Eben-Emael,
próxima a la frontera holandesa. Su tren especial, el
Amerika, partió aquella misma tarde para trasladarlo a los
nuevos cuarteles generales del Führer, a los llamados
Felsennest o «nido de las rocas», en las boscosas montañas
de Eifel, cerca de las Ardenas. A las 21:00, todos los
cuerpos de ejército recibieron la contraseña esperada:
«Danzig». Los boletines meteorológicos habían
confirmado que al día siguiente habría muy buena
visibilidad para la Luftwaffe. Todo se había desarrollado
con tanto secretismo que, después de los innumerables
aplazamientos de la fecha de ataque, algunos oficiales no
estaban con sus regimientos cuando llegó la orden de
ponerse en marcha.
En el norte, por las dos márgenes del Rin, el XVIII
Ejército alemán estaba preparado para entrar en Holanda y
avanzar hacia Ámsterdam y Rotterdam. Una tercera fuerza
se dirigiría hacia la costa por el norte de Tilburg y Breda.
Más al sur se encontraba el VI Ejército del Generaloberst
Walther von Reichenau. Sus objetivos eran Amberes y
Bruselas. El Grupo de Ejércitos A del Generaloberst von
Rundstedt, con un total de cuarenta y cuatro divisiones,
contaba con el mayor número de carros blindados. El IV
Ejército del Generaloberst Günther von Kluge entraría en
Bélgica para avanzar hacia Charleroi y Dinant. La ofensiva
lanzada por todos estos ejércitos contra los Países Bajos
desde el este iba a atraer inmediatamente a las fuerzas
británicas y francesas hacia el norte para unirse a belgas y
holandeses. Llegado este punto, se pondría en marcha el
plan Sichelschnitt, o «golpe de hoz», de Manstein. El XII
Ejército del Generaloberst Wilhelm List avanzaría a través
del norte de Luxemburgo y las Ardenas belgas para cruzar
el río Mosa por el sur de Givet, cerca de Sedán, escenario
del gran desastre de Francia de 1870.
Una vez cruzado el Mosa, el grupo panzer, a las
órdenes del general de caballería Ewald von Kleist, se
dirigiría hacia Amiens, Abbeville y el estuario del Somme
en el Canal de la Mancha. Con este movimiento se
conseguiría aislar a la BEF, o Fuerza Expedicionaria
Británica, y al VII, I y IX Ejército francés. Mientras tanto,
el XVI Ejército alemán avanzaría por el sur de Luxemburgo
para proteger el flanco izquierdo de las fuerzas de Kleist,
pues este quedaba expuesto. El Grupo de Ejércitos C del
Generaloberst von Leeb, con otros dos ejércitos, se
encargaría de mantener la presión sobre la línea Maginot
por el sur con el fin de que los franceses no pudieran enviar
fuerzas al norte para rescatar a sus tropas atrapadas en
Flandes.
El Sichelschnitt, o «golpe de hoz», de Manstein, un
ataque envolvente por la izquierda, era, pues, la versión
opuesta del plan Schlieffen de 1914, un ataque envolvente
por la derecha, que los franceses creían que el enemigo iba
a utilizar una segunda vez. El almirante Wilhelm Canaris de
la Abwehr organizó una campaña de desinformación
sumamente efectiva, haciendo correr en Bélgica y en otros
lugares el rumor de que ese era precisamente el plan de los
alemanes. Manstein estaba convencido de que Gamelin iba
a enviar el grueso de sus fuerzas móviles a Bélgica, pues
estas se habían trasladado inmediatamente a la frontera
cuando, a raíz del accidente aéreo, cayeron en manos de los
aliados los documentos de los alemanes con su plan de
ataque. (Muchos altos oficiales aliados creerían más tarde
que aquel accidente aéreo había sido programado
astutamente por los alemanes, cuando en realidad se trató
de un verdadero accidente, como queda confirmado por la
reacción furibunda de Hitler al tener noticia del hecho.) En
cualquier caso, el plan de Manstein de atraer a los aliados
hacia Bélgica jugaba con otra obsesión de los franceses. El
general Gamelin, como la mayoría de sus compatriotas,
prefería que los combates se desarrollaran en territorio
belga en lugar del Flandes francés, región que durante la
Primera Guerra Mundial había sufrido una gran
devastación.
Hitler tuvo también mucho interés en que las fuerzas
especiales y las tropas aerotransportadas entraran en
acción. En octubre del año anterior había convocado al
teniente general Kurt Student a la Cancillería del Reich, y
le había ordenado que preparara una serie de unidades para
capturar los puentes más importantes del canal Alberto y la
principal fortaleza belga, Eben-Emael, utilizando grupos de
asalto en planeadores. Los comandos de élite
Brandenburgo vestidos con uniformes holandeses debían
asegurar los puentes, y otros disfrazados de turista habrían
de infiltrarse en Luxemburgo justo antes de que empezara
la ofensiva. Pero el principal ataque sorpresa se lanzaría
contra tres aeródromos de los alrededores de La Haya con
unidades de la 7, FallschirmjägerDivision (División
Paracaidista) y la 22, LuftlandeDivision (División de
Infantería Aerotransportada) a las órdenes del
Generalmajor conde Hans von Sponeck. Su objetivo era
capturar la capital holandesa y hacer prisioneros a los
miembros del gobierno y de la familia real.
Los alemanes habían producido muchísimo «ruido»
diversivo: corrían rumores de una concentración en
Holanda y Bélgica, de ataques directos a la línea Maginot e
incluso de la posibilidad de que optaran por rodear dicha
línea por el sur, violando la neutralidad de Suiza. Gamelin,
convencido de que el ataque alemán a Holanda y Bélgica
iba a ser la principal ofensiva enemiga, descuidó el sector
de los alrededores de las Ardenas, seguro de que sus
montañas sumamente boscosas resultaban «impenetrables».
Sin embargo, sus caminos y senderos tenían la anchura
suficiente para los tanques alemanes, y su dosel arbóreo
dominado por hayas, abetos y robles constituía el escondite
perfecto para el Panzergruppe von Kleist.
El Generaloberst von Rundstedt había recibido del
experto en fotografías de reconocimiento destinado a su
cuartel general la confirmación de que las posiciones
defensivas francesas que cubrían el Mosa no habían sido ni
mucho menos terminadas. A diferencia de la Luftwaffe, que
organizaba constantemente vuelos de reconocimiento por
las líneas aliadas, las fuerzas aéreas francesas se negaban a
sobrevolar territorio alemán. No obstante, el servicio de
inteligencia militar de Gamelin, el llamado Deuxième
Bureau, tenía una imagen sumamente precisa de cómo iba
a ser el orden de batalla alemán. Había localizado al grueso
de las divisiones panzer en Eifel, al otro lado de las
Ardenas, y también había descubierto que los alemanes
estaban interesados en las rutas que, desde Sedán, se
dirigían a Abbeville. El 30 de abril, el agregado militar
francés en Berna, advertido por los eficaces servicios de
espionaje suizos, informó al cuartel general de Gamelin de
que los alemanes iban a lanzar su ataque entre el 8 y el 10
de mayo, y de que Sedán estaría en el «eje principal» de su
avance.4
Sin embargo, Gamelin y otros altos oficiales
franceses se mantenían en sus trece, sin querer ver aquella
amenaza. «Francia no es Polonia», insistían. El general
Charles Huntziger, cuyo II Ejército era responsable del
sector de Sedán, contaba solo con tres divisiones de
tercera en esta zona del frente. Era perfectamente
consciente de lo mal preparados que estaban sus reservistas
y del poco entusiasmo que demostraban por el combate. Le
imploró a Gamelin que le enviara otras cuatro divisiones
porque las defensas no estaban preparadas, pero el
generalísimo francés se negó. Algunos relatos, sin
embargo, acusan a Huntziger de mostrar una actitud
complaciente, y dicen que el general André Corap, al
mando del IX Ejército, que se encontraba cerca de las
fuerzas de Huntziger, fue más consciente del peligro que se
corría.5 En cualquier caso, las posiciones de hormigón que
daban al Mosa, construidas por contratistas civiles, ni
siquiera disponían de aspilleras que miraran en la dirección
adecuada. Los campos de minas y las alambradas que hacían
de barrera eran totalmente inapropiados, y la propuesta de
bloquear con árboles talados el paso por los caminos y
senderos del bosque en la margen derecha del río fue
rechazada para no impedir un posible avance de la
caballería francesa.
En la madrugada del viernes, 10 de mayo, llegaron a
Bruselas noticias que hablaban de un ataque inminente. Por
toda la ciudad comenzaron a sonar los teléfonos. La policía
fue de hotel en hotel para pedir a los porteros de noche que
despertaran a todo el personal militar que estuviera alojado
en su establecimiento. Los oficiales, vistiéndose a toda
prisa, se lanzaron a las calles en busca de un taxi para
reunirse con su regimiento o llegar a su cuartel general. Al
amanecer, aparecieron los aviones de la Luftwaffe en el
cielo de la ciudad. Los cazas biplanos belgas despegaron
para interceptarlos, pero poco podían hacer con su
anticuada maquinaria. El fuego de las baterías antiaéreas
despertó a la población civil de Bruselas.
También de madrugada llegaron al cuartel general de
Gamelin noticias sobre el movimiento del enemigo, pero
apenas se les prestó atención, pensando que se trataba
simplemente de una nueva falsa alarma. El comandante en
jefe no fue despertado hasta las 06:30. Su Grand Quartier
General en la fortaleza medieval de Vincennes, en el
extremo este de París, se encontraba lejos del campo de
batalla, pero cerca del centro de poder. Gamelin era un
militar politizado, que había aprendido a conservar su
posición en el mundo bizantino de la Tercera República. A
diferencia de Maxime Weygand, el general derechista
acérrimo al que había sustituido en 1935, el deifico
Gamelin había evitado que se le tachara de
antirrepublicano.
Gamelin, al que se le atribuía la planificación de la
batalla del Marne en 1914 siendo un brillante y joven
oficial del estado mayor, en aquellos momentos era ya un
hombre de sesenta y ocho años, de pequeña estatura,
quisquilloso, vestido siempre con unos pantalones de
montar perfectamente confeccionados. Muchos destacaban
la sorprendente flojedad con la que estrechaba la mano.
Disfrutaba del ambiente elitista que se creaba con sus
oficiales favoritos del estado mayor, con los que compartía
intereses intelectuales y hablaba de arte, filosofía y
literatura como si juntos estuvieran representando una obra
de teatro francesa sumamente intelectual, alejados del
mundo real. Como no creía en las comunicaciones por
radio, y tampoco tenía una, las órdenes de prepararse para
entrar en Bélgica fueron transmitidas por teléfono. Aquella
mañana, el generalísimo francés estaba totalmente
convencido de que los alemanes estaban jugando a su favor.
Un oficial del estado mayor vio cómo tarareaba una marcha
militar mientras iba y venía por los pasillos del cuartel
general.
La noticia del ataque también había llegado a Londres.
Un ministro del gabinete acudió al Almirantazgo a las
06:00 para entrevistarse con Winston Churchill, al que
encontró fumando un puro mientras desayunaba huevos con
tocino. El futuro primer ministro estaba a la espera de
recibir noticias de la decisión de Chamberlain, quien, como
el rey y muchos líderes conservadores, quería que lord
Halifax lo sucediera si él tenía que dimitir. Pero Halifax,
que tenía un profundo sentido del servicio público, creyó
que Churchill podía ser un líder más apropiado en tiempos
de guerra, y rechazó el cargo. Además, Churchill había
hecho hincapié en que, como miembro de la Cámara de los
Lores, Halifax no podría dirigir eficazmente el gobierno
desde fuera de la Cámara de los Comunes. Aquel día, en
Gran Bretaña, el drama del cambio político eclipsó los
acontecimientos mucho más graves que estaban
produciéndose al otro lado del Canal de la Mancha.
El plan de Gamelin consistía en que el VII Ejército del
general Henri Giraud avanzara por la costa desde la
izquierda del frente, pasando por la región de Amberes,
para reunirse con el ejército holandés en las inmediaciones
de Breda. El hecho de incluir esta formación en su plan de
avance hacia los Países Bajos sería una de las causas
principales del desastre que estaba por venir, pues el VII
Ejército constituía su única fuerza de reserva en el
nordeste de Francia. Los holandeses habían confiado en
recibir más ayuda, una idea que pecaba claramente de
exceso de optimismo tras su negativa a coordinar la
estrategia a seguir y debido a la distancia que había con la
frontera francesa.
Según el llamado Plan D (por el río Dyle) de Gamelin,
un contingente belga formado por veintidós divisiones
defendería el río Dyle desde Amberes hasta Lovaina. La
Fuerza Expedicionaria de Gort, con sus nueve divisiones de
infantería y una división blindada, se colocaría a su derecha
para encargarse de la defensa del Dyle al este de Bruselas,
desde Lovaina hasta Wavre. En el flanco sur de la BEF, el I
Ejército francés del general Georges Blanchard se ocuparía
de la zona comprendida entre Wavre y Namur, mientras que
el IX Ejército del general Corap cubriría el río Mosa desde
el sur de Namur hasta el oeste de Sedán. Los alemanes
estaban perfectamente al corriente de todos los detalles,
pues habían podido descifrar el sistema de codificación
francés con suma facilidad.6
Gamelin había dado por hecho que las tropas belgas
encargadas de la defensa del canal Alberto desde Amberes
hasta Maastricht iban a poder frenar el avance alemán el
tiempo suficiente para que los aliados pudieran alcanzar las
que creían que eran unas posiciones defensivas
perfectamente preparadas. Sobre el papel, el plan Dyle
parecía un compromiso satisfactorio, pero al final no supo
pronosticar la velocidad, la implacabilidad y la diversión
que caracterizaron el conjunto de operaciones de la
Wehrmacht. Las lecciones de la campaña de Polonia
simplemente habían servido de muy poco.
Una vez más, la Luftwaffe lanzó al amanecer una serie
de ataques preventivos contra varios aeródromos de
Holanda, Bélgica y Francia. Los cazas Messerschmitt
abrieron fuego contra los aviones franceses aparcados. Los
pilotos polacos se escandalizaron ante «la desidia de los
franceses»7 y su falta de entusiasmo a la hora de
enfrentarse al enemigo. Los escuadrones de la RAF se
precipitaron a sus aparatos en cuanto recibieron la orden,
pero, una vez en el aire, no sabían qué rumbo tomar. Sin un
buen radar, el control de tierra poco podía ayudar. No
obstante, aquel día los Hurricane de la RAF consiguieron
abatir treinta bombarderos alemanes, aunque no tuvieron
que enfrentarse a ninguna escolta de cazas alemanes, y la
Luftwaffe no volvió a repetir semejante error.
Los pilotos más valientes fueron los de los obsoletos
bombarderos ligeros de un solo motor Fairey Battle cuya
misión fue atacar una columna alemana que avanzaba por
Luxemburgo. Lentos y pobremente armados, eran unos
aparatos peligrosamente vulnerables tanto al fuego de los
cazas como al de la artillería de tierra del enemigo. De un
total de treinta y dos, trece fueron abatidos, y el resto
sufrió diversos daños. Aquel día, los franceses perdieron
cincuenta y seis aviones de ochocientos setenta y nueve, y
la RAF cuarenta y nueve de trescientos ochenta y cuatro.
Las fuerzas aéreas holandesas perdieron la mitad de sus
aparatos en una sola mañana. Pero la batalla no fue solo
perjudicial para un bando. La Luftwaffe perdió ciento
veintiséis aviones, en su mayoría Junker 52 de transporte.8
La mayoría de las misiones de la Luftwaffe tuvieron
como objetivo Holanda, con la esperanza de conseguir que
este país abandonara rápidamente la contienda, pero
también para reforzar la impresión de que la gran
acometida llegaba por el norte. Todo ello formaba parte de
lo que más tarde Basil Liddell Hart denominaría la «táctica
de la muleta del torero» para atraer a las fuerzas móviles de
Gamelin y hacerles caer en la trampa.
En lo que puede calificarse como una innovación en el
arte de la guerra, los aviones de transporte Junker 52,
escoltados por cazas Messerschmitt, comenzaron a realizar
lanzamientos de tropas de asalto aerotransportadas. Su
misión principal, a saber, la captura de La Haya con
unidades de la 7. FallschirmjägerDivision y la 22,
Luftlande División, acabó, sin embargo, en un costoso
fracaso. Muchos de estos lentos aviones de transporte
fueron derribados mientras volaban a su destino, y ni
siquiera la mitad de ellos pudo alcanzar uno de los tres
aeródromos de la capital holandesa. Las unidades
holandesas respondieron a la ofensiva, causando numerosas
bajas entre los paracaidistas alemanes, y la familia real y el
gobierno lograron huir del país. Otros destacamentos de las
dos divisiones enemigas pudieron hacerse con el
aeródromo de Waalhaven, cerca de Rotterdam, así como
con varios puentes de importancia capital. Pero en el este,
las tropas holandesas reaccionaron con mucha rapidez y
volaron los puentes de los alrededores de Maastricht antes
de que los comandos alemanes, vestidos con uniformes
holandeses, pudieran capturarlos.
Se cuenta que en su Felsennest, Hitler lloró de alegría
cuando fue informado de que los aliados estaban
dirigiéndose a la trampa belga. Además, se sentía exultante
porque el grupo de asalto de Koch con sus planeadores
había logrado caer exactamente en el glacis de la fortaleza
de Eben-Emael, en la confluencia del Mosa y el canal
Alberto, resistiendo en el bastión hasta la llegada del VI
Ejército al día siguiente. Otros destacamentos paracaidistas
capturaron varios puentes del canal Alberto, y en poco
tiempo los alemanes pudieron abrir brechas en las primeras
líneas defensivas. Aunque había fallado la principal
operación aerotransportada contra La Haya, lo cierto es
que el lanzamiento de fuerzas paracaidistas en el interior de
Holanda había conseguido crear gran pánico y confusión.
Empezaron a correr rumores que hablaban del lanzamiento
de paracaidistas vestidos de monjas y de caramelos
envenenados para que los cogieran los niños, así como de
quintacolumnistas que hacían señales desde las ventanas de
los áticos: un fenómeno espeluznante que infectó Bélgica,
Francia y, más tarde, Gran Bretaña.
En Londres, el gabinete de guerra se reunió al menos en
tres ocasiones a lo largo de aquel día. En un principio,
Chamberlain pretendió permanecer en el cargo de primer
ministro, haciendo hincapié en que no convenía cambiar el
gobierno mientras siguiera librándose una batalla al otro
lado del Canal de la Mancha, pero cuando se confirmó que
el Partido Laborista no estaba dispuesto a apoyarlo, supo
que no le quedaba más remedio que presentar la dimisión.
Halifax volvió a rechazar el cargo, de modo que
Chamberlain tuvo que dirigirse al palacio de Buckingham
para comunicarle al rey Jorge que debía llamar a Churchill.
El monarca, triste y deprimido por la decisión de su amigo
Halifax, no tenía otra alternativa.
Una vez confirmado en el cargo, sin pérdida de tiempo
Churchill volvió a centrar su atención en la guerra y en el
avance de la BEF en territorio belga. Como avanzadilla de
reconocimiento, el 12.° Regimiento de Lanceros Reales
había sido el primero en ponerse en marcha a las 10:20 con
sus vehículos blindados. A lo largo del día les siguió la
mayor parte de las demás unidades británicas. La primera
columna de la 3.ª División fue detenida en la frontera por
un oficial belga desinformado que exigió ver la
«autorización para entrar en Bélgica».9 Un camión derribó
simplemente la barrera, dejando libre el paso. Casi todas
las carreteras que conducían a Bélgica se llenaron de
columnas de vehículos militares que se dirigían hacia el
norte, a la línea del río Dyle, a la que llegó el 12.° de
Lanceros a las 18:00 horas.
La concentración de las fuerzas de la Luftwaffe
primero en los ataques a los aeródromos y luego en el
asalto a Holanda supuso que, en su avance hacia Bélgica,
los ejércitos aliados se libraran al menos de sufrir
bombardeos aéreos. Por lo visto, los franceses fueron los
que más tardaron en reaccionar. 10 Muchas de sus
formaciones no se pusieron en marcha hasta última hora de
la tarde. Y con esta tardanza cometieron un grave error,
pues enseguida las carreteras se vieron bloqueadas por los
refugiados que venían en la dirección opuesta. Por otro
lado, su VII Ejército avanzó a toda prisa por la costa del
Canal hacia Amberes, pero cuando llegó al sur de Holanda
no tardó en sufrir los constantes bombardeos de las fuerzas
de la Luftwaffe concentradas en dicho país.
Los belgas salieron de bares y cafeterías para ofrecer
una jarra de cerveza a los soldados que, con el rostro
enrojecido por el calor, avanzaban en una jornada tan
calurosa como aquella. Un gesto que, aunque generoso, no
fue bien recibido por todos los oficiales y suboficiales.
Algunas unidades británicas cruzaron Bruselas al
anochecer. «Los belgas se echaron a la calle para darles la
bienvenida», contaba un observador, «y los soldados les
devolvían el saludo desde los camiones y los vehículos
blindados de transporte de tropas. Todos llevaban lilas: lilas
purpúreas en el casco, en el cañón del fusil o en el
portaequipo de combate. Sonreían y con la mano hacían
gestos levantando el pulgar; gestos que, al principio,
dejaron estupefactos a los belgas, pues para ellos tenían un
significado muy vulgar, aunque no tardaron en
identificarlos con un signo de seguridad y de confianza. Era
un espectáculo impresionante, un espectáculo conmovedor.
Esta máquina militar avanzaba con toda su potencia, eficaz
y silenciosamente, mientras la policía militar británica la
guiaba por los cruces de las calles, como si estuvieran
atravesando Londres en una hora punta».11
La gran batalla, sin embargo, se libraría en el sureste, en las
Ardenas, contra el Grupo de Ejércitos A de Rundstedt. Las
grandes columnas de vehículos de esta formación se
adentraron sigilosamente en sus bosques, cuya espesura
impedía que pudieran ser avistadas por la aviación aliada.
Un grupo de cazas Messerschmitt sobrevolaba la zona
dispuesto a atacar a los bombarderos y a los aviones de
reconocimiento enemigos. Los vehículos y los tanques que
se averiaban eran empujados fuera de la calzada. Se
observaba estrictamente el orden de marcha y, a pesar de
los temores de muchos oficiales de estado mayor, el
sistema funcionó mucho mejor de lo esperado. Todos los
vehículos del Panzergruppe von Kleist llevaban una
pequeña «K» de color blanco delante y atrás para indicar
que tenían prioridad absoluta. En cuanto aparecía uno de
ellos, la infantería y todos los demás vehículos de
transporte tenían que echarse a un lado para permitirle el
paso.
A las 04:30, el general de las Panzertruppen Heinz
Guderian, comandante del XIX Cuerpo, había acompañado
a la 1.ª División Panzer en su avance a Luxemburgo. Los
comandos de élite Brandenburgo ya se habían apoderado de
importantes puentes y cruces de carretera. Los gendarmes
luxemburgueses apenas tuvieron tiempo de indicar que la
Wehrmacht estaba violando la neutralidad de su país antes
de ser detenidos. El gran duque y su familia consiguieron
salir de su pequeño estado, sin que el enemigo los
reconociera.
Al norte, el XLI Panzerkorps avanzó siguiendo el
curso del Mosa hasta Monthermé, y más al norte, a su
derecha, el XV Cuerpo del general Hermann Hoth,
encabezado por la 7.ª División Panzer de Erwin Rommel,
se dirigió a Dinant. Sin embargo, para su consternación (y
para desconcierto de Kleist), varias divisiones panzer
tuvieron que interrumpir la marcha y retrasar su llegada
porque los zapadores belgas pertenecientes al regimiento
de Chasseurs ardennais habían volado varios puentes.
Al amanecer del 11 de mayo, la 7.ª División Panzer de
Rommel, con la 5.ª División Panzer detrás y a su derecha,
volvió a avanzar y llegó al río Ourthe. Las fuerzas
destacadas de la caballería francesa consiguieron volar el
puente a tiempo, pero luego se vio obligada a retirarse tras
un enérgico enfrentamiento con el enemigo. Los zapadores
alemanes no tardaron en construir un puente de pontones, y
pudo continuar el avance hacia el Mosa. Rommel se dio
cuenta de que en los combates entre su división y los
franceses, a los suyos les iba mucho mejor si abrían fuego
inmediatamente con todo lo que tuvieran a mano.
En el sur, el XLI Panzerkorps del teniente general
Georg-Hans Reinhardt, de camino a Bastogne y luego a
Monthermé, había tenido que interrumpir su avance
después de que parte de las fuerzas de Guderian se
encontraran con su vanguardia. El XIX Cuerpo de Guderian
vivió un momento de confusión, debido en cierta medida a
un cambio de órdenes. Pero también reinó cierta confusión
en la avanzadilla de la caballería francesa, formada por
unidades montadas y tanques ligeros. Aunque cada vez era
más evidente la implacabilidad con la que avanzaban los
alemanes hacia el Mosa, las fuerzas aéreas francesas no
realizaron ninguna salida. La RAF envió ocho Fairey Battle
más. Siete fueron destruidos, principalmente por la
artillería terrestre.
Los aviones aliados que atacaron los puentes de
Maastricht y del canal Alberto en el noroeste también
salieron mal parados. No obstante, sus misiones fueron
demasiado pocas y se llevaron a cabo demasiado tarde. El
XVIII Ejército alemán ya se había adentrado en territorio
holandés, donde las defensas flaqueaban. El VI Ejército de
Reichenau había cruzado el canal Alberto y dejado atrás
Lieja, mientras que otro cuerpo avanzaba hacia Amberes.
La Fuerza Expedicionaria Británica, que se había
situado a lo largo del Dyle, un río sumamente estrecho, y
las formaciones francesas que avanzaban hacia sus
posiciones no parecían un objetivo de la Luftwaffe. Este
hecho preocupaba a los oficiales más perspicaces, que
comenzaron a preguntarse si no estarían cayendo en una
trampa. Sin embargo, lo más inquietante en aquel momento
era la lentitud con la que se veía obligado a avanzar el I
Ejército francés, circunstancia que se había visto agravada
porque seguía aumentando el número de refugiados belgas
que ocupaban las carreteras. Y las escenas que se vivían en
las calles de Bruselas indicaban que aquel flujo no iba a
parar de crecer. «A pie, en coche o en carro, montados en
burro, en sillas de ruedas o subidos a una carretilla. Había
jóvenes en bicicleta, ancianos, ancianas, criaturas de todas
las edades, campesinas con pañuelos en la cabeza, subidas
en carretas cargadas de colchones, muebles y cacharros.
Una larga fila de monjas, con el rostro enrojecido y bañado
en sudor bajo la toca, levantaba una nube de polvo con sus
largos hábitos grises... Las estaciones de tren recordaban
las de Rusia durante la revolución, con gente durmiendo en
el suelo o acurrucada contra la pared, con mujeres
sujetando entre sus brazos a niños llorosos, con hombres
pálidos y exhaustos».12
El 12 de mayo, leyendo los periódicos de Londres o París,
daba la impresión de que había logrado detenerse el avance
alemán. El Sunday Chronicle decía en sus titulares:
«Desesperación en Berlín».13 Pero lo cierto es que las
fuerzas alemanas habían cruzado Holanda y alcanzado la
costa, y lo que quedaba del ejército de este país estaba
retirándose al triángulo formado por Amsterdam, Utrecht y
Rotterdam. Y el VII Ejército del general Giraud, que había
podido llegar al sur de Holanda, seguía sufriendo los
constantes ataques de la Luftwaffe.
En Bélgica, el cuerpo de caballería del general René
Prioux, avanzadilla del tan rezagado I Ejército, pudo
responder al ataque de las unidades panzer alemanas que
avanzaban en un amplísimo frente a lo largo del Dyle. Pero,
una vez más, las escuadrillas aéreas aliadas que intentaban
bombardear puentes y columnas fueron abatidas por los
cañones cuádruples de 20 mm de los grupos de artillería
antiaérea alemanes.
Para aparente resentimiento de las fuerzas alemanas
que se esforzaban por cruzar el Mosa, los noticiarios de las
emisoras de radio de Alemania hacían hincapié
exclusivamente en las batallas libradas en Holanda y en el
norte de Bélgica. Apenas se hablaba del ataque principal en
el sur. Esta estratagema formaba parte del plan de diversión
concebido para distraer la atención de los aliados de la
zona de Sedán y de Dinant. Gamelin seguía negándose a ver
la amenaza que se cernía sobre el alto Mosa, a pesar de las
numerosas advertencias en este sentido, pero el general
Alphonse Georges, comandante en jefe del frente del
noreste, un anciano militar de rostro triste muy admirado
por Churchill, intervino para dar prioridad aérea al sector
de Huntziger en las inmediaciones de Sedán. Georges,
odiado por Gamelin, no había logrado recuperarse
plenamente de las graves heridas sufridas en el pecho en
1934, en el atentado que se saldó con la vida del rey
Alejandro de Yugoslavia.
No contribuyó a mejorar las cosas la confusa cadena
de mandos del ejército francés, concebida principalmente
por Gamelin en su firme determinación de socavar la
posición de su ayudante. Pero incluso Georges reaccionó
demasiado tarde a la amenaza. Las unidades francesas que
se encontraban al noreste del Mosa fueron obligadas a
replegarse al otro lado del río, algunas en absoluto
desorden. La 1.ª División Panzer de Guderian entró en
Sedán sin apenas encontrar oposición. Las tropas francesas
en retirada pudieron volar al menos los puentes de la
ciudad, pero los cuerpos de zapadores alemanes ya habían
demostrado su pericia y rapidez en la construcción de
viaductos.
Aquella tarde, la 7.ª División Panzer de Rommel
también llegó al cauce del río Mosa en las inmediaciones
de Dinant. Aunque la retaguardia belga voló el puente
principal, los granaderos de la 5.ª División Panzer habían
descubierto una vieja presa en Houx. Ocultas por una densa
niebla, varias compañías cruzaron aquella noche el río y
establecieron una cabeza de puente. El IX Ejército de
Corap no consiguió trasladar a tiempo las tropas necesarias
para defender el sector.
El 13 de mayo, las fuerzas de Rommel trataron de cruzar el
Mosa por otros dos puntos, pero se vieron sorprendidas
por el fuego de algunos grupos de soldados regulares
franceses que disparaban desde óptimas posiciones.
Rommel acudió a estos pasos próximos a Dinant con su
vehículo de ocho ruedas blindado para estudiar la situación.
Como sus blindados no llevaban bombas de humo, ordenó a
sus hombres que prendieran fuego a unas casas
aprovechando que el viento soplaba en dirección a las
posiciones enemigas. A continuación, hizo traer tanques
más pesados Mark IV y mandó que abrieran fuego contra
las posiciones francesas al otro lado del río para cubrir el
paso de la infantería con sus pesados botes de asalto de
goma. «En cuanto se pusieron en el agua las primeras
embarcaciones, estalló un infierno», escribió un oficial del
batallón de reconocimiento de la 7.ª División Panzer. «Los
francotiradores y la artillería pesada comenzaron a
practicar su puntería con los hombres indefensos de los
botes. Con nuestros tanques y nuestra artillería intentamos
neutralizar al enemigo, pero estaba muy bien parapetado. Y
cesó el ataque de la infantería».14
Ese día marcó el comienzo de la leyenda de Rommel.
A ojos de sus soldados, estuvo prácticamente en todas
partes: subido en los tanques para dirigir el fuego, al lado
de los grupos de zapadores y en el agua cruzando el río por
su propio pie. Su energía y su arrojo hicieron que sus
hombres no se desanimaran en un momento en que el
ataque habría podido perder fácilmente intensidad. Llegado
un punto, asumió el mando de un batallón de infantería al
otro lado del Mosa cuando hicieron su aparición los
tanques franceses. Tal vez forme parte del mito, pero se
cuenta que Rommel ordenó a sus hombres, que carecían de
armamento antitanque, disparar bengalas contra los carros
armados. Las tripulaciones de los blindados franceses,
creyendo que se trataba de proyectiles perforadores,
optaron inmediatamente por retirarse. Los alemanes
sufrieron graves pérdidas, pero aquella noche Rommel
había conseguido establecer dos cabezas de puente, una en
Houx y otra en las inmediaciones de Dinant, en el
disputado paso donde había tenido lugar el duro
enfrentamiento. Sin perder tiempo, sus zapadores se
pusieron a construir puentes de pontones para que los
tanques pudieran atravesar el río.
Mientras se preparaba a uno y otro lado de Sedán para
cruzar el Mosa, Guderian mantuvo una fuerte discusión con
su superior, el Generaloberst von Kleist. Había decidido
arriesgarse, desobedeciendo sus instrucciones, y
convencido a la Luftwaffe de apoyar su plan con una
concentración masiva de aviones del II Cuerpo Aéreo y el
VIII Cuerpo Aéreo. Este último estaba a las órdenes del
Generalmajor Wolfram Freiherr von Richthofen, primo
del famoso «Barón Rojo» y antiguo comandante de la
Legión Cóndor responsable de la destrucción de Guernica.
Serían los Stuka de Richthofen los que, con sus ataques en
picado y el estridor de sus «trompetas de Jericó», causarían
estragos en la moral de las tropas francesas que defendían
el sector de Sedán.
Sorprendentemente, la artillería francesa, que tenía
ante sí una gran concentración de vehículos y soldados
alemanes hacia los que apuntar, había recibido la orden de
limitar los disparos para ahorrar munición. Su comandante
pensó que los alemanes tardarían dos días más en poder
cruzar el río con sus cañones de campaña. Aún no sabía que
los Stuka se habían convertido en la artillería volante de las
puntas de lanza blindadas, y los Stuka atacaron las
posiciones de sus cañones con notable precisión. Cuando
la ciudad de Sedán pareció convertirse en una hoguera
debido al incesante bombardeo, los alemanes se
precipitaron al río con sus pesados botes de asalto de goma
y comenzaron a remar enérgicamente. Sufrieron muchas
bajas, pero al final varios efectivos avanzados alcanzaron la
orilla opuesta y atacaron los búnkeres de hormigón con
lanzallamas y cargas explosivas de control remoto.
Cuando empezó a caer la noche, se propagó entre los
aterrados reservistas franceses el rumor de que estaban a
punto de quedarse completamente aislados porque los
tanques enemigos ya habían podido cruzar el río. Las
comunicaciones entre unidades y comandantes habían
quedado prácticamente bloqueadas, pues durante los
bombardeos las líneas de los teléfonos de campaña habían
sufrido graves daños. Los franceses empezaron a retirarse:
primero su artillería, y más tarde el propio comandante de
la división. Aquello se convirtió en un verdadero sauvequi-peut, «sálvese quien pueda». Los montones de
munición que habían guardado como un tesoro para otro día
cayeron en manos del enemigo sin que se disparara un solo
tiro. Los reservistas de más edad, los llamados
«cocodrilos», habían logrado sobrevivir a la Primera
Guerra Mundial y no tenían la más mínima intención de
morir en aquellos momentos en lo que consideraban un
combate injusto. Los panfletos del Partido Comunista
francés contra la guerra habían hecho mella en muchos de
ellos, pero más aún la propaganda alemana que afirmaba
que los británicos los habían metido en esa guerra. La
solemne promesa que en marzo había tenido que hacer
Reynaud al gobierno de Londres en el sentido de que
Francia nunca buscaría sola una paz con Alemania no hizo
más que aumentar sus sospechas.
Los generales franceses, cegados por su gran victoria
de 1918, se vieron superados por los acontecimientos.
Gamelin, durante su visita aquel día al cuartel general de
Georges, seguía pensando que el ataque principal iba a
llegar por Bélgica. No fue hasta el anochecer cuando se
enteró de que los alemanes habían cruzado el Mosa.
Ordenó entonces que el II Ejército de Huntziger organizara
una contraofensiva, pero este general ya había trasladado a
sus formaciones. Era demasiado tarde: solo podían
emprenderse ataques aislados.
En cualquier caso, Huntziger no había sabido
interpretar cuáles eran las verdaderas intenciones de
Guderian. Dio por hecho que con el ataque relámpago se
pretendía asestar un duro golpe en el sur para luego ir
rodeando la línea Maginot desde el otro lado de la frontera.
En consecuencia, reforzó el flanco derecho de sus tropas,
mientras Guderian avanzaba por su debilitada izquierda. La
caída de Sedán, con todas sus reminiscencias de la
rendición de Napoleón III, aterró a los comandantes
franceses. A primera hora de la mañana del día siguiente,
14 de mayo, el capitán André Beaufre, que acompañaba al
general Doumenc, llegó al cuartel general de Georges. «El
ambiente que se respiraba era como el de una casa en la que
acaba de morir uno de los miembros de la familia»,
escribiría más tarde. «¡En Sedán han abierto una brecha en
nuestro frente!», exclamó Georges desesperado ante los
recién llegados. «¡Se ha producido un desastre!». Y el
general, exhausto, se dejó caer en una silla y rompió a
llorar.15
Con tres cabezas de puente alemanas, una en los
alrededores de Sedán, otra a la altura de Dinant y la tercera,
más pequeña, entre una y otra ciudad, en las inmediaciones
de Monthermé, donde el XLI Panzerkorps de Reinhardt
comenzaba a recuperar el tiempo perdido tras un duro
combate, estaba a punto de abrirse una brecha de casi
ochenta kilómetros en el frente francés. De haber
reaccionado con mayor celeridad, los comandantes
franceses habrían tenido muchas probabilidades de
conseguir aplastar las puntas de lanza alemanas. En el
sector de Sedán, el general Pierre Lafontaine de la 55.ª
División ya había recibido dos regimientos de infantería
más y otros dos batallones de tanques ligeros, pero no dio
la orden de contraatacar hasta nueve horas después. Los
batallones de blindados también se vieron ralentizados por
los soldados de la 51.ª División que, en su huida,
bloqueaban las carreteras, así como por las deficientes
comunicaciones. Durante la noche, los alemanes no habían
querido perder tiempo trasladando más tanques al otro lado
del Mosa. Los carros de combate franceses entraron por
fin en acción a primera hora de la mañana, pero fueron
destruidos en su mayoría. Mientras tanto, la catástrofe
vivida por la 51.ª División había sembrado el pánico entre
las formaciones vecinas.
Aquella mañana, las fuerzas aéreas aliadas enviaron
ciento cincuenta y dos bombarderos y doscientos cincuenta
cazas para atacar los puentes de pontones que cruzaban el
Mosa. Pero resultaba muy difícil dar en el blanco en unos
objetivos tan pequeños, numerosas escuadrillas de cazas
Messerschmitt de la Luftwaffe sobrevolaban la zona y las
baterías antiaéreas alemanas abrían fuego constantemente
con gran precisión. El porcentaje de pérdidas de la RAF fue
el más elevado de su historia: de un total de setenta y un
bombarderos, cuarenta fueron derribados. Desesperados,
los franceses decidieron enviar algunos de sus obsoletos
bombarderos, que fueron destruidos. Georges ordenó el
avance de dos formaciones que aún no habían sido probadas
en el campo de batalla, a saber, una división blindada y una
división de infantería motorizada, a las órdenes del general
Jean Flavigny, avance que se vio retrasado por la falta de
combustible. Flavigny debía lanzar un ataque desde el sur
contra la cabeza de puente de Sedán, pues Georges, al igual
que Huntziger, pensaba que la principal amenaza se
encontraba a la derecha.
Intentó efectuarse otra contraofensiva por el norte,
contra la cabeza de puente de Rommel, con la 1.ª División
blindada. Pero, una vez más, los refugiados belgas que
colapsaban las carreteras, y la imposibilidad de los
camiones cisterna de abrirse paso entre la multitud,
supusieron una sucesión de retrasos que tendría
consecuencias nefastas. A la mañana siguiente, 15 de mayo,
la punta de lanza de Rommel sorprendió a los franceses
mientras repostaban sus tanques pesados B1. En medio del
caos comenzó una batalla, en la que las tripulaciones de los
blindados galos estaban en clara desventaja. Rommel dejó
que la 5.ª División Panzer continuara el combate, y siguió
avanzando. De haber estado preparados, los tanques
franceses habrían podido obtener una victoria importante.
Al final, aunque consiguió destruir casi un centenar de
tanques alemanes, la 1.ª División blindada francesa había
sido prácticamente aniquilada al finalizar el día, sobre todo
por la acción de los cañones antitanque alemanes.
Las fuerzas aliadas que se encontraban en los Países Bajos
aún eran poco conscientes de la amenaza que se cernía
sobre su retaguardia. El 13 de mayo, mientras se replegaba,
el Cuerpo de Caballería del general Prioux libró con arrojo
una batalla decisiva junto al río Dyle, donde estaba
posicionándose el resto del I Ejército de Blanchard.
Aunque los tanques Somua de Prioux estaban bien
blindados, las tácticas y la pericia de los artilleros
alemanes fueron superiores, y la ausencia de radios en los
tanques franceses se convirtió en un gravísimo
inconveniente. Tras perder prácticamente la mitad de sus
fuerzas en los duros enfrentamientos, el valiente Cuerpo de
Caballería de Prioux se vio obligado a emprender
definitivamente la retirada. Sus condiciones le impedían
lanzar un ataque por el sureste para cerrar la brecha abierta
en las Ardenas como pretendía Gamelin.
El VII Ejército francés comenzó a replegarse hacia
Amberes tras avanzar inútilmente hasta Breda para unirse a
las fuerzas holandesas que habían quedado aisladas. A pesar
de su falta de preparación y de armamento, las tropas
holandesas combatieron con arrojo contra la 9.ª División
Panzer que intentaba llegar a Rotterdam. El comandante del
XVIII Ejército alemán vivió aquella férrea resistencia con
frustración, pero al final, aquella noche, los tanques
alemanes consiguieron abrirse paso.
Al día siguiente, los holandeses negociaron la
rendición de Rotterdam, pero los alemanes no informaron
debidamente de este hecho a la Luftwaffe, que organizó una
gran incursión para bombardear la ciudad. Más de
ochocientos civiles perdieron la vida. El ministro de
asuntos exteriores holandés comunicó aquella noche que
habían perecido en el ataque treinta mil personas,
declaración que causó un gran estremecimiento tanto en
París como en Londres. En cualquier caso, el general Henri
Winkelman, comandante en jefe de las fuerzas holandesas,
decidió rendirse al XVIII Ejército alemán para evitar más
pérdidas humanas. Cuando recibió la noticia, Hitler ordenó
inmediatamente que se organizara una marcha triunfal por
las calles de Ámsterdam con unidades de la SS
Leibstandarte Adolf Hitler y de la 9.ª División Panzer.
Al dictador alemán le divirtió, y también le exasperó,
recibir un telegrama del kaiser Guillermo II, que seguía
exiliado en Holanda, en la ciudad de Apeldoorn. «Mi
Führer», decía. «Deseo expresarle mis felicitaciones, en la
esperanza de que, bajo su maravilloso liderazgo, sea
restaurada completamente la monarquía alemana». La idea
de que el soberano depuesto esperara de él que se pusiera a
jugar a ser Bismarck, «al que él mismo destituyó para
desgracia de Alemania», le llenaba de estupor. «¡Menudo
idiota!», comentó Hitler a Linge, su ayuda de cámara.16
El contraataque francés previsto para el 14 de mayo contra
el sector oriental de la posición avanzada de Sedán fue
aplazado primero y suspendido más tarde por el general
Flavigny, comandante en jefe del XXI Cuerpo. Este tomó la
desastrosa decisión de dividir las fuerzas de la 3.ª División
blindada simplemente para crear una línea defensiva entre
Chémery y Stonne. Huntziger seguía convencido de que los
alemanes se dirigían hacia el sur para rodear la línea
Maginot. En consecuencia, mandó que su ejército diera la
vuelta para bloquear el paso hacia el sur. Con esto lo único
que se consiguió fue dejar expedito el paso hacia el oeste.
El general von Kleist, cuando fue informado del envío
de refuerzos franceses, mandó a Guderian que se detuviera
hasta la llegada de más formaciones para proteger aquel
flanco. Tras una nueva y violenta discusión, Guderian
consiguió convencerlo de que podía seguir su avance con la
1.ª y la 2.ª División Panzer, siempre y cuando se enviaran la
10.ª División Panzer y el regimiento de infantería
Grossdeutschland, a las órdenes del conde von Schwerin,
contra la localidad de Stonne, situada en lo alto de una
estratégica colina. A primera hora del 15 de mayo, el
Grossdeutschland se lanzó al ataque sin esperar a la 10.ª
División Panzer. Las tripulaciones de los tanques de
Flavigny respondieron a la ofensiva, y la aldea cambió de
manos varias veces en el curso del día, sufriendo ambos
bandos importantes pérdidas. En las angostas calles de la
localidad, los cañones antitanque del Grossdeutschland
consiguieron al final imponerse a los tanques pesados B1
de los franceses, y llegaron los granaderos de la 10.ª
División Panzer para apoyar a los exhaustos soldados de
infantería alemanes. En las filas del Grossdeutschland
hubo ciento tres muertos y cuatrocientos cincuenta y nueve
heridos. Sería la pérdida más grave que iban a sufrir los
alemanes a lo largo de toda la campaña.
El general Corap empezó la operación de retirada de
su IX Ejército, pero esto dio lugar a una rápida
desintegración de las defensas y vino a abrir aún más la
brecha en el frente. Por el centro, el Panzerkorps de
Reinhardt no solo pudo alcanzar a los otros dos el 15 de
mayo, sino que su 6.ª División Panzer les sacó una gran
ventaja, cuando realizó un avance de sesenta kilómetros
hasta Montcornet que dejó partida en dos a la desdichada
2.ª División blindada de los franceses. Fue este duro golpe
en la retaguardia lo que convenció al general Robert
Touchon, que trataba de reunir un nuevo VI Ejército para
cerrar la brecha abierta en el frente, de que ya era
demasiado tarde. Así pues, el militar galo ordenó a sus
formaciones que se retiraran al sur del río Aisne. En
aquellos momentos apenas quedaban fuerzas francesas
entre los tanques alemanes y la costa del Canal de la
Mancha.
Guderian había recibido la orden de no avanzar hasta la
llegada de un número suficiente de divisiones de infantería
al otro lado del Mosa. A todos sus superiores —Kleist,
Rundstedt o Halder— les inquietaba muchísimo que la
punta de lanza alemana se extendiera en un frente
demasiado amplio y quedara expuesta a una contraofensiva
francesa desde el sur. Incluso a Hitler le preocupaba en
grado sumo esta posibilidad. Pero Guderian se dio cuenta
del caos reinante en las filas francesas. Ante él se abría una
oportunidad demasiado buena para dejarla escapar. Así
pues, la operación que ha sido descrita erróneamente como
una estrategia propia de la guerra relámpago (Blitzkrieg),
fue, en gran medida, improvisada sobre el terreno.
Las puntas de lanza alemanas comenzaron a avanzar a
toda prisa, encabezadas por sus batallones de
reconocimiento provistos de motocicletas con sidecar y
vehículos blindados de ocho ruedas. Capturaron puentes
que los franceses no habían tenido tiempo de volar. Las
exhaustas tripulaciones de sus carros de combate, vestidas
con su uniforme negro, presentaban un aspecto sucio y
desaliñado. Rommel apenas permitía que sus hombres de la
7.ª y la 5.ª División Panzer descansaran, o incluso que
perdieran tiempo reparando los vehículos. La mayoría de
los soldados se mantenían activos ingiriendo pastillas de
metanfetamina e imaginando una victoria abrumadora.
Todas las tropas francesas que encontraban a su paso
estaban tan aturdidas que se rendían inmediatamente. No
tenían más que decirles que bajaran los brazos y siguieran
caminando hacia adelante para que la infantería alemana que
venía más atrás se hiciera cargo de ellas.
El segundo grupo invasor que seguía a las divisiones
blindadas alemanas era la infantería motorizada. Alexander
Stahlberg, por entonces teniente de la 2.ª División de
Infantería (Motorizada), pero más tarde ayudante de campo
de Manstein, pudo ver «los despojos de un ejército francés
derrotado: vehículos acribillados a balazos, tanques
averiados e incendiados, cañones abandonados y una
sucesión de destrucción infinita».17 Los alemanes pasaban
por aldeas deshabitadas, y su temor de topar con un
enemigo de carne y hueso no era mayor que el que hubieran
podido experimentar durante las maniobras. Más atrás
venían los soldados de infantería de a pie, cuyas botas
echaban humo, pues los oficiales los obligaban a apretar el
paso para no quedar rezagados. «Marchar, marchar.
Siempre adelante, siempre al oeste», escribiría uno de
ellos en su diario.18 Hasta sus caballos estaban «muertos de
cansancio».
Si Hitler hubiera llevado adelante sus planes en el
otoño anterior, la invasión de Francia hubiera sido, casi con
certeza, un desastre. El éxito en Sedán supuso un verdadero
milagro para el ejército alemán, que andaba escaso de
municiones. La Luftwaffe disponía solo de bombas para
catorce días de combate. Además, sus formaciones
motorizadas y blindadas se habrían visto en una situación
sumamente delicada. Un año antes simplemente no existían
aún los tanques más pesados Mark III y Mark IV, que fueron
capaces de enfrentarse con éxito a los carros de combate
franceses y británicos. Y para adiestrar debidamente a sus
fuerzas, especialmente a los oficiales de un ejército que
había pasado de los cien mil a los cinco millones y medio
de efectivos, fue también de vital importancia poder contar
con unos meses más.19
El 14 de mayo, en Londres, ni siquiera el gabinete de
guerra podía imaginarse cuál era la verdadera situación al
oeste del Mosa. Por pura coincidencia, Anthony Edén,
secretario de estado de guerra, anunció aquel día la
creación de un nuevo cuerpo, el de Voluntarios Locales de
Defensa (bautizado al poco tiempo con el nombre de
Guardia Nacional). En menos de una semana, unos
doscientos cincuenta mil hombres solicitaron su ingreso
en él. Pero el gobierno de Churchill empezó a darse cuenta
de la magnitud de la crisis cuando aquella tarde, a última
hora, recibió un telegrama de París firmado por Reynaud.
El primer ministro francés solicitaba otros diez
escuadrones de cazas británicos para proteger a sus tropas
de los ataques de los Stuka. Reconocía que los alemanes
habían abierto una brecha al sur de Sedán y decía que, en su
opinión, las fuerzas enemigas avanzaban hacia París.
El general Ironside, jefe del estado mayor imperial,
dio la orden de enviar un oficial de enlace al cuartel general
de Gamelin o al de Georges. Apenas llegaban noticias del
frente, por lo que Ironside llegó a la conclusión de que
Reynaud «se había dejado llevar un poco por la histeria».20
Pero lo cierto es que el primer ministro francés no tardaría
en darse cuenta de que la situación era mucho más
catastrófica que lo que había temido en un primer
momento. Daladier, ministro de la guerra, acababa de
hablar con Gamelin, cuya tranquilidad y suficiencia se
habían visto trastocadas por un informe en el que se
comunicaba la desintegración del IX Ejército. En él
también se indicaba que el Panzerkorps de Reinhardt había
llegado a Montcornet. Aquella noche, a última hora,
Reynaud convocó una reunión con Daladier y el gobernador
militar de París en el ministerio del interior: si el enemigo
avanzaba hacia la capital francesa, tenían que trazar un plan
para mantener la ley y el orden, y evitar que cundiera el
pánico entre la población.
A las 07:30 de la mañana siguiente, una llamada
telefónica de Reynaud despertó a Churchill. «Hemos sido
derrotados», exclamó el francés. El primer ministro
británico, aún medio dormido, no pudo reaccionar
inmediatamente a aquella noticia. «Nos han vencido; hemos
perdido la batalla», recalcó Reynaud. «¿Seguro? No puede
haber ocurrido tan deprisa...», respondió Churchill. «Han
abierto una brecha en el frente cerca de Sedán; están
entrando masivamente con sus tanques y sus vehículos
blindados», replicó Reynaud, quien, según Roland de
Margerie, su asesor de asuntos exteriores, también añadió:
«El camino que conduce a París ha quedado despejado.
Envíennos todos los aviones y todas las tropas que
puedan».21
Churchilll decidió volar a París con la intención de
modificar la decisión de Reynaud, pero primero convocó
una reunión del gabinete de guerra para hablar sobre la
posibilidad de enviar otros diez escuadrones de cazas.
Tenía la firme determinación de hacer todo lo posible por
ayudar a los franceses. Pero el jefe del Estado Mayor del
Aire y del Mando de Caza de la RAF, el mariscal sir Hugh
Dowding, se opuso enérgicamente al envío de más aparatos
aéreos. Tras una acalorada discusión, se levantó de la silla,
fue hasta Churchill y le colocó delante un papel en el que
se especificaba el porcentaje de pérdidas posibles,
basándose en los percances ocurridos hasta entonces. En
menos de diez días no iba a quedar ni un Hurricane en
Francia o en Gran Bretaña. Aquello dejó estupefactos a los
miembros del gabinete, que, sin embargo, consideraron que
había que enviar otros cuatro escuadrones a Francia.
El gabinete de guerra tomó también otra decisión. El
Mando de Bombardeo debía participar por fin en la
ofensiva contra territorio alemán. Tenía que organizar una
incursión al Ruhr en represalia por el ataque a Rotterdam
de la Luftwaffe. Fueron pocos los aviones que dieron con
su objetivo, pero esta misión supondría el primer paso de
una campaña de bombardeos estratégicos.
Sumamente preocupado por la posible caída de
Francia, Churchill envió un telegrama al presidente
Roosevelt con la esperanza de causarle un gran sobresalto
que lo llevara a unirse a la causa aliada. «Como sin duda
sabrá, el panorama se ha oscurecido de un plumazo. Si es
necesario, continuaremos la guerra solos, no nos da miedo.
Pero confío en que sepa darse cuenta, Sr. Presidente, de
que la voz y la fuerza de los Estados Unidos perderán todo
su peso si permanecen reprimidas durante demasiado
tiempo. Con asombrosa rapidez, puede encontrarse con una
Europa completamente sometida y nazificada, y esta es una
carga que probablemente no podremos soportar».22
Roosevelt contestó con amabilidad y cortesía, pero sin
comprometerse a intervenir. Churchill redactó otra carta,
haciendo hincapié en la firme determinación de Gran
Bretaña de «perseverar hasta el final, independientemente
de cómo acabe la gran batalla que se libra en Francia», y,
una vez más, insistió en la necesidad de que los
norteamericanos prestaran inmediatamente su ayuda.
Como seguía viendo que Roosevelt no se daba cuenta
de lo dramática que era la situación, el 21 de mayo el
primer ministro escribió otro mensaje, que no supo si
enviar o no. Aunque insistía en que su gobierno nunca
aceptaría rendirse, planteaba otro peligro. «Si los
miembros del actual gobierno caen, y vienen otros a
parlamentar en medio de la ruina y el desastre, no puede
usted ignorar el hecho de que la única moneda de cambio
que les quedará para negociar con Alemania será la flota, y
si nuestro país fuera abandonado a su destino por los
Estados Unidos, nadie tendrá derecho a acusar de nada a los
responsables que en ese momento alcancen el mejor
acuerdo posible para los supervivientes. Perdóneme, Sr.
Presidente, por exponer esta posible pesadilla con tanta
claridad. Evidentemente, no puedo responder de lo que
hagan mis sucesores, que, si llega el caso, probablemente
se vean obligados por la desesperación y la impotencia a
doblegarse a la voluntad de Alemania».23
Al final, Churchill decidió enviar este telegrama, pero,
como observaría más tarde, su táctica del miedo, dando a
entender que los navíos de guerra de la Marina Real
británica podrían quedar en manos de los alemanes, y el
peligro que esto supondría para los Estados Unidos,
resultaría contraproducente. Su objetivo era socavar el
convencimiento que tenía Roosevelt de que Gran Bretaña
estaba decidida a librar sola aquella batalla, y el Presidente
planteó, junto con sus asesores, la posibilidad de trasladar
la Armada inglesa a Canadá. Llegó incluso a ponerse en
contacto con William Mackenzie King, primer ministro de
este país, para tratar del asunto. Unas semanas después,
este error de cálculo de Churchill tendría trágicas
consecuencias.
El 16 de mayo, Churchill voló por la tarde a París. Ignoraba
que Gamelin había telefoneado a Reynaud para decirle que
los alemanes tal vez llegaran a la capital aquella misma
noche. Estaban ya cerca de Laon, a menos de ciento veinte
kilómetros de distancia. El gobernador militar aconsejó la
evacuación inmediata de todos los miembros de la
administración. En los ministerios comenzaron a apilarse
en los patios montones de expedientes para prenderles
fuego, mientras los funcionarios iban tirando por las
ventanas todo tipo de documentos.
«El viento arremolinado», dice Roland de Margerie,
«se llevaba fragmentos y pedazos chamuscados de papel,
que no tardaron en inundar todo el barrio».24 También
cuenta que la amante de Reynaud, la derrotista condesa de
Portes, hizo un comentario sumamente cáustico acerca del
«idiota que ha dado esta orden». El jefe de servicio
contestó que había sido Reynaud en persona: «C'est le
Président du Conseil, Madame».25 Pero, en el último
momento, Reynaud decidió que el gobierno debía quedarse.
No fue una buena idea, porque había corrido la noticia. Los
parisinos, a los que se había ocultado la realidad del
desastre con una estricta censura de la prensa, enseguida
fueron presa del pánico. Había comenzado la grande fuite.
Una multitud de vehículos con montones de cajas apiladas
sobre la cubierta empezaron a cruzar París en dirección a la
Porte d'Orléans y la Porte d'Italie.
Churchill voló a París en su avión Flamingo
acompañado del general John Dill, nuevo jefe del estado
mayor imperial, y del general Hastings Ismay, secretario
del gabinete de guerra, y en cuanto aterrizó se dio cuenta de
que «la situación era muchísimo más grave que lo que nos
habíamos imaginado». En el Quai d'Orsay, los británicos se
reunieron con Reynaud, Daladier y Gamelin. El ambiente
era tan tenso que ni siquiera se sentaron. «Sus rostros
expresaban el más absoluto abatimiento», escribiría
posteriormente Churchill. Gamelin se colocó de pie junto
a un mapa que había en un caballete, y en el que aparecía
marcada la avanzada enemiga en Sedán, e intentó explicar la
situación.
«¿Dónde están las reservas estratégicas?», exclamó
Churchill, que inmediatamente volvió a formular la
pregunta en su peculiar francés. «Où est la masse de
manoeuvre?»
Gamelin se volvió hacia él y, «negando con la cabeza y
encogiéndose de hombros», contestó: «Aucune». Entonces
Churchill vio por las ventanas que subía una gran cantidad
de humo, y desde una de ellas también pudo ver a los
funcionarios del ministerio de exteriores que transportaban
montones de documentos en carretillas que luego volcaban
en unas grandes hogueras. Churchill no podía creer que el
plan de Gamelin no hubiera contemplado la necesidad de
reservar un contingente importante de tropas con el que
contraatacar si el enemigo lograba abrirse paso, rompiendo
la línea defensiva. Pero hubo otros dos hechos que también
le dejaron perplejo: su propio desconocimiento de cómo
estaban las cosas y la lamentable falta de coordinación
entre los dos países aliados.
Cuando preguntó a Gamelin por los preparativos para
lanzar un contraataque, el generalísimo francés solo pudo
encogerse de hombros. Su mirada lo decía todo. El ejército
francés estaba acabado. Su única esperanza era que Gran
Bretaña los salvara. Con discreción, Roland de Margerie le
comentó en voz baja a Churchill que las cosas estaban
mucho peor que lo que habían contado Daladier y Gamelin.
Y cuando añadió que tal vez tendrían que replegarse al río
Loira, o incluso seguir la guerra desde Casablanca, el
primer ministro británico lo miró «avec stupeur».26
Reynaud se interesó por los diez escuadrones de cazas
que había solicitado. Churchill, que aún tenía la advertencia
de Dowding zumbándole en los oídos, explicó que
desposeer a Gran Bretaña de sus defensas podría tener
desastrosas consecuencias. Recordó las terribles pérdidas
que había sufrido la RAF intentando bombardear los puntos
por los que los alemanes cruzaban el Mosa, y luego añadió
que cuatro escuadrones más estaban de camino, y que había
otros que realizaban misiones en Francia desde su base en
Gran Bretaña, pero su respuesta no satisfizo a los
franceses. A última hora de la tarde, el primer ministro
británico mandó un mensaje desde su embajada al gabinete
de guerra, pidiendo que se acordara el envío de otros seis
escuadrones. (Por cuestiones de seguridad, fue dictado en
indostaní por el general Ismay, y traducido por un oficial
del Ejército Indio en Londres). Cuando se obtuvo la
autorización poco antes de la medianoche, Churchill fue
inmediatamente a ver a Reynaud y a Daladier para
infundirles ánimo. El presidente francés lo recibió en batín
y zapatillas.
Al final, los nuevos escuadrones tuvieron que actuar
desde una base británica y volar cada día al otro lado del
Canal de la Mancha para entrar en combate. Debido al
avance de los alemanes, no había suficientes aeródromos
desde los que operar, y los pocos disponibles carecían de
las instalaciones necesarias para la reparación y el
mantenimiento de los aparatos. En total, durante la
precipitada retirada, hubo que abandonar ciento veinte
Hurricane con base al otro lado del Canal que habían
sufrido daños en misiones de combate. Los pilotos se
encontraban en un estado de absoluta extenuación. La
mayoría realizaba hasta cinco salidas en un solo día. Y
como los cazas franceses Morane y Dewoitine poco podían
hacer ante un Messerschmitt 109 alemán, los escuadrones
de los Hurricane británicos tuvieron que cargar con el peso
de una batalla muy desigual.
No paraban de llegar informes en los que se hablaba
de la desintegración del ejército francés y de su falta de
disciplina. Se intentó obligar a las unidades a resistir y a
combatir, para lo cual no se dudó en ejecutar a algunos
oficiales acusados de haber abandonado el mando. Las
tropas comenzaron a ver espías por todas partes.
Numerosos oficiales y soldados recibieron un tiro después
de que algún hombre asustado los confundiera con un
alemán vestido con uniforme aliado. El rumor de que los
alemanes disponían de armas secretas y de la existencia de
una «quinta columna» hizo que cundiera el pánico. Parecía
que la traición fuera la única manera de explicar una derrota
tan apabullante como aquella, con el grito desgarrador de
«Nous sommes trahis!»
La situación se hacía cada vez más caótica, debido
principalmente al gran número de refugiados que se
acumulaba en el noreste de Francia. Contando holandeses y
belgas, se calcula que aquel verano se echaron a las
carreteras unos ocho millones de individuos, hambrientos,
sedientos y exhaustos, los más ricos en sus vehículos, y el
resto en carros y carretas o empujando una bicicleta, un
cochecito o una carretilla cargados con sus pocas
pertenencias. «El espectáculo es patético», escribiría en su
diario el teniente general sir Alan Brooke, «con mujeres
que cojean porque tienen los pies lastimados, con niños
exhaustos por el viaje, pero que permanecen abrazados a
sus muñecos, y por todos los ancianos y los desgraciados
que avanzan a duras penas».27 La suerte que había corrido
Rotterdam causaba pavor a muchos. La inmensa mayoría de
la población de Lille abandonó la ciudad ante el avance
alemán. Aunque no hay pruebas de que la Luftwaffe diera
órdenes a sus pilotos de atacar las columnas de refugiados,
lo cierto es que varios miembros de las fuerzas aliadas
aseguraron haber sido testigos de este tipo de acciones. El
ejército francés, que había basado su estrategia en la
defensa estática, fue todavía más incapaz de reaccionar a lo
inesperado cuando las carreteras se vieron atestadas de
civiles aterrorizados.
7
LA CAÍDA DE FRANCIA
(mayo-junio de 1940)
Los alemanes difícilmente podían tener la moral más alta.
Las tripulaciones de los tanques, vestidas con sus
uniformes negros, saludaban con vítores a sus comandantes
cuando se cruzaban con ellos, mientras proseguían su
avance hacia el Canal de la Mancha a través de campos
desiertos. Repostaban sus vehículos en gasolineras
abandonadas y en los depósitos de combustible del ejército
francés. Todas sus líneas de abastecimiento estaban
desprotegidas. Su rápido avance se veía dificultado
principalmente por los vehículos averiados de los
franceses y las columnas de refugiados que bloqueaban las
carreteras.
Mientras los tanques de Kleist se dirigían a toda prisa
hacia la costa del Canal de la Mancha, a Hitler le
preocupaba muchísimo que los franceses pudieran atacar su
flanco desde el sur. Aunque era un tipo acostumbrado a
apostar fuerte, no podía creer la suerte que tenía. El
recuerdo de 1914, cuando un contraataque por el flanco
frustró la invasión de Francia, también perseguía a los
generales más veteranos. El Generaloberst von Rundstedt
era de la misma opinión que Hitler, por lo que el 16 de
mayo ordenó a Kleist que frenara el avance de sus
divisiones panzer para que la infantería pudiera alcanzarlas.
Sin embargo, el general Halder, que al final había apostado
por la audacia del plan de Manstein, le instó a seguir
avanzando. Kleist y Guderian volvieron a tener una fuerte
bronca al día siguiente, en el curso de la cual el primero
citó textualmente la orden de Hitler. Pero llegaron a un
acuerdo: «las formaciones de reconocimiento mejor
preparadas para presentar batalla» seguirían explorando el
terreno dirigiéndose hacia la costa, y el cuartel general del
XIX Cuerpo no se movería.1 Esto daba a Guderian la
oportunidad que iba buscando. A diferencia de Hitler, que
estaba encerrado en su Felsennest, sabía que los franceses
habían quedado paralizados ante la audacia de su
sorprendente ataque. Solo quedaban bolsas de resistencia
aisladas, en las que los restos de alguna división francesa
seguían combatiendo a pesar del desastre inminente.
Por pura casualidad, el mismo día en el que las
divisiones panzer se detuvieron (y se les brindó por fin la
oportunidad de descansar y de reparar las averías de sus
vehículos), los franceses contraatacaron por el sur. El
coronel Charles de Gaulle, el partidario más acérrimo de la
guerra de blindados de todo el ejército francés (hecho que
no le había granjeado precisamente la estima de aquellos
generales de más edad que no querían saber nada de las
comunicaciones por radio), acababa de recibir el mando de
la llamada 4.ª División blindada. Con su defensa apasionada
de la guerra mecanizada, De Gaulle se había ganado el
apodo de «coronel motores».2 Pero lo cierto es que su
flamante unidad acorazada estaba formada por una
colección mal surtida de batallones de carros de combate,
sin apenas apoyo de infantería y prácticamente sin
artillería.
El general Georges, tras entrevistarse con él, se
despidió diciéndole: «¡Adelante De Gaulle! He aquí para
usted, que durante tanto tiempo ha defendido las ideas que
el enemigo está poniendo en práctica, la oportunidad de
actuar».3 De Gaulle estaba ansioso por entrar en acción,
sobre todo después de haber tenido conocimiento de la
insolencia con la que las tripulaciones de los tanques
alemanes trataban a sus compatriotas. Cuando daban
órdenes a las tropas francesas que encontraban a su paso,
simplemente les indicaban que tiraran sus armas y que
marcharan hacia el este. Su grito de despedida, «No
tenemos tiempo de llevaros prisioneros»,4 ofendía en lo
más profundo el sentimiento patriótico de De Gaulle.
De Gaulle, desde Laon, decidió avanzar hacia el
noreste en dirección a Montcornet, importante punto de
intersección de varias carreteras, situado en la ruta de
abastecimiento de Guderian. Su acción cogió por sorpresa
al enemigo, y los franceses a punto estuvieron de capturar
el cuartel general de la 1.ª División Panzer. Pero los
alemanes reaccionaron con gran celeridad, defendiéndose
con unos pocos tanques que acababan de ser reparados y
con varias piezas de artillería autopropulsada. También
pidieron a la Luftwaffe que enviara apoyo aéreo. Y las
maltrechas fuerzas de De Gaulle, como carecían de
baterías antiaéreas y de cazas que las cubrieran, no tuvieron
más remedio que retirarse. Ni que decir tiene que aquel día
Guderian no informó de esta acción al cuartel general del
grupo de ejércitos de Rundstedt.
La BEF, que había conseguido repeler los ataques alemanes
en su sector del Dyle, quedó perpleja el 15 de mayo por la
tarde cuando se enteró por pura casualidad de que el
general Gastón Billotte, comandante en jefe del I Grupo de
Ejércitos, estaba organizando la retirada de sus efectivos al
río Escalda. Esto significaba abandonar Bruselas y
Amberes. Los generales belgas no tuvieron noticia de
aquella decisión hasta la mañana siguiente, y, por supuesto,
se pusieron hechos una furia por no haber sido advertidos
con anterioridad.
En el cuartel general de Billotte reinaba el
abatimiento y la depresión. Muchos oficiales no podían
contener las lágrimas. El jefe de estado mayor de Gort
quedó tan horrorizado por lo que le había comunicado el
oficial de enlace británico, que telefoneó al Departamento
de Guerra en Londres para advertir de que, tarde o
temprano, habría que proceder a la evacuación de la BEF.
Para los británicos, el 16 de mayo marcó el inicio de una
retirada lenta, pero progresiva, en la que no dejaron de
presentar batalla. Justo al sur de Bruselas, en unas colinas
próximas a Waterloo, las baterías de la Artillería Real
tomaron posiciones con sus cañones de 25 libras. En esta
ocasión sus armas apuntaban hacia Wavre, la misma
localidad desde la que los prusianos habían llegado en
ayuda de sus antepasados en 1815. Pero el 17 de mayo por
la noche, las tropas alemanas entraban en la capital belga.
Ese día Reynaud envió un mensaje al general Maxime
Weygand en Siria,
pidiéndole
que
regresara
inmediatamente a Francia para asumir el mando supremo
del ejército. Había decidido prescindir de Gamelin, por
mucho que se opusiera Daladier. También quería efectuar
cambios en el gobierno. Georges Mandel, que había sido la
mano derecha de Clemenceau, y estaba firmemente
decidido a luchar hasta el final, sería ministro del interior.
El propio Reynaud asumiría la cartera de guerra, con su
protegido, Charles de Gaulle, que en aquellos momentos
ostentaba provisionalmente el rango de general, como
subsecretario de estado. En ese sentido, cualquier duda que
pudiera tener Reynaud se disipó cuando al día siguiente
André Maurois le comentó que, aunque estaban
combatiendo con arrojo, los británicos habían perdido
completamente la confianza en el ejército francés,
especialmente en sus altos oficiales.5
Sin embargo, Reynaud cometió también un grave
error, influenciado probablemente por su amante
capitulard, Hélène de Portes. Envió un legado a Madrid
con el objetivo de convencer a Philippe Pétain, por
entonces embajador francés en la España de Franco, para
que aceptara el cargo de viceprimer ministro. Como
vencedor de Verdún, el prestigioso mariscal estaba
envuelto en una aureola de heroicidad. Pero al igual que
Weygand, a sus ochenta y cuatro años le preocupaba más
una posible revolución y la consecuente desintegración del
ejército francés que la perspectiva de una humillante
derrota. Como buena parte de la derecha de su país, creía
que Francia había sido empujada injustamente a aquella
guerra por los británicos.
La mañana del 18 de mayo de 1940, justo ocho días
después del nombramiento de Churchill como primer
ministro, y mientras los alemanes amenazaban con dejar
rodeada a la Fuerza Expedicionaria Británica en el norte de
Francia, Randolph Churchill visitó a su padre en la Casa del
Almirantazgo. El primer ministro, que estaba afeitándose,
le dijo que leyera el periódico mientras terminaba. Pero de
repente exclamó: «¡Creo que ya sé cómo salir de esta!», y
siguió pasándose la navaja. Su hijo, asombrado, replicó:
«¿Quieres decir que podemos evitar la derrota?... ¿O que
podemos hundir a esos bastardos?»
Churchill dejó la navaja, se dio la vuelta y dijo: «Por
supuesto que digo que podemos hundirlos». «De acuerdo,
eso es también lo que más deseo, pero no sé cómo podrás
lograrlo», contestó Randolph.
Su padre se secó la cara y luego dijo con voz
contundente: «Arrastraré a los Estados Unidos a la
guerra».6
Por pura casualidad, aquel también fue el día en el que
el gobierno, a instancias de Halifax, decidió enviar a un
austero socialista, sir Stafford Cripps, a Moscú con el fin
de mejorar las relaciones con la Unión Soviética. Churchill
pensaba que Cripps no era una buena elección, basándose
en que Stalin odiaba a los socialistas prácticamente más
que a los conservadores. En su opinión un hombre tan
intelectual e idealista como Cripps no era la persona
adecuada para tratar con un individuo tan cínico, calculador,
tosco y receloso como Stalin. Sin embargo, la clarividencia
de Cripps sería muy superior a la del primer ministro en
muchos aspectos. Ya había pronosticado que la guerra
supondría el fin del imperio británico y que daría lugar a
importantísimos cambios sociales a su término.7
El 19 de mayo, el llamado «corredor de las divisiones
panzer» se extendía hasta el otro lado del Canal du Nord.
Tanto Guderian como Rommel tenían que dar un descanso
a sus tripulaciones, pero este último convenció al
comandante de su cuerpo de que aquella noche debía
avanzar hacia Arras.
Las fuerzas de la RAF en Francia se encontraban por
entonces completamente aisladas de los efectivos de tierra
británicos, por lo que se decidió el regreso a Inglaterra de
los sesenta y seis aviones Hurricane que quedaban en
Francia. Los franceses, como era de esperar, se sintieron
traicionados por este movimiento, pero la pérdida de
aeródromos y el agotamiento de los pilotos obligaban a
ello. La RAF ya había perdido una cuarta parte de sus cazas
en la batalla de Francia.
Ese día, mucho más al sur, el I Ejército del general
Erwin von Witzleben logró abrir una brecha en la línea
Maginot. Su intención era evitar que los franceses pudieran
trasladar tropas al norte contra el flanco sur del «corredor
panzer», aunque dicho flanco ya comenzara a estar
protegido por las divisiones de infantería alemanas, que
habían llegado hasta allí completamente exhaustas tras
marchar sin descanso.
El coronel De Gaulle lanzó aquel día una nueva
ofensiva con ciento cincuenta tanques para dirigirse hacia
el norte, a Crécy-sur-Serre. Había que obstaculizar
posibles ataques de los Stuka, y le habían prometido que
los cazas franceses iban a proporcionarle cobertura aérea,
pero por errores en las comunicaciones estos llegaron
demasiado tarde. De Gaulle tuvo que replegarse con los
restos de sus maltrechas fuerzas al otro lado del río Aisne.
La mala coordinación entre los ejércitos aliados
seguía siendo evidente, lo que levantó recelos en el sentido
de que la BEF probablemente ya estuviera preparándose
para proceder a la evacuación. El general Gort no
descartaba esta posibilidad, pero en aquellos momentos
tampoco había plan alguno que la contemplara. Lord Gort
no consiguió obtener ninguna respuesta clara del general
Billotte sobre la verdadera situación en el sur y el número
de reservas disponibles de los franceses. En Londres, el
general Ironside se entrevistó con el Almirantazgo para
saber el número de barcos pequeños con el que podía
contarse.
Aunque el pueblo británico desconocía la verdadera
gravedad de la situación, de repente comenzaron a correr
más rumores inquietantes:8 el rey y la reina habían decidido
enviar a las princesas Isabel y Margarita a Canadá; Italia ya
había entrado en guerra, y su ejército avanzaba hacia Suiza;
el enemigo había lanzado fuerzas paracaidistas; y a través
de sus programas radiofónicos desde Berlín, lord HawHaw* enviaba mensajes secretos a los agentes alemanes en
Gran Bretaña.
Aquel domingo, el último día en el que Gamelin ostentaría
el mando del ejército de su país, el gobierno francés asistió
a una misa en Notre Dame para implorar la intervención
divina. William Bullitt, el francófilo embajador
estadounidense, no pudo contener las lágrimas a lo largo de
la ceremonia.
A su llegada de Siria, el general Weygand, un tipo de
corta estatura, enérgico, con un rostro muy arrugado y
expresión de zorro, insistió en que necesitaba dormir
después de un viaje tan largo. En muchos sentidos, la
elección de este monárquico como sustituto de Gamelin
resultaba cuando menos sorprendente, pues Weygand
detestaba a Reynaud, que era quien lo había nombrado. Pero
el primer ministro francés, desesperado, intentaba
agarrarse a los símbolos de una victoria nacional, como
Pétain y Weygand, quien, en calidad de ayudante del
mariscal Foch, había quedado asociado al triunfo final de
1918.
El lunes, 20 de mayo, el primer día de Weygand en su
nuevo cargo, la 1.ª División Panzer llegó a Amiens, que
durante la jornada anterior había sufrido un fuerte
bombardeo. Un batallón del Regimiento Real de Sussex, la
única fuerza aliada presente en la ciudad, fue aniquilado
mientras intentaba defenderla. Las fuerzas de Guderian
también se hicieron con una cabeza de puente en el
Somme, lo que las dejaba preparadas para la subsiguiente
fase de la batalla. Guderian envió entonces la 2.ª División
Panzer austríaca a Abbeville, localidad a la que sus hombres
llegaron aquella noche. Y unas pocas horas más tarde, uno
de sus batallones blindados alcanzó la costa. El
Sichelschnitt de Manstein había conseguido su objetivo.
Hitler apenas podía dar crédito a la noticia. En palabras del
Generalmajor Jodl, estaba «loco de alegría». Era tanta la
sorpresa que el OKH no podía ni decidir cuál era el
siguiente paso que había que dar.
En el lado norte del corredor, la 7.ª División Panzer
de Rommel había comenzado el avance hacia Arras, pero se
vio sorprendida por un batallón de la Guardia Galesa que le
cortó el paso. Aquella noche, el general Ironside llegó al
cuartel general de Gort con una orden de Churchill. El
primer ministro inglés quería que se abriera paso hasta el
otro lado del corredor para unirse en el sur con los
franceses. Pero Gort indicó que el grueso de sus divisiones
estaba defendiendo la línea del Escalda, y que en aquellos
momentos no podía retirar a sus hombres de allí. No
obstante, aunque ignoraba los planes de los franceses,
podría preparar un ataque contra Arras con dos divisiones.
Ironside se dirigió luego al cuartel general de Billotte.
El corpulento general británico encontró a su colega
francés en un estado de absoluto abatimiento. Sin dudarlo,
lo agarró por la casaca y le dio un par de sacudidas. Billotte
accedió al final a lanzar un ataque simultáneo con otras dos
divisiones. Gort era sumamente escéptico respecto a la
actuación de los franceses. Y no se equivocaba. El general
Rene Altmayer, que estaba al frente del V Cuerpo de
Francia y ordenó apoyar a los británicos, se limitaba
simplemente a sollozar en la cama, según cuenta un oficial
de enlace francés. Solo apareció para presentar batalla un
pequeño contingente perteneciente al admirable cuerpo de
caballería del general Prioux.
Con su contraofensiva en los alrededores de Arras, los
británicos pretendían ocupar al sur de la ciudad una
extensión de territorio suficiente para frenar la punta de
lanza de los blindados de Rommel. Sus fuerzas estaban
formadas, principalmente, por setenta y cuatro carros de
combate Matilda del 4.° y el 7.° Regimiento Real de
Tanques, dos batallones de la Infantería Ligera de Durham,
parte de los Fusileros de Northumberland y los vehículos
blindados del 12.° de Lanceros. Una vez más, no se
materializó ni el apoyo de la artillería ni la cobertura aérea
prometida para la operación. El propio Rommel fue testigo
de cómo sus soldados de infantería y de artillería tuvieron
que correr para salvar sus vidas. La recién llegada infantería
mecanizada de la SS Totenkopf fue presa del pánico. Sin
embargo, para frenar a los pesados Matilda británicos, el
célebre militar alemán hizo que entraran inmediatamente
en acción varias baterías antiaéreas y antitanque. Durante
los intensos tiroteos, él mismo estuvo a punto de morir,
pero el peligro que decidió correr, participando con arrojo
en el combate como un joven oficial cualquiera, fue lo que,
casi con toda probabilidad, salvó a los alemanes de un duro
revés.
La otra columna británica tuvo más éxito, a pesar de
perder la mayoría de sus carros de combate. Aunque los
proyectiles antitanque alemanes perforaban con éxito el
pesado blindaje de los Matilda, muchos de los tanques de
esta columna sucumbieron al final a los problemas
mecánicos tras infligir graves daños a los vehículos y a los
carros blindados de los alemanes. La contraofensiva,
aunque llevada a cabo con arrojo, simplemente careció de
la intensidad, o de la ayuda, necesaria para cumplir su
objetivo. La ausencia de los franceses (con la honrosa
excepción de la caballería de Prioux) en el campo de
batalla sirvió para convencer a los comandantes británicos
de que el ejército de Francia había perdido las ganas de
luchar. La alianza, para gran consternación de Churchill,
estaba en aquellos momentos condenada a deteriorarse, en
medio de los recelos y de las recriminaciones entre los
dos países. De hecho, los franceses lanzaron otra
contraofensiva en Cambrai, pero también en vano.9
Aquella mañana, el grueso de la BEF había sufrido
intensos ataques a orillas del Escalda, defendiéndose con
gran determinación del enemigo. Por esta acción se
concedieron dos Cruces Victoria. Los alemanes, que no
estaban dispuestos a perder tantos hombres en un segundo
asalto, decidieron bombardear a los británicos con la
artillería y los morteros. La posición aliada estaba a punto
de derrumbarse debido a la mala coordinación y a la falta
de entendimiento entre los altos oficiales cuando Weygand
convocó por la tarde una conferencia. Quería que los
británicos se replegaran para lanzar un ataque más
contundente al otro lado del corredor alemán y poder
avanzar hacia el Somme. Pero Gort, con el que había
costado mucho ponerse en contacto, llegó demasiado
tarde. Y el acuerdo de Weygand y el rey de los belgas,
Leopoldo III, de no mover de Bélgica a sus tropas resultó
catastrófico. A ello se sumó el fallecimiento del general
Billotte cuando su automóvil oficial se empotró contra un
camión lleno de refugiados. El general Weygand y varios
cronistas franceses indicarían más tarde que Gort había
evitado deliberadamente llegar a tiempo a la reunión en
Yprès porque ya estaba planeando en secreto la evacuación
de la BEF, pero no hay prueba alguna que corrobore esta
idea.
«El rostro de la guerra es horroroso», decía el 20 de
mayo en una carta a los suyos un soldado alemán de la
269.ª División de Infantería. «Pueblos y aldeas hechos
pedazos, tiendas saqueadas por doquier, objetos de valor
pisoteados por las botas, reses abandonadas, que
vagabundean de un lugar a otro, y perros desesperados que
furtivamente van de casa en casa... Vivimos como dioses en
Francia. Si necesitamos carne, se sacrifica una vaca de la
que solo se toman las mejores partes, y el resto se
descarta. Hay muchas cosas en abundancia: espárragos,
naranjas, lechugas, nueces, cacao, café, mantequilla, jamón,
chocolate, vino espumoso, vino, licores, cerveza, tabaco,
puros y cigarrillos, así como juegos completos de ropa
blanca. Como nuestro avance se realiza en largas marchas
por etapas, perdemos contacto con nuestras unidades. Con
el fusil en mano, irrumpimos en las casas para saciar el
hambre. Horrible, ¿no os parece? Pero uno se acostumbra a
todo. Gracias a Dios que en nuestra patria no se vive en
estas condiciones».10
«En las cunetas de las carreteras se amontonan los
tanques y los vehículos franceses averiados e incendiados,
formando largas hileras», contaba un cabo de artillería en
una carta dirigida a su esposa. «Entre ellos hay, por
supuesto, algunos que son alemanes, pero su número es
sorprendentemente escaso».11 Algunos soldados se
quejaban de la falta de actividad. «Aquí hay muchas,
muchísimas divisiones que no han disparado ni un solo
tiro», escribía un cabo de la 1.ª División de Infantería. «Y
en el frente, el enemigo huye. Franceses e ingleses,
adversarios nuestros por igual en esta guerra, se niegan a
plantarnos cara. En realidad, nuestros aviones dominan el
cielo. No hemos visto ni uno enemigo, solo a los nuestros.
Así que ya puedes imaginártelo. Posiciones como Amiens,
Laon, Chemin des Dames caen en pocas horas. Entre el 14
y el 18 se defendieron durante años».12
Las cartas que los soldados victoriosos enviaban a los
suyos no hablaban de las matanzas ocasionales de
prisioneros británicos y franceses, y a veces incluso de
civiles. Tampoco contaban las matanzas, más frecuentes, de
soldados capturados pertenecientes al ejército colonial
francés, especialmente de tirailleurs senegaleses, que
luchaban con gran arrojo para consternación y rabia de las
tropas alemanas más racistas. Eran ejecutados, a veces en
grupos de cincuenta e incluso de cien, por formaciones
alemanas como, por ejemplo, la SSTotenkopf , la 10.ª
División Panzer o el Regimiento Grossdeutschland. En
total, se calcula que en la batalla de Francia unos tres mil
soldados de las colonias fueron ejecutados sin más tras ser
capturados.13
En la retaguardia de las fuerzas aliadas, Boulogne era una
ciudad sumida en el caos. Había hombres de la guarnición
naval que estaban todo el día borrachos, y otros que se
dedicaban a destruir las baterías costeras. Dos batallones
británicos, uno de la Guardia Irlandesa y otro de la Guardia
Galesa, llegaron allí para defender la ciudad. El 22 de
mayo, mientras avanzaba hacia el norte, camino del puerto,
la 2.ª División Panzer sufrió una emboscada por parte de un
destacamento del 48.° Regimiento francés, formado
principalmente por personal del cuartel general, poco
familiarizado con el manejo de los cañones antitanque. Fue
una valiente defensa de Francia, en la que se puso
claramente de manifiesto una actitud muy distinta a la que
reinaba en Boulogne; sin embargo, en poco tiempo estos
hombres se vieron superados por el enemigo, y la 2.ª
División Panzer enseguida pudo reanudar su avance hacia el
objetivo.
Los dos batallones británicos que se encontraban en
Boulogne disponían de pocos cañones antitanque, y no
tardaron en retirarse al interior de la ciudad, para luego
recluirse en una zona más interna alrededor del puerto. El
23 de mayo, cuando resistir se convirtió en una misión
imposible, el personal de la retaguardia británica comenzó
a ser evacuado por los destructores de la Marina Real
inglesa. Estalló una gran batalla, en el curso de la cual los
buques de guerra británicos entraron en el puerto y
empezaron a atacar a los tanques alemanes con su
armamento principal. Pero el comandante francés, que
había recibido la orden de luchar hasta que no quedara ni un
solo soldado en pie, montó en cólera. Acusó a los
británicos de deserción, lo cual no hizo más que envenenar
las relaciones entre los dos aliados. Este hecho también
sirvió para convencer a Churchill de que había que defender
Calais a cualquier precio.
Calais, aunque había visto reforzadas sus defensas con
cuatro batallones y varios tanques más, tenía muy pocas
posibilidades de resistir, a pesar del aviso de que de allí no
se evacuaría a nadie «en nombre de la solidaridad entre
aliados».14 La 10.ª División Panzer solicitó el 25 de mayo
el envío de aviones Stuka y de la artillería pesada de
Guderian para comenzar a bombardear la vieja ciudad, en la
que se habían recluido sus últimos defensores. Al día
siguiente, Calais aún resistía, aunque las columnas de humo
que salían de la ciudad en llamas podían verse desde Dover.
Los soldados franceses pelearon hasta quedarse sin
municiones. El comandante naval francés decidió rendirse,
y a los británicos, que habían sufrido innumerables bajas,
no les quedó más remedio que hacer lo mismo. La defensa
de Calais, aunque condenada al fracaso, por lo menos había
conseguido ralentizar el avance por la costa hacia
Dunkerque de la 10.ª División Panzer.
En Gran Bretaña, la población civil seguía teniendo alta la
moral, en gran medida porque ignoraba la realidad que se
vivía al otro lado del Canal de la Mancha. Pero el 22 de
mayo, el comentario, supuestamente realizado por
Reynaud, de que «solo un milagro puede salvar a Francia»15
causó una gran inquietud. El país comenzó de repente a
despertar de una especie de letargo. La ley declarando el
estado de excepción tuvo una buena acogida general, así
como la detención de sir Oswald Mosley, líder de la Unión
Británica de Fascistas. Los encargados de elaborar los
estudios de Mass Observation indicaban que, en general, el
ánimo era más firme en aldeas y zonas rurales que en
grandes ciudades, y que las mujeres eran más pesimistas
que los varones. Las clases medias mostraban también más
inquietud que la clase trabajadora: «cuanto más blanca es la
camisa, menor es la confianza»,16 se decía. En efecto, el
porcentaje más elevado de derrotistas se daba entre los
ricos y las clases altas.
Muchos comenzaron a convencerse de que aquellos
horribles rumores, como, por ejemplo, que el general
Gamelin había sido ejecutado por traidor o que se había
suicidado, habían sido difundidos deliberadamente por una
«Quinta Columna». Pero Mass Observation comunicó al
ministerio de información que «por el momento todo
indica que quien hace correr la mayoría de los rumores son
individuos ociosos, asustados y recelosos».17
El 23 de mayo, el general Brooke escribía la siguiente
anotación en su diario: «¡Nada más que un milagro puede
salvar la BEF en estos momentos, y el final no puede estar
muy lejano!».18 Pero afortunadamente para la Fuerza
Expedicionaria Británica, la fallida contraofensiva en Arras
había conseguido que por lo menos los alemanes se
sintieran menos seguros. Rundstedt y Hitler insistieron en
que había que asegurar la zona antes de reanudar el avance.
Y la retención de la 10.ª División Panzer en Boulogne y
Calais supuso que Dunkerque no fuera capturada a espaldas
de la BEF.
El 23 de mayo, a última hora de la tarde, el
Generaloberst von Kluge mandó que las trece divisiones
alemanas se detuvieran junto a la que los británicos
denominaban «línea del Canal», al oeste de lo que estaba
convirtiéndose en la bolsa de Dunkerque. Con más de
cincuenta kilómetros de longitud, dicha línea se extendía
desde la costa hasta La Blassée, siguiendo el curso del río
Aa y su canal a su paso por Saint-Omer y Béthune. Los dos
Panzerkorps de Kleist necesitaban urgentemente reparar y
revisar sus vehículos. Su Panzergruppe ya había perdido la
mitad de sus fuerzas blindadas. En apenas tres semanas,
seiscientos tanques habían sido destruidos a manos del
enemigo, o sufrido graves problemas mecánicos. Este
número representaba más de una sexta parte de los carros
de combate alemanes presentes en todos los frentes.19
Hitler dio el visto bueno a esta orden al día siguiente,
pero la idea no fue suya, como a menudo se cree. El 24 de
mayo por la noche, el Generaloberst von Brauchitsch,
comandante en jefe del ejército alemán, con el respaldo de
Halder, dio la orden de seguir avanzando, pero Rundstedt,
apoyado por Hitler, insistió en que debía esperarse a que
llegara la infantería. Querían conservar sus fuerzas
blindadas para lanzar una ofensiva al otro lado del Somme y
del Aisne antes de que el grueso del ejército francés
tuviera la oportunidad de reorganizarse. Avanzar por los
canales y las tierras pantanosas de Flandes era, en su
opinión, correr un riesgo innecesario, sobre todo teniendo
en cuenta que Göring aseguraba que su Luftwaffe podía
frustrar cualquier intento de evacuación por parte de los
británicos. Aunque marchaban a un ritmo rápido, a las
divisiones de infantería alemanas les costaba dar alcance a
las
formaciones
blindadas.
Resulta sumamente
sorprendente que la BEF y la mayoría de las unidades
francesas dispusieran de muchísimos más medios de
transporte motorizados que el ejército alemán, en el que
solo estaban totalmente motorizadas dieciséis divisiones
de un total de ciento cincuenta y siete. Todas estas otras
divisiones estaban obligadas a encomendarse a la tracción
animal, esto es, a los caballos, para mover su artillería, sus
pertrechos y sus equipos.20
Los británicos tuvieron otro golpe de suerte. Un
automóvil del estado mayor alemán sufrió una emboscada.
En el vehículo encontraron documentos que revelaban que
el siguiente ataque tendría lugar en el este, en las
inmediaciones de Yprès, en una zona situada entre las
fuerzas belgas y el flanco izquierdo de los británicos. El
teniente general Brooke, comandante del II Cuerpo,
convenció a Gort de que debía mover una de sus divisiones,
que estaba preparándose para lanzar una nueva
contraofensiva, para cubrir aquel hueco.
En Londres, al enterarse de que los franceses no
podían montar un ataque a través del Somme, Anthony Edén
indicó a lord Gort la noche del 25 de mayo que la seguridad
de la BEF debía ser la «consideración prioritaria».21 Así
pues, el general tenía que replegar a sus hombres hacia la
costa del Canal de la Mancha para proceder a la evacuación.
El gabinete de guerra, obligado por las circunstancias a
afrontar el hecho de que el ejército francés no podía
recuperarse de su trágico hundimiento, y viendo que Gran
Bretaña se veía abocada a seguir la guerra en solitario, tenía
que considerar las implicaciones de aquella nueva
situación. Lord Gort ya había advertido a Londres de que
era muy probable que la BEF perdiera todo su
equipamiento, y que personalmente dudaba que pudiera
evacuarse poco más que una pequeña parte de sus tropas.
Edén ignoraba que Reynaud, sintiéndose cada vez más
agraviado, había caído en una trampa del mariscal Pétain y
el general Weygand. Pétain había permanecido en contacto
con Pierre Laval, un político que detestaba a los británicos
y esperaba tener una oportunidad para sustituir a Reynaud.
Laval se había entrevistado con un diplomático italiano para
sondear la posibilidad de entablar negociaciones con Hitler
a través de Mussolini. Weygand, jefe supremo del ejército
francés, culpaba a los políticos de haber cometido un acto
de «imprudencia delictiva»22 en primer lugar por decidir
entrar en guerra. Apoyado por Pétain, exigía que Francia
retirara su promesa de no intentar por su cuenta llegar a un
acuerdo de paz con Alemania. Su prioridad era preservar el
ejército para mantener el orden. Reynaud accedió a viajar a
Londres al día siguiente para hablar de ello con el gobierno
británico.
La esperanza de Weygand de que podría convencer a
Mussolini y lograr que no entrara en guerra con la promesa
de cederle más colonias, y de que el Duce estaría en
disposición de negociar una paz, era un absoluto desatino.
Cuando Hitler declaró que se había alzado con la victoria,
Mussolini, dejando a un lado sus inseguridades, comunicó a
los alemanes y a su propio estado mayor que Italia iba a
entrar en guerra poco después del 5 de junio. Tanto él
como sus generales eran perfectamente conscientes de que
su país no podía emprender ninguna acción ofensiva eficaz.
Contemplaban, sin embargo, la posibilidad de lanzar un
ataque contra Malta, aunque luego llegaron a la conclusión
de que este no era necesario, pues podrían hacerse con la
isla en cuanto Gran Bretaña cayera. Se cuenta que, durante
los días siguientes, Mussolini comentó: «Esta vez
declararé la guerra, pero sin entrar en guerra».23 Las
víctimas principales de este desastroso intento de
equilibrismo serían sus ejércitos, deplorablemente mal
equipados. En cierta ocasión, Bismarck, haciendo gala de
su habitual perspicacia, dijo lacónicamente que Italia tenía
un gran apetito, pero mala dentadura.24 Su observación, para
desgracia de los italianos, se revelaría totalmente acertada
en la Segunda Guerra Mundial.
La mañana del domingo, 26 de mayo, mientras las tropas
británicas se replegaban hacia Dunkerque en medio de una
fuerte tormenta —«los truenos se confundían con el
estruendo de los bombardeos de la artillería»—,25 el
gabinete de guerra se reunía en Londres, ignorando cuáles
eran las verdaderas intenciones de Mussolini. Lord Halifax
planteó la posibilidad de que el gobierno considerara un
acercamiento al Duce para averiguar en qué términos Hitler
estaría dispuesto a aceptar una paz. El día anterior, por la
tarde, se había entrevistado incluso con el embajador
italiano para sondearlo en ese sentido. Estaba convencido
de que, sin la perspectiva de una ayuda de los americanos a
corto plazo, Gran Bretaña no era lo suficientemente fuerte
para resistir sola a Hitler.
Churchill contestó que la libertad y la independencia
de Gran Bretaña eran cuestiones primordiales. Recurrió a
un documento preparado por los jefes de estado mayor,
titulado «La estrategia británica ante una determinada
eventualidad»,26 una expresión eufemística para referirse a
la posible rendición de Francia. El documento en cuestión
contemplaba las repercusiones que tendría para Gran
Bretaña luchar en solitario. Algunos aspectos eran, como
quedaría
demostrado
por
los
acontecimientos,
increíblemente pesimistas. El informe daba por hecho que
se perdería prácticamente toda la BEF en Francia. El
Almirantazgo no esperaba poder salvar a más de unos
cuarenta y cinco mil hombres, y los jefes de estado mayor
temían que la Luftwaffe acabara destruyendo las fábricas de
aviones de las Midlands. Otras conjeturas eran
excesivamente optimistas: por ejemplo, los jefes de estado
mayor pronosticaban que la economía de guerra de
Alemania sufriría las consecuencias negativas derivadas de
una escasez de materias primas, una idea cuando menos
curiosa si tenemos en cuenta que Alemania iba a controlar
buena parte de Europa occidental y central. Pero la
conclusión principal a la que llegaba dicho informe era que
probablemente Gran Bretaña podría resistir con éxito a
cualquier intento de invasión, siempre y cuando la RAF y la
Armada Real conservaran todo su potencial. Esta era la
razón principal para adherirse a los argumentos de
Churchill en contra de la propuesta de Halifax.
Churchill acudió a la Casa del Almirantazgo para
almorzar con Reynaud, que acababa de llegar a Londres.
Por las palabras de Reynaud, resultaba evidente que el
optimismo con el que Weygand había visto la situación
hacía apenas dos días se había transformado en absoluto
derrotismo. Los franceses ya contemplaban la idea de
perder París. Reynaud dijo incluso que, aunque nunca iba a
firmar por su cuenta una paz, probablemente fuera
sustituido por alguien que sí lo haría. Ya había recibido
innumerables presiones para que instara a los británicos a
entregar Gibraltar y Suez a los italianos, «con el fin de
reducir proporcionalmente nuestra propia contribución».27
Cuando Churchill volvió a reunirse con el gabinete de
guerra e informó de esta conversación, Halifax puso de
nuevo sobre la mesa su propuesta de acercamiento al
gobierno italiano. Churchill tenía que jugar muy bien sus
cartas. Su posición no era lo bastante sólida, por lo que no
podía correr el riesgo de enfrentarse claramente a Halifax,
depositario de la confianza de muchísimos conservadores.
Por fortuna, Chamberlain comenzó a mostrarse favorable a
las tesis de Churchill, quien, al fin y al cabo, lo había
tratado con gran respeto y magnanimidad a pesar de su
anterior antagonismo.
Churchill sostenía que Gran Bretaña no debía quedar
vinculada a Francia si este país decidía firmar una paz. «No
podemos ser partícipes de una actitud semejante antes de
vernos involucrados en una guerra en toda regla».28 No
había que tomar decisión alguna hasta que no se supiera
claramente cuántos efectivos de la BEF podrían ser
rescatados. En cualquier caso, era evidente que, si
apostaban por firmar una paz, los términos que iba a
imponer Hitler impedirían a Gran Bretaña «completar
nuestro rearme». Suponía acertadamente que Hitler estaba
dispuesto a imponer a Francia unas condiciones mucho más
clementes que a Inglaterra. Pero el ministro de exteriores
no parecía dispuesto a abandonar la idea de negociar. «Si al
final conseguimos discutir los términos de una paz que no
postulen la destrucción de nuestra independencia, sería de
idiotas no aceptarlos». De nuevo, Churchill se vio obligado
a dar a entender que no descartaba la idea de un
acercamiento a los italianos, pero, en realidad, no era más
que una artimaña para ganar tiempo. Si el grueso de la BEF
era rescatado con éxito, su posición como primer ministro,
así como la de todo el país, saldría increíblemente
reforzada.
A última hora de la tarde, Anthony Edén, en su calidad
de secretario de estado para la guerra, envió un mensaje a
Gort confirmando que debía «dirigirse a la costa... junto
con los ejércitos francés y belga».29 Aquella misma noche,
el vicealmirante Bertram Ramsay recibió en Dover la orden
de poner en marcha la Operación Dinamo, esto es, la
evacuación por mar de la Fuerza Expedicionaria Británica.
Por desgracia, el mensaje enviado por Churchill a Weygand
confirmando la retirada de las tropas a los puertos
franceses del Canal de la Mancha no decía claramente que
se trataba de un plan de evacuación. Se pensó,
erróneamente, que en aquellas circunstancias no podía
haber margen de duda, que sobraban las palabras. Este
hecho tendría gravísimas repercusiones en la relación, cada
vez más deteriorada, de Gran Bretaña con Francia.
El alto de las divisiones blindadas alemanas había brindado
al estado mayor de Gort la oportunidad de preparar un
nuevo perímetro defensivo, basado en una línea de aldeas
fortificadas, mientras se replegaba el grueso de la BEF.
Pero los comandantes franceses en Flandes montaron en
cólera cuando descubrieron los planes de evacuación de los
británicos. Gort dio por hecho que Londres había
informado al general Weygand al mismo tiempo que él
había recibido la orden de dirigirse a la costa. Asimismo,
creía que los franceses habían recibido también
instrucciones de embarcar, y su sorpresa y disgusto fueron
enormes cuando se enteró de que no había sido así.
El 27 de mayo, el 2.° Batallón del Regimiento de
Gloucestershire y un batallón del Regimiento de Infantería
Ligera de Oxford y Buckinghamshire emprendieron la
defensa de Cassel al sur de Dunkerque. Diversos pelotones
ocuparon las casas rurales de la zona, resistiendo en
algunos casos hasta tres días a unas fuerzas enemigas muy
superiores. Más al sur, la 2.ª División británica, que había
sido trasladada allí para defender la línea del canal desde La
Bassée hasta Aire, sufrió una serie de intensos ataques.
Tras quedarse sin proyectiles antitanque, los soldados del
exhausto y diezmado 2.° Regimiento Real de Norfolk, se
vieron obligados a resistir recurriendo a granadas de mano
que tenían que arrojar contra las orugas de los tanques. Los
últimos efectivos del batallón fueron rodeados por la SS
Totenkopf y hechos prisioneros. Aquella noche, los
hombres de la SS mataron a noventa y siete de ellos.
Mientras tanto, en el sector belga, la 255.ª División
alemana, en un acto de represalia por las pérdidas sufridas
en las inmediaciones de la localidad de Vinkt, ejecutó a
setenta y ocho civiles, con el falso pretexto de que algunos
de ellos iban armados. Al día siguiente, un grupo de la SS
Leibstandarte, a las órdenes del Hauptsturmführer
Wilhelm Mohnke, asesinó en Wormhout a unos noventa
prisioneros ingleses, en su mayoría pertenecientes al
Regimiento Real de Fusileros de Warwickshire, que
también actuaban en la retaguardia. Casos como estos
explican que las sangrientas batallas libradas en Polonia
tuvieran tan poco eco en un frente supuestamente
civilizado como el occidental.
Al sur del Somme, la 1.ª División blindada británica
lanzó una contraofensiva en una cabeza de puente de los
alemanes. Como había ocurrido anteriormente, ni la
cobertura de la artillería francesa ni el apoyo aéreo se
materializaron, y el 10.° de Húsares y el regimiento de
caballería de los Queen's Bays perdieron sesenta y cinco
carros de combate, principalmente por la acción de los
cañones antitanque alemanes. La 4.ª División blindada de
De Gaulle lanzó en otra cabeza de puente enemiga próxima
a Abbeville otro contraataque más efectivo, que, sin
embargo, también fue repelido.30
En Londres, el gabinete de guerra volvió a reunirse
tres veces el 27 de mayo. La segunda de esas sesiones,
celebrada por la tarde, probablemente resumiera el
momento más crítico de la guerra, cuando los nazis podían
alzarse con la victoria. Fue entonces cuando quedó patente
el enfrentamiento que venía desarrollándose desde hacía
algún tiempo entre Halifax y Churchill. Halifax se mostró
aún más decidido a recurrir a la mediación de Mussolini
para averiguar en qué términos estaría dispuesto el Führer a
firmar un armisticio con Francia y Gran Bretaña. En su
opinión, cuanto más tiempo se dejara pasar, peores serían
los términos ofrecidos por los alemanes.
Churchill se opuso firmemente a cometer un acto de
semejante debilidad, e insistió en que había que seguir
combatiendo. «Incluso si nos derrotan», dijo, «no
estaremos peor de lo que podemos llegar a estar si ahora
abandonamos la lucha. Así pues, impidamos que nos
arrastren hacia el mismo abismo por el que Francia se
precipita». Se daba cuenta perfectamente de que si
comenzaban a entrar en negociaciones, luego no podrían
«dar marcha atrás» y revitalizar un espíritu de resistencia y
desafío entre la población. Contaba al menos con el apoyo
implícito de Clement Attlee y Arthur Greenwood, los dos
líderes laboristas, y de sir Archibald Sinclair, el líder
liberal. A Chamberlain también le convenció el argumento
esencial de Churchill. Durante esa tormentosa reunión,
Halifax no ocultó a Churchill que estaba dispuesto a
presentar la dimisión si se hacía caso omiso de sus puntos
de vista, pero más tarde el primer ministro consiguió
tranquilizarlo.
Aquella tarde se recibió otro duro golpe. Como el
enemigo había conseguido abrir una gran brecha en el
frente belga a orillas del Lys, el rey Leopoldo decidió que
había llegado el momento de capitular. Al día siguiente,
presentó la rendición incondicional de Bélgica al VI
Ejército alemán. El Generaloberst von Reichenau y su jefe
de estado mayor, el Generalleutnant Friedrich Paulus,
impusieron los términos de la paz en su cuartel general. La
siguiente rendición que negociaría Paulus iba a ser la suya
propia en Stalingrado apenas tres años después.
Aparentemente, el gobierno francés manifestó su
repulsa por la «traición» del rey Leopoldo, pero, en
realidad, se alegró de lo ocurrido. El siguiente comentario
de uno de los capitularás expresa claramente cómo se
vivió la noticia: «¡Por fin tenemos un chivo expiatorio!».31
A los británicos, sin embargo, apenas les sorprendió la
caída de Bélgica. Gort, siguiendo los consejos del general
Alan Brooke, había tomado sabiamente las debidas
precauciones, colocando a sus tropas detrás de las líneas
belgas para evitar que los alemanes pudieran abrirse paso
por el flanco oriental, por la zona comprendida entre Yprès
y Comines.
El general Weygand, que ya había sido informado
oficialmente de la decisión de los británicos de retirarse,
montó en cólera por aquella falta de franqueza. Por
desgracia, no cursó la orden de evacuación de sus unidades
hasta el día siguiente, por lo que las tropas francesas
llegaron a las playas bastante más tarde que las británicas.
El mariscal Pétain dijo que la falta de apoyo de los ingleses
obligaba a revisar el acuerdo firmado por Reynaud en
marzo en el sentido de que Francia no intentaría pactar con
el enemigo una paz por separado.
La tarde del 28 de mayo, el gabinete de guerra volvió a
reunirse, pero en esta ocasión —por petición expresa de
Churchill— en la Cámara de los Comunes. Halifax y
Churchill volvieron a enzarzarse en una fuerte discusión, en
la que el primer ministro se mostró mucho más contrario a
cualquier forma de negociación. Y si se levantaban y
abandonaban la sala, dijo, «veríamos cómo se esfumaría
todo el poder de decisión del que disponemos ahora».
En cuanto terminó la reunión del gabinete de guerra,
Churchill convocó una asamblea de todos los ministros.
Comentó que había considerado la posibilidad de negociar
con Hitler, pero que había llegado a la conclusión de que
las condiciones que impondrían los alemanes iban a reducir
a Gran Bretaña a un «estado esclavo»32 administrado por un
gobierno títere. El apoyo que le brindaron los ministros
difícilmente habría podido ser más categórico. Halifax
había sido superado tácticamente de una manera clara y
rotunda. Gran Bretaña iba a luchar hasta el final.
Como no quería agotar a las fuerzas blindadas que habían
sido desplegadas, Hitler limitó su avance a Dunkerque.
Debían detenerse en cuanto el puerto estuviera al alcance
de sus regimientos de artillería. El bombardeo de la ciudad
comenzó siendo muy intenso, pero no logró impedir el
desarrollo de la Operación Dinamo, esto es, la evacuación.
Los bombarderos de la Luftwaffe, que con frecuencia
seguían despegando de bases en Alemania, no dispusieron
de un apoyo efectivo por parte de los cazas, viéndose a
menudo interceptados por los escuadrones de Spitfire
aliados que emprendían el vuelo desde unos aeródromos
mucho más cercanos, como los de Kent.
Los desventurados soldados británicos que se
amontonaban en las playas y en la ciudad, a la espera de
poder embarcar, maldecían a la RAF, sin saber que en el
interior de la región los cazas ingleses libraban su propia
batalla en el cielo contra los bombarderos enemigos. Por
mucho que Göring se hubiera jactado de que iba a acabar
con los británicos, lo cierto es que la Luftwaffe causó un
número de bajas relativamente escaso en las fuerzas
aliadas. El efecto letal de bombas y obuses se vio
minimizado por la morbidez de las dunas de arena. En las
playas murieron más soldados aliados por culpa de las
ametralladoras que por culpa de las bombas.
Cuando, tras la llegada de su infantería, los alemanes
reiniciaron el avance, la férrea resistencia de las tropas
francesas y británicas había logrado impedir que el
enemigo rompiera la línea defensiva. Los pocos que
consiguieron escapar de los pueblos y aldeas de la zona
estaban exhaustos, famélicos, sedientos y, en muchos
casos, heridos. Hubo que dejar atrás a los que presentaban
un estado de mayor gravedad. Con aquel gran número de
alemanes rodeándolas, las fuerzas aliadas comenzaron una
retirada angustiosa, temiendo en todo momento dar de
bruces con un contingente enemigo.
La evacuación había comenzado el 19 de mayo, con el
rescate de heridos y de los primeros soldados de la
retaguardia, pero el grueso de la operación no empezó a
desarrollarse hasta la noche del 26 de mayo. Después de
que la BBC lanzara un llamamiento por radio, el
Almirantazgo se puso en contacto con los propietarios de
pequeñas embarcaciones —yates, barcas y lanchas motoras
— que se habían ofrecido voluntarios para colaborar en la
difícil empresa. Aunque en un primer momento se les dijo
que debían reunirse frente a las costas de Sheerness, más
tarde se les indicó que el lugar de encuentro sería frente a
las costas de Ramsgate. Fueron utilizadas unas seiscientas
de esas embarcaciones en el curso de la Operación
Dinamo, casi todas tripuladas por unos «marineros de fin
de semana», que se pusieron al servicio de más de
doscientos navíos de la Armada británica.
Dunkerque era fácil de identificar a gran distancia,
tanto desde el mar como desde el interior. Grandes
columnas de humo se elevaban hacia el cielo desde aquella
ciudad en llamas atacada por los bombarderos alemanes.
Las cisternas de combustible ardían rabiosamente, creando
infinidad de densas nubes negras. Todas las carreteras que
conducían a la ciudad estaban atestadas de vehículos
militares abandonados o destruidos.
Las relaciones entre los altos mandos de los dos
países aliados, especialmente las del estado mayor del
almirante Jean Abrial con sus colegas franceses, se
hicieron cada vez más tensas. No contribuyó precisamente
a mejorar la situación el hecho de que tropas francesas y
británicas se dedicaran al pillaje en la ciudad, culpándose
unas a otras de los delitos cometidos. Muchos hombres se
emborrachaban cuando intentaban calmar su sed ingiriendo
vino, cerveza y licores debido a la falta de agua potable.
Las playas y el puerto se llenaron de tropas que
formaban largas filas a la espera de poder embarcar. Cada
vez que la Luftwaffe atacaba, y se oían las sirenas de sus
Stuka que se lanzaban en picado «como una bandada de
enormes gaviotas infernales»,33 los hombres salían
corriendo y se desperdigaban para salvar la vida. El ruido
resultaba ensordecedor, con todos aquellos cañones
antiaéreos de los destructores que frente al rompeolas
disparaban contra los aviones enemigos. Después, cuando
volvía la calma, los soldados regresaban rápidamente para
no perder su lugar en la cola. Algunos sucumbían, víctimas
de aquel estrés. Poco se podía hacer por los que mostraban
signos evidentes de fatiga de combate.
Cuando caía la noche, los soldados aguardaban en el
mar, con el agua hasta las espaldas, mientras los botes
salvavidas y otras pequeñas embarcaciones iban llegando
hasta la playa para recogerlos. En su mayoría estaban tan
cansados y tenían tantas dificultades para moverse con sus
botas y sus trajes de combate completamente empapados,
que los marineros, profiriendo maldiciones, se veían
obligados a subirlos por la borda, agarrándolos por las
correas de sus equipos de combate.
En el curso de la Operación Dinamo, los hombres de
la Marina Real británica no sufrieron menos que las tropas
a las que tuvieron que rescatar. El 29 de mayo, cuando el
Reichsmarschall Göring, presionado por Hitler, lanzó un
gran ataque para impedir la evacuación, fueron hundidos o
seriamente dañados diez destructores, así como otras
muchas embarcaciones. Esta circunstancia obligó al
Almirantazgo a retirar de allí los grandes destructores de la
flota, de importancia vital para la defensa del sur de
Inglaterra. Pero emprendieron su viaje de regreso un día
más tarde, una vez concluida la fase más intensa de la
evacuación, llevándose consigo a unos mil soldados cada
uno.
Ese día también tuvo lugar una valiente acción
defensiva del perímetro del puerto por parte de los
hombres de la Guardia de Granaderos, de la Guardia de
Coldstream y del Regimiento Real de Berkshire de la 3.ª
División de Infantería, que, poniendo en riesgo su vida,
consiguieron repeler el ataque de los alemanes; un ataque
que, de haber sido coronado con éxito, habría puesto fin a
las operaciones de evacuación. Tropas francesas de la 68.ª
División siguieron resistiendo en el sector occidental y
suroccidental del perímetro de Dunkerque, pero lo cierto
es que las tensiones en la alianza franco-británica no
pararon de crecer.
Los franceses estaban convencidos de que los
británicos iban a dar prioridad a sus hombres, y hay que
decir que, en realidad, desde Londres llegaron
instrucciones cuando menos contradictorias en este
sentido. No fueron pocos los soldados franceses que, al
llegar a los puntos de embarque británicos, se encontraron
con que se les negaba el paso, lo cual, naturalmente, dio
lugar a escenas de gran violencia. Los soldados británicos,
que habían recibido la orden de dejar en tierra todas sus
pertenencias, montaban en cólera cuando veían aparecer a
los franceses cargados con bultos, y los echaban del muelle
empujándolos al agua. Hubo otro caso en el que fueron
tropas británicas las que asaltaron una nave destinada a los
franceses, mientras que los franceses que intentaban
subirse a un barco británico eran empujados al mar.
Ni siquiera el gran carisma del general de división
Harold Alexander pudo evitar que el general Robert
Fagalde, jefe del cuerpo XVI, y el almirante Abrial
montaran en cólera cuando les comunicó que había
recibido la orden de embarcar el mayor número posible de
británicos. Los franceses le enseñaron una carta de Gort en
la que se aseguraba que tres divisiones británicas se
quedarían para defender el perímetro. El almirante Abrial
amenazó incluso con cerrar el puerto de Dunkerque a las
tropas británicas.
La noticia de aquella grave discusión llegó a Londres
y a París, donde Churchill estaba entrevistándose con
Reynaud, Weygand y el almirante François Darlan.
Weygand reconoció que no podía esperarse que Dunkerque
resistiera indefinidamente. Churchill insistió en que la
evacuación debía continuar en términos de igualdad para
los dos países, pero en Londres no se compartía su
esperanza de conservar intacto el espíritu de la alianza. En
la capital inglesa, se consideraba tácitamente que, como era
harto probable la rendición de Francia, los británicos tenían
que velar por sus propios intereses. Las alianzas son
bastante complicadas en la victoria, pero en la derrota están
condenadas a originar las peores recriminaciones
imaginables.34
El 30 de mayo parecía que la mitad de la BEF iba a
quedarse en Francia. Pero al día siguiente, frente a las
costas de Dunkerque, apareció una gran flota compuesta
por navíos de la Marina Real británica y «pequeñas
embarcaciones»: destructores, minadores, yates, vapores
de ruedas, remolcadores, botes salvavidas, barcos de pesca
y embarcaciones de recreo. Muchos de esos barcos más
pequeños se dedicaron a transportar a los soldados desde
las playas hasta las naves más grandes. Uno de los yates
presentes, el Sundowner, era propiedad del capitán de
fragata C. H. Lightoller, el oficial que había sobrevivido al
naufragio del Titanic. El milagro de Dunkerque tuvo mucho
que ver con el estado de la mar, normalmente en calma
durante los días y las noches de aquella importantísima
operación.
A bordo de los destructores, los suboficiales de la
Marina Real daban a los exhaustos y hambrientos soldados
que habían sido rescatados tazas de chocolate caliente,
latas de carne de buey y pan. Pero con la Luftwaffe
aumentando el número de sus ataques cada vez que cesaba
la cobertura aérea de los cazas de la RAF, llegar a un barco
no era precisamente una empresa segura. Es muy difícil
olvidar la descripción de las horribles heridas sufridas
durante los ataques aéreos, así como los relatos que nos
hablan de los que morían ahogados cuando un barco se
hundía o de los que gritaban pidiendo auxilio y no recibían
respuesta. Peor fue lo que les tocó vivir a los heridos que
se quedaron atrás, en el perímetro de Dunkerque, donde los
médicos y el personal sanitario apenas podían hacer nada
para consolar a los moribundos o aliviarles el dolor.
Ni siquiera los que fueron evacuados pudieron mitigar
su sufrimiento al llegar a Dover. La evacuación en masa
había colapsado el sistema. Los trenes hospital los
repartieron por distintos centros a lo largo y ancho de todo
el país. Un soldado herido, recién llegado del horror de
Dunkerque, no pudo dar crédito a sus ojos cuando vio a
través de la ventanilla del tren a un grupo de hombres
vestidos de franela blanca jugando al cricket como si Gran
Bretaña nunca hubiera entrado en guerra. Bajo los
uniformes de campaña de muchos de los que presentaban
lesiones, cuando por fin pudieron ser atendidos
debidamente, se descubrió que en sus heridas asomaban los
gusanos, o que la gangrena obligaba a amputarles el
miembro afectado.
La mañana del 1 de junio, la retaguardia en Dunkerque,
de la que formaba parte la 1.ª Brigada de la Guardia, se vio
superada por una contundente ofensiva alemana en el canal
de Bergues-Furnes. Varios hombres, e incluso pelotones
enteros, cayeron durante el ataque, pero el arrojo
demostrado durante aquella penosa jornada supuso la
concesión de una Cruz Victoria y de otras diversas
condecoraciones. A partir de ese momento hubo que
cancelar las operaciones de evacuación durante el día
debido a las importantes pérdidas sufridas por la Marina
Real, y al hundimiento de un barco hospital y a las averías
de otro. La noche del 3 de junio llegaron a Inglaterra las
últimas naves de Dunkerque. En una lancha motora, antes
de abandonar definitivamente la zona, el general de división
Alexander recorrió arriba y abajo la zona de la playa y la del
puerto para comprobar que no quedaba ningún soldado.
Poco antes de la medianoche, el capitán Bill Tennant, el
oficial naval que lo acompañaba, consideró que ya podía
enviar un mensaje al almirante Ramsay en Dover para
comunicarle que se había concluido la operación.
En vez de los cuarenta y cinco mil soldados que el
Almirantazgo había confiado salvar, los buques de guerra de
la Marina Real británica y las diversas embarcaciones
particulares consiguieron evacuar a unos trescientos treinta
y ocho mil efectivos aliados, de los cuales ciento noventa y
tres mil eran británicos, y los demás franceses. Unos
ochenta mil hombres, en su mayoría franceses, quedaron
atrás debido a la confusión y a la lentitud de sus
comandantes en el momento de retirarlos.35 Durante la
campaña en Bélgica y el noreste de Francia, los británicos
perdieron unos sesenta y ocho mil hombres. Casi todos los
tanques y vehículos motorizados que les quedaban,
prácticamente toda su artillería y la inmensa mayoría de sus
pertrechos fueron destruidos. Las fuerzas polacas en
Francia también fueron evacuadas a Inglaterra; este hecho
hizo que Goebbels las llamara despectiva y
desdeñosamente «los turistas de Sikorski».36
Curiosamente, en Gran Bretaña hubo diversas
reacciones: por un lado, una sensación de miedo
exagerado; por otro, de gran alivio porque la BEF había
sido salvada. Al ministerio de información llegó a
preocuparle que el pueblo tuviera la moral «probablemente
demasiado alta».37 Y, sin embargo, la posibilidad de una
invasión parecía cada vez más real. Corrían rumores que
hablaban de paracaidistas alemanes disfrazados de monja.
Por lo visto, algunos creían incluso que en Alemania «se
reclutaban enfermos con trastornos mentales para crear un
cuerpo de suicidas», y que «los alemanes abrían túneles en
Suiza para llegar a Toulouse».38 La amenaza de una invasión
produjo inevitablemente un miedo irracional a la presencia
de extranjeros. Poco después de la evacuación de
Dunkerque, los sondeos de Mass Observation indicaban
también que las tropas francesas eran bien acogidas, pero
que la gente sentía un profundo rechazo por los refugiados
holandeses y belgas.
Los alemanes no tardaron en poner en marcha la siguiente
fase de su campaña. El 6 de junio, atacaron la línea del río
Somme y el río Aisne, aprovechando su gran superioridad
numérica y su supremacía aérea. Las divisiones francesas,
tras haberse recuperado de la conmoción inicial del
desastre que se les había venido encima, combatieron con
gran valentía, pero ya era demasiado tarde. Churchill,
advertido por Dowding de que no había suficientes cazas
para defender Gran Bretaña, se negó al envío de más
escuadrones al otro lado del Canal de la Mancha como
pedían los franceses. Aún había en el continente, al sur del
Somme, más de cien mil soldados británicos, entre ellos
los de la 51.ª División de Infantería (Highland), que no
tardó en quedar atrapada en Saint-Valéry, junto con la 41.ª
División francesa.
En un intento de que Francia siguiera en guerra,
Churchill decidió trasladar al continente otra fuerza
expedicionaria a las órdenes del general sir Alan Brooke.
Antes de su partida, Brooke advirtió a Edén que, si él se
daba cuenta del carácter diplomático de su misión y lo
aceptaba, el gobierno debía reconocer que esta no tenía
ninguna posibilidad de convertirse en un éxito militar.
Aunque algunas unidades francesas combatían con arrojo,
muchas otras habían comenzado a escabullirse y a engrosar
las columnas de refugiados. Se difundió el pánico con
rumores que hablaban del uso de gases venenosos y de
atrocidades cometidas por los alemanes.
Huyendo del enemigo, los que más avanzaban eran los
automóviles, en primer lugar los de los ricos, que parecían
estar bien preparados para aquella empresa. El hecho de
que pudieran adelantar a los demás les permitía acaparar los
suministros de combustible —un bien cada vez más escaso
— que encontraban en el camino. En segundo lugar estaban
los de la clase media, mucho más modestos, con colchones
atados sobre la cubierta, y el interior lleno de las
posesiones más preciadas de sus dueños, entre las que a
veces figuraba un perro, un gato o un canario en su jaula. Y
por último, las familias más pobres, que iban a pie y
utilizaban bicicletas, carretillas, caballos y cochecitos de
niño para transportar sus pertenencias. A menudo, con
embotellamientos de decenas y decenas de kilómetros,
estas no iban más lentas que las que viajaban en automóvil,
cuyo motor se recalentaba por el calor, y que se movían
apenas unos metros cada vez que avanzaban.
En su avance en medio del pánico hacia el suroeste,
estos ríos humanos formados por unos ocho millones de
personas no tardaron en comprobar que no solo era
imposible conseguir combustible, sino también alimentos.
El hecho de que en las ciudades sus habitantes se dedicaran
a comprar todo el pan y todas las verduras disponibles
generó inmediatamente una falta de compasión cada vez
mayor y un fuerte resentimiento hacia lo que empezaba a
considerarse una verdadera plaga de langostas. Y todo esto
a pesar del gran número de heridos que se habían producido
durante los constantes ataques lanzados por la aviación
alemana contra las carreteras atestadas de refugiados. Una
vez más, fueron las mujeres las que soportaron la carga de
aquel desastre y las que mejor supieron afrontar la difícil y
penosa situación con su sacrificio y su calma. Los hombres
eran los que lloraban desesperados.
El 10 de junio, pese a ser perfectamente consciente
de la inferioridad militar y de la escasez de recursos de su
país, Mussolini declaró la guerra a Francia y a Gran
Bretaña. Estaba firmemente decidido a no desaprovechar la
oportunidad de obtener un beneficio territorial antes de que
se llegara a una paz. Pero la ofensiva de los italianos en los
Alpes, de la que los alemanes no fueron informados,
resultó un desastre. Los franceses perdieron poco más de
doscientos hombres, pero en las filas italianas se
produjeron unas seis mil bajas, de las cuales más de dos
mil fueron casos graves de congelación.39
En una decisión que no hizo más que aumentar la
confusión, el gobierno francés se había trasladado al valle
del Loira, estableciendo sus distintos ministerios y
cuarteles generales en diversos castillos de la región. El 11
de junio, Churchill voló a Briare, a orillas del Loira, para
asistir a una reunión del Mando Supremo Aliado. Escoltado
por una escuadrilla de aviones Hurricane, aterrizó en un
aeródromo abandonado de la zona. Lo acompañaban el
general sir John Dill, en aquellos momentos jefe del estado
mayor, el general de división Hastings Ismay, el secretario
del gabinete de guerra y el general de división Edward
Spears, su representante personal ante el gobierno francés.
El grupo fue conducido al castillo de Muguet, por entonces
centro de operaciones temporal del general Weygand.
En el sombrío comedor aguardaba su llegada Paul
Reynaud, un hombre de baja estatura, con grandes cejas
pronunciadas y el rostro «hinchado por el cansancio».40
Reynaud estaba al borde de un ataque de nervios. Lo
acompañaban un malhumorado Weygand y el mariscal
Pétain. En un segundo término se encontraba el que en
aquellos momentos era subsecretario de guerra de su
gobierno, el general de brigada Charles de Gaulle, un
protegido de Pétain antes de que estallara la guerra. Spears
observaría que, a pesar de la cortesía con la que Reynaud
les dio la bienvenida, los miembros de la delegación
británica se sintieron como «los parientes pobres en un
funeral».41
Sin rodeos, Weygand pasó a describir lo catastrófica
que era la situación. Churchill, aunque vestía aquel día tan
caluroso un grueso traje negro, hizo todo lo que pudo para
demostrar gran ingenio y entusiasmo con su inimitable
mezcla de inglés y francés. No sabía que Weygand ya había
dado la orden de abandonar París en manos de los
alemanes, y abogaba por defender la capital francesa casa
por casa, y por emprender una guerra de guerrillas. Su
propuesta horrorizó a Weygand y también a Pétain, quien,
tras haber guardado un largo silencio, exclamó: «¡Esto
significaría la destrucción del país!».42 Su principal
preocupación era conservar un número suficiente de tropas
para sofocar cualquier desorden revolucionario. Estaban
obsesionados con la idea de que los comunistas pudieran
hacerse con el poder en un París abandonado.
En un intento de pasarles la patata caliente, Weygand
exigió más escuadrones de cazas de la RAF para evitar la
caída de Francia, sabiendo perfectamente que los británicos
tenían que rechazar su petición. Apenas unos días antes
había culpado de su derrota no a los generales, sino al
Frente Popular y a los maestros de escuela «que se han
negado a fomentar entre los niños el patriotismo y el
espíritu de sacrificio».43 Pétain pensaba de manera
parecida. «Este país», dijo a Spears, «ha sido corrompido
por la política».44 Probablemente lo más cierto sea que
Francia estaba tan profundamente dividida que era
inevitable que se multiplicaran las acusaciones de traición.
Churchill y su comitiva volaron de vuelta a Londres
sin abrigar vanas esperanzas, aunque había conseguido la
promesa de que Francia hablaría con ellos antes de firmar
un armisticio. Para Gran Bretaña, las cuestiones clave eran
el futuro de la flota francesa y saber si el gobierno de
Reynaud estaba dispuesto a seguir con la guerra desde el
norte de África francés. Pero Weygand y Pétain se oponían
rotundamente a esta idea, pues tenían la firme convicción
de que, en ausencia de un gobierno, Francia se sumiría en el
caos. Al día siguiente, 12 de junio, por la tarde, Weygand
exigió claramente que se firmara un armisticio durante una
sesión del consejo de ministros, un consejo del que él no
era miembro. Reynaud trató de recordarle que Hitler no era
un caballero a la vieja usanza como Guillermo I en 1871,
sino «un nouveau Gengis Khan». Este fue, sin embargo,
el último intento de Reynaud por mantener controlado a su
comandante en jefe.
París era una ciudad prácticamente desierta. Una
enorme columna de humo negro se elevaba hacia el cielo
desde la refinería de Standard Oil, que había sido
incendiada por petición del estado mayor francés y de la
embajada de los Estados Unidos para impedir que los
alemanes pudieran abastecerse de combustible. Las
relaciones entre Francia y los Estados Unidos eran
sumamente cordiales en 1940. El gobierno galo confiaba
tanto en el embajador norteamericano, William Bullitt, que
lo nombró alcalde de París para que negociara con el
enemigo la rendición de la capital. Cuando un grupo de
oficiales alemanes fue tiroteado cerca de la Porte Saint-
Denis, en el norte de la capital francesa, durante una tregua,
el Generaloberst Georg Küchler, comandante en jefe del
X Ejército, ordenó el bombardeo de la ciudad. Bullitt
intervino y logró salvar París de la destrucción.45
El 13 de junio, mientras los alemanes se preparaban
para entrar en París, Churchill volaba a Tours para celebrar
otra reunión. El primer ministro inglés vio confirmados sus
peores temores. A instancias de Weygand, Reynaud le
preguntó si Gran Bretaña estaría dispuesta a olvidar la
promesa de Francia de no pedir por su cuenta la paz. Solo
unos pocos, como, por ejemplo, Georges Mandel, ministro
del interior, y el joven general De Gaulle, estaban
firmemente decididos a seguir con la guerra a cualquier
precio. Reynaud, aunque compartía esta opinión, daba la
sensación, en palabras de Spears, de estar envuelto en las
vendas de los derrotistas y paralizado como una momia.
Cuando los franceses le expusieron su voluntad de
firmar la paz, Churchill comentó que comprendía su
postura. Los derrotistas tergiversaron sus palabras,
interpretando que daba su consentimiento, lo cual negó
acaloradamente. No estaba dispuesto a liberar a Francia de
su compromiso hasta que los británicos tuvieran las
suficientes garantías de que Alemania no podría apoderarse
nunca de la flota francesa. Si esta caía en manos del
enemigo sería muy probable que se coronara con éxito una
invasión de Gran Bretaña. Dijo que Reynaud debía hablar
con el presidente Roosevelt para tantear la posibilidad de
que los Estados Unidos ayudaran a Francia in extremis.
Cada día que Francia siguiera resistiendo iba a permitir que
Gran Bretaña se preparara mejor para un eventual ataque de
los alemanes.
Aquella noche se celebró un consejo de ministros en
el castillo de Cangé. Weygand, que continuaba insistiendo
en la necesidad de firmar un armisticio, dijo que los
comunistas se habían hecho con el poder en París, y que su
líder, Maurice Thorez, había ocupado el palacio del Elíseo.
Se trataba de una artimaña de lo más grotesco. Mandel
telefoneó inmediatamente al prefecto de la policía de la
capital, quien confirmó que aquello era absolutamente
falso. Aunque pudo silenciarse a Weygand, el mariscal
Pétain extrajo unas notas de su bolsillo y comenzó a
leerlas. No solo hizo hincapié en la necesidad de firmar el
armisticio, sino que rechazó la idea de que el gobierno
abandonara el país. «Permaneceré al lado del pueblo
francés para compartir su dolor y su sufrimiento».46 Pétain
había abandonado su silencio para revelar su intención de
ponerse al frente de Francia durante su servidumbre.
Reynaud, aunque contaba con el apoyo de un número
suficiente de ministros, así como del de los presidentes de
la Chambre des Députés y del Sénat, no tuvo el valor de
destituirlo. Se llegó a una solución de compromiso de
consecuencias dramáticas. Esperarían a conocer la
respuesta del presidente Roosevelt antes de tomar una
decisión definitiva en lo concerniente al armisticio. Al día
siguiente, el gobierno se trasladó a Burdeos en lo que sería
el último acto de aquella tragedia.
El general Brooke vio confirmados sus peores temores en
cuanto aterrizó en Cherburgo. Llegó al cuartel general de
Weygand, situado en los alrededores de Briare, a última
hora de la tarde del 13 de junio, cuando el generalísimo
francés se encontraba en el castillo de Cangé asistiendo a
la reunión del consejo de ministros. Brooke pudo
entrevistarse con él al día siguiente. A Weygand le
preocupaba más no acabar con gloria su carrera militar que
el desmoronamiento del ejército francés.47
Brooke telefoneó a Londres para aclarar que no estaba
de acuerdo con la orden recibida de utilizar la segunda BEF
para la defensa de un reducto en Bretaña, proyecto en el
que tanto Churchill como De Gaulle habían depositado
grandes esperanzas. El general Dill enseguida entendió el
mensaje. A partir de ese momento, iba a impedir el envío
de más refuerzos al país galo. Ambos acordaron que todas
las tropas británicas que seguían en el noroeste de Francia
debían retirarse a los puertos de Normandía y Bretaña para
proceder a su evacuación.
A su regreso a Londres, Churchill quedó horrorizado
por la noticia. Brooke, exasperado, tuvo que pasar media
hora colgado al teléfono para explicarle con claridad la
crudeza de la situación. El primer ministro hizo hincapié en
que Brooke había sido enviado a Francia para que los
franceses sintieran que los británicos estaban ayudándolos.
Brooke contestó que «era imposible que un cadáver
sintiera algo, y que el ejército francés estaba, en todos los
sentidos, muerto». Seguir con aquella empresa «solo
significaría perder a unos buenos soldados para nada».
Aunque se sintió muy ofendido cuando el primer ministro
le insinuó que carecía «de agallas», Brooke no cedió. Al
final, Churchill reconoció que no había otra salida.48
Los alemanes seguían perplejos ante la celeridad con
la que se rendían la mayoría de los soldados franceses.
«Fuimos los primeros en entrar en un determinado
pueblo», escribía un soldado de la 62.ª División de
Infantería, «y los soldados franceses se habían pasado dos
días sentados en los bares, esperando que los hiciéramos
prisioneros. Así es cómo era Francia, cómo era la tan
cacareada Grande Nation»49
El 16 de junio, el mariscal Pétain declaró que estaba
dispuesto a dimitir si el gobierno no entablaba
inmediatamente negociaciones para la firma de un
armisticio. Le convencieron de que esperara a que llegase
una respuesta de Londres. En su contestación a la llamada
de Reynaud, Roosevelt se había mostrado muy
comprensivo, pero sin prometer nada. Desde Londres, el
general De Gaulle leyó por teléfono una propuesta, según
parece sugerida en un primer momento por Jean Monnet,
considerado más tarde padre fundador del ideal europeo,
pero por entonces encargado de la compra de armamento.
Gran Bretaña y Francia debían formar un único estado con
un solo gabinete de guerra. Churchill estaba entusiasmado
con este plan, concebido para que Francia siguiera en pie
de guerra, y también Reynaud lo contemplaba con
esperanza. Pero en cuanto planteó esta posibilidad en el
consejo de ministros, la reacción de la mayoría fue de
desdén y de repulsa. Pétain lo calificó de «casamiento con
un cadáver», y otros manifestaron su temor de que «la
pérfida Albión» pretendiera de este modo apoderarse de su
país y de sus colonias en un momento de gran debilidad.
Reynaud, apenado y abatido, se reunió con el
presidente Lebrun y le presentó su dimisión. Estaba a punto
de sufrir una crisis nerviosa. Lebrun intentó convencerlo de
que siguiera en el cargo, pero el primer ministro francés
había perdido todas las esperanzas de poder oponerse a los
que pedían un armisticio. Recomendó incluso que el
mariscal Pétain fuera designado para formar un gobierno
que negociara la paz. Lebrun, aunque en esencia estaba del
lado de Reynaud, se sintió en la obligación de seguir sus
consejos. A las 23:00 horas, Pétain presidió un nuevo
consejo de ministros. La III República había llegado
definitivamente a su fin. Algunos historiadores sostienen,
no exentos de cierta razón por los argumentos que
exponen, que la muerte de la III República se debió a un
golpe militar perpetrado por Pétain, Weygand y el
almirante Darían, que el 11 de junio, durante la conferencia
de Briare, se decantó por los partidarios del armisticio. El
cometido de Darían era garantizar que la flota francesa no
pudiera ser utilizada para proceder a la evacuación del
gobierno y las tropas al norte de África donde continuar la
lucha.
Aquella noche De Gaulle había regresado a Burdeos a
bordo de un avión que puso Churchill a su disposición. A su
llegada, se enteró de que su jefe había presentado la
dimisión y de que él también había dejado de formar parte
del gobierno. En cualquier momento podía recibir órdenes
de Weygand que estaba obligado a cumplir. Manteniendo
un perfil bajo, cosa harto difícil con su altura y su
característico rostro, decidió entrevistarse con Reynaud
para comunicarle su intención de regresar a Inglaterra para
seguir desde allí con la lucha. Reynaud le entregó cien mil
francos de unos fondos secretos. Spears intentó convencer
a Georges Mandel de que se uniera a ellos, pero este
rechazó la oferta. Como judío, no quería que nadie pudiera
considerarlo un desertor, pero se equivocó al subestimar el
antisemitismo que comenzaba a aflorar en su país. Al final,
esta decisión le costaría la vida.
De Gaulle, su ayudante de campo y Spears partieron
de un aeródromo lleno de aviones averiados. Mientras
sobrevolaban las islas del Canal rumbo a Londres, Pétain
comunicaba al pueblo francés en un discurso radiofónico
su intención de firmar un armisticio. Habían muerto
noventa y dos mil franceses, y doscientos mil habían
resultado heridos. Casi dos millones de hombres habían
sido capturados como prisioneros de guerra. El ejército
francés, profundamente dividido en su seno, en parte
debido a la propaganda de los comunistas y de la extrema
derecha, había permitido que Alemania obtuviera una
victoria fácil, por no hablar del gran número de vehículos
motorizados que podrían utilizar en la invasión de la Unión
Soviética del año siguiente.
En Gran Bretaña, la opinión pública enmudeció
horrorizada cuando fue informada de la rendición de
Francia. Lo que implicaba esta noticia quedó bien claro
cuando el gobierno anunció que, a partir de ese momento,
las campanas de las iglesias solo podían sonar para dar la
señal de alarma que anuncia una invasión. En los panfletos
oficiales que distribuyeron casa por casa los carteros se
indicaba que, si llegaban los alemanes, nadie saliera de
casa. Si cundía el pánico y la gente comenzaba a emprender
la huida, atestando las carreteras, la Luftwaffe podría hacer
una verdadera escabechina.
Sin perder tiempo, el general Brooke organizó la
evacuación de los últimos soldados británicos de Francia.
Fue una suerte que actuara con tanta premura, pues el
anuncio de Pétain dejaba a sus hombres en una situación
bastante ingrata. La mañana del 17 de junio habían
abandonado el continente cincuenta y siete mil de los
ciento veinticuatro mil efectivos del ejército y la RAF
presentes en Francia. Se llevó a cabo un esfuerzo ingente
para evacuar de Saint-Nazaire, en Bretaña, al mayor número
posible de los que quedaban. Se calcula que más de seis mil
hombres, entre militares y civiles británicos, embarcaron
ese día en el transatlántico Lancastria de la compañía
Cunard. Durante un ataque de la aviación alemana, las
bombas enemigas mandaron la nave a pique, muriendo
probablemente más de tres mil quinientos de sus pasajeros,
muchos atrapados en su interior. Este incidente está
considerado el peor desastre naval de la historia británica.
A pesar de esta escalofriante tragedia, otros ciento noventa
y un mil soldados aliados lograron regresar a Inglaterra en
esta segunda evacuación.50
Churchill recibió a De Gaulle en Londres, ocultando
su decepción por la ausencia de Reynaud y de Mandel en
aquella comitiva francesa. El 18 de junio, al día siguiente
de su llegada, De Gaulle se dirigió al pueblo francés en una
alocución radiofónica que la BBC se encargó de transmitir
y de retransmitir. Ese día sería conmemorado en los años
venideros. (Por lo visto, el general francés no fue
consciente de que pronunciaba su discurso coincidiendo
con el 125 aniversario de la batalla de Waterloo.) Al
contrario del francófilo ministro de información, Duff
Cooper, el Foreign Office se oponía firmemente a que De
Gaulle se dirigiera por radio al pueblo de Francia. Temía
que semejante acción provocara las iras del gobierno de
Pétain en un momento delicado como aquel, en el que el
futuro de la flota francesa era tan incierto. Pero Cooper,
apoyado por Churchill y los miembros del gabinete, ordenó
a la BBC que procediera a su emisión.
Cuando se pidió a De Gaulle que dijera unas palabras
para comprobar el sonido, el general galo pronunció
simplemente el nombre que más le obsesionaba: «La
France». En esa célebre alocución, aunque en su momento
fue escuchada por muy pocos franceses, De Gaulle utilizó
el mundo de las emisiones radiofónicas para «izar la
bandera» de la Francia Libre, de la France combattante.
Aunque no podía lanzar un ataque directo contra la
administración de Pétain, hizo un claro y conmovedor
llamamiento a las armas —que más tarde sería reescrito y
mejorado— cuando dijo: «La France a perdu une
bataille! Mais la France n’a pas perdu la guerre!» En
cualquier caso, puso de manifiesto su notable percepción
del desarrollo de la guerra en el futuro. Aunque reconocía
que Francia había sido derrotada en un nuevo tipo de guerra
moderna y mecanizada, supo pronosticar que el poder
industrial de los Estados Unidos cambiaría el curso de la
que estaba convirtiéndose en una contienda de carácter
mundial. De esta manera, rechazaba implícitamente la idea
de los capitulards de que Gran Bretaña iba a ser derrotada
por Alemania en menos de tres semanas y que Hitler
dictaría los términos de la paz en Europa.
En el discurso «Este fue su gran momento»,
pronunciado aquel mismo día en la Cámara de los
Comunes, Churchill también hizo referencia a la necesidad
de que los Estados Unidos entraran en guerra al lado de los
que defendían la libertad. En efecto, la batalla de Francia
había terminado, pero la de Inglaterra estaba a punto de
comenzar.
8
LA OPERACIÓN LEÓN
MARINO Y LA BATALLA
DE INGLATERRA
(junio-noviembre de 1940)
El 18 de junio Hitler se entrevistó con Mussolini en
Munich para comunicarle los términos del armisticio de
Francia. No quería imponer unas condiciones punitivas, por
lo que no estaba dispuesto a permitir que Italia se adueñara
de la flota de ese país o de alguna de sus colonias, como
ansiaba el Duce. Ni siquiera iba a permitir una presencia
italiana en la ceremonia de la firma del armisticio. Japón,
por su parte, no perdió el tiempo y se dispuso a sacar el
máximo provecho de la derrota de Francia. Las autoridades
de Tokio advirtieron al gobierno de Pétain que tenía que
interrumpir inmediatamente el aprovisionamiento de las
fuerzas nacionalistas chinas desde Indochina. Se esperaba
que en cualquier momento Japón decidiera invadir esta
colonia francesa. El gobernador general francés de la
región cedió a las presiones y autorizó el estacionamiento
de tropas y aviones nipones en Tongking.
El 21 de junio concluyeron los preparativos para la
firma del armisticio. Hitler, que había soñado con ese
momento durante tanto tiempo, ordenó que el vagón de tren
del mariscal Foch en el que la delegación alemana había
firmado la rendición de su país en 1918 fuera trasladado
inmediatamente del museo en el que se encontraba al
bosque de Compiègne. Estaba a punto de vengar la
humillación que tanto le había obsesionado a lo largo de su
vida. Sentado en el interior del carruaje, aguardó, junto con
Ribbentrop, Rudolf Hess, Göring, Raeder, Brauchitsch y
Keitel, la llegada de la comitiva del general Huntziger. El
asistente de Hitler y miembro de la SS, Otto Günsche,
llevaba consigo una pistola por si los delegados franceses
intentaban atentar contra la vida del Führer. Mientras Keitel
leyó en voz alta los términos del armisticio, Hitler
permaneció en silencio. A continuación el Führer marchó
de allí, y más tarde telefoneó a Goebbels. «Se ha puesto fin
a la ignominia», escribiría Goebbels en su diario. «Es como
volver a nacer».1
A Huntziger se le informó de que la Wehrmacht iba a
ocupar la mitad septentrional de Francia y la zona de la
costa atlántica. Las otras dos quintas partes del país
quedarían en manos del gobierno de Pétain, al que se le
permitiría disponer de un ejército de cien mil hombres.
Francia tendría que pagar los costes de la ocupación, y para
ello se fijó una tasa de cambio entre el marco alemán y el
franco francés grotescamente ventajosa para el Reich. Por
su parte, Alemania no tocaría ni la flota ni las colonias
francesas. Como había supuesto Hitler, estos eran dos
puntos sobre los que ni siquiera Pétain y Weygand estaban
dispuestos a ceder. Lo que pretendía el Führer era separar a
los franceses de los británicos y asegurarse de que los
primeros no entregaran su Armada a sus antiguos aliados,
aunque la Kriegsmarine se había mostrado firmemente
decidida a echar mano de la flota francesa «para continuar
la guerra contra Gran Bretaña».2
Tras firmar los términos de la paz por orden de
Weygand, el general Huntziger quedó profundamente
desolado. «Si en tres meses Gran Bretaña no es obligada a
hincar la rodilla», se cuenta que exclamó, «seremos los
peores criminales de la historia».3 El armisticio fue oficial
a primera hora del 25 de junio. Hitler emitió un
comunicado proclamando la «victoria más grande de todos
los tiempos».4 En Alemania, para celebrarlo, las campanas
debían sonar durante una semana, y las banderas ondear a lo
largo de diez días. El 28 de junio, por la mañana, Hitler dio
una vuelta por París, acompañado por el escultor Arno
Breker y por los arquitectos Albert Speer y Hermann
Giesler. Irónicamente, fueron escoltados por el
Generalmajor Hans Speidel, que cuatro años más tarde
sería el principal conspirador en Francia contra el Führer.
París no impresionó a Hitler, para quien la nueva capital de
Alemania que estaba planeando iba a ser infinitamente más
espléndida. Tras esta breve visita, regresó a su cuartel
general en la Selva Negra, desde donde preparó su entrada
triunfal en Berlín y consideró hacer un llamamiento a Gran
Bretaña, invitándola a resignarse y aceptar la situación, en
un discurso que pensaba pronunciar en el Reichstag.
Sin embargo, Hitler estaba inquieto, pues veía con
preocupación el hecho de que la Unión Soviética se hubiera
anexionado el 28 de junio las regiones rumanas de
Besarabia y Bucovina septentrional. Las ambiciones de
Stalin en esta zona de Europa suponían una amenaza para
los intereses alemanes en el delta del Danubio y los
yacimientos petrolíferos de Ploestí. Tres días después, el
gobierno de Rumania renunció al pacto anglo-francés que
garantizaba sus fronteras, y envió emisarios a Berlín. El Eje
estaba a punto de hacerse con otro aliado.
Mientras tanto, Churchill, más dispuesto que nunca a
seguir con la lucha, había tomado una decisión. Ni que
decir tiene que se arrepentía profundamente del telegrama
que había enviado a Roosevelt el 21 de mayo, hablándole de
una posible derrota de Inglaterra con la consiguiente
pérdida de la Marina Real británica. En aquellos momentos
tenía que hacer un gesto que demostrara a los Estados
Unidos y al mundo entero que su país tenía la firme
intención de resistir. Y como seguía preocupándole
muchísimo la posibilidad de que la flota francesa acabara al
final en manos de Alemania, optó por poner toda la carne
en el asador. Sus mensajes al nuevo gobierno francés
instándole a trasladar sus barcos de guerra a puertos
británicos no habían tenido respuesta. Las promesas que le
había hecho el almirante Darían en ese sentido ya no
suponían ninguna garantía, sobre todo después de que este
se hubiera pasado en secreto al bando de los capitulards. Y
las que hacía Hitler en su propuesta de paz podían acabar de
un plumazo en el olvido, como había ocurrido
anteriormente. La flota francesa podía tener un valor
incalculable para los alemanes en una invasión de Gran
Bretaña, especialmente después de las innumerables
pérdidas sufridas por la Kriegsmarine frente a las costas de
Noruega. Y la entrada de Italia en la guerra podía suponer
un desafío al predominio de la Armada británica en el
Mediterráneo.
La neutralización de la poderosísima fuerza naval
francesa era una misión prácticamente imposible. «Se le ha
encomendado una de las tareas más difíciles y
desagradables que haya tenido que afrontar jamás un
almirante británico», dijo Churchill al almirante sir James
Somerville mientras su Fuerza H zarpaba de Gibraltar la
noche anterior. 5 Somerville, como casi todos los oficiales
de la Marina Real británica, era totalmente reacio al uso de
la fuerza contra una armada aliada con la que había
colaborado estrecha y amistosamente. Cuestionó las
órdenes recibidas de iniciar la «Operación Catapulta» en un
mensaje enviado al Almirantazgo que solo sirvió para que
le contestaran dándole una serie de instrucciones todavía
más concretas. Los franceses tenían las siguientes
alternativas: unirse a los británicos para seguir con la
guerra contra Alemania e Italia, poner rumbo a un puerto
británico, poner rumbo a un puerto francés de las Antillas,
como, por ejemplo, Martinica, poner rumbo a los Estados
Unidos, o barrenar ellos mismos sus naves —en menos de
seis horas— para mandarlas a pique. Si rechazaban todas
estas opciones, el almirante británico tenía «la orden del
gobierno de Su Graciosa Majestad de utilizar toda la fuerza
necesaria para impedir que los barcos [franceses] caigan en
manos de los alemanes o de los italianos».6
Poco antes del amanecer del miércoles, 3 de julio, los
británicos se pusieron en marcha. Los barcos de guerra
franceses anclados en los puertos del sur de Inglaterra
fueron tomados por grupos de asalto armados, sin que
apenas se produjeran bajas. En Alejandría, un sistema más
cortés, a saber, el bloqueo en el puerto de la escuadra
francesa, fue el elegido por el almirante sir Andrew
Cunningham. El episodio más trágico tendría lugar en el
norte de África, cerca de Oran, en el puerto francés de
Mers-el-Kébir, antigua base de los piratas de la costa
berberisca.
El destructor británico Foxhound apareció frente a
las costas de Mers-el-Kébir al amanecer. En cuanto se
levantó la bruma de la mañana, el capitán Cedric Holland,
emisario de Somerville, mandó un mensaje comunicando
que quería parlamentar. El almirante francés, Marcel
Gensoul, desde su buque insignia Dunkerque, estaba al
mando de los cruceros de batalla Strasbourg, Bretagne y
Provence, así como de una flotilla de veloces destructores.
Gensoul se negó a recibirlo, por lo que Holland tuvo que
iniciar una ardua tarea para entablar negociaciones a través
del oficial de artillería del Dunkerque al que conocía muy
bien.
Gensoul insistió en que la Armada francesa nunca
permitiría que sus barcos cayeran en manos de los
alemanes o de los italianos. Si los británicos persistían en
su amenaza, estaba dispuesto a ordenar que sus naves
respondieran con contundencia a cualquier agresión. Como
seguía negándose a recibir a Holland, el capitán británico le
envió un ultimátum especificando por escrito las distintas
alternativas por las que podían optar los franceses. La
posibilidad de poner rumbo a Martinica o a los Estados
Unidos, contemplada incluso por el almirante Darían, raras
veces aparece citada en los relatos franceses de este
incidente. Este hecho tal vez se deba a que Gensoul nunca
la mencionó en sus mensajes a Darían.
Fueron pasando las horas, y el calor se hacía cada vez
más asfixiante. Holland seguía intentando que Gensoul lo
recibiera, pero el almirante francés seguía negándose a
cambiar de opinión. Cada vez faltaba menos para que fueran
las 3 de la tarde, la hora límite del plazo dado. Somerville
ordenó que los aviones Swordfish del Ark Royal lanzaran
minas magnéticas en la entrada del puerto. Esperaba que
con ello Gensoul se convenciera de que la cosa iba muy en
serio. Al final, el almirante francés accedió a entrevistarse
personalmente con él, y se prorrogó el plazo: la nueva hora
límite sería las 17:30. Los franceses querían ganar tiempo,
pero Somerville, contrariado por aquella misión, decidió
correr el riesgo. En cuanto Holland subió a bordo del
Dunkerque, cuyo nombre reflejaba sin duda una
desafortunada coincidencia, se dio cuenta enseguida de que
los barcos franceses ya estaban preparados para la batalla,
pues incluso había remolcadores listos para conducir a los
cuatro acorazados fuera de los espigones.
Gensoul advirtió a Holland que cualquier disparo por
parte de los británicos sería «equivalente a una declaración
de guerra».7 Solo estaba dispuesto a barrenar sus barcos y
mandarlos a pique si los alemanes intentaban apoderarse de
ellos. Pero Somerville tenía muchas presiones del
Almirantazgo, que quería solucionar rápidamente aquella
cuestión, pues se habían interceptado mensajes que
hablaban de la inminente llegada de una escuadra de
cruceros franceses procedente de Argel. Así pues, decidió
enviar un mensaje a Gensoul, insistiendo en que, si no
aceptaba inmediatamente una de las alternativas propuestas,
se vería en la obligación de abrir fuego a las 17:30, según
lo estipulado. Holland tenía que abandonar rápidamente el
Dunkerque. Somerville esperó a que pasara casi otra media
hora más de lo acordado, con la esperanza de que los
franceses entraran en razón.
A las 17:54, los acorazados británicos Hood, Valiant
y Resolución abrieron fuego con sus cañones principales
de 15 pulgadas. No tardaron en dar en el blanco. El
Dunkerque y el Provence sufrieron importantes daños, y
el Bretagne estalló por los aires y zozobró.
Milagrosamente, otros barcos quedaron intactos, pero
Somerville ordenó el alto el fuego para dar a Gensoul otra
oportunidad. No se dio cuenta de que el Strasbourg y dos
de los destructores, aprovechando la densa humareda,
habían conseguido llegar a alta mar. Cuando un avión de
reconocimiento dio la alerta de aquella escapada al buque
insignia británico, Somerville creyó que se trataba de un
error, pues daba por hecho que las minas habrían
imposibilitado semejante empresa. Al final, el Hood y
varios aviones Swordfish y Skua del Ark Royal partieron en
persecución de las naves huidas, pero sus ataques
fracasaron cuando se vieron interceptados por unos cazas
franceses que habían despegado rápidamente desde el
aeródromo de Oran. Cuando esto ocurría, el sol ya
comenzaba a ocultarse rápidamente en el horizonte,
sumiendo cada vez más en la oscuridad la costa del norte de
África.
La carnicería que se produjo a bordo de los barcos
dañados en Mers-el-Kébir fue espeluznante, especialmente
la que sufrieron los hombres que se vieron atrapados en las
salas de máquinas. Muchos perecieron asfixiados por el
humo. En total, murieron mil doscientos noventa y siete
marineros franceses, y trescientos cincuenta resultaron
heridos. Casi todos los muertos pertenecían al Bretagne.
No es de extrañar que la Marina Real Británica considerara
la Operación Catapulta la misión más vergonzosa que se
había visto obligada a llevar a cabo. Y, sin embargo, esta
batalla unilateral tuvo unos efectos extraordinarios en todo
el mundo, pues demostró que Gran Bretaña estaba
preparada para seguir combatiendo con toda la
implacabilidad que fuera necesaria. Roosevelt, en
particular, se convenció de que los británicos no iban a
rendirse. Y en la Cámara de los Comunes, Churchill fue
aclamado por razones similares, y no porque hubiera un
sentimiento de rencor hacia los franceses por haber
preferido firmar el armisticio.
La profunda anglofobia del gobierno de Pétain, que
incluso había dejado petrificados a los diplomáticos
norteamericanos, se convirtió en verdadero odio visceral
después de lo de Mers-el-Kébir. Pero hasta Pétain y
Weygand se dieron cuenta de que declarar una guerra a
Gran Bretaña no iba a conducir a ninguna parte. Así pues, se
limitaron a romper relaciones diplomáticas con su antiguo
aliado. Ni que decir tiene que para Charles de Gaulle
aquellos días fueron una época terrible. De los marineros y
soldados franceses presentes en Gran Bretaña, muy pocos
se mostraron dispuestos a unirse a su nuevo ejército, que,
en un principio, contó solo con unos cuantos cientos de
hombres. Movidos por la nostalgia, en su mayoría pidieron
ser repatriados.
También Hitler se vio obligado a reflexionar sobre lo
ocurrido mientras se preparaba su gran entrada triunfal en
Berlín. Había estado considerando seriamente presentar un
«ofrecimiento de paz» a los británicos tras su regreso a la
capital, pero en aquellos momentos comenzaban a asaltarle
las dudas.
Casi todos los alemanes, después de haber temido que
en Flandes y en Champagne se produjera otra carnicería,
estaban exultantes de júbilo por la sorprendente victoria.
Tenían la convicción de que a partir de ese momento ya no
habría más guerra. Al igual que los capitularás franceses,
estaban seguros de que Gran Bretaña sería incapaz de
resistir sola y de que Churchill iba a ser depuesto por un
grupo de pacifistas. El sábado, 6 de julio, grupos de chicas
y niñas vestidas con el uniforme de la Liga de Muchachas
Alemanas (Bund Deutscher Mädel), la rama femenina de
las Juventudes Hitlerianas (Hitler-Jugend) cubrían de
flores la calle que iba desde la Anhalter Bahnhof, la
estación ferroviaria a la que iba a llegar el tren del Führer,
hasta la Cancillería. Un número ingente de personas había
comenzado a congregarse en la zona seis horas antes de
que Hitler hiciera su aparición. El clima de animación era
extraordinario, especialmente después del sorprendente
mutismo con el que Berlín recibió la noticia de la
ocupación de París por parte de las fuerzas alemanas.
Sobrepasaba con mucho incluso el fervor que inundó las
calles tras la anexión de Austria. Hasta los contrarios al
régimen se sintieron atrapados por el frenesí y la alegría de
la victoria. Un sentimiento que en aquellos momentos se
veía estimulado por el odio a Gran Bretaña, el único
obstáculo que quedaba para conseguir una Pax Germanica
en toda Europa.
En el triunfo de Hitler, a imitación de los que se
celebraban en la antigua Roma, solo faltaban los cautivos
encadenados y un esclavo diciéndole al oído que no
olvidara que seguía siendo un mortal. Aquella tarde brillaba
el sol, lo que de nuevo parecía confirmar el «milagro
climático del Führer» en las grandes celebraciones del
Tercer Reich. La calle que iba a recorrer la comitiva de
Mercedes de seis ruedas estaba atestada de «miles de
personas jubilosas que gritaban y lloraban emocionadas en
un estado de histeria».8 Cuando el automóvil de Hitler
llegó a la Cancillería, las voces agudas de las muchachas de
la BDM adulando al Führer se mezclaron con los gritos
atronadores de la multitud pidiendo a su líder que saliera al
balcón.9
Unos días después, Hitler tomó una decisión. Tras
considerar las posibles estrategias que podían seguirse con
Gran Bretaña y discutir sobre la invasión de este país con
los altos oficiales de su ejército, promulgó la «Directiva n.
°16 para los preparativos de una operación de desembarco
en Inglaterra». El primer plan de emergencia para una
invasión de Gran Bretaña, el llamado «Estudio NorteOeste», había terminado de elaborarse en diciembre del
año anterior. 10 Sin embargo, antes incluso de que la
Kriegsmarine sufriera tantas pérdidas durante la campaña
de Noruega, el Grossadmiral Raeder había hecho hincapié
en que solo podía intentarse una invasión cuando la
superioridad aérea de la Luftwaffe fuera evidente. Por parte
del ejército, Halder instaba a recurrir a la invasión como
último recurso.
La Kriegsmarine se veía ante la ingente tarea de reunir
barcos y naves suficientes para trasladar una primera tanda
de cien mil hombres —con sus tanques, sus vehículos
motorizados y sus equipos— al otro lado del Canal de la
Mancha. También debía considerar otra cuestión: el
número de sus navíos de guerra era a todas luces inferior al
de la Marina Real británica. En un primer momento, el
OKH destinó a la invasión el VI, el IX y el XVI Ejército,
que se encontraban en la costa francesa del Canal, entre la
península de Cherburgo y Ostende. Más tarde, se decidió
que solo el IX y el XVI Ejército constituyeran el
contingente invasor que iba a desembarcar en la zona
situada entre Worthing y Folkestone.
Las riñas y disputas entre los cuerpos de las fuerzas
armadas por las grandes dificultades que entrañaba la
invasión hacían que cada vez pareciera menos probable que
pudiera ponerse en marcha una operación antes de la
llegada del otoño, con su inestable climatología. El único
sector de la administración nazi que parecía tomarse en
serio
aquella
aventura
era
el
RHSA
(Reichssicherheitshauptamt) de Himmler, del que
formaba parte la Gestapo y el SD (Sicherheitsdienst). Su
departamento de contraespionaje, dirigido por Walter
Schellenberg, elaboró un estudio extraordinariamente
pormenorizado (y a veces curiosamente impreciso e
inexacto) sobre Gran Bretaña, con una «Lista especial de
búsqueda y captura» en la que aparecían los nombres de los
dos mil ochocientos veinte individuos a los que la Gestapo
pensaba detener una vez invadida Gran Bretaña.11
Hitler se mostraba cauteloso por otras razones. Le
preocupaba que una desintegración del imperio británico
pudiera poner las colonias inglesas en manos de los
Estados Unidos, Japón y la Unión Soviética. Así pues,
decidió seguir adelante con la Operación León Marino solo
si Göring, que acababa de ser ascendido al rango de
Reichsmarschall, conseguía con su Luftwaffe que Gran
Bretaña se hincara de rodillas. En consecuencia, el tema de
la invasión de Inglaterra no fue estudiado nunca con
urgencia por las instancias superiores de Alemania.
La Luftwaffe no estaba preparada para tamaña
empresa. Göring había creído que Gran Bretaña se vería
obligada a buscar una paz tras la caída de Francia, y sus
Luftflotten necesitaban tiempo para reequipar sus
escuadrones. Las pérdidas sufridas en los Países Bajos y en
Francia habían sido muy superiores a lo esperado. En total,
la Luftwaffe había perdido mil doscientos ochenta y cuatro
aviones, y la RAF novecientos treinta y uno. Asimismo, el
proceso de traslado de sus unidades de cazas y de
bombarderos a los aeródromos del norte de Francia duró
más de lo que se había imaginado en un primer momento.
Durante la primera mitad de julio, la Luftwaffe se limitó a
controlar la navegación en el Canal de la Mancha, el
estuario del Támesis y el mar del Norte. Fue lo que los
alemanes denominaron el Kanalkampf: una serie de
ataques, principalmente con bombarderos en picado Stuka y
con Schnellboote, o S-Boote (los buques torpederos que
los británicos llamaban E-boats), que cerraron
prácticamente el Canal a los convoyes británicos.
El 19 de julio, Hitler pronunció un largo discurso ante
varios miembros del Reichstag y sus generales, reunidos
con gran pompa en el Teatro de la Ópera de Kroll. Tras
saludar a los comandantes de su ejército y ensalzar los
grandes logros militares de Alemania, pasó a hablar de
Inglaterra, acusó a Churchill de belicista y lanzó un
«llamamiento a la razón»,12 que fue inmediatamente
rechazado por el gobierno británico. El Führer no había
sabido comprender que en aquellos momentos la posición
de Churchill se había convertido en el paradigma de la
determinación más tenaz.
La frustración de Hitler fue todavía mayor después del
triunfo obtenido en el vagón de su tren durante la firma del
armisticio en la Forêt de Compiègne y el espectacular
aumento del poderío alemán. La ocupación del norte y el
oeste de Francia por parte de la Wehrmacht permitía el
acceso por tierra a las materias primas de España y a las
bases navales de la costa atlántica. Alsacia, Lorena, el Gran
Ducado de Luxemburgo y la región de Eupen-Malmedy del
este de Bélgica fueron anexionados al Reich. Los italianos
controlaban parte del sureste francés, y el resto del sur y el
centro de Francia, la zona no ocupada, estaba en manos del
«Estado Francés» del mariscal Pétain, y su capital era la
ciudad balneario de Vichy.
El 10 de julio, una semana después del desastre de
Mers-el-Kébir, la Assemblée Nationale se reunió en el
Gran Casino de Vichy. Acordó conceder plenos poderes al
mariscal Pétain. De sus seiscientos cuarenta y nueve
miembros presentes, solo ochenta votaron en contra. La III
República había dejado de existir. L 'État Francais, que
supuestamente encarnaba los valores tradicionales de
Travail, Famille y Patrie, creó una asfixia moral y política
que se caracterizó por su elevado grado de xenofobia y
represión. Nunca reconocería que con su control de la
Francia no ocupada en beneficio de Alemania colaboraba
con el régimen nazi.
Francia tenía que pagar no solo los costes de su propia
ocupación, sino también una quinta parte de lo que se había
gastado hasta entonces Alemania en la guerra. Ni los
cálculos hinchados ni el tipo de cambio entre el marco
alemán y el franco francés que había fijado Berlín podían
ser cuestionados. Esta circunstancia supuso una cantidad
enorme de dinero extra para el ejército alemán de
ocupación. «Ahora hay muchas cosas que podemos
comprar con nuestro dinero», escribía un soldado, «de
modo que se gasta uno muchos pfennige, pero en las
tiendas se agota todo enseguida. Estamos en un pueblo
bastante grande».13 En los comercios de París se agotaban
todas las existencias sobre todo gracias a los oficiales de
permiso. Además, el gobierno nazi podía proveerse de las
reservas de materias primas que necesitaba para su
industria de guerra. Y un año después, el botín obtenido en
forma de armas, vehículos y caballos cubriría buena parte
de las necesidades de la Wehrmacht durante la invasión de
la Unión Soviética.
La industria francesa, por su parte, se reorganizó para
satisfacer las exigencias del conquistador, y la agricultura
francesa contribuyó a que los alemanes vivieran mejor que
nunca desde el fin de la Primera Guerra Mundial. La ración
diaria de los franceses, compuesta de carne, grasas y
azúcar, tuvo que ser reducida a prácticamente la mitad de la
de los alemanes, que veían en este hecho una justa venganza
por los años de hambre que habían tenido que soportar
después de la Primera Guerra Mundial. Mientras tanto, los
franceses debían consolarse pensando que, en cuanto Gran
Bretaña entrara en razón, el acuerdo de una paz general iba
a mejorar las condiciones de todos.
Después de lo de Dunkerque y de la capitulación de
Francia, los británicos estaban en un estado de shock
similar al que sufre un soldado herido cuando no siente
dolor alguno. Sabían perfectamente que la situación era
desesperada, por no decir catastrófica, con casi todos los
vehículos y las armas de su ejército abandonados al otro
lado del Canal de la Mancha. Y, sin embargo, gracias en
parte a las palabras de Churchill, afrontaban de buen grado
la crudeza de su destino. Comenzaban a confiar en que, por
muy mal que les hubiera ido al comienzo de la guerra, iban
a «ganar la batalla final», aunque nadie tenía ni la más
remota idea de cómo podían hacerlo. Muchos británicos,
entre ellos el propio rey, sintieron bastante alivio cuando
los franceses dejaron de ser sus aliados. El mariscal del
Aire Dowding afirmaría más tarde que, tras enterarse de la
rendición de Francia, se arrodilló y dio gracias a Dios por
no tener que seguir poniendo en peligro más cazas al otro
lado del Canal de la Mancha.14
Los británicos suponían que, después de conquistar
Francia, los alemanes iban a invadir inmediatamente su
país. El general sir Alan Brooke, responsable de la defensa
de la costa sur, estaba sumamente preocupado por la falta
de armas, de vehículos blindados y de unidades bien
adiestradas. Los jefes de estado mayor estaban
obsesionados con la amenaza que se cernía sobre las
instalaciones industriales del sector aeronáutico, de las que
tanto dependía la RAF para sustituir los aviones perdidos en
Francia. Sin embargo, el tiempo que tardó la Luftwaffe en
organizar su ataque a Gran Bretaña permitió que las fuerzas
aéreas británicas pudieran prepararse suficientemente.
Por aquel entonces, los británicos probablemente solo
dispusieran de unos setecientos cazas, pero los alemanes
subestimaron la capacidad de producción de su enemigo,
que llegó a duplicar la de la industria germánica, con la
fabricación de unos cuatrocientos setenta aviones al mes.
La Luftwaffe confiaba también en la clara superioridad de
sus aparatos y de sus pilotos. La RAF había perdido ciento
treinta y seis aviadores, unos muertos en combate y otros
hechos prisioneros en Francia. Por muchos aviadores de
otras nacionalidades que engrosaran sus filas, el número de
pilotos de las fuerzas aéreas británicas seguía siendo
escaso. Montaron tantas escuelas de aviación como les fue
posible, pero los pilotos recién graduados eran casi
siempre los primeros en caer derribados.
Los polacos constituían el principal contingente
extranjero, con más de ocho mil efectivos en las fuerzas
aéreas. Eran los únicos con experiencia en el combate,
pero su integración en la RAF fue muy lenta. Las
negociaciones con el general Sikorski, que quería una
aviación polaca independiente, habían sido bastante
complicadas. Pero cuando los primeros grupos de pilotos
pasaron a la Reserva de Voluntarios de la RAF,
inmediatamente pusieron de manifiesto su pericia. Los
aviadores británicos solían llamarlos los «locos polacos»,
por su intrepidez y su desprecio a la autoridad. Sus nuevos
camaradas no tardaron en demostrar claramente su
exasperación ante toda la burocracia de la RAF, aunque
reconocieran que esta estaba mucho mejor dirigida que la
fuerza aérea francesa.
La disciplina fue a menudo un verdadero problema, en
parte porque los pilotos polacos seguían enfadados con sus
propios comandantes por el estado en el que se
encontraban sus fuerzas aéreas cuando Alemania había
invadido su país en septiembre de 1939. Se habían
mostrado dispuestos a luchar contra la Luftwaffe con gran
arrojo, convencidos de que por muy lentos que fueran sus
cazas P-11, y por muy mal equipados que estuvieran, iban a
ganar la batalla con su pericia y su coraje. Sin embargo,
fueron vencidos por la superioridad numérica y técnica de
las escuadrillas alemanas. Esta amarga experiencia, por no
hablar de las atrocidades cometidas por Hitler y Stalin con
su país, había encendido en ellos un feroz deseo de
venganza, sobre todo en aquellos momentos en los que
tenían a su disposición unos cazas nuevos y modernos. Los
altos oficiales de la RAF no habrían podido estar más
equivocados cuando su arrogancia los llevó a pensar que
los polacos estaban «desmoralizados» por su derrota, y
querían entrenarlos para utilizarlos en las escuadrillas de
bombarderos.15
La actitud, la comida y las maneras características de
los británicos supusieron una verdadera conmoción para
los polacos. Pocos pudieron borrar de su memoria los
emparedados de pasta de pescado que les ofrecieron a su
llegada, y los horrores de la cocina británica no hizo más
que aumentar su nostalgia de la patria: desde el cordero
muy cocido con col, hasta las omnipresentes natillas (que
también sorprendían a los ciudadanos de la Francia Libre).
Sin embargo, la calurosa acogida que les dispensó la
mayoría de los británicos, con sus gritos de «¡Larga vida a
Polonia!», los dejó petrificados. Los pilotos polacos,
considerados héroes gallardos, enseguida se vieron
acosados por las jóvenes británicas que, haciendo gala por
primera vez de un elevado grado de libertad, no dudaban en
hacerles todo tipo de proposiciones. A diferencia de lo que
ocurría en el aire, el idioma no constituía un problema en
las salas de baile.
Al contrario de lo que pueda pensarse, la fama de
temerarios de los aviadores polacos no se reflejó en el
número de sus pérdidas. De hecho, su porcentaje de bajas
fue inferior al de los pilotos de la RAF, en parte gracias a
su experiencia, pero también porque sabían evitar mejor
que nadie las emboscadas de los cazas alemanes. Eran
claramente individualistas y se reían de algunas tácticas
obsoletas de la RAF como la de tres aviones volando en
formación cerrada en V simétrica de «victoria». Pasó
bastante tiempo, y tuvieron que producirse muchas bajas
innecesarias, antes de que la RAF comenzara a copiar el
sistema alemán aprendido durante la Guerra Civil Española,
el de formación en V asimétrica, o cuña de cuatro, que
recordaba la punta de los cuatro dedos de una mano, sin
contar el pulgar.
El 10 de julio había cuarenta pilotos polacos en los
escuadrones del Mando de Cazas, un número que aumentó
vertiginosamente cuando los que habían llegado de Francia
comenzaron a incorporarse tras obtener el correspondiente
diploma. En el momento más álgido de la batalla de
Inglaterra, más del 10 por ciento de los pilotos de caza
presentes en el sureste del país eran de nacionalidad
polaca. El 13 de julio se creó la primera escuadrilla polaca.
En menos de un mes el gobierno británico cedió a la
petición de Sikorski de disponer de una fuerza aérea
exclusivamente polaca, con sus propios cazas y con sus
propias escuadrillas de bombarderos, pero a las órdenes de
la RAF. Su unidad más famosa sería la Escuadrilla
Kosciuszko 303.
El 31 de julio, Hitler convocó a sus generales en el
Berghof, su residencia de montaña en las inmediaciones de
Berchtesgaden. Seguía sumamente perplejo por la negativa
británica de llegar a un acuerdo. Como parecía harto
improbable que los Estados Unidos entraran en guerra en
un futuro inmediato, empezó a pensar que Churchill
contaba con el apoyo de la Unión Soviética. Esta
circunstancia fue una de las principales razones de que
decidiera poner en marcha uno de sus proyectos de mayor
envergadura: la destrucción del «bolchevismo judío» en el
este. Pensaba que solo la derrota de la potencia soviética
mediante una gran invasión obligaría a Gran Bretaña a
deponer su actitud. Así pues, es evidente que la resolución
que tomó Churchill a finales de mayo de seguir en solitario
con la guerra no solo repercutió en el destino de las islas
británicas.
«Con Rusia aplastada», dijo Hitler a los comandantes
en jefe de sus ejércitos, «se desvanecerá la última
esperanza de Gran Bretaña. Entonces Alemania será dueña
de Europa y de los Balcanes».16 Esta vez, a diferencia de lo
ocurrido poco antes de la invasión de Francia, en lugar de
nerviosismo, sus generales mostraron una firme
disposición a comenzar tamaña empresa. Sin recibir
siquiera instrucciones directas de Hitler, Halder había
ordenado que los oficiales de estado mayor estudiaran los
planes de ataque.
En medio de la euforia por la derrota de Francia y por
la venganza de la humillación sufrida en Versalles, los
comandantes en jefe de la Werhrmacht se deshicieron en
elogios hacia su Führer, llamándolo «el primer soldado del
Reich»,17 el que iba a garantizar el futuro de Alemania para
siempre. Dos semanas más tarde, Hitler, que en privado se
mostraba sumamente cínico por la facilidad con la que
lograba sobornar a sus principales comandantes con
honores, medallas y regalos en metálico, hizo entrega de
doce bastones de mariscal de campo a los conquistadores
de Francia. Pero antes de concentrar su atención en la
campaña de la Unión Soviética, que, en su opinión, iba a ser
«un juego de niños»18 después de haber derrotado a
Francia, el Führer se sintió en la obligación de intentar un
acuerdo con Gran Bretaña para evitar una guerra en dos
frentes.
La directiva del OKW ordenaba que la Luftwaffe se
concentrara en la destrucción de la RAF, de «su
organización de apoyo terrestre, y [de] la industria
armamentística británica»,19 así como de los puertos y los
navíos de guerra ingleses. Göring pronosticó que lo
conseguiría en menos de un mes. Después de la victoria en
Francia, sus pilotos tenían la moral muy alta, conscientes
de su superioridad numérica. En Francia, la Luftwaffe
contaba con seiscientos cincuenta y seis cazas Me-109,
ciento sesenta y ocho cazas bimotores Me-110 setecientos
sesenta y nueve bombarderos —de los modelos Dornier,
Heinkel y Junker 88— y trescientos dieciséis bombarderos
en picado Stuka Ju 87. Dowding disponía solo de
quinientos cuatro aviones Hurricane y Spitfire.
Antes de lanzar el primer ataque a comienzos de
agosto, los dos Cuerpos Aéreos alemanes presentes en el
norte de Francia se dedicaron a sobrevolar los aeródromos
de la RAF en misión de reconocimiento. Sus incursiones
para explorar el terreno servían no solo para atacar las
estaciones de radar situadas en la costa, sino también para
que los pilotos británicos tuvieran constantemente que
despegar con sus cazas, provocando su extenuación antes
de que comenzara la batalla. Las estaciones de radar, en
combinación con el Cuerpo de Observación y un buen
sistema de comunicaciones entre los centros de mando,
permitían que la RAF no tuviera que malgastar horas de
vuelo en operaciones de patrullaje aéreo a lo largo del
Canal de la Mancha. Al menos en teoría, gracias a todo ello
las escuadrillas podían despegar con tiempo suficiente para
alcanzar la altitud necesaria, pero lo bastante tarde para
ahorrar combustible y poder mantenerse en el aire el
máximo tiempo posible. Afortunadamente para los
británicos, las torres de radar fueron un blanco difícil;
además, ni siquiera cuando sufrían daños costaba mucho
volver a ponerlas rápidamente en funcionamiento.
Excepto en las operaciones de evacuación de
Dunkerque, Dowding no había querido utilizar las
escuadrillas de aviones Spitfire durante los combates en
Francia. En aquellos momentos trataba de reservar sus
fuerzas, pues suponía lo que pretendían conseguir los
alemanes con su táctica. Por distante, reservado y triste que
pareciera tras la muerte de su esposa, lo cierto es que
sentía una verdadera devoción por sus «queridos
muchachos del cuerpo de cazas»20 y, a su vez, inspiraba en
ellos una gran lealtad. Sabía perfectamente a lo que iban a
enfrentarse sus hombres. Por otro lado, se aseguró de
contar con la persona mejor indicada para comandar el
Grupo 11, encargado de la defensa de Londres y del
sudeste de Inglaterra. El vicemariscal del Aire Keith Park
era un neozelandés que en la última gran guerra había
derribado veinte aviones alemanes. Como Dowding, estaba
siempre dispuesto a escuchar a sus pilotos, así como a
permitirles ignorar las tácticas rígidas y conservadoras de
la doctrina de preguerra y desarrollar las suyas propias.
En aquel verano crucial de 1940, el Mando de Cazas
parecía una fuerza aérea verdaderamente internacional. De
sus dos mil novecientos cuarenta hombres que prestaron
servicio durante la batalla de Inglaterra, solo dos mil
trescientos treinta y cuatro eran británicos. El resto estaba
formado por ciento cuarenta y cinco polacos, ciento
veintiséis neozelandeses, noventa y ocho canadienses,
ochenta y ocho checos, treinta y tres australianos,
veintinueve belgas, veinticinco sudafricanos, trece
franceses, once voluntarios estadounidenses, diez
irlandeses y unos cuantos más de otras nacionalidades.
El primer enfrentamiento importante tuvo lugar antes
de que comenzara oficialmente la ofensiva aérea nazi. El
24 de julio, el alemán Adolf Galland, al mando de una
fuerza de cuarenta cazas Me-109 y dieciocho bombarderos
Dornier 17, atacó un convoy en el estuario del Támesis.
Unos aviones Spitfire pertenecientes a tres escuadrillas
despegaron inmediatamente para contraatacar. Y aunque
solo lograron derribar dos aviones alemanes, en lugar de
los dieciséis que se dijo, Galland quedó desconcertado por
la determinación de aquel número tan inferior de aviadores
británicos. Tras regresar a la base, echó una dura
reprimenda a sus pilotos por sus reticencias a la hora de
atacar a los Spitfire y empezó a sospechar que la batalla que
estaba por venir no iba a ser una empresa tan fácil como
imaginaba el Reichsmarschall.
Con su rimbombancia habitual, los nazis bautizaron su
ofensiva con el nombre secreto de Adlerangriff, el
«Ataque del Águila», y el Adlertag, esto es, el «Día del
Águila», quedó fijado, tras varios aplazamientos, para el 13
de agosto. Después de una serie de confusiones
relacionadas con las predicciones meteorológicas, las
formaciones de bombarderos y cazas alemanas despegaron
por fin de sus bases. El grupo principal debía atacar la base
naval de Portsmouth, y los demás los aeródromos de la
RAF. A pesar de todos los informes obtenidos en misiones
de reconocimiento, los servicios de inteligencia de la
Luftwaffe se equivocaron. Los aviones alemanes atacaron
principalmente campos o bases satélites que no
pertenecían al Mando de Cazas. Cuando comenzó a
despejarse el cielo por la tarde, los radares de la costa sur
detectaron que se avecinaba a Southampton una fuerza de
aproximadamente trescientos aparatos. Despegaron
rápidamente ochenta cazas, un número difícil de imaginar
pocas semanas antes. La escuadrilla 609 consiguió meterse
en medio de un grupo de aviones Stuka y derribar seis de
ellos.
En total, los cazas de la RAF derribaron cuarenta y
siete aparatos enemigos, y perdieron trece. En la acción
murieron tres pilotos del bando británico, pero la aviación
alemana perdió ochenta y nueve, entre muertos y
capturados. A partir de entonces, el Canal de la Mancha
jugó a favor de la RAF. Durante la batalla de Francia,
cuando en el viaje de regreso a Inglaterra su avión sufría
daños o se averiaba, los pilotos británicos solían perecer
ahogados en el mar después de verse obligados a realizar un
amaraje forzoso. Pero en aquella nueva situación serían los
alemanes los que se enfrentarían a este peligro y además a
la certeza de que iban a ser capturados si tenían que saltar
en paracaídas en territorio inglés.
Göring, abatido y apesadumbrado por el desastroso
resultado del Adlertag, decidió lanzar una ofensiva más
contundente el 15 de agosto, para la cual partieron de
Noruega, Dinamarca y el norte de Francia un total de mil
setecientos noventa aviones, entre cazas y bombarderos.
Las formaciones de la Luftflotte 5 de Escandinavia
perdieron casi una quinta parte de sus fuerzas, y no
volvieron a participar en la batalla. La Luftwaffe llamaría a
aquel día «el jueves negro». Sin embargo, la RAF no lo
celebró con júbilo, pues sus pérdidas tampoco habían sido
pocas. Además, con su contundente superioridad numérica,
la Luftwaffe iba a seguir haciendo estragos. En sus ataques
constantes a los aeródromos también murieron o fueron
heridos mecánicos, ordenanzas e incluso conductores y
personal de organización de la Fuerza Aérea Auxiliar
Femenina. El 18 de agosto, la Escuadrilla 43 pudo vengarse
del enemigo, lanzando un ataque en picado contra un grupo
de aviones Stuka que bombardeaba una estación de radar.
Fue responsable de la destrucción de dieciocho de esos
predadores tan vulnerables antes de que se unieran a la
refriega los Me-109 que los escoltaban.
Los nuevos oficiales de aviación que llegaban como
refuerzo formulaban montones de preguntas a los que
habían entrado en acción. Su vida resultaba monótona y
rutinaria. Todos los días, antes de la salida del sol, los
ordenanzas los despertaban con una taza de té. A
continuación, desayunaban, y luego estaban por allí sin
hacer nada, mientras iba amaneciendo. Por desgracia para
el Mando de Cazas, las condiciones meteorológicas
durante buena parte de aquellos meses de agosto y
septiembre fueron ideales para la Luftwaffe, con un cielo
azul y despejado.
Lo peor era la espera. En esos momentos era cuando a
los pilotos se les resecaba la boca que se llenaba de ese
sabor metálico típico del miedo. Luego oían el odioso
sonido chirriante del teléfono de campaña, e
inmediatamente el grito de «¡Escuadrilla, a despegar!».
Entonces se dirigían a toda prisa a sus aparatos, y, mientras
corrían, los paracaídas rebotaban con pesadez en sus
espaldas. El personal de tierra acudía velozmente para
ayudarlos a subir a la cabina, donde se comprobaba que
todo funcionara a la perfección. Una vez encendidos los
motores Merlin de los aviones, se retiraban las cuñas que
frenaban las ruedas, y los pilotos conducían sus cazas a las
pistas y se preparaban para despegar. Había demasiadas
cosas en las que pensar para tener miedo, al menos en
aquellos momentos.21
Una vez en el aire, con los motores rugiendo mientras
iban ganando altitud, los pilotos novatos debían recordar
que no podían dejar de mirar a su alrededor. No tardaban en
darse cuenta de que los más veteranos no llevaban las
bufandas de seda simplemente por afectación. Girando
constantemente la cabeza hacia uno y otro lado, la piel del
cuello se irritaba debido al roce continuo con la camisa
que, siguiendo las ordenanzas, debía permanecer abrochada
hasta arriba con la corbata puesta. A los pilotos se les había
repetido hasta la saciedad que mantuvieran «los ojos bien
abiertos en todo momento». Suponiendo que lograran
sobrevivir a su primera misión —y varios no lo conseguían
—, regresaban a la base, donde, una vez más, se ponían a
esperar a que les llamaran para volver de nuevo a la acción.
Mientras el personal de tierra procedía al rearme de los
aviones y volvía a llenar los depósitos de combustible, los
pilotos tomaban algún emparedado de carne de ternera
enlatada y bebían tazas y tazas de té. Debido al cansancio,
muchos caían enseguida presa del sueño, echándose a
dormir en el suelo o en una tumbona.
Cuando volvían a elevarse con sus aparatos, los
controladores aéreos de la zona los dirigían hacia una
formación de «bandidos». El grito de «Tally ho !» por radio
significaba que había sido localizada una formación de
puntos negros. El piloto conectaba la mira reflectora, y
empezaba la tensión. La regla principal consistía en
controlar el miedo, pues, de lo contrario, se veían abocados
a una muerte segura.
La prioridad era destruir los bombarderos antes de que
el paraguas de los Me-109 pudiera intervenir. Cuando
varias escuadrillas habían sido «dirigidas» contra una
misma fuerza invasora, los veloces Spitfire se encargaban
de los cazas enemigos, y los Hurricane, algo más lentos, de
los bombarderos. En pocos segundos, en el cielo
comenzaba una escena de caos, en la que los pilotos se
lanzaban con sus aviones en picado y viraban bruscamente
una y otra vez, maniobrando con el fin de encontrar la
posición idónea para «taladrar» al enemigo con una rápida
descarga de proyectiles, sin olvidarse nunca de que también
había que mirar atrás. Si te concentrabas obsesivamente en
un solo objetivo, el enemigo tenía la oportunidad de
colocarse fácilmente detrás de ti sin que te dieras cuenta.
Algunos pilotos novatos, cuando eran alcanzados por
primera vez por los proyectiles enemigos, quedaban
paralizados. Si no conseguían salir de ese estado de
conmoción, estaban perdidos.
Si habían alcanzado el motor, el avión comenzaba a
perder una mezcla de gasolina y líquido anticongelante que
iba cubriendo el parabrisas. Lo más peligroso era que el
aparato empezara a arder. El calor podía convertir la cabina
en un receptáculo asfixiante y sofocante, pero cuando el
piloto lograba abrirla y liberarse de los arneses que lo
sujetaban, tenía que voltear el aparato para que nada le
impidiera dejarse caer. Muchos quedaban tan aturdidos y
desorientados después de esa experiencia, que tenían que
hacer un verdadero esfuerzo para recordar que había que
tirar de la anilla para abrir el paracaídas. Si tenían la
oportunidad de observar a su alrededor mientras
descendían, a menudo comprobaban que en el cielo, tan
lleno de aviones antes, de repente reinaba la calma, y que
estaban allí completamente solos.
Siempre y cuando no estuvieran sobrevolando el Canal
de la Mancha, los pilotos de la RAF sabían que al menos
iban a caer en territorio amigo. Los polacos y los checos
eran conscientes de que, a pesar de sus uniformes, cabía la
posibilidad de que gentes exaltadas, o incluso algún
miembro de la Guardia Nacional, los confundieran con
alemanes. Y hay testimonios que lo confirman. El
paracaídas de un piloto polaco, Czeslaw Tarkowski, quedó
atrapado en un árbol. «La gente vino hacia mí corriendo
empuñando horcas y estacas», recordaría más tarde». «Una
de esas personas, armada con una escopeta, gritaba, "Hände
hochr ("manos arriba"). "¡Anda y que te jodan!", repliqué en
el mejor inglés que pude. Los rostros hasta entonces tan
amenazadores enseguida se iluminaron con una sonrisa.
"¡Es uno de los nuestros!", exclamaron al unísono».22 Una
tarde, otro polaco aterrizó en los terrenos de un club de
tenis muy exclusivo. Fue registrado como invitado, le
dieron una raqueta, le prestaron el prescriptivo equipo de
color blanco para jugar y lo invitaron a unirse a la partida.
Cuando llegó un vehículo de la RAF a recogerlo, sus
adversarios estaban completamente exhaustos por la
contundente paliza que les había propinado.
Cualquier piloto honesto reconocía haber sentido «un
entusiasmo salvaje y primitivo» viendo caer un avión
enemigo después de haberlo alcanzado con sus disparos.23
Como los británicos habían ordenado no disparar a los
aviadores enemigos que saltaran en paracaídas, los pilotos
polacos solían pasar volando por encima de la campana de
este artilugio para crear un rebufo que lo hiciera precipitar
con consecuencias fatales para el paracaidista. Algunos
tenían un momento de conmiseración cuando se daban
cuenta de que en realidad iban a matar o a lisiar de por vida
a un ser humano, en lugar de limitarse a destruir un avión
enemigo.24
La combinación de cansancio y miedo daba lugar a
peligrosos estados de gran tensión. Muchos hombres
tenían pesadillas horribles todas las noches. Era
irremediable que algunos sufrieran fuertes bloqueos
emocionales y mentales. Prácticamente todos padecieron
en algún momento «una crisis nerviosa», aunque
conseguían hacerse fuertes y seguir adelante. A veces, sin
embargo, alguno regresaba del combate con el pretexto de
que tenía un problema con el motor. Cuando esto ocurría
más de una vez, se tomaba nota de ello. En el lenguaje
oficial de la RAF se atribuía a una «falta de carácter», y el
piloto en cuestión era transferido a otro lugar para
encomendarle otro tipo de trabajos de menor categoría.
La inmensa mayoría de los pilotos de caza británicos
ni siquiera había cumplido los veintidós años. Estos
muchachos no tuvieron más remedio que convertirse
rápidamente en adultos, por mucho que en el comedor
siguieran llamándose por el apodo y continuaran
vociferando como escolares para asombro de sus colegas
de otros países. Pero a medida que fueron intensificándose
los ataques de la Luftwaffe contra Inglaterra, con el
consiguiente aumento de bajas entre la población civil,
comenzó a arraigar en todos ellos un profundo sentimiento
de rabia y de indignación.
Los pilotos de los cazas alemanes también vivían
momentos de gran tensión y sufrían las consecuencias del
cansancio. Se veían obligados a operar desde unos
aeródromos con pistas irregulares, improvisados en la zona
del Paso de Calais, por lo que tenían bastantes accidentes.
El Me-109 era un magnífico avión para un piloto experto,
pero para el que llegaba directamente de la academia de
vuelo, sin horas de práctica, resultaba una bestia peligrosa,
difícil de dominar. A diferencia de Dowding, que hacía
rotar a sus escuadrillas para que pudieran descansar en un
lugar tranquilo, Göring no tenía piedad alguna de sus
aviadores, cuya moral empezaba a venirse abajo debido al
número cada vez mayor de bajas que estaban sufriendo. Las
escuadrillas de bombarderos se quejaban de que los Me109 siempre acababan volviendo a la base, dejándolos sin
protección. Esto ocurría simplemente porque los cazas no
llevaban las reservas de combustible necesarias para
sobrevolar Inglaterra durante más de treinta minutos, y este
tiempo se acortaba aún más si se veían obligados a entrar
en combate.
Por su parte, los pilotos de los cazas bimotores Me110 estaban consternados por su gran número de pérdidas,
y querían ser escoltados por los Me-109. Los aviadores
británicos con nervios de acero habían descubierto que la
mejor manera de enfrentarse a ellos era con un ataque
frontal. Así pues, tras la carnicería del 18 de agosto,
Göring, a regañadientes, no tuvo más remedio que
prescindir de los bombarderos en picado Stuka en las
grandes operaciones. No obstante, el Reichsmarschall,
alentado por las valoraciones increíblemente optimistas del
oficial al mando de sus servicios de inteligencia, estaba
convencido de que la RAF no tardaría en venirse abajo.
Ordenó que se intensificaran los ataques contra
aeródromos. Sus propios pilotos, sin embargo, empezaban
a deprimirse de tanto oír que la RAF estaba en las últimas,
cuando ellos debían enfrentarse a una feroz oposición cada
vez que hacían una salida.
Dowding ya había previsto esta guerra de desgaste, y
estaba muy preocupado por los importantes daños que
sufrían los aeródromos. Aunque la RAF derribaba
prácticamente a diario más aviones alemanes que los que
perdía, lo cierto es que partía de una base mucho más
reducida. Con el aumento impresionante que había
experimentado la producción de cazas se solucionó uno de
sus problemas, pero la pérdida de pilotos seguía siendo su
gran preocupación. Sus hombres estaban tan agotados que
se dormían mientras comían, e incluso en medio de una
conversación. Para reducir el número de bajas, las
escuadrillas de cazas recibieron la orden de no perseguir al
enemigo hasta el otro lado del Canal y de no responder al
ataque de las ametralladoras de pequeños grupos de aviones
alemanes.
El Mando de Cazas también se vio afectado por una
disputa por razones tácticas. En el norte de Londres, el
mariscal del Aire Trafford Leigh-Mallory, comandante en
jefe del Grupo 10, abogaba por aproximaciones en las que
participaran numerosas escuadrillas (formación en Big
Wing). Este tipo de formación había sido la favorita del
capitán Douglas Bader, un oficial de gran valentía, pero
sumamente obstinado, célebre por haber conseguido
reincorporarse a la aviación militar como piloto de caza
tras perder las dos piernas en el curso de un accidente
aéreo antes de la guerra. Pero Keith Park y Dowding
estaban muy insatisfechos con los resultados obtenidos
con ese nuevo tipo de formación. Cuando el Grupo 10
conseguía reunir en el aire las escuadrillas suficientes para
formar una Big Wing, normalmente los alemanes ya habían
desaparecido del horizonte.
La noche del 24 de agosto, una fuerza de más de un
centenar de bombarderos enemigos, tras pasar de largo ante
sus objetivos, dejó caer sus bombas por error sobre los
barrios del este y del centro de Londres. Este hecho hizo
que Churchill ordenara en represalia una serie de
bombardeos contra Alemania. Las consecuencias de todo
ello serían muy graves para los londinenses, pero también
contribuirían a que Göring tomara más tarde la funesta
decisión de que los aeródromos dejaran de ser objetivo de
las incursiones alemanas. Gracias a ello, el Mando de
Cazas de la RAF se libró de sufrir importantísimas pérdidas
en un momento decisivo de la batalla.
A instancias de Göring, los ataques alemanes se
intensificaron aún más a finales de agosto y durante la
primera semana de septiembre. En solo un día, el Mando de
Cazas perdió cuarenta aparatos, nueve de sus pilotos
perecieron, y dieciocho resultaron gravemente heridos.
Todos los aviadores británicos estaban sometidos a una
gran tensión, pero el hecho de que fueran conscientes de
que la batalla era literalmente un combate hasta las últimas
consecuencias, y de que el Mando de Cazas estaba
infligiendo importantísimas pérdidas a la Luftwaffe, los
hacía más fuertes.
La tarde del 7 de septiembre, mientras Göring
observaba toda la operación desde los acantilados del Paso
de Calais, la Luftwaffe comenzó un ataque masivo contra
Inglaterra con un millar de aviones. El Mando de Cazas
británico reunió once escuadrones de caza. Por toda la
región de Kent, los campesinos, las mujeres de la Sección
Femenina del ejército de Tierra dedicadas a labores
agrícolas y los aldeanos alzaban los ojos al cielo para ver
las estelas de vapor que dejaban los aviones mientras se
desarrollaba la batalla. Resultaba imposible distinguir a qué
bando pertenecían los cazas, pero cada vez que perdía altura
un bombardero dejando tras de sí una cola de humo negro,
se oían gritos de júbilo. La mayoría de las escuadrillas de
bombarderos se dirigía a los muelles de Londres. Era la
venganza de Hitler por los ataques llevados a cabo por el
Mando de Bombarderos británico contra Alemania. El
humo que desprendían las llamas provocadas por las
bombas incendiarias servía para conducir hasta su objetivo
a las escuadrillas que iban llegando. Londres, con más de
trescientos muertos y mil trescientos heridos, sufrió el
primero de una serie de contundentes ataques. Pero el
hecho de que Göring creyera que el Mando de Cazas estaba
acabado, y su decisión de convertir las ciudades en el
objetivo primordial de las incursiones aéreas alemanas,
principalmente las nocturnas, supondrían la derrota de la
Luftwaffe en la batalla.
Los británicos, sin embargo, seguían esperando que en
cualquier momento las campanas de las iglesias anunciaran
la llegada de un ejército invasor. El Mando de
Bombarderos seguía atacando las barcazas reunidas en
diversos puertos continentales del Canal de la Mancha.
Nadie conocía las dudas de Hitler. Si no se conseguía
acabar con la RAF a mediados de septiembre, se aplazaría
la Operación León Marino. Göring, que tanto se había
jactado de que lograría aplastar a la RAF, era perfectamente
consciente de que iba a convertirse en el único culpable si
fracasaba en su misión, por lo que ordenó que se llevara a
cabo otro gran ataque el domingo, 15 de septiembre.
Ese día, Churchill había decidido visitar el cuartel
general del Grupo 11 en Uxbridge, donde permanecería en
la sala de control acompañado de Park. Observaba con
sumo interés cómo la información transmitida por las
estaciones de radar y el Cuerpo Real de Vigilancia se
convertía en aviones de incursión alemanes en el panel de
control. A mediodía, Park, dejándose llevar por su instinto
que le decía que aquel era un momento decisivo, mandó
despegar veintitrés escuadrillas de cazas. Esta vez, se
advirtió reiteradamente a los pilotos de los Spitfire y de los
Hurricane de la necesidad de que ganaran altura. Y cuando
los cazas de escolta Me-109 tuvieron que regresar a la base
para repostar, los pilotos de los bombarderos alemanes se
vieron superados por los aviones de unas fuerzas aéreas que
les habían dicho que ya estaban acabadas.
Este patrón se fue repitiendo a lo largo de la tarde.
Para ello, Park solicitó refuerzos a los Grupos 10 y 12 del
oeste de Inglaterra. Al finalizar el día, la RAF había
destruido cincuenta y seis aparatos enemigos, y perdido
veintinueve cazas y doce hombres en la acción. Hubo más
ataques al cabo de unos días, pero ninguno fue de tanta
envergadura. Y, sin embargo, el 16 de septiembre, Göring,
persuadido por los optimistas informes del oficial en jefe
de sus servicios de inteligencia, pensaba que al Mando de
Cazas británico apenas le quedaban ciento setenta y siete
aviones.
El miedo a una posible invasión seguía vivo, pero lo
cierto es que el 19 de septiembre Hitler decidió aplazar la
Operación León Marino hasta nuevo aviso. La
Kriegsmarine y el OKH estaban mucho menos dispuestos a
lanzar una invasión en un momento en el que había quedado
patente la imposibilidad de la Luftwaffe de aplastar al
Mando de Cazas enemigo. La guerra en el oeste casi había
llegado a un punto muerto, y empezaban a percibirse claros
indicios de que el conflicto iba a alcanzar dimensiones
globales. El 27 de septiembre, los japoneses firmaron un
acuerdo trilateral en Berlín. Era evidente el desafío a los
Estados Unidos que este pacto implicaba. El presidente
Roosevelt convocó inmediatamente a sus asesores
militares para discutir sobre las posibles consecuencias de
semejante acto, y dos días después, Gran Bretaña volvió a
abrir la carretera de Birmania para hacer llegar a los
nacionalistas chinos material bélico. Hacía poco que los
japoneses se habían visto sorprendidos por los ataques
lanzados por fuerzas comunistas en el norte de China. La
guerra chino-japonesa estaba recobrando intensidad con
una nueva serie de encarnizados combates.
La batalla de Inglaterra parecía condenada a concluir a
finales de octubre, cuando la Luftwaffe se dedicó a realizar
bombardeos nocturnos sobre Londres y las industrias de
las Midlands. Si observamos los datos de agosto y
septiembre, los meses centrales de la batalla, vemos que la
RAF perdió setecientos veintitrés aparatos, y la Luftwaffe
más de dos mil. Buena parte de esta diferencia no se debió
a la «acción del enemigo», sino a «circunstancias
especiales», principalmente accidentes.25 En octubre la
RAF derribó doscientos seis aviones alemanes, entre cazas
y bombarderos, pero el número total de aparatos perdidos
por la Luftwaffe ese mes fue en realidad de trescientos
setenta y cinco.26
El Blitz contra Londres y otras ciudades continuó
durante todo el invierno. El 13 de noviembre, el Mando de
Bombarderos de la RAF atacó Berlín siguiendo
instrucciones de Churchill. El líder británico dio esta orden
porque el ministro de asuntos exteriores soviético,
Molotov, había llegado a la capital el día anterior para
negociar con las autoridades del Reich. A Stalin le
disgustaba la presencia de tropas germanas en Finlandia, así
como la influencia que pudieran ejercer los nazis en los
Balcanes. También quería que los alemanes le garantizaran
sus derechos de navegación por los Dardanelos para
alcanzar el Mediterráneo desde el mar Negro. Para muchos
resultó por lo menos curioso oír a una banda de músicos de
la Wehrmacht tocar la Internacional a la llegada de
Molotov a la Anhalter Bahnhof, que fue engalanada para la
ocasión con banderas rojas soviéticas.
Las reuniones, que no fueron precisamente un éxito,
solo sirvieron para aumentar las tensiones existentes entre
los dos países. Molotov exigió respuestas a una serie de
cuestiones muy concretas. Preguntó si seguía vigente el
pacto firmado por soviéticos y alemanes el año anterior.
Cuando Hitler respondió que por supuesto que seguía
vigente, el ministro ruso indicó que los nazis habían
establecido una estrecha relación con los enemigos de los
soviéticos, los finlandeses. Ribbentrop instó a los rusos a
dirigir sus ataques a regiones del sur, contra la India y la
zona del golfo Pérsico, y aprovecharse del fin del imperio
británico. Molotov no se tomó muy en serio la sugerencia
de que para ello la Unión Soviética debía unirse al pacto
trilateral firmado por los alemanes con Italia y Japón. Al
contrario de Ribbentrop, tampoco quiso compartir la
opinión de Hitler cuando este, en uno de sus
característicos monólogos, comenzó a explicarle que los
británicos estaban prácticamente acabados. De modo que,
cuando empezaron a sonar las sirenas que avisaban de un
ataque aéreo, y Molotov fue conducido al bunker de la
Wilhelmstrasse, el ministro de exteriores soviético no
pudo reprimirse y le espetó a su colega alemán: «Ustedes
dicen que Inglaterra está acabada. Entonces ¿por qué nos
encontramos aquí, sentados en este refugio antiaéreo?».27
Al día siguiente por la noche, la Luftwaffe lanzó un
ataque contra Coventry siguiendo un plan concebido con
anterioridad, por lo que no puede ser considerado un acto
de represalia. Con su incursión masiva, los alemanes
provocaron graves daños en doce fábricas de armamento, la
destrucción de la antigua catedral de la ciudad y la muerte
de trescientos ochenta civiles. Pero, a pesar de su campaña
de bombardeos nocturnos, no consiguieron hundir la moral
del pueblo británico, por mucho que a finales de año el
número de bajas de la población civil se elevara a veintitrés
mil muertos y treinta y dos mil heridos graves. Numerosos
ingleses se quejaban constantemente del ruido de las
sirenas, cuyos «prolongados alaridos propios de una
banshee»* como decía Churchill,28 fueron enseguida
reducidos para que la población pudiera conciliar el sueño
y descansar. «Las sirenas suenan aproximadamente a la
misma hora todas las noches, y en la entrada de los
refugios antiaéreos, en los barrios más humildes,
comienzan a formarse bastante pronto largas colas de
hombres y mujeres que llevan mantas, termos y niños en
brazos».29 En los escaparates de las tiendas destruidos por
el efecto de las bombas colgaban letreros que decían
«Seguimos teniendo abierto», y los inquilinos de las casas
destruidas en el este de Londres colocaban banderas
británicas hechas de papel en lo alto de los montones de
escombros que otrora habían sido los muros de sus
hogares.
«Peor que el tedio que envolvía nuestros días»,
escribía Peter Quennell, funcionario del ministerio de
información, «era la sordidez que caracterizaba nuestras
noches sin poder conciliar el sueño. Con frecuencia se nos
pedía que trabajáramos por turnos (un montón de horas en
un dormitorio subterráneo, en medio de un calor sofocante,
con el único abrigo de unas mantas de lana viejísimas);
muchos de los que no estaban en los sótanos solían
permanecer agazapados junto a las mesas en las que
acostumbrábamos a trabajar, o, cuando cesaban los
bombardeos, se ponían a dormir en el suelo, sabiendo que
en cualquier momento podía despertarles la llegada de un
mensajero del ministerio, que traía alguna noticia horrible
—como, por ejemplo, que una bomba había caído de lleno
en un refugio atestado de gente—, sobre la que debíamos
informar restando importancia al asunto. Es realmente
curioso cómo nos acostumbrábamos rápidamente a todo,
con qué facilidad nos adaptamos a una manera de vivir hasta
entonces desconocida y con qué frecuencia unas supuestas
necesidades se revelaban verdaderas banalidades».30
Aunque los londinenses soportaron mucho mejor de
lo esperado las adversidades en las estaciones de metro
«con el espíritu del Blitz», siguió habiendo, especialmente
entre las mujeres de fuera de la capital, un miedo irracional
a que llegaran de repente los paracaidistas alemanes. Cada
semana corrían nuevos rumores que hablaban de una
invasión inminente. Sin embargo, el 2 de octubre, la
Operación León Marino había sido aplazada hasta la
primavera siguiente. «León Marino» había desempeñado un
doble papel. La amenaza de una invasión alemana había
ayudado a Churchill a congregar el país y a mantenerlo
unido en previsión de una guerra que iba a ser larga. Pero
Hitler puso de manifiesto una gran astucia logrando que
siguiera viva la amenaza psicológica mucho tiempo después
de que descartara la idea de continuar con esa campaña. Fue
esta circunstancia la que llevó a los británicos a retener en
su país unas fuerzas defensivas mucho más numerosas de lo
necesario.
En Berlín, las autoridades nazis comenzaron a
resignarse a lo que ya parecía un hecho consumado: Gran
Bretaña difícilmente iba a ser doblegada con una campaña
de bombardeos. «Ahora prevalece la opinión», anotaba en
su diario el 17 de noviembre Ernst von Weizsäcker,
secretario de estado del ministerio de asuntos exteriores
alemán, «de que el hambre provocada por un bloqueo es la
mejor arma contra Gran Bretaña, en vez del humo con el
que se ha intentado obligar a los británicos a salir de su
escondite».31 La palabra «bloqueo» tenía connotaciones
emocionales de venganza en Alemania, obsesionada con los
recuerdos de la Primera Guerra Mundial y el bloqueo al
que fue sometida por la Marina Real. Ahora iban a pagar a
los ingleses con la misma moneda utilizando la guerra
submarina contra las islas Británicas.
9
REPERCUSIONES
(junio de 1940-febrero de
1941)
La caída de Francia en el verano de 1940 creó diversas
repercusiones, directas e indirectas, en todo el mundo.
Stalin estaba profundamente disgustado. Casi de la noche a
la mañana, se había esfumado su esperanza de que el poder
de Hitler se viera muy debilitado en una guerra de desgaste
contra Francia y Gran Bretaña. Alemania era en aquellos
momentos mucho más poderosa, tras capturar buena parte
de las armas y de los vehículos del ejército francés
completamente intactos.
Más al este, esta circunstancia supuso un duro golpe
para Chiang Kai-shek y los nacionalistas chinos, quienes,
tras perder Nanjing, habían trasladado sus centros
industriales a las provincias de Yunnan y Kwangsi, en el
suroeste del país, cerca de la frontera con la Indochina
francesa, creyendo que esa iba a ser la zona más segura con
acceso al mundo exterior. Pero el nuevo régimen de Vichy
del mariscal Pétain empezó a acceder a las exigencias de
Japón en el mes de julio, aceptando que se instalara en
Hanoi una misión militar nipona. El suministro de
pertrechos y provisiones a los nacionalistas a través de
Indochina quedó cortado.
Aquel verano de 1940, el avance del XI Ejército
japonés por el valle del Yangtsé supuso la división de las
fuerzas nacionalistas en dos zonas, provocándoles graves
pérdidas. El 12 de junio, la caída de Yichang, el principal
puerto fluvial, representó un duro golpe.1 También sirvió
para aislar la capital de los nacionalistas, Chongqing, y
permitir que la aviación de la Marina japonesa pudiera
atacar la ciudad con constantes incursiones aéreas. En esa
época del año no había niebla baja que dificultara la
visibilidad. Además de bombardear ciudades y aldeas a lo
largo del río, la aviación japonesa se dedicó a atacar los
vapores y juncos atestados de heridos y de refugiados que
intentaban huir remontando el río por las Tres Gargantas
del Yangtsé.
En la conversación que mantuvo con Agnes Smedley,
un médico de la Cruz Roja reconoció que de los cientos
cincuenta hospitales que había en el frente central, solo
cinco no habían desaparecido. «¿Y qué ocurre con los
heridos?», preguntó Smedley. «Calló, pero yo sabía la
respuesta». La muerte estaba por todas partes. «Cada día»,
añade esta periodista, «veíamos cuerpos abotagados de
seres humanos que flotaban bajando lentamente por el río
en sentido contrario al de los juncos, con los que chocaban
y cuyos barqueros se encargaban de apartar con largos
palos apuntados».2
Cuando Smedley llegó a Chongqing, en las montañas
de esta ciudad, desde cuyas cumbres se divisa la
confluencia de los ríos Yangtsé y Jualing, se vio
sorprendida por unas terribles explosiones, pero no eran de
bombas. Los ingenieros chinos estaban abriendo galerías
en aquellos montes para convertirlas en refugios
antiaéreos. Observó que durante su ausencia habían
cambiado muchas cosas, tanto para bien como para mal.
Aquella capital de provincia de doscientos mil habitantes
estaba alcanzando una población de un millón de personas.
El aumento de su número de cooperativas industriales era
un dato muy alentador, pero en el Kuomintang los
elementos más derechistas, que cada vez ganaban mayor
relevancia en el partido, consideraban criptocomunistas
esas instituciones. Habían sido mejorados los servicios
médicos del ejército, estableciendo clínicas gratuitas en
diversas zonas nacionalistas, pero, una vez más, los líderes
locales del Kuomintang pretendían controlar los servicios
sanitarios, probablemente para su propio enriquecimiento.
Lo más siniestro, sin embargo, era el ascenso al poder
del jefe de seguridad, el general Tai Li, de quien se decía
que ya contaba con un contingente de trescientos mil
hombres, entre uniformados y no. Su influencia era tan
desmesurada que algunos sospechaban incluso que
controlaba al propio generalísimo, Chiang Kai-shek. Tai Li
no solo acallaba las voces del disenso, sino que también
reprimía cualquier forma de libertad de expresión. Los
intelectuales chinos empezaban a huir a Hong Kong.
Incluso organizaciones totalmente inocuas, como la
Asociación de Mujeres Jóvenes Cristianas, fueron
clausuradas en ese ambiente de crisis.
Según Smedley, la población extranjera que residía en
Chongqing hablaba con desdén de los ejércitos chinos.
«Decían que China era incapaz de luchar; que sus generales
estaban corrompidos, que sus soldados eran culis
analfabetos o simplemente críos; que su pueblo era
ignorante; y que las curas que dispensaban a sus heridos
eran abominables. Algunas acusaciones eran ciertas, otras
falsas, pero casi todas se basaban en un desconocimiento
absoluto de las espantosas cargas bajo cuyo peso se
tambaleaba China».3 Ni europeos ni americanos supieron
comprender lo que estaba en juego, e hicieron muy poco
por ayudar. En lo referente a los servicios médicos, la
única contribución importante fue la que hicieron los
chinos expatriados residentes en la península de Malaca,
Java, los Estados Unidos y otros lugares del mundo. Su
generosidad fue considerable, y en 1941, los
conquistadores japoneses se encargaron de que pagaran por
ello.
Chiang Kai-shek había continuado con sus absurdas
negociaciones de paz, con la esperanza de presionar a
Stalin y conseguir que el apoyo militar de los soviéticos
recuperara sus niveles anteriores. Pero en julio de 1940 se
produjo un cambio de gobierno en Tokio, y el general Tōjō
Hideki pasó a ocupar el ministerio de la guerra. Las
negociaciones se interrumpieron. Tōjō quería dejar sin
suministros a los nacionalistas chinos con la firma de un
tratado más estricto con la Unión Soviética y el bloqueo de
todas sus demás vías de abastecimiento. En Tokio, los
líderes militares empezaban a concentrar su interés en el
sur del Pacífico y en el suroeste, en las colonias británicas,
francesas y holandesas del mar de la China Meridional.
Esas regiones podían suponer importantes provisiones de
arroz y la interrupción de exportaciones a los chinos
nacionalistas, pero lo que más ambicionaba Japón eran los
yacimientos petrolíferos de las Indias Orientales
Neerlandesas. Cualquier idea de compromiso con los
Estados Unidos que implicara su retirada de los territorios
del gigante asiático era impensable para el régimen de
Tokio, sobre todo tras haber perdido ya sesenta y dos mil
soldados en el «incidente de China».4
En la segunda mitad de 1940, el Partido Comunista
Chino, siguiendo instrucciones de Moscú, puso en marcha
en el norte su campaña «de los Cien Regimientos» con casi
cuatrocientos mil hombres.5 El objetivo era socavar las
negociaciones de Chang Kai-shek con los japoneses: no
sabían que habían quedado interrumpidas y que nunca
habían sido realmente serias. Los comunistas consiguieron
que en muchos lugares los nipones se vieran obligados a
retirarse, cortaron la línea ferroviaria que unía Pekín y
Hangkow, destruyeron varias minas de carbón e incluso
emprendieron diversos ataques contra Manchuria. Este gran
esfuerzo, en el que sus fuerzas utilizaron tácticas más
convencionales, supuso veintidós mil bajas, unas pérdidas
que en realidad no podían permitirse.
En Europa, Hitler demostraba un sorprendente grado de
lealtad a Mussolini, a menudo para desesperación de sus
generales. Sin embargo, el Duce, su antiguo mentor, hacía
todo lo posible por evitar convertirse en uno de sus
subordinados. El líder fascista quería dirigir «una guerra
paralela»,6 independiente de la de la Alemania nazi. Ya en
abril de 1939 no había comunicado a Hitler sus planes de
invadir Albania, comparando esa empresa con la ocupación
alemana de Checoslovaquia. Las autoridades nazis, por su
parte, eran reacias a compartir informaciones secretas con
los italianos. No obstante, un mes después de lo de Albania,
los alemanes quisieron firmar el «Pacto de Acero».
Como amantes imprudentes que intentan sacar
beneficio de una relación, los dos dirigentes se engañaban
el uno al otro, y los dos se sentían engañados. Hitler nunca
comunicó a Mussolini sus intenciones de aplastar a los
polacos, pero seguía esperando recibir el apoyo del italiano
en su lucha contra Francia y Gran Bretaña, y por su parte, el
líder fascista estaba convencido de que no iba a estallar un
conflicto general en Europa durante al menos otros dos
años. Su posterior negativa a entrar en guerra en septiembre
de 1939 en el bando alemán supuso una gran decepción
para Hitler. El Duce sabía perfectamente que su país no
estaba preparado, y sus excesivas demandas de
equipamiento militar como condición para prestar apoyo a
los nazis constituyeron su única excusa.
Mussolini, no obstante, estaba decidido a entrar en
guerra en un momento determinado para obtener más
colonias y para que Italia pareciera una gran potencia. En
consecuencia, cuando las dos grandes potencias coloniales,
Gran Bretaña y Francia, sufrieron la grave derrota de
comienzos del verano de 1940, no quiso desaprovechar la
oportunidad. La sorprendente rapidez con la que se
desarrolló la campaña de Alemania contra Francia, y la
creencia general de que Gran Bretaña acabaría claudicando
ante el poderío del Reich, lo tenían en un mar de dudas.
Alemania iba a dibujar un nuevo mapa de Europa, y era
prácticamente seguro que se convertiría en la potencia
dominante en los Balcanes, e Italia corría el peligro de
quedar al margen. Solo por esta razón, Mussolini quería
desesperadamente ver reconocido su derecho a participar
en las negociaciones de paz. Calculaba que unos pocos
miles de italianos muertos o heridos servirían para
comprarle la anhelada silla en la mesa de los acuerdos.
Por supuesto, el régimen nazi no se opuso a que Italia
entrara en guerra, por tarde que fuera. Equivocadamente,
Hitler había depositado muchas esperanzas en el potencial
bélico de su aliado. Todos sabemos que Mussolini se había
jactado de disponer de «ocho millones de bayonetas». En
realidad, apenas contaba con un millón setecientos mil
soldados, y muchos de ellos carecían de un fusil en el que
colocar la bayoneta. En Italia, la falta de recursos
económicos, de materias primas y de vehículos
motorizados era un problema acuciante. Para aumentar el
número de sus divisiones, Mussolini redujo la cantidad de
regimientos en cada una de ellas, que pasó de tres a dos. De
sus setenta y tres divisiones, solo diecinueve estaban
totalmente equipadas. De hecho, sus fuerzas militares eran
menores, y estaban peor pertrechadas, que las de la Italia de
1915, cuando este país entró en la Primera Guerra
Mundial.7
De manera muy poco inteligente, Hitler creyó a pies
juntillas los datos relativos al poderío militar italiano
elaborados por Mussolini. En su harto limitada visión
militar, condicionada por los mapas obsoletos que había en
sus cuarteles generales, una división de tropas era una
división, por muy mal pertrechadas o muy mal entrenadas
que estuvieran, o por muy pobre que fuera el número
verdadero de sus efectivos. El error de cálculo más grave
que cometió Mussolini fue creer, en el verano de 1940,
que la guerra estaba a punto de concluir cuando en realidad
apenas había comenzado. No se dio cuenta de que la vieja
retórica del Lebensraum de Hitler, que el Führer había
utilizado refiriéndose al este, iba a convertirse en un plan
muy concreto. El 10 de junio, Mussolini había declarado la
guerra a Gran Bretaña y a Francia. En su rimbombante
discurso pronunciado desde el balcón del Palazzo Venezia,
hinchó pecho y afirmó que «las jóvenes y fértiles
naciones» iban a aplastar a las agotadas democracias. Estas
palabras fueron recibidas con alborozo por sus leales
camisas negras, pero no alegraron precisamente a la
mayoría de los italianos.
A los alemanes no les inmutaba el hecho de que
Mussolini tratara de regocijarse en la imagen de gloria de
la Wehrmacht. En la Wilhelmstrasse, el secretario de
estado consideraba a su aliado del Eje «un payaso circense
que pide el aplauso del público cuando recoge la alfombra
después de la actuación del acróbata».8 Muchos más
comparaban la declaración de guerra del líder fascista a una
Francia derrotada con la acción de un «chacal» que intenta
hacerse con parte de la presa cazada por un león. El
oportunismo era, en efecto, vergonzoso, pero escondía
algo peor. Mussolini había convertido su país en cautivo y
víctima de sus propias ambiciones. Se daba cuenta de que
no podía evitar una alianza con el líder dominante, Hitler,
pero persistía en su idea de que Italia iba a ser capaz de
seguir una política independiente de expansión colonial
mientras el resto de Europa se veía envuelta en un conflicto
mucho más letal. La debilidad de Italia acabaría siendo un
desastre total para ella; y para Alemania, uno de sus
principales puntos vulnerables.
El 27 de septiembre de 1940 Alemania firmó el «Pacto
Tripartito» con Italia y Japón. Uno de los objetivos era
impedir que los Estados Unidos decidieran intervenir en la
guerra, que se encontraba en un impasse después de que
fracasaran los intentos de doblegar a Gran Bretaña. Cuando
el 4 de octubre se entrevistó con Mussolini en el paso del
Brennero, Hitler garantizó al Duce que ni Moscú ni
Washington habían reaccionado peligrosamente al anuncio
del pacto. Lo que él quería era una alianza continental
contra Gran Bretaña.
En un primer momento, Hitler no tenía ambiciones en
el Mediterráneo, pues consideraba esta región en la esfera
de influencia de Italia, pero poco después de la caída de
Francia se dio cuenta de que las cosas eran mucho más
complejas. Tenía que encontrar un equilibrio entre los
intereses enfrentados de Italia, el gobierno de Vichy y la
España de Franco. El general español deseaba recuperar
Gibraltar, pero también ambicionaba el Marruecos francés
y otros territorios de África. Sin embargo, Hitler no quería
provocar al Estado Francés de Pétain y sus leales fuerzas
en las posesiones coloniales de este país. Desde su punto
de vista, era mucho mejor que la Francia de Vichy siguiera
en su territorio y en sus colonias del norte de África una
política acorde con los intereses de Alemania mientras
durara la guerra. Cuando se alzara con la victoria, podría
ceder las colonias de Francia a Italia o a España. Sin
embargo, a pesar de su poder aparentemente ilimitado tras
la derrota de Francia en 1940, en octubre de ese año el
Führer fue incapaz de convencer a un hombre como Franco,
que tanto le debía, a su vasallo, el general Pétain, y a su
aliado, Mussolini, de que apoyaran su estrategia de crear un
bloqueo continental contra Gran Bretaña.
El 22 de octubre el tren blindado de Hitler, el
Führersonderzug «Amerika», tirado por dos locomotoras
en tándem, con sus dos Flakwagen, se detuvo en la
estación ferroviaria de Montoire-sur-le-Loir. Allí, Hitler
mantuvo una entrevista con el segundo de Pétain, Pierre
Laval, que quería que Alemania garantizara el status del
régimen de Vichy. Hitler le dio largas, pero intentó que
Vichy aceptara unirse a una coalición contra Gran Bretaña.
Los relucientes vagones blindados del tren especial de
Hitler continuaron viaje hacia la frontera española, a
Hendaya, donde el Führer se entrevistó con Franco al día
siguiente. El tren del «Caudillo» llegó con retraso debido
al decrépito estado de las líneas ferroviarias españolas, y
aquella larga espera no puso a Hitler precisamente de muy
buen humor. Los dos dictadores pasaron revista a una
guardia de honor de la escolta personal de Hitler, el
Führer-Begleit-Kommando, que formó en el andén. Los
soldados alemanes, vestidos con sus uniformes negros,
destacaban por su altura al paso del dictador español, bajito
y barrigón, en cuyo rostro apenas dejó de dibujarse una
sonrisa, entre complaciente y aduladora.
Cuando Hitler y Franco comenzaron a hablar, el
torrente de palabras del «Caudillo» impidió que Hitler
pudiera abrir la boca, situación a la que el alemán no estaba
acostumbrado. Franco recordó sus tiempos como
compañeros de armas durante la Guerra Civil Española,
dando las gracias al Führer por todo lo que había hecho, y
evocó la «alianza espiritual»9 que existía entre sus dos
países. Luego expresó su profundo pesar por no haber
podido entrar inmediatamente en la guerra en el bando
alemán debido a las precarias condiciones en las que se
encontraba España. Durante buena parte de las tres horas
que duró la reunión, Franco siguió hablando sin parar de su
vida y de sus experiencias, lo que provocaría que Hitler
dijera más tarde que prefería que le arrancaran tres o cuatro
dientes antes que verse obligado a mantener otra
conversación con el dictador español.10
Al final, Hitler logró intervenir, y dijo que Alemania
había ganado la guerra. Que Gran Bretaña solo resistía
porque esperaba que la Unión Soviética o los Estados
Unidos acudieran finalmente en su ayuda. Y que los
americanos iban a necesitar un año y medio o dos para
prepararse para una guerra. En su opinión, la única amenaza
que suponían los británicos era que consiguieran ocupar las
islas del Atlántico o, con la colaboración de De Gaulle,
incitar a la revuelta a las poblaciones de las colonias
francesas. Por estas razones, quería crear un «frente
amplio» contra Gran Bretaña.
Hitler quería Gibraltar, y Franco y sus generales
también, pero a los españoles no les agradaba la idea de que
fueran los alemanes los que dirigieran la operación para
recuperar el peñón. Además, Franco temía que los
británicos decidieran invadir las islas Canarias en
represalia. Sin embargo, había quedado sumamente
sorprendido por las inasumibles pretensiones de Alemania,
que exigía la cesión de una de las islas Canarias y poder
establecer bases militares en el Marruecos español. Hitler
también tenía mucho interés en las Azores y en las islas de
Cabo Verde. Las Azores no solo suponían que la
Kriegsmarine pudiera contar con una base naval en el
Atlántico. En el diario de guerra del OKW se escribiría
más tarde el siguiente comentario: «El Führer ve el valor
de las Azores en una doble dirección. Las quiere por si se
produce la intervención de los Estados Unidos y también
para los tiempos de paz». Hitler ya estaba soñando con una
nueva generación de «bombarderos con una autonomía de
vuelo de seis mil kilómetros» para atacar la costa oriental
de los Estados Unidos».11
Cuando Franco expuso que el Führer debía prometerle
la cesión del Marruecos francés y de Oran, antes incluso de
entrar en guerra, Hitler quedó sorprendido por la enorme
presunción del «Caudillo», por no decir algo peor. También
se cuenta que en otra ocasión se quejó de que la actitud de
Franco lo hizo sentir prácticamente «como un judío que
quiere traficar con las más sagradas posesiones».12 Más
tarde, ya en Alemania, en otro arrebato de cólera calificaría
a Franco de «canalla jesuíta».13
Aunque ideológicamente estaba más cerca de
Alemania, y su nuevo ministro de exteriores pro-nazi,
Ramón Serrano Suñer, quería entrar en la guerra, lo cierto
es que el gobierno de Franco temía provocar a Gran
Bretaña. La supervivencia de España dependía de las
importaciones, en parte de Gran Bretaña, pero sobre todo
de las de trigo y petróleo de los Estados Unidos. La
situación de España era terrible después de pasar por una
devastadora guerra civil. No era extraño ver a gente
desmayarse en medio de la calle debido a la malnutrición.
Los británicos, y luego los americanos, aplicaron una
política de apalancamiento financiero sumamente hábil,
pues sabían perfectamente que Alemania no estaba en
posición de compensar las importaciones. Así pues, cuando
quedó patente que Gran Bretaña no tenía intención alguna
de doblegarse ante Alemania, el gobierno de Franco, que en
aquellos momentos sufría una gran escasez de alimentos y
de combustible, tuvo que limitarse a expresar su apoyo al
Eje, con promesas de entrar en guerra en un futuro, pero
sin fijar una fecha. Sin embargo, esto no impidió que
Franco elucubrara con una «guerra paralela» propia, que
consistía en invadir Portugal, país tradicionalmente aliado
de Gran Bretaña. Por fortuna, este proyecto quedó en agua
de borrajas.
Tras la entrevista celebrada en Hendaya, el Sonderzug dio
media vuelta y se dirigió a Montoire, donde el mismísimo
Pétain esperaba a Hitler. Pétain recibió al Führer como a
un igual, gesto que no resultó precisamente del agrado de
Hitler. El viejo mariscal expresó sus deseos de que las
relaciones con Berlín se distinguieran por la estrecha
cooperación entre los dos países, pero su petición de que a
Francia les fueran garantizadas sus posesiones coloniales
fue bruscamente rechazada. Francia había comenzado una
guerra contra Alemania, replicó Hitler, y ahora debía pagar
un precio «territorial y material» por lo que había hecho.14
Pero el Führer, para quien Pétain resultaba mucho menos
exasperante que Franco, dejó una puerta abierta a esa
posibilidad. A pesar de todo, seguía queriendo que Vichy se
uniera a la alianza contra Gran Bretaña. Al final, sin
embargo, se daría cuenta de que no podía contar con los
países «latinos» para crear un bloque continental sólido.
Hitler tenía sentimientos encontrados respecto a la
idea de una estrategia periférica, consistente en continuar
la guerra contra Gran Bretaña en el Mediterráneo, una vez
vistas las escasas posibilidades de éxito que tenía el plan de
invasión del sur de Inglaterra. El Führer no dejaba de pensar
en lanzar sus fuerzas contra la Unión Soviética, pero las
dudas hicieron que aplazara su decisión. No obstante, a
comienzos de noviembre el OKW se puso a preparar un
plan de emergencia, llamado Operación Félix, para ocupar
Gibraltar y las islas del Atlántico.
En el otoño de 1940, Hitler tenía la esperanza de conseguir
el aislamiento de Gran Bretaña y de poder expulsar a la
Marina Real del Mediterráneo antes de embarcarse en la
idea que más le obsesionaba, la invasión de la Unión
Soviética. Además, empezaba a estar convencido de que la
manera más fácil de obligar a Gran Bretaña a cambiar de
postura era derrotando a la URSS. Para la Kriegsmarine
aquello resultó frustrante, pues se dio prioridad al ejército
de tierra y a la Luftwaffe en todo lo relacionado con el
armamento.
Evidentemente, Hitler estaba dispuesto a ayudar a los
italianos a lanzar un ataque contra Egipto y contra el canal
de Suez, pues esto no solo obligaría a los británicos a
permanecer en la zona, sino que pondría verdaderamente en
peligro sus comunicaciones con la India y Australasia. Los
italianos, sin embargo, por felices que estuvieran de recibir
apoyo de la Luftwaffe, no veían con buenos ojos la
presencia de tropas de tierra alemanas en su zona de
operaciones. Sabían perfectamente que los alemanes iban a
querer dirigirlo todo.
Hitler tenía un interés especial en los Balcanes, pues
constituían una base ideal para el flanco sur de las tropas
alemanas en su ansiada invasión de Rusia. Tras la ocupación
de Besarabia y el norte de Bukovina por parte de los rusos,
Hitler, que todavía no quería violar los acuerdos del pacto
nazi-soviético, había aconsejado al gobierno rumano que
«lo aceptara todo de momento».15 Decidió trasladar tropas
a Rumania para establecer en este país una misión militar
con el fin de asegurarse los yacimientos petrolíferos de
Ploesti. Lo que no quería el Führer era que Mussolini
provocara una sublevación en los Balcanes con un ataque a
Yugoslavia o a Grecia desde la Albania ocupada por los
italianos. Imprudentemente, confió en la inercia italiana.
Al principio, parecía que Mussolini iba a hacer poca
cosa. La Marina italiana, a pesar de haber manifestado
anteriormente su disposición a entrar inmediatamente en
acción, no se había hecho a la mar, excepto para escoltar
los convoyes que iban a Libia. Como no quería enfrentarse
con la flota británica del Mediterráneo, dejaba que fueran
las fuerzas aéreas las que se encargaran de bombardear
Malta. Y en Libia, el gobernador general, mariscal Italo
Balbo, permanecía inmóvil, insistiendo en que solo
ordenaría el avance contra los británicos en Egipto cuando
los alemanes invadieran Inglaterra.
En Egipto, los británicos no tardaron en darse de
cuenta de cuál era el verdadero potencial de su adversario.
A última hora de la tarde del 11 de junio, justo después de
que Mussolini declarara la guerra, el 11.° Regimiento de
Húsares se dirigió hacia el oeste en sus viejos vehículos
blindados Rolls-Royce y cruzó la frontera libia poco
después del anochecer. Sus objetivos eran Forte Maddalena
y Forte Capuzzo, las dos principales posiciones defensivas
que tenían los italianos en la frontera. Tras preparar
diversas emboscadas, hicieron setenta prisioneros.
Los italianos estaban furiosos. Nadie se había
molestado en avisarlos de que estaban en guerra. El 13 de
junio los dos fuertes fueron capturados y destruidos. En
otra emboscada que tendieron el 15 de junio en la carretera
que iba de Bardia a Tobruk, el 11.° de Húsares capturó a
cien soldados más. El botín obtenido incluía a un
rechoncho general italiano, con su automóvil oficial de la
casa Lancia, acompañado de una «amiga» en avanzado
estado de gestación, que, como cabe suponer, no era su
esposa.16 Este hecho provocó un gran escándalo en Italia.
Pero lo más importante para los británicos era que el
general llevaba consigo los planos en los que aparecían
indicadas todas las defensas de Bardia.
El mariscal Balbo duró poco en Libia. El 28 de junio,
las baterías antiaéreas italianas de Tobruk, en un exceso de
celo, derribaron su avión por error. Apenas una semana
después, su sucesor en el cargo, el mariscal Rodolfo
Graziani, recibía con espanto la orden de Mussolini de
comenzar el avance hacia Egipto el 15 de julio. El Duce
consideraba la marcha hacia Alejandría una «consecuencia
inevitable».17 Como era de esperar, Graziani hizo todo lo
posible por aplazar la operación, diciendo primero que no
podía lanzar un ataque en pleno verano, y luego que carecía
del equipamiento necesario.
En agosto el duque de Aosta, virrey del África
Oriental Italiana, había conseguido una fácil victoria en su
avance desde Abisinia por la Somalilandia británica,
obligando a los pocos defensores de la zona a retirarse al
otro lado del golfo de Adén. Pero el duque sabía
perfectamente que su situación iba a ser desesperada si el
mariscal Graziani no conseguía conquistar Egipto. Rodeado
al oeste por el Sudán anglo-egipcio y la Kenia británica, y
con la Marina Real inglesa controlando el mar Rojo y el
océano Indico, resultaba imposible la llegada de
provisiones hasta que no cayera Egipto.
Graziani seguía dando largas, y a Mussolini
comenzaba a agotársele la paciencia. Finalmente, el 13 de
septiembre, los italianos empezaron el avance. Con sus
cinco divisiones, tenían una notable superioridad numérica
frente a las tres divisiones formadas por efectivos ingleses
y de la Mancomunidad Británica de Naciones
(Commonwealth). Además, la 7.ª División Acorazada
británica, las «Ratas del Desierto», estaban pobremente
equipadas, pues solo disponían de setenta tanques en
funcionamiento.
Los italianos no supieron orientarse, e incluso se
perdieron antes de llegar a la frontera con Egipto. Como
era de esperar, las tropas británicas tuvieron que emprender
la retirada y, aunque no dejaron de combatir, se vieron
obligadas a abandonar Sidi Barrani, donde Graziani detuvo
el avance. Mussolini insistió en que debía continuar el
ataque por la carretera de la costa en dirección a Mersa
Matruh. Pero como los italianos estaban a punto de
empezar el asalto militar contra Grecia, las fuerzas de
Graziani no recibieron los pertrechos necesarios para
seguir avanzando.
Los alemanes ya le habían dicho en varias ocasiones a
Mussolini que se olvidara por el momento de Grecia. El 19
de septiembre, el Duce le había garantizado a Ribbentrop
que, antes de lanzar un ataque contra Grecia o contra
Yugoslavia, iba a conquistar Egipto. Daba la impresión de
que los italianos estaban de acuerdo con que el primer
objetivo debían ser los británicos. Pero al poco tiempo, el
8 de octubre, Mussolini se sintió ninguneado al enterarse
de que los alemanes estaban trasladando tropas a Rumania.
Su ministro de exteriores, el conde Ciano, había olvidado
decirle que Ribbentrop ya había informado de este hecho.
«Hitler sigue plantándome cara con hechos consumados»,
dijo el Duce a Ciano el 12 de octubre. «Pero esta vez voy a
pagarle con la misma moneda».18
Al día siguiente, Mussolini ordenó al Comando
Supremo de las fuerzas armadas que organizara
inmediatamente la invasión de Grecia desde la Albania
ocupada por Italia. Ninguno de sus altos oficiales, en
particular el jefe de las tropas en Albania, el general
Sebastiano Visconti Prasca, tuvo el coraje de advertir a
Mussolini de los enormes problemas logísticos
(transporte, aprovisionamiento, etc.) que tendría una
campaña en las montañas del Epiro en pleno invierno. Los
preparativos fueron caóticos. Buena parte de las fuerzas
armadas italianas estaban siendo desmovilizadas,
principalmente por razones económicas. Así pues, hubo
que volver a formar aquellas unidades con un número
escaso de efectivos. Para la operación eran necesarias
veinte divisiones, pero trasladar a la mayoría de ellas al
otro lado del Adriático requería tres meses. Mussolini
pretendía lanzar su ataque el 26 de octubre, esto es, en
menos de dos semanas.
Los alemanes se enteraron de todos esos preparativos,
pero creyeron que no iba a producirse ningún ataque contra
Grecia hasta que los italianos entraran en Egipto y
capturaran Mersa Matruh. Hitler estaba en su tren blindado,
de regreso de sus entrevistas con Franco y con Pétain,
cuando le fue comunicado que habían comenzado los
preparativos para una invasión de Grecia. En vez de seguir
viaje a Berlín, el Sonderzug dio media vuelta para dirigirse
hacia el sur, a Florencia, ciudad a la que, siguiendo
instrucciones del ministro de exteriores alemán, debía
acudir urgentemente Mussolini para encontrarse con el
Führer.
A primera hora de la mañana del 28 de octubre, poco
antes de entrevistarse con Mussolini, Hitler recibió la
noticia de que la invasión italiana de Grecia acababa de
empezar. El Führer se puso hecho una furia. Intuyó que el
Duce recelaba de la influencia alemana en los Balcanes y
pronosticó que los italianos se encontrarían con una
sorpresa muy desagradable. Lo que más temía era que
aquella acción provocara el traslado de tropas británicas a
Grecia, lo cual iba a permitir que los ingleses dispusieran
de una base desde la que emprender el bombardeo de los
yacimientos petrolíferos de Ploesti en Rumania. Además,
la irresponsabilidad de Mussolini podía incluso poner en
peligro la Operación Barbarroja. Sin embargo, Hitler ya
había dominado su enfado cuando el Sonderzug llego a
Florencia y se detuvo en el andén en el que Mussolini
aguardaba su llegada. Al final, durante la conversación que
mantuvieron en Palazzo Vecchio, los dos líderes apenas
tocaron el tema de la invasión de Grecia, excepto cuando
Hitler ofreció al Duce dos divisiones, una aerotransportada
y otra paracaidista, para impedir que los británicos pudieran
ocupar la isla de Creta.
A las 03:00 de aquella mañana, el embajador italiano en
Atenas había presentado al dictador griego, el general
Ioannis Metaxas, un ultimátum que expiraba al cabo de tres
horas. La respuesta de Metaxas fue simplemente un
rotundo «¡No!», pero, en realidad, el régimen fascista no
tenía el más mínimo interés en conocer su aceptación o su
rechazo: la invasión, con ciento cuarenta mil efectivos,
empezó dos horas y quince minutos más tarde.
En masa, las tropas italianas comenzaron su avance.
No llegaron muy lejos. Los dos últimos días había llovido
intensamente. Los torrentes y los ríos habían derribado
varios puentes, y los griegos, que estaban perfectamente al
corriente de aquel ataque —que había sido un secreto a
voces en Roma—, se habían encargado de volar los demás.
Y las carreteras sin asfaltar resultaron prácticamente
intransitables por la gran acumulación de barro.
Los griegos, que no sabían si también los búlgaros
iban a lanzar un ataque por el noreste, tuvieron que dejar
cuatro divisiones en Macedonia oriental y Tracia. Para
repeler el ataque de los italianos desde Albania,
establecieron una línea defensiva que, pasando por los
montes Grammos y siguiendo el curso del río Thyamis, iba
desde el lago Prespa, junto a la frontera con Yugoslavia,
hasta la zona de la costa situada frente al extremo
meridional de Corfú. Los helenos carecían de carros
blindados y de cañones antitanque. Tenían pocos aviones
modernos. Pero contaban con un valioso activo: la furia,
mundialmente conocida, de sus soldados, decididos a
repeler el ataque de los que llamaban, con desprecio,
macaronides.19 Incluso en la comunidad griega de
Alejandría se encendió el fervor patriótico. Unos catorce
mil hombres zarparon rumbo a Grecia para entrar en
combate, y la cantidad de dinero que se recogió en esa
ciudad para ayudar en la guerra superó el presupuesto de
defensa de todo Egipto.20
Los italianos reanudaron su ofensiva el 5 de
noviembre, pero solo consiguieron abrirse paso hasta la
costa y el norte de Konitsa, donde la División Julia de
alpinos avanzó unos veinte kilómetros. Sin embargo, esta
formación, una de las mejores de Italia, no recibió apoyo
suficiente y enseguida quedó prácticamente rodeada. Solo
una parte de sus efectivos logró escapar, y el general
Prasca ordenó que sus tropas tomaran posiciones
defensivas a lo largo de aquel frente de ciento cuarenta
kilómetros. Viéndose obligado a enviar contingentes de
refuerzo a Albania, el Comando Supremo en Roma tuvo que
aplazar el ataque a Egipto. Las declaraciones jactanciosas
de Mussolini en el sentido de que iba a invadir Grecia en
menos de quince días resultaron tan absurdas como
rimbombantes, aunque el Duce seguiría convencido de su
futura victoria. A Hitler no le sorprendió aquella
humillación a su aliado, pues ya había pronosticado que los
griegos iban a ser mejores soldados que los italianos. El
general Alexandros Papagos, jefe del estado mayor griego,
ya estaba llegando con sus propias fuerzas de reserva para
preparar una contraofensiva.
El orgullo de los italianos sufrió otro duro golpe la
noche del 11 de noviembre, cuando la Marina Real
británica atacó la base naval de Taranto con los aparatos
Fairey Swordfish del portaviones Illustrious y una escuadra
compuesta de cuatro cruceros y otros tantos destructores.
Tres acorazados italianos, el Littorio, el Cavour y el
Duilio fueron alcanzados por los torpedos, mientras que
los ingleses solo perdieron dos Swordfish. El Cavour se
fue a pique. Al almirante sir Andrew Cunningham,
comandante en jefe de la flota del Mediterráneo, no le
quedó la menor duda de que poco había que temer de la
marina italiana.
El 14 de noviembre, el general Papagos lanzó su
contraofensiva, seguro de su superioridad numérica en el
frente albanés mientras no llegaran tropas de refuerzo
italianas. Sus hombres, con gran coraje y arrojo, empezaron
a avanzar. A finales de año, los griegos habían conseguido
que el invasor tuviera que replegarse al otro lado de la
frontera, adentrándose entre cincuenta y setenta kilómetros
en el interior de Albania. La llegada de refuerzos italianos,
que supuso que las fuerzas del Duce contaran con un
contingente de cuatrocientos noventa mil efectivos en
suelo albanés, de poco sirvió. Cuando Hitler comenzó la
invasión de Grecia en el mes de abril del año siguiente,
unos cuarenta mil italianos habían perdido la vida en el
campo de batalla, y ciento catorce mil —entre heridos,
enfermos y víctimas de distintos grados de congelación—
habían engrosado su lista de bajas.21 Las aspiraciones de
Italia de erigirse en potencia mundial se habían visto
frustradas. Cualquier idea de llevar a cabo una «guerra
paralela» se había convertido en un proyecto irrealizable.
Mussolini ya no sería aliado de Hitler, sino un simple
subordinado.
La debilidad militar crónica de Italia volvió a ponerse
inmediatamente de manifiesto en Egipto. El general sir
Archibald Wavell, comandante en jefe en Oriente Medio,
encargado de velar por la defensa de esta región y por la del
norte y el este de África, tenía unas responsabilidades
verdaderamente abrumadoras. En un principio, había
contado con solo treinta y seis mil hombres en Egipto para
enfrentarse a los doscientos quince mil efectivos del
ejército italiano en Libia. En el sur, el duque de Aosta
estaba al mando de doscientos cincuenta mil hombres,
muchos de los cuales habían sido reclutados entre la
población local. No obstante, pronto comenzaron a llegar a
Egipto tropas de refuerzo —tanto británicas como de la
Commonwealth— para ponerse a las órdenes de Wavell.
Wavell, un hombre taciturno e inteligente, amante de
la poesía, no inspiraba la confianza de Churchill. Al
belicoso primer ministro británico le gustaban los tipos
beligerantes, especialmente en Oriente Medio, donde los
italianos eran sumamente vulnerables. Y Churchill ya
comenzaba a impacientarse. No quería darse cuenta de la
«pesadilla» que suponía para la intendencia una guerra en el
desierto. Wavell, temeroso de que el primer ministro
pudiera interferir en sus planes, no le dijo a Churchill que
ya estaba preparando un plan para contraatacar, la llamada
Operación Compass. Solo se lo comunicó a Anthony Edén
cuando este le solicitó el armamento que necesitaban
desesperadamente los británicos para poder ayudar a los
griegos. Según cuenta Churchill, cuando Edén regresó a
Londres y le informó del plan de Wavell, el primer
ministro, feliz, «ronroneó como seis gatos juntos».22
Inmediatamente instó a Wavell a lanzar su ataque a la mayor
brevedad posible, dándole como máximo un mes de plazo.
El comandante de la Fuerza del Desierto Occidental
era el teniente general Richard O'Connor. Enjuto y fuerte,
este decidido militar tenía a sus órdenes la 7.ª División
Acorazada y la 4.ª División India, que mandó desplegar a
unos cuarenta kilómetros al sur de la principal posición
italiana en Sidi Barrani. Un destacamento más reducido, la
llamada Fuerza Selby, ocupó desde Mersa Matruh la
carretera de la costa para avanzar hacia Sidi Barrani desde
el oeste. Varios navíos de la Marina Real navegaban cerca
del litoral, preparados para apoyar la operación con sus
cañones. O'Connor ya se había encargado de ocultar
depósitos de municiones y pertrechos en escondites
avanzados.
Como se sabía que los italianos disponían de
numerosos agentes en El Cairo, incluso en el círculo del
propio rey Faruk, resultaba muy difícil mantener toda
aquella operación en secreto. Así pues, para que todo el
mundo creyera que no estaba planeando nada, el general
Wavell, acompañado de su esposa e hijas, acudió a las
carreras de Gezira justo antes de que comenzara la batalla.
Aquella noche dio una fiesta en el club privado del
hipódromo.
Cuando a primera hora del 9 de diciembre se dio
inicio a la Operación Compass, los británicos pudieron
comprobar que habían logrado su objetivo de sorprender a
las fuerzas enemigas. En menos de treinta y seis horas, la
División India, con su punta de lanza formada por los carros
blindados Matilda del 7.° Regimiento Real de Tanques,
conquistó las principales posiciones italianas situadas en
las inmediaciones de Sidi Barrani. Un destacamento de la
7.ª División Acorazada se dirigió al noroeste para cortar la
carretera que unía Sidi Barrani y Buqbuq, mientras el
grueso de la formación se lanzaba al ataque contra la
División Catanzaro en los alrededores de Buqbuq. La 4.ª
División India capturó Sidi Barrani a última hora del 10 de
diciembre, y cuatro divisiones italianas presentes en la
zona se rindieron al día siguiente. Buqbuq también fue
capturada, y la División Catanzaro destruida.
Solo la División de Infantería Cirene, que se
encontraba a unos cuarenta kilómetros al sur, consiguió
escapar replegándose a toda prisa al paso montañoso de
Halfaya.
Las tropas de O'Connor habían obtenido una victoria
aplastante. Aunque habían sufrido seiscientas veinticuatro
bajas, habían capturado treinta y ocho mil trescientos
soldados enemigos, doscientos treinta y siete cañones y
setenta y tres carros de combate. O'Connor quería pasar
inmediatamente a la siguiente fase de la operación, pero
tuvo que esperar. Buena parte de la 4.ª División India fue
trasladada a Sudán para repeler el ataque de las fuerzas del
duque de Aosta en Abisinia. En sustitución de esos
hombres llegó una avanzadilla de la 6.ª División
Australiana, su 16.ª Brigada de Infantería.
El puerto libio de Bardia, situado junto a la frontera
con Egipto, era el objetivo principal. Siguiendo
instrucciones de Mussolini, el mariscal Graziani concentró
seis divisiones en sus alrededores. La infantería de
O'Connor atacó el 3 de enero de 1941, con el apoyo de sus
últimos Matilda. Tres días más tarde, los italianos se
rindieron a la 6.ª División Australiana, que hizo cuarenta y
cinco mil prisioneros y capturó cuatrocientos sesenta y
dos cañones de campaña y ciento veintinueve carros de
combate. El comandante italiano, el general Annibale
Bergonzoli, apodado «barba eléctrica» por el erizado pelo
que cubría su mentón, consiguió huir, dirigiéndose hacia el
oeste. En las filas de los atacantes hubo solo ciento treinta
muertos y trescientos veintiséis heridos.
Mientras tanto, la 7.ª División Acorazada había
comenzado el avance hacia Tobruk. Desde Bardia salieron
inmediatamente dos brigadas australianas para unirse al
asedio de esa ciudad. Tobruk también cayó, lo que supuso
para las fuerzas británicas la captura de otros veinticinco
mil prisioneros, doscientos ocho cañones, ochenta y siete
vehículos blindados y catorce prostitutas del ejército
italiano que fueron enviadas a un convento de Alejandría
donde languidecerían miserablemente durante el resto de la
guerra. O'Connor quedó desconcertado cuando se enteró de
que el ofrecimiento de fuerzas de tierra y de aviones a
Grecia por parte de Churchill ponía en grave peligro las
ulteriores fases de su ofensiva. Por fortuna, Metaxas
declinó la oferta. En su opinión, con el envío de un número
de divisiones inferior a nueve simplemente se corría el
peligro de provocar una intervención de los alemanes sin
esperanzas de poder repelerla.
El imperio italiano de África Oriental siguió
desmoronándose irremisiblemente. El 19 de enero, con la
4.ª División India en Sudán dispuesta a entrar, la fuerza del
general William Platt se lanzó contra el ejército del duque
de Aosta, aislado y mal pertrechado en Abisinia. Dos días
después, se produjo el regreso del emperador Haile
Selassie, que llegó acompañado del comandante Orde
Wingate para unirse a la liberación de su país. Y en el sur,
un contingente a las órdenes del general Alan Cunningham
lanzó un ataque desde Kenia. El ejército del príncipe
italiano, ahogado por la falta de provisiones, apenas pudo
oponer resistencia.
En Libia, O'Connor decidió poner el máximo empeño en
atrapar al grueso del ejército italiano concentrado en la
costa de Cirenaica. Con esta finalidad, envió a la 7.ª
División Acorazada al golfo de Sirte, al sur de Bengasi.
Pero esta formación disponía en aquellos momentos de
solo ciento cuarenta y cinco tanques en funcionamiento, y
la situación de los abastecimientos era desesperada, pues
las líneas de comunicación se extendían a lo largo de más
de mil trescientos kilómetros hasta la ciudad de El Cairo.
O'Connor ordenó que la división se detuviera cerca de un
bastión italiano en Mechili, al sur del macizo de Jebel
Akhdar. Pero poco después las patrullas de vehículos
blindados y los aviones de la RAF observaron indicios de
una gran retirada. El mariscal Graziani había comenzado la
evacuación de todas las tropas italianas presentes en
Cirenaica.
El 4 de febrero, comenzó muy en serio lo que los
regimientos de caballería llamarían «la carrera con
hándicap de Bengasi». Con el 11.° Regimiento de Húsares
al frente, la 7.ª División Acorazada avanzó por aquellos
inhóspitos territorios para atrapar a los hombres que
quedaban del X Ejército italiano antes de que lograran
escapar. La 6.ª División australiana, tras perseguir por la
costa a las fuerzas enemigas en retirada, entró en Bengasi
el 6 de febrero.
Cuando se enteró de que los italianos estaban
evacuando Bengasi, el general Michael Creagh de la 7.ª
División Acorazada ordenó que una columna avanzara para
acorralarlos en Beda Fomm. Este destacamento, el 11.° de
Húsares, el 2.° Batallón de la Brigada de Fusileros y tres
baterías de la Royal Horse Artillery alcanzaron la carretera
justo a tiempo. Ante unos veinte mil italianos desesperados
por escapar, temieron verse superados por tan gran número
de hombres. Pero cuando parecía que iban a quedar aislados
en la zona del interior, llegaron los tanques ligeros del 7.°
de Húsares. Los carros de combate británicos cargaron
contra el flanco izquierdo de los italianos en huida,
provocando el pánico y el caos. La intensidad de los
combates solo disminuyó cuando comenzó a caer la noche.
La batalla se reanudó al amanecer, con la llegada de
más tanques italianos. Pero la columna destacada de los
británicos también empezó a recibir refuerzos con la
aparición de los primeros escuadrones de la 7.ª División
Acorazada. En su afán por seguir adelante, más de ochenta
tanques italianos fueron destruidos. Mientras tanto, los
australianos que avanzaban desde Bengasi comenzaron a
ejercer más presión por la retaguardia. El 7 de febrero,
después de ver cómo se frustraba su último intento por
escapar, el general Bergonzoli se rindió al teniente coronel
John Combe del 11.° Regimiento de Húsares. Muerto el
general Tellera, «barba eléctrica» era el único alto oficial
del X Ejército que seguía vivo.
La vista no llegaba a alcanzar hasta dónde se extendía
aquel número ingente de soldados italianos que, exhaustos
y abatidos, permanecían sentados y acurrucados bajo la
intensa lluvia. Se cuenta que, cuando le preguntaron por
radio cuántos prisioneros habían hecho, uno de los
subalternos de Combe respondió, con la despreocupación y
el desparpajo propios de los soldados de caballería: «¡Oh!,
diría que varias hectáreas». Cinco días más tarde, llegó a
Trípoli el Generalleutnant Erwin Rommel, acompañado
por las tropas de avanzadilla de la formación que pasaría a
la historia con el nombre de Afrika Korps.
10
LA GUERRA DE LOS
BALCANES DE HITLER
(marzo-mayo de 1941)
Tras darse cuenta de que había fracasado en todos sus
intentos por derrotar a Gran Bretaña, Hitler decidió
concentrarse en el que era el objetivo principal de su
existencia. Pero antes de lanzarse a la invasión de la Unión
Soviética, estaba firmemente decidido a asegurar sus dos
flancos. Empezó negociaciones con Finlandia, pero lo más
importante era controlar los Balcanes en el sur. Los
yacimientos petrolíferos de Ploesti proporcionarían el
combustible necesario para sus divisiones panzer, y el
ejército rumano del mariscal Antonescu ofrecería
potencial humano. Como la Unión Soviética también
consideraba que el sureste de Europa pertenecía a su esfera
de influencia, el Führer era perfectamente consciente de
que debía actuar con muchísima precaución para no
provocar a Stalin antes de poner en marcha su plan.
Con su desastroso ataque contra Grecia, Mussolini
había conseguido precisamente lo que Hitler más temía:
una presencia militar británica en el sureste de Europa. En
abril de 1939 Gran Bretaña había garantizado su apoyo a
Grecia, y en virtud de ese compromiso el general Metaxas
había pedido ayuda. Los ingleses ofrecieron cazas —los
primeros escuadrones de la RAF llegaron a Grecia la
segunda semana de noviembre de 1940—, y un contingente
de tropas británicas desembarcó en Creta para encargarse
de la defensa de la isla y permitir que los soldados griegos
pasaran al frente albanés. Hitler se alarmó ante la
posibilidad de que los bombarderos británicos utilizaran
los aeródromos griegos para lanzar ataques contra los
yacimientos petrolíferos de Ploesti, y pidió al gobierno
búlgaro que estableciera inmediatamente puestos de
vigilancia a lo largo de su frontera. Sin embargo, Metaxas,
que no quería provocar a la Alemania nazi, insistió en que
no se bombardearan los pozos de Ploesti. Grecia podía
enfrentarse al ejército italiano, pero no a la Wehrmacht.
Hitler, no obstante, ya había comenzado a considerar
la posibilidad de invadir Grecia, en parte para poner fin a la
humillación sufrida por Italia, que repercutía negativamente
en el conjunto de las fuerzas del Eje, pero sobre todo para
proteger Rumania. El 12 de noviembre ordenó que el OKW
preparara un plan de invasión a través de Bulgaria con el fin
de asegurar la costa septentrional del Egeo. Dicho plan
recibió el nombre de Operación Marita. A la Luftwaffe y a
la Kriegsmarine no les costó convencer al Führer de incluir
en la campaña toda la Grecia continental.
La Operación Marita debía ser la culminación de la
Operación Félix, el ataque contra Gibraltar en la primavera
de 1941, y de la ocupación del noroeste de África con dos
divisiones. Movido por el temor de que las colonias
francesas acabaran abandonando al régimen de Vichy,
Hitler ordenó que se preparara un plan de emergencia para
poner en marcha la Operación Atila, esto es, la captura de
las posesiones y la flota de Francia. Estas acciones debían
ser llevadas a cabo de forma despiadada si se oponía la más
mínima resistencia.
Como Gibraltar era fundamental para la presencia de
los británicos en el Mediterráneo, Hitler pensó en enviar al
almirante Canaris, jefe de la Abwehr, a entrevistarse con
Franco. Su misión consistía en llegar a un acuerdo para que
las tropas alemanas pudieran transitar por las carreteras del
levante español en el mes de febrero. Pero pronto se vería
que la seguridad de Hitler en que Franco aceptara
finalmente entrar en la guerra al lado de las fuerzas del Eje
era demasiado optimista. El «Caudillo» dejó «bien claro
que solo entraría en la guerra cuando fuera inminente la
caída de Gran Bretaña».1 Hitler estaba decidido a no
abandonar este proyecto, pero frustrados temporalmente
sus planes en el Mediterráneo occidental, centró su
atención en el flanco sur para poner en marcha la
Operación Barbarroja.
El 5 de diciembre de 1940, Hitler puso de manifiesto su
intención de enviar únicamente dos grupos de la Luftwaffe
a Sicilia y al sur de Italia para atacar las fuerzas navales
británicas del Mediterráneo oriental. En aquellos
momentos, era contrario a la idea de trasladar tropas de
tierra a Libia para apoyar a los italianos. Sin embargo, la
segunda semana de enero de 1941, el éxito abrumador de
las tropas de O'Connor en su avance lo obligó a
replantearse la situación. Libia le importaba muy poco,
pero si Mussolini era derrocado como consecuencia de la
derrota, las fuerzas del Eje sufrirían un duro golpe que
daría nuevos ánimos a sus enemigos.
Se vio aumentada la presencia de la Luftwaffe en
Sicilia con la llegada de todos los efectivos del X
Fliegerkorps, y la 5.ª División Ligera recibió la orden de
prepararse para dirigirse al norte de África. Pero el 3 de
febrero saltó una alarma: era evidente que Tripolitania
también estaba en peligro. Hitler ordenó el traslado a la
zona de una formación que debía ponerse a las órdenes del
Generalleutnant Rommel, al que conocía muy bien por las
campañas de Polonia y Francia. La unidad recibiría el
nombre de Deutsches Afrika-Korps, y la operación se
llamaría Sonnenblume («Girasol»).
Mussolini no tuvo más remedio que acceder a que
Rommel asumiera el mando efectivo de las fuerzas
italianas. Rommel mantuvo una serie de entrevistas en
Roma el 10 de febrero, y dos días más tarde voló a Trípoli.
Enseguida descartó todos los planes italianos para la
defensa de la ciudad. Quería que el frente avanzara para
situarse cerca de Sirte hasta que sus tropas desembarcaran,
pero pronto se dio cuenta de que esa operación requería su
tiempo. La 5.ª División Ligera no estaría preparada para
entrar en acción hasta comienzos de abril.
En Sicilia, mientras tanto, el X Fliegerkorps
bombardeaba la isla de Malta, especialmente los
aeródromos y la base naval de La Valeta, y atacaba los
convoyes británicos que divisaba navegando por el
Mediterráneo. La Kriegsmarine también trató de convencer
a la marina italiana de que sus navíos abrieran fuego contra
la flota británica del Mediterráneo, pero hasta finales de
marzo de poco le sirvieron todos sus argumentos.
Durante los tres primeros meses de 1941 fueron
desarrollándose los preparativos para poner en marcha la
Operación Marita, esto es, la invasión de Grecia. Varias
formaciones del XII Ejército, a las órdenes del
Generalfeldmarschall Wilhelm List, cruzaron Hungría
hasta llegar a Rumania. Estos dos países tenían gobiernos
anticomunistas, y se habían convertido en aliados del Eje
tras unas enérgicas y efectivas negociaciones diplomáticas.
También había que ganarse a Bulgaria para que las fuerzas
alemanas pudieran cruzar su territorio. Stalin observaba
todos esos movimientos con mucho recelo. No le
convencían las reiteradas promesas nazis de que la
presencia alemana en la zona tenía como único objetivo
Gran Bretaña, pero poco podía hacer al respecto.
Los británicos, dándose cuenta perfectamente de la
concentración de tropas alemanas en la región del bajo
Danubio, decidieron actuar. Churchill, por razones de
credibilidad de su país, y con la esperanza de impresionar a
los estadounidenses, ordenó a Wavell que se olvidara de la
idea de avanzar hacia Tripolitania y enviara tres divisiones a
Grecia. Acababa de fallecer Metaxas, y el nuevo primer
ministro, Alexandros Koryzis, viendo claramente la
amenaza alemana, estaba dispuesto a aceptar cualquier
ayuda por pequeña que fuera. Ni Wavell ni el almirante
Cunningham creían que esa fuerza expedicionaria sería
capaz de detener el avance alemán, pero como Churchill
consideraba que estaba en juego el honor de Gran Bretaña,
y Edén estaba completamente convencido de que aquel era
el camino correcto, el 8 de marzo no tuvieron más remedio
que ceder y acatar las órdenes recibidas. De hecho, más de
la mitad de los cincuenta y ocho mil efectivos que se
trasladaron a Grecia para cumplir la promesa de ayuda de
los británicos eran australianos y neozelandeses. Eran las
formaciones que había disponibles más cerca de la zona,
aunque más tarde esta decisión daría lugar a un gran
resentimiento en las antípodas.
El comandante de la fuerza expedicionaria fue el
general sir Maitland Wilson, apodado «Jumbo» por su
físico robusto y su elevada estatura. Wilson no se hacía
falsas ilusiones con la batalla que le esperaba. Tras celebrar
una reunión con el ministro plenipotenciario británico en
Grecia, sir Michael Palairet, en la que este le expuso la
situación con una gran dosis de optimismo, a Maitland se le
oyó decir: «Bueno, no sé. Yo ya he pedido que preparen
mis mapas del Peloponeso».2 Esta región situada en el
extremo meridional de Grecia continental era el lugar del
que debían ser evacuadas sus tropas si se producía una
derrota. Los oficiales de rango superior creían que la
aventura en Grecia podía convertirse en «otra Noruega».
Por otra parte, los oficiales australianos y neozelandeses
más jóvenes extendían entusiasmados los mapas de los
Balcanes para estudiar posibles rutas de invasión a través de
Yugoslavia en dirección a Viena.
La Fuerza W de Wilson se preparó para repeler una
invasión alemana por Bulgaria. Tomó posiciones a lo largo
de la línea Aliakmon, que dibujaba una diagonal desde la
frontera yugoslava hasta la costa del Egeo, al norte del
monte Olimpo. La 2.ª División neozelandesa del general
Bernard Freyberg se situó a la derecha, y la 6.ª División
australiana a la izquierda, mientras que la 1.ª Brigada
Acorazada británica se colocó delante a modo de parapeto.
Los soldados aliados recordarían aquellas largas jornadas
de espera como idílicas. Aunque arreciaba el frío por las
noches, el tiempo era espléndido, las montañas estaban
cubiertas de flores silvestres y los aldeanos griegos no
habrían podido ser más generosos y amables.
Mientras las tropas británicas y las de la
Commonwealth presentes en Grecia esperaban la llegada
del invasor alemán, la Kriegsmarine insistía en que la
Armada italiana debía atacar la flota británica para distraer
su atención de los buques que trasladaban a los hombres de
Rommel al norte de África. Los italianos recibirían el
apoyo del X Fliegerkorps en el sur de Italia, y se les animó
a tomar represalias por el bombardeo de Genova por parte
de la Marina Real inglesa.
El 26 de marzo, la Armada italiana se hizo a la mar con
el acorazado Vittorio Véneto, seis cruceros pesados, dos
ligeros y trece destructores. Cunningham, que tuvo noticia
de esta amenaza gracias a una interceptación Ultra de un
mensaje de la Luftwaffe, decidió utilizar las naves
disponibles necesarias para enfrentarse a aquel enemigo: su
propia Fuerza A, con los acorazados Warspite, Valiant y
Barham, el portaaviones Formidable y nueve destructores,
así como la Fuerza B, con cuatro cruceros ligeros y otros
tantos destructores.
El 28 de marzo, un hidroavión del Vittorio Véneto
avistó los cruceros de la Fuerza B. La escuadra del
almirante Angelo Iachino salió tras ellos. El comandante
italiano ignoraba la presencia de naves de Cunningham al
este de Creta y al sur del cabo de Matapán. Del Formidable
despegaron aviones torpederos para atacar al Vittorio
Véneto, que al final logró escapar. Un segundo grupo aéreo
causó graves daños en el crucero pesado Pola, obligándolo
a detener sus motores. Otros barcos italianos recibieron la
orden de acudir en su ayuda, brindando así una nueva
oportunidad a los británicos. El intenso fuego de su
artillería mandó a pique tres cruceros pesados, incluido el
Pola, y dos destructores del enemigo. Aunque Cunningham
sintió una profunda decepción porque se le había escapado
de las manos el Vittorio Véneto, la batalla del cabo de
Matapán supondría una gran victoria psicológica para los
hombres de la Marina Real británica.
El asalto a Grecia de los alemanes estaba previsto que
comenzara en los primeros días de abril, pero,
inesperadamente, estalló una crisis en Yugoslavia. Hitler
había tratado de ganarse a este país, especialmente a su
regente, el príncipe Pablo, en el curso de la ofensiva
diplomática puesta en marcha para asegurarse el control de
los Balcanes antes de iniciar la Operación Barbarroja, esto
es, la invasión de la Unión Soviética. Pero entre la
población había comenzado a crecer un sentimiento de
hostilidad hacia los alemanes, debido en gran medida a las
continuas presiones por parte del gobierno nazi para
quedarse con todos sus recursos. En repetidas ocasiones,
Hitler había instado al gobierno de Belgrado a unirse al
Pacto Tripartito, y el 4 de marzo, el Führer y Ribbentrop
presionaron descaradamente al príncipe Pablo en este
sentido.
Las autoridades yugoslavas iban dando largas,
conscientes de la creciente oposición de su pueblo, pero
Berlín no cejaba en su empeño. Finalmente, el 25 de
marzo, el príncipe Pablo y varios representantes del
gobierno suscribieron el Pacto Tripartito en la ciudad de
Viena. Dos días más tarde, un grupo de oficiales serbios
dio un golpe de estado en Belgrado. El príncipe Pablo
firmó su renuncia a la regencia, y subió al trono el joven
rey Pedro II. La capital yugoslava se convirtió en un
escenario de manifestaciones contra Alemania, llegándose
incluso a atacar el coche del ministro plenipotenciario
germano. Hitler, según cuenta su intérprete, «clamó
venganza».3 Estaba convencido de que los británicos tenían
mucho que ver con aquel golpe. Mandó llamar
inmediatamente a Ribbentrop, que estaba entrevistándose
con el ministro de asuntos exteriores japonés, al que
acababa de proponer la conquista de Singapur por parte de
la Armada Imperial. Luego el Führer ordenó que el OK.W
preparara un plan de invasión. No habría previamente
ningún ultimátum ni ninguna declaración oficial de guerra.
La Luftwaffe simplemente debía atacar Belgrado lo antes
posible. La operación se llamaría Strafgericht, «Castigo».
Hitler consideró el golpe en Belgrado del 27 de
marzo una «prueba decisiva» de la «conspiración de los
belicistas anglosajones judíos y de los judíos que ostentan
el poder en los cuarteles generales bolcheviques de
Moscú».4 Incluso llegó a convencerse de que constituía un
verdadero ultraje, una infame violación del pacto germanosoviético de amistad, que él mismo ya tenía planeado
romper.
Aunque las autoridades yugoslavas habían declarado
Belgrado «ciudad abierta», Strafgericht se puso en marcha
el domingo de Ramos, 6 de abril. Durante dos largos días,
la Cuarta Flota Aérea alemana se dedicó a bombardear la
ciudad. Es imposible precisar cuántos muertos hubo entre
la población civil. Los cálculos oscilan entre los mil
quinientos y los treinta mil, siendo lo más probable que el
número verdadero se sitúe a medio camino entre estas dos
cifras.5 El gobierno yugoslavo firmó inmediatamente un
pacto con la Unión Soviética, pero Stalin se abstuvo de
intervenir para no provocar a Hitler.
Mientras la Luftwaffe bombardeaba Belgrado con
quinientos aviones aquel domingo de Ramos, el ministro
plenipotenciario de Alemania en Atenas comunicaba al
primer ministro griego que fuerzas de la Wehrmacht
procederían a la invasión de su país debido a la presencia de
tropas británicas en el territorio. Koryzis respondió que
Grecia iba a defenderse. El 6 de abril, justo antes de que
amaneciera, el XII Ejército de List empezó una serie de
ataques simultáneos en el sur de Grecia y el oeste de
Yugoslavia. «A las 05:30 comienza la ofensiva contra
Yugoslavia», escribió en su diario un Gefreiter de la 11.ª
División Panzer. «Los carros blindados ya están avanzando.
La artillería ligera abre fuego, la artillería pesada entra en
acción. Aparecen los aviones de reconocimiento, luego
cuarenta Stukas bombardean las posiciones, el cuartel arde
en llamas... una imagen magnífica al amanecer».6
A primera hora de aquella misma mañana, el
comandante del VIII Cuerpo Aéreo, el general Wolfram
von Richthofen, célebre por su arrogancia, contemplaba el
ataque de la 5.ª División de Montaña en el paso de Rupel,
cerca de la frontera yugoslava, y observaba cómo sus
aviones entraban en acción. «En el puesto de mando a las
04:00», anotó en su diario. «Cuando comienza a clarear, la
artillería abre fuego. Potentes fuegos de artificio. Luego
las bombas. Me asalta la idea de si no estaremos tratando a
los griegos con demasiados honores».7 Pero la 5.ª División
de Montaña recibió una desagradable sorpresa cuando los
aviones de Richthofen comenzaron a bombardearla por
error. Por si fuera poco, los griegos demostraron mucha
más tenacidad que la que había imaginado el soberbio
general alemán.
El ejército yugoslavo, que fue movilizado a toda prisa
y carecía de cañones antitanque y de baterías antiaéreas,
poco podía hacer frente al poderío de la Luftwaffe y las
divisiones panzer. Los alemanes comprobaron que las
unidades serbias resistían con mayor determinación que las
de los croatas y los macedonios, que a menudo se rendían a
la menor oportunidad. Una columna de mil quinientos
prisioneros fue atacada por error por los bombarderos en
picado alemanes, matando a un «número espeluznante» de
ellos. «¡Así es la guerra!», comentaría Richthofen a
propósito del incidente.8
La invasión de Yugoslavia supuso un peligro añadido,
e inesperado, para la línea defensiva Aliakmon. Si, como
era de esperar, los alemanes entraban por el valle de
Monastir, próximo a Florina, las posiciones aliadas se
verían rápidamente rodeadas. En previsión de esta amenaza,
había que desplazar la línea Aliakmon para alejarla más de
la frontera.
Hitler quería aislar y destruir a la fuerza
expedicionaria aliada enviada a Grecia. Ignoraba que el
general Wilson contaba con una ventaja secreta. Por
primera vez, las interceptaciones Ultra podían proporcionar
información sobre los movimientos de la Wehrmacht a un
comandante en el campo de batalla. Sin embargo, tanto el
mando griego como el británico quedaron consternados
por la rapidez con la que se hundió el ejército yugoslavo,
que solo mató a ciento cincuenta y un alemanes en toda la
campaña.
Las fuerzas griegas encargadas de la defensa de la
línea Metaxas, situada cerca de la frontera con Bulgaria,
combatieron con gran arrojo, pero al final una parte del
XVIII Cuerpo de Montaña alemán consiguió abrir una
brecha en ese frente por el extremo suroriental de
Yugoslavia, dejando expedito el camino a Salónica. La
mañana del 9 de abril, Richthofen recibió la «sorprendente
noticia»9 de que la 2.ª División Panzer había llegado a las
inmediaciones de dicha ciudad. Pero los griegos siguieron
organizando contraofensivas cerca del paso de Rupel,
obligando a Richthofen, que ya había empezado a respetar
al enemigo, a desviar bombarderos para repelerlas.
Al sur de Vevi, la 1.ª Brigada Acorazada británica se
encontró el 11 de abril ante una parte de la SS
Leibstandarte Adolf Hitler. Gerry de Winton, comandante
del batallón de transmisiones, recordaría aquella escena en
el valle poco antes del anochecer «como un cuadro de lady
Butler, con la puesta del sol a la izquierda, los alemanes
atacando frontalmente, y a la derecha los artilleros
colocados en formación de combate con sus armones».10
Una interceptación Ultra reveló que la actitud de los
aliados hacía mella en el enemigo. «Cerca de Vevi
Schutzstaffel Adolf Hitler encuentra férrea resistencia». 11
Sin embargo, hubo pocas acciones como esa. Las unidades
aliadas comenzaron a retroceder, retirándose de un paso de
montaña a otro, con los alemanes pisándoles siempre los
talones. Las unidades griegas, que carecían de medios de
transporte motorizados, no podían replegarse al mismo
ritmo, de modo que se abrió en la línea defensiva del frente
albanés un gran hueco entre la Fuerza W y el Ejército del
Epiro heleno.
Las columnas en retirada no solo sufrían constantes
ataques de la aviación enemiga, sino que se veían obligadas
a abandonar y destruir los tanques —y otros vehículos—,
incapaces de avanzar por aquellos caminos pedregosos.
Poco pudo hacer la RAF, con sus escasas escuadrillas de
cazas Hurricane, ante la aplastante superioridad numérica
de los Messerschmitt de Richthofen. Y durante la retirada,
a sus hombres, que tenían que replegarse de un aeródromo
improvisado a otro, les asaltaba constantemente el
recuerdo de la caída de Francia. Los pilotos alemanes que
saltaban en paracaídas cuando su avión era derribado
corrían el peligro de sufrir las iras de los aldeanos griegos
sedientos de venganza.
El 17 de abril, los yugoslavos capitularon. Invadidos
por el norte desde territorio austriaco, desde Hungría,
desde Rumania y también desde Bulgaria por el ejército de
List, sus escasas y desperdigadas fuerzas apenas habían
podido reaccionar a la agresión. La 11.ª División Panzer
estaba muy satisfecha de sí misma. «En menos de cinco
días, siete divisiones enemigas destruidas», anotó un
Gefreiter en su diario, «una gran cantidad de material
bélico capturado, treinta mil hombres hechos prisioneros,
Belgrado obligada a rendirse. Ínfimas nuestras pérdidas».12
Un integrante de la SS Das Reich se hacía la siguiente
pregunta: «¿Acaso creían los serbios que, con un ejército
pobre en efectivos, anticuado y mal entrenado, tenían
alguna posibilidad frente a la Wehrmacht alemana? ¡Es
como si una lombriz de tierra pretendiera engullir una boa
constrictor!».13
A pesar de la fácil victoria, Hitler deseaba vengarse de
la población serbia, a la que seguía considerando el
elemento terrorista responsable de la Primera Guerra
Mundial y todos sus males. Había que dividir Yugoslavia,
entregando pedazos de su territorio a los aliados húngaros,
búlgaros e italianos. Croacia, bajo un régimen fascista, se
convirtió en protectorado de Italia, y Alemania ocupó
Serbia. La dureza con la que los nazis tratarían a los serbios
resultaría sumamente contraproducente, pues dio lugar a
una guerra de guerrillas absolutamente brutal e interfirió en
la explotación de los recursos del país.
En Grecia, la retirada de las fuerzas aliadas y los helenos,
mezclados con yugoslavos refugiados, produjo imágenes
alucinantes. Una vez, en medio de una larga columna
militar, pudo verse a un playboy de Belgrado, con sus
zapatos bicolor, en un Buick biplaza descapotable,
acompañado de su amante. Y en otra ocasión, un oficial
militar pensó por un momento que estaba soñando cuando
vio, «bajo la luz de la luna, a un escuadrón de lanceros
serbios con sus largas capas, avanzando como fantasmas de
los derrotados en guerras de antaño».14
Cuando el ejército griego (a la izquierda) y la Fuerza
W (a la derecha) perdieron contacto, el general Wilson
ordenó una retirada a la línea de las Termopilas. El
repliegue pudo llevarse a cabo gracias a la valiente defensa
del valle del Tempe, en el curso de la cual la 5.ª Brigada de
Nueva Zelanda consiguió detener el avance de la 2.ª
División Panzer y la 6.ª División de Montaña durante tres
días. Pero una interceptación Ultra informó de que los
alemanes habían conseguido abrirse paso por la costa del
Adriático, y se dirigían al golfo de Corinto.
Para las tropas aliadas resultó muy embarazoso tener
que volar puentes y líneas ferroviarias durante su retirada,
pero la población local nunca dejó de tratarlos con gran
cordialidad y mucha comprensión. Aunque sus perspectivas
ante la llegada de la fuerza invasora eran muy negras, los
popes ortodoxos continuaban bendiciendo los vehículos de
los soldados en retirada, y las mujeres les entregaban
flores y pan. Ignoraban el cruel destino que les aguardaba.
En apenas unos pocos meses, la hogaza de pan costaría dos
millones de dracmas, y durante el primer año de ocupación
murieron de hambre más de cuarenta mil griegos.15
El 19 de abril, al día siguiente de que se suicidara el
primer ministro griego, el general Wavell voló hasta
Atenas para hablar de la situación. Debido a la
incertidumbre del momento, sus oficiales de estado mayor
acudieron a la cita armados con sus revólveres
reglamentarios. La decisión de evacuar a todas las tropas de
Wilson se tomó a la mañana siguiente. Aquel día, los
últimos quince Hurricane derribaron ciento veinte aparatos
alemanes en el cielo de Atenas. En el cuartel general de la
legación británica y de la Misión Militar, con sede en el
Hotel Grande Bretagne, se empezó a quemar documentos,
entre otros los más importantes, los mensajes Ultra.
Cuando corrió la noticia de la orden de evacuación, la
población local no dejó de vitorear a las tropas aliadas en
retirada. «¡Mucha suerte, y volved!», gritaban los griegos.
«¡Regresad con la victoria!» Muchos oficiales y soldados
hacían un esfuerzo por contener el llanto cuando pensaban
que dejaban a toda aquella gente abandonada a su suerte.
Solo tenían una cosa en la cabeza: partir a toda prisa en
medio de tanto caos. Con una fuerte retaguardia de
australianos y neozelandeses para frenar a los alemanes, los
restos de la Fuerza W consiguieron abrirse paso hasta los
lugares desde donde debían ser evacuados: unos hasta
Rafina y Porto Rafti, en el sur de Atenas, otros hasta la
costa meridional del Peloponeso. Los alemanes estaban
decididos a no permitir que tuviera lugar otro «Dünkirchen
— Wunder», o «Milagro de Dunkerque».16
Aunque el general Papagos y el rey Jorge II de Grecia
querían continuar con los combates mientras la fuerza
aliada expedicionaria siguiera en el continente, los
comandantes del Ejército del Epiro, que luchaba contra los
italianos, decidieron rendirse a los alemanes. El 20 de
abril, el general Georgios Tsolakoglou empezó las
negociaciones con el Generalfeldmarschall List, pero
puso una condición: que el ejército griego no tuviera que
tratar con los italianos. List aceptó. Cuando se enteró de
ello, Mussolini, furibundo, se quejó a Hitler, quien, una vez
más, no quiso que se humillara a su aliado. El Führer envió
al Generalleutnant Alfred Jodl del OKW a la ceremonia
de la rendición —a la que asistieron los oficiales italianos
—, en vez de encomendar esta tarea a List, que montó en
cólera.
El entusiasmo que suscitó aquella fácil victoria queda
patente en las palabras de un oficial de artillería de la 11.ª
División Panzer, quien, el 22 de abril, en una carta dirigida
a su esposa decía: «Cuando veía al enemigo, disparaba
contra él, sintiendo siempre un placer salvaje y real en el
combate. Ha sido una guerra alegre... Estamos bronceados
y seguros de la victoria. Es maravilloso pertenecer a una
división como esta».17 En sus reflexiones, un capitán de la
73.ª División de Infantería alemana decía que la paz llegaría
incluso a los Balcanes con un Nuevo Orden Europeo «de
modo que nuestros hijos no volverán a vivir ninguna otra
guerra».18 Inmediatamente después de la entrada en Atenas
de las primeras unidades alemanas el día 26 de abril, en lo
alto de la Acrópolis fue izada una enorme bandera con la
esvástica roja.
Ese mismo día, al amanecer, varias unidades
paracaidistas alemanas cayeron sobre el lado sur del canal
de Corinto para tratar de impedir la retirada de los aliados.
En unos encarnizados combates, sufrieron importantes
pérdidas a manos de un grupo de neozelandeses con sus
cañones Bofors y de unos cuantos tanques ligeros del 4.°
Regimiento de Húsares. Además, fracasaron en su objetivo
principal, la captura del puente. Los dos oficiales zapadores
que habían preparado su demolición consiguieron volver a
rastras y lo volaron.
Mientras los alemanes celebraban su victoria en el
Ática, seguía llevándose a cabo a un ritmo desesperado la
evacuación de las fuerzas de Wilson. Se utilizaron todos
los medios disponibles. Los bombarderos ligeros
Blenheim y los hidroaviones Sunderland pudieron despegar
con varios efectivos amontonados en los compartimentos
de las bombas y en las torretas. Caiques, vapores
volanderos y todo tipo de embarcaciones disponibles
pusieron rumbo a Creta. La Marina Real envió seis
cruceros y diecinueve destructores para proceder de nuevo
a la evacuación de un ejército derrotado. Las carreteras que
llevaban a los puertos del sur del Peloponeso quedaron
bloqueadas por los vehículos militares que habían sido
saboteados precipitadamente. Al final, de los cincuenta y
ocho mil hombres enviados a Grecia, solo catorce mil
cayeron prisioneros de los alemanes. Otros dos mil
murieron o resultaron heridos en los combates. En
términos de potencial humano, la derrota habría podido ser
mucho peor, pero la pérdida de vehículos blindados, de
camiones, de armas y de equipamiento supuso un duro
varapalo, sobre todo en un momento en el que Rommel
estaba avanzando hacia Egipto.
Una vez asegurado su flanco sur, Hitler sintió un gran
alivio, aunque poco antes de que finalizara la guerra
atribuiría a esta campaña su retraso en poner en marcha la
Operación Barbarroja. En los últimos años, los
historiadores han estudiado las repercusiones que tuvo la
Operación Marita en la invasión de la Unión Soviética. En
su debate, la mayoría ha llegado a la conclusión de que
fueron mínimas. El aplazamiento de la Operación
Barbarroja de mayo a junio se atribuye normalmente a
otros factores, como, por ejemplo, al retraso en la
asignación de los medios de transporte motorizados,
principalmente los vehículos capturados al ejército francés
en 1940; a problemas relacionados con la distribución de
combustible; o a las intensas lluvias a finales de aquella
primavera que dificultaron la creación de aeródromos
avanzados para la Luftwaffe. Pero hay un hecho que casi
nadie pone en tela de juicio: la Operación Marita sirvió
para que Stalin se convenciera de que el ataque alemán en
el sur tenía por objetivo la captura del canal de Suez, no una
invasión de la Unión Soviética.19
Durante la travesía por el Egeo, los navíos que
transportaban a los soldados de la Fuerza W intentaron,
aunque no siempre con éxito, evitar los cazas y los
bombarderos en picado de Richthofen. Fueron hundidos
veintiséis, incluidos dos barcos hospital, y perecieron más
de dos mil hombres. Más de una tercera parte de ellos
murió cuando dos destructores de la Marina Real, el
Diamond y el Wryneck, quisieron salvar a los
supervivientes de un mercante holandés que había sido
hundido. Con sus sucesivos ataques, la aviación alemana
consiguió mandar a pique a las dos naves británicas.
Buena parte de las fuerzas evacuadas, unos veintisiete
mil hombres, desembarcó en el maravilloso puerto natural
de la bahía de Suda, en la costa septentrional de Creta, a
finales de abril. Los hombres, exhaustos, dejaban atrás las
naves y, caminando penosamente, buscaban refugio en los
olivares, donde recibían unas cuantas galletas duras y latas
de carne. Soldados rezagados, personal de intendencia,
unidades sin oficiales y civiles británicos se mezclaban en
aquel caos, sin saber dónde ir. Los efectivos de la división
neozelandesa de Freyberg desembarcaron en buen estado,
así como los de varios batallones australianos. Todos ellos
esperaban regresar a Egipto para seguir peleando contra
Rommel.
A comienzos de febrero el OKW había estudiado la
posibilidad de invadir Malta. Tanto el ejército alemán como
la Kriegsmarine apoyaban la idea, pues querían asegurar la
ruta de los convoyes que se dirigían a Libia. Pero Hitler
decidió que había que esperar, y posponer la operación
unos meses, hasta que la Unión Soviética fuera derrotada.
Era evidente que la presencia de los británicos en Malta
suponía un obstáculo para el suministro de provisiones y
pertrechos a las fuerzas del Eje en Libia, pero, en opinión
del Führer, las bases aliadas en Creta representaban un
peligro mucho mayor, pues podían ser utilizadas para llevar
a cabo incursiones aéreas contra los yacimientos
petrolíferos de Ploesti. Por razones similares, Hitler instó
a los italianos a que resistieran en sus islas del Dodecaneso
a cualquier precio. Además, la ocupación de Creta
supondría para Alemania una ventaja añadida. La isla podría
ser empleada por la Luftwaffe como base aérea desde la
que bombardear el puerto de Alejandría y el canal de Suez.
Antes incluso de la caída de Atenas, los oficiales de la
Luftwaffe ya habían empezado a estudiar la posibilidad de
asaltar la isla con sus fuerzas aerotransportadas. El general
Kurt Student, fundador de las fuerzas aerotransportadas
alemanas, era especialmente astuto. La Luftwaffe
consideraba que esa operación le devolvería el prestigio
perdido tras haber fracasado en la empresa de derrotar a la
RAF en la batalla de Inglaterra. Göring bendijo el proyecto
y el 21 de abril llevó a Student a entrevistarse con Hitler.
El general esbozó su plan de utilizar el XI Cuerpo Aéreo
para conquistar Creta, y luego realizar un lanzamiento de
tropas en Egipto, coincidiendo con la llegada del Afrika
Korps de Rommel. Hitler se mostró algo escéptico,
pronosticando
importantes
pérdidas.
Rechazó
inmediatamente la segunda parte del plan de Student, pero
dio su aprobación a la invasión de Creta, con la condición
de que esta no supusiera tener que aplazar la Operación
Barbarroja. El plan de Student recibió el nombre secreto de
Operación Merkur, esto es, Mercurio.
Creta, como sabían perfectamente Wavell y el
almirante Cunningham, era difícil de defender. En la costa
septentrional de la isla se concentraba la mayoría de sus
puertos y aeródromos, lo cual los hacía extremadamente
vulnerables a los ataques lanzados por las fuerzas del Eje
desde sus aeródromos en el Dodecaneso. Un problema que
compartían los barcos encargados de abastecer la isla. A
finales de marzo, las interceptaciones Ultra habían
identificado la presencia en Bulgaria de parte del XI
Cuerpo Aéreo del general Student, incluida la 7.ª División
Paracaidista. A mediados de abril, otra interceptación
reveló que también habían sido trasladados a ese país
doscientos cincuenta aparatos de transporte. Era evidente
que se planeaba poner en marcha una gran operación
aerotransportada, en la que Creta parecía un objetivo harto
probable, especialmente si los alemanes pretendían utilizar
la isla como puente para llegar al canal de Suez. Durante la
primera semana de mayo, un gran número de
interceptaciones Ultra confirmó que Creta era
efectivamente el objetivo.
Ya en noviembre de 1940, cuando ocuparon la isla, los
estrategas británicos sabían que los alemanes solo podrían
capturar Creta con un asalto aerotransportado. El poderío
de la Marina Real en el Mediterráneo oriental y la falta de
barcos de guerra de las armadas del Eje descartaban un
ataque anfibio. El brigadier O. H. Tidbury, el primer
comandante en Creta, hizo un exhaustivo reconocimiento
de la isla, y localizó todos los puntos sobre los que los
alemanes podían realizar sus lanzamientos: los aeródromos
de Heraclión, Rétimno y Maleme, así como un valle en el
suroeste de La Canea. El 6 de mayo, una interceptación
Ultra confirmó que los aeropuertos de Maleme y
Heraclión iban a ser utilizados para el «desembarco aéreo
del resto del XI Fliegerkorps, incluidos el personal del
cuartel general y las unidades militares subordinadas»,20 y
como bases avanzadas para bombarderos en picado y cazas.
Aunque llevaban en Creta prácticamente seis meses, las
fuerzas británicas habían hecho muy poco por convertir la
isla en una fortaleza, como había pedido Churchill. Ello se
debió en parte a la inercia, en parte a la confusión de ideas
y en parte al hecho de que la isla no ocupara un puesto
destacado en la lista de prioridades de Wavell. Apenas
habían comenzado las obras para abrir una carretera que
condujera al sur, una zona mucho menos expuesta al ataque
enemigo, y la construcción de aeródromos había quedado
paralizada. Hasta la bahía de Suda, considerada por
Churchill un enclave que podía convertirse en una segunda
Scapa Flow para la armada, carecía de las instalaciones
necesarias.
El general Bernard Freyberg, comandante de la
División de Nueva Zelanda distinguido con la Cruz
Victoria, no llegó a Creta —a bordo del Ajax— hasta el 29
de abril. Siguiendo la costumbre, había esperado en Grecia
hasta el último momento para tener la seguridad de que
todos sus hombres hubieran sido evacuados. Hacía tiempo
que Churchill admiraba a Freyberg, un tipo corpulento y
robusto, por la valentía demostrada durante la funesta
campaña de Galípoli. El primer ministro británico solía
llamarlo «el gran San Bernardo». Al día siguiente de su
llegada, Freyberg fue invitado a entrevistarse con Wavell,
que llegó aquella misma mañana a Creta a bordo de un
bombardero Blenheim. Se reunieron en una villa situada en
la costa. Para consternación de Freyberg, Wavell le pidió
que se quedara en Creta con sus neozelandeses y dirigiera
la defensa de la isla. Asimismo, lo puso al corriente de los
informes de los servicios de inteligencia que hablaban de la
inminencia de un ataque alemán, que en aquellos momentos
se calculaba que lo pondrían en marcha entre «cinco y seis
mil efectivos aerotransportados, siendo probable además
un ataque por mar».21
Freyberg se deprimió aún más cuando se enteró de la
poca cobertura aérea que tendría a su disposición, pues
temía que la Marina Real fuera incapaz de proporcionar la
protección
necesaria
ante
una
«invasión
22
aerotransportada». Evidentemente, da la impresión de que
Freyberg no supo entender correctamente la situación
desde un principio. No podía imaginar que Creta fuera
capturada con un ataque de fuerzas aerotransportadas, por
lo que hacía más hincapié en una amenaza por mar. Wavell,
sin embargo, tenía las cosas perfectamente claras, como
demuestran sus mensajes a Londres: las fuerzas del Eje
simplemente carecían del poderío naval necesario para
asaltar la isla por mar. Esta confusión por parte de Freyberg
tuvo una influencia fundamental en la disposición original
de sus fuerzas y en su manera de dirigir la batalla en el
momento más crítico.
Las tropas aliadas presentes en la isla a las órdenes de
Freyberg serían conocidas como la Creforce. En el este, la
14.ª Brigada de Infantería británica y un batallón australiano
tenían encomendada la defensa del aeródromo de
Heraclión. Dos batallones de australianos y dos
regimientos griegos se encargaban de proteger el
aeródromo de Rétimno. Pero al oeste, en el aeródromo de
Maleme, principal objetivo de los alemanes, había solo un
batallón de neozelandeses. La razón de este escaso número
de fuerzas defensivas hay que buscarla en el
convencimiento de Freyberg de que iba a producirse un
asalto anfibio en la costa situada al oeste de La Canea. En
consecuencia, concentró el grueso de su división a lo largo
de esa franja, con el Regimiento Welch y un batallón
neozelandés como fuerzas de reserva. En el oeste de
Maleme no fue posicionada ninguna unidad.
El 6 de mayo, los servicios Ultra descifraron un
mensaje que ponía al descubierto el plan de los alemanes
de lanzar dos divisiones en paracaídas, esto es, más del
doble de hombres de lo que Wavell había indicado en un
principio. La noticia y los detalles de la operación pronto
se vieron confirmados, quedando perfectamente claro que
se trataba principalmente de un ataque con fuerzas
aerotransportadas. Por desgracia, la Dirección de
Inteligencia Militar en Londres había aumentado
erróneamente el número de reservas que debían ser
transportadas por mar el segundo día. Pero Freyberg fue
más allá, imaginando la posibilidad de «un desembarco con
tanques en las playas»,23 del que hasta entonces nadie había
hablado. Tras la batalla, el general admitiría que «por
nuestra parte, lo que más nos preocupaba eran los
desembarcos por mar, no el lanzamiento de tropas
aerotransportadas».24 Por otro lado, Churchill estaba
exultante porque las interceptaciones Ultra habían
permitido conocer los pormenores de la invasión alemana
con fuerzas paracaidistas. No era habitual que en una guerra
se conocieran los objetivos principales y la hora exacta de
un ataque enemigo. «Debe convertirse en una gran
oportunidad para acabar con la vida de las tropas
paracaidistas», diría en un mensaje a Wavell.25
Mientras que los Aliados jugaban con ventaja gracias a
la información interceptada, la inteligencia militar alemana
se reveló extraordinariamente inepta, tal vez debido a un
exceso de confianza tras la facilidad de las victorias
conseguidas. Un informe del 19 de mayo, el día antes de
que se lanzara el ataque, indicaba la presencia en la isla de
apenas cinco mil efectivos aliados, de los que solo
cuatrocientos se situaban en Heraclión. Las fotografías
tomadas en los vuelos de reconocimiento de los aviones
Dornier no habían conseguido localizar las posiciones
perfectamente camufladas de las tropas del imperio
británico. Y lo más sorprendente de todo: afirmaba que los
cretenses recibirían con alegría a los invasores alemanes.
Debido a una serie de retrasos en la llegada de
combustible para los aviones, la operación se aplazó del 17
al 20 de mayo. Los días previos al ataque, aumentó
espectacularmente el número de incursiones de los
bombarderos en picado y de los cazas de Richthofen. Su
principal objetivo fueron las posiciones de las baterías
antiaéreas. Los artilleros encargados del manejo de los
cañones Bofors vivieron unos días horribles, excepto los
del aeródromo de Heraclión, que recibieron la orden de
abandonar sus armas y hacer que pareciera que estas habían
sido destruidas. Astutamente, la 14.ª Brigada de Infantería
quería tenerlas preparadas para cuando llegaran los
paracaidistas. Freyberg, aunque sabía por las
interceptaciones Ultra que los alemanes no querían dañar
los aeródromos, pues su intención era poder utilizarlos
inmediatamente, no abrió socavones en las pistas para
inutilizarlas.
Cuando el 20 de mayo se dio la señal de alarma al
amanecer, el cielo estaba sereno y despejado. Iba a ser otro
día típicamente mediterráneo, cálido y soleado. Como de
costumbre, los ataques aéreos empezaron a las 06:00, y se
prolongaron durante una hora y media. Cuando acabaron,
los soldados comenzaron a abandonar las trincheras y se
reunieron para desayunar. Muchos pensaban que
probablemente la invasión con fuerzas aerotransportadas,
que les habían dicho que iba a tener lugar el pasado 17 de
mayo, no se materializaría. Freyberg, aunque sabía que
estaba programada para aquella misma mañana, había
decidido no comunicárselo a sus hombres.
Justo antes de las 08:00 pudo oírse un sonido distinto
de motor de avión. Los soldados cogieron sus fusiles y
regresaron corriendo a sus posiciones. En Maleme y en la
península de Akrotiri, cerca del cuartel general de
Freyberg, unos aparatos de curiosa silueta, con largas alas
apuntadas, volaban a baja altura, silbando sobre sus cabezas.
Alguien gritó, «¡Planeadores!» Los fusiles, los cañones y
las ametralladoras comenzaron a abrir fuego. En Maleme
fueron vistos cuarenta aparatos que, tras sobrevolar el
aeródromo, aterrizaron al otro lado del perímetro
occidental, en el cauce seco del río Tavronitis y más allá.
Varios planeadores se estrellaron, y algunos fueron
alcanzados por las baterías antiaéreas. Enseguida fue
evidente la imposibilidad de posicionar tropas al oeste de
Maleme. Los planeadores transportaban el 1 Batallón del
Fallschirmjäger-Sturm-Regiment, a las órdenes del
comandante Koch, el mismo que un año antes había
dirigido el asalto a la fortaleza belga de Eben-Emael. Poco
después, un ruido mucho más ensordecedor de motores
anunció la llegada del grueso de las tropas paracaidistas.
Para sorpresa de los oficiales más jóvenes del cuartel
general de la Creforce, Freyberg, después de escuchar
aquel ruido, siguió desayunando como si tal cosa. Se limitó
a levantar la vista y a exclamar: «¡Han llegado a la hora
exacta!».26 Su imperturbabilidad resultaba impresionante,
pero también preocupante, para algunos de los presentes.
Con la ayuda de los prismáticos, los oficiales de su estado
mayor observaban atentamente cómo las sucesivas oleadas
de aviones Junker soltaban a los paracaidistas alemanes, y
estallaba la batalla a lo largo de aquella franja costera.
Algunos de los más jóvenes se unieron a los grupos que
salieron a la caza de las tripulaciones de los planeadores
que se habían estrellado justo al norte de la cantera en la
que la Creforce tenía su cuartel general.
Los neozelandeses comenzaron a disparar con saña
contra los paracaidistas que iban saltando de los aviones.
Los oficiales les dijeron que apuntaran a sus botas para
tener en cuenta la velocidad de descenso y dar en el blanco.
En Maleme, otros dos batallones alemanes cayeron más
allá del Tavronitis. El 22.° Batallón de Nueva Zelanda,
responsable del aeródromo, había colocado únicamente una
compañía alrededor de aquellas instalaciones, y solo un
pelotón en el sector más vulnerable, el occidental. Justo al
sur del aeródromo se elevaba un promontorio rocoso
llamado Cota 107, donde el teniente coronel L. W.
Andrew, distinguido con la Cruz Victoria, había establecido
su puesto de mando. El comandante de la compañía que se
encontraba en el lado oeste de esa colina supo dirigir muy
bien los disparos de sus hombres, pero cuando sugirió que
también entraran en acción los dos cañones de la costa, le
respondieron que únicamente podían ser utilizados contra
objetivos navales. La obsesión de Freyberg con una
«invasión por mar» hizo que el general se negara a recurrir
a su artillería y a desplegar sus reservas. Pero para repeler
un asalto de fuerzas aerotransportadas, la táctica
fundamental consistía en lanzar inmediatamente una
contraofensiva, antes de que los paracaidistas enemigos
tuvieran la oportunidad de organizarse.
Muchos de los paracaidistas alemanes lanzados al
suroeste de La Canea, en lo que se denominaba el Valle de
la Prisión, fueron víctimas de una verdadera matanza, pues
cayeron en medio de unas posiciones aliadas
perfectamente camufladas. Un grupo aterrizó en el cuartel
general del 23.° Batallón. El oficial al mando mató a cinco
alemanes, y su ayudante, desde donde estaba sentado, a dos.
Desde todas direcciones se oían gritos de «¡Le he dado al
bastardo!». Debido a la violencia de los combates se
hicieron muy pocos prisioneros.
En su determinación de defender la isla, la mayor
fiereza la mostraron los propios cretenses. Ancianos,
mujeres y niños, utilizando escopetas y viejos fusiles, o
empuñando layas y cuchillos de cocina, salieron a los
campos para enfrentarse a los paracaidistas alemanes o para
atrapar a los que habían quedado enredados en los olivos. El
padre Stylianos Frantzeskakis, cuando se enteró de que
tropas alemanas invadían la isla, fue corriendo a la iglesia e
hizo sonar la campana. Cogió un fusil y condujo a sus
feligreses al norte de Paleokhora para repeler al enemigo.
Los alemanes, que sentían un odio prusiano por los
francotiradores, rasgaban las camisas y los vestidos de la
población civil para dejar sus hombros descubiertos. Si
alguien mostraba marcas de culatazos de fusil o guardaba
un cuchillo oculto entre la ropa, era ejecutado
inmediatamente allí mismo, ya fuera hombre o mujer, niño
o adulto.
La Creforce se veía limitada por las malas comunicaciones,
debidas a la falta de aparatos de radio, pues no se había
enviado ni uno desde Egipto en las tres semanas previas al
ataque. En consecuencia, los australianos en Rétimno y la
14.ª Brigada de Infantería británica en Heraclión no se
enteraron de que había comenzado la invasión en el oeste
de la isla hasta las 14:30 horas.
Por suerte para los británicos, los problemas que
tuvieron los alemanes para repostar combustible en los
aeródromos de Grecia habían retrasado la partida del 1.er
Regimiento Paracaidista del coronel Bruno Bräuer. Ello
supuso que el ataque preliminar con bombarderos en
picado y cazas Messerschmitt se produjera mucho antes de
que comenzaran a llegar los primeros aviones de transporte
Junker 52. Los cornetas dieron la señal de «alarma
general» justo antes de las 17:30. Los soldados se
precipitaron a sus posiciones perfectamente camufladas.
Los artilleros destinados al manejo de los cañones Bofors,
que una vez más habían evitado entrar en acción durante el
ataque aéreo, empezaron a apuntar con sus baterías al cielo,
dispuestos a disparar contra los pesados aviones de
transporte. Durante las dos horas siguientes lograrían
derribar quince de ellos.
Bräuer, confiando en los informes erróneos de los
servicios de inteligencia alemanes, había decidido extender
la zona de lanzamiento de sus tropas, y dispuso que el III
Batallón cayera al suroeste de Heraclión, que el II Batallón
aterrizara en el aeródromo situado al este de la ciudad, y
que el I Batallón saltara en los alrededores de la aldea de
Gournes, más al este todavía. Los hombres del II Batallón
del capitán Burckhardt fueron víctimas de una matanza. Los
escoceses del Regimiento Black Watch se pusieron a
disparar furiosamente contra ellos. Los pocos que lograron
sobrevivir fueron aplastados luego durante una
contraofensiva de un grupo de tanques Whippet del 3.°de
Húsares que atropellaba y disparaba a todo el que intentaba
huir.
El III Batallón del comandante Schulz, tras caer en
medio de los maizales y las viñas, logró conquistar
Heraclión, a pesar de la feroz defensa llevada a cabo por
tropas griegas y soldados no regulares cretenses en esta
antigua ciudad amurallada veneciana. El alcalde se rindió a
las fuerzas enemigas, aunque más tarde el Regimiento de
York y Lancaster y hombres del Regimiento de
Leicestershire
contraatacaron,
obligando
a
los
paracaidistas alemanes a retirarse. Al caer la noche, el
coronel Bräuer se dio cuenta de que su plan había sufrido
un vuelco espectacular e inesperado.
En Rétimno, entre Heraclión y La Canea, parte del 2.°
Regimiento Paracaidista del Oberst Alfred Sturm también
cayó en una trampa. El teniente coronel Ian Campbell había
ordenado que sus dos batallones australianos se dispersaran
por un terreno elevado desde el que se controlaba la
carretera de la costa y el aeródromo, colocando en medio a
las tropas griegas pobremente pertrechadas. Cuando
aparecieron los Junker volando en paralelo al mar, los
defensores comenzaron a abrir fuego. Siete aviones
cayeron derribados. Otros, queriendo escapar a toda prisa,
lanzaron a sus paracaidistas en el mar, donde varios
perecieron ahogados al no poderse liberar de los atalajes.
Algunos hombres cayeron sobre las rocas, resultando
heridos, y unos cuantos tuvieron un final terrible, muriendo
empalados al caer en un cañaveral. Los dos batallones
australianos
lanzaron
una
contraofensiva.
Los
supervivientes alemanes tuvieron que huir hacia el este,
donde tomaron posiciones en una fábrica de aceite de oliva.
Y otro grupo que fue lanzado cerca de Rétimno se retiró a
la aldea de Perivolia para defenderse del ataque de los
gendarmes cretenses y los soldados irregulares locales.
Cuando cayó la noche en Creta, las tropas de uno y otro
bando estaban exhaustas. Cesó el fuego. Los paracaidistas
alemanes se morían de sed. Su uniforme había sido
concebido para climas más fríos, y muchos de ellos sufrían
una grave deshidratación. Las fuerzas irregulares cretenses,
que les tendían emboscadas cerca de los pozos de agua, no
dejaron de acosarlos durante toda la noche. Un número
considerable de oficiales alemanes, entre otros el
comandante de la 7.ª División Paracaidista, perdió la vida
en la acción.
En Atenas enseguida corrió la noticia del desastre. El
general Student observaba fijamente el mapa gigante de la
isla que colgaba de una pared del salón de fiestas del Hotel
Grande Bretagne. Aunque su cuartel general no disponía
aún de cifras exactas, se sabía que las bajas habían sido
cuantiosas y que no se controlaba ninguno de los tres
aeródromos. Solo el de Maleme parecía que podía caer en
sus manos, pero el Sturm-Regiment estaba casi sin
municiones en el valle del Tavronitis. El cuartel general del
XII Ejército del Generalfeldmarschall List y el VIII
Cuerpo Aéreo de Richthofen estaban convencidos de que
había que abortar la Operación Mercurio, aunque ello
supusiera tener que abandonar a sus paracaidistas en la isla.
Un oficial prisionero admitiría incluso ante un comandante
australiano que «nosotros no reforzamos el fracaso».27
Mientras tanto, a las 22:00 horas, el general Freyberg
enviaba un mensaje a El Cairo para comunicar que, según
las últimas noticias recibidas, los tres aeródromos y los
dos puertos seguían en sus manos. Sin embargo, estaba muy
equivocado. En realidad, la situación en Maleme era muy
distinta. El batallón del coronel Andrew había luchado con
todas sus fuerza hasta la extenuación, pero se había hecho
caso omiso a todas sus peticiones para poder lanzar una
contraofensiva efectiva en el aeródromo. El superior de
Andrew, el general de brigada James Hargest,
probablemente influido por la obsesión de Freyberg de que
iba a producirse un ataque por mar, no envió la ayuda
solicitada. Cuando Andrew le dijo que se vería obligado a
retirarse si no recibía el apoyo necesario, Hargest replicó:
«Si tiene que hacerlo, hágalo». Así pues, Maleme y la Cota
107 fueron abandonados durante la noche.
El general Student, que no estaba dispuesto a ceder,
tomó
una
decisión
sin
comunicársela
al
Generalfeldmarschall List. Mandó llamar al capitán
Kleye, su piloto más experto, y le pidió que hiciera un
aterrizaje de prueba en el aeródromo cretense al amanecer.
A su regreso, Kleye informó que no había sufrido ataques
directos. También fue enviado otro Junker con municiones
para el Sturm-Regiment, y para proceder a la evacuación de
algunos de los soldados heridos de esta unidad. Student
ordenó inmediatamente a la 5.ª División de Montaña del
Generalmajor Julius Ringel que se preparara para salir,
pero antes organizó la partida de todas las reservas
disponibles de la 7.ª División Paracaidista, a las órdenes
del coronel Hermann-Bernhard Ramcke, para que se
lanzaran en las inmediaciones de Maleme. Cuando ya se
tuvo el control del aeródromo, comenzaron a aterrizar a las
17:00 horas los primeros aviones de transporte de tropas
con parte del 100.° Regimiento de Montaña.
Freyberg, que seguía esperando la llegada de una flota
invasora, se negó a utilizar en una contraofensiva a sus
tropas de reserva, con la excepción del 20.° Batallón de
Nueva Zelanda. El Regimiento Welch, su unidad más
grande y mejor equipada, no debía moverse, pues aún temía
que se produjera «un ataque por mar en la zona de La
Canea».28 Y todo esto a pesar de que uno de los oficiales
de su estado mayor le hubiera comunicado que, según la
información capturada al enemigo, el «Convoy de
Embarcaciones Ligeras», con refuerzos y provisiones, se
dirigía a un lugar situado al oeste de Maleme, a unos veinte
kilómetros al oeste de La Canea.29 Freyberg también se
había negado a escuchar a los oficiales navales de rango
superior presentes en la isla que aseguraban que la Marina
Real era perfectamente capaz de enfrentarse a los pequeños
navíos que se dirigían hacia Creta por mar.
Al anochecer, cuando la Luftwaffe dejó de sobrevolar
las aguas del Egeo, tres fuerzas navales de la Marina Real
regresaron a toda prisa rodeando los dos extremos de la
isla. Gracias a la interceptación de unos mensajes,
conocían la ruta seguida por su presa. La Fuerza D, con tres
cruceros y cuatro destructores con radar, tendió una
emboscada a la flotilla de caiques escoltada por un
destructor ligero italiano. Los reflectores iluminaron el
objetivo, y empezó la matanza. Solo consiguió escapar un
caique que pudo alcanzar la costa.
Mientras veía cómo se desarrollaba esta acción naval
en el horizonte, Freyberg se dejaba llevar por el
entusiasmo. Uno de los oficiales de su estado mayor
recordaría la manera en la que se paseaba dando saltos de
alegría como un niño exaltado. Por los comentarios del
corpulento y robusto general, parece que, cuando todo
acabó, pensó que la isla ya estaba definitivamente a salvo.
Se acostó sintiendo un gran alivio, sin preguntar siquiera si
había habido algún progreso en la contraofensiva lanzada en
Maleme.
La hora prevista para el ataque era la 01:00 del 22 de
mayo, pero Freyberg había insistido en que el 20.° Batallón
no se moviera hasta que pudiera ser reemplazado por un
batallón australiano procedente de Georgioupolis. Como
carecían de medios de transporte suficientes, los
australianos llegaron con retraso, y en consecuencia el 20.°
Batallón no estuvo preparado para unirse a las tropas en
avance del 28.° Batallón (Maorí) hasta las 03:30. Se
perdieron unas horas de oscuridad preciosas. A pesar de su
arrojo —el teniente Charles Upham fue distinguido con
una de sus dos cruces Victoria por esta batalla—, los
atacantes poco pudieron hacer ante el poderío de los
paracaidistas y los batallones de montaña alemanes, que ya
contaban con refuerzos, por no hablar de los cazas
Messerschmitt que, después del amanecer, comenzaron a
disparar constantemente con sus ametralladoras contra
ellos. Los neozelandeses, exhaustos, tuvieron que retirarse
al caer la tarde. Furiosos y abatidos, no les quedaría más
remedio que contemplar cómo los aviones de transporte de
tropas Junker 52 aterrizaban uno tras otro en el aeródromo,
a un ritmo —aterrador e impresionante— de veinte
aparatos por hora. La isla estaba perdida.
Aquel día, la desgracia también persiguió a los Aliados
en el mar. Cunningham, decidido a acabar con el segundo
«Convoy de Embarcaciones Ligeras», cuya partida había
sido retrasada, envió la Fuerza C y la Fuerza A1 al Egeo a
plena luz del día. Cuando por fin divisaron el convoy,
provocaron algunos daños en las embarcaciones enemigas,
pero la intensidad de los ataques aéreos alemanes causó
daños mayores en el bando aliado. La Flota del
Mediterráneo perdió dos cruceros y un destructor. Dos
acorazados, dos cruceros y varios destructores quedaron
seriamente averiados. La Armada aún no había aprendido
una lección: la era de los acorazados ya era historia. Otros
dos destructores, el Kashmir y el Kelly de lord Louis
Mountbatten, fueron hundidos al día siguiente.
El 22 de mayo, por la noche, Freyberg decidió no
lanzar un último contraataque decisivo con los tres
batallones de su división que no habían entrado en combate.
Evidentemente, no quería ser recordado como el hombre
que perdió la División de Nueva Zelanda. Podemos
imaginar el enfado y la rabia que sintieron los australianos
en Rétimno y los hombres de la 14.ª Brigada de Infantería
británica, pues creían haber ganado sus batallas. Por los
caminos rocosos de las Lefka Ori, las Montañas Blancas,
comenzó una dramática retirada en toda regla. Sedientos,
exhaustos y con los pies doloridos, los miembros de la
Creforce se dirigieron al puerto de Sfakia, donde la Marina
Real volvía a hacer los preparativos necesarios para evacuar
a un ejército derrotado. La fuerza especial del general de
brigada Robert Laycock, que llegaba como unidad de
apoyo, desembarcó en la bahía de Suda solo para ser
informada de que había que abandonar la isla. Sin poder dar
crédito a sus ojos, los hombres de esta formación vieron
cómo se prendía fuego a los almacenes del puerto. Y a
Laycock no le hizo ni pizca de gracia que sus efectivos
tuvieran que crear una barrera en la retaguardia para impedir
el paso de las tropas de montaña de Ringel.
La Marina Real nunca se amedrentó, a pesar de las
graves pérdidas sufridas en aguas de Creta. La 14.ª Brigada
de Infantería fue evacuada por dos cruceros y seis
destructores, tras emprender brillantemente una retirada al
puerto de Heraclión la noche del 28 de mayo sin que el
enemigo se enterara. A los oficiales les vino a la cabeza el
entierro de sir John Moore en La Coruña, poema que la
mayoría de ellos había aprendido de memoria en sus años
de colegio. Pero parecía imposible que todo hubiera ido
tan bien. Ralentizados por un destructor averiado, los
barcos no habían pasado del canal oriental situado en el
extremo este de la isla cuando comenzó a salir el sol. Los
bombarderos en picado alemanes comenzaron a atacarlos.
Dos destructores fueron hundidos, y dos cruceros
sufrieron graves daños. La escuadra llegó con dificultad al
puerto de Alejandría con un número ingente de cadáveres a
bordo. Una quinta parte de los hombres de la 14.ª Brigada
murió en el mar, un porcentaje mucho mayor que el de los
caídos en los combates contra los paracaidistas alemanes.
Un gaitero del Regimiento Black Watch, iluminado por un
reflector, tocó una endecha. Muchos soldados lloraban
desconsoladamente. Para los alemanes, los daños
infligidos a la Marina Real durante la campaña de Creta
fueron su venganza por el hundimiento del Bismarck. En
Atenas, Richthofen y su invitado, el general Ferdinand
Schörner, celebraron la victoria brindando con champagne.
La evacuación de la costa meridional también
comenzó la noche del 28 de mayo, aunque en Rétimno los
australianos nunca recibirían la orden de retirarse. «El
enemigo sigue disparando», informaron a Grecia los
paracaidistas alemanes.30 Al final, solo cincuenta de ellos
conseguirían salir de allí cruzando las montañas, y no
serían evacuados por un submarino hasta varios meses
después.
En Sfakia reinaba el caos y la desorganización debido
principalmente al gran número de soldados que habían
llegado en desbandada sin nadie que los dirigiera. Los
neozelandeses, los australianos y efectivos del Cuerpo de
los Marines Reales, que se habían retirado en orden,
formaron un cordón para impedir que aquellos hombres se
lanzaran en tropel a las lanchas. Los últimos barcos
zarparon en la madrugada del 1 de junio, cuando estaban a
punto de llegar las tropas de montaña alemanas. La Marina
Real consiguió evacuar a dieciocho mil hombres, incluida
casi toda la División de Nueva Zelanda. Atrás tuvieron que
quedarse nueve mil, que fueron capturados por el enemigo.
Resulta fácil imaginar su resentimiento y amargura.
Solo el primer día, las tropas aliadas habían acabado con la
vida de mil ochocientos cincuenta y seis paracaidistas
alemanes. En total, las fuerzas de Student sufrieron unas
seis mil bajas, perdieron ciento cuarenta y seis aviones, y
otros ciento sesenta y cinco resultaron gravemente
dañados. A finales del verano de aquel año, durante la
invasión de la Unión Soviética, la Wehrmacht lamentaría
amargamente no poder contar con esos aviones de
transporte Junker 52. El VIII Cuerpo Aéreo de Richthofen
perdió otros sesenta aparatos. La batalla de Creta supuso el
golpe más duro sufrido por la Wehrmacht desde el inicio
de la guerra.31 Pero, a pesar de la férrea resistencia de los
Aliados, la batalla acabó convirtiéndose en una derrota
innecesaria y sangrante. Curiosamente, ambos bandos
sacaron lecciones muy diferentes del resultado de la
operación aerotransportada. Hitler se prometió no volver a
recurrir nunca a un lanzamiento similar, mientras que los
Aliados se animaron a desarrollar sus propias formaciones
de paracaidistas, que no siempre obtuvieron buenos
resultados más tarde, en el transcurso de la guerra.
11
ÁFRICA Y EL ATLÁNTICO
(febrero-junio de 1941)
El desvío de las fuerzas de Wavell a Grecia en la primavera
de 1941 no pudo llegar en peor momento. Era otro
ejemplo de la típica manía británica de desplegar recursos
insuficientes en demasiadas direcciones distintas a la vez.
Los ingleses, y sobre todo Churchill, parecían incapaces
por su propio carácter de ponerse a la altura del ejército
alemán y su talento para definir despiadadamente cuáles
eran sus prioridades.
La oportunidad que tuvieron los británicos de ganar la
guerra en el Norte de África en 1941 se perdió tan pronto
como sus fuerzas fueron retiradas para ser trasladadas a
Grecia y en cuanto Rommel desembarcó en Trípoli con
algunos elementos destacados del Afrika Korps. La
elección de Rommel por parte de Hitler no fue muy bien
acogida por los oficiales de mayor rango del OKH. Ellos
habrían preferido con mucho al Generalmajor barón Hans
von Funck, a quien se había encomendado la misión de
informar sobre la situación en Libia. Pero Hitler detestaba
a Funck, sobre todo porque había sido íntimo amigo del
Generaloberst barón Werner von Fritsch, al cual había
destituido como jefe del ejército en 1938.1
El hecho de que Rommel no fuera aristócrata era muy
del agrado del Führer. Rommel hablaba con un marcado
acento suabo y era una especie de aventurero. Sus
superiores del ejército y muchos contemporáneos suyos lo
consideraban un hombre arrogante ansioso de publicidad.
También desconfiaban de su forma de explotar la
admiración que sentían por él Hitler y Goebbels para
saltarse a la torera la cadena de mando. El aislamiento de la
campaña de África, como no tardaría en comprobar el
propio Rommel, le ofrecía una ocasión perfecta para hacer
caso omiso a las órdenes del OKH. Además, Rommel no se
hizo demasiado popular al sostener que, en vez de invadir
Grecia, lo que debería haber hecho Alemania era trasladar
esas fuerzas al Norte de África con el fin de apoderarse de
Oriente Medio y su petróleo.
Tras cambiar varias veces de opinión sobre la
importancia de Libia y la necesidad de enviar tropas al
Norte de África, Hitler consideraba ahora que era
fundamental impedir la caída del régimen de Mussolini.
Temía además que los británicos entraran en contacto con
la zona francesa del Norte de África y que el ejército de
Vichy, influido por el general Maxime Weygand, se uniera
a los británicos. Incluso después de la desastrosa
expedición a Dakar en septiembre del año anterior, cuando
las fuerzas de la Francia Libre y una escuadra de la armada
británica fueron repelidas por las tropas leales a Vichy,
Hitler siguió sobrevalorando la influencia que tenía en ese
momento el general Charles de Gaulle.
Cuando Rommel desembarcó en Trípoli el 12 de
febrero de 1941, iba acompañado por el asistente militar
en jefe de Hitler, el coronel Rudolf Schmundt. Este último
vio aumentada notablemente su autoridad sobre los
oficiales italianos y alemanes de mayor rango. El día antes,
los dos hombres habían quedado sorprendidos cuando el
comandante del X Fliegerkorps en Sicilia les dijo que los
generales italianos le habían suplicado que no bombardeara
Bengasi, pues muchos de ellos tenían bienes allí. Rommel
pidió a Schmundt que telefoneara inmediatamente a Hitler.
Pocas horas después, los bombarderos alemanes habían
despegado con destino a Bengasi.2
Rommel fue informado de la situación en Tripolitania
por un oficial de enlace alemán. Los italianos en retirada
habían arrojado en su mayoría las armas y habían requisado
camiones para escapar. El general Italo Gariboldi, el
sucesor de Graziani, se negó a mantener una línea
adelantada que hiciera frente a los británicos, en aquellos
momentos en El Agheila. Rommel decidió coger el toro
por los cuernos. Fueron enviadas por delante dos divisiones
italianas, y el 15 de febrero ordenó que desembarcaran los
primeros destacamentos alemanes, una unidad de
reconocimiento y un batallón de cañones de asalto que
debía seguirlo. Los vehículos todoterreno Kübelwagen
fueron camuflados como tanques en un intento de asustar a
los británicos y convencerlos de que no debían seguir
adelante.
A finales de mes, la llegada de más unidades de la 5.ª
División Ligera animó a Rommel a lanzar las primeras
escaramuzas contra los británicos. Solo a finales de marzo,
cuando Rommel tenía ya veinticinco mil soldados
alemanes en suelo africano, se consideró listo para
emprender el avance. Durante las seis semanas siguientes,
recibiría el resto de la 5.ª División Ligera y también a la
15.ª División Panzer, pero el frente estaba a setecientos
kilómetros de Trípoli. Rommel se enfrentaba a un
problema logístico gigantesco, del cual intentó no hacer
caso. Cuando las cosas se pusieran feas, culparía
instintivamente a la envidia que reinaba en la Wehrmacht de
privarle de los pertrechos necesarios. De hecho, las
dificultades solían aparecer cuando los transportes eran
hundidos en el mar de Libia por la RAF y la Marina Real
británica.
Rommel tampoco supo darse cuenta de que los
preparativos para la Operación Barbarroja hacían que la
campaña del Norte de África fuera adquiriendo los tintes de
una acción de importancia secundaria. Surgieron nuevos
problemas debido a la dependencia de los italianos. Su
ejército adolecía tradicionalmente de escasez de medios de
transporte motorizados. Su combustible era de tan poca
calidad que a menudo resultaba inadecuado para los
motores alemanes, y las raciones de comida del ejército
italiano eran notoriamente malas. Consistían habitualmente
en latas de carne que llevaban el sello AM
(Amministrazione Militare). Los soldados italianos decían
que dichas iniciales significaban «Arabo Morte» («Muerte
Árabe»), mientras que sus colegas alemanes las apodaban
«Alter Mann» («Viejo») o «Arsch Mussolini» («Culo de
Mussolini»).3
Rommel tuvo suerte de que la Fuerza del Desierto
Occidental fuera en esos momentos tan débil. La 7.ª
División Acorazada había sido retirada a El Cairo para
recomponerse, siendo sustituida por la 2.ª División
Acorazada, muy reducida y mal preparada, mientras que la
9.ª División Australiana, recién llegada, había reemplazado
a la 6.ª División Australiana, que había sido enviada a
Grecia. No obstante, las peticiones de refuerzos cursadas
por Rommel para avanzar hacia Egipto fueron rechazadas.
Le dijeron que ese mismo invierno, en cuanto fuera
derrotada la Unión Soviética, le enviarían un cuerpo Panzer.
Hasta entonces no debía llevar a cabo ningún intento de
ofensiva a gran escala.
Rommel no tardó en ignorar sus órdenes. Para mayor
escándalo del general Gariboldi, empezó a hacer avanzar a
la 5.ª División Ligera por Cirenaica aprovechando la
debilidad de las fuerzas aliadas. Uno de los mayores
errores de Wavell fue sustituir a O'Connor por el inexperto
teniente general Philip Neame. Wavell además infravaloró
la determinación de Rommel de proseguir directamente
con el avance. La temperatura a mediodía en el desierto
había alcanzado ya los cincuenta grados centígrados. Los
soldados que llevaban cascos de acero sufrían dolores de
cabeza insoportables, debido en gran parte a la
deshidratación.
El 3 de abril, Rommel decidió obligar a salir a las
fuerzas enemigas de la bolsa de Cirenaica. Mientras los
italianos de la División Brescia eran enviados a conquistar
Bengasi, que Neame evacuó deprisa y corriendo, Rommel
ordenó a la 5.ª División Ligera que cortara la carretera de la
costa a pocos kilómetros de Tobruk. El desastre pilló
desprevenidas a las fuerzas aliadas, y la propia Tobruk
quedó aislada. La 2.ª División Acorazada, ya de por sí débil,
perdió todos sus tanques en el curso de la retirada debido a
las averías y a la falta de combustible. El 8 de abril su
comandante, el general Gambier Parry, y los miembros de
su cuartel general fueron hechos prisioneros en Mechili
junto con la mayor parte de la 3.ª Brigada Motorizada India.
Ese mismo día, el general Neame, acompañado del general
O'Connor que se había desplazado para asesorarle, fue
capturado cuando el conductor de su coche se equivocó de
carretera.
Los alemanes se alegraron muchísimo al ver la
cantidad de reservas que encontraron en Mechili. Rommel
seleccionó un par de gafas de conductor de tanque de
fabricación británica, que se puso encima de su gorra y que
constituirían en adelante una especie de marca personal.
Decidió tomar Tobruk, tras convencerse de que los
británicos estaban preparándose para abandonarla, pero no
tardaría en descubrir que la 9.ª División Australiana no
estaba dispuesta ni mucho menos a cesar los combates.
Tobruk recibió refuerzos por el mar, de modo que el
general de división Leslie Morshead, pudo contar en total
con cuatro brigadas, junto con algunas unidades de artillería
y cañones antitanque bastante potentes. Morshead, hombre
enérgico, al que sus hombres apodaban «Ming el
Despiadado», reforzó a toda prisa las defensas de Tobruk.
La 9.ª División Australiana, aunque inexperta e
indisciplinada hasta el punto de hacer enrojecer de cólera a
los oficiales británicos, demostró ser una colección de
combatientes formidables.
La noche del 13 de abril Rommel inició el ataque
principal sobre Tobruk. No tenía ni la menor idea de lo bien
defendida que estaba la plaza. A pesar de ver repelido el
asalto y de sufrir fuertes pérdidas, lo intentó una y otra vez
para desesperación de sus oficiales, que pronto empezaron
a verlo como un comandante brutal. Habría sido el
momento ideal para un contraataque de los Aliados, pero,
gracias a una astuta labor de engaño por parte del enemigo,
británicos y australianos estaban convencidos de que las
fuerzas de Rommel eran mucho más numerosas de lo que
eran en realidad.
Las peticiones de refuerzos y de un mayor apoyo
aéreo enviadas por Rommel exasperaron al general Halder
y al OKH, sobre todo porque no había hecho caso de sus
advertencias de que no actuara más allá de donde le
permitían sus recursos. Incluso en aquellos momentos,
Rommel envió a algunas de sus unidades, pese a
encontrarse exhaustas, a la frontera de Egipto, que Wavell
defendió con la 22.ª Brigada de la Guardia hasta que
llegaron otras unidades procedentes de El Cairo. Rommel
destituyó al Generalmajor Johannes Streich, al mando de
la 5.ª División Ligera, por mostrar demasiado celo en
salvar la vida de sus soldados. El Generalmajor Heinrich
Kirchheim, que lo sustituyó, se sintió igualmente
disgustado con el estilo de mando ejercido por Rommel. A
finales de mes escribió al general Halder en los siguientes
términos: «Se pasa todo el día yendo de un lado para otro
entre sus tropas, que están diseminadas de mala manera,
ordenando asaltos y dispersando sus soldados».4
Tras recibir unos informes tan contradictorios acerca
de lo que sucedía en el Norte de África, el general Halder
decidió enviar allí al Generalleutnant Friedrich Paulus,
que había prestado servicio en el mismo regimiento de
infantería que Rommel durante la Primera Guerra Mundial.
Halder pensaba que Paulus era «tal vez el único hombre con
influencia personal suficiente para atajar a este militar que
ha enloquecido de mala manera».5 Paulus, oficial del
estado mayor sumamente meticuloso, no podía ser más
distinto de Rommel, agresivo militar de campaña. El único
parecido que tenían estaba en que ambos eran de cuna
relativamente humilde. La tarea de Paulus consistía en
convencer a Rommel de que no podía contar con el envío
de grandes refuerzos y en descubrir qué era lo que
pretendía hacer.
La respuesta fue que Rommel se negó a retirar las
unidades avanzadas que tenía en la frontera de Egipto, y que
con la 15.ª División Panzer que acababa de llegar intentó
atacar de nuevo Tobruk. Esta segunda ofensiva tuvo lugar el
30 de abril y fue rechazada por segunda vez con numerosas
pérdidas por parte de los atacantes, sobre todo de tanques.
Las fuerzas de Rommel sufrían además una gran escasez de
munición. Apelando a la autoridad que le había otorgado el
OKH, el 2 de mayo Paulus dio a Rommel la orden escrita
de no reanudar los ataques a menos que viera que el
enemigo se retiraba. Cuando regresó, comunicó a Halder
que «la clave del problema en el Norte de África» no era
Tobruk, sino el reabastecimiento del Afrika Korps y el
carácter de Rommel. Este se negaba sencillamente a
reconocer el enorme problema que representaba
transportar a través del Mediterráneo los pertrechos que
necesitaba y descargarlos en Trípoli.6
Wavell estaba preocupado tras las pérdidas sufridas en
Grecia y en Cirenaica por la falta de tanques para hacer
frente a la 15.ª División Panzer. Churchill organizó la
Operación Tigre, esto es el transporte a primeros de mayo
de casi trescientos carros de combate Crusader y más de
cincuenta Hurricane en un convoy a través del
Mediterráneo. Como parte del X Fliegerkorps seguía en
Sicilia, la operación representaba un peligro muy serio,
pero gracias a la mala visibilidad reinante solo fue hundida
una nave de transporte durante la travesía.
Lleno de impaciencia, Churchill presionó a Wavell
para que lanzara la ofensiva contra la frontera antes incluso
de que llegaran los nuevos tanques. Pero aunque la
Operación Brevity, al mando del general de brigada
«Strafer» Gott no empezó hasta el 15 de mayo, provocó un
rápido contraataque de Rommel por los flancos. Las tropas
indias y británicas fueron obligadas a retroceder y los
alemanes acabaron reconquistando el Paso de Halfaya. Una
vez que llegaron los nuevos tanques Crusader, Churchill
exigió de nuevo entrar en acción, que en este caso
respondía a otra ofensiva cuyo nombre en clave era
Operación Battleaxe. El primer ministro no quería ni oír
hablar de que hacían falta trabajos de reparación en muchos
de los tanques descargados ni de que la 7.ª División
Blindada necesitaba tiempo para que los tripulantes se
familiarizaran con el nuevo equipamiento.
Una vez más Wavell se vio abrumado por las
exigencias contradictorias de Londres. A primeros de abril,
había tomado el poder en Irak una facción proalemana,
alentada por la debilidad de los británicos en Oriente
Medio. Los jefes de estado mayor de Londres
recomendaron la intervención de Gran Bretaña. Churchill
se mostró inmediatamente de acuerdo y desembarcaron en
Basora tropas procedentes de la India. Rashid Alí alGailani, líder del nuevo gobierno iraquí, pidió ayuda a
Alemania, pero no recibió respuesta debido a la confusión
reinante en Berlín. El 2 de mayo, se desencadenaron los
combates cuando el ejército iraquí puso sitio a la base
aérea británica de Habbaniyah, cerca de Fallujah. Cuatro
días después, el OKW decidió enviar a Mosul y a Kirkuk,
en el norte de Irak, cazas Messerschmitt 110 y
bombarderos Heinkel 111 a través de Siria, pero pronto
quedaron fuera de servicio. Mientras tanto, avanzaban hacia
Bagdad las fuerzas del Imperio Británico procedentes de la
India y Jordania. El 31 de mayo, el gobierno de Gailani no
tuvo más remedio que aceptar las exigencias británicas de
seguir permitiendo el paso de tropas a través de territorio
iraquí.
Aunque la crisis de Irak no supuso merma alguna para
sus fuerzas, Wavell recibió de Churchill la orden de invadir
Líbano y Siria, donde las fuerzas de la Francia de Vichy
habían ayudado a los alemanes en el desafortunado
despliegue de la Luftwaffe con destino a Mosul y Kirkuk.
Churchill temía equivocadamente que los alemanes
utilizaran Siria como base para atacar Palestina y Egipto. El
almirante Darlan, vicepresidente del gobierno de Pétain y
ministro de defensa, pidió a los alemanes que desistieran
en su empeño de realizar operaciones provocativas en la
región, al tiempo que enviaba refuerzos franceses a su
colonia para ofrecer resistencia a los británicos. El 21 de
mayo, el día después de la invasión de Creta, aterrizó en
Grecia un grupo de cazas de la Francia de Vichy que iban
camino de Siria. «Cada día», anotó en su diario Richthofen,
«se vuelve más rara esta guerra... y a nosotros nos toca
proporcionarles suministros y hacerles fiestas».7
La Operación Exporter, la invasión del Líbano y la
Siria de la Francia de Vichy, en la que participaron tropas
de la Francia Libre, dio comienzo el 8 de junio con un
avance hacia el norte desde Palestina a través del río Litani.
El comandante de las fuerzas de Vichy, el general Henri
Dentz, solicitó ayuda de la Luftwaffe, así como refuerzos
de otros contingentes de su gobierno destacados en el
Norte de África y en la propia Francia. Los alemanes
decidieron que no podían ofrecer cobertura aérea, pero
permitieron a las fuerzas francesas provistas de cañones
antitanque que atravesaran en tren la zona ocupada de los
Balcanes hasta Tesalónica, para continuar luego el viaje en
barco hasta Siria. Pero la presencia naval de los británicos
era demasiado fuerte y Turquía, que no deseaba verse
envuelta en el conflicto, se negó a conceder el derecho de
tránsito. El ejército francés de Levante no tardó en
comprender que estaba condenado, pero siguió decidido a
ofrecer una fiera resistencia. Los combates continuaron
hasta el 12 de julio. Tras la firma de un armisticio en Acre,
Siria fue declarada territorio bajo el control de la Francia
Libre.
La falta de entusiasmo de Wavell por la campaña de Siria y
su pesimismo en lo tocante a las perspectivas de la
Operación Battleaxe lo situaron en trayectoria de choque
con el primer ministro. La impaciencia de Churchill y su
absoluta falta de apreciación de la realidad de los
problemas al organizar dos ofensivas al mismo tiempo,
pusieron a Wavell al borde de la desesperación. El primer
ministro, excesivamente confiado a raíz del éxito de la
entrega de los tanques de la Operación Tigre, hizo caso
omiso a las advertencias de Wavell acerca de la efectividad
de los cañones antitanque de los alemanes. Ellos eran, más
que los blindados germanos, los que estaban destruyendo la
mayor parte de sus vehículos acorazados. El ejército
británico fue imperdonablemente lento a la hora de
desarrollar un arma comparable al temido cañón alemán de
88 mm. Sus «tirachinas» de dos libras eran inútiles. Y el
conservadurismo del ejército inglés impidió la adopción
del cañón antiaéreo de 3,7 pulgadas como arma antitanque.
El 15 de junio dio comienzo la Operación Battleaxe,
de forma similar a como empezara la Operación Brevity.
Aunque los británicos volvieron a capturar el Paso de
Halfaya y cosecharon algunos otros éxitos locales, no
tardaron en verse obligados a retroceder en cuanto
Rommel sacó todos sus panzers del envolvimiento al que
había sometido a Tobruk. Después de tres días de duros
combates, los británicos fueron rebasados por los flancos
una vez más y de nuevo tuvieron que retirarse a la llanura de
la costa, evitando quedar rodeados. El Afrika Korps sufrió
mayor número de bajas, pero los británicos perdieron
noventa y un carros blindados, en su mayoría por fuego de
cañones antitanque, mientras que los alemanes solo
perdieron una docena. La RAF perdió también durante los
combates muchos más aviones que la Luftwaffe. Los
soldados alemanes, exagerando considerablemente,
afirmaron haber destruido doscientos tanques británicos y
haber ganado la «mayor batalla de blindados de todos los
tiempos».8
El 21 de junio, Churchill sustituyó a Wavell por el
general sir Claude Auchinleck, universalmente conocido
como «The Auk» («el Alca»). Wavell, por su parte, pasó a
ocupar el puesto de Auchinleck como comandante en jefe
de la India. Poco después Hitler ascendió a Rommel a la
categoría de General der Panzertruppen y, para disgusto y
desesperación de Halder, le aseguró que gozaría de mayor
independencia todavía.
La irritación de Churchill con Wavell y con el
descorazonamiento de los líderes del ejército británico
vino precipitada por dos imperativos. Uno respondía a la
necesidad de llevar a cabo acciones agresivas para
mantener alta la moral en el interior y para evitar que el
país cayera en una inercia ominosa. Y el otro al afán de
impresionar a los Estados Unidos y al presidente
Roosevelt. El primer ministro necesitaba ante todo
contrarrestar la impresión, justificada en parte, de que los
británicos estaban aguardando a que los Estados Unidos
entraran en la guerra y salvaran la situación para ellos.
Para mayor alivio de Churchill, Roosevelt había sido
reelegido presidente en noviembre de 1940. El primer
ministro británico se animó todavía más cuando se enteró
del análisis estratégico elaborado aquel mismo mes por el
jefe de operaciones de la marina estadounidense. El «Plan
Dog», como fue denominado, condujo a las conversaciones
de los estados mayores norteamericano y británico de
finales de enero de 1941. Estas entrevistas, que tuvieron
lugar en Washington bajo el nombre clave de ABC-1,
duraron hasta el mes de marzo. Formaron la base de la
estrategia aliada cuando los Estados Unidos entraron en la
guerra. En ellas se acordó la política de «Alemania
primero» como principio básico. Esta tesis aceptaba que,
aunque hubiera una guerra en el Pacífico contra Japón, los
Estados Unidos se centrarían primero en la derrota de la
Alemania nazi, pues sin una participación en toda regla de
las fuerzas norteamericanas en el teatro de operaciones de
Europa los británicos eran a todas luces incapaces de ganar
la guerra solos. Y si la perdían, los Estados Unidos y su
comercio mundial se verían en serio peligro.
Roosevelt había reconocido la amenaza que suponía la
Alemania nazi antes incluso de los Acuerdos de Munich de
1938. Previendo la importancia de la fuerza aérea en la
guerra que se avecinaba, inició rápidamente un programa de
fabricación de quince mil aviones al año con destino a la
Fuerza Aérea del Ejército de los Estados Unidos. El
asistente del jefe del Estado Mayor del Ejército
norteamericano, el general George C. Marshall, estuvo
presente en la discusión en la que se debatió este asunto.
Aun mostrándose de acuerdo con el plan, recriminó al
presidente haber pasado por alto la necesidad de aumentar
el número ridículamente pequeño de sus fuerzas terrestres.
Con poco más de doscientos mil hombres, el ejército de
los Estados Unidos disponía solo de nueve divisiones con
pocos efectivos, apenas un diez por ciento del orden de
batalla del que disponía el ejército alemán. Roosevelt
quedó impresionado. Menos de un año después, apoyó el
nombramiento de Marshall como jefe del Estado Mayor,
que tuvo lugar el mismo día que Alemania invadió Polonia.9
Marshall era un hombre formalista de gran integridad
y un organizador extraordinario. Bajo su dirección, los
efectivos del ejército americano crecerían de los
doscientos mil a los ocho millones de hombres en el curso
de la guerra. Siempre dijo a Roosevelt exactamente lo que
pensaba y permaneció inmune a los encantos del
presidente. Su principal problema era que a menudo
Roosevelt no lo mantenía informado de las cuestiones que
estudiaba con otros y de las decisiones que tomaba con
ellos, especialmente con Winston Churchill.
Para Churchill, la relación con Roosevelt era con
diferencia el elemento más importante de la política
exterior británica. Dedicó dosis enormes de energía,
imaginación y a veces de la adulación más descarada para
ganarse la voluntad del presidente norteamericano y
conseguir lo que su país, prácticamente en la bancarrota,
necesitaba para sobrevivir. En una carta muy larga y
detallada de fecha 8 de diciembre de 1940, Churchill
solicitaba «un acto decisivo de no beligerancia
constructiva» para prolongar la resistencia británica. Ello
debía comportar el uso de los buques de guerra de la
marina estadounidense para defenderse de la amenaza de
los submarinos alemanes y de buques mercantes con una
capacidad equivalente a los tres millones de toneladas para
mantener la línea transatlántica de salvamento tras las
terribles pérdidas sufridas hasta ese momento (más de dos
millones de toneladas brutas). Solicitaba también el envío
de dos mil aviones al mes. «Y por último abordaré la
cuestión financiera», decía Churchill. Los créditos en
dólares de Gran Bretaña no tardarían en agotarse; de hecho
los encargos ya colocados o en negociación «superan
varias veces el total de los recursos en divisas de los que
aún dispone Gran Bretaña». No se había escrito nunca una
carta de súplica tan importante y solemne. Y fue redactada
casi exactamente un año antes de que los Estados Unidos
se vieran inmersos en la guerra.10
Roosevelt recibió la carta en el Caribe a bordo del
buque Tuscaloosa de la Marina de los Estados Unidos.
Reflexionó sobre su contenido y al día siguiente de su
regreso convocó una conferencia de prensa. El 17 de
diciembre, pronunció su famosa parábola, excesivamente
simplista, del hombre cuya casa está en llamas y pide a su
vecino que le preste su manguera. Era la forma en que
Roosevelt pretendía preparar a la opinión pública antes de
presentar en el Congreso la ley de Préstamo y Arriendo
(Lend-Lease). En la Cámara de los Comunes, Churchill la
recibió diciendo que era «el acto más desinteresado de la
historia de cualquier país».11 Pero en privado el gobierno
británico quedó sobrecogido por las duras condiciones que
llevaba aparejadas la Ley de Préstamo y Arriendo. Los
americanos exigían una auditoría de todos los activos que
poseía Gran Bretaña, e insistían en que no se daría ningún
subsidio hasta que no se hubieran utilizado y agotado todas
las reservas en oro y en divisas extranjeras. Se envió a
Ciudad del Cabo un buque de guerra estadounidense para
recoger el último cargamento de oro inglés almacenado
allí. Las empresas de propiedad británica existentes en los
Estados Unidos, y más concretamente Courtaulds, Shell y
Lever, tuvieron que ser vendidas a precio de ganga, y luego
vendidas de nuevo con la obtención de pingües beneficios.
Churchill atribuyó generosamente todas estas acciones a la
necesidad que tenía Roosevelt de acallar las críticas
antibritánicas lanzadas contra la Ley de Préstamo y
Arriendo, muchas de las cuales insistían en que ingleses y
franceses no habían pagado aún las deudas contraídas en la
Primera Guerra Mundial. Los británicos en general
infravaloraban la antipatía que sentían por ellos muchos
americanos, que los consideraban imperialistas, snobs y
expertos en el arte de hacer que otros combatieran en sus
guerras en vez de combatir ellos.
Pero Gran Bretaña se hallaba con el agua al cuello y
no estaba en condiciones de protestar. El resentimiento por
los términos del acuerdo duraría hasta los años de
posguerra, aunque solo fuera porque los pagos británicos
en metálico de cuatro mil millones y medio de dólares en
concepto de pedidos de armas en 1940 fueron los que
sacaron a los Estados Unidos de la depresión y
posibilitaron el boom económico que experimentaron
durante la guerra.12 A diferencia de los materiales de
primera calidad que llegarían después, los equipamientos
comprados en los momentos de desesperación de 1940 no
causaron muy buena impresión, y no supusieron un gran
cambio respecto a la situación anterior. Los cincuenta
destructores de la Primera Guerra Mundial suministrados a
cambio de las islas Vírgenes en septiembre de 1940
requirieron una cantidad enorme de trabajo para conseguir
que fueran navegables.
El 30 de diciembre, Roosevelt realizó una alocución
radiofónica al pueblo norteamericano en una «charla al
amor de la lumbre» en la que defendió el acuerdo.
«Debemos ser el gran arsenal de la Democracia», dijo. Y
así sería. La noche del 8 de marzo de 1941 fue aprobada en
el Senado la Ley de Préstamo y Arriendo. La nueva política
de firmeza de Roosevelt incluía la declaración de una zona
de seguridad panamericana en el Atlántico occidental, el
establecimiento de bases en Groenlandia y un plan para
sustituir a las tropas británicas en Islandia, hecho que
finalmente se produjo a comienzos del mes de julio. Los
buques de guerra británicos, empezando por el portaaviones
Illustrious, que a la sazón se hallaba averiado, podían ahora
ser reparados en puertos estadounidenses, y los pilotos de
la RAF empezaron a recibir instrucción en bases de la
Fuerza Aérea del ejército americano. Una de las novedades
más importantes fue que la marina norteamericana empezó
a realizar labores de escolta de los convoyes británicos
hasta Islandia.
El ministerio de asuntos exteriores alemán reaccionó
ante estos acontecimientos expresando sus esperanzas de
que Gran Bretaña fuera derrotada antes de que el
armamento norteamericano empezara a desempeñar un
papel significativo, situación que calculaba que se
produciría en 1942. Pero Hitler estaba demasiado
preocupado con la Operación Barbarroja para prestar
demasiada atención a esos detalles. Su principal motivo de
desazón en aquellos momentos era no provocar a los
americanos a entrar en la guerra antes de acabar con la
Unión Soviética. El Führer rechazó la solicitud del
Grossadmiral Raeder de que sus submarinos pudieran
operar en el Atlántico occidental hasta una zona situada a
tres millas de las aguas costeras norteamericanas.13
Churchill declaró más tarde que la amenaza de los
submarinos fue lo único que realmente llegó a asustarlo
durante la guerra. En un momento dado, consideró incluso
la posibilidad de volverse a apropiar los puertos del sur de
Irlanda, que era un país neutral, incluso por la fuerza, si
hubiera sido necesario. La Marina Real tenía una gran
escasez de barcos de escolta para los convoyes. Había
sufrido graves pérdidas durante la malhadada intervención
en Noruega, y además era preciso preservar los
destructores y mantenerlos listos para una eventual
invasión alemana. Durante el «follón de la costa este»,
cuando los submarinos alemanes atacaron la navegación
costera del mar del Norte, el capitán Ernst Kals, a bordo
del U-173, recibió la Cruz de Caballero por hundir nueve
barcos en dos semanas.
Desde el otoño de 1940, la flota de submarinos
alemanes había empezado por fin a infligir graves daños a
los buques aliados. Sus bases estaban en la costa adámica
de Francia y el problema del detonador de los torpedos,
que había dado al traste con las operaciones de los U-Boote
al comienzo de la guerra, por fin había sido resuelto. En el
mes de septiembre, los submarinos hundieron en una sola
semana veintisiete buques británicos, por un monto
equivalente a más de ciento sesenta mil toneladas. Estas
pérdidas resultan tanto más sorprendentes si se tiene en
cuenta el reducido número de submarinos que los alemanes
tenían en el mar. En febrero de 1941 el Grossadmiral
Raeder todavía no tenía operativos más que veintidós UBoote capaces de cruzar el océano. A pesar de sus
incesantes peticiones a Hitler, el programa de fabricación
de submarinos se convirtió en una prioridad secundaria
debido a la urgencia de los preparativos para la invasión de
la Unión Soviética.14 La armada alemana había puesto
inicialmente muchas de sus esperanzas en los acorazados
de bolsillo y en los buques mercantes armados. Aunque el
Graf Spee tuvo que ser echado a pique frente a las costas
de Montevideo, para júbilo de los británicos, el acorazado
de bolsillo Admiral Scheer cosechó todavía más éxitos en
el curso de sus operaciones. Durante un viaje que duró
ciento sesenta y un días a través del océano Atlántico y el
índico, esta nave fue responsable del hundimiento de más
de diecisiete embarcaciones. Pronto quedó patente, sin
embargo, que los submarinos eran mucho más eficaces en
proporción a su coste que los acorazados de bolsillo y
otros barcos corsarios de superficie, que hundían solo
naves de cincuenta y siete mil toneladas. Otto Kretschmer,
el capitán de U-Boot que más éxitos cosechó, hundió
treinta y siete navíos, equivalentes en total al doble del
tonelaje hundido por el Admiral Scheer. 15 Las fuerzas de
buques escolta de la Real Marina Británica empezaron a
incrementarse solo una vez que fueron reparados los
cincuenta destructores americanos viejos y cuando
empezaron a botarse corbetas nuevas en los astilleros
británicos.
El almirante Karl Dönitz, jefe del mando de
submarinos de la Kriegsmarine, veía su misión como una
«guerra de tonelajes»: sus U-Boote debían darse más prisa
en hundir barcos que la que pudieran darse los británicos en
construirlos. A mediados de octubre de 1940, Dönitz
desarrolló una táctica «en manada» (Rudeltaktik),
consistente en agrupar hasta una docena de submarinos en
cuanto era avistado un convoy, para empezar a hundir las
naves durante la noche. El resplandor de una embarcación
ardiendo iluminaba a las otras o recortaba su silueta en la
oscuridad. El primer ataque en manada fue lanzado contra
el Convoy SC-7 y supuso el hundimiento de diecisiete
barcos. Inmediatamente después, Günther Prien, el
comandante de submarinos que había hundido el Royal
Oak, de la Marina de Su Majestad, en Scapa Flow,
capitaneó un ataque en manada contra el Convoy HX-79,
procedente de Halifax. Con solo cuatro submarinos hundió
doce barcos de los cuarenta y nueve que componían la
expedición. En febrero de 1941, las pérdidas de los
Aliados volvieron a incrementarse. Solo en el mes de
marzo los barcos de escolta de la Marina Real lograron
vengarse hasta cierto punto hundiendo tres U-Boote, entre
ellos el U-47, capitaneado por Prien, y capturando el U-99
y a su capitán, Otto Kretschmer.
La introducción del submarino de gran alcance tipo IX
no tardó en aumentar de nuevo las pérdidas hasta el verano,
cuando las interceptaciones Ultra lograron marcar la
diferencia y llegó la ayuda de la marina estadounidense que
a partir del mes de septiembre escoltaría a los barcos que
atravesaban el Atlántico occidental. En esta época la labor
de interceptación de señales de Bletchley Park no solía dar
lugar directamente al hundimiento de los submarinos, pero
ayudaba en gran medida a los encargados de planificar los
convoyes proporcionándoles «rutas evasivas», lo que
comportaba apartarlos de las zonas donde se concentraban
las «manadas». Proporcionó también al Servicio de
Inteligencia Naval y al Mando Costero de la RAF una idea
más clara de los procesos operativos y de reabastecimiento
de la Kriegsmarine.
La batalla del Atlántico supuso una vida de monotonía
marítima frente a un trasfondo constante de temor. Los
más valientes entre los valientes fueron los tripulantes de
los petroleros, que sabían que navegaban a bordo de
bombas incendiarias gigantes. Ninguno de ellos, desde el
capitán hasta el más humilde marinero de cubierta, podía
dejar de preguntarse si estaban siendo acechados por los
submarinos y si iban a ser arrojados de su litera por la onda
expansiva producida como consecuencia de la explosión de
un torpedo. Solo los temporales y el mar embravecido
parecían reducir el peligro.
Llevaban una vida constantemente expuesta a la
humedad y al frío, cubiertos con abrigos y gorros de lona
encerada, y con pocas oportunidades de ponerse ropa seca.
A los vigías les dolían los ojos de tanto escrutar
desesperadamente el mar plomizo en busca de un
periscopio. Solo disfrutaban de descanso y de un poco de
comodidad cuando podían tomar una taza de chocolate
caliente y un bocadillo de carne enlatada. En los barcos de
escolta, en su mayoría destructores y corbetas, el
movimiento de las pantallas de radar, junto con el sonido
metálico del Asdic y los ecos del sonar, producía una
fascinación hipnótica y terrible. La tensión psicológica era
mayor incluso entre los marinos de la flota mercante
debido a que no podían responder al fuego si eran atacados.
Todos sabían que si el convoy era atacado por una manada y
se veían obligados a saltar al agua llena de petróleo después
de haber sido torpedeados, sus oportunidades de ser
rescatados eran mínimas. Si un barco se paraba a recoger a
los supervivientes se convertía en blanco fácil de cualquier
submarino. El alivio que suponía llegar al Mersey o al
Clyde en el viaje de vuelta transformaba por completo el
ambiente reinante a bordo de las embarcaciones.
Los tripulantes de los U-Boote alemanes llevaban una
vida todavía más incómoda. Los mamparos chorreaban de
vaho y el aire era pestilente debido al hedor producido por
la ropa húmeda y los cuerpos sin lavar. Pero en general la
moral reinante era alta en aquellos momentos de la guerra,
en los que ellos no cesaban de cosechar tantos éxitos y las
contramedidas británicas todavía estaban en fase de
desarrollo. La mayor parte del tiempo lo pasaban en la
superficie, lo cual servía para aumentar la velocidad y
ahorrar combustible. El mayor peligro lo representaban los
hidroaviones. En cuanto era avistado uno de estos aparatos,
sonaba la señal de alarma y el submarino ejecutaba una
inmersión inmediata, maniobra que tenían muy bien
aprendida. Pero hasta que no se instalaron radares en los
aviones, las oportunidades que había de localizar un
submarino siguieron siendo bastante remotas.
En abril de 1941, las pérdidas de los Aliados en
embarcaciones llegaron a las seiscientas ochenta y ocho
mil toneladas, pero estaban produciéndose algunas
novedades alentadoras. La cobertura aérea de los convoyes
se amplió, aunque seguía abierto el «hueco de
Groenlandia», la gran zona central del Atlántico Norte que
quedaba fuera del alcance de la Real Fuerza Aérea
Canadiense por un lado y del Mando Costero de la RAF por
otro. Frente a las costas de Noruega fue capturado un
arrastrero armado alemán, que llevaba a bordo dos
máquinas de codificación Enigma con los ajustes del mes
anterior. Y el 9 de mayo, el Bulldog, de la Marina de Su
Majestad, logró hacer salir por la fuerza a la superficie al
U-110, Un pelotón de abordaje armado se apoderó de sus
libros de códigos y de la máquina Enigma antes de que
pudieran ser destruidos. Otras embarcaciones capturadas,
entre ellas una estación meteorológica y un transporte,
también proporcionaron valiosas presas. Pero cuando los
convoyes aliados empezaron a escapar de las trampas
tendidas por los submarinos, y más tarde, cuando tres UBoote fueron víctimas de una emboscada frente a las costas
de Cabo Verde, Dönitz comenzó a sospechar que
probablemente sus códigos habían sido descifrados. La
seguridad de Enigma fue reforzada.
Aquel año en general había sido bastante duro para la
Marina Real. El 23 de mayo, al tiempo que aumentaban las
pérdidas en el Mediterráneo durante la batalla de Creta,
estalló el gran crucero de batalla Hood al ser alcanzado por
una sola bomba procedente del Bismarck en el Estrecho de
Dinamarca, entre Groenlandia e Islandia. El almirante
Günther Lütjens había navegado desde el mar Báltico a
bordo del Bismarck acompañado del crucero pesado Prinz
Eugen. La conmoción en Londres fue enorme. Y también
fue enorme el deseo de venganza. Más de cien navíos
participaron en la caza del Bismarck, entre ellos los
acorazados King George V y Rodney, y el portaaviones
Ark Royal.
El crucero Suffolk, que iba tras el barco alemán, le
perdió la pista, pero el 26 de mayo, cuando en la escuadra
de acorazados británicos empezaba a escasear el
combustible, un hidroavión Catalina avistó al Bismarck. Al
día siguiente, a pesar del mal tiempo, despegaron del Ark
Royal varios torpederos Swordfish. Dos torpedos
inutilizaron los timones del Bismarck, que se dirigía a la
seguridad del puerto de Brest. Lo único que podía hacer el
gran buque de guerra alemán era dar vueltas y más vueltas
en círculo. Esto permitió al King George V y al Rodney
acercarse para asestarle el golpe de gracia con andanadas
masivas disparadas con su principal armamento. El
almirante Lütjens envió un último mensaje: «Navío incapaz
de maniobrar. Lucharemos hasta la última bala. ¡Viva el
Führer!» Acudió también el crucero Dorsetshire, de la
Marina de Su Majestad, para acabar con él a golpes de
torpedo. Lütjens, que ordenó echar a pique el barco, murió
junto con sus dos mil doscientos hombres. Solo se
rescataron de las aguas ciento diez tripulantes.
12
BARBARROJA
(abril-septiembre de 1941)
En la primavera de 1941, mientras la invasión de
Yugoslavia por Hitler se veía rápidamente coronada por el
éxito, Stalin se decidía por seguir una política de cautela.
El 13 de abril, la Unión Soviética firmó con Japón un
«pacto de neutralidad» de un año, reconociendo a su
régimen títere de Manchukuo. Aquello era la culminación
de lo que Chiang Kai-shek había venido temiendo desde la
firma del Tratado Molotov-Ribbentrop. En 1940 el líder
nacionalista chino había intentado jugar un doble juego
ofreciendo proposiciones de paz a los japoneses. Esperaba
obligar de ese modo a la Unión Soviética a aumentar sus
niveles de apoyo —que últimamente habían disminuido
mucho— y sabotear de paso su acercamiento a Tokio. Pero
Chiang sabía también que un verdadero pacto con los
japoneses habría supuesto poner en manos de Mao y los
comunistas el liderazgo de las masas de China, pues el
acuerdo sería visto como un acto terrible de cobardía y de
traición.
Cuando Japón firmó el Pacto Tripartito en septiembre
de 1940, Chiang Kai-shek, al igual que Stalin, se dio cuenta
de que aumentaban las posibilidades de que los japoneses
se enfrentaran a los americanos y se sintió sumamente
aliviado ante semejante perspectiva.1 La supervivencia de
China estaba ahora en manos de los Estados Unidos, aunque
Chiang sospechaba que la Unión Soviética acabaría
formando parte también de una alianza antifascista. Preveía
que el mundo estaba a punto de polarizarse de una forma
más coherente. La partida de ajedrez tridimensional iba a
acabar siendo bidimensional.
Tanto el régimen soviético como el japonés, que se
detestaban mutuamente, querían asegurarse su puerta
trasera. En abril de 1941, tras firmar el pacto de neutralidad
soviético-nipón, Stalin se presentó personalmente en la
estación de ferrocarril de Yaroslavsky, en Moscú, para
despedir al ministro de asuntos exteriores japonés,
Matsuoko Yösuke, que seguía borracho después de
disfrutar de la generosa hospitalidad del líder soviético.2
Entre la multitud que se agolpaba en el andén, Stalin divisó
de repente al coronel Hans Krebs, el agregado militar
alemán (que sería el último jefe del estado mayor en
1945). Para mayor asombro del oficial germánico, Stalin le
dio una palmada en la espalda y dijo: «Debemos seguir
siendo amigos siempre, pase lo que pase». Su aspecto
crispado y enfermizo desmentía la afabilidad del dictador.
«Estoy convencido de ello», replicó Krebs, recuperándose
enseguida de su desconcierto. Evidentemente le costaba
trabajo creer que Stalin no se hubiera imaginado todavía
que Alemania se disponía a lanzar la invasión.3
Hitler estaba sumamente seguro de sí mismo. Había
decidido no hacer caso de las viejas advertencias de
Bismarck en contra de la invasión de Rusia y reconocía al
mismo tiempo los peligros que podía acarrear una guerra
en dos frentes. Justificaba su inveterada ambición de
aplastar el «bolchevismo judío» como la forma más segura
de obligar a Gran Bretaña a transigir. Una vez derrotada la
Unión Soviética, Japón estaría en condiciones de desviar la
atención de los Estados Unidos hacia el Pacífico y de
obligar a los americanos a apartar los ojos de Europa. Pero
el objetivo primordial de las autoridades nazis era
asegurarse el petróleo y los productos alimenticios de la
Unión Soviética, que a su juicio habrían de hacer invencible
a Alemania. Con el «Plan Hambre» (Hungerplan), ideado
por el Staatssekretär Herbert Backe, se suponía que la
incautación de la producción alimenticia soviética por
parte de la Wehrmacht daría lugar a la muerte de treinta
millones de personas, sobre todo en las ciudades.
Hitler, Göring y Himmler habían acogido con
entusiasmo el plan radical de Backe. Daba la impresión de
que podía ser una solución espectacular al problema cada
vez más acuciante del abastecimiento de comida y un arma
importantísima en su guerra ideológica contra el eslavismo
y el «bolchevismo judío». La Wehrmacht le dio también su
aprobación. La posibilidad de alimentar a sus tres millones
de hombres y a sus seiscientos mil caballos con los
recursos de la zona aliviaría muchísimo las dificultades de
abastecimiento a lo largo de unas distancias enormes con
un transporte ferroviario insuficiente. Es evidente que,
según esas mismas directrices, debía dejarse
sistemáticamente morir de hambre a los prisioneros de
guerra soviéticos. Así, pues, antes incluso de que se
dispararan los primeros tiros, la Wehrmacht se convirtió en
cómplice activo de una guerra genocida de aniquilación.4
El 4 de mayo, flanqueado por su lugarteniente Rudolf
Hess y por el Reichsmarschall Göring, Hitler pronunció un
discurso en el Reichstag. Afirmó que el estado nacional
socialista «durará mil años». Seis noches más tarde, Hess
despegó de Berlín en un Messerschmitt 110 sin avisar a
nadie. Voló a Escocia a la luz de la luna y se lanzó en
paracaídas, pero se rompió el tobillo al caer al suelo. Los
astrólogos lo habían convencido de que podría concluir un
tratado de paz con Gran Bretaña. Aunque estuviera
ligeramente perturbado, Hess sospechaba a todas luces, lo
mismo que Ribbentrop, que la invasión de la Unión
Soviética podía resultar desastrosa. Pero la misión de paz
que se había autoencomendado estaba condenada a
convertirse en un fracaso ignominioso.
Su llegada coincidió con una de las incursiones aéreas
más duras de la Blitzkrieg, Aquella noche la Luftwaffe,
aprovechando también la «luna del bombardero», atacó Hull
y Londres, causando daños en la Abadía de Westminster, la
Cámara de los Comunes, el Museo Británico, numerosos
hospitales, la City, la Torre de Londres y los muelles. Las
bombas provocaron dos mil doscientos grandes incendios.
Los ataques hicieron ascender el número total de bajas
civiles a los cuarenta mil muertos y los cuarenta y seis mil
heridos graves.
La extraña misión de Hess causó no poco disgusto en
Londres, consternación en Alemania y profunda
desconfianza en Moscú. El gobierno británico, sin
embargo, no supo manejar el asunto. Habría debido
anunciar directamente que Hitler había intentado presentar
una propuesta de paz, y que esta había sido rechazada sin
más. Lo cierto es que Stalin estaba convencido de que el
aparato de Hess había contado con la ayuda del Servicio
Secreto de Inteligencia británico. Hacía tiempo que venía
sospechando que Churchill pretendía soliviantar a Hitler
para que atacara la Unión Soviética. Ahora se preguntaba si
el primer ministro inglés, el antibolchevique por
antonomasia, no estaría conspirando con Alemania. Stalin
ya había desoído todas las advertencias procedentes de
Gran Bretaña acerca de los preparativos de los alemanes
para invadir la Unión Soviética calificándolas de
anglyiskaya provokatsiya, Incluso las informaciones
detalladas de sus propios servicios de inteligencia fueron
rechazadas airadamente, a menudo con el pretexto de que
los agentes destacados en el extranjero habían sido
corrompidos por las influencias foráneas.
Stalin siguió aceptando las seguridades de Hitler,
ofrecidas en una carta escrita a primeros de año, en el
sentido de que las tropas alemanas estaban siendo
trasladadas al este únicamente con el fin de ponerlas fuera
del alcance de los bombardeos británicos. El teniente
general Filipp Ivanovich Golikov, director del
departamento de inteligencia militar, el GRU, hombre
carente por completo de experiencia, estaba también
convencido de que Hitler no atacaría la Unión Soviética
hasta haber conquistado Gran Bretaña. Golikov se negó a
facilitar a Zhukov, jefe del estado mayor, y a Timoshenko,
que había reemplazado a Voroshilov en el cargo de
comisario de defensa, cualquiera de los informes de
inteligencia de su departamento acerca de las intenciones
de los alemanes. No obstante, los soviéticos eran
conscientes de la concentración de fuerzas de la
Wehrmacht y habían elaborado un plan de contingencias en
un documento de fecha 15 de mayo, en el que se analizaba
la posibilidad de llevar a cabo un ataque preventivo para
frustrar los preparativos alemanes. Además, Stalin había
accedido a una concentración de fuerzas como medida de
precaución, con el llamamiento a filas de ochocientos mil
reservistas y el despliegue de casi treinta divisiones a lo
largo de la frontera occidental del país.
Algunos historiadores revisionistas han intentado dar a
entender que todo respondía a un verdadero plan de atacar
Alemania, con el afán en cierto modo de justificar la
consiguiente invasión de Hitler. Pero lo cierto es que el
Ejército Rojo no estaba en el verano de 1941 en
condiciones de lanzar una ofensiva en serio, y en cualquier
caso la decisión de Hitler de invadir la URSS había sido
tomada bastante antes. Por otro lado, no cabe excluir la
posibilidad de que Stalin, alarmado por la rapidez con la
que había sido derrotada Francia, estuviera considerando la
posibilidad de llevar a cabo un ataque preventivo en el
invierno de 1941 o más probablemente en 1942, cuando el
Ejército Rojo estuviera mejor adiestrado y equipado.5
Cada vez llegaban más informes que confirmaban el
peligro de la invasión alemana. Stalin rechazó los
comunicados de Richard Sorge, su agente más eficaz,
desde la embajada alemana en Tokio. En Berlín, el agregado
militar soviético había descubierto que estaban siendo
desplegadas ciento cuarenta divisiones alemanas a lo largo
de la frontera de la URSS. La embajada soviética en Berlín
había conseguido incluso las pruebas de un diccionario
ruso de bolsillo que debía ser repartido entre los soldados
alemanes de modo que supieran decir «¡Manos arriba!»,
«¿Eres comunista?», «¡Voy a disparar!», o «¿Dónde está el
director de la granja colectiva?»
La advertencia más sorprendente llegó del embajador
alemán en Moscú, el conde Friedrich von der Schulenburg,
hombre de convicciones antinazis que sería ejecutado
posteriormente por su participación en la conjura del 20 de
julio de 1944 para asesinar a Hitler. Cuando comunicaron a
Stalin el aviso de von Schulenburg, el líder soviético
estalló en un arrebato de desconfianza: «¡La
desinformación ha llegado ya a nivel de los embajadores!»,
exclamó.6 No queriendo reconocer de ninguna manera la
situación, Stalin se convenció a sí mismo de que lo único
que pretendían los alemanes era presionarlo para que
hiciera más concesiones en la firma de un nuevo pacto.
Irónicamente, la sinceridad de von Schulenburg fue la
única excepción en el hábil juego de engaños desarrollado
por la diplomacia alemana. Incluso Ribbentrop, por el que
tanto desprecio sentía Stalin, jugó astutamente para
incrementar las sospechas que el dictador soviético
abrigaba sobre Churchill, de modo que las advertencias
británicas acerca de la Operación Barbarroja produjeran en
él la reacción contraria. También habían llegado a oídos de
Stalin los planes que tenían los Aliados de bombardear los
campos de petróleo de Bakú durante la guerra con
Finlandia. Y la ocupación de Besarabia por los soviéticos
en junio de 1940, que el rey Carol, persuadido por
Ribbentrop, había aceptado como un hecho consumado,
había acabado por echar a Rumania directamente en los
cínicos brazos de Hitler.
La política de apaciguamiento de Hitler seguida por
Stalin había continuado con un incremento sustancial de los
suministros con destino a Alemania de grano, combustible,
algodón, metales y caucho comprado en el Sudeste
Asiático, saltándose el bloqueo impuesto por Gran Bretaña.
Mientras estuvo en vigencia el Pacto Molotov-Ribbentrop,
la Unión Soviética llegó a proporcionar al Reich veintiséis
mil toneladas de cromo, ciento cuarenta mil toneladas de
manganeso y más de dos millones de toneladas de petróleo.
A pesar de recibir más de ochenta avisos claros de la
invasión —de hecho probablemente más de cien—, parece
que a Stalin le preocupaba más «el problema de la
seguridad a lo largo de nuestra frontera noroccidental», es
decir con las Repúblicas Bálticas. La noche del 14 de
junio, una semana antes de la invasión alemana, sesenta mil
estonios, treinta y cuatro mil letones, y treinta y ocho mil
lituanos fueron metidos a la fuerza en camiones de ganado
para su deportación a campos de concentración en puntos
alejados del interior de la URSS. Stalin siguió sin dejarse
convencer, cuando, durante la semana inmediatamente
anterior a la invasión, los barcos alemanes abandonaron
precipitadamente los puertos de la Unión Soviética y el
personal de la embajada en Moscú fue evacuado.7 «Esta es
una guerra de exterminio», había dicho Hitler a sus
generales el 30 de marzo. «Los mandos deben estar
dispuestos a sacrificar sus escrúpulos personales».8 La
única preocupación de los oficiales de alto rango era el
efecto sobre la disciplina. Sus instintos más viscerales —
antieslavos, anticomunistas y antisemitas— estaban en
línea con la ideología nazi, aunque a muchos de ellos no les
gustaran ni el partido ni sus burócratas. El hambre, se les
dijo, iba a ser un arma bélica, y se calculaba que unos
treinta millones de ciudadanos soviéticos morirían por
falta de alimentación. De esa forma sería eliminada una
parte considerable de la población, dejando un número
suficiente de individuos para que hicieran de esclavos en un
«Jardín del Edén» colonizado por los alemanes. El sueño
de Lebensraum que acariciaba Hitler parecía por fin casi al
alcance de la mano.
El 6 de junio se publicó la famosa «Orden de los
Comisarios», en la que se rechazaba específicamente el
respeto del derecho internacional. Esta y otras directivas
por el estilo exigían el fusilamiento de los politruks o
comisarios políticos soviéticos, los poseedores de carnet
del partido comunista, los saboteadores y los varones
judíos, considerados todos partisanos.
Durante la noche del 20 de junio, el OKW difundió la
palabra clave «Dortmund». En el diario de guerra se dice:
«Por medio de ella se ordena definitivamente el comienzo
de los ataques el día 22 de junio. La orden debe
transmitirse a los distintos Grupos de Ejército».9 Hitler,
alterado ante la proximidad del gran momento, se dispuso a
trasladarse a su nuevo cuartel general cerca de Rastenburg,
cuyo nombre en clave era la Wolfsschanze, o Guarida del
Lobo. Seguía convencido de que el Ejército Rojo y todo el
sistema soviético iban a venirse abajo. «Solo tenemos que
pegar una patada a la puerta y todo el edificio podrido se
hundirá», había dicho a sus altos mandos.
En privado los oficiales más serios destacados en las
fronteras orientales abrigaban no pocas dudas. Algunos
habían releído el relato del general Armand de Caulaincourt
acerca de la marcha de Napoleón sobre Moscú y su terrible
retirada. Los oficiales y los soldados más viejos que habían
combatido en Rusia durante la Primera Guerra Mundial
también se sentían incómodos. Pero la triunfal serie de
conquistas de la Wehrmacht —en Polonia, Escandinavia,
los Países Bajos, Francia y los Balcanes— tranquilizó a la
mayoría de los alemanes convenciéndoles de que sus
tropas eran invencibles. Los oficiales decían a sus hombres
que estaban «ante la mayor ofensiva que había existido
nunca».10 Había por lo menos tres millones de soldados
alemanes, que no tardarían en contar con el apoyo de los
ejércitos de Finlandia, Rumania, Hungría y finalmente
Italia, en su cruzada contra el bolchevismo.
En los bosques de pinos y abedules que ocultaban los
aparcamientos de vehículos, en las tiendas de los cuarteles
generales y de los regimientos de transmisiones, así como
en las de las unidades de combate, los oficiales informaban
a sus hombres. Muchos aseguraban que solo tardarían tres
o cuatro semanas en aplastar al Ejército Rojo. «Esta
mañana, a primera hora», escribía un soldado de una
división de montaña, «hemos salido, gracias a Dios, contra
nuestro enemigo mortal, el bolchevismo. Realmente
menudo peso me he quitado de encima. Por fin se ha
acabado esta incertidumbre, y ya sabemos lo que hay. Soy
sumamente optimista... Y creo que si nos apoderamos de
todo este país hasta los Urales junto con sus materias
primas, Europa podrá alimentarse sola, y luego que la
guerra por mar dure lo que quiera».11 Un suboficial de
transmisiones de la División de la SS Das Reich se
mostraba todavía más seguro. «Tengo el convencimiento de
que para la destrucción total de Rusia no se necesitará más
tiempo que en Francia, así que todavía podrían cumplirse
mis cálculos de estar ya de permiso en agosto».12
Hacia la medianoche de aquel día de verano, se
pusieron en marcha las primeras unidades para ocupar sus
posiciones de ataque, al tiempo que los últimos trenes
cargados con productos soviéticos seguían pasando ante
ellos camino de Alemania. Las oscuras siluetas de los
carros de combate en formación emitían nubes de gas por
los tubos de escape cada vez que se encendían sus motores.
Los regimientos de artillería retiraron las redes de
camuflaje de sus cañones para arrastrarlos cerca de las
pilas escondidas de bombas y situarlos en sus posiciones
de disparo. En la margen izquierda del río Bug, fueron
arrastrados hasta el borde legamoso del agua pesadas
embarcaciones de asalto de goma, mientras los hombres
hablaban en voz baja por si sus palabras llegaban a través de
la corriente a oídos de los guardias fronterizos del NKVD.
Frente a la gran fortaleza de Brest-Litovsk se había
derramado arena sobre las carreteras para que las botas
militares no hicieran ruido. Era una mañana fría y clara, y
los prados estaban cubiertos de rocío. Los pensamientos de
los hombres se dirigieron instintivamente hacia sus
esposas e hijos, hacia sus novias y sus padres, todos
despiertos a aquella hora en Alemania y felizmente
ignorantes de la grandiosa empresa que los aguardaba.
Durante la noche del 21 de junio, Stalin, en el
Kremlin, iba poniéndose cada vez más nervioso. El
vicedirector del NKVD acababa de comunicarle que aquel
mismo día se habían producido no menos de «treinta y
nueve incursiones aéreas sobre la frontera estatal de la
URSS».13 Cuando le hablaron de cierto desertor alemán, un
ex comunista que había cruzado las líneas para avisar del
ataque, Stalin ordenó inmediatamente que lo fusilaran por
ser culpable de desinformación. A lo más que se avino ante
sus generales, cada vez más angustiados, fue a poner las
baterías antiaéreas que rodeaban Moscú en estado de alerta
y a dictar una orden para los mandos militares de las zonas
fronterizas avisándoles de que estuvieran preparados, pero
que no respondieran al fuego. Stalin se aferraba a la idea de
que cualquier ataque que se produjera no podía ser obra de
Hitler. Tenía que ser una provokatsiya de los generales
alemanes.
Stalin se fue a acostar a una hora inusualmente
temprana en su dacha de las afueras de Moscú. Zhukov
llamó por teléfono a las 04.45 e insistió en que lo
despertaran. Había habido noticias de que se habían
producido un bombardeo alemán sobre la base naval
soviética de Sebastopol y otros ataques. Stalin permaneció
en silencio largo tiempo, respirando pesadamente, y a
continuación dijo a Zhukov que las tropas no debían
responder utilizando la artillería. Se dispuso a convocar una
reunión del Politburó.
Cuando este se reunió en el Kremlin a las 05.45,
Stalin siguió negándose a creer que Hitler supiera nada del
ataque. Molotov recibió el encargo de convocar a
Schulenburg, quien le comunicó que Alemania y la Unión
Soviética se hallaban en estado de guerra. Después de las
advertencias que había hecho pocas semanas antes, el
embajador encontró muy extraño el asombro que produjo
su declaración. Molotov, abatido, regresó a la reunión para
contárselo todo a Stalin. Cuando acabó de hablar, se adueñó
de la sala un silencio opresivo.
En las primeras horas del 22 de junio, por toda la franja de
Europa del este, desde el Báltico hasta el mar Negro,
decenas de miles de oficiales alemanes empezaron a mirar
sus relojes, que llevaban sincronizados, a la luz de las
linternas. Justo a la hora debida, oyeron motores de aviones
a sus espaldas. Los soldados, que estaban impacientes,
levantaron la vista hacia el cielo nocturno y vieron cómo
las compactas escuadrillas de la Luftwaffe avanzaban sobre
sus cabezas, volando hacia la luz del amanecer que iba
encendiéndose por el este a lo largo del vasto horizonte.
A las 03.15 según el horario alemán (una hora más en
Moscú), empezó un fuerte bombardeo de la artillería. De
ese modo, el primer día de la guerra germano-soviética, la
Wehrmacht aplastó con toda facilidad la línea defensiva de
la frontera a lo largo de un frente de mil ochocientos
kilómetros de extensión. Los guardias fronterizos fueron
fusilados estando todavía en paños menores y sus familias
perecieron en sus barracones, víctimas de la acción de la
artillería. «En el curso de la mañana», señalaba el diario de
guerra del OKW, «se refuerza la impresión de que la
sorpresa ha funcionado en todos los sectores». Los
cuarteles generales fueron informando uno tras otro de que
los puentes de su correspondiente sector habían sido
tomados intactos. En cuestión de horas, las principales
formaciones blindadas fueron apoderándose de los
depósitos de suministros soviéticos.14
El Ejército Rojo había sido cogido casi
completamente desprevenido. Durante los meses previos a
la invasión, el líder soviético lo había obligado a avanzar
más allá de la línea Stalin dentro de las viejas fronteras y a
establecer una defensa adelantada a lo largo de la nueva
frontera Molotov-Ribbentrop. No se había hecho lo
suficiente para preparar las nuevas posiciones, a pesar de
los vigorosos intentos realizados por Zhukov. Menos de la
mitad de los puntos fuertes disponían de armamento pesado
de algún tipo. Los regimientos de artillería estaban sin sus
tractores, que habían sido enviados a ayudar a recoger la
cosecha. Y la aviación soviética se encontraba en tierra,
con los aviones dispuestos en fila, presentando un blanco
perfecto para los ataques preventivos lanzados por la
Luftwaffe contra sesenta y seis aeródromos. Se ha dicho
que el primer día de la ofensiva fueron destruidos mil
ochocientos cazas y bombarderos soviéticos, en su
mayoría en tierra. La Luftwaffe perdió solo treinta y cinco
aparatos.
Incluso después de las campañas relámpago de Hitler
contra Polonia y Francia, el plan de defensa de los
soviéticos daba por supuesto que dispondrían de entre diez
y quince días antes de que el grueso de las fuerzas entrara
en acción. La negativa de Stalin a reaccionar y la actitud
despiadada de la Wehrmacht no les dejaron tiempo alguno.
Parte de los comandos Brandenburgo del Regimiento 800
había logrado infiltrarse antes de que diera comienzo el
ataque y otros habían sido lanzados en paracaídas sobre
puentes seguros y habían cortado las líneas telefónicas. En
el sur, también habían sido enviados nacionalistas
ucranianos para sembrar el caos y alentar la sublevación
contra los dominadores soviéticos. Como consecuencia de
todo ello, los mandos soviéticos no supieron lo que estaba
pasando y se vieron incapaces de dar órdenes y de
comunicarse con sus superiores.
Desde la frontera de Prusia oriental, el Grupo de
Ejércitos Norte del Generalfeldmarschall Wilhelm von
Leeb invadió las Repúblicas Bálticas y se dirigió a
Leningrado. Su avance contó con la ayuda inestimable de
los comandos Brandenburgo, vestidos con los uniformes
marrones de los soviéticos, que tomaron el doble puente
ferrocarril/ carretera sobre el río Duina el 26 de junio. El
LVI Panzer Korps del Generalleutnant von Manstein,
avanzando a razón de casi ochenta kilómetros diarios,
estaría a medio camino de su objetivo en solo cinco días.
Aquella «carrera impetuosa», escribiría más tarde von
Manstein, «era la realización del sueño de cualquier
comandante de una unidad de tanques».15
Al norte de los pantanos del Pripet, el Grupo de
Ejércitos Centro, al mando del Generalfeldmarschall
Fedor von Bock, avanzó rápidamente por Bielorrusia y no
tardó en librar una gran batalla de envolvimiento en torno a
Minsk con ayuda de los grupos de blindados de Guderian y
del Generaloberst Hermann Hoth. La única resistencia
fuerte que encontró fue la de la gran fortaleza de BrestLitovsk, en plena frontera. La 45.ª División de Infantería
austríaca sufrió muchísimas bajas, muchas más de las que
sufriera en toda la campaña de Francia, cuando sus grupos
de asalto intentaron hacer salir a los tenaces defensores de
la fortaleza con lanzallamas, gases lacrimógenos y
granadas. Los supervivientes, sufriendo una sed terrible y
sin suministros médicos de ningún tipo, combatieron
durante tres semanas hasta caer heridos o quedarse sin
munición. Pero cuando volvieron en 1945 de su estancia en
los campos de prisioneros de Alemania el increíble valor
que habían mostrado no los salvó del confinamiento en el
Gulag. Mientras tanto Stalin había decretado que la
rendición constituía un delito de traición a la Madre Patria.
La guardia de fronteras del NKVD también se batió
desesperadamente, cuando no fue cogida por sorpresa.
Pero con demasiada frecuencia los oficiales del Ejército
Rojo abandonaban a sus hombres y salían huyendo, presa
del pánico. Ante el caos de las comunicaciones, los
mandos quedaron paralizados o bien por falta de
instrucciones o bien por recibir órdenes de contraatacar
que no tenían relación alguna con la situación reinante
sobre el terreno. La purga del Ejército Rojo había hecho
que quedaran solo oficiales sin experiencia de mando al
frente de divisiones y de cuerpos enteros de ejército,
mientras que el miedo a las denuncias y a las detenciones
por parte del NKVD había acabado con todo tipo de
iniciativa. Era probable que hasta el comandante más
valeroso se pusiera a temblar y a sudar de miedo si de
repente aparecían en su cuartel general los agentes del
NKVD con sus galones verdes y su gorra de plato. El
contraste con el sistema de Auftragstaktik del ejército
alemán, consistente en asignar una tarea a mandos de
menor rango y confiar en que la realizaran lo mejor que les
pareciera, no podía ser mayor.
El Grupo de Ejércitos Sur, al mando del
Generalfeldmarschall Von Rundstedt, entró en Ucrania.
Rundstedt no tardó en contar con la ayuda de dos ejércitos
rumanos deseosos de recuperar Besarabia de los soviéticos
que se la habían quitado. Su dictador y general en jefe, el
mariscal Ion Antonescu, había asegurado a Hitler diez días
antes: «¡Por supuesto que estaré allí desde el primer
momento! Cuando se trate de actuar contra los eslavos,
puede usted contar siempre con Rumania».16
Tras redactar un discurso en el que hacía pública la
invasión, Stalin dijo a Molotov que lo leyera a medio día
por la radio soviética. El comunicado fue transmitido por
medio de megáfonos a las multitudes que se encontraban
en las calles. La aburrida voz del ministro de asuntos
exteriores acabó la lectura con la siguiente declaración:
«Nuestra causa es justa, el enemigo será aplastado, la
victoria será nuestra». A pesar de su tono inexpresivo, la
población en general se sintió ofendida por aquel ultraje
contra la Madre Patria. Inmediatamente se formaron
larguísimas colas en los centros de reclutamiento. Pero
también se formaron otras colas menos ordenadas, fruto
del pánico generalizado, para comprar comida enlatada y
productos alimenticios frescos, y para retirar dinero de los
bancos.
Se produjo también una extraña sensación de alivio,
porque aquel ataque a traición había liberado a la Unión
Soviética de su alianza antinatural con la Alemania nazi. El
joven físico Andrei Sakharov se encontró más tarde a una
tía suya en un refugio antiaéreo durante un ataque de la
Luftwaffe. La buena señora le dijo: «¡Por primera vez
desde hace varios años vuelvo a sentirme rusa!».17 También
en Berlín se sintieron emociones de alivio semejantes, que
se expresaban cuando la gente decía que por fin estaban
luchando contra «el verdadero enemigo».
Las alas de cazas de la aviación del Ejército Rojo,
compuestas de pilotos inexpertos y aparatos obsoletos,
tenían muy poco que hacer frente a la Luftwaffe. Los ases
de la aviación alemana no tardaron en obtener resultados
escandalosos, hasta tal punto que llamaban «infanticidio» a
la escabechina que hacían de sus enemigos, por lo fácil que
les resultaba acabar con ellos. Sus adversarios soviéticos
se sentían psicológicamente derrotados antes incluso de
enfrentarse al enemigo. Pero aunque muchos pilotos
intentaban no entrar en combate, pronto empezaron a
desarrollar un profundo deseo de venganza. Algunos de los
más valientes se limitaban a embestir a los aviones
alemanes en cuanto veían la ocasión, pues sabían que no
tenían muchas posibilidades de pegarse a su cola y
emprender su persecución hasta abatirlos.
El novelista y corresponsal de guerra Vasily
Grossman describe cómo esperó el regreso de los aviones
de un ala de cazas en un aeródromo situado cerca de
Gomel, en Bielorrusia. «Por fin, tras un afortunado ataque
contra una columna alemana, regresaron y aterrizaron los
cazas. El aparato de su comandante llevaba carne humana
pegada al radiador. Ello se debía a que el avión de apoyo
había chocado con un camión cargado de munición que
saltó por los aires en el momento mismo en que volaba
sobre él el aparato del oficial al mando. Poppe, que así se
llamaba este, intenta retirar el amasijo con ayuda de una
lima. Llaman a un médico que tras examinar atentamente la
masa sanguinolenta pronuncia su veredicto: "¡Carne aria!"
Todo el mundo se echa a reír. ¡Sí, estamos en una época
despiadada, una auténtica edad de hierro!»18
«El ruso es un adversario muy duro», escribía un
soldado alemán. «No tomamos casi ningún prisionero, sino
que los fusilamos a todos».19 A lo largo de la marcha, había
quienes disparaban por diversión contra la multitud de
prisioneros del Ejército Rojo que eran enviados a
campamentos improvisados, donde los dejaban morir de
hambre a la intemperie. Algunos oficiales alemanes se
mostraron horrorizados, pero a la mayoría les preocupaba
más la falta de disciplina.
En el bando soviético, el NKVD de Beria mató a los
internos de las cárceles que habían instalado cerca del
frente para que no pudieran salvarse gracias al avance de los
alemanes. En total fueron asesinados casi diez mil polacos.
Solo en la ciudad de Lwów, el NKVD mató a cerca de
cuatro mil personas. El hedor de los cadáveres en
descomposición en medio del calor de finales de junio
invadía toda la ciudad. Las matanzas del NKVD indujeron a
los nacionalistas ucranianos a iniciar una guerra de
guerrillas contra los ocupantes soviéticos. Enloquecidos
por el miedo y el odio, los agentes del NKVD asesinaron a
otros diez mil prisioneros en las zonas de Besarabia y de
las Repúblicas Bálticas, conquistadas el año anterior. Otros
presos fueron obligados a trasladarse al este a pie, y los
guardias del NKVD descerrajaban un tiro a todo aquel que
caía desfallecido.20
El 23 de junio, Stalin creó un cuartel general del mando
supremo, asignándole el nombre zarista de Stavka. Pocos
días después, se presentó en la comisaría de defensa
acompañado de Beria y Molotov. Allí encontraron a
Timoshenko y a Zhukov, que intentaban en vano poner un
poco de orden a lo largo de aquel frente inmenso. Minsk
acababa de caer. Stalin examinó los mapas de situación y
leyó unos cuantos informes. Quedó perplejo al ver que la
situación era todavía más desastrosa de lo que se había
temido. Cubrió de improperios a Timoshenko y a Zhukov,
que no se quedaron atrás al responderle. «Lenin fundó
nuestro estado», se oyó decir al Vozhd, «y nosotros nos lo
hemos cargado».21
El líder soviético desapareció en su dacha de
Kuntsevo, dejando a los demás miembros del Politburó
desconcertados. Algunos murmuraban que Molotov iba a
asumir el mando, pero todos estaban demasiado asustados
para hacer nada contra el dictador. El 30 de junio,
decidieron que había que crear un Comité Estatal de
Defensa con poderes absolutos. Se trasladaron a Kuntsevo
para entrevistarse con Stalin. Cuando llegaron, lo
encontraron ojeroso y cansado, convencido a todas luces
de que estaban allí para detenerlo. Preguntó a qué habían
venido. Cuando le explicaron que debía encargarse de
presidir aquel gabinete de guerra de emergencia, reveló su
sorpresa, pero accedió a asumir el mando. Ha llegado a
decirse que la marcha de Stalin del Kremlin fue una
estratagema en la más pura tradición de Iván el Terrible
para animar a cualquiera de los oponentes que pudiera tener
en el Politburó a dar la cara, y poder así aplastarlos luego
sin piedad, pero todo son puras especulaciones.
Stalin regresó al Kremlin al día siguiente, el 1 de
julio. Dos días más tarde, hizo su propia alocución
radiofónica al pueblo soviético. Sus instintos le ayudaron.
Sorprendió a sus oyentes dirigiéndose a ellos como
«Camaradas, ciudadanos, hermanos y hermanas». Ningún
dueño del Kremlin se había dirigido nunca a su pueblo en
unos términos tan familiares. Los invitaba a defender a la
Madre Patria utilizando una política de guerra total basada
en una estrategia de tierra quemada, y para ello evocaba la
Guerra Patriótica de Rusia contra Napoleón. Stalin sabía
que los pueblos soviéticos estarían más dispuestos a dar su
vida por su país que por la ideología comunista. Consciente
de que el patriotismo viene determinado por la guerra,
Stalin se dio cuenta de que la invasión lo reavivaría.
Tampoco ocultó en ningún momento la gravedad de la
situación, aunque no hizo nada por reconocer el papel que
él mismo había desempeñado en la catástrofe. Ordenó
también que se llevara a cabo una leva popular (narodnoye
opolcheniye), Se esperaba que aquellos batallones de
milicianos mal armados, verdadera carne de cañón,
ralentizaran el avance de las divisiones blindadas alemanas,
prácticamente solo con sus cuerpos.
Los terribles sufrimientos de los civiles que se vieran
atrapados en los combates no entraban en los cálculos de
Stalin. Los refugiados, conduciendo los rebaños de reses
de las granjas colectivas, intentaban en vano escapar antes
de que llegaran las divisiones blindadas. El 26 de junio, el
escritor Aleksandr Tvardovsky contempló un espectáculo
extraordinario por la ventanilla del vagón cuando el tren en
el que viajaba se detuvo en medio del campo en Ucrania.
«Todo el terreno estaba cubierto de personas tumbadas,
sentadas, formando un verdadero enjambre», escribió en su
diario. «Llevaban hatillos, mochilas, maletas, cochecitos de
niños y carretillas. Nunca había visto que la gente pudiera
llevar consigo una cantidad tan enorme de enseres al
abandonar sus casas precipitadamente. Probablemente
hubiera decenas de miles de personas en medio del
campo... El gentío se puso en pie, empezó a moverse,
avanzando hacia la vía, hacia el tren, y la emprendió a
golpes con las paredes de los vagones. Parecía capaz de
hacer descarrilar el convoy. El tren empezó a moverse...»22
Cientos, si no miles de personas murieron en los
bombardeos de las ciudades de Bielorrusia. Los
supervivientes no salieron mucho mejor librados en su
intento de escapar hacia el este. «Cuando Minsk empezó a
arder», comentaba un periodista, «los ciegos de un asilo de
inválidos se pusieron a andar por la carretera en una fila
larguísima, atados unos a otros con toallas». Ya había una
grandísima cantidad de huérfanos de guerra, niños cuyos
padres habían sido asesinados o que se habían perdido en
medio de la confusión. Sospechando que los alemanes
pudieran utilizar a alguno de ellos como espía, el NKVD
los trató sin compasión.23
Tras el asombroso éxito conseguido en Francia, las
formaciones blindadas avanzaron a toda velocidad
aprovechando las condiciones ideales del verano, dejando
que las divisiones de infantería las alcanzaran como
pudieran. A veces, cuando la avanzadilla de los tanques se
quedaba sin municiones, era preciso desviar algunos
Heinkel 111 para que les lanzaran pertrechos en paracaídas.
Aprovechando el buen tiempo, podían verse las líneas de
avance por el rastro de poblaciones quemadas, las nubes de
polvo levantadas por los vehículos con tracción de oruga, y
el ruido constante de la infantería al marchar y de su
artillería, arrastrada por caballos. Los artilleros montados
en los armones iban cubiertos de una pálida capa de polvo
que hacía que parecieran figuras de terracota, y sus lentos
animales de tiro resollaban con regularidad resignada. Más
de seiscientos mil caballos, reunidos a lo largo de toda
Europa, como sucediera con la Grande Armée de
Napoleón, formaron la base del transporte para el grueso
de la Wehrmacht durante la campaña. Los suministros de
raciones de comida, la munición e incluso las ambulancias
de campaña dependían de la tracción animal. De no ser por
las ingentes cantidades de medios de transporte
motorizados que el ejército francés dejó sin destruir antes
de firmar el armisticio —circunstancia que provocó una
cólera tremenda a Stalin—, la mecanización del ejército
alemán se habría limitado casi por completo a los cuatro
Panzergruppen.
Las dos grandes formaciones panzer del Grupo de
Ejércitos Centro habían salido airosas de su primera gran
maniobra de envolvimiento, atrapando a cuatro ejércitos
soviéticos, con cuatrocientos diecisiete mil hombres, en la
bolsa de Bialystok, al oeste de Minsk. El Panzerzgruppe 3
de Hoth, en el flanco norte de la pinza, y el Panzergruppe
2 de Guderian, al sur, se encontraron el 28 de junio. Los
bombarderos y los Stukas de la Segunda Luftflotte
machacaron entonces a las fuerzas del Ejército Rojo que
habían quedado atrapadas. Aquel avance significaba que el
Grupo de Ejércitos Centro había penetrado en el «puente
de tierra» situado entre el río Duina, que fluye en dirección
al Báltico, y el Dniéper, que corre hacia el mar Negro.
El general Dmitri Pavlov, que había estado al mando
de la brigada de tanques soviéticos que había participado en
la Guerra Civil Española y que ahora era el comandante en
jefe del desdichado Frente Occidental, fue sustituido por el
mariscal Timoshenko. (En el Ejército Rojo un frente era
una formación militar semejante a un grupo de ejércitos.)
Pavlov no tardó en ser detenido junto con otros oficiales
de alta graduación a su mando, sometido a juicio
sumarísimo y ejecutado por el NKVD. Varios altos
oficiales desesperados se suicidaron; uno de ellos se voló
la tapa de los sesos en presencia de Nikita Khrushchev, el
comisario responsable de Ucrania.
En el norte, el grupo de ejércitos de Leeb fue bastante
bien acogido en las Repúblicas Bálticas tras las oleadas de
represión llevadas a cabo por los soviéticos y las
deportaciones de la semana anterior. Algunos grupos
nacionalistas atacaron a los soviéticos en retirada y
tomaron varias ciudades. El 5.° Regimiento de Fusileros
del NKVD fue enviado a Riga a restaurar el orden, lo que
significó represalias inmediatas contra la población letona.
«Ante los cadáveres de nuestros camaradas caídos, el
personal del regimiento juró aplastar sin piedad a los
reptiles fascistas, y ese mismo día la burguesía de Riga
sintió nuestra venganza en su propia piel». Pero también
ellos se vieron obligados enseguida a replegarse por la
costa del Báltico.24
Al norte de Kaunas, en Lituania, una formación
mecanizada soviética sorprendió a los alemanes en su
avance con un contraataque, en el que usaron tanques
pesados KV. Los proyectiles de los panzer rebotaban ante
ellos y solo pudieron ser doblegados cuando se recurrió a
los cañones de 88 mm. El Frente Noroeste de los
soviéticos se retiró al interior de Estonia, acosado por
fuerzas nacionalistas improvisadas, con las que no contaban
ni el Ejército Rojo ni los alemanes. Casi antes de que estos
últimos iniciaran la invasión del país, empezaron a llevarse
a cabo sangrientos pogromos contra los judíos, que fueron
acusados de ponerse del lado de los bolcheviques.
El Grupo de Ejércitos Sur de Rundstedt fue menos
afortunado. El coronel general Mikhail Kirponos, al mando
del Frente Sudoeste, había sido avisado por la guardia de
fronteras del NKVD. Además disponía de fuerzas más
numerosas, pues allí era donde Timoshenko y Zhukov
esperaban que se produjera la principal ofensiva. Kirponos
recibió órdenes de lanzar un contraataque masivo con cinco
formaciones mecanizadas. La más potente de ellas, provista
de tanques KV y de los nuevos T-34, estaba al mando del
general de división Andrei Vlasov. Sin embargo, Kirponos
no fue capaz de desplegar sus fuerzas con eficacia, pues las
líneas telefónicas habían sido cortadas y sus formaciones
estaban muy dispersas a lo largo de un territorio demasiado
extenso.
El 26 de junio, el Panzergruppe 1 del general de
caballería von Kleist empezó a avanzar hacia Rovno, aunque
su objetivo final era Kiev. Kirponos ordenó actuar a cinco
de sus formaciones mecanizadas con resultados muy
desiguales. Los alemanes quedaron perplejos al ver que los
T-34 y los tanques pesados KV eran superiores a cualquiera
de los suyos, pero incluso el comisario del pueblo de
defensa se había percatado de que la artillería de los
tanques soviéticos era «inadecuada antes de que diera
comienzo la guerra», y el 22 de junio, de los catorce mil
tanques rusos «solo tres mil ochocientos estaban en
condiciones de combatir».25 El adiestramiento, la táctica,
las comunicaciones por radio y la rapidez de reacción del
ejército alemán y del personal de sus unidades blindadas
resultaron muy superiores. Además, contaban con un fuerte
apoyo de las escuadrillas de Stukas. El principal peligro era
su exceso de confianza. El general de división Konstantin
Rokossovski, antiguo oficial de caballería de origen
polaco, que luego se convertiría en uno de los comandantes
más importantes de la guerra, logró atraer a la 13 Panzer
División a una emboscada de artillería cuando sus propios
tanques, por lo demás obsoletos, ya habían sido
destrozados el día anterior.
En vista del pánico continuado y las deserciones en
masa de sus soldados, Kirponos introdujo «destacamentos
de bloqueo» para obligar a sus hombres a volver al
combate. Los descabellados rumores que corrían
provocaron el caos, como había sucedido en Francia. Pero
los contraataques soviéticos, aunque costosos y pocas
veces coronados por el éxito, lograron al menos retrasar el
avance de los alemanes. Por orden de Stalin, Nikita
Khrushchev ya había iniciado un esfuerzo ingente para
evacuar la maquinaria de las fábricas y talleres de Ucrania.
Este proceso, que fue llevado a cabo de manera implacable,
consiguió trasladar el grueso de la industria de esta
república hacia la retaguardia, a los Urales e incluso más
allá. Operaciones similares se llevaron a cabo a menor
escala en Bielorrusia y en otros lugares. En total, dos mil
quinientas noventa y tres unidades industriales fueron
cambiadas de lugar a lo largo del año. Ello permitiría
finalmente a la Unión Soviética volver a empezar la
producción de armamento fuera del alcance de los
bombarderos alemanes.
El Politburó había decidido también trasladar el
cadáver momificado de Lenin y las reservas de oro y los
tesoros zaristas con el mayor secreto de Moscú a Tiumen,
en la Siberia occidental. Un tren especial, con los
productos químicos y los científicos necesarios para
asegurar la conservación del cadáver, partió de la capital a
comienzos de julio, vigilado por tropas del NKVD.26
El 3 de julio, el general Halder anotó en su diario que
probablemente no fuera exagerado decir que la victoria en
la campaña rusa había sido obtenida en el plazo de dos
semanas. Reconocía, sin embargo, que la vastedad del país
y la resistencia continuada de la población mantendrían a
las fuerzas invasoras ocupadas «durante muchas más
semanas».27 En Alemania, un estudio de la SS sobre la
actitud de la población comunicaba que la gente apostaba
por cuánto tiempo iba a tardar en acabar la guerra. Algunos
estaban convencidos de que sus ejércitos estaban ya a unos
cien kilómetros de Moscú, pero Goebbels intentó acabar
con las especulaciones. No quería que la victoria se viera
empañada por la impresión de que había tardado en llegar
más de lo esperado.
La imponente inmensidad del territorio que había
invadido la Wehrmacht, con sus horizontes infinitos,
empezó a tener efecto sobre los Landser, nombre que
recibían los soldados rasos de la infantería alemana. Los
que procedían de las regiones alpinas eran los que más se
deprimían ante la monotonía de lo que parecía un océano
interminable de tierra. Las formaciones del frente no
tardarían en comprobar que, a diferencia de Francia, había
bolsas de soldados soviéticos que seguían luchando
después incluso de haber sido rebasadas. De repente abrían
fuego desde escondites ocultos en los inmensos campos de
grano y atacaban a los refuerzos y los cuarteles generales
que se dirigían al frente. Todos los que eran capturados
vivos eran fusilados de inmediato como si fueran
partisanos.
Muchos ciudadanos soviéticos sufrieron también las
consecuencias de ese exceso de optimismo. Algunos se
decían que el proletariado alemán iba a levantarse contra
sus dominadores nazis, ahora que atacaban «la Madre Patria
de los oprimidos». Y los que desplegaban sus mapas para
señalar los éxitos del Ejército Rojo enseguida tuvieron que
guardarlos cuando se puso de manifiesto cuánto había
avanzado la Wehrmacht dentro del territorio soviético.
El triunfalismo de los ejércitos alemanes, sin
embargo, empezó pronto a disminuir. Las grandes batallas
de envolvimiento, especialmente la de Smolensk, se
volvieron cada vez más duras. Las formaciones blindadas
llevaban a cabo sus maniobras de barrido casi sin dificultad,
pero disponían de un número insuficiente de
Panzergrenadiere para mantener cerrado el enorme
círculo frente a los ataques lanzados desde el interior y el
exterior de la bolsa. Muchos soldados soviéticos se
escapaban de la trampa antes de que les diera alcance la
infantería alemana, cuyos soldados se hallaban agotados,
con los pies doloridos después de tener que hacer marchas
forzadas de hasta cincuenta kilómetros al día con todo el
equipo encima. Y los soldados del Ejército Rojo que
quedaban atrapados no se rendían. Seguían luchando con un
valor desesperado, aunque a menudo fueran obligados a
hacerlo a punta de pistola por los comisarios políticos y
los oficiales. Incluso cuando se quedaban sin municiones,
aparecían verdaderos torrentes de hombres que avanzaban
dando alaridos, en un intento de romper el cordón de
seguridad. Algunos cargaban cogidos del brazo, mientras
las ametralladoras alemanas los abatían, con las armas
recalentadas debido al uso constante. Los gritos de los
heridos seguían resonando durante horas, crispando los
nervios de los soldados alemanes agotados.
El 9 de julio, cayó Vitebsk. Lo mismo que Minsk,
Smolensk, y luego Gomel y Chernigov, era un infierno de
casas de madera en llamas como consecuencia de los
ataques de la Luftwaffe con bombas incendiarias. Los
incendios eran tan graves que muchos soldados alemanes,
montados en vehículos, se veían obligados a dar media
vuelta. Fueron precisas treinta y dos divisiones alemanas
para reducir el Kessel o caldero de Smolensk (Kessel era la
forma que tenían los alemanes de denominar la maniobra
de envolvimiento). El Kesselschlacht o batalla-caldero
(batalla basada en la táctica de envolvimiento) de Smolensk
no concluyó hasta el 11 de agosto. Las fuerzas soviéticas
sufrieron trescientas mil «pérdidas irreparables», de
hombres que perdieron la vida o fueron hechos
prisioneros, junto con tres mil doscientos tanques y tres
mil cien cañones. Pero los contraataques soviéticos desde
el este ayudaron a escapar a más de cien mil hombres, y el
retraso que causaron al avance de los alemanes resultó
trascendental.
El novelista y corresponsal de guerra Vasily
Grossman visitó un hospital de campaña. «Había cerca de
novecientos heridos en un pequeño claro en medio de un
bosquecillo de álamos. Por doquier trapos manchados de
sangre, trozos de carne, gritos, gemidos sofocados,
centenares de miradas sombrías y doloridas. La joven
"doctora" pelirroja había perdido la voz. Se había pasado
toda la noche operando. Tenía la cara pálida, como si
estuviera a punto de desmayarse de un momento a otro». Le
dijo con una sonrisa que había operado a su amigo, el poeta
Iosef Utkin. «"Mientras le hacía una incisión, iba
recitándome poesías". Su voz era casi imperceptible, y para
hacerse entender se acompañaba de gestos. No cesaban de
llegar heridos. Todos estaban empapados en sangre y en
agua de lluvia».28
A pesar de sus formidables avances y de la erección de
postes para señalar la dirección de Moscú, el ejército
alemán del Ostfront había empezado a temer que al final la
victoria no se consiguiera ese mismo año. Los tres grupos
de ejércitos habían sufrido doscientas trece mil bajas.
Aquella cifra quizá representara solo una décima parte de
las pérdidas sufridas por los soviéticos, pero si continuaba
mucho tiempo la batalla de desgaste, a la Wehrmacht iba a
costarle mucho trabajo defender sus líneas de
aprovisionamiento exageradamente largas y derrotar al
resto de fuerzas soviéticas. La perspectiva de tener que
seguir combatiendo durante un invierno ruso resultaba
profundamente inquietante. Los alemanes no habían
conseguido acabar con el Ejército Rojo en la zona
occidental de la Unión Soviética, y ahora se abría ante ellos
la inmensidad del continente euroasiático. Un frente de mil
quinientos kilómetros de extensión aumentaba de repente
hasta los dos mil quinientos.
No tardó en comprobarse que el departamento de
inteligencia del ejército se había quedado lamentablemente
corto en sus cálculos de las fuerzas de las que disponía la
Unión Soviética. «Al estallar la guerra», escribía el general
Halder el 11 de agosto, «contamos con unas doscientas
divisiones enemigas. Ahora ya hemos computado
trescientas sesenta». El hecho de que una división soviética
fuera manifiestamente inferior por su potencia de combate
a una alemana no bastaba para tranquilizar a nadie. «Si
aplastamos a diez de ellas, los rusos sencillamente sacan
otras diez».29
Para los rusos, la idea de que los alemanes se hallaran
en el camino hacia Moscú que había seguido Napoleón
resultaba traumática. Sin embargo, la orden de Stalin de
organizar contraataques masivos hacia el oeste en
dirección a Smolensk surtió efecto, aunque su coste en
hombres y en equipamientos fuera terrible. Contribuyó a la
decisión de Hitler de mandar al Grupo de Ejércitos Centro
que siguiera manteniéndose a la defensiva, mientras el
Grupo de Ejércitos Norte avanzaba hacia Leningrado y el
Grupo de Ejércitos Sur marchaba hacia Kiev. El
Panzergruppe 3 fue desviado hacia Leningrado. Según el
Generalleutnant Alfred Jodl del estado mayor del OKW,
Hitler deseaba evitar los errores de Napoleón.
El Generalfeldmarschall von Bock quedó estupefacto
ante este cambio de prioridades, lo mismo que otros altos
mandos que habían dado por supuesto que Moscú, centro
de comunicaciones de la Unión Soviética, iba a seguir
siendo el principal objetivo. Pero varios generales creían
que, antes de avanzar sobre Moscú, debían ser eliminadas
las ingentes fuerzas soviéticas que defendían Kiev, para que
no atacaran su flanco sur.
El 29 de julio, Zhukov advirtió a Stalin que Kiev
estaba a punto de ser rodeada y le instó a que se abandonara
la capital de Ucrania. El Vozhd, que era como le llamaban,
replicó que no decía más que tonterías. Zhukov exigió ser
relevado de su cargo de jefe del estado mayor. Stalin lo
puso al mando del Frente de la Reserva, pero lo mantuvo
como miembro de la Stavka.
Al Panzergruppe 2 de Guderian se le asignó la tarea
de dar un giro inesperado hacia la derecha desde el saliente
de Roslavl y continuar cuatrocientos kilómetros hacia el
sur en dirección a Lokhvitsa. Allí, a doscientos kilómetros
al este de Kiev, debía encontrarse con el Panzergruppe 1
de Kleist, que había empezado a rodear la capital ucraniana
desde abajo. El avance de Guderian provocó el caos en el
bando soviético. Gomel, la última gran ciudad de
Bielorrusia, tuvo que ser abandonada precipitadamente.
Pero al Frente Sudoeste de Kirponos, reforzado por orden
de Stalin, no se le permitió todavía abandonar Kiev.
Vasily Grossman, que escapó al interior de Ucrania, a
duras penas logró evitar ser capturado por las divisiones
blindadas de Guderian en su marcha hacia el sur. En medio
de la confusión provocada por la invasión, algunos rusos
pensaron al principio que Guderian debía de estar de su
lado, pues su nombre sonaba a armenio. A diferencia de la
mayoría de corresponsales de guerra soviéticos, Grossman
se sintió profundamente conmovido por los sufrimientos
de la población civil. «Tanto si van camino de alguna parte,
como si están quietos, de pie delante de sus cercados, se
ponen a llorar en cuanto empiezan a hablar, y uno siente
también un deseo involuntario de echarse a llorar. ¡Cuánto
dolor!»30 Se burlaba de los clisés propagandísticos de los
otros periodistas, que lo más cerca que llegaban a estar del
frente era en el cuartel general de un ejército, y se
limitaban a utilizar fórmulas engañosas como por ejemplo:
«El odiado enemigo continúa con su cobarde avance».
El 10 de agosto el Grupo de Ejércitos Sur de
Rundstedt ya había capturado ciento siete mil prisioneros
cerca de Uman, en Ucrania. Stalin dictó una orden
condenando a muerte a los generales del Ejército Rojo que
se habían rendido. Subestimando la amenaza del ataque de
Guderian por el sur, Stalin siguió negándose a permitir a
Kirponos retirarse de la línea del Dniéper. La enorme presa
y la planta hidroeléctrica de Zaporozhye, el gran símbolo
del progreso soviético, fueron voladas en aras de la
estrategia de tierra quemada.
La evacuación de civiles, ganado y equipamiento
continuó con mayor urgencia incluso, según describía
Grossman. «Por la noche, el cielo se ponía rojo debido a
las decenas de incendios lejanos, y durante el día podía
verse una cortina gris de humo que se extendía a lo largo
del horizonte. Mujeres con niños en brazos, ancianos,
rebaños de ovejas, vacas y caballos de las granjas colectivas
hundiéndose en el polvo avanzaban hacia el este por
caminos rurales, en carretas y a pie. Los tractoristas
avanzaban en sus vehículos haciendo un ruido
ensordecedor. Trenes llenos de equipamientos industriales,
motores y calderas se dirigían hacia el este de día y de
noche».31
El 16 de septiembre, los Panzergruppen de Guderian
y de Kleist se encontraron en Lokhvitsa y cerraron el
cerco, atrapando en la pinza a más de setecientos mil
hombres. Kirponos, junto con numerosos oficiales de su
estado mayor y unos dos mil hombres, fue barrido en las
inmediaciones por la 3.ª División Panzer. El VI Ejército del
Generalfeldmarschall von Reichenau entró en Kiev,
convertida en un montón de ruinas debido a los fortísimos
bombardeos sufridos. La población civil que había quedado
en la ciudad estaba condenada a morir de hambre. Los
judíos tuvieron que hacer frente a una muerte más rápida a
manos de pelotones de fusilamiento. Más al sur, el XI
Ejército y el IV Ejército rumano se trasladaron a Odessa.
Los siguientes objetivos del Grupo de Ejércitos Sur serían
Crimea, con la gran base naval de Sebastopol, y Rostov del
Don, la puerta del Cáucaso.
El Kesselschlacht de Kiev fue la batalla de
envolvimiento más grande de la historia militar. La moral
de los alemanes volvió a levantarse. La conquista de Moscú
volvía a parecer posible. Para mayor alivio de Halder,
Hitler había vuelto a su primera idea. El 6 de septiembre,
dictó la Directiva N.°35, autorizando el avance sobre
Moscú. Y el 16 de septiembre, el día que se encontraron
los
dos
grupos
panzer
en
Lokhvitsa,
el
Generalfeldmarschall von Bock dictó las órdenes
preliminares de la Operación Tifón.
El grupo de ejércitos de Leeb, tras su rápido avance por las
Repúblicas Bálticas, había encontrado cada vez más
resistencia a medida que se acercaba a Leningrado. A
mediados de julio, un contraataque del teniente general
Nikolai Vatutin pilló a los alemanes por sorpresa en las
cercanías del lago limen. Incluso pese a la ayuda del
Panzergruppe 3 de Hoth, el avance de Leeb se había
ralentizado debido al escabroso terreno de bosques de
abedules, lagos y pantanos infestados de mosquitos que
tenía que atravesar. Medio millón de hombres y mujeres de
la ciudad amenazada fueron movilizados para levantar mil
kilómetros de parapetos y abrir seiscientos cuarenta y
cinco kilómetros de zanjas antitanques. El 8 de agosto,
Hitler ordenó a Leeb que rodeara Leningrado, mientras los
finlandeses reconquistaban el territorio perdido a uno y
otro lado del lago Ladoga. La Leva del Pueblo, narodnoye
opolcheniye, poco entrenada y mal armada, fue lanzada a
realizar ataques inútiles y sangrientos, condenada a hacer
literalmente de «carne de cañón». En total se habían
presentado voluntarios —o habían sido obligados a hacerlo
— más de ciento treinta y cinco mil ciudadanos de
Leningrado, desde obreros de las fábricas a profesores de
la universidad. No habían recibido adiestramiento, no
tenían asistencia médica, ni uniformes, ni medios de
transporte y de abastecimiento. Aunque más de la mitad
carecía de fusiles, se les ordenaba lanzar contraataques
contra las divisiones blindadas. Los hombres salían
huyendo en su mayoría aterrorizados al ver los tanques,
contra los cuales estaban completamente indefensos.
Aquella pérdida masiva de vidas humanas —quizá unas
setenta mil— fue trágicamente inútil, y no era ni mucho
menos seguro que su sacrificio sirviera ni siquiera para
retrasar a los alemanes y obligarlos a detenerse en la línea
del río Luga. El 34.° Ejército soviético fue hecho trizas.
Sus hombres huyeron a la desbandada; cuatro mil de ellos
fueron detenidos y acusados de deserción, y se sospechaba
que casi la mitad de los heridos se habían infligido ellos
mismos las heridas. Solo en un hospital cuatrocientos
sesenta de los mil pacientes que había en él tenían heridas
de bala en la mano izquierda o el brazo izquierdo.32 Tallinn,
la capital de Estonia, había quedado incomunicada debido al
avance de los alemanes, pero Stalin se negó a permitir la
evacuación por mar a Kronstadt, en el golfo de Finlandia,
de sus defensores soviéticos. Cuando quiso cambiar de
opinión, ya era demasiado tarde para llevar a cabo una
retirada ordenada. El 28 de agosto, los navíos de la Flota
del Báltico Bandera Roja que había en Tallinn embarcaron a
veintitrés mil ciudadanos soviéticos mientras las tropas
alemanas entraban en la ciudad. La flota improvisada, que
carecía de cobertura aérea, se hizo a la mar. Las minas
alemanas, las torpederas a motor finlandesas y la Luftwaffe
hundieron en total sesenta y cinco barcos, causando la
muerte de catorce mil personas. Aquel fue el mayor
desastre naval ruso de la historia, peor incluso que la
derrota sufrida en Tsushima en 1905.33
Al sur de Leningrado, los alemanes lograron cruzar la
línea férrea que iba a Moscú. El 1 de septiembre, su
artillería pesada tuvo la ciudad a tiro y empezó a
bombardearla. Camiones del ejército soviético llenos de
heridos y una última oleada de refugiados lograron entrar
en Leningrado: podían verse campesinos tirando de sus
carretas cargadas hasta los topes, otros llevando simples
hatillos y hasta un niño arrastrando contra su voluntad a una
cabra atada a una cuerda, mientras las aldeas que habían
dejado atrás eran pasto de las llamas.34
Stalin se ponía furioso con Andrei Zhdanov, el jefe del
partido comunista de Leningrado, y con Voroshilov, el
máximo responsable de la defensa de la ciudad, cada vez
que oía que las distintas poblaciones de la zona iban
cayendo una tras otra en manos de los alemanes,
empeñados en rodear por el sur la vieja capital. El dictador
insinuó que todo tenía que deberse a la acción de traidores.
«¿No te parece que alguien está abriendo deliberadamente
el camino a los alemanes?», comentó a Molotov, que había
ido a hacer una visita de reconocimiento a la ciudad. «La
inutilidad de los mandos de Leningrado es absolutamente
incomprensible». Pero en vez de llevar a Voroshilov o a
Zhdanov «ante un tribunal», se desató en la ciudad una
pequeña oleada de terror, como consecuencia de la redada
de sospechosos habituales llevada a cabo por el NKVD, a
menudo solo porque tenían apellidos que al oído parecían
extranjeros.35
El 7 de septiembre la 20.ª División de Infantería
Motorizada alemana avanzó hacia el norte desde Mga para
tomar las colinas de Sinyavino. Al día siguiente, gracias a
los refuerzos de una parte de la 12.ª División Panzer, llegó
a la ciudad de Shlisselburg, con su fortaleza zarista en el
extremo sudoeste del lago Ladoga, justo en la
desembocadura del Neva. Leningrado había quedado
completamente incomunicada por tierra. La única ruta
abierta que quedaba era a través del enorme lago.
Voroshilov y Zhdanov tardaron un día entero en reunir el
valor necesario para decir a Stalin que los alemanes habían
tomado Shlisselburg. Había dado comienzo el asedio de
Leningrado, el más largo y más despiadado de la historia
moderna.
Sin contar el medio millón de tropas que defendían la
ciudad, la población civil de Leningrado ascendía a más de
dos millones y medio de personas, cuatrocientas mil de
ellas niños. El cuartel general del Führer decidió que no
quería ocupar la ciudad. En vez de eso, los alemanes debían
bombardearla y aislarla para que la población muriera de
hambre y enfermedades. Una vez aplastada, Leningrado
sería demolida y toda la región debía ser entregada a
Finlandia.
Stalin ya había decidido que necesitaba un cambio de
mandos en Leningrado. Encargó a Zhukov ponerse al frente
de la plaza, confiando en su carácter implacable. Zhukov
salió de Moscú en cuanto recibió la orden. A su llegada, se
dirigió inmediatamente al comité militar en el Instituto
Smolny, donde afirmó que había encontrado a una pandilla
de derrotistas y borrachos. No tardó en ir todavía más lejos
que Stalin en su decisión de amenazar a las familias de los
soldados que se rindieran. Dictó la siguiente orden a los
mandos del frente de Leningrado: «Dejad bien claro a las
tropas que todos los familiares de los que se rindan al
enemigo serán fusilados, y que a ellos también se les
pegará un tiro en cuanto vuelvan de su cautiverio».36
Evidentemente Zhukov no se daba cuenta de que su
orden, si se cumplía al pie de la letra, habría supuesto la
ejecución del propio Stalin. El hijo del dictador soviético,
el teniente Yakov Djugashvili, había sido hecho prisionero
en el curso de una maniobra de envolvimiento. Stalin
declaró en privado que más le habría valido no haber
nacido. Los servicios de la propaganda nazi no tardaron en
hacer uso de su prisionero-trofeo. «Apareció un avión
alemán», escribió en su diario un soldado llamado Vasily
Churkin. «Era un día soleado y vimos caer del aparato un
montón enorme de octavillas. En ellas había la fotografía
del hijo de Stalin sostenido a un lado y a otro por unos
oficiales alemanes muy sonrientes. Pero todo aquello había
sido urdido por Goebbels y no sirvió de nada».37 La
crueldad de Stalin con su hijo no cesó hasta 1945, cuando
se supo que Yakov se había lanzado contra la alambrada del
campo de prisioneros en el que había sido recluido,
obligando a los guardias a acribillarlo a balazos.
Stalin no tuvo misericordia de la población civil. Al
enterarse de que los alemanes habían obligado a los
«ancianos, las mujeres y los niños» a actuar como escudos
humanos o como emisarios para intimar la rendición,
mandó una orden diciendo que debían ser abatidos a tiros.
«Mi respuesta es: Nada de sentimentalismos, Por el
contrario, aplastad al enemigo y a sus cómplices, enfermos
o sanos, por completo. La guerra es inexorable, y los que
muestran debilidad y permiten algún tipo de vacilación son
los primeros en sufrir la derrota».38 Un Gefreiter de la
269.ª División de Infantería escribía el 21 de septiembre:
«Huyen del asedio multitudes de civiles, y tiene uno que
cerrar los ojos para no ver su miseria. Incluso en el frente,
donde en este momento se producen tiroteos muy recios,
hay muchas mujeres y niños. En cuanto se oye el silbido de
una bomba que cae fatalmente cerca, salen corriendo en
busca de algún sitio en el que cubrirse. Resulta cómico y
nos reímos al verlo; pero la verdad es que es muy triste».39
Cuando los últimos rezagados, heridos y derrotados,
llegaban a la ciudad, las autoridades intentaban actuar con
mano dura; de ello se encargaban las tropas del NKVD,
siempre dispuestas a fusilar en el acto a cualquier desertor
o «derrotista». La paranoia estalinista se intensificó,
recibiendo el NKVD la orden de detener a veinticinco tipos
distintos de enemigos potenciales. La manía del espionaje
se apoderó de la ciudad, espoleada por rumores fantásticos,
consecuencia en gran medida de la poca información que
daban las autoridades soviéticas. Pero mientras que una
minoría de los habitantes de Leningrado esperaba en
secreto que el régimen estalinista cayera, no hay prueba
alguna de que actuara ninguna red organizada de agentes de
la inteligencia alemana o finlandesa.
Zhukov dio órdenes a la Flota Báltica de Kronstadt
para que desplegara sus cañones, ya fuera como baterías
flotantes o desmontándolos y trasladándolos a las colinas
de Pulkovo, a las afueras de Leningrado, para responder a
los ataques de la artillería enemiga y disparar contra sus
posiciones. De dirigir el fuego se encargaría el general de
artillería Nikolai Voronov desde la cúpula de la catedral de
San Isaac. La gran cúpula dorada, visible desde Finlandia, no
tardó en ser camuflada con pintura gris.
El 8 de septiembre, el día en que los alemanes
tomaron Shlisselburg, los bombarderos de la Luftwaffe
atacaron los depósitos de provisiones situados al sur de la
ciudad. «Se elevan espesas columnas de humo», escribió
Churkin en su diario, aterrado por las consecuencias que
pudiera tener aquello. «Los depósitos de provisiones
Badaevskiye están ardiendo. El fuego devora los
suministros de comida de toda la población de Leningrado
para los próximos seis meses».40 La decisión de no
dispersar los depósitos de productos alimenticios había
sido un error gravísimo. Iba a ser preciso reducir
drásticamente las raciones. Además, no se había hecho casi
nada por acumular leña para el invierno. Pero el mayor
error fue no evacuar a más civiles. Aparte de los
refugiados, habían sido enviados al este menos de medio
millón de habitantes de Leningrado antes de que la línea de
Moscú quedara cortada por el avance de los alemanes.
Quedaban en la ciudad más de dos millones y medio de
civiles.
Durante la segunda mitad de septiembre, los alemanes
lanzaron violentos ataques contra la vieja capital del
imperio acompañados de pesados bombardeos aéreos. Los
pilotos soviéticos, con sus aparatos obsoletos, se vieron
obligados de nuevo a embestir a los bombarderos
alemanes. Pero los defensores, gracias en buena parte al
apoyo de la artillería, lograron imponerse a los ataques
terrestres. La infantería de marina de la Flota del Báltico
Bandera Roja desempeñó un papel trascendental. Sus
integrantes llevaban la gorra de marinero de color azul
oscuro ladeada, mostrando un mechón de pelo por delante
como orgullosa marca de identificación.
El 24 de septiembre, el Generalfeldmarschall von
Leeb reconoció que carecía de la fuerza necesaria para
doblegar la ciudad. Ello coincidió con nuevas presiones por
parte de los altos mandos alemanes para que se reanudara el
avance sobre Moscú. El Panzergruppe de Hoth recibió la
orden de reintegrarse al Grupo de Ejércitos Centro. Con
ambos frentes a la defensiva y el invierno a punto de
echarse encima, con sus fortísimas heladas nocturnas, la
lucha se convirtió en una guerra de trincheras. A finales de
mes, el frente en el que tan reñidos combates se habían
visto quedó reducido a esporádicos duelos de artillería.
Las bajas soviéticas en el norte habían sido
espantosas, con doscientas catorce mil setenta y ocho
pérdidas irreparables. Eso representaba un tercio y medio
del total de las tropas desplegadas. Pero serían pocas
comparadas con la enormidad de muertes por hambre que
habrían de producirse. Aunque Leningrado se rindiera,
Hitler no tenía intención de ocupar la ciudad y menos aún
de dar de comer a sus habitantes. Deseaba que una y otros
desaparecieran por completo de la faz de la tierra.
13
«RASSENKRIEG»
(junio-septiembre de 1941)
Los soldados alemanes, que habían quedado horrorizados al
ver la miseria de las aldeas polacas en 1939, expresaron
una sensación de repugnancia todavía mayor ante el
territorio soviético. Desde las matanzas de prisioneros a
manos del NKVD hasta las primitivas condiciones de vida
de las granjas colectivas, el «paraíso soviético», como
solía llamarlo Goebbels con sarcástica mordacidad, venía a
corroborar todos los prejuicios que pudieran tener. El
ministro de propaganda nazi, con su ingenio diabólico, se
había dado cuenta de que el desprecio y el odio solos no
bastaban. La combinación de odio y miedo constituía la
forma más eficaz de inspirar la mentalidad de exterminio.
Todos sus epítetos —«asiáticos», «traicioneros»,
«bolcheviques judíos», «bestiales», «infrahumanos»— se
mezclaban para conseguir ese objetivo. La mayor parte de
los soldados estaban convencidos del argumento de Hitler
que aseguraba que los judíos eran los que habían empezado
la guerra.
La fascinación ancestral y fóbica que muchos
alemanes, si no la mayoría de ellos, sentían hacia los
eslavos del este se había visto reforzada naturalmente por
los informes acerca de las increíbles crueldades
perpetradas durante la revolución y la guerra civil en Rusia.
La propaganda nazi intentó explotar la noción de choque
cultural entre el orden alemán por un lado y el caos de los
bolcheviques, su sordidez y su ateísmo por otro. Pero, a
pesar de las similitudes superficiales existentes entre el
régimen nazi y el soviético, la línea divisoria que separaba a
los dos países ideológica y culturalmente era muy
profunda, desde los niveles más significativos hasta los
más triviales.
En el calor del verano, los motociclistas alemanes
recorrían a menudo las carreteras del país vestidos apenas
con pantalones cortos y gafas de sol. En Bielorrusia y en
Ucrania, las mujeres de más edad quedaban sorprendidas al
ver sus torsos desnudos. Y más sorprendidas todavía se
quedaban cuando veían que en las isbas los soldados
alemanes andaban desnudos a todas horas y acosaban a las
mujeres jóvenes. Aunque parece que se dieron
relativamente pocos casos de violación por parte de los
soldados alemanes alojados en las aldeas próximas a la
línea del frente, se produjeron muchos más en las zonas de
retaguardia, cuyas víctimas fueron especialmente jóvenes
judías.
El peor de los crímenes perpetrados, sin embargo, se
llevó a cabo con el beneplácito oficial de las autoridades.
Se organizaron redadas de mujeres jóvenes ucranianas,
bielorrusas y rusas para que trabajaran a la fuerza en
burdeles del ejército. Su condición servil las obligaba a
soportar la violación continuada de los soldados de
permiso. Si ofrecían resistencia, eran brutalmente
castigadas o incluso fusiladas. Aunque las relaciones
sexuales con los Untermenschen (seres infrahumanos)
constituían un delito según las leyes nazis, las autoridades
militares consideraban este sistema una solución
pragmática en aras de la disciplina y de la salud física de
sus soldados. Cuando menos, las mujeres podían ser
examinadas regularmente por los médicos de la
Wehrmacht para impedir la proliferación de enfermedades
infecciosas.
No obstante, los soldados alemanes podían sentir
también piedad de las mujeres soviéticas que quedaban en
la retaguardia y tenían que salir adelante sin hombres, sin
animales ni máquinas. «Puede verse incluso cómo dos
mujeres tiran de un arado improvisado, mientras una
tercera lo conduce. Hay verdaderas multitudes de mujeres
en las carreteras bajo la vigilancia de un hombre de la
Organisation Todt dedicadas a su reparación. Esa es su
obligación, y si no, el látigo se encarga de hacerlas
obedecer. Pero casi no hay ni una sola familia en la que el
marido siga vivo. La respuesta a la pregunta en el noventa
por ciento de los casos es siempre la misma: "¡Marido en
guerra muerto!" Es terrible. Las pérdidas en vidas humanas
sufridas por los rusos son realmente enormes».1
Muchos ciudadanos soviéticos, especialmente
ucranianos, no habían podido figurarse los horrores de la
ocupación alemana. En Ucrania, una numerosa proporción
de la población rural recibió al principio a las tropas
alemanas ofreciéndoles, como era tradicional, el pan y la
sal. Tras la colectivización forzosa de las granjas por orden
de Stalin y la terrible hambruna de 1932-1933 que, según
se calcula, causó la muerte de unos tres millones
trescientas mil personas, el odio hacia los comunistas
estaba muy extendido. Los ucranianos de más edad, que
eran más religiosos, se habían sentido atraídos por las
cruces negras que lucían los vehículos blindados de los
alemanes, en la convicción de que representaban una
cruzada contra el bolchevismo.2
Los oficiales de la Abwehr pensaban que, debido a la
enorme extensión de las zonas que había que conquistar, la
mejor estrategia de la Wehrmacht habría sido reclutar un
ejército ucraniano de un millón de hombres. La propuesta
fue rechazada por Hitler, que no quería que se entregaran
armas a los Untermenschen eslavos, pero sus deseos no
tardaron en ser ignorados tanto por el ejército como por la
SS, y ambos empezaron rápidamente a reclutar hombres. La
Organización de Nacionalistas Ucranianos, por otra parte,
cuyos miembros habían ayudado a los alemanes antes de la
invasión, fue suprimida. Berlín deseaba aplastar sus
esperanzas de crear una Ucrania independiente.
A pesar de todas las afirmaciones de la propaganda
soviética ensalzando sus éxitos industriales, los ucranianos
y muchos otros soviéticos quedaron boquiabiertos ante la
calidad y variedad de los equipamientos alemanes. Vasily
Grossman describe cómo los aldeanos se amontonaron
alrededor de un motociclista austríaco que había sido
capturado. «Todos admiran su abrigo de cuero largo, suave,
de color acero. Todos lo tocan, y mueven la cabeza en señal
de apreciación. Con ello quieren decir: "¿Quién diablos
puede combatir con una gente que lleva abrigos
semejantes? Sus aviones deben de ser tan buenos como sus
abrigos de cuero"».3
En las cartas enviadas a sus casas, los soldados
alemanes se quejaban de que había poco que saquear en la
Unión Soviética, excepto comida. Haciendo caso omiso de
los regalos recibidos a su llegada, se dedicaban a requisar
gansos, pollos y cabezas de ganado. Destruían las colmenas
para sacar la miel y no tenían en cuenta las quejas de sus
víctimas, que aseguraban que iban a quedarse sin nada para
pasar el invierno. Los Landser pensaban con melancolía en
la campaña de Francia con sus ricos botines. Además, a
diferencia de los franceses, los soldados del Ejército Rojo
seguían luchando y se negaban a reconocer que habían sido
derrotados.
Cualquier soldado alemán que mostrara compasión
por los sufrimientos de los prisioneros soviéticos era
objeto de burla por parte de sus compañeros. La inmensa
mayoría de ellos consideraba a los cientos de miles de
prisioneros poco más que alimañas. Las lamentables
condiciones de suciedad en las que se hallaban, como
consecuencia del trato recibido, no hacían más que reforzar
los prejuicios inspirados por la propaganda de los últimos
ocho años. De ese modo, las víctimas eran deshumanizadas
como si aquello fuera el cumplimiento de una profecía. Un
soldado encargado de la vigilancia de una columna de
prisioneros soviéticos escribía a su casa que estos comían
«hierba como si fueran ganado».4 Y cuando pasaban por
delante de un campo de patatas, «se tiran al suelo, cavan
con las uñas y se las comen crudas».5 A pesar de que el
elemento fundamental de la Operación Barbarroja según
los encargados de su planificación habían sido las batallas
de envolvimiento, las autoridades militares alemanas habían
hecho deliberadamente muy poco para prepararse para la
captura masiva de prisioneros. Cuantos más murieran por
abandono, menos bocas habría que alimentar.
Un prisionero de guerra francés describía la llegada de
un grupo de soldados soviéticos a un campo de la
Wehrmacht en territorio del Gobierno General en los
siguientes términos: «Los rusos llegaban en filas, de cinco
en cinco, cogidos del brazo, pues ninguno podía caminar
por sí solo; "esqueletos ambulantes" es la única descripción
que les habría cuadrado. El color de su rostro no era ni
siquiera amarillo, sino verdoso. Casi todos llevaban los
ojos semicerrados, como si no tuvieran fuerza para fijar la
vista en nada. Caían por filas, cinco hombres a la vez. Los
alemanes se precipitaban sobre ellos y los golpeaban con
las culatas de sus fusiles y con látigos».6
Posteriormente los oficiales alemanes intentaron
atribuir el trato dispensado a los tres millones de
prisioneros de guerra capturados en el mes de octubre a la
falta de tropas para vigilarlos y a la escasez de medios de
transporte para asegurar su alimentación. Sin embargo,
miles de prisioneros del Ejército Rojo murieron durante
las marchas forzadas simplemente porque la Wehrmacht no
quiso que ni sus vehículos ni sus trenes se «infectaran» con
la presencia de aquella masa de hombres «malolientes». No
habían sido preparados campos de prisioneros de ningún
tipo, de modo que decenas de millares de ellos fueron
amontonados como ganado a la intemperie en recintos
vallados con alambre de espino. Apenas se les daba de
comer y de beber. Todo ello formaba parte del Plan
Hambre diseñado por los nazis para exterminar a treinta
millones de ciudadanos soviéticos y acabar así con el
problema de «superpoblación» de los territorios ocupados.
Los heridos eran dejados al cuidado de los doctores del
Ejército Rojo, a quienes por lo demás se privaba de todo
tipo de suministros médicos. Cuando los guardias alemanes
arrojaban por encima de las alambradas cantidades
totalmente insuficientes de pan, se divertían mirando cómo
los hombres se peleaban por él. Solo en 1941 murieron de
hambre, de enfermedad o de exposición a la intemperie
más de dos millones de prisioneros soviéticos.
Las tropas soviéticas les pagaron con la misma
moneda, fusilando o matando a golpes de bayoneta a los
prisioneros alemanes, encolerizadas como consecuencia
de la impresión producida por la invasión y la crueldad de
los alemanes en la guerra. En cualquier caso, la
imposibilidad de alimentar y de vigilar a los cautivos en
medio del caos de la retirada hizo que probablemente
salvaran la vida muy pocos. Los altos mandos estaban
exasperados por la pérdida de «lenguas» a las que
interrogar con el fin de sacarles información.
La combinación de miedo y odio desempeñó también un
papel importante en la crueldad de la guerra contra los
partisanos. La doctrina militar tradicional de los alemanes
había fomentado desde antiguo la noción de escándalo ante
cualquier forma de guerra de guerrillas, mucho antes de
que el OKW diera instrucciones de fusilar a los comisarios
políticos y a los partisanos. Incluso antes de que Stalin
llamara a la insurrección detrás de las líneas alemanas en su
discurso del 3 de julio de 1941, la resistencia soviética
había dado ya comienzo espontáneamente entre algunos
grupos de soldados del Ejército Rojo rebasados por los
ocupantes. En los bosques y en los pantanos empezaron a
formarse partidas, engrosadas por muchos civiles que huían
de la persecución y la destrucción de sus aldeas.
Utilizando las técnicas de campaña y el camuflaje,
connaturales a gentes que habían pasado toda su vida en los
campos y los bosques, los partisanos soviéticos no
tardaron en convertirse en una amenaza mucho mayor de lo
que hubieran podido imaginarse los responsables de la
planificación de la Operación Barbarroja. A comienzos de
septiembre de 1941, solo en Ucrania sesenta y tres
destacamentos de partisanos integrados por un total de casi
cinco mil hombres y mujeres actuaban detrás de las líneas
alemanas.7 El NKVD planeaba también introducir otros
ochenta grupos, mientras que otros cuatrocientos treinta y
cuatro destacamentos se entrenaban para actuar como
unidades de apoyo en la retaguardia. En total había ya sobre
el terreno o estaban preparándose más de veinte mil
partisanos. Entre ellos había algunos especialmente bien
adiestrados que podían hacerse pasar por oficiales
alemanes. Vías férreas, materiales rodantes y locomotoras,
trenes militares, camiones de suministros, correos
motorizados, puentes, combustible, depósitos de
municiones y de productos alimenticios, líneas telefónicas
y telegráficas, aeródromos: todos ellos eran objetivos de
los partisanos. Utilizando radios lanzadas en paracaídas, los
destacamentos partisanos capitaneados por oficiales
pertenecientes principalmente a la guardia fronteriza del
NKVD transmitían informaciones a Moscú y recibían
órdenes de la capital.
Como no es de extrañar, la campaña partisana hizo que
la idea de colonización del «Jardín del Edén» que se le
había ocurrido a Hitler resultara mucho menos atractiva
para los potenciales colonos alemanes y Volksdeutsch a
los que se habían prometido tierras en él. Todo el plan del
Lebensraum en el este requería como primera providencia
zonas «limpias» y un campesinado absolutamente sumiso.
Como era de esperar, las represalias nazis se hicieron cada
vez más feroces. Las aldeas próximas a los ataques
perpetrados por los partisanos eran incendiadas y arrasadas.
Los rehenes eran ejecutados. Entre los castigos más
notables destacaba el ahorcamiento público de mujeres y
niñas acusadas de ayudar a los partisanos. Pero cuanto más
cruel era la reacción, mayor era la determinación a ofrecer
resistencia. En muchos casos, los líderes partisanos
soviéticos provocaron deliberadamente las represalias de
los alemanes para intensificar el odio contra el invasor.
Realmente era una «edad de hierro».8 En un bando y otro la
vida del individuo parecía haber perdido cualquier valor, y
especialmente a ojos de los alemanes cuando ese individuo
era judío.
Esencialmente el Holocausto tuvo dos partes —lo que
Vasily Grossman llamaría más tarde «la Shoah por medio
de las balas y la Shoah por medio del gas»—y el proceso
que en último término desembocó en el asesinato
industrializado de los campos de exterminio fue como
mínimo desigual.9 Hasta septiembre de 1939, los nazis
habían abrigado la esperanza de obligar a los judíos
alemanes, austríacos y checos a emigrar por medio de los
malos tratos, la humillación y la expropiación de sus
bienes. Una vez iniciada la guerra, este sistema resultaría
cada vez más difícil. Y la conquista de Polonia puso bajo su
jurisdicción a otro millón setecientos mil judíos.
En mayo de 1940, durante la invasión de Francia,
Himmler escribió un informe para Hitler titulado «Algunas
reflexiones sobre el trato de las poblaciones de raza
extranjera del este». Proponía filtrar a los habitantes de
Polonia de modo que los que fueran «racialmente valiosos»
pudieran ser germanizados, mientras que el resto de la
población debía ser convertida en mano de obra servil. En
cuanto a los judíos, decía: «Espero ver borrado por
completo el concepto mismo de judíos mediante la
posibilidad de una gran emigración a África o a alguna otra
colonia». En aquella época, Himmler consideraba el
genocidio —«el método bolchevique de exterminación
física»—algo «no alemán e imposible».10
La idea de Himmler de enviar a los judíos europeos
fuera de Europa se focalizó en la isla francesa de
Madagascar. (Adolf Eichmann, que todavía era un
funcionario de rango inferior, pensó en Palestina, que era
un mandato británico.) Reinhard Heydrich, el lugarteniente
de Himmler, sostenía también que el problema de los tres
millones setecientos cincuenta mil judíos que había por
entonces en el territorio alemán ocupado no podía
resolverse mediante la emigración, de modo que se
necesitaba una «solución territorial».11 El problema
radicaba en que, aunque la Francia de Vichy diera su
consentimiento, el «Madagaskar Projekt» no podía
funcionar debido a la superioridad naval de Gran Bretaña.
No obstante, la idea de la deportación de los judíos a una
reserva, donde quiera que estuviera situada, siguió siendo la
opción preferida.12
En marzo de 1941, cuando los ghettos de Polonia
estaban a rebosar, se pensó en la esterilización. Entonces,
al tiempo que se planeaba la Operación Barbarroja, los
jerarcas nazis tuvieron la idea de desplazar a los judíos de
Europa, junto con los treinta y un millones de eslavos, a
alguna zona en el interior de la Unión Soviética, una vez
conseguida la victoria. Eso sería cuando los ejércitos nazis
alcanzaran la línea Arcángel-Astracán, y la Luftwaffe
pudiera dedicarse al bombardeo de largo alcance de las
fábricas soviéticas de armamento y los centros de
comunicaciones que pudieran quedar en los Urales y aún
más allá. Para Hans Frank, el regente del Gobierno
General, la invasión auguraba la posibilidad de deportar a
todos los judíos que habían sido largados a su territorio.
Otros, entre ellos Heydrich, se concentraron en
problemas más inmediatos, particularmente en la
«pacificación» de los territorios conquistados. La idea de
«pacificación» que tenía Hitler estaba muy clara. «La mejor
forma en que puede tener lugar», decía Alfred Rosenberg,
ministro de los territorios del este, «es pegando un tiro a
todo aquel que nos mire mal». No había que procesar a los
soldados por delitos cometidos contra la población civil, a
menos que así lo exigieran taxativamente las necesidades
de disciplina.13
Los altos mandos del ejército, por entonces
subyugados por Hitler a raíz del triunfo sobre Francia del
que habían dudado abiertamente, no pusieron ninguna
objeción. Algunos abrazaron con entusiasmo la idea de
guerra de aniquilación, Vernichtungskrieg, Se había
disipado cualquier sentimiento de escándalo que pudiera
quedar ante las sangrientas acciones perpetradas por la SS
en Polonia. El Generalfeldmarschall von Brauchitsch, que
era el comandante en jefe, colaboró estrechamente con
Heydrich actuando de enlace entre el ejército y la SS
durante la Operación Barbarroja. El ejército alemán
abastecería a los Einsatzgruppen y cooperaría con ellos a
través del oficial de inteligencia de mayor rango de cada
cuartel general del ejército. De ese modo a nivel del alto
mando del ejército y de los estados mayores de mayor
rango nadie podría alegar que no sabía nada de sus
actividades.
La «Shoah por medio de las balas» suele recordarse
por las actividades de los tres mil hombres de los
Einsatzgruppen de la SS. En consecuencia, las matanzas
perpetradas por los once mil hombres integrados en los
veintiún batallones de la Ordnungspolizei, que actuaron
como segunda oleada en la retaguardia de los ejércitos en
avance, a menudo han sido pasadas por alto. Himmler
reunió asimismo una brigada de caballería de la SS y otras
dos brigadas Waffen-SS para que estuvieran en condiciones
de prestar ayuda. El comandante del 1.° Regimiento de
Caballería de la SS era Hermann Fegelein, que en 1944 se
casó con la hermana de Eva Braun y se convirtió así en
miembro del séquito del Führer. Himmler ordenó a su
caballería ejecutar a todos los varones judíos y conducir a
las mujeres a las ciénagas de los pantanos del Pripet. A
mediados de agosto de 1941, la brigada de caballería se
jactaba de haber matado a doscientos rusos en combate y
de haber fusilado a trece mil setecientos ochenta y ocho
civiles, en su mayoría judíos calificados de «saqueadores».
Cada uno de los tres grupos de ejércitos que
participaron en la invasión iba seguido de cerca por un
Einsatzgruppe, Más tarde se añadiría un cuarto grupo de
ejércitos por el sur, en la costa del mar Negro, por detrás
de los ejércitos rumanos y del XI Ejército. El personal de
los Einsatzgruppen era reclutado entre todas las secciones
del imperio de Himmler, incluidos la Waffen-SS, el
Sicherheitsdienst (SD), la Sicherheitspolizei (Sipo), la
Kriminalpolizei (Kripo), y la Ordnungspolizei. Cada
Einsatzgruppe, formado por unos ochocientos hombres,
constaba de dos Sonderkommandos que operaban en
estrecha colaboración por detrás de las tropas y de dos
Einsatzkommandos, un poco más atrás.14
Heydrich ordenó a los comandantes de los
Einsatzgruppen, pertenecientes a la élite intelectual de la
SS —la mayoría de ellos tenían el título de doctor— que
animaran a los grupos antisemitas locales a matar a los
judíos y los comunistas. Estas actividades eran
denominadas «labores de autolimpieza».15 Pero no debían
dar muestras de aprobación oficial por parte de las
autoridades alemanas, ni permitir que esos grupos creyeran
que sus actividades podían garantizarles alguna modalidad
de independencia. Los propios Einsatzgruppen tenían que
ejecutar a los jerarcas del partido comunista, a los
comisarios políticos, a los partisanos y saboteadores y a
«los judíos que ocupen cargos en la administración del
partido y del estado».16 Presumiblemente Heydrich
propuso también que podían y debían ir más allá de estas
categorías, siempre que les pareciera oportuno a la hora de
cumplir con su deber con una «dureza sin precedentes», por
ejemplo fusilando a todos los varones judíos en edad
militar. Pero parece que en esta época no se dio ninguna
indicación oficial que animara a asesinar a mujeres y niños
judíos.
El exterminio de varones judíos dio comienzo en
cuanto los ejércitos alemanes cruzaron la frontera
soviética el 22 de junio. Muchas de las primeras matanzas
fueron llevadas a cabo por antisemitas lituanos y
ucranianos, como había previsto Heydrich. En Ucrania
occidental, fueron ejecutados veinticuatro mil judíos. En
Kaunas fueron asesinados tres mil ochocientos. Los
soldados alemanes sometían a veces a los judíos a estrecha
vigilancia, y luego hacían redadas y torturaban a los
detenidos; a los rabinos les arrancaban la barba o se la
quemaban. Luego los mataban a golpes en medio de las
aclamaciones de la multitud. Los alemanes hicieron correr
la idea de que aquellos asesinatos eran actos de venganza
por las matanzas perpetradas por el NKVD antes de
retirarse. Los Einsatzgruppen y las unidades de la policía
empezaron también a hacer redadas de centenares e incluso
millares de judíos para después asesinarlos.
Las víctimas eran obligadas a cavar sus propias
tumbas, y si alguien no cavaba con la suficiente rapidez le
pegaban un tiro en el acto. Después tenían que quitarse la
ropa, en parte para que sus verdugos pudieran luego
repartírsela, pero en parte también para que comprobaran si
habían escondido en ella objetos de valor o dinero.
Obligadas a ponerse de rodillas al borde de la fosa, les
pegaban un tiro en la nuca, para que el cuerpo cayera hacia
delante directamente en la zanja. Otras unidades de la SS y
de la policía consideraban más limpio obligar al primer
grupo de víctimas a tumbarse en fila en el fondo de la gran
fosa y a continuación las ametrallaban allí mismo. Al
siguiente grupo lo obligaban entonces a tumbarse sobre los
cadáveres de los que ya habían sido ejecutados, las cabezas
de unos sobre los pies de los otros, y a continuación los
ametrallaban. Este sistema se llamaba el método «lata de
sardinas». En algunos casos, los judíos eran congregados
en una sinagoga, a la que luego se prendía fuego. Y al que
intentaba escapar lo acribillaban a balazos.17
Las continuas visitas de Himmler con el fin de dar
ánimos a sus hombres, sin mayor especificación,
contribuyeron a intensificar el proceso. El grupo de «los
judíos que ocupen cargos en la administración del partido y
del estado», que había constituido el primer objetivo,
inmediatamente se amplió a todos los varones judíos en
edad militar, y luego a todos los varones judíos,
independientemente de su edad. A finales de junio y
comienzos de julio, fueron principalmente los grupos
antisemitas locales los que se dedicaron a matar a mujeres
y niños judíos. Pero a finales de julio los Einsatzgruppen,
las brigadas Waffen-SS y las unidades de la policía también
se dedicaron a asesinar regularmente a mujeres y niños
judíos. Contaron con la ayuda, a pesar de las órdenes
expresas de Hitler en contra de armar a los eslavos, de unos
veintiséis batallones de policía reclutados entre la
población local, la mayoría atraídos por la posibilidad de
robar a sus víctimas.
Algunos soldados rasos alemanes e incluso personal
de la Luftwaffe participaron también en los asesinatos,
como descubrirían más tarde los miembros del 7.°
Departamento del NKVD en el curso de los interrogatorios
de los prisioneros alemanes. «Un piloto de la tercera
escuadrilla aérea confesó haber tomado parte en la
ejecución de un grupo de judíos en una aldea cerca de
Berdichev al comienzo de la guerra. Un Gefreiter del 765.°
Batallón de Ingenieros llamado Traxler fue testigo de
ejecuciones de judíos a manos de soldados de la SS cerca
de Rovno y Dubno. Cuando uno de esos soldados comentó
que había sido un espectáculo espantoso, un suboficial de
la misma unidad, de nombre Graff, dijo: "Los judíos son
cerdos y acabar con ellos es demostrar que eres una
persona civilizada"».18
Un día un cabo alemán de una unidad de transporte iba
por casualidad con el suboficial de intendencia de su
compañía y vio a un grupo de «hombres, mujeres y niños
con las manos atadas con alambre que eran conducidos por
la carretera por unos individuos de la SS». Se acercaron a
ver lo que pasaba. A las afueras de la aldea, vieron una zanja
de unos ciento cincuenta metros de largo por otros tres de
profundidad. Habían sido reunidos varios centenares de
judíos. Las víctimas fueron obligadas a tumbarse en la zanja
por filas para que un hombre de la SS situado a cada
extremo pudiera recorrer la fosa acribillándolas a balazos
con una metralleta capturada a los soviéticos. «Luego
obligaron a otro grupo a meterse en la zanja y a tumbarse
encima de los cadáveres. En ese momento una niña —debía
de tener unos doce años— se puso a gritar con voz chillona
y clara: "¡Dejadme vivir, no soy más que una niña!"
Agarraron a la pequeña y la arrojaron a la fosa. A
continuación dispararon».19
Algunos lograron librarse de aquellas matanzas. Como
es natural, quedaron completamente traumatizados por la
experiencia. En el extremo nordeste de Ucrania, Vasily
Grossman conoció a unos de esos afortunados. «Una chica,
una belleza judía que había logrado escapar de los
alemanes. Tiene en los ojos un brillo tremendo, como de
loca», escribió en su cuaderno de notas.20
Parece que los oficiales jóvenes de la Wehrmacht
consintieron el asesinato de niños judíos en mayor medida
que la generación de más edad, sobre todo porque creían
que, si no lo hacían, los que quedaran con vida volverían un
día para vengarse. En septiembre de 1944, fue grabada en
secreto una conversación entre el general de las
Panzertruppen Heinrich Eberbach y su hijo, que servía en
la Kriegsmarine, mientras estaban presos en Gran Bretaña.
«En mi opinión», decía el general Eberbach, «puede incluso
uno llegar a decir que el asesinato de esos millones o los
que sean de judíos fue necesario en interés de nuestro
pueblo. Pero matar a mujeres y niños no era necesario. Eso
es ir demasiado lejos». Su hijo contestó: «Bueno, si vas a
matar a los judíos, mata también a las mujeres y los niños;
o por lo menos a los niños. No hay necesidad de hacerlo
públicamente, pero ¿qué gano yo matando a los
mayores?».21
En general, las formaciones de primera línea no
participaron en las masacres, pero hubo excepciones
notables, especialmente la SS-Division Wiking, en Ucrania,
y algunas divisiones de infantería que tomaron parte en
matanzas como las de Brest-Litovsk. Aunque no cabe duda
de la estrecha colaboración entre la SS y los cuarteles
generales de los grupos de ejércitos, también es cierto que
los oficiales de mayor rango del ejército intentaron
distanciarse de lo que estaba pasando. Se dictaron órdenes
contra los miembros de la Wehrmacht que participaran en
asesinatos masivos o que fueran testigos de ellos, si bien
eran cada vez más los soldados fuera de servicio que
acudían a mirar lo que pasaba y a tomar fotografías de las
atrocidades. Algunos incluso se prestaban voluntarios a
sustituir a los verdugos cuando estos querían descansar un
poco.
Como en Lituania, Letonia y Bielorrusia, también en
Ucrania se generalizaron los asesinatos en masa, a menudo
con la ayuda de hombres del país reclutados como
auxiliares. El antisemitismo había aumentado mucho
durante la gran hambruna de Ucrania porque algunos
agentes soviéticos empezaron a propalar rumores de que
los judíos eran los principales causantes de la falta de
comida, para quitar la responsabilidad a las políticas de
colectivización y de exterminio de los kulaks impuestas
por Stalin. Se utilizaron también voluntarios ucranianos
para vigilar a los prisioneros del Ejército Rojo. «Son
hombres bien dispuestos y se comportan con mucha
camaradería», escribía un Gefreiter, «Suponen un alivio
considerable para nosotros».22
Tras las masacres perpetradas en Lwow y otras
ciudades, los ucranianos prestaron ayuda denunciando y
acorralando a las víctimas del Einsatzgruppe C en
Berdichev, donde había una de las concentraciones más
altas de judíos. Cuando las tropas alemanas entraron en la
ciudad, «los soldados gritaban desde sus camiones: "Jude
k a p u tt!", y agitaban los brazos», descubriría Vasily
Grossman más adelante. Fueron asesinados en sucesivas
tandas más de veinte mil judíos junto a la pista de
aterrizaje. Entre ellos estaba la madre de Grossman, que
pasó el resto de su vida atormentado por los sentimientos
de culpabilidad por no habérsela llevado consigo a Moscú
en el momento en que dio comienzo la invasión alemana.23
Una judía llamada Ida Belozovskaya describió la
escena que se produjo cuando los alemanes entraron en su
ciudad, situada cerca de Kiev, el 19 de septiembre. «La
gente, con las caras alegres, aduladoras, serviles, se habían
situado a ambos lados de la carretera y saludaban a sus
"liberadores". Ese día supe ya que nuestra vida estaba a
punto de acabarse, que nuestra ordalía estaba a punto de
comenzar. Habíamos caído todos en la ratonera. ¿Adónde
podía ir una? No había escapatoria». La gente denunciaba a
los judíos ante las autoridades alemanas no solo por
antisemitismo, sino también por miedo, como atestigua
Belozovskaya.24 Si alguien daba refugio a un judío y los
alemanes lo descubrían, mataban a toda su familia, de modo
que aunque uno simpatizara con los judíos y estuviera
dispuesto a darles de comer, no se atrevía a acogerlos en su
casa.
Si bien el ejército húngaro asociado al Grupo de
Ejércitos Sur de Rundstedt no participó en las matanzas
masivas, los rumanos que atacaron Odessa, ciudad en la que
había una numerosa población judía, cometieron unas
atrocidades espantosas. Ya en el verano de 1941 se dice
que las tropas rumanas habían matado a unos diez mil
judíos cuando recuperaron las zonas de Besarabia y
Bukovina ocupadas por los soviéticos. Hasta los oficiales
alemanes consideraban que la conducta de sus aliados era
caótica e innecesariamente sádica. En Odessa los rumanos
mataron a treinta y cinco mil personas.
El
VI Ejército
alemán, al
mando
del
Generalfeldmarschall von Reichenau, el nazi más
convencido de todos los altos mandos del ejército, incluía
entre sus fuerzas a la 1. SS Brigade. Una división de
seguridad del ejército, la Feldgendarmerie, y otras unidades
militares intervinieron también en los asesinatos masivos
sobre la marcha. El 27 de septiembre, poco después de la
toma de Kiev, Reichenau asistió a una reunión con el
comandante de la plaza y algunos oficiales de la SS
pertenecientes al Sonderkommando 42. Se acordó que el
comandante de la plaza pusiera carteles ordenando a los
judíos presentarse para su «evacuación»; tenían que llevar
consigo sus documentos de identidad, dinero, objetos de
valor y ropas de abrigo.
Las intenciones criminales de los nazis se vieron
favorecidas inesperadamente por un curioso efecto
colateral del Pacto Molotov-Ribbentrop. La censura
estalinista había ocultado cualquier indicio del virulento
antisemitismo de Hitler. En consecuencia, cuando los
judíos de Kiev recibieron la orden de presentarse para su
«reasentamiento», acudieron a la convocatoria ni más ni
menos que treinta y tres mil setecientos setenta y uno. El
VI Ejército, que prestaba ayuda con medios de transporte,
esperaba que comparecieran no más de siete mil. El SS
Sonderkommando tardó tres días en matarlos a todos en el
barranco de Babi-Yar, a las afueras de la ciudad.25
Ida Belozovskaya, que estaba casada con un gentil,
relató la concentración de los judíos de Kiev, entre los
cuales estaban algunos miembros de su familia. «El 28 de
septiembre, mi marido y su hermana rusa fueron a ver a mis
infortunados parientes que se disponían a emprender su
último viaje. Les pareció, y todos quisimos creerlo así, que
los bárbaros alemanes se limitarían a enviarlos lejos a
cualquier sitio, y durante varios días la gente siguió
acudiendo en grandes grupos en busca de su "salvación". No
había tiempo para atender a todo el mundo, y a la gente le
decían que volviera al día siguiente (los alemanes no se
mataban a trabajar). Y la gente seguía presentándose al día
siguiente, hasta que les llegaba el turno de irse de este
mundo».
Su marido ruso siguió uno de los convoyes hasta BabiYar para enterarse de lo que estaba pasando. «Esto es lo
que vio a través de una pequeña rendija que había en la tapia,
considerablemente alta. La gente era separada, a los
hombres les decían que fueran por un lado, y a las mujeres
y los niños por otro. Iban todos desnudos (tenían que dejar
sus cosas en otro sitio), y entonces eran abatidos a tiros de
metralleta y de ametralladora. El estruendo del tiroteo
sofocaba los gritos y los lamentos».26
Se ha calculado que más de un millón y medio de
judíos soviéticos escaparon a los escuadrones de la muerte.
Pero la concentración de la mayoría de los judíos de la
URSS en las regiones occidentales, especialmente en las
ciudades y en las poblaciones de mayor tamaño, facilitó
mucho la labor de los Einsatzgruppen, A los mandos de
estas unidades les sorprendió gratamente también el hecho
de que sus compañeros del ejército mostraran tanto
espíritu de colaboración y a menudo incluso deseos de
prestarles ayuda. Se calcula que a finales de 1942, el
número total de judíos asesinados por los Einsatzgruppen
de la SS, la Ordnungspolizei, las unidades antipartisanas y
el propio ejército alemán era superior a un millón
trescientos cincuenta mil.
La «Shoah por medio del gas» tuvo también un desarrollo
desigual. Ya en 1935, Hitler había señalado que en cuanto
empezara la guerra iba a introducir un programa de
eutanasia. Los delincuentes psicóticos, los afectados de
«debilidad mental», los discapacitados y los niños con
defectos de nacimiento fueron incluidos todos en la
categoría nazi de «vidas indignas de ser vividas». El primer
caso de eutanasia fue llevado a cabo el 25 de julio de 1939
por el médico personal de Hitler, el doctor Karl Brandt, a
quien el Führer pidió que creara un comité asesor. Menos
de dos semanas antes de la invasión de Polonia, el ministro
del interior ordenó a los hospitales que notificaran todos
los casos de «nacimientos con deformidades». Más o
menos por esa misma época el proceso de notificación se
extendió a los adultos.27
Los primeros asesinatos de pacientes mentales, sin
embargo, tuvieron lugar en Polonia tres semanas después
de la invasión. Los infelices fueron fusilados en un bosque
cercano. Poco después se produjeron matanzas de otros
enfermos internados en manicomios. De esta manera
fueron asesinadas más de veinte mil personas. Luego
fueron fusilados los pacientes alemanes de Pomerania. Dos
de los hospitales que fueron vaciados de esta forma tan
expeditiva se convirtieron en cuarteles de la Waffen-SS. A
finales de noviembre, estaban ya en funcionamiento
cámaras de gas que utilizaban monóxido de carbono, y
Himmler asistió a una de esas matanzas en el mes de
diciembre. A comienzos de 1940, se habían hecho
experimentos
utilizando
camiones
cerrados
herméticamente como cámaras de gas móviles. Este
sistema se consideró un éxito, porque reducía las
complicaciones del transporte de los pacientes. Al
encargado de su organización se le prometieron diez
Reichsmark por cabeza.
Dirigido desde Berlín, el sistema se amplió a todo el
Reich con el nombre de T4. A los padres de niños
disminuidos psíquicos, algunos de los cuales solo tenían
dificultades de aprendizaje, se les convencía de que sus
hijos iban a estar mejor atendidos en otra institución. Y
luego se les decía que los niños habían muerto de
neumonía. Unos setenta mil niños y adultos alemanes
habían sido asesinados en cámaras de gas en agosto de
1941. Esta cifra incluía ya a los judíos alemanes que
llevaran hospitalizados un tiempo significativo.
La enorme cantidad de víctimas y la poca fiabilidad de
los certificados de defunción impidieron que el programa
de eutanasia pudiera mantenerse en secreto. Hitler ordenó
que se detuviera ese mismo mes de agosto tras las
denuncias presentadas por algunos eclesiásticos,
encabezados por un obispo, el conde Clemens August von
Galen. Pero continuó practicándose una versión encubierta
del mismo, que al final de la guerra supuso el asesinato de
otras veinte mil personas. El personal que había intervenido
en el programa de eutanasia fue reclutado para los campos
de exterminio de Polonia oriental en 1942. Como han
subrayado varios historiadores, el programa de eutanasia
supuso no solo un ensayo de lo que luego sería la Solución
Final, sino que proporcionó también los fundamentos de su
ideal de sociedad racial y genéticamente pura.
Como Hitler no quiso plasmar nunca sobre papel sus
decisiones más controvertidas, los historiadores han
interpretado el lenguaje evasivo y a menudo eufemístico de
los documentos subsidiarios de formas muy distintas al
intentar evaluar el momento exacto en que se tomó la
decisión de emprender la Solución Final. Se ha convertido
en una tarea imposible, especialmente porque el tránsito
hacia el genocidio consistió en simples palabras de ánimo
desde lo alto, de las cuales no hay constancia escrita, y en
una serie de pasos y experimentos no coordinados llevados
a cabo sobre el terreno por diferentes grupos de asesinos.
Da la casualidad curiosamente de que este proceso refleja
la Auftragstaktik del ejército, según la cual una orden
general era traducida en acción por el correspondiente
oficial al mando sobre el terreno.
Algunos historiadores sostienen de manera harto
plausible que la decisión básica de avanzar directamente
hacia el genocidio tuvo lugar en julio o agosto de 1941,
cuando parecía que la Wehrmacht todavía tenía a su alcance
la consecución de una victoria rápida. Otros piensan que no
se tomó hasta el otoño, cuando el avance alemán en la
Unión Soviética se ralentizó de manera perceptible y fue
dando cada vez más la impresión de que la «solución
territorial» era impracticable. Algunos la sitúan incluso
más tarde, y proponen la segunda semana de diciembre,
cuando el ejército alemán se detuvo a las afueras de Moscú
y Hitler declaró la guerra a los Estados Unidos.
El hecho de que cada Einsatzgruppe interpretara su
misión de manera ligeramente distinta indica que no había
sido dada ninguna orden desde una instancia central. Solo a
partir del mes de agosto se convirtió en práctica
generalizada el genocidio total, con el asesinato incluso de
mujeres y niños judíos. También el 15 de agosto, Himmler
fue testigo por primera vez de la ejecución de cien judíos
cerca de Minsk, espectáculo organizado a petición suya por
el Einsatzgruppe B. Himmler no pudo soportar su
contemplación. Después, el Obergruppenführer Erich von
dem Bach-Zelewski subrayaría el detalle de que en aquella
ocasión solo habían fusilado a un centenar de personas.
«Fíjese en los ojos de los hombres de este comando», le
dijo Bach-Zelewski. «¡Qué profundamente conmovidos
están! Esos hombres están acabados para el resto de su
vida. ¿Qué clase de seguidores estamos criando? ¡Una
pandilla de neuróticos o de bestias!» El propio BachZelewski sufriría de pesadillas y de dolores de estómago,
lo que motivó su hospitalización por orden de Himmler
para que lo tratara el jefe médico de la SS.28
A continuación Himmler pronunció un discurso ante
sus hombres justificando su acción y señaló que Hitler
había dictado una orden para que todos los judíos de los
territorios del este fueran exterminados. Comparó su
trabajo con el de la liquidación de las chinches y las ratas.
Aquella tarde, discutió con Arthur Nebe, el comandante del
Einsatzgruppe, y con Bach-Zelewski las alternativas a los
fusilamientos. Nebe propuso un experimento con
explosivos, al que Himmler dio su aprobación. Resultó un
fracaso cruel, sucio y embarazoso. El siguiente paso fue el
uso de cámaras de gas ambulantes, que utilizaban el
monóxido de carbono proveniente del tubo de escape.
Himmler deseaba encontrar un sistema que resultara más
«humano» para los verdugos. Preocupado por su bienestar
espiritual, invitó a los altos mandos a organizar actos
sociales por las noches con la celebración de conciertos
improvisados. La mayoría de los asesinos, sin embargo,
prefería buscar el olvido bebiendo.
La intensificación de la matanza de judíos coincidió
también con el trato cada vez más brutal dispensado por la
Wehrmacht a los prisioneros de guerra soviéticos, que a
menudo eran incluso asesinados directamente. El 3 de
septiembre, se utilizó por primera vez en una prueba con
prisioneros soviéticos y polacos el insecticida Zyklon B,
desarrollado por el grupo de empresas químicas IG Farben.
Al mismo tiempo, los judíos procedentes de Alemania y de
Europa occidental deportados a territorios del este eran
asesinados cuando llegaban a su destino por agentes de
policía, que aseguraban que era la única forma de hacer
frente a la multitud de gente que les habían endosado. Los
oficiales de mayor graduación de los territorios del este
ocupados por los alemanes, el Reichskommissariat Ostland
(las Repúblicas Bálticas y parte de Bielorrusia), y el
Reichskommissariat Ukraine (Ucrania), no tenían ni idea
de cuál era la política a seguir. No se les haría saber hasta
la Conferencia de Wannsee en enero del año siguiente.
14
LA «GRAN ALIANZA»
(junio-diciembre de 1941)
Churchill fue célebre por su aluvión de ideas de cómo
había que continuar con la guerra. Uno de sus colegas
comentaría que el problema radicaba en que no sabía cuáles
eran las buenas. Pero Churchill no era solo un verdadero
zorro, en el sentido que indicaba Isaiah Berlín. También era
un erizo, con una gran idea desde un principio. Sola, Gran
Bretaña no tenía nada que hacer frente a la Alemania nazi.
El primer ministro era perfectamente consciente de que
necesitaba conseguir que los Estados Unidos entraran en
guerra, como había pronosticado a su hijo Randolph en
mayo de 1940.
Aunque siempre se mostró firme en sus propósitos,
Churchill no perdió tiempo a la hora de establecer una
alianza con el régimen bolchevique que tanto detestaba.
«No me desdiré de nada de lo que he dicho sobre él»,
declaró en un discurso transmitido por radio el 22 de junio
de 1941, tras tener noticia de la invasión de la Unión
Soviética por tropas alemanas. «Pero cualquier cosa que
dijera pierde valor ante el panorama que ahora se nos
presenta». Y más tarde diría a su secretario privado, John
Colville, que «si Hitler invadiera el infierno, yo, como
poco, haría un comentario favorable acerca del diablo en la
Cámara de los Comunes». Con su alocución de aquella
tarde, preparada con el embajador estadounidense, John G.
Winant, se comprometía a proporcionar a la Unión
Soviética «toda la ayuda técnica y económica que nos sea
posible».1 Sus palabras causaron buena impresión en Gran
Bretaña, en los Estados Unidos y en Moscú, aunque Stalin y
Molotov siguieran convencidos de que los británicos
continuaban ocultando la verdadera naturaleza de la misión
de Hess.
Dos días más tarde, Churchill ordenó a Stewart
Menzies, jefe de los servicios secretos de inteligencia, que
enviara los mensajes descifrados por Ultra al Kremlin.
Menzies le advirtió que aquello «sería un gravísimo
error».2 El Ejército Rojo no disponía de un buen sistema
criptográfico, y los alemanes podrían seguir la pista de los
códigos con mucha facilidad. Churchill estuvo de acuerdo,
pero más tarde se pasaría información secreta procedente
de Ultra, debidamente disimulada. Poco después se
negoció un acuerdo de cooperación militar entre los dos
países, aunque a aquellas alturas el gobierno británico no
confiaba en que el Ejército Rojo lograra sobrevivir al
ataque de los nazis.
Churchill se sintió aliviado por el desarrollo de los
acontecimientos en el Atlántico. El 7 de julio, Roosevelt
comunicó al Congreso que fuerzas estadounidenses habían
desembarcado en Islandia para reemplazar a las tropas
británicas y canadienses. El 26 de julio, los Estados Unidos
y Gran Bretaña llevaron a cabo una acción conjunta: la
congelación de los activos japoneses, en represalia por la
ocupación nipona de la Indochina francesa. Los japoneses
querían disponer de unas bases aéreas desde las que poder
atacar la carretera de Birmania, a través de la cual se hacían
llegar pertrechos y provisiones a las fuerzas nacionalistas
chinas. Roosevelt decidió apoyar a los nacionalistas de
Chiang Kai-shek, y una fuerza de pilotos americanos
mercenarios, los llamados «Tigres Voladores», fue
reclutada en los Estados Unidos para encomendarle la
defensa de la carretera de Birmania desde Mandalay. Sin
embargo, las cosas fueron realmente a peor cuando los
Estados Unidos y Gran Bretaña impusieron un duro
embargo a Japón, prohibiendo la venta de petróleo y otros
productos a este país. Los japoneses se encontraban en
aquellos momentos a tiro de piedra de Malaca, Tailandia y
los yacimientos petrolíferos de las Indias Orientales
Neerlandesas, territorios que parecían que iban a
convertirse en el siguiente objetivo de sus ataques. Y no
era de extrañar que Australia se sintiera también
amenazada.
Ningún pretendiente podría haberse preparado mejor
para el cortejo como Churchill en su primera entrevista en
tiempos de guerra, a comienzos de agosto, con el
presidente norteamericano. Por ambas partes se mantuvo
un efectivo secretismo. Churchill y sus acompañantes,
muchos de los cuales ignoraban a dónde iban, embarcaron
en el acorazado Prince of Wales, El primer ministro
llevaba consigo unos urogallos cazados antes de que se
levantara la veda con los que pretendía agasajar al
presidente, así como unos «huevos de oro» en forma de
mensajes descifrados por Ultra para impresionarlo. A
Harry Hopkins, amigo y consejero de Roosevelt que
viajaba con ellos, lo martilleaba a preguntas, pues quería
saber todo lo que pudiera contarle acerca del líder
americano. Churchill no tenía un buen recuerdo de su
primera entrevista con Roosevelt en 1918, cuando no
consiguió causar precisamente muy buena impresión al
futuro presidente.
Roosevelt, junto con sus jefes de estado mayor,
también había tenido que superar algunos problemas para
poder celebrar la entrevista. Con el fin de burlar a la prensa,
había zarpado en el yate presidencial, el Potomac, para
luego subir a bordo del crucero pesado Augusta, que el 6
de agosto, fuertemente escoltado por varios destructores,
puso rumbo a la bahía de Placentia, en la costa de
Terranova, lugar elegido para la reunión. Enseguida nació
un sentimiento de cordialidad entre los dos líderes, y la
celebración de un servicio religioso en la cubierta de popa
del Prince of Wales, cuidadosamente escenificada por
Churchill, causó un profundo impacto emocional. Sin
embargo, Roosevelt, por muy impresionado y encantado
que quedara con el primer ministro, seguía distante. Como
advertiría uno de sus biógrafos, poseía «un talento especial
para tratar a todas sus nuevas amistades como si se
conocieran de toda la vida, una capacidad para crear una
apariencia de confianza que explotaba inexorablemente».3
En interés de la concordia, se evitaron cuestiones
controvertidas, sobre todo las relacionadas con el
imperialismo británico que tanto desaprobaba Roosevelt.
La declaración conjunta firmada por los dos líderes el 12
de agosto, la Carta del Atlántico, prometía la
autodeterminación a un mundo liberado, con la excepción
implícita del mundo sometido al Imperio Británico y,
evidentemente, de la Unión Soviética.
Durante varios días las conversaciones abordaron
distintos y múltiples temas, desde el peligro de que España
se uniera al bando del Eje, hasta la amenaza que suponían
las ambiciones de Japón en el Pacífico. Para Churchill, los
frutos más importantes de aquella entrevista fueron que los
norteamericanos aceptaban proporcionar convoyes de
escolta al oeste de Islandia y bombarderos a Gran Bretaña y
que garantizaban toda la ayuda posible a la Unión Soviética
para que pudiera continuar la guerra. Sin embargo, en los
Estados Unidos Roosevelt debía enfrentarse a una
oposición generalizada a cualquier movimiento que
implicara entrar en guerra con la Alemania nazi. Mientras
regresaba de Terranova, se enteró de que la Cámara de
Representantes había aprobado la Ley del Servicio
Selectivo, que inauguraba el primer reclutamiento forzoso
en tiempos de paz, por solo un voto.
Los aislacionistas americanos se negaban a reconocer
que, con la invasión de la Unión Soviética por parte de los
nazis, la guerra estaba condenada a extenderse más allá de
los límites de Europa. El 25 de agosto, desde Irak, tropas
del Ejército Rojo y fuerzas británicas invadieron un país
neutral, Irán, para asegurarse su petróleo y una vía de
abastecimiento que fuera del golfo Pérsico al Cáucaso y a
Kazajstán. Durante el verano de 1941, en Gran Bretaña
aumentaron los temores de que Japón atacara sus colonias.
Siguiendo los consejos de Roosevelt, Churchill canceló un
ataque planeado por la Dirección de Operaciones
Especiales (SOE por sus siglas en inglés) contra un
mercante japonés, el Asaka Maru, que estaba cargando en
Europa los pertrechos y provisiones necesarios para
mantener activa la máquina de guerra nipona. Gran Bretaña
no podía aventurarse sola a entrar en guerra en el Pacífico
con Japón. Su principal prioridad debía ser asegurar su
posición en el norte de África y en el Mediterráneo. Hasta
que los Estados Unidos no entraran en guerra, Churchill y
sus jefes de estado mayor tendrían que limitarse a
garantizar la supervivencia de su país, creando una fuerza
aérea de bombarderos con la que atacar Alemania y
ayudando a los soviéticos a combatir a las tropas nazis.
Para Stalin, una campaña de intensos bombardeos contra
Alemania era una de las principales ayudas que esperaba
recibir de los Aliados, pues en el verano de 1941 la
Wehrmacht causaba unas pérdidas devastadoras al Ejército
Rojo. También pedía que se invadiera lo antes posible el
norte de Francia para aliviar el frente oriental. En una
reunión celebrada con sir Stafford Cripps cinco días
después de que los alemanes comenzaran la campaña de
Rusia, Molotov intentó que el embajador británico
especificara claramente la magnitud de la ayuda que
Churchill estaba dispuesto a proporcionar. Pero Cripps no
estaba en condiciones de concretar nada. Al cabo de dos
días, el ministro de exteriores soviético volvió a presionar
al embajador británico, instándole a que le diera una
respuesta, después de que se hubieran reunido en Londres
el ministro de abastos de Churchill, lord Beaverbrook, y el
embajador soviético en Inglaterra, Ivan Maisky. Por lo
visto, Beaverbrook, sin consultarlo con los jefes del estado
mayor británico, había hablado con Maisky sobre la
posibilidad de invadir Francia. A partir de aquel momento,
uno de los principales objetivos de la política exterior
soviética sería conseguir de los británicos una promesa en
firme en ese sentido. Los rusos sospechaban, no sin razón,
que los británicos se mostraban reticentes porque creían
que la Unión Soviética no sería capaz de resistir «más de
cinco o seis semanas».4
Un error de cálculo más grave por parte de los
soviéticos envenenó las relaciones de los dos países hasta
comienzos de 1944. Stalin, midiendo a los Aliados por su
propio rasero, esperaba que lanzaran una operación a través
del Canal de la Mancha, fuera cuales fueran las pérdidas y
las dificultades. La reticencia de Churchill a
comprometerse a llevar a cabo una invasión del noroeste de
Europa suscitaba en el líder soviético la sospecha de que
Gran Bretaña pretendía que el Ejército Rojo cargara con el
peso de la guerra. Había, por supuesto, mucho de cierto en
ello, así como mucha hipocresía por parte de los rusos,
pues el propio Stalin había abrigado la esperanza de que los
capitalistas occidentales y los alemanes nazis se enzarzaran
en una lucha a muerte en 1940. Sin embargo, el dictador
soviético no supo entender en absoluto las presiones a las
que se veían sometidos los gobiernos democráticos. Creía
erróneamente que Churchill y Roosevelt tenían un poder
absoluto en sus respectivos países. El hecho de que
hubieran de rendir cuentas de sus actos a la Cámara de los
Comunes o al Congreso, o que prestaran atención a la
prensa, era, en su opinión, una excusa patética. Para él era
inconcebible que Churchill pudiera verse realmente
obligado a dimitir si ponía en marcha una operación que
acabara saldándose con un número espectacular de bajas.
Después de pasarse décadas leyendo de manera
obsesiva, Stalin tampoco logró entender ni siquiera la
esencia de la estrategia tradicional británica de guerra
periférica, de la que ya hemos hablado. Gran Bretaña no era
una potencia continental. Seguía confiando en su poderío
naval y en coaliciones para mantener un equilibrio de poder
en Europa. Con la notable excepción de la Primera Guerra
Mundial, trataba de evitar su participación en una gran
confrontación por tierra hasta que ya se vislumbrara el final
de la guerra. Churchill tenía la firme determinación de
seguir este modelo, aunque sus aliados estadounidenses y
soviéticos fueran partidarios de la doctrina diametralmente
opuesta de afrontar un enfrentamiento masivo y rotundo lo
antes posible.
El 28 de julio, dos semanas después de la firma del
acuerdo anglo-soviético, Harry Hopkins llegó a Moscú en
misión de reconocimiento, siguiendo instrucciones de
Roosevelt. Tenía que averiguar qué necesitaba la Unión
Soviética para continuar la guerra, tanto a corto como a
largo plazo. Las autoridades soviéticas enseguida le
dedicaron toda su atención. Hopkins puso en tela de juicio
los informes siempre pesimistas del agregado militar
norteamericano en Moscú, que consideraba que el Ejército
Rojo no tardaría en caer. Pronto se convenció de que la
Unión Soviética iba a ser capaz de resistir.
La decisión de Roosevelt de ayudar a la Unión
Soviética no solo fue un acto de autenticidad, sino también
de generosidad. El programa de préstamo y arriendo a los
soviéticos tardó en ponerse en marcha, para exasperación
del presidente norteamericano, pero su envergadura sería
un factor decisivo en la victoria final de la URSS (un hecho
que aún hoy día muchos historiadores rusos se niegan a
reconocer). Aparte de acero de primera calidad, de cañones
antiaéreos, de aviones y de cantidades ingentes de
alimentos que sirvieron para salvar al pueblo ruso de la
hambruna en el invierno de 1942-1943, la mayor
aportación norteamericana fue dotar de movilidad al
Ejército Rojo. Sus espectaculares avances de los siguientes
años fueron posibles gracias exclusivamente a los jeeps y
camiones estadounidenses.
En cambio, la retórica de Churchill prometiendo
ayuda nunca se tradujo en hechos, en gran medida debido a
la precariedad económica de Gran Bretaña y a la obligación
de cubrir sus necesidades más básicas. Buena parte del
material proporcionado era obsoleto o poco apropiado.
Los abrigos del ejército británico resultaban inútiles en el
invierno ruso, las tachuelas y los revestimientos de hierro
de sus botas propiciaban la congelación de los pies, los
tanques Matilda eran claramente inferiores a los T-34
soviéticos, y los pilotos del Ejército Rojo se mostraban
muy críticos con el rendimiento de los Hurricane de
segunda mano recibidos y preguntaban por qué no habían
enviado en su lugar aviones Spitfire.
La primera conferencia importante celebrada entre los
Aliados occidentales y la Unión Soviética tuvo lugar en
Moscú a finales de septiembre, poco después de que lord
Beaverbrook y Averell Harriman, en representación de
Roosevelt, llegaran a Arkángel a bordo del crucero
Lincoln, Stalin los recibió en el Kremlin, e inmediatamente
comenzó a enumerar todo el equipamiento militar y los
vehículos que necesitaba la Unión Soviética. «El país que
pueda producir más motores será el que al final se alce con
la victoria», dijo.5 Luego sugirió a Beaverbrook que Gran
Bretaña también tendría que enviar tropas para ayudar en la
defensa de Ucrania, propuesta que evidentemente dejó
desconcertado al amigo y compinche de Churchill.
Stalin, incapaz de olvidarse por un momento del
asunto de Hess, comenzó a formular preguntas a
Beaverbrook acerca del ayudante de Hitler y de lo que este
había dicho tras llegar a Inglaterra. El líder soviético volvió
a sorprender a sus invitados cuando sugirió que debían
hablar sobre los acuerdos de posguerra. Quería que se
reconocieran las fronteras soviéticas de 1941, que incluían
los estados bálticos, Polonia oriental y Besarabia en la
URSS. Beaverbrook no quiso abordar un tema del que era
muy prematuro hablar, sobre todo en un momento como
aquel en el que los ejércitos alemanes se encontraban a
menos de cien kilómetros del lugar en el que estaban
sentados en el Kremlin. Aunque no lo sabía, lo cierto es
que el día anterior el II Ejército Acorazado de Guderian
había comenzado la primera fase de la Operación Tifón
contra Moscú.
Los diplomáticos británicos estaban exasperados e
indignados por las constantes pullas de Stalin, que no
paraba de decir que su país «se negaba a poner en marcha
operaciones militares activas contra la Alemania
hitleriana», mientras tropas británicas y de la
Commonwealth luchaban con arrojo en el norte de África.
Pero a ojos de los soviéticos, con la amenaza que suponían
los tres grupos de ejército alemanes que se habían
adentrado en su territorio, los combates en los alrededores
de Tobruk y la frontera libia eran simples escaramuzas.
Poco después de que Alemania se lanzara a la invasión
de la Unión Soviética, Rommel comenzó a planear un
nuevo ataque contra el puerto sitiado de Tobruk, convertido
en pieza fundamental de la guerra en el norte de África. Lo
necesitaba para abastecer a sus tropas y eliminar cualquier
amenaza en su retaguardia. Tobruk estaba en manos de la
70.ª División británica, que contaba con el refuerzo de una
brigada polaca y un batallón checo.
Durante el verano, con su brillante reflejo propio de
los espejismos bajo un cielo abrasador, había comenzado
en el desierto una especie de guerra de broma, con apenas
unos cuantos enfrentamientos aislados a lo largo de las
alambradas de la frontera libia. Las patrullas de
reconocimiento británicas y alemanas charlaban por radio
unas con otras, en cierta ocasión lamentando la llegada de
un nuevo oficial alemán que había obligado a sus hombres a
abrir fuego después de que se hubiera acordado tácitamente
no disparar. Para los soldados de infantería de uno y otro
bando la vida resultaba menos entretenida en aquellas
condiciones, pues disponían solo de un litro de agua al día
para beber y asearse. En sus trincheras tenían que aprender
a convivir con escorpiones, pulgas y las agresivas moscas
del desierto que cubrían todos los alimentos y todas las
partes desnudas del cuerpo. La disentería se convirtió en un
grave problema, especialmente en el bando alemán. Pero
incluso los defensores de Tobruk andaban escasos de agua
después de que los Stuka enemigos hubieran destruido la
planta desalinizadora. La propia ciudad estaba en ruinas tras
sufrir intensos bombardeos, y el puerto medio lleno de
barcos hundidos. Solo la determinación y el arrojo de la
Marina Real mantenían a las fuerzas aliadas abastecidas.
Los hombres de la brigada australiana se ponían a cambiar
su botín de guerra por cerveza con los suboficiales navales
en cuanto llegaba un barco.
Rommel tenía un problema mucho más grave para
abastecer a sus tropas a través del Mediterráneo. Entre
enero y finales de agosto de 1941, los británicos habían
hundido cincuenta y dos barcos de las fuerzas del Eje, y
dañado otros treinta y ocho.6 En septiembre, el submarino
Upholder de la Marina Real echó a pique dos grandes
naves de pasajeros que transportaban soldados de refuerzo.
(Los veteranos del Afrika Korps comenzaron a llamar el
Mediterráneo «la piscina alemana».)7 Fue entonces cuando
se hizo evidente que la decisión de las fuerzas del Eje de
posponer la conquista de Malta en 1940 había sido un
verdadero error. Ese mismo año, unos meses antes, la
Kriegsmarine había recibido especialmente con
consternación la noticia de que Hitler insistía en que las
fuerzas aerotransportadas fueran utilizadas para lanzar un
ataque contra Creta en lugar de Malta, pues el Führer temía
que los aliados pudieran realizar incursiones aéreas contra
los yacimientos petrolíferos de Ploesti. Desde entonces, la
estrategia de bombardear constantemente los aeródromos
de Malta y el Gran Puerto de La Valletta, en vez de invadir
directamente la isla, había resultado muy poco efectiva.
La interceptación de los sistemas de codificación de
la Armada italiana supuso para los británicos grandes
recompensas. El 9 de noviembre, la Fuerza K, que se
dirigía a Malta con dos destructores y los cruceros ligeros
Aurora y Penelope, avistó un convoy cuyo destino era
Trípoli. Aunque dicho convoy iba escoltado por dos
cruceros pesados y diez destructores, los navíos británicos
se lanzaron contra él por la noche con la ayuda de los
radares. En menos de treinta minutos, los tres buques de
guerra de la Marina Real echaron a pique los siete
mercantes y un destructor sin sufrir daño alguno. Los altos
mandos de la Kriegsmarine quedaron lívidos cuando se
enteraron de lo ocurrido y amenazaron con asumir el
control de las operaciones navales italianas. El Afrika
Korps adoptaría una postura paternalista similar ante sus
aliados. «A los italianos hay que tratarlos como a niños»,
decía en una carta a los suyos un teniente de la 15.ª
División Panzer. «No son buenos soldados, pero son los
mejores camaradas. Puedes conseguir de ellos todo lo que
quieras».8
Tras los numerosos aplazamientos del envío de unas
provisiones largamente esperadas, pero que nunca
llegarían, Rommel fijó el ataque contra Tobruk para el 21
de noviembre. Aunque no daba crédito a los informes
italianos que hablaban de que los británicos estaban a punto
de lanzar una gran ofensiva, decidió dejar la 21.ª División
Panzer a medio camino entre Tobruk y Bardia por si
ocurría algo. Este hecho probablemente lo dejara sin los
efectivos necesarios para atacar con éxito la ciudad de
Tobruk. En cualquier caso, el 18 de noviembre, tres días
antes de la fecha prevista por Rommel para asaltar el
importante puerto, la formación recientemente bautizada
como VIII Ejército británico, a las órdenes del teniente
general sir Alan Cunningham, cruzó la frontera libia,
poniendo en marcha la Operación Crusader. Tras avanzar de
noche bajo el estricto silencio de las radios, y permanecer
oculto durante el día bajo las tormentas de arena y las
tormentas eléctricas, el VIII Ejército consiguió coger al
enemigo por sorpresa.
En aquellos momentos el Afrika Korps estaba
compuesto por la 15.ª y la 21.ª División Panzer y otra
formación combinada que más tarde recibiría el nombre de
90.ª División Ligera y que incluía un regimiento de
infantería, cuyos efectivos eran principalmente veteranos
alemanes de la Legión Extranjera francesa. Sin embargo,
debido a la mala alimentación y a las enfermedades, al
Afrika Korps, un ejército formado en principio por
cuarenta y cinco mil efectivos, le faltaba once mil hombres
en sus unidades de vanguardia. La desastrosa gestión de sus
suministros afectaba también a sus divisiones acorazadas
que, con doscientos cuarenta y nueve carros, necesitaban
urgentemente la llegada de reemplazos. Los italianos tenían
desplegadas en la zona la División Acorazada Ariete y tres
divisiones semimotorizadas.
Los británicos, por su parte, estaban, por una vez, bien
pertrechados, con sus trescientos carros de combate
Cruiser y sus trescientos tanques ligeros americanos
Stuart, a los que llamaban «Honey», y con sus más de cien
carros blindados Matilda y Valentine. La Desert Air Force,
o Fuerza Aérea del Desierto (DAF por sus siglas en inglés),
contaba con quinientos cincuenta aviones utilizables para
enfrentarse a la Luftwaffe, que solo disponía de setenta y
seis aparatos. Ante una superioridad tan abrumadora,
Churchill confiaba en alzarse con una victoria largamente
anhelada, sobre todo porque necesitaba urgentemente un
éxito con el que calmar a Stalin. Sin embargo, aunque los
británicos estaban por fin bien pertrechados, sus armas eran
decididamente inferiores a las de los alemanes. Los nuevos
Stuart y los tanques Cruiser, con sus cañones de 40 mm, no
tenían nada que hacer ante los cañones alemanes de 88 mm,
«el largo brazo» del Afrika Korps, capaces de dejarlos
completamente inutilizados antes incluso de formar para
responder al fuego. Solo el cañón de campaña de 87,6 mm
británico conseguía unos resultados espectaculares, y los
comandantes habían aprendido por fin a utilizarlo en
terrenos despejados para repeler el ataque de los tanques
alemanes. Las fuerzas nazis lo llamaban «Ratsch-bum».
El plan de los británicos consistía en concentrar el
XXX Cuerpo, con el grueso de los vehículos blindados,
para atacar por el noroeste desde la frontera libia. Con
estas fuerzas se pretendía derrotar a las divisiones panzer
alemanas para luego avanzar hacia Tobruk y liberar la
ciudad del asedio. La 7.ª Brigada Acorazada debía ser la
punta de lanza de la 7.ª División Acorazada en su avance
hacia Sidi Rezegh, localidad situada en una escarpa, al
sureste del perímetro defensivo de Tobruk. Por la derecha,
el XIII Cuerpo debía encargarse de las posiciones alemanas
que se encontraban cerca de la costa, en la zona del paso de
Halfaya y Sollum. En principio, se suponía que el VIII
Ejército iba a aguardar a que Rommel comenzara su ataque
a Tobruk, pero Churchill se negó a autorizar al general
Auchinleck a esperar más tiempo.
La 7.ª Brigada Acorazada llegó a Sidi Rezegh, ocupó
el aeródromo y capturó diecinueve aviones antes de que los
alemanes pudieran reaccionar. Pero a su izquierda, la 22.ª
Brigada Acorazada fue atacada por sorpresa por la División
Ariete, y a su derecha, la 4.ª Brigada Acorazada dio de
bruces con efectivos de la 15.ª y la 21.ª División Panzer,
que avanzaban hacia el sur desde la Vía Balbia, la carretera
de la costa. Afortunadamente para los británicos, los
alemanes andaban escasos de combustible, cuyo consumo
era enorme en un terreno como aquel. Un oficial
neozelandés describiría el desierto de Libia como «una
gran llanura pelada y desnuda, salpicada de arbustos
espinosos, con hectáreas de estériles pedregales, franjas de
blanda arena y retorcidos uadis de escasa profundidad».9
También parecía cada vez más un vertedero de basura
militar, lleno de latas de comida, bidones de gasolina
vacíos y restos de vehículos incendiados.
El 21 de noviembre, el general Cunningham, llevado
por un exceso de optimismo, decidió romper el cerco de
Tobruk, aunque no hubiera comenzado la destrucción de la
fuerza panzer alemana. Su audacia tuvo gravísimas
consecuencias, tanto para los sitiados como para la 7.ª
Brigada Acorazada, uno de cuyos regimientos perdió tres
cuartas partes de sus tanques a manos de un batallón de
reconocimiento alemán perfectamente pertrechado de
cañones de 88 mm. La 7.ª Brigada Acorazada no tardaría en
ver amenazada su retaguardia por las dos formaciones
panzer, que al final, al caer la noche, dejaron reducido a
veintiocho el número de sus carros de combate.
Despreciando las pérdidas sufridas, Cunningham pasó
a la siguiente fase de la operación, ordenando el avance del
XIII Cuerpo hacia el norte, para que se colocara tras las
posiciones italianas que salpicaban la frontera. La acción
fue puesta en marcha con gran determinación por la
División de Nueva Zelanda del general Freyberg, y contó
con el apoyo de una brigada de tanques Matilda.
Cunningham también dispuso que se volviera a intentar
romper el cerco de Tobruk. Pero la 7.ª Brigada Acorazada,
atacada por los dos flancos en Sidi Rezegh, apenas contaba
en aquellos momentos con diez tanques. Y la 22.ª Brigada
Acorazada, que había llegado en su ayuda, disponía solo de
treinta y cuatro carros de combate. Así pues, estas dos
formaciones se vieron obligadas a retirarse hacia el sur
hasta alcanzar la posición defensiva de la 5.ª Brigada
Sudafricana. Rommel quería aplastarlas con sus divisiones
panzer por un lado y la División Ariete por otro.
El 23 de noviembre, que por ser el último domingo
antes de Adviento los alemanes celebraban su día de
difuntos, o Totensonntag, comenzó al sur de Sidi Rezegh
una batalla de envolvimiento contra la 5.ª Brigada
Sudafricana y los restos de las dos brigadas acorazadas
británicas. Fue una victoria pírrica para los alemanes. La
formación sudafricana quedó prácticamente aniquilada,
pero no sin antes conseguir, con el apoyo de la 7.ª Brigada
Acorazada, que los agresores pagaran un elevadísimo
precio por aquella acción. Los alemanes perdieron setenta
y dos tanques, que serían difíciles de sustituir, y a un gran
número de oficiales y suboficiales. En el este, La 7.ª
División India y los neozelandeses también libraron varias
batallas que resultaron provechosas, pues estos últimos
lograron capturar parte del estado mayor del Afrika Korps.
Como los británicos habían perdido tantísimos
tanques, Cunningham quiso que sus fuerzas se replegaran,
pero Auchinleck lo desautorizó. Le dijo a Cunningham que
continuara la operación al precio que fuera. Fue una
decisión valiente y acertada, como quedaría demostrado
por el desarrollo de los acontecimientos. A la mañana
siguiente, Rommel, ansioso por ver completada la
destrucción de la 7.ª División Acorazada y obligar al
enemigo a emprender una retirada general, se dejó llevar
por el afán de la victoria. En persona, condujo a la carrera a
su 21.ª División Panzer hasta la frontera, pensando que iba
a poder rodear a casi todos los efectivos del VIII Ejército.
Pero su decisión provocó un verdadero caos, con órdenes
contradictorias y comunicaciones deficientes. En el
camino, su vehículo de mando sufrió una avería, y Rommel
se encontró sin contacto por radio y atrapado en el lado
egipcio de la espesa alambrada que recorría la línea
fronteriza. Su insistencia en colocarse a la cabeza de las
tropas creó importantes problemas en aquella batalla tan
compleja.
El 26 de noviembre, Rommel recibió del cuartel
general del Afrika Korps la noticia de que la División de
Nueva Zelanda, con el apoyo de otra brigada acorazada de
tanques Valentine, había recuperado el aeródromo de Sidi
Rezegh en su avance hacía Tobruk. La 4.ª Brigada
neozelandesa también había capturado el de Kambut, lo que
significaba que la Luftwaffe se había quedado sin bases
aéreas avanzadas. Ese mismo día, un poco más tarde, la
guarnición de Tobruk conseguía unirse a las fuerzas de
Freyberg.
El precipitado avance de Rommel hacia la frontera
había sido una grave equivocación. Sus hombres se hallaban
exhaustos, y la 7.ª División Acorazada estaba rearmándose
con la mayoría de los doscientos tanques de reserva. Y el
27 de noviembre, cuando las tropas alemanas regresaban de
su inútil asalto, tuvieron que soportar los constantes
ataques de los cazas Hurricane de la Fuerza Aérea del
Desierto, que en aquellos momentos gozaba de
superioridad en el cielo.
Auchinleck decidió relevar a Cunningham, pues
consideraba que carecía de la suficiente agresividad, y
quien, en cualquier caso, estaba ya al borde de una crisis
nerviosa. Lo sustituyó por el general de división Neil
Ritchie. Ritchie renaudó el ataque por el oeste,
aprovechándose de la escasez de provisiones de Rommel.
Los italianos habían advertido una vez más a Rommel que
solo podía contar con la llegada de las municiones, las
raciones de comida y el combustible estrictamente
necesarios. Y, sin embargo, la Armada italiana volvió a
confiar en sus posibilidades cuando consiguió transportar
más provisiones y pertrechos de los previstos hasta
Bengasi. Se recurrió a los submarinos italianos para llevar a
Darna las municiones que se necesitaban con tanta
urgencia, y el crucero ligero Cadorna fue transformado en
un buque cisterna. La Kriegsmarine se vio de repente
gratamente sorprendida por los esfuerzos de su aliado.
El 2 de diciembre de 1941, Hitler dio instrucciones
para que inmediatamente se procediera al traslado de la II
Ala Aérea, que debía abandonar el frente oriental para
dirigirse a Sicilia y el norte de África. Estaba firmemente
decidido a apoyar a Rommel, y quedó horrorizado al
conocer la crítica situación de los suministros por culpa de
los ataques británicos contra los convoyes de las fuerzas
del Eje. Ordenó al almirante Raeder que enviara
veinticuatro submarinos al Mediterráneo. Raeder
comentaría en tono de queja que «el Führer está dispuesto a
abandonar prácticamente la guerra de los submarinos en el
Atlántico para solucionar los problemas que nos acosan en
el Mediterráneo».10 Hitler hizo caso omiso de los
argumentos de Raeder cuando este le expuso que la
mayoría de los barcos de transporte de las fuerzas del Eje
estaban siendo hundidos por la aviación y los submarinos
aliados, por lo que los Unterseeboote no eran la mejor
arma para proteger los convoyes de Rommel. Sin embargo,
al final, los sumergibles alemanes conseguirían infligir
graves daños a la Marina Real. En noviembre hundieron en
aguas del Mediterráneo el portaaviones británico Ark
Ro ya l, y poco después un acorazado, el Barham, Se
produjeron más incidentes, y la noche del 18 de diciembre
un grupo de buzos italianos, capitaneado por el príncipe
Borghese, penetró en el puerto de Alejandría para echar a
pique dos acorazados británicos, el Queen Elizabeth y el
Va lia n t, y un buque cisterna noruego. El almirante
Cunningham se quedó sin grandes barcos de guerra —los
llamados «buques capitales»— en el Mediterráneo. Este
episodio no habría podido producirse en un momento peor,
pues tuvo lugar ocho días después de que la aviación
japonesa hundiera el acorazado Prince of Wales y el
crucero de batalla Repulse frente a las costas de Malaca.
A pesar de la mejora experimentada por las fuerzas del
Eje en el Mediterráneo, la solicitud formulada por Rommel
el 6 de diciembre, pidiendo nuevos vehículos y armamento
y el envío de tropas de refuerzo, estaba condenada a ser
rechazada por el OKW y el OKH en un momento tan
crítico como aquel para el frente oriental. El 8 de
diciembre, Rommel levantó el sitio de Tobruk y empezó la
retirada a la línea de Gazala, situada a más de sesenta
kilómetros al oeste. Luego, durante el resto del mes de
diciembre y los primeros días de enero, abandonó
Cirenaica y se replegó a la línea desde la que había
empezado su acción el año anterior.
Los británicos celebraron el triunfo de la Operación
Crusader, pero fue un éxito temporal, debido
principalmente a la superioridad de sus fuerzas, y no desde
luego a la superioridad de su táctica. Su principal error
había sido no mantener unidas las brigadas acorazadas.
Habían perdido más de ochocientos tanques y trescientos
aviones. Y cuando el VIII Ejército llegó a la frontera de
Tripolitania, un año después de su victoria sobre los
italianos, ya estaba muy debilitado, con unas líneas de
abastecimiento excesivamente largas. En los vaivenes de la
campaña del norte de África, y ante las demandas urgentes
que llegaban de Extremo Oriente, las fuerzas del imperio
británico eran vulnerables y podían sufrir una nueva derrota
en 1942.
Antes incluso de que comenzara la guerra en Extremo
Oriente, el gobierno británico consideraba que ya tenía
muchos frentes abiertos. Luego, el 9 de diciembre, Stalin
presionó a Gran Bretaña para que declarara la guerra a
Finlandia, a Hungría y a Rumania, pues eran países aliados
de Alemania en el frente oriental. Pero el afán de Stalin por
lograr que sus nuevos aliados occidentales accedieran a
respetar sus exigencias fronterizas una vez acabada la
guerra, antes incluso de que hubiera comenzado la batalla
por Moscú, puede considerarse en parte un intento por
ocultar una contradicción vergonzosa. En las prisiones y
los campos de trabajo soviéticos seguía habiendo más de
doscientos mil soldados polacos capturados durante la
operación conjunta llevada a cabo por el dictador soviético
con la Alemania nazi. En aquellos momentos los polacos
eran aliados, y su gobierno en el exilio estaba reconocido
por Washington y Londres. Con firmeza y determinación,
los representantes del general Sikorski, respaldados por el
gobierno de Churchill, lograron convencer al reticente
régimen soviético de que el NKVD debía liberar a sus
prisioneros de guerra polacos para crear con ellos un nuevo
ejército.
A pesar de los constantes obstáculos que siguieron
poniendo los oficiales soviéticos, los polacos recién
liberados empezaron a unirse para formar unidades armadas
a las órdenes del general Wladyslaw Anders, que había
pasado los últimos veinte meses encerrado en la Gran
Lubyanka. A comienzos de diciembre, se pasó revista al
ejército de Anders cerca de Saratov, ciudad situada a orillas
del Volga. Fue un acontecimiento lleno de situaciones
irónicas, y marcado por el resentimiento, como atestigua el
escritor llya Ehrenburg. El general Sikorski llegó
acompañado de Andrei Vyshinsky. El famoso fiscal general
en las farsas judiciales del Gran Terror había sido elegido
por sus orígenes polacos. «Alzando su copa, brindó con
Sikorski, sin dejar de sonreír con afecto», cuenta
Ehrenburg. «Entre los polacos había muchos hombres con
la mirada seria, llena de resentimiento por lo que habían
pasado; algunos de ellos no pudieron reprimirse y
admitieron que nos odiaban... Sikorski y Vyshinsky se
llamaban «aliados» el uno al otro, pero detrás de sus
cordiales palabras podía percibirse claramente un
sentimiento de hostilidad».11 El odio y la desconfianza de
Stalin hacia los polacos no habían cambiado salvo en
apariencia, como demostraría el curso de los
acontecimientos.
15
LA BATALLA DE MOSCÚ
(septiembre-diciembre de
1941)
El 21 de julio de 1941, la Luftwaffe bombardeó la capital
soviética por primera vez. El joven médico Andrei
Sakharov, a la sazón detector de incendios en la
universidad, se pasaba casi todas las noches «en el tejado
vigilando mientras los reflectores y las balas trazadoras
iban y venían por el agitado cielo de Moscú».1 Pero, tras
las pérdidas sufridas en la batalla de Inglaterra, las
formaciones de bombarderos alemanes seguían estando
muy mermadas. Incapaces de infligir graves daños a la
ciudad, volvieron a dedicarse a realizar operaciones de
apoyo para las fuerzas terrestres.
Una vez que el Grupo de Ejércitos Centro tuvo que
detenerse para concentrar sus actividades sobre Leningrado
y Kiev, Hitler se dejó finalmente convencer y ordenó
lanzar una gran ofensiva contra Moscú. Sus generales
tenían opiniones encontradas. La gran maniobra de
envolvimiento al este de Kiev había vuelto a insuflar en
ellos una sensación de triunfo, pero la vastedad del
territorio, la extensión de sus líneas de comunicación y las
inesperadas dimensiones del Ejército Rojo los hacían
sentirse incómodos. Ahora eran pocos los que creían que la
victoria se consiguiera ese año. Temían que llegara el
invierno ruso, para el cual se hallaban espantosamente mal
preparados. Sus divisiones de infantería tenían escasez de
botas después de marchar centenares y centenares de
kilómetros, y se había hecho muy poco para abastecerlas de
ropas de abrigo, pues Hitler había prohibido todo tipo de
discusión al respecto. Las unidades blindadas sufrían una
grave escasez de tanques y motores de recambio, que
habían quedado dañados por el espeso polvo. Sin embargo,
para desesperación de sus altos mandos, Hitler se mostraba
reacio a proporcionarles reservas. La gran ofensiva contra
Moscú, la Operación Tifón, no estuvo lista hasta finales de
septiembre. Se había retrasado porque el 4.° Panzergruppe
del Generaloberst Erich Hoepner había quedado atrapado
en el punto muerto de la ofensiva contra Leningrado. El
Grupo de Ejércitos Centro del Generalfeldmarschall von
Bock sumaba un millón y medio de hombres, entre los
cuales había tres cuerpos blindados bastante debilitados. Se
enfrentaban al Frente de la Reserva del mariscal Semion
Budenny y al Frente de Briansk del coronel general Andrei
Yeremenko. El Frente del Oeste del coronel general Ivan
Konev formaba una segunda línea por detrás de los
ejércitos de Budenny. Doce de sus divisiones estaban
formadas por milicianos lamentablemente armados y faltos
de entrenamiento, muchos de ellos estudiantes y
profesores de la Universidad de Moscú. «La mayoría de los
milicianos llevaban abrigos y sombreros de paisano»,
escribía uno de ellos. Cuando desfilaban por las calles, los
transeúntes pensaban que eran partisanos a punto de ser
enviados a luchar a retaguardia de los alemanes.2
El 30 de septiembre, en medio de la niebla matutina
del otoño, dio comienzo la fase preliminar de la Operación
Tifón, cuando el 2.° Ejército Panzer de Guderian se lanzó
al ataque por el nordeste en dirección a la ciudad de Orel,
situada a más de trescientos kilómetros al sur de Moscú. El
cielo no tardó en aclarar, permitiendo que la Luftwaffe
despegara para prestar apoyo a las puntas de lanza
blindadas. El carácter repentino del ataque sembró el
pánico en las zonas rurales.
«Creía haber visto una retirada», escribió Vasily
Grossman en su cuaderno de notas, «pero no había visto
nunca nada como lo que estoy viendo ahora... ¡Un éxodo!
¡Un éxodo bíblico! Los vehículos avanzan en filas de a
ocho, y se oye el violento estruendo de decenas de
camiones que intentan sacar sus ruedas del barro todos a la
vez. Grandes rebaños de ovejas y vacas son conducidos a
través de los campos. Van seguidos de caravanas de
carretas tiradas por caballos, miles de carromatos
cubiertos de arpilleras de colores. Hay también multitudes
de personas a pie con sacos, hatillos, maletas... Cabezas de
niños, rubios y morenos, asoman por debajo de los toldos
improvisados que cubren las carretas, y también pueden
verse las barbas de los judíos ancianos, así como las
cabelleras morenas de las niñas y las mujeres judías. ¡Qué
silencio en sus ojos, qué dolor tan lúcido, qué sensación de
fatalidad, de catástrofe universal! Al atardecer, el sol sale
entre los múltiples estratos de nubes azules, negras y
grises. Sus rayos son larguísimos, y se extienden desde lo
alto del cielo hasta el suelo, como en los cuadros de Doré
que representan esas terribles escenas bíblicas en las que
las fuerzas celestiales golpean la Tierra».3
El 3 de octubre llegaron a Orel rumores de la rapidez
del avance enemigo, pero los altos mandos de la ciudad se
negaron a creer los informes y se limitaron a seguir
bebiendo. Desesperados por aquella funesta complacencia,
Grossman y sus compañeros emprendieron la marcha hacia
Briansk, temiendo que los tanques alemanes hicieran su
aparición de un momento a otro. Pero habían salido justo a
tiempo. La punta de lanza de Guderian entró en Orel a las
18:00 horas, y los primeros panzer se cruzaron con los
tranvías.
El día antes, el 2 de octubre, más al norte, también había
dado comienzo la primera fase de la Operación Tifón. Tras
un breve bombardeo y la creación de una cortina de humo,
el 3.er y el 4.° Panzergruppen se abrieron paso por la
fuerza a uno y otro extremo del Frente de la Reserva, al
mando del mariscal Budenny. Budenny, otro oficial de
caballería amigo de Stalin desde los tiempos de la guerra
civil, era un payaso con grandes bigotes y un borracho
incapaz de encontrar su propio cuartel general. El jefe de
estado mayor de Konev se encargó de lanzar el
contraataque del Frente del Oeste con tres divisiones y dos
brigadas de tanques, pero fueron rebasadas. Las
comunicaciones quedaron interrumpidas, y al cabo de seis
días los dos Panzergruppen habían rodeado a cinco
ejércitos de Budenny y se habían reunido en Viazma. Los
tanques alemanes se dedicaron a perseguir a los soldados
del Ejército Rojo, intentando aplastarlos bajo sus ruedas.
Aquello se convirtió en una especie de deporte.4
El Kremlin no tenía mucha información acerca del
caótico desastre que estaba teniendo lugar por el oeste.
Hasta el 5 de octubre la Stavka no recibió un informe de un
piloto de cazas que había avistado una columna de
vehículos blindados alemanes de veinte kilómetros de
longitud avanzando hacia Yukhnov. Nadie se atrevió a darle
crédito. Se enviaron otros dos vuelos de reconocimiento, y
los dos confirmaron el avistamiento, pero Beria siguió
amenazando con mandar a su comandante ante un tribunal
del NKVD acusado de «alarmista».5 Stalin, sin embargo,
reconoció el peligro. Convocó una reunión del Comité de
Defensa del Estado y envió a Leningrado un aviso a Zhukov
diciéndole que regresara de inmediato a Moscú.
Zhukov llegó el 7 de octubre. Luego diría que cuando
entró en el despacho de Stalin le oyó decir a Beria que
utilizara a sus agentes para ponerse en contacto con los
alemanes y estudiar las posibilidades de firmar la paz.
Stalin ordenó a Zhukov que se trasladara directamente al
cuartel general del Frente del Oeste y que le comunicara
desde allí cuál era la situación exacta. Zhukov no llegó
hasta después de anochecer y encontró a Konev y a los
oficiales de su estado mayor inclinados sobre un mapa a la
luz de las velas. Zhukov tuvo que llamar por teléfono a
Stalin para decirle que los alemanes habían rodeado a cinco
ejércitos de Budenny al oeste de Viazma. A primera hora
del 8 de octubre se enteró en el cuartel general del Frente
de la Reserva de que hacía dos días que nadie había visto a
Budenny.
Las condiciones reinantes dentro de las bolsas de
Viazma y Briansk eran indescriptibles. Stukas, cazas y
bombarderos atacaban a cualquier grupo que fuera lo
bastante grande para llamarles la atención, mientras que los
panzer y la artillería que rodeaban a las fuerzas atrapadas
disparaban constantemente contra ellas. Los cadáveres en
descomposición se apilaban unos encima de otros, los
soldados del Ejército Rojo, sedientos y medio muertos de
hambre, sacrificaban los caballos para comérselos,
mientras que los heridos morían sin que nadie los atendiera
en medio del caos. En total, habían quedado incomunicados
unos setecientos cincuenta mil hombres. Los que se
rendían recibían la orden de tirar las armas y marchar hacia
el oeste sin comida. «Los rusos son animales», escribía un
comandante alemán. «Por la expresión bestial de sus
rostros recuerdan a los negros de la campaña de Francia.
¡Qué chusma!»6
Cuando Grossman logró escapar de Orel el 3 de octubre
justo antes de que llegaran los alemanes, se dirigió al
cuartel general de Yeremenko, en el bosque de Briansk.
Durante toda la noche del 5 de octubre, Yeremenko esperó
recibir respuesta a su solicitud de retirada, pero no llegó la
autorización de Stalin. Durante las primeras horas del 6 de
octubre, dijeron a Grossman y a los corresponsales que lo
acompañaban que incluso los cuarteles generales del frente
estaban amenazados. Tenían que dirigirse lo más rápido que
pudieran a Tula antes de que los alemanes cortaran la
carretera. Yeremenko había recibido una herida en una
pierna y había estado a punto de ser capturado durante la
maniobra de envolvimiento del Frente de Briansk. Tras ser
evacuado en avión, tuvo más suerte que el general de
división Mikhail Petrov, oficial al mando del L Ejército,
que murió de gangrena en una cabaña de leñador perdida en
el bosque.
Grossman se sintió consternado ante el caos y el
miedo que contempló detrás de las líneas. En Belev, en la
carretera de Tula, hizo la siguiente anotación: «Circula un
montón de comentarios negativos, ridículos y a todas luces
generados por el pánico. De repente, se produce una
terrible tormenta de disparos. Resulta que alguien ha
encendido el alumbrado de las calles, y los soldados y los
oficiales han abierto fuego disparando con fusiles y
pistolas contra las farolas para apagar la luz. ¡Ojalá hubieran
disparado así contra los alemanes!»7
Sin embargo, no todas las formaciones soviéticas
combatieron mal. El 6 de octubre, el I Cuerpo de Fusileros
de la Guardia, al mando del general de división D. D.
Lelyushenko, apoyado por dos brigadas aerotransportadas y
la 4.ª Brigada de Tanques del coronel M. I. Katukov, lanzó
un contraataque contra la 4.ª División Panzer de Guderian
cerca de Mtsensk en una emboscada muy astuta. Katukov
ocultó sus T-34 en el bosque, permitiendo pasar al primer
regimiento acorazado. Luego, cuando los alemanes fueron
detenidos por la infantería de Lelyushenko, salieron sus
tanques de entre los árboles y atacaron. Debidamente
manejados, los T-34 eran superiores a los blindados Mark
IV, y la 4.ª División Panzer sufrió graves pérdidas.
Guderian quedó a todas luces confundido al descubrir que
el Ejército Rojo empezaba a aprender de sus errores y de la
táctica alemana.
Aquella noche se puso a nevar, pero la nieve se fundió
enseguida. La rasputitsa, la temporada de lluvia y barro,
había llegado justo a tiempo para ralentizar el avance
alemán. «No creo que nadie haya visto un lodazal tan
terrible», anotó Grossman. «Hay lluvia, nieve, granizo, un
pantano líquido, sin fondo, una pasta negra mezclada por
miles y miles de botas, ruedas y orugas. Y todo el mundo
está feliz otra vez. Los alemanes van a quedar
empantanados en nuestro maldito otoño».8 Pero aunque
con más lentitud, el avance hacia Moscú siguió adelante.
En la carretera Orel-Tula, Grossman no pudo resistir
la tentación y fue a visitar la finca de Tolstoi en Yasnaya
Polyana. Allí encontró a la nieta del escritor recogiendo la
casa y el museo para evacuarlo antes de que llegaran los
alemanes. Inmediatamente pensó en el pasaje de Guerra y
paz en el que el anciano príncipe Bolkonsky tiene que dejar
su casa de Lysye Gory al acercarse el ejército de
Napoleón. «La tumba de Tolstoi», garabateó en su
cuaderno. «Zumbido de cazas sobre ella, estruendo de
explosiones y la majestuosa calma del otoño. Es muy duro.
Pocas veces he sentido tanto dolor». El siguiente en visitar
el lugar después de su partida fue el general Guderian, que
convertiría la finca en su cuartel general para el avance
hacia Moscú.9
Solo unas cuantas divisiones soviéticas lograron escapar
del envolvimiento de Viazma en dirección al norte. La
bolsa de Briansk, bastante más pequeña, se convirtió en el
mayor desastre sufrido hasta el momento, siendo más de
setecientos mil los hombres muertos o capturados. Los
alemanes olían la victoria y la euforia se generalizó. El
camino hacia Moscú estaba muy mal defendido. La prensa
alemana no tardó en proclamar la victoria total, pero
aquellas afirmaciones hicieron que el ambicioso
Generalfeldmarschall von Bock se sintiera incómodo.
El 10 de octubre Stalin ordenó a Zhukov que asumiera
el mando del Frente del Oeste, que hasta entonces había
ostentado Konev, y de lo que quedaba del Frente de la
Reserva. Zhukov se las arregló para convencer a Stalin de
que había que conservar a Konev y no hacer de él un chivo
expiatorio. El Vozhd dijo a Zhukov que mantuviera la línea
en Mozhaisk, apenas a cien kilómetros de la capital, en la
carretera de Smolensk. Intuyendo la magnitud de la
catástrofe, el Kremlin ordenó que se construyera una nueva
línea de defensa, tarea que se encargó a un cuarto de millón
de civiles, en su mayoría mujeres, reclutados para abrir
trincheras y zanjas antitanque. Muchos de ellos murieron
ametrallados por los cazas alemanes mientras trabajaban.
La disciplina se volvió incluso más terrible, pues los
grupos de bloqueo del NKVD estaban dispuestos a pegar un
tiro a todo aquel que se retirara sin la orden pertinente.
«Utilizaban el miedo para vencer al miedo», explicaba un
agente del NKVD.10 Los Destacamentos Especiales del
NKVD (que en 1943 se convertirían en el SMERSh) se
dedicaban ya a interrogar a los oficiales y soldados que
habían escapado de las maniobras de envolvimiento.
Cualquiera que fuera clasificado como cobarde o
sospechoso de haber mantenido contacto con el enemigo
era fusilado o enviado a los shtrafroty (batallones de
castigo). Allí lo aguardaban las tareas más terribles, como
por ejemplo encabezar los ataques a través de los campos
de minas. Los delincuentes comunes del Gulag fueron
reclutados también como
shtrafniks, y siguieron
comportándose como delincuentes. Incluso la ejecución
del jefe de una banda por un agente del NKVD que le pegó
un tiro en la sien tuvo unos efectos solo temporales sobre
sus seguidores.11
Otras secciones del NKVD se trasladaron a los
hospitales de campaña para investigar posibles casos de
autolesiones. Ejecutaban inmediatamente a los llamados
«heridos aposta» o «zocatos», es decir aquellos que se
pegaban un tiro en la mano izquierda en un intento ingenuo
de librarse de la obligación de combatir. Un oficial médico
polaco integrado en el Ejército Rojo reconocería más tarde
haber amputado las manos a los chicos jóvenes que
intentaban ese tipo de tretas con el único fin de librarlos
del pelotón de fusilamiento. Los prisioneros del NKVD
naturalmente salían peor librados. Beria mandó ejecutar a
ciento cincuenta y siete presos, entre ellos a la hermana de
Trotsky. De otros se ocuparon los guardianes de las
cárceles, que arrojaban granadas de mano al interior de sus
celdas. Solo a finales de mes, cuando Stalin dijo a Beria
que sus teorías de la conspiración eran «basura», se detuvo
la «picadora».12
La deportación de trescientos setenta y cinco mil
alemanes del Volga a Siberia y Kazajstán, que había dado
comienzo en septiembre, se aceleró para incluir en ella a
las personas de origen alemán que residían en Moscú.
Comenzaron también los preparativos para volar el metro y
los principales edificios de la capital. Fue minada incluso
la dacha de Stalin. Los pelotones de asesinos y
saboteadores del NKVD se trasladaron a los pisos francos
estratégicamente distribuidos por la ciudad, con el
propósito de emprender una guerra de guerrillas contra los
ocupantes alemanes. El cuerpo diplomático de los distintos
países recibió instrucciones para trasladarse a Kuibyshev
del Volga, ciudad que ya había sido destinada a convertirse
en capital provisional del gobierno. También se avisó a las
principales compañías teatrales de Moscú, símbolos de la
cultura soviética, de que evacuaran la capital. El propio
Stalin estaba indeciso y no sabía si quedarse en el Kremlin
o abandonarlo.
El 14 de octubre, mientras por el sur una parte del II
Ejército Blindado de Guderian rodeaba la ciudad de Tula,
defendida con fiereza, la 1.ª División Panzer tomaba
Kalinin, al norte de Moscú, apoderándose del puente sobre
el alto Volga y cortando la línea férrea Moscú-Leningrado.
En el centro, la División SS Das Reich y la 10.ª División
Panzer llegaron al escenario de la batalla napoleónica de
Borodino, a solo ciento diez kilómetros de la capital. Allí
se enfrentaron a una lucha feroz contra un contingente
reforzado por los nuevos lanzacohetes Katiusha y dos
regimientos de fusileros siberianos, precursores de
muchas otras divisiones, cuyo despliegue alrededor de
Moscú pilló a los alemanes por sorpresa.
Richard Sorge, el principal agente soviético en Tokio,
había descubierto que los japoneses planeaban dar un golpe
al sur del Pacífico contra los americanos. Stalin no
confiaba del todo en Sorge, aunque había acertado en lo
concerniente a la Operación Barbarroja, pero sus
informaciones fueron confirmadas por unos mensajes
interceptados. La reducción de la amenaza contra la URSS
en el Extremo Oriente permitió al dictador soviético
empezar a traer más divisiones al oeste del país a través del
Transiberiano. La victoria de Zhukov en Khalkhin Gol
desempeñó un papel trascendental en el importante giro
estratégico que dieron los japoneses.
Los alemanes habían subestimado el efecto que
pudieran tener sobre su avance la lluvia y la nieve, capaces
de convertir los caminos en cenagales de fango espeso y
negro. Los suministros de combustible, municiones y
raciones de comida no podían seguir adelante, y el avance
tuvo que detenerse. También se vio retrasado por la
resistencia de los soldados que seguían atrapados en la
maniobra de envolvimiento, impidiendo a los invasores
liberar tropas para poder seguir avanzando hacia Moscú. El
general de aviación Wolfram von Richthofen voló a baja
altura sobre lo que quedaba de la bolsa de Viazma y se fijó
en los montones de cadáveres y los vehículos y cañones
destruidos.
El Ejército Rojo contó también con la ayuda de las
interferencias de Hitler. En Kalinin, la 1.ª División Panzer,
dispuesta a lanzarse al ataque hacia el sur, en dirección a
Moscú, recibió repentinamente la orden de avanzar en
dirección contraria junto al IX Ejército para intentar llevar
a cabo otra maniobra de envolvimiento con el Grupo de
Ejércitos Norte. Hitler y el OKW no tenían la menor idea
de cuáles eran las condiciones en las que combatían sus
tropas, pero la Siegeseuphorie o euforia de victoria del
cuartel general del Führer hizo que se pusiera fin a la
concentración de fuerzas contra Moscú.
Stalin y el Comité de Defensa del Estado decidieron el 15
de octubre evacuar el gobierno a Kuibyshev. Se dijo a los
funcionarios que dejaran sus despachos y se montaran en
una larga fila de camiones que los llevarían a la Estación de
Ferrocarril de Kazan. Otros tuvieron la misma idea. «Los
directores de muchas fábricas metieron a sus familias en
camiones y las sacaron de la capital y ahí empezó todo. La
población civil se puso a saquear las tiendas. Yendo por la
calle, podían verse por doquier las caras enrojecidas,
achispadas, de personas cargadas con ristras de salchichas y
rulos de tejidos bajo el brazo. Sucedían cosas que habrían
sido impensables solo dos días antes. Por la calle se oía
decir que Stalin y el gobierno habían huido de Moscú».13
El pánico y los actos de pillaje se vieron estimulados
por los rumores de que los alemanes estaban ya a las
puertas. Los funcionarios, espantados, destruyeron sus
carnets del partido comunista, acto que muchos de ellos
tendrían que lamentar más tarde, cuando el NKVD
restaurara el orden, pues serían acusados de derrotismo
criminal. La mañana del 16 de octubre, Aleksei Kosygin
entró en el palacio del Sovnarkom, el Consejo de
Comisarios del Pueblo, del que era vicepresidente.
Encontró el edificio abierto y abandonado, con muchos
documentos secretos tirados por el suelo. Los teléfonos
sonaban en los despachos vacíos. Suponiendo que eran
llamadas de personas que intentaban saber si el gobierno se
había ido o no, respondió a una de ellas. Un funcionario le
preguntó si Moscú iba a rendirse.
Por las calles la policía había desaparecido. Como le
ocurriera a Europa occidental un año antes, Moscú sufría
una psicosis de invasión de paracaidistas enemigos. Natalya
Gesse, obligada a caminar ayudándose de muletas como
consecuencia de una operación, se vio «rodeada de una
pandilla de individuos que sospechaban que se había roto
las piernas lanzándose en paracaídas desde un avión».14
Muchos de los que se entregaban al saqueo iban borrachos,
y justificaban sus actos diciendo que más valía llevarse lo
que pudieran antes de que lo hicieran los alemanes. Las
multitudes aterrorizadas que se amontonaban en las
estaciones intentando asaltar los trenes que aún podían salir
fueron descritas como «remolinos humanos», en los cuales
los niños eran arrancados de los brazos de sus madres.15
«Lo que pasaba en la Estación de Kazan va más allá de
cualquier posible descripción», escribió Ilya Ehrenburg.16
Las cosas iban un poquito mejor en las estaciones de
Moscú de donde salían trenes hacia el oeste, y en las que
habían sido soltados de mala manera cientos de soldados
heridos, sin que nadie se ocupara de ellos, en camillas
dispuestas en los andenes. Entre ellas iban y venían mujeres
buscando desesperadamente a un hijo, a un marido, a un
novio.
Al salir de la fortaleza del Kremlin, a Stalin le chocó
la visión que apareció ante sus ojos. Se declaró el estado de
sitio y regimientos de fusileros del NKVD empezaron a
recorrer la ciudad para limpiar las calles, disparando a los
saqueadores y a los desertores en cuanto los veían. El
orden fue restaurado de manera brutal. Stalin decidió
entonces quedarse en la capital, y su decisión fue dada a
conocer por radio. Fue un momento crítico, y el efecto que
tuvo la noticia fue considerable. Los ánimos dieron un
vuelco de ciento ochenta grados, y el pánico masivo se
convirtió en determinación generalizada de defender la
ciudad a toda costa. Fue un fenómeno similar al cambio de
sentimientos que se había producido durante la defensa de
Madrid cinco años antes.
Subrayando la necesidad de guardar el secreto, Stalin
dijo al Comité de Defensa del Estado que las celebraciones
del aniversario de la Revolución Bolchevique debían seguir
adelante. Algunos miembros del Comité quedaron
sorprendidos, pero reconocieron que probablemente valía
la pena correr el riesgo de hacer una demostración ante el
país y ante el mundo en general de que Moscú no iba a
rendirse nunca. La «víspera de la Revolución», Stalin
pronunció en el gran vestíbulo de la estación de metro de
Mayakovsky, ricamente engalanado para la ocasión, un
discurso que fue retransmitido por radio a todo el país. En
él evocó a los grandes héroes de la historia de Rusia, de
filiación no precisamente proletaria, Aleksandr Nevsky,
Dmitri Donskoy, Suvorov y Kutuzov. «Los invasores
alemanes quieren una guerra de exterminio. ¡Pues muy
bien, la tendrán!».17
Aquella fue la curiosa reaparición de Stalin ante la
conciencia del pueblo soviético, tras varios meses de
intentar que nadie lo asociara con los desastres de la
retirada. «He estado mirando los archivos de algunos
periódicos viejos de los meses de julio a noviembre de
1941», escribiría Ilya Ehrenburg muchos años más tarde.
«El nombre de Stalin no es mencionado prácticamente
nunca».18
El líder estaba ahora inextricablemente unido a la
valerosa defensa de la capital. Y al día siguiente, 7 de
noviembre, desde lo alto del mausoleo de Lenin en la Plaza
Roja, en aquellos momentos vacío, Stalin recibió el saludo
de las tropas, mientras los interminables escuadrones de
refuerzos desfilaban ante él bajo la nieve, dispuestos a girar
hacia el noroeste y continuar la marcha con destino al
frente. Stalin había previsto astutamente el efecto que
podía tener aquel golpe de escena, y se encargó que fuera
filmado para los noticiarios cinematográficos nacionales y
extranjeros.
Durante la semana siguiente cayeron unas heladas
terribles, y el 15 de noviembre se reanudó el avance de los
alemanes. Pronto quedó patente para Zhukov que su
principal línea de ataque iba a situarse en el sector de
Volokolamsk, donde el XVI Ejército de Rokossovsky se
vio obligado a emprender la retirada sin dejar de combatir.
Zhukov se hallaba sometido a una presión enorme y perdió
los estribos con Rokossovsky. El contraste entre los dos
hombres no podía ser mayor, aunque los dos pertenecían al
arma de caballería. Zhukov era una especie de torbellino
achaparrado, lleno de energía y crueldad, mientras que
Rokossovsky, alto y elegante, era tranquilo y pragmático.
Rokossovsky, perteneciente a una familia de la pequeña
nobleza polaca, había sido encarcelado al final de la purga
del Ejército Rojo. Tuvo que ponerse nueve dientes de acero
para sustituir los que le arrancaron a golpes cuando estuvo
en la «cinta transportadora», la larga serie de sesiones de
interrogatorios a la que fue sometido. Stalin había
ordenado su liberación, pero de vez en cuando se encargaba
de recordarle que no era más que una concesión transitoria.
Un solo error y sería entregado de nuevo a los brutales
esbirros de Beria.
El 17 de noviembre, Stalin firmó una orden diciendo
que las tropas regulares y partisanas debían «destruir y
reducir a cenizas» todos los edificios situados en la zona
de combate y fuera de ella, para impedir que los alemanes
tuvieran dónde refugiarse ante la inminente llegada de las
heladas.19 En ningún momento se tuvo en cuenta la suerte
que pudiera correr la población civil. Los sufrimientos de
los soldados, especialmente los heridos abandonados de
cualquier manera en los andenes de las estaciones de
ferrocarril, fueron también terribles. «Las estaciones
estaban cubiertas de excrementos humanos y de soldados
heridos con vendajes sanguinolentos», escribía un oficial
del Ejército Rojo.20
A finales de noviembre, el III Ejército Acorazado
(Panzerarmee) alemán estaba a cuarenta kilómetros de
Moscú por el noroeste. Una de sus principales unidades se
había apoderado incluso de una cabeza de puente al otro
lado del Canal Moscú-Volga. Mientras tanto, el IV Ejército
Panzer llegaba a un punto situado a dieciséis kilómetros de
Moscú por el oeste, tras hacer retroceder al XVI Ejército
de Rokossovsky. Se dice que un motociclista del
Regimiento SS Deutschland entró incluso en la ciudad
aprovechando la espesa niebla y fue abatido a tiros por una
patrulla del NKVD cerca de la estación de Bielorrusia.21
Otras unidades alemanes podían divisar las cúpulas
bulbosas del Kremlin con sus potentes gemelos de
campaña. Los alemanes habían estado combatiendo
desesperadamente, conscientes de que no tardaría en
abatirse sobre ellos toda la fuerza del invierno ruso. Pero
sus tropas estaban exhaustas y muchos soldados sufrían ya
episodios de congelación.
Las obras de defensa en los accesos a Moscú habían
continuado a un ritmo frenético. «Erizos» de acero hechos
de trozos de vigas unidos entre sí a modo de gigantescos
abrojos actuaban como barreras antitanque. El NKVD había
organizado «batallones destructores» para enfrentarse a los
paracaidistas o combatir los actos de sabotaje lanzados
contra algunas fábricas de importancia crucial, y como
última línea de defensa. A cada hombre se le entregaba un
fusil, diez cartuchos y unas cuantas granadas.22 Temeroso
de que Moscú quedara rodeada por el norte, Stalin ordenó a
Zhukov que preparara una serie de contraataques. Pero
primero tenía que reforzar los ejércitos situados al
noroeste de la capital, que eran machacados por el III y el
IV Ejército Panzer.
La situación parecía crítica también al sur del país. El
grupo de ejércitos de Rundstedt se había asegurado ya la
región minera e industrial de la cuenca del Donets a
mediados de octubre, cuando los rumanos tomaron
finalmente Odessa. En Crimea el XI Ejército de Manstein
había puesto sitio a la gran base naval de Sebastopol. El I
Ejército Panzer avanzaba con rapidez hacia el Cáucaso,
dejando tras de sí a la infantería. Y el 21 de noviembre la
1.ª División Panzer SS Leibstandarte Adolf Hitler, al
mando del Brigadeführer Sepp Dietrich, a quien
Richthofen llamaba «el viejo caballo de batalla», había
tomado Rostov, a la entrada del Cáucaso, y se había hecho
con una cabeza de puente al otro lado del Don.23 Hitler
estaba exultante. Los campos petrolíferos situados más al
sur parecían al alcance de su mano. Pero la punta de lanza
acorazada de Kleist se veía desbordada y su flanco
izquierdo estaba guardado solo por tropas húngaras
deficientemente armadas. El mariscal Timoshenko
aprovechó la ocasión y lanzó un contraataque a través del
río Don, que se había helado.
Rundstedt, dándose cuenta de que era imposible llevar
a cabo un avance con todas sus fuerzas en el Cáucaso antes
de la próxima primavera, replegó sus fuerzas a la línea del
río Mius, que desemboca en el mar de Azov, al oeste de
Taganrog. Hitler reaccionó ante esta primera retirada del
ejército alemán durante la guerra con una mezcla de cólera
e incredulidad. Ordenó que la retirada fuera detenida de
inmediato. Rundstedt presentó su dimisión, que fue
aceptada ipso facto, El 3 de diciembre, Hitler voló hasta el
cuartel general del Grupo de Ejércitos Sur en Poltava,
donde en otro tiempo había sido derrotado definitivamente
un invasor anterior, Carlos XII de Suecia. Al día siguiente
el Führer hizo público el nombramiento del
Generalfeldmarschall von Reichenau, un nazi convencido,
al que Rundstedt describía en términos despectivos
diciendo que era un bruto que andaba corriendo «de un lado
a otro medio desnudo cuando hacía ejercicio».24
Hitler se quedó desconcertado cuando se enteró de
que Sepp Dietrich, al mando de la División SS
Leibstandarte, estaba de acuerdo con la decisión de
Rundstedt. Y Reichenau, que había asegurado a Hitler que
no se replegaría, enseguida siguió adelante con la retirada,
presentándola ante el cuartel general del Führer como un
hecho consumado. Obligado a dar su brazo a torcer, Hitler
compensó entonces a Rundstedt por su destitución con un
regalo de cumpleaños de doscientos setenta y cinco mil
marcos del Reich. El Führer comentaría a menudo con
cinismo lo fácil que resultaba sobornar a sus generales con
dinero, o mediante la concesión de bienes inmuebles y
condecoraciones.
Leningrado se había salvado de la aniquilación en parte
debido a la autoridad implacable de Zhukov y a la
determinación de sus tropas, pero sobre todo por la
decisión de los alemanes de concentrarse en Moscú. A
partir de ese momento, el Grupo de Ejércitos Norte se
convertiría en el pariente pobre del Frente Oriental, sin
recibir refuerzos prácticamente nunca y siempre con el
temor de verse despojado de unidades destinadas a reforzar
las formaciones desplegadas en el centro y en el sur del
país. Este descuido de los alemanes fue superado incluso
por los soviéticos, pues Stalin quiso en varias ocasiones
despojar a Leningrado de sus tropas para que acudieran en
ayuda de Moscú. El dictador soviético no tenía muchas
consideraciones por la que veía como una ciudad de
intelectuales, que despreciaban a los moscovitas y sentían
una sospechosa afinidad con la Europa occidental. Resulta
difícil afirmar hasta qué punto consideró en serio la
posibilidad de abandonar la vieja capital imperial a su
suerte, pero está bastante claro que durante el otoño y el
invierno le preocupó mucho más conservar las fuerzas del
Frente de Leningrado que la ciudad, por no hablar de sus
habitantes.
Los intentos soviéticos de romper las maniobras de
envolvimiento desde fuera por medio del LIV Ejército no
lograron desalojar a los alemanes de la ribera meridional
del lago Ladoga. Pero al menos los defensores
consiguieron retener el istmo que une la ciudad y el lago,
aunque ello se debiera en parte a la cautela de los
finlandeses, que no se atrevieron a avanzar sobre un
territorio que ya era soviético antes de 1939.
El asedio acabó ajustándose a un patrón, marcado por
los bombardeos regulares de la ciudad a horas
determinadas. Las bajas civiles aumentaron, pero sobre
todo a causa del hambre. Leningrado era de hecho una isla.
La única conexión posible con el «continente» era a través
del lago Ladoga o por vía aérea. Unos dos millones
ochocientos mil civiles quedaron atrapados y, debido a la
presencia de otro medio millón de soldados, las
autoridades se vieron obligadas a suministrar comida a tres
millones trescientas mil personas. La distribución de
alimentos era sorprendentemente desigual en una sociedad
que se suponía igualitaria. Los funcionarios del partido se
aseguraban de que sus familias y sus parientes próximos no
sufrieran penalidades, y los que controlaban los
abastecimientos, empezando por las panaderías y los
comedores, se aprovechaban descaradamente de su
posición. A menudo era preciso recurrir al soborno para
obtener incluso las raciones básicas.
De hecho la comida era poder, tanto para el individuo
corrupto como para el estado soviético, que llevaba largo
tiempo acostumbrado a imponer la sumisión o a vengarse
de las categorías menos favorecidas del pueblo. Los
trabajadores de la industria, los niños y los soldados
recibían una ración completa, pero otros, como por
ejemplo las mujeres casadas que no trabajaban y los
adolescentes, recibían solo una ración llamada de
«dependiente». Sus cartillas de racionamiento recibían el
nombre de smertnik, esto es «cartillas de la muerte».25
Según la postura típicamente soviética ante la jerarquía,
eran considerados «bocas inútiles», mientras que los
jerarcas del partido recibían raciones suplementarias para
ayudarles a tomar decisiones en aras del bien común.
«Nuestra situación en materia de provisiones es muy
mala», anotaba Vasily Churkin a finales de octubre, cuando
defendía la línea en las cercanías de Shlisselburg, a orillas
del lago Ladoga. «Nos dan trescientos gramos de pan,
negro como la tierra, y una sopa aguada. Alimentamos a
nuestros caballos con retoños de abedul, que no tienen ni
una sola hoja, y los pobres animales van muriendo uno tras
otro. Los habitantes de Beryozovka y nuestros soldados no
han dejado más que los huesos de un caballo que cayó
muerto. Cortan tajadas de carne y las cuecen».26
Los soldados salieron mucho mejor librados que la
población civil, y los que tenían familia en la ciudad
aguardaban la llegada del invierno cada vez con más
angustia. Empezaron a circular historias terribles de
canibalismo. Churkin señalaba que «nuestro cabo
Andronov, un tipo alto, ancho de espaldas, lleno de energía,
cometió un error por el que pagó con la vida. El jefe de
abastos lo mandó a Leningrado en un vehículo con no sé
qué pretexto. En aquel momento en Leningrado estaban
más muertos de hambre que nosotros, y la mayoría de
nosotros tenía familia en la ciudad. El vehículo de
Andronov fue obligado a detenerse a medio camino. En el
vehículo encontraron latas de comida, carne y cereales, que
habíamos guardado de nuestras escasas raciones [para
mandársela a nuestros familiares]. El tribunal condenó a
Andronov y a su jefe a muerte. Su mujer estaba en
Leningrado con un niño pequeño. La gente dice que su
vecino se comió al niño y que la mujer se volvió loca».27
La ciudad hambrienta necesitaba la llegada del frío
para que la capa de hielo del lago Ladoga fuera lo bastante
fuerte como para aguantar el peso de los camiones que
trajeran víveres por el «camino de hielo». Durante la
primera semana de diciembre se asumieron muchos
riesgos. «Vi un camión Polutorka», escribe Churkin,
«cuyas ruedas traseras se habían hundido en el hielo. Iba
cargado de sacos de harina que todavía estaban secos... La
cabina sobresalía, pues las ruedas delanteras estaban
apoyadas en el hielo. Pasé junto a una docena de camiones
Polutorka cargados de harina que se había congelado con el
hielo. Eran los pioneros de la "Ruta de la Vida". En los
camiones no había nadie».28 Los habitantes de Leningrado
tendrían que esperar un poco más a que llegaran las
reservas ya almacenadas. En la localidad de Kabona, situada
junto al lago, Churkin vio que «junto a la orilla,
extendiéndose a lo largo de tantos kilómetros que no se
veía dónde acababa, había una cantidad enorme de sacos y
cajas con productos alimenticios preparados para ser
enviados a través del hielo a Leningrado, donde el hambre
hacía estragos».29
A primeros de diciembre, muchos altos mandos del Grupo
de Ejércitos Centro se dieron cuenta de que sus tropas,
exhaustas y congeladas de frío, no podrían tomar Moscú.
En vista de que sus fuerzas estaban extenuadas, habrían
querido replegarlas a una línea que fuera defendible, pero
semejantes argumentos habían sido rechazados ya por el
general Halder, obedeciendo las instrucciones del cuartel
general del Führer. Algunos empezaron a pensar en 1812 y
en la terrible retirada del ejército de Napoleón. Ni siquiera
ahora que se había helado el barro había mejorado la
situación de los suministros de víveres. Con la temperatura
descendiendo por debajo de los veinte grados centígrados
bajo cero, y a menudo con visibilidad nula, la Luftwaffe se
veía obligada a permanecer en tierra la mayor parte del
tiempo. Del mismo modo que el personal de tierra de los
aeródromos, las tropas motorizadas se veían obligadas a
encender hogueras debajo de los motores de sus vehículos
antes de poder arrancarlos. Las ametralladoras y los fusiles
se congelaban y se ponían duros como piedras porque la
Wehrmacht no tenía el lubrificante adecuado para la guerra
de invierno, y las radios dejaban de funcionar debido a las
temperaturas extremas que se alcanzaban.
Los caballos de tiro utilizados por la artillería y los
medios de transporte que habían traído de Europa
occidental no estaban acostumbrados al frío y carecían de
forraje. El pan llegaba congelado, duro como una piedra.
Los soldados tenían que cortarlo con sierras y metérselo
en los bolsillos de los pantalones antes de poder
comérselo. Los Landser, extenuados, no podían cavar
trincheras en aquel terreno duro como el acero sin
calentarlo primero encendiendo grandes hogueras. Habían
llegado pocos repuestos para sus botas, que se les caían a
pedazos después de tanto caminar. Había también escasez
de guantes como es debido. Las bajas por congelación
superaban el número de los heridos en el campo de batalla.
Los oficiales se quejaban de que sus soldados habían
empezado a parecerse a los campesinos rusos, pues habían
robado las ropas de invierno de la población civil, a veces
obligándola a punta de pistola a entregarles sus botas.
Mujeres, niños y ancianos eran obligados a salir a la
nieve de sus cabañas de madera o isbas, cuyo pavimento no
dudaban en destrozar los soldados en busca de sus reservas
de patatas. Habría sido menos cruel matar a sus víctimas
que obligarlas a morir de hambre o de frío, medio
despojadas de sus vestiduras, durante el que sería el
invierno más crudo en muchos años. Las condiciones en las
que vivían los prisioneros soviéticos eran aún peores.
Morían a millares de agotamiento por las marchas forzadas
que debían hacer hacia el oeste a través de la nieve, de
hambre o de enfermedad, principalmente tifus. Algunos se
vieron obligados a practicar el canibalismo debido al
inhumano estado de degradación y sufrimientos al que se
habían visto reducidos. Cada mañana, sus guardianes les
obligaban a correr unos pocos centenares de metros
mientras les golpeaban. Al que caía al suelo lo mataban
inmediatamente de un tiro. La crueldad se había vuelto
adictiva en aquellos individuos que tenían poder absoluto
sobre unos seres a los que se les había enseñado a
despreciar y odiar.
El 1 de diciembre Moscú estuvo por fin al alcance de la
artillería pesada alemana. Ese día el IV Ejército del
Generalfeldmarschall von Kluge inició el asalto definitivo
de la ciudad desde el oeste. El viento helado producía
ventisqueros enormes y los soldados quedaban agotados
cuando intentaban caminar entre ellos. Pero gracias a la
cortina de fuego creada por sorpresa por la artillería y un
poco de apoyo aéreo de la Luftwaffe, el XX Cuerpo logró
romper las defensas del XXXIII Ejército ruso y alcanzar la
carretera Minsk-Moscú. También se vio amenazada la
retaguardia del V Ejército soviético, situado en las
inmediaciones. Zhukov reaccionó inmediatamente y envió
hacia allí todos los refuerzos que pudo reunir, incluida la
32.ª División de Fusileros de Siberia.
A última hora del 4 de diciembre, la posición del
Ejército Rojo fue restaurada. La infantería alemana se vino
abajo debido al agotamiento y al frío. La temperatura había
descendido por debajo de los treinta grados bajo cero. «No
puedo describirte lo que esto significa», escribía ese día a
su familia un cabo de la 23.ª División de Infantería.
«Primero este frío espantoso, la ventisca, los pies
completamente empapados —las botas no se nos secan
nunca y no nos permiten quitárnoslas— y en segundo lugar
la prueba de nervios a la que nos someten los rusos».30
Kluge y Bock sabían que habían fracasado. Intentaron
consolarse con la idea de que también el Ejército Rojo
debía de estar en las últimas, como Hitler había insistido
tantas veces. No podían estar más equivocados. Durante los
últimos seis días, Zhukov y la Stavka habían estado
preparando el contraataque.
Con líderes como Zhukov, Rokossovsky, Lelyushenko
y Konev, una nueva profesionalidad estaba empezando a
surtir efecto. Aquello ya no era la esclerótica organización
de junio, en la que los mandos, aterrorizados por la
posibilidad de ser detenidos por el NKVD, no se atrevían a
mostrar la más mínima iniciativa. También habían sido
abandonadas las rígidas formaciones de ese período. Ahora
un ejército soviético constaba de poco más de cuatro
divisiones. Por lo pronto, el nivel de mando
correspondiente al cuerpo de ejército había sido eliminado
para mejorar el control.
Habían sido formados otros once ejércitos detrás de
las líneas. Algunos incluían batallones de esquiadores y
divisiones siberianas, muy bien entrenadas, equipadas
adecuadamente para la guerra en invierno, con chaquetas
acolchadas y trajes blancos de camuflaje. El nuevo tanque
T-34, con sus orugas anchas, podía maniobrar en la nieve y
el hielo mucho mejor que los panzer germanos. Y a
diferencia del equipamiento de los alemanes, las armas y
los vehículos de los soviéticos tenían los lubrificantes
adecuados para resistir las bajas temperaturas. Las
escuadrillas de aviación del Ejército Rojo se habían
reunido en aeródromos situados en los alrededores de
Moscú. Con sus cazas Yak y su avión Shturmovik,
especializado en ataque de objetivos en tierra, alcanzarían
de momento la superioridad aérea, mientras la mayoría de
los aparatos de la Luftwaffe permanecían congelados en
tierra.
El plan de Zhukov, aprobado por Stalin, tenía por
objeto eliminar las dos avanzadillas alemanas a uno y otro
lado de Moscú. La principal de ellas, simada al noroeste,
estaba formada por el IV Ejército y el III y IV Ejército
Panzer, que se hallaban completamente exhaustos. La
situada al sur, al este de Tula, estaba formada por el II
Ejército Panzer de Guderian. Pero este, dándose cuenta del
peligro, había empezado a replegar parte de sus unidades
adelantadas.
A las tres de la madrugada del viernes 5 de diciembre,
el Frente Kalinin de Konev, que acababa de ser formado, se
lanzó contra la avanzadilla principal con el XXIX y el
XXXI Ejército, atacando a través del Volga helado. Al día
siguiente, avanzaron hacia el oeste el I Ejército de Choque
y el XXX Ejército. Luego Zhukov envió otros tres
ejércitos, entre ellos el XVI Ejército reforzado de
Rokossovsky y el XX de Vlasov, contra el flanco sur.
Pretendía así dejar aislados al III y al IV Ejército Panzer. En
cuanto se abrió un hueco, el II Cuerpo de Guardias de
Caballería del general Lev Dovator arremetió para provocar
el caos entre la retaguardia alemana. Los robustos caballos
cosacos podían moverse entre la nieve, de un metro de
profundidad, y enseguida alcanzaron a la infantería alemana
que a duras penas intentaba retirarse por aquel terreno
impracticable.
Al sur, el L Ejército atacó el flanco norte del II
Ejército Panzer de Guderian desde Tula, mientras que el X
avanzaba desde el nordeste. El I Cuerpo de Guardias de
Caballería de Pavel Belov, reforzado con tanques,
arremetió contra la retaguardia alemana. Guderian se movió
con rapidez y logró sacar de la trampa a la mayoría de sus
fuerzas. Pero no pudo restaurar la línea, como esperaba,
porque entonces el Frente Sudoeste ruso envió al XIII
Ejército y a un grupo operacional contra su II Ejército por
el flanco sur. Guderian tuvo que replegarse otros ochenta
kilómetros. Esta maniobra dejó abierto un gran hueco entre
él y el IV Ejército, situado a su izquierda.
El Ejército Rojo seguía estando escaso de tanques y
de piezas de artillería, pero gracias a los nuevos ejércitos
estaba cerca de alcanzar el número de hombres de que
disponían los alemanes en el frente de Moscú. Su principal
ventaja era el factor sorpresa. Los alemanes habían
descartado por completo los informes de los pilotos de la
Luftwaffe que hablaban de movimientos de grandes
formaciones militares detrás de las líneas. Además,
tampoco tenían reservas. Y con los duros combates que
estaban librándose al sudeste de Leningrado y la retirada
del Grupo de Ejércitos Sur a la línea del Mius, Bock no
podía contar con recibir refuerzos por los flancos. La
sensación de precariedad llegó a notarla incluso un
Obergefreiter de abastecimientos de la 31.ª División de
Infantería. «No sé qué es lo que pasa. Sencillamente tiene
uno la extraña sensación de que esta gigantesca Rusia es
demasiado para nuestras fuerzas».31
El 7 de diciembre, la batalla contra la principal
avanzadilla marchaba viento en popa. Parecía que los
soviéticos iban a alcanzar su objetivo de atrapar al III
Ejército Panzer y parte del IV. Pero el avance era lento,
para mayor frustración de Zhukov. Sus ejércitos se veían
retrasados al intentar eliminar todos los puestos
fortificados del enemigo, defendidos por Kampfgruppen
(grupos de combate) improvisados. Dos días después,
Zhukov ordenó a sus mandos que detuvieran los ataques
frontales y se limitaran a dejar atrás los focos de
resistencia para penetrar a fondo en la retaguardia alemana.
El 8 de diciembre, un soldado alemán escribía en su
diario: «¿Tendremos que salir huyendo? Pues que Dios nos
proteja».32 Todos sabían lo que eso podía significar en los
campos nevados. La retirada a lo largo del frente vendría
marcada por una sucesión de aldeas en llamas, incendiadas
por los soldados mientras intentaban replegarse avanzando
a duras penas en medio de la nieve, que alcanzaba una altura
enorme. La ruta estaba plagada de vehículos abandonados
por falta de combustible, caballos muertos de agotamiento
e incluso heridos dejados atrás en medio de la nieve. Los
soldados, hambrientos, cortaban trozos de carne congelada
de los lomos de los caballos para comérsela.
Los batallones de esquiadores siberianos surgían de
repente de las brumas heladas para hostigar y acosar al
enemigo. Con una satisfacción siniestra, se percataban del
equipamiento totalmente inadecuado de los enemigos,
obligados a protegerse del frío con los mitones y los
mantones que arrebataban a las viejas de sus hombros o que
obtenían cuando saqueaban las aldeas. «Las heladas fueron
excepcionalmente fuertes», escribió Ehrenburg, «pero los
siberianos del Ejército Rojo protestaban: "A ver si viene
una helada de verdad, que acabe con ellos de una vez"».33
Su venganza fue espantosa, después de lo que habían
oído contar del trato dispensado por los alemanes a los
prisioneros y a la población civil. Prácticamente sin que la
Luftwaffe los molestara, los regimientos de cazas y de
Shturmovik del Ejército Rojo hostigaban las interminables
columnas de tropas en retirada, cuya negra silueta se
destacaba sobre la nieve. Grupos de atacantes del Cuerpo
de Guardias de Caballería de Belov y Dovator se internaban
en la retaguardia, arremetiendo contra los depósitos y las
baterías de artillería con los sables desenvainados. Los
partisanos asaltaban las líneas de abastecimiento, a veces
uniéndose a la caballería. Y Zhukov decidió lanzar en
paracaídas al IV Cuerpo Aerotransportado por detrás de las
líneas alemanas. Las tropas soviéticas no tuvieron piedad
de la infantería alemana, medio congelada e infestada de
piojos.
En los hospitales de campaña alemanes había que
amputar cada vez más miembros congelados, pues los
casos de congelación mal tratados desembocaban en
gangrena. Con las temperaturas por debajo de los treinta
bajo cero, la sangre de las heridas se congelaba de
inmediato, y muchos soldados tenían problemas
intestinales como consecuencia de tener que dormir en el
suelo helado. Casi todos sufrían de diarrea, problema
todavía más desagradable en aquellas circunstancias. Los
que no podían moverse por sí solos estaban condenados.
«Muchos heridos se pegan un tiro», anotó un soldado en su
diario.34
Además las armas congeladas a menudo no
funcionaban. Los tanques tenían que ser abandonados por
falta de combustible. Se generalizó entre los soldados el
temor a quedar aislados. Cada vez eran más los oficiales y
los soldados que lamentaban el trato que habían dispensado
a los prisioneros de guerra soviéticos. Sin embargo, a pesar
del recuerdo constante del desastre de 1812 y del temor de
que la Wehrmacht estuviera maldita, como la Grande
Armée de Napoleón, la retirada no degeneró en una
desbandada. El ejército alemán, especialmente cuando
estaba al borde del desastre, a menudo sorprendía a sus
enemigos por la forma en que se defendía. Algunos
Kampfgruppen improvisados, formados a punta de pistola
por la Feldgendarmerie, que hacía redadas entre los
rezagados de las unidades en retirada y capitaneados por
determinados oficiales y suboficiales, lograron resistir.
Estaban constituidos por una mezcla de soldados de
infantería y zapadores, provistos de armas heterogéneas,
como piezas de artillería antiaérea o cañones
autopropulsados. El 16 de diciembre, un grupo que había
logrado atravesar una bolsa de envolvimiento, pudo llegar
finalmente hasta las líneas alemanas. «Hay una enorme
cantidad de ataques de nervios», señalaba en su diario un
hombre. «Nuestro oficial llora».35
Al principio Hitler reaccionó con incredulidad ante la
noticia de la ofensiva soviética, pues él solo se había
convencido de que los informes acerca de los nuevos
ejércitos eran un farol. No podía entender de dónde habían
salido. Humillado por el giro totalmente inesperado que
habían dado los acontecimientos bélicos después de todas
las declaraciones de victoria sobre el Untermensch eslavo
que se habían hecho últimamente, estaba furioso y
desconcertado. Instintivamente, recayó en su creencia
visceral de que la voluntad acabaría por triunfar. El hecho
de que sus hombres carecieran de ropa adecuada, de
municiones, de raciones de comida y de combustible para
sus vehículos blindados resultaba casi irrelevante para él.
Obsesionado con la retirada de Napoleón en 1812, estaba
decidido a desafiar una eventual repetición de la historia.
Ordenó a sus tropas que aguantaran aunque no fueran
capaces de cavar posiciones defensivas en aquel terreno
duro como la piedra.
Con toda la atención de Moscú fija en la gran lucha
que estaba desarrollándose al oeste de la capital, la noticia
del ataque de los japoneses a Pearl Harbor no causó
demasiada sensación. Pero sí que causó un impacto
considerable en la ciudad de Kuibyshev, donde habían sido
trasladados todos los corresponsales extranjeros (siempre
sometidos a la férrea orden de la censura soviética de
fechar todos sus artículos en Moscú). Ilya Ehrenburg
observaba con humor que «los americanos del Grand Hotel
se liaron a golpes con los periodistas japoneses». Para
americanos y japoneses, aquello era un insignificante
principio.36
16
PEARL HARBOR
(septiembre de 1941-abril de
1942)
El 6 de diciembre de 1941, justo cuando comenzaba la
contraofensiva soviética en los alrededores de Moscú, los
criptoanalistas de la Marina estadounidense descodificaron
un mensaje enviado desde Tokio al embajador nipón en
Washington. Aunque faltaba la parte final, el contenido era
sumamente claro. «Significa la guerra», dijo Roosevelt a
Harry Hopkins, que se encontraba en el despacho oval
cuando llegó esta información aquella tarde.1 El presidente
se había limitado a enviar un mensaje personal al
emperador Hiro Hito, instando a su país a retirarse del
conflicto armado.
Más tarde, en el Departamento de Guerra, el jefe de
los servicios de inteligencia entregó las interceptaciones al
general de brigada Leonard Gerow, de la División de
Operaciones Bélicas, con la orden de que se diera aviso a
las bases del Pacífico. Pero Gerow decidió no hacer nada.
«Creo que ya han recibido suficientes comunicados», se
cuenta que dijo.2 Su comentario se debía al hecho de que
tanto a la Marina de los Estados Unidos como al cuartel
general de su ejército en el Pacífico se les había informado
el 27 de noviembre de la inminencia de la guerra. Este
comunicado de los servicios de inteligencia también estaba
basado en interceptaciones de mensajes diplomáticos
japoneses, realizadas por los especialistas del proyecto
«Magic».
Curiosamente, o tal vez significativamente, del
Kremlin no llegó aviso alguno, a pesar del deseo de
Roosevelt de ayudar a la Unión Soviética. Solo podemos
especular cuáles fueron las razones que llevaron a Stalin a
adoptar esa postura, pero lo cierto es que, antes de que se
librara la batalla por Moscú, el líder soviético se negó a
informar a los servicios de inteligencia de Richard Sorge
de que los japoneses estaban planeando un ataque sorpresa
contra las fuerzas americanas del Pacífico. Sin embargo,
una de las coincidencias más sorprendentes que se
produjeron en la Segunda Guerra Mundial fue que el
presidente Roosevelt tomara la decisión de seguir adelante
con el proyecto de investigación para obtener un arma
atómica el 6 de diciembre, un día antes de que los
japoneses lanzaran su ataque contra los Estados Unidos.3
La primera semana de septiembre, los líderes
militares nipones habían obligado al emperador Hiro Hito a
aceptar su decisión de entrar en guerra. La única protesta
del soberano consistió en la lectura de un poema a favor de
la paz que había escrito su abuelo. Pero su posición, en
calidad de comandante en jefe de las fuerzas armadas, fue
extremadamente ambivalente. Su oposición a la guerra no
se basaba en razones morales, sino simplemente en el
temor de salir derrotado. Los militaristas más extremistas,
en su mayoría jóvenes oficiales de rango intermedio,
creían que su país tenía la misión divina de forjar un
imperio en virtud de lo que denominaban eufemísticamente
la «Gran Esfera de Co-Prosperidad de Asia Oriental», o de
lo que ya en 1934 había llamado el perspicaz embajador
norteamericano en Tokio una «pax japonica». En
noviembre de 1941, este diplomático tenía buenas razones
para temer que el aparato militar nipón estuviera dispuesto
a llevar a su país a un «harakiri nacional».4
El afán expansionista del Imperio Japonés había dado
lugar a una serie de prioridades que entraban en conflicto
unas con otras: la guerra china en el centro, el temor a la
amenaza que suponía por el norte la odiada Unión Soviética
y la oportunidad en el sur de apoderarse de las colonias
francesas, holandesas y británicas. El ministro de asuntos
exteriores, Matsuoka Yosuke, había establecido un pacto
de neutralidad de su país con la URSS en abril de 1941,
poco antes de que Hitler comenzara la invasión. Cuando los
ejércitos alemanes comenzaron a avanzar rápidamente
hacia el este, Matsuoka, dando un giro de 180º a su política
exterior, instó a lanzar un ataque en el norte contra la
retaguardia soviética. Pero los altos oficiales del Ejército
Imperial se opusieron a esta idea. Recordaban la derrota
sufrida a manos de Zhukov en agosto de 1939, y la mayoría
prefirió terminar primero la guerra en China.
La ocupación de la Indochina francesa en 1940 se
había realizado principalmente con el objetivo de cortar los
suministros a los ejércitos nacionalistas de Chiang Kaishek, aunque al final fuera un paso determinante hacia la
estrategia de «atacar por el sur», defendida principalmente
por la Armada imperial nipona. Indochina representaba la
base perfecta desde la que capturar los yacimientos
petrolíferos de las Indias Orientales Neerlandesas. Y a raíz
del embargo impuesto a Japón por los Estados Unidos y
Gran Bretaña en respuesta a la ocupación de Indochina, el
comandante en jefe de la Flota Imperial, el almirante
Yamamoto Isoroku, había sido informado de que sus barcos
se iban a quedar sin combustible en menos de un año. Los
militaristas nipones consideraban que su país debía seguir
adelante y apoderarse de todos los recursos posibles con el
fin de cubrir sus necesidades. Dar un paso atrás suponía una
verdadera deshonra.
El ministro de la guerra, el general Tojo Hideki, se
daba cuenta de que lanzar un ataque contra un país tan
poderoso desde el punto de vista industrial como los
Estados Unidos constituía una apuesta sumamente
arriesgada. Y Yamamoto, que también temía las
consecuencias de una guerra prolongada con los Estados
Unidos, consideraba que para alcanzar la victoria había que
golpear primero al enemigo con un gran ataque masivo.
«Durante los primeros seis o doce meses de guerra contra
los Estados Unidos y Gran Bretaña, causaré estragos en
todos sus flancos y conquistaré una victoria tras otra»,
pronosticó con bastante precisión. «Después... no tengo
esperanzas de ganar».5
Los líderes militares habían aceptado aparentemente
la idea del emperador y del primer ministro, el príncipe
Konoe Fumimaro, de buscar una solución diplomática con
los Estados Unidos, pero nunca estuvieron dispuestos a
llegar a un acuerdo que implicara concesiones
significativas. El ejército imperial se oponía rotundamente
a retirarse de territorio chino. Aunque en muchos casos
fueran pesimistas en lo concerniente a sus perspectivas,
especialmente si la guerra se alargaba, lo cierto es que los
jefes militares japoneses preferían correr el riesgo de
cometer un «suicidio nacional» antes de vivir lo que
consideraban una vergonzosa deshonra.
Roosevelt se había convencido de que seguir una línea
firme era la mejor política, aunque en aquellos momentos
no quisiera entrar en guerra. Tanto el general Marshall
como el almirante Harold R. Stark, jefes respectivamente
del estado mayor del ejército y del estado mayor de la
marina, le habían advertido claramente que los Estados
Unidos no estaban aún lo suficientemente preparados. Pero
su secretario de guerra, Cordell Hull, mientras negociaba
con un enviado japonés, montó en cólera cuando el 25 de
noviembre se enteró de que un enorme convoy de buques
de guerra y barcos de transporte de tropas estaba cruzando
el mar de China Meridional. Reaccionó formulando una
serie de demandas que en Tokio fueron consideradas
prácticamente un ultimátum.
El documento de los «Diez Puntos» de Hull insistía,
entre otras cosas, en que los japoneses debían retirarse de
Indochina y China, y renunciar expresamente al Pacto
Tripartito con Alemania. Esta firme postura era también
fruto de las peticiones de los nacionalistas chinos y los
británicos. Solo una renuncia inmediata y completa de los
Estados Unidos y Gran Bretaña a sus pretensiones habría
podido evitar el conflicto en aquellos momentos. Pero
semejante signo de debilidad occidental probablemente
hubiera animado a los japoneses a lanzar su ataque frontal.
La intransigencia de Hull sirvió para que los líderes
militares nipones se convencieran de que los preparativos
que habían realizado para la guerra estaban justificados.
Cualquier retraso solo iba a servir para debilitarlos, y un
aplazamiento de la guerra dejaría reducido Japón, como
había anunciado Tojo durante la importantísima
conferencia celebrada el 5 de noviembre, a «nación de
tercera clase».6 En cualquier caso, la flota de portaaviones
de Yamamoto acababa de zarpar de las islas Kuriles, en el
norte del Pacífico, y Pearl Harbor era su objetivo. La hora
«cero» ya había sido fijada: las 08:00 del 8 de diciembre,
hora de Tokio.
Con su plan, los japoneses pretendían asegurar un
perímetro alrededor del oeste del Pacífico y el mar de
China Meridional. Cinco ejércitos serían los encargados de
capturar los cinco objetivos principales. Por el sur, el XXV
Ejército atacaría la península de Malaca para conquistar la
base naval británica de Singapur. En el sur de China, el
XXIII Ejército ocuparía Hong Kong. El XIV Ejército
desembarcaría en Filipinas, donde tenía su cuartel general
Douglas MacArthur, comandante en jefe y procónsul de los
Estados Unidos. El XV Ejército invadiría Tailandia y el sur
de Birmania. Y el XVI Ejército se ocuparía de las Indias
Orientales Neerlandesas (la actual Indonesia), con sus
yacimientos petrolíferos tan vitales para el esfuerzo de
guerra nipón. Ante las persistentes dudas de sus colegas de
la Armada Imperial, el almirante Yamamoto insistió en que
para garantizar el éxito de alguna de estas operaciones,
especialmente el ataque a Filipinas, primero debía enviar
sus portaaviones a destruir la flota estadounidense.
Los pilotos de la Armada de Yamamoto habían estado
preparándose varios meses, practicando ataques con
torpedos y bombas. La información secreta de los
objetivos contra los que debían actuar la proporcionaba el
cónsul general japonés en Honolulú, que había observado
los movimientos de los buques de guerra americanos. Las
naves estadounidenses se encontraban siempre en el puerto
durante el fin de semana. El ataque preventivo quedó fijado
para poco después del amanecer del domingo, 8 de
diciembre, que en Washington sería aún el 7 de diciembre.
El 26 de noviembre, al alba, la flota de portaaviones, con el
Agaki como buque insignia, zarpó de las islas Kuriles, en el
norte del Pacífico, bajo el estricto silencio de sus radios.
En Hawai, el almirante Husband E. Kimmel,
comandante en jefe de la Flota del Pacífico, había
mostrado su gran preocupación por el hecho de que sus
servicios de inteligencia desconocieran la posición de los
portaaviones de la Primera y la Segunda Flota japonesa.
«¿Quieres decir», replicó el 2 de diciembre, cuando se le
informó de ello, «que podrían estar rodeando Diamond
Head [cerca de la entrada a Pearl Harbor] y no lo sabríais?»
Pero ni siquiera Kimmel podía imaginarse que se produjera
un ataque contra Hawai, allí en medio del Pacífico. Al igual
que el estado mayor de la marina y el del ejército de tierra
en Washington, creía que lo más probable era que los
japoneses lanzaran un ataque en la zona del mar de China
Meridional, contra Malaca, Tailandia o Filipinas. Así pues,
la rutina propia de los tiempos de paz no se había visto
alterada en Hawai, donde los oficiales, con sus blancos
uniformes tropicales, y los marineros seguían esperando
ansiosos la llegada del fin de semana para poder beber
tranquilos unas cervezas y relajarse en la playa de Waikiki
en compañía de muchachas nativas. Cuando era fin de
semana, muchos barcos quedaban vacíos de hombres,
apenas con la tripulación indispensable para su custodia.
A las 06:05 del domingo, 8 de diciembre de 1941, una luz
verde dio la señal en la cubierta de vuelo del Akagi, Los
pilotos se ajustaron en la frente el hachimaki, la banda
blanca con el símbolo rojo del sol naciente, que indicaba su
promesa de que estaban dispuestos a morir por el
emperador. Cada vez que uno de ellos despegaba, el
personal de cubierta profería un grito característico,
«¡Banzai!». A pesar del incremento del mar de fondo, desde
los seis portaaviones de aquella fuerza naval partió una
primera oleada de ciento ochenta y tres aparatos aéreos,
incluidos cazas Zero, bombarderos Nakajima, aviones
torpederos y bombarderos en picado Aichi. La isla de Oahu
se encontraba a trescientos setenta kilómetros al sur.
Los aviones sobrevolaron en círculo la flota naval para
poner rumbo, en perfecta formación, hacia su objetivo.
Como iban por encima de las nubes cuando estaba
amaneciendo, resultaba difícil comprobar cualquier
desviación de la ruta prevista, por lo que el jefe de los
bombarderos, el comandante Fuchida Mitsuo, decidió
sintonizar la emisora de radio estadounidense de Honolulú.
Transmitía música de baile. A continuación activó la
búsqueda por dirección de radio. Corrigió cinco grados el
rumbo. La transmisión musical se vio interrumpida por un
boletín meteorológico. El comandante nipón sintió un gran
alivio al escuchar que la visibilidad sobre la isla estaba
mejorando, pues se abrían claros entre las nubes.
Una hora y media después de su despegue, los
primeros pilotos divisaron el extremo septentrional de la
isla. El avión de reconocimiento que los había precedido
informó que los americanos parecían no haber advertido su
presencia. Fuchida disparó desde su cabina una bengala
«dragón negro» para indicar que podían seguir con el plan
de lanzar un ataque sorpresa. El avión de reconocimiento
comunicó entonces la presencia en el puerto de diez
acorazados, un crucero pesado y diez cruceros ligeros.
Cuando los divisó en Pearl Harbor, Fuchida observó con la
ayuda de los prismáticos los lugares exactos donde estaban
anclados estos barcos. A las 07:49 dio la orden de atacar,
transmitiendo a continuación a la flota de portaaviones
japonesa un mensaje: «¡Tora, tora, tora!». La palabra que
significa «tigre» y que indicaba que se había conseguido
coger al enemigo totalmente desprevenido.
Dos grupos de bombarderos en picado, con un total de
cincuenta y tres aparatos, se dirigieron a atacar los tres
aeródromos de las inmediaciones. Por tandas, los aviones
torpederos comenzaron a descender para lanzarse contra
los siete grandes buques de guerra anclados en Battleship
Row. La emisora de radio de Honolulú seguía
transmitiendo música. Fuchida empezó a ver cómo se
elevaban hacia el cielo junto a los acorazados grandes
columnas de agua provocadas por las primeras explosiones.
Ordenó a su piloto que ladeara el aparato para indicar a sus
diez escuadrones que empezaran a bombardear en línea.
«Una espléndida formación»,7 comentaría. Pero en cuanto
comenzaron el ataque, las baterías antiaéreas americanas
abrieron fuego. Las explosiones formaron grandes nubes
grises de humo alrededor de los aparatos, haciendo que los
pilotos perdieran el control de sus aviones. Los primeros
torpedos alcanzaron el acorazado
Oklahoma, que
lentamente fue girando hasta tocar con su superestructura
el fondo. Más de cuatrocientos hombres perdieron la vida
atrapados bajo su casco volcado.
Mientras su avión se aproximaba al Nevada, que se
encontraba a unos tres mil metros, Fuchida observaba con
sorpresa la celeridad con la que respondían los americanos.
En aquellos momentos se arrepentía de haber ordenado un
ataque en línea. Y mientras comprobaba las dificultades que
tenían sus aviones, una gran explosión hizo volar por los
aires el Andona, matando a más de mil de sus hombres. La
gran humareda negra que se formó era tan densa que
muchos aparatos nipones soltaban las bombas cuando ya
habían pasado sus objetivos y tenían que volver para
intentarlo una segunda vez.
Parte de la fuerza aérea de bombarderos y cazas de
Fuchida había abandonado la formación para atacar las
instalaciones del Cuerpo Aéreo del Ejército de los Estados
Unidos en Wheeler Field y Hickan Field y la base aérea de
la Marina norteamericana en Ford Island. El personal de
tierra y los pilotos estaban desayunando cuando se produjo
el ataque. El primero en reaccionar en Hickan Field fue un
capellán del ejército, que estaba preparando en aquellos
momentos el altar para celebrar una misa al aire libre.
Cogió una ametralladora que había por allí, la colocó
encima de su altar y empezó a abrir fuego contra los
aviones enemigos que descendían en picado. Pero en los
dos aeródromos los aviones perfectamente alineados junto
a las pistas fueron un blanco fácil para los pilotos
japoneses.
Prácticamente una hora después de que los primeros
aviadores japoneses divisaran sus objetivos, llegó a la isla
una nueva oleada de aparatos nipones. Su misión, sin
embargo, se vería complicada por la densa humareda y por
la intensidad de los disparos con los que iban a ser
recibidos por los defensores. Contra ellos abrirían fuego
incluso los cañones navales de 127 mm. Se cuenta que
algunos de sus proyectiles alcanzaron la ciudad de
Honolulú, provocando la muerte de civiles.
El cielo, de repente, quedó vacío. Los pilotos
japoneses habían regresado al norte para aterrizar en sus
portaaviones, que ya estaban preparándose para el viaje de
vuelta. Además de los acorazados Arizona y Oklahoma, la
Marina estadounidense había perdido dos destructores en
Pearl Harbor. Otros tres acorazados se habían ido a pique,
o habían quedado inutilizados, aunque luego fueron
reparados. Tres más sufrieron graves daños. El Cuerpo
Aéreo del Ejército y la Armada perdieron ciento ochenta y
ocho aviones, y otros ciento cincuenta y nueve quedaron
averiados. En total murieron dos mil trescientos treinta y
cinco hombres en servicio, y mil ciento cuarenta y tres
sufrieron heridas de diversa entidad. Solo consiguió
destruirse veintinueve aparatos japoneses; pero la Armada
Imperial también perdió un sumergible que navegaba en
aguas del océano y cinco minisubmarinos, que
aparentemente actuaban como elementos de diversión.
A pesar de la gran conmoción que supuso el ataque,
fueron muchos los marineros y los trabajadores hawaianos
de los astilleros que no dudaron en saltar al agua para
sumergirse y salvar a los que habían caído de los barcos. La
mayoría de los hombres heridos en el puerto quedaron
cubiertos de grasa y de petróleo, y hubo que limpiarles la
piel con paños de algodón. Se formaron pequeños grupos
que, con la ayuda de equipos de oxicorte para cortar los
mamparos e incluso el casco de los barcos, fueron al
rescate de los camaradas que habían quedado atrapados en
las naves. El puerto quedó convertido en un desolador
escenario de buques de guerra dañados envueltos en negras
humaredas, de grúas retorcidas formando un caótico
amasijo de hierros junto a los muelles y de instalaciones y
edificios acribillados a balazos. Se tardaría dos semanas en
sofocar el último incendio. La cólera y la rabia se
convirtieron en el motor de los que se encargaron de
restablecer el poderío de la Flota del Pacífico de los
Estados Unidos. Pero había un hecho que les servía de
consuelo: en el momento del ataque ninguno de sus
portaaviones se encontraba en el puerto. Y estos
portaaviones serían su único medio de respuesta en un tipo
de guerra naval que había experimentado una
transformación radical y definitiva.
Pearl Harbor no fue, ni mucho menos, el único objetivo. En
la isla de Formosa (Taiwán) bombarderos de la Flota
Imperial habían esperado a que llegara la hora de despegar
para atacar los aeródromos americanos de Filipinas, pero
una niebla intensa había imposibilitado su salida.
El general MacArthur se había despertado en su suite
de un hotel de Manila con la noticia del ataque a Pearl
Harbor. Inmediatamente convocó una reunión de su estado
mayor en la sede de su cuartel general. El general de
división Lewis Brereton, jefe de la Fuera Aérea de Extremo
Oriente, pidió permiso para lanzar sus Fortalezas Voladoras
B-17 contra los aeródromos de Formosa. Pero MacArthur
vaciló. Había sido informado de que los bombarderos
japoneses que tenían su base en esta isla no tenían
suficiente autonomía de vuelo para atacar Filipinas.
Brereton no lo tenía tan claro, por lo que decidió que sus
B-17 alzaran el vuelo, escoltados por cazas, para que
eventualmente no se vieran atrapados en tierra. MacArthur
autorizó al final que se realizara un vuelo de
reconocimiento en Formosa para bombardear al día
siguiente la isla. Brereton ordenó que sus bombarderos
regresaran a Clark Field, a unos noventa kilómetros de
distancia de Manila, para repostar, y que los cazas
aterrizaran en su base próxima a Iba, en el noroeste.8
A las 12:20, hora local, mientras las tripulaciones
almorzaban, aparecieron en el cielo los incursores
japoneses. No podían dar crédito a sus ojos cuando vieron
que sus objetivos estaban perfectamente alineados para
ellos. En total consiguieron destruir dieciocho
bombarderos B-17 y cincuenta y tres cazas P-40. La mitad
de la Fuerza Aérea de Extremo Oriente había sido destruida
el primer día. Los americanos no habían recibido aviso
alguno porque su equipo de radar aún no había sido
instalado. Otros bombarderos japoneses atacaron la capital,
Manila. La población civil de Filipinas no sabía qué hacer
ni dónde buscar amparo. Un infante de marina americano
vio cómo algunas «mujeres se agazapaban bajo las acacias
del parque. Unas cuantas de ellas habían abierto sus
paraguas para intentar protegerse un poco más».9
La isla de Wake (o isla de San Francisco), a mitad de
camino entre Hawai y las islas Marianas, se convirtió en
otro objetivo de la aviación japonesa el 8 de diciembre,
pero esta vez los americanos estaban preparados para
recibirla. El comandante James Devereux, que estaba al
frente de los cuatrocientos veintisiete infantes de marina
estadounidenses presentes en la isla, había ordenado a su
corneta que diera el toque de llamada a las armas en cuanto
tuvo noticia del ataque a Pearl Harbor. Cuatro pilotos de
infantería de marina en sus Grumman Wildcat lograron
abatir seis cazas Zero después de que los otros ocho
Grumman Wildcat quedaran destruidos o averiados en
tierra. El 11 de diciembre aparecieron frente a la costa
buques de guerra japoneses para proceder al desembarco de
tropas, pero los cañones de 127 mm de la infantería de
marina estadounidense hundieron dos destructores y
alcanzaron el crucero Yubari, La fuerza nipona se retiró sin
intentar siquiera desembarcar a sus hombres.
Aunque satisfechos de su extraordinaria hazaña, los
soldados norteamericanos de Wake sabían perfectamente
que los japoneses regresarían con un número mucho mayor
de efectivos. El 23 de diciembre, una fuerza mucho más
imponente hizo su aparición, esta vez a bordo de dos
portaaviones y seis cruceros. Los infantes de marina
estadounidenses respondieron al ataque con gran coraje, en
clara desventaja de uno contra cinco, sufriendo intensos
bombardeos de la aviación y la artillería naval nipona.
Aunque infligieron graves pérdidas al enemigo, al final no
tuvieron más remedio que rendirse para evitar una matanza
entre la población civil de la isla.
El 10 de diciembre, cinco mil cuatrocientos infantes
de marina japoneses desembarcaron en Guam, en las islas
Marianas, a unos dos mil quinientos kilómetros al este de
Manila. Con sus escasos pertrechos, la reducida guarnición
militar americana poco pudo hacer.
En Hong Kong y en Malaca los británicos habían estado
esperando la llegada de los japoneses desde finales de
noviembre. Malaca era un preciado trofeo, con sus minas
de estaño y sus inmensos cauchales. El gobernador, sir
Shenton Thomas, había descrito la región calificándola de
«el arsenal de dólares del Imperio».10 Así pues, no es de
extrañar que Malaca tuviera prácticamente la misma
prioridad que los yacimientos petrolíferos de las Indias
Orientales Neerlandesas para los japoneses. El 1 de
diciembre se declaró el estado de excepción en Singapur,
pero los británicos todavía no se habían preparado
debidamente. Las autoridades coloniales temían que una
reacción extrema y exagerada provocara tumultos entre la
población nativa.
La sorprendente complacencia de la sociedad colonial
había dado lugar a una equivocada actitud de absoluta
superioridad basada en la arrogancia. Se subestimaba al
agresor, entre otras razones porque se consideraba que los
soldados japoneses carecían de amplitud de miras y eran,
por naturaleza, inferiores a las tropas occidentales. Pero,
en realidad, eran inconmensurablemente más duros, y se
les había lavado el cerebro con la idea de que no había
gloria mayor que dar la vida por el emperador. Sus
comandantes, convencidos de la superioridad racial de su
pueblo y del derecho de Japón a gobernar todo Extremo
Oriente, eran insensibles a una contradicción fundamental:
se suponía que su guerra pretendía liberar la región de la
tiranía occidental.
La Marina Real disponía de una base naval grande y
moderna en el extremo nororiental de la isla de Singapur.
Potentes baterías costeras defendían la zona, preparadas
para impedir cualquier ataque anfibio, pero este magnífico
complejo, que había sido sufragado por la Armada inglesa
con buena parte de su presupuesto, estaba prácticamente
vacío. En un principio la idea había sido que, si estallaba
una guerra, se enviara hasta allí una flota desde Gran
Bretaña. Pero debido a las operaciones navales en el
Atlántico y en el Mediterráneo, y a la necesidad de
proteger los convoyes que se dirigían a Murmansk con
suministros y pertrechos para los rusos, los británicos no
tenían ninguna flota de combate en Extremo Oriente. El
compromiso de Churchill de ayudar a la Unión Soviética
supuso, además, que el Mando de Extremo Oriente
careciera de aviones y tanques modernos, así como de
otros muchos equipamientos diversos. El único modelo de
caza disponible, el Brewster Buffalo, llamado el «barril de
cerveza volador» por su forma de tonel y por su lento y
complicado manejo, no tenía nada que hacer frente al Zero
japonés.
El comandante británico en Malaca era el teniente
general Arthur Percival, un tipo de elevada estatura,
delgado, con un bigote típicamente militar que no
conseguía ocultar sus dientes de conejo y su débil mentón.
Aunque se había ganado la fama, probablemente
inmerecida, de despiadado por su actitud con los
prisioneros del IRA durante el conflicto de Irlanda del
Norte, tenía la obstinación característica de los individuos
pusilánimes cuando se veía obligado a tratar con
comandantes subordinados. El teniente general sir Lewis
Heath, comandante del III Cuerpo Indio, no sentía respeto
alguno por Percival. Además, estaba resentido porque lo
habían promovido, pasando por encima de él. Y las
relaciones entre los diversos jefes del ejército de tierra y
de la RAF, así como las que estos mantenían con el
tempestuoso y paranoico comandante australiano, el
general de división Henry Gordon Bennett, distaban mucho
de ser amistosas. En teoría, Percival estaba al frente de
unos noventa mil hombres, pero no llegaban a sesenta mil
los que eran tropas de vanguardia. Casi ninguno de ellos
tenía experiencia en las junglas, y los batallones indios y
los voluntarios locales no habían recibido prácticamente
preparación alguna. En Tokio eran perfectamente
conscientes del penoso estado de las defensas británicas.
Los tres mil japoneses que por entonces residían en
Malaca habían estado pasando información secreta a las
autoridades de su país a través del consulado general de
Japón en Singapur.
El 2 de diciembre, una escuadra de la Marina Real,
comandada por el diminuto almirante sir Thomas Phillips,
llegó a Singapur. Estaba formada por un acorazado
moderno, el Prince of Wales, un viejo crucero de batalla,
el Repulse, y cuatro destructores. Su punto más débil era
que carecía de cobertura aérea porque el portaaviones
Indomitable, con sus cuarenta y cinco Hurricane, estaba
siendo reparado. Pero este hecho parecía no preocupar a
los británicos de Singapur. No creían que los japoneses se
atrevieran a emprender la invasión de Malaca en aquellos
momentos, con unos buques de guerra británicos tan
poderosos anclados en la zona. El general Percival, por su
parte, se negaba a construir unas líneas defensivas,
aduciendo que ello mermaría el espíritu ofensivo de sus
hombres.
El sábado, 6 de diciembre, un bombardero de las
Reales Fuerzas Aéreas Australianas, con base en Kota
Bahru, en el extremo nororiental de Malaca, divisó barcos
de transporte japoneses escoltados por buques de guerra.
Habían zarpado de la isla de Hainan, situada frente a la
costa meridional de China, y debían unirse a dos convoyes
procedentes de Indonesia. Esta fuerza naval, que volvería a
dividirse, estaba dirigiéndose a dos puertos del sur de
Tailandia, Patani y Singora, en el istmo de Kra, y a la base
aérea de Kota Bahru. Desde el istmo de Kra, el XXV
Ejército del general Yamashita Tomoyuki atacaría por el
noroeste, en dirección al sur de Birmania, y por el sur para
adentrarse en Malaca.
Los británicos habían desarrollado un plan, la
Operación Matador, que consistía en avanzar hacia el sur de
Tailandia y entretener allí a los japoneses. Pero el gobierno
tailandés, rindiéndose a lo inevitable, y con la esperanza de
recuperar territorio en el noroeste de Camboya, ya se había
sometido prácticamente a la hegemonía japonesa. El jefe
del Aire, el mariscal sir Robert Brooke-Popham, antiguo
comandante en jefe en Extremo Oriente, no lograba
decidirse: dudaba si poner o no en marcha la Operación
Matador. A Brooke-Popham lo llamaban «Pop-off» por su
tendencia a dormirse en las reuniones. El general Heath
estaba hecho una furia por aquella falta de decisión, pues
sus tropas indias permanecían a la espera de avanzar hacia
Tailandia cuando deberían estar dirigiéndose a Jitra, hacia
el noroeste, para preparar allí posiciones defensivas.
Estaban cada vez más desmoralizadas, empapadas hasta los
huesos bajo las intensas lluvias propias de la estación de
los monzones.
Finalmente, a primera hora del 8 de diciembre, llegó a
Singapur la noticia de que los japoneses estaban
desembarcando para atacar Kota Bahru. A las 04:30,
mientras los comandantes en jefe y el gobernador
permanecían reunidos, los bombarderos japoneses
realizaron su primera incursión contra Singapur. La ciudad
era aún un derroche de luces aquí y allá. El almirante
Phillips, aunque era perfectamente consciente de que
carecía de la cobertura aérea necesaria, decidió trasladar su
escuadra a la costa este de Malaca para atacar a la flota
invasora nipona.
En Kota Bahru, las únicas explosiones que habían podido
oírse eran las de algunas minas de la playa, que habían sido
detonadas por perros salvajes o por el impacto de algún
coco que había caído sobre ellas. Un poco más hacia el
interior, la 8.ª Brigada había concentrado un batallón
alrededor del aeródromo, pero las playas estaban vigiladas
solo por dos batallones que cubrían una franja de más de
cincuenta kilómetros de longitud.
El asalto de los japoneses había empezado alrededor
de la medianoche del 7 de diciembre; en realidad,
aproximadamente una hora antes del inicio del ataque a
Pearl Harbor, aunque se suponía que ambos tenían que
haberse producido de manera simultánea. El mar suele
estar alterado en la estación de los monzones, pero este
hecho no impidió que los japoneses alcanzaran la costa.
Los pelotones de la infantería india consiguieron acabar
con la vida de un número considerable de enemigos, pero
los hombres que los formaban estaban muy dispersos, y la
visibilidad bajo la intensa lluvia era muy limitada.
En la deficiente pista de despegue, los pilotos
australianos subieron precipitadamente a sus diez
bombarderos utilizables y atacaron los buques de
transporte de tropas nipones que se hallaban frente a la
costa, destruyendo uno de ellos, causando daños en otro y
hundiendo varias lanchas de desembarco. Pero después del
amanecer, el aeródromo de Kota Bahru y otros que
salpicaban la zona del litoral empezaron a sufrir intensos
ataques de cazas Zero japoneses, procedentes de la
Indochina francesa. Al final del día, los escuadrones
británicos y australianos de Malaca habían quedado
reducidos a apenas cincuenta aviones. El despliegue de
tropas para proteger los aeródromos ordenado por Percival
enseguida se reveló un gravísimo error. Y la falta de
decisión de Brooke-Popham en lo referente a la Operación
Matador supuso que en poco tiempo las fuerzas aéreas
niponas estuvieran operando desde las bases del sur de
Tailandia. El general Heath, para enojo de Percival, empezó
al día siguiente la retirada de sus tropas de la región del
noreste.
El presidente Roosevelt, tras su célebre declaración en la
que calificó el 7 de diciembre de «día que siempre será
recordado como una fecha infame», mandó un mensaje a
Churchill para informarle de la declaración de guerra
aprobada por el Senado y la Cámara de Representantes de
los Estados Unidos. «Hoy todos nosotros estamos en el
mismo barco con usted y el pueblo del Imperio, un barco
que no puede ser hundido, ni lo será». Su metáfora acabaría
siendo muy poco afortunada, pues en aquellos momentos el
Prime of Wales y el Repulse estaban preparados para
zarpar de la base naval escoltados por diez destructores.
Cuando partía, el almirante Phillips fue avisado de que no
contara con recibir cobertura aérea de los cazas y de que
los bombarderos japoneses ya disponían de bases en el sur
de Tailandia. Pero Phillip, fiel a las arraigadas tradiciones
de la Armada inglesa, consideró que era impensable dar
marcha atrás.
La Fuerza Z de Phillips no fue avistada por los
hidroaviones japoneses hasta última hora de la tarde del 9
de diciembre. Como no encontró ningún barco de
transporte de tropas y ningún navío de guerra enemigos, el
almirante británico decidió dar media vuelta aquella misma
noche y regresar a Singapur. Pero a primera hora del 10 de
diciembre se recibió en su buque insignia un mensaje que
hablaba de otro desembarco en Kuantan, ciudad costera que
se encontraba en su ruta.
En los barcos de guerra de la Fuerza Z de la Marina
Real los hombres recibieron la orden de acudir
inmediatamente a sus puestos de combate tras desayunar
con rapidez unos emparedados de jamón y confitura. Los
artilleros, con sus protectores ignífugos, sus cascos
metálicos, sus gafas especiales y sus guantes de asbesto
prepararon los cañones automáticos de 40 mm, los
llamados «pom-pom». «El Prince of Wales ofrecía un
magnífico espectáculo», escribió un observador a bordo
del Repulse, «Las blancas crestas de las olas golpeaban
suavemente su escarpada proa. Las olas la rodeaban
formando un encaje de espuma, luego volvían a erizarse y
chocaban de nuevo contra ella. Subía y bajaba, oscilando
con tanta regularidad que observarlo resultaba hipnótico. La
brisa fresca hacía que su pabellón blanco, en vez de ondear,
se mantuviera desplegado y rígido como una tabla. De
repente, anticipándome a los hechos, fui presa de un
arrebato de emoción, pues me lo imaginé, junto con el
resto de la fuerza naval, dirigiéndose contra los convoyes
de las lanchas de desembarco enemigas y sus buques de
guerra de escolta».11
En realidad, el mensaje que hablaba de un desembarco
en Kuantan se equivocaba. Esta pérdida de tiempo, y el
retraso que supuso para el regreso de las naves, tendría
fatales consecuencias. Aquella misma mañana, un poco más
tarde, fue avistado un avión de reconocimiento japonés. A
las 11:15, el Prince of Wales abrió fuego contra una
escuadrilla aérea enemiga. Unos minutos después apareció
en el cielo otro grupo de aviones, esta vez torpederos. Los
cañones «pom-pom» de los dos barcos entraron en acción.
Los artilleros los apodaban Chicago pianos, Las luminosas
balas trazadoras salían disparadas, dibujando con pequeñas
ondulaciones un largo arco, hacía su objetivo. Pero
mientras los artilleros seguían concentrados en los aviones
torpederos, nadie percibió la presencia de bombarderos a
una altitud mucho mayor. El Repulse fue alcanzado por una
bomba que atravesó el hangar. Por aquel gran agujero
comenzó a salir humo, pero todos siguieron concentrando
su atención en los aviones enemigos. Cuando los artilleros
derribaban alguno de los aparatos que volaban más bajo,
estallaba en el barco un grito de júbilo: «¡Pato al agua!».
Pero, de repente, sonó una corneta para advertir de un
peligro mucho más inminente, y en el buque se oyó la
temida señal: «¡Fuego a bordo!». Las grandes mangueras
contra incendios comenzaron a actuar en aquel agujero que
humeaba una densa nube negra, pero poco pudieron hacer.
La siguiente oleada de aviones se concentró en atacar
al Prince of Wales, Un torpedo alcanzó su popa,
provocando que se elevara hacia el cielo «una gran
columna» de agua y humo. El magnífico buque empezó a
escorar a babor. «Parecía imposible que aquellos aviones
de apariencia ligera pudieran hacerle eso», escribiría el
mismo observador que se encontraba a bordo del Repulse,
sin poder creer todavía que la era de los acorazados había
acabado definitivamente. Aunque el portaaviones
Indomitable los hubiera acompañado, es harto improbable
que sus aviones hubiesen bastado para repeler los
contundentes ataques de los japoneses.
Con su timón y sus motores averiados, el Prince of
Wales ya estaba condenado cuando apareció en el cielo
otra escuadrilla de aviones torpederos. Los artilleros del
Repulse hicieron todo lo posible por impedir el ataque,
pero otros tres torpedos alcanzaron el buque. El gran
acorazado escoraba cada vez más peligrosamente. Era
obvio que estaba a punto de irse a pique. A continuación fue
el Repulse el alcanzado por dos torpedos, uno después del
otro. Se dio la orden de abandonar el barco, pero no cundió
el pánico. Algunos marineros tuvieron tiempo incluso de
fumar un último cigarrillo mientras hacían cola. Cuando les
llegaba el turno, tomaban aire, contenían la respiración y
saltaban al mar, cuyas aguas aparecían cubiertas de una
densa y negra capa de petróleo.
Churchill, que desde sus tiempos como Primer Lord
del Almirantazgo se había vanagloriado de los grandes
buques de la Marina Real, quedó atónito cuando se enteró
del desastre ocurrido. La tragedia tuvo para él unas
connotaciones más personales, pues el Prince of Wales era
la nave que había utilizado para desplazarse hasta
Groenlandia en agosto. En aquellos momentos, la Armada
Imperial de Japón no tenía rival en el Pacífico. Hitler se
alegró inmensamente de aquella noticia. Era un buen
augurio para su declaración de guerra a los Estados Unidos,
anunciada el 11 de diciembre.
El Führer había sabido desde siempre que, tarde o
temprano, tendría que enfrentarse a los norteamericanos, y
en aquellos momentos consideraba que, con su pequeño
ejército de tierra y una grave crisis en el Pacífico, no
serían capaces de desempeñar un papel decisivo en Europa
al menos durante unos dos años. Quien más apoyaba esta
idea era el almirante Dönitz, que quería practicar la
Rudeltaktik enviando sus submarinos en manada contra los
buques americanos. Con una guerra submarina total podría
conseguirse doblegar a Gran Bretaña.
El anuncio de Hitler en el Reichstag hizo que los
representantes nazis se levantaran de los asientos para
aplaudir sus palabras llenos de júbilo. Veían en los Estados
Unidos a la gran potencia judía del oeste. Pero los oficiales
alemanes, que seguían combatiendo desesperadamente en
el frente oriental, no supieron qué pensar cuando se
enteraron de la noticia. Los más sutiles e intuitivos se
daban cuenta de que aquella guerra a escala mundial, con
los Estados Unidos, el Imperio Británico y la Unión
Soviética aliados contra ellos, iba a ser imposible de ganar.
La heroica defensa de Moscú, que obligó a las tropas
alemanas a retroceder, y la entrada de los Estados Unidos
en la guerra hicieron que aquel mes de diciembre de 1941
supusiera un importante punto de inflexión de naturaleza
geopolítica. A partir de entonces, Alemania sería incapaz
de alzarse claramente con la victoria en la Segunda Guerra
Mundial, por mucho que siguiera conservando la capacidad
y el poder de infligir unos daños terribles y de sembrar
muerte y desesperación.
El 16 de diciembre, el Generalfeldmarschall von
Bock, que padecía un tipo de enfermedad psicosomática,
informó a Hitler que tenía que decidir si el Grupo de
Ejércitos Centro debía resistir y luchar o emprender la
retirada. Las dos posibilidades ponían en peligro la
supervivencia de este contingente. Era evidente que, ante
aquel fracaso, el mariscal quería ser retirado del mando, y
unos días después fue sustituido por Kluge, que en un
principio estaba de acuerdo con la decisión de Hitler de
seguir peleando. Brauchitsch, comandante en jefe del
ejército, también fue destituido por su pesimismo. Hitler
no tardó en encontrarle un sustituto: aprovechó la
circunstancia para nombrarse él mismo comandante en
jefe. Otros altos oficiales también fueron relegados de sus
cargos, pero la de Guderian, todo un símbolo del ímpetu
ofensivo, fue la destitución que más entristeció a los
militares alemanes. En todo momento, Guderian se había
negado rotundamente a conservar posiciones a cualquier
precio, desafiando las órdenes recibidas. La sabiduría o la
locura de la decisión de Hitler de resistir obstinadamente
ha sido durante mucho tiempo objeto de numerosos
debates. ¿Evitó una catástrofe como la de 1812, o provocó
unas pérdidas enormes e innecesarias?
El 24 de diciembre, los soldados alemanes, lejos de
sus hogares, sintieron la necesidad de celebrar la Navidad,
aunque fuera en unas circunstancias realmente abyectas.
Fue fácil encontrar un abeto, que decoraron con estrellas
hechas con el papel de plata de las cajetillas de cigarrillos.
Hubo algún caso en el que fueron los propios campesinos
rusos quienes les dieron algunas velas. Instalados en aldeas
que aún no habían sido pasto de las llamas, y acurrucados
juntos para darse calor unos a otros, se intercambiaron
patéticos presentes y cantaron «Stille Nacht, heilige
Nacht». Aunque se sintieran afortunados por seguir con
vida después de ver caer a tantos de sus camaradas, un
abrumador sentimiento de soledad los embargaba al
recordar a sus familias.
Solo unos pocos se dieron cuenta de la paradoja de
aquel sentimentalismo alemán en medio de una guerra
cruel que ellos mismos habían desencadenado. El día de
Navidad, el campo de prisioneros de guerra que se
encontraba a las afueras de Kaluga fue evacuado mientras
los termómetros seguían indicando temperaturas por
debajo de los treinta grados bajo cero. Muchos de los
prisioneros soviéticos, algunos de los cuales se habían
visto obligados a practicar el canibalismo, caían exhaustos
en medio de la nieve, siendo ejecutados inmediatamente de
un tiro. Tal vez no deba de sorprendernos tanto que los
soldados soviéticos se vengaran matando a los alemanes
heridos abandonados en la retirada, al menos en un caso
vertiendo sobre ellos barriles de gasolina capturados, y
luego prendiéndoles fuego.
Nadie era más consciente que Stalin del giro
espectacular que había experimentado la situación mundial.
Pero la impaciencia del dictador soviético por vengarse de
los alemanes y por aprovechar las oportunidades que
brindaba su retirada hizo que exigiera una empresa colosal:
el lanzamiento de una ofensiva general a lo largo de todo el
frente, o lo que es lo mismo, una serie de operaciones para
las que el Ejército Rojo carecía de los vehículos, la
artillería, los pertrechos, las provisiones y, sobre todo, el
entrenamiento necesarios. Zhukov se horrorizó, por mucho
que hasta entonces las operaciones militares hubieran
salido mejor de lo esperado. Los planes increíblemente
ambiciosos de la Stavka contemplaban la destrucción del
Grupo de Ejércitos Centro y del Grupo de Ejércitos Norte,
así como un ataque masivo y contundente para recuperar
Ucrania.
Tras tantísimos meses de sufrimiento, el ánimo del
pueblo ruso también comenzó a cambiar, pasando en poco
tiempo del pesimismo a un exceso de optimismo. «En
primavera lo habremos logrado», decían muchos. Pero, al
igual que a su líder, les aguardaban aún muchas sorpresas y
malas noticias.
La colonia británica de Hong Kong, que había mantenido
una forma de neutralidad durante los últimos cuatro años de
la guerra chino-japonesa que había estallado en el norte,
constituía un claro objetivo. Aparte de su riqueza, había
sido una de las principales vías de abastecimiento de las
fuerzas nacionalistas. Como en Singapur, la comunidad
japonesa había proporcionado a Tokio información
detallada de sus defensas y sus puntos flacos. Durante los
últimos dos años las autoridades niponas habían estado
elaborando un plan para invadirla. También se había
organizado una quinta columna, formada en su mayoría por
miembros de organizaciones criminales como las Tríadas,
previamente sobornados con gran generosidad.
La comunidad británica, tras tantos años de asfixiante
supremacía, ignoraba si los chinos de Hong Kong, los
refugiados de la provincia de Kwantung en el norte, los
indios, o incluso los euroasiáticos iban a mantenerse
leales. En consecuencia, apenas hizo nada para informarlos
de la situación y se abstuvo de armarlos para resistir a los
japoneses. Antes bien, decidió confiar esa misión a los
doce mil soldados pertenecientes al Imperio Británico y a
los voluntarios del Cuerpo de Defensa de Hong Kong, en
su mayoría europeos. Los nacionalistas de Chiang Kai-shek
se ofrecieron para colaborar en la defensa de la colonia,
pero los británicos declinaron taxativamente su propuesta
de ayuda. Sabían que Chiang ambicionaba recuperar Hong
Kong para China. Curiosamente, los oficiales ingleses iban
a mantener unas relaciones mucho más cordiales con los
partisanos comunistas chinos, y más tarde les
proporcionarían armas y explosivos, hecho que dejó
perplejos a los nacionalistas. Tanto los comunistas como
los nacionalistas sospechaban que los británicos preferían
perder Hong Kong en beneficio de los japoneses y no de
los chinos.
Desde un punto de vista estrictamente militar,
Churchill lo tenía muy claro: si los japoneses invadían, no
había, en su opinión, «la más remota posibilidad de
conservar o salvar Hong Kong».12 Pero tras numerosas
presiones por parte de los americanos, al final decidió
reforzar la colonia en una muestra de solidaridad con las
islas Filipinas, sobre las que también se cernía la amenaza
nipona. El 15 de noviembre, llegaron dos mil soldados
canadienses para aumentar las defensas de la guarnición.
Aunque carecían de experiencia, enseguida se dieron
cuenta del destino que les aguardaba si el ejército japonés
atacaba. El plan aliado de defender la colonia al menos
durante noventa días para que las fuerzas navales
americanas de Pearl Harbor tuvieran tiempo de llegar en su
ayuda no les convencía.
El 8 de diciembre, mientras las tropas japonesas
avanzaban para ocupar Shanghai, la aviación japonesa atacó
el aeródromo de Kai Tak y destruyó los cinco aparatos
aéreos que había en la colonia. Una división del XXIII
Ejército del teniente general Sakai Takashi cruzó el río
Sham Chun, que marcaba la frontera de los Nuevos
Territorios. Cogió por sorpresa al comandante británico, el
general de división C. M. Maltby, y a sus hombres, quienes,
tras volar unos puentes, tuvieron que retirarse rápidamente
hasta una línea defensiva denominada Gin Drinkers, al otro
lado del istmo de los Nuevos Territorios. Los japoneses,
camuflados y con equipos ligeros, pudieron avanzar en
silencio y con celeridad por el territorio, gracias también a
su calzado de suela de goma, mientras que los defensores
tenían que moverse por aquella zona de montañas rocosas
con pesadas botas de tachuelas metálicas y su equipamiento
completo de combate. Miembros de las Tríadas y
partidarios del gobierno títere chino de Wang Jingwei
guiaron a las tropas japonesas hasta el otro lado de la línea
defensiva. Maltby había desplegado solo una cuarta parte de
sus fuerzas en los Nuevos Territorios. La mayoría de sus
efectivos seguían en la isla de Hong Kong, listos para
repeler un ataque por mar que nunca se produciría.13
La población china de Hong Kong consideraba que
aquella no era su guerra. Las raciones de alimentos y los
refugios antiaéreos preparados por las autoridades
coloniales resultaban totalmente insuficientes para ella.
Los que trabajaban de chófer para el ejército se esfumaron,
abandonando sus vehículos. La policía china y el personal
de los servicios de protección antiaérea simplemente se
desprendían de sus uniformes y marchaban a sus casas. Y lo
mismo ocurría en los hoteles y en los domicilios privados,
de donde trabajadores y criados desaparecían. Los
quintacolumnistas se dedicaban a robar todo el arroz en los
campos de refugiados llenos de los que huían de la guerra
en China, provocando el caos. Enseguida comenzaron a
producirse tumultos y actos de pillaje, instigados por las
Tríadas. Un individuo izó una gran bandera japonesa en lo
alto del hotel Península, cerca del muelle de Kowloon.
Este hecho hizo que cundiera el pánico entre algunos
soldados canadienses, que pensaron que el enemigo los
había rebasado. El 11 de diciembre, al mediodía, el general
Maltby se dio cuenta de que su única alternativa era retirar
a todos sus hombres al otro lado del puerto, a la isla de
Hong Kong. Este hecho provocó una gran confusión
cuando las barcas para el traslado de las tropas se vieron
asaltadas por la multitud.
La noticia del hundimiento del Prince of Wales y del
Repulse fue la confirmación de que no cabía la esperanza
de que una fuerza naval de la Marina de Su Majestad llegara
en ayuda de la colonia. La propia isla se encontraba también
en un estado de gran agitación debido a los incesantes
bombardeos de la artillería y la aviación japonesas. Los
actos de sabotaje por parte de quintacolumnistas no hacían
más que aumentar la histeria generalizada. La policía
británica comenzó a localizar y a congregar a los japoneses
residentes en la isla y a detener a los saboteadores, varios
de los cuales fueron ejecutados inmediatamente. La crisis
obligó a los ingleses a recurrir al representante de Chiang
Kai-shek en Hong Kong, un heroico hombre de mar que ya
había perdido una pierna, el almirante Chan Chak. La red de
vigilantes que estaba al servicio de este legado nacionalista
empezó a colaborar con los británicos para intentar
restaurar el orden y combatir a las Tríadas, que estaban
preparando una matanza de europeos.
El método más efectivo era el soborno. Los líderes de
las Tríadas aceptaron celebrar una reunión en el hotel
Cecil. Sus exigencias fueron exorbitantes, pero al final se
llegó a un acuerdo. En poco tiempo, los vigilantes del
almirante Chan Chak, actuando bajo el inocuo nombre de
una institución, la Leal y Honesta Asociación Caritativa,
aumentaron de número hasta llegar a los quince mil, de los
cuales un millar estaban destinados a la Sección Especial.
Enseguida empezó una guerra encubierta contra los
partidarios de Wang Jingwei. La mayoría de los capturados
eran asesinados en callejones. Los británicos comenzaron a
apreciar al almirante chino, cuyas prácticas, aunque
dudosas, los habían salvado de una difícil situación, y al
final accedieron a recibir ayuda de los ejércitos
nacionalistas.
Con los rumores que hablaban de mayor estabilidad, y
con el orden prácticamente restablecido, entre la población
de la isla asediada mejoraron los ánimos. Pero Maltby, que
no sabía en qué lugar convenía concentrar a sus tropas para
repeler una invasión, no reforzó el destacamento que se
encontraba en el extremo noreste de la isla. En la oscuridad
de la noche, un grupo de cuatro japoneses cruzó a la otra
orilla nadando para efectuar un reconocimiento de esa
zona. Al día siguiente, 18 de diciembre, también bajo el
amparo de la noche, siete mil quinientos soldados
japoneses pasaron a la otra orilla, utilizando todas las
embarcaciones que pudieron encontrar, por pequeñas o
frágiles que fueran. La 38.ª División, una vez establecida,
no intentó avanzar por la costa hacia Victoria, como
esperaba Maltby. Antes bien, se abrió paso hacia el interior
montañoso, obligando a los dos batallones canadienses a
retroceder, para dividir en dos la isla. En poco tiempo,
tanto Stanley como Victoria se quedarían sin electricidad y
sin agua, y buena parte de la población china comenzaría a
pasar verdadero hambre.
El general Maltby había convencido al nuevo
gobernador, sir Mark Young, de que era inútil seguir
resistiendo. Young envió un mensaje a Londres el 21 de
diciembre, solicitando permiso para negociar con el
comandante japonés. A través del Almirantazgo, Churchill
respondió que «una rendición es impensable. Hay que
luchar por cada palmo de la isla y resistir al enemigo con
absoluta determinación. Cada día que consiga mantener su
oposición, usted estará ayudando a la causa aliada en todo
el mundo».14 Young, por lo visto, se sintió sumamente
consternado solo de pensar en convertirse en «el primer
hombre en perder una colonia británica después de lo de
Cornwallis en York-town»,15y siguió con la lucha.
Aunque hubo algunos gestos heroicos, lo cierto es que
la moral de los desventurados defensores estaba por los
suelos. Los soldados indios, especialmente los Rajputs que
tantas bajas habían sufrido, atravesaban un momento muy
crítico desde el punto de vista anímico. Su espíritu bélico
también se había visto afectado por la propaganda japonesa
que constantemente los instaba a desertar, aduciendo que la
derrota del Imperio Británico supondría la libertad para la
India. Casi todos los policías Sikh habían desertado. Su
resentimiento hacia los británicos fue alimentado con
recuerdos de la matanza de Amritsar de 1919.
Con los graves incendios, y ante la falta de agua
potable, que ya se había convertido en un problema
sanitario, la comunidad británica, principalmente las
mujeres, empezó a presionar a Maltby y al gobernador,
exigiendo que se pusiera fin a los combates. Young no daba
su brazo a torcer, pero la tarde del día de Navidad, después
de que los japoneses intensificaran los bombardeos,
Maltby insistió en que era imposible seguir resistiendo.
Esa noche, a bordo de una lancha motora, los dos fueron
conducidos por oficiales japoneses al otro lado del puerto
para presentar su rendición a la luz de unas velas al general
Sakai en el hotel Península. El almirante Chan Chak, junto
con varios oficiales británicos, escapó en una lancha
torpedera aquella misma noche, para unirse a las fuerzas
nacionalistas del continente.
Durante las veinticuatro horas siguientes, las Tríadas
se dedicaron a saquear la colonia, especialmente las casas
de los británicos de Victoria Peak. Aunque el general Sakai
dio la orden de tratar con consideración al enemigo, lo
cierto es que los intensos combates habían enardecido a
sus hombres. Hubo varios casos de asesinato de personal
médico y heridos, ajusticiados unas veces a golpe de
bayoneta, y otras ahorcados o decapitados. Sin embargo,
fueron relativamente pocos los casos de violación de
mujeres europeas, y cuando los hubo, los agresores fueron
severamente
castigados,
lo
que
contrastó
sorprendentemente con la aterradora actuación del ejército
imperial nipón durante la guerra en el continente. De
hecho, los europeos fueron tratados, por lo general, con
cierto respeto, como si con ello los japoneses quisieran
demostrar que eran igual de civilizados que los
occidentales. En cambio, en lo que cabría calificar de una
perversa contradicción de la propaganda nipona, que
afirmaba que Japón había emprendido una guerra para
liberar Asia de la dominación de los blancos, los oficiales
del ejército imperial no se preocuparon de impedir que sus
hombres violaran a las mujeres chinas de Hong Kong. Se
calcula que más de diez mil fueron víctimas de violaciones
en grupo, y que varios centenares de civiles fueron
asesinados durante la «fiesta» celebrada después de la
batalla.16
El ejército del general Yamashita, que había conseguido
establecerse en la península de Malaca, aunque inferior en
número, contaba con el apoyo de una división acorazada y
disfrutaba de superioridad aérea. Los soldados indios, la
mayoría de los cuales no había visto un tanque en su vida,
estaban aterrorizados. Además, la jungla y la oscuridad
fantasmagórica de las plantaciones de caucho los
atemorizaba. Pero la táctica más efectiva de los japoneses
consistía en avanzar hacia el sur por las carreteras del
litoral oriental y occidental, con sus tanques a la cabeza.
Cuando topaban con un control de carretera o una
barricada, su infantería esquivaba a los defensores, o los
rebasaba infiltrándose en la jungla o en los arrozales. A la
rapidez del avance japonés contribuyeron las tropas en
bicicleta, que a menudo alcanzaban a los defensores en
retirada.
En su avance hacia el sur por el este y por el oeste de
la península de Malaca, los soldados de Yamashita, con la
piel curtida en los campos de batalla, empujaron aquella
mezcla de unidades británicas, indias, australianas y
malayas hasta el extremo meridional de Johore. Hubo
varias acciones en las que algunas de estas unidades
combatieron con arrojo, infligiendo graves pérdidas al
enemigo. Pero lo cierto es que las retiradas fueron unas
empresas agotadoras y desmoralizantes, pues las fuerzas
aliadas no solo tuvieron que enfrentarse al poderío de los
tanques japoneses, sino también sufrir los constantes
ataques de los cazas Zero.
El general Percival seguía rechazando la idea de
establecer una línea defensiva en Johore porque
consideraba que
semejante
medida repercutiría
negativamente en la moral de sus hombres. Esta ausencia
de posiciones bien preparadas acabaría siendo desastrosa
para la defensa de Singapur. No obstante, la 8.ª División
australiana en concreto consiguió detener a la Guardia
Imperial japonesa y provocar el caos entre sus hombres
con emboscadas.
Para reforzar las defensas de Singapur también se
envió a la zona una flota de aviones Hurricane, los cuales,
sin embargo, se revelaron inferiores a los Zero. Tras dos
semanas de intensos combates en Johore, las fuerzas
aliadas no tuvieron más remedio que retirarse a la isla de
Singapur. La carretera que cruzaba el estrecho de Johore
fue volada más tarde, el 31 de enero de 1942, justo después
de la llegada, al son de las gaitas, de los soldados de
infantería del batallón escocés de Argyll y Sutherland. Se
cuenta que los japoneses decapitaron a unos doscientos
soldados australianos e indios que tuvieron que ser
abandonados porque no podían moverse debido a las graves
heridas sufridas.
En el hotel Raffles seguían celebrándose cenas con
baile casi todas las noches, pues se pensaba que continuar
con las actividades habituales del establecimiento podía
servir para mantener alta la moral. Pero a los oficiales que
acababan de combatir en la península de Malaca aquellas
fiestas les recordaban la orquesta del Titanic interpretando
piezas musicales poco antes del hundimiento del
transatlántico. Buena parte de la ciudad estaba en ruinas
debido a los constantes bombardeos de los japoneses.
Muchas familias europeas habían empezado a marcharse,
unas a Java en hidroavión, y otras a Ceilán, aprovechando el
viaje de regreso de los barcos de transporte de tropas que
acababan de traer refuerzos. Los varones adultos, padres y
esposos, se habían alistado en su mayoría en unidades de
voluntarios. En un alarde de valentía, algunas mujeres
decidieron quedarse para colaborar como enfermeras, a
pesar de ser conscientes del peligro que podían correr
cuando los japoneses entraran en la ciudad.
A la vulnerabilidad propia de una isla como Singapur,
situada a lo largo del estrecho de Jahore, se sumó, para
empeorar las cosas, la certeza de Percival de que el ataque
japonés iba a tener lugar en el noreste. Esta idea era fruto
de una extraña convicción: en su opinión, el objetivo a
defender era la base naval de la zona, que, por cierto, ya
había sido destruida. Ignoró las instrucciones dadas por el
general Wavell, en aquellos momentos comandante en jefe
de la región, de reforzar el sector noroeste de la isla que,
con sus manglares y sus ensenadas, era el más difícil de
defender.
La 8.ª División australiana, encargada de dicho sector,
se dio cuenta inmediatamente del peligro. No contaba con
zonas despejadas en las que poder abrir fuego con eficacia,
ni con la protección de minas y alambradas, elementos que
en su mayoría habían sido destinados al sector nororiental.
Sus batallones habían sido reforzados con tropas recién
llegadas, que, sin embargo, apenas sabían manejar el fusil.
El general Gordon Bennett, aunque era perfectamente
consciente de que Percival cometía un terrible error, no
dijo prácticamente nada y simplemente se retiró a su
cuartel general.
El 7 de febrero la artillería japonesa abrió por primera
vez fuego contra Singapur, que estaba cubierta por una
enorme y densa nube de humo negro procedente del
depósito de combustible de la base naval bombardeado la
noche anterior. Al día siguiente, a modo de diversión, se
intensificaron los ataques en el flanco nororiental. Este
hecho sirvió para convencer aún más a Percival de que ese
era el sector por el que el enemigo iba a lanzar su gran
ataque.
Yamashita observaba el desarrollo de los
acontecimientos desde una torre del palacio del sultán de
Johore que daba al angosto estrecho. Ya había decidido
utilizar hasta el último proyectil de la artillería antes de
que, con la ayuda de botes y barcazas, sus tropas cruzaran
aquella noche a la zona de manglares simada en el extremo
noroeste de la costa de Singapur. Las ametralladoras
Vickers produjeron numerosas bajas en las filas del
agresor, pero los tres mil soldados australianos que
defendían ese sector se vieron rápidamente superados por
los efectivos de los dieciséis batallones de Yamashita, que
aparecieron en tropel. Con su bombardeo masivo, los
japoneses habían cortado las líneas de los teléfonos de
campaña, por lo que la artillería de apoyo tardó un tiempo
en reaccionar, y el cuartel general de la 8.ª División
ignoraba lo que estaba ocurriendo. Ni siquiera llegaron a
verse las bengalas disparadas al cielo por la vanguardia
australiana con sus pistolas Very.
El 9 de febrero, al amanecer, habían desembarcado
unos veinte mil soldados japoneses. Percival, sin embargo,
siguió desplegando sus tropas prácticamente según lo
previsto, enviando solo otros dos batallones, bastante mal
equipados, para frenar el avance enemigo. También autorizó
la retirada a Sumatra del último escuadrón de cazas
Hurricane. En medio de tanta confusión, rápidamente se
verían frustradas sus esperanzas de crear una línea
defensiva a la desesperada en el noroeste de la ciudad de
Singapur. Los japoneses habían desembarcado tanques, que
no tardaron en aplastar las barricadas que encontraron a su
paso. Por orden del gobernador, el personal del
departamento del Tesoro empezó a quemar todo el papel
moneda del que se disponía. En el puerto se arrojaban
vehículos al agua para impedir que cayeran en manos
enemigas, aunque la mayoría formaban en las calles de la
ciudad amasijos de chatarra quemada. Singapur,
bombardeada y en llamas, apestaba por culpa de los
cadáveres en descomposición, y los hospitales estaban
llenos de heridos y de muertos. La evacuación de las
mujeres, incluidas las enfermeras, se había llevado a cabo
con gran celeridad aprovechando la partida de los últimos
barcos, varios de los cuales fueron bombardeados. Cuando
lograron alcanzar la costa, algunos de los supervivientes
fueron pasados a la bayoneta o acribillados a balazos por
las patrullas japonesas. En su huida, los otros barcos se
encontraron con una flotilla de buques de guerra nipones.
Percival, que había recibido de Churchill y Wavell la
orden de luchar hasta el final, recibía constantes presiones
de sus comandantes subordinados para que se rindiera con
el fin de evitar pérdidas mayores. Envió un mensaje a
Wavell, que se mostró firme en su decisión de seguir
combatiendo calle por calle. Pero la ciudad estaba
quedándose sin agua potable, debido a que la red de
suministros había quedado destruida por los bombardeos
japoneses. Las tropas niponas atacaron el hospital militar
de Alexandra y pasaron a la bayoneta a los enfermos y al
personal sanitario. Un hombre que yacía anestesiado sobre
la mesa de operaciones fue salvajemente acuchillado.
Al final, el domingo 15 de febrero, el general Percival
presentó la rendición al general Yamashita. El general
Bennett, tras ordenar a sus hombres que depusieran las
armas y se quedaran dónde estaban, se esfumó. Con un
grupo de soldados, alcanzó a nado un sampán, y luego, tras
sobornar al capitán de un junco chino, llegó a Sumatra. Una
vez en Australia, declaró que había huido de Singapur para
compartir con sus camaradas las experiencias vividas
durante los combates con los japoneses, pero no es de
extrañar que los soldados que había dejado atrás sintieran
un amargo resentimiento hacia su persona.
Las recriminaciones que se hicieron a Percival, al
gobernador Shenton Thomas, a Bennett, a Brooke-Popham,
a Wavell y a varios otros altos cargos a raíz de ese
humillante desastre fueron tremendas. «Ahora estamos
pagando un alto precio», escribió en su diario el general sir
Alan Brooke, que había sucedido a sir John Dill como jefe
del estado mayor imperial, «por no haber querido abonar la
prima de un seguro esencial para la seguridad de un
Imperio».17 No obstante, aunque la organización y la
dirección de la campaña de Malaca habían sido deplorables,
lo cierto es que Singapur no habría podido convertirse
nunca en una fortaleza inexpugnable con los japoneses
controlando los cielos y los mares de la zona. En cualquier
caso, había en la isla, además de los soldados, más de un
millón de civiles que en poco tiempo habrían muerto de
hambre.
El 19 de febrero, la aviación japonesa atacó el puerto
de Darwin, al norte de Australia, hundiendo ocho barcos y
matando a doscientos cuarenta civiles. El gobierno
australiano recibió la noticia con enfado, y también con
espanto. Su país, con las mejores divisiones de su ejército
aún en Oriente Medio, estaba expuesto al ataque del
enemigo. Los australianos no habían comenzado a darse
cuenta de lo vulnerables que eran hasta noviembre del año
anterior, cuando un crucero de su Armada, el Sydney, fue
hundido frente a las costas del país mientras trataba de
interceptar a un barco pirata alemán perfectamente armado,
el Kormoran, que navegaba con bandera holandesa. Durante
el largo y acalorado debate que se abrió para aclarar este
episodio, con dos investigaciones gubernamentales en
quince años, fueron muchos los que llegaron a la
conclusión de que el barco pirata alemán no estaba solo. En
su opinión, el Sydney fue alcanzado por los torpedos de un
submarino japonés que estuvo operando con el Kormoran
dieciocho días antes del ataque a Pearl Harbor.18
El enfado de los australianos por el fracaso de los
británicos en la defensa de Malaca estaba justificado, pero
lo cierto es que el país había invertido muy poco en
defensa. Y, curiosamente, fue sobre todo la ferocidad de
las críticas de Australia lo que impulsó a Churchill a enviar
más refuerzos a Singapur, la mayoría de los cuales cayeron
en manos de los japoneses.
Sumatra, que por aquel entonces formaba parte de las Indias
Orientales Neerlandesas, es una isla que se extiende a lo
largo del estrecho de Malaca, al otro lado de Singapur, y
los japoneses no tardaron en continuar su campaña de
conquistas en esta zona del sudeste asiático. El 14 de
febrero de 1942, un día antes de que Percival presentara la
rendición, fueron lanzados paracaidistas japoneses en
Palembang con el fin de asegurar los yacimientos
petrolíferos de los alrededores y las refinerías propiedad
de Dutch Shell. Una flota nipona de barcos de transporte de
tropas, escoltada por un portaaviones, seis cruceros y once
destructores, se plantó frente a las costas de la isla.
Otra isla, Java, se convirtió en el siguiente objetivo.
La batalla del mar de Java decidiría el futuro de la zona. El
27 de febrero, una fuerza aliada formada por seis
destructores
y
diversos
cruceros
holandeses,
norteamericanos, australianos y británicos atacó dos
convoyes japoneses, escoltados por tres cruceros pesados
y catorce destructores. Durante las treinta y seis horas
siguientes, los barcos aliados fueron bombardeados y
torpedeados severamente. Fue un enfrentamiento valiente,
pero condenado al fracaso desde el primer momento. El 9
de marzo Batavia (la actual Yakarta) y el resto de las Indias
Orientales Neerlandesas ya se habían rendido al enemigo.
Para los altos mandos militares japoneses en China,
Birmania era el objetivo más importante. Ocupar este país
era la mejor manera de cortar los suministros a los
ejércitos nacionalistas de Chiang Kai-shek y de defender
con eficacia todo el flanco occidental del sudeste asiático.
El cuartel general imperial había planeado en un principio
invadir solo el sur de Birmania, pero este proyecto
enseguida cambió con el ímpetu del avance de sus tropas.
La batalla por Birmania había comenzado el 23 de
diciembre de 1941, cuando los bombarderos japoneses
atacaron Rangún. Las diversas incursiones aéreas
posteriores provocaron que sus habitantes abandonaran en
estampida la ciudad en busca de refugio. Los aliados solo
disponían de dos escuadrillas de cazas, una de aviones
Brewster Buffalo de la RAF y otra de aviones P-40 Curtiss
Warhawk pilotados por los voluntarios de los Tigres
Voladores. Poco después llegaron otras tres escuadrillas,
esta vez de cazas Hurricane, procedentes de Malaca.
El 18 de enero de 1942, el XV Ejército del general
Iida Shojiro lanzó un ataque por la frontera tailandesa. El
general John Smyth, comandante de la 17.ª División India
condecorado con la Cruz Victoria, quería crear con sus
tropas una barrera a lo largo del río Sittang para cortar el
paso al enemigo. Pero Wavell ordenó avanzar hacia el
sudeste, hasta la frontera con Tailandia, para ralentizar todo
lo posible el avance japonés, pues necesitaba más tiempo
para reforzar las defensas de Rangún. La suya fue una
decisión desastrosa, pues dejó la defensa de todo el sur de
Birmania exclusivamente en manos de una división mal
pertrechada que ya no disponía de todos sus efectivos.
El 9 de febrero la política japonesa dio un giro radical.
«La fiebre de la victoria» llevó al cuartel general imperial a
creer que también podían ocupar buena parte de Birmania y
cortar así las principales rutas de abastecimiento de los
nacionalistas chinos. Poco tiempo después, Smyth se vio
obligado, como ya había pronosticado, a retroceder hasta el
río Sittang, lo que en aquellos momentos significó tener
que emprender la retirada de sus tropas durante la noche
del 21 de febrero por un estrecho puente ferroviario. Un
camión quedó atascado, y el avance de toda la columna se
vio interrumpido durante tres largas horas. Cuando
amaneció, buena parte de la división seguía en la margen
derecha del río —cuyas aguas bajaban a gran velocidad—,
totalmente expuesta al ataque del enemigo. Una fuerza
japonesa amenazaba con capturar el puente y perseguir a
los aliados. El segundo al mando de Smyth se sintió en la
obligación de volarlo. Ni siquiera la mitad de la división
había podido cruzar el río. Lo que vendría después sería la
retirada a Rangún en medio del caos.
La capital birmana había estado defendida por los
Tigres Voladores y la RAF, que habían conseguido que los
japoneses optaran por emprender bombardeos nocturnos.
En consecuencia, habían llegado al puerto de Rangún tropas
de refuerzo, incluida la 7.ª División Acorazada con sus
carros ligeros Stuart. Pero la capital estaba prácticamente
perdida, por lo que se decidió proceder al traslado de
depósitos y almacenes al norte antes de abandonar
definitivamente la ciudad. En el zoológico, el personal de
mantenimiento liberó a todos los animales, incluidos los
más peligrosos, lo que sembró el pánico en las calles. La
capital quedó medio desierta. En aquel ambiente, el
gobernador sir Reginald Dorman-Smith y su ayudante
jugaron una última partida de billar tras beberse las últimas
botellas de vino de la bodega. Luego, para impedir que los
japoneses se apropiaran de los retratos de los gobernadores
anteriores, lanzaron las bolas del billar contra estos
cuadros.
El general sir Harold Alexander, nombrado
comandante en jefe de Birmania, voló a Rangún antes de la
llegada de los japoneses. El 7 de marzo, ordenó que se
destruyeran los depósitos de combustible de la compañía
Burma Oil, situados en las afueras de la ciudad, y que el
resto de las fuerzas británicas se retirara al norte.
Afortunadamente para ellas, los japoneses no lograron
efectuar una gran emboscada al día siguiente, y estas tropas
consiguieron escapar. Su plan consistía en crear una nueva
línea defensiva en el norte junto con la 1.ª División
Birmana de Keren, formada por miembros de las tribus
locales que odiaban a muerte a los japoneses, y cincuenta
mil soldados nacionalistas de Chiang Kai-shek a las
órdenes del comandante americano en China, el general de
división Joseph Stilwell. «Vinegar Joe», como se apodaba
este alto oficial estadounidense, era un anglófobo
acérrimo. Afirmaba, de manera poco convincente, que
Alexander se había quedado «pasmado de verme a MÍ —a
mí, un maldito americano— al mando de tropas chinas.
"¡Extraordinario!", exclamó [el inglés], mirándome de
arriba abajo como si acabara de aparecer de debajo de las
piedras».19
Los japoneses, tras ocupar Rangún y su puerto,
pudieron reforzar su ejército rápidamente. La aviación
nipona, que ya operaba desde aeródromos del interior de
Birmania, consiguió destruir casi todos los cazas de la RAF
y de los Tigres Voladores que quedaban en una base aérea
simada más al norte.
A finales de marzo, las fuerzas chinas sufrieron un
duro revés, y el que en aquellos momentos consumía el
Cuerpo Birmano, a las órdenes del teniente general
William Slim, se vio obligado a emprender rápidamente la
retirada para no quedar rodeado. Chiang Kai-shek acusó a
los británicos de no haber sabido mantener sus posiciones
defensivas. Era evidente que no lo habían conseguido, pues
las comunicaciones entre los dos ejércitos eran poco
efectivas, por no decir caóticas, en parte porque los chinos
carecían de mapas de la zona, y no podían leer los
topónimos que aparecían en los que les habían
proporcionado los británicos. El desastre se consumó
cuando Stilwell insistió en lanzar una contraofensiva,
acción que los ejércitos chinos eran incapaces de
emprender.
Stilwell rechazó el plan de Chiang Kai-shek de
defender Mandalay, calificándolo de demasiado pasivo. Sin
informar a los británicos, envió dos divisiones chinas a
atacar el sur, y se negó a autorizar que la 200.ª División se
retirara de Tounggu. Los japoneses aprovecharon
inmediatamente la dispersión de estas formaciones y
consiguieron rebasarlas y llegar a Lashio, al nordeste de
Mandalay, superando así las posiciones de los británicos.
Stilwell, que no quería reconocer su responsabilidad en el
desastre, señaló a las fuerzas chinas, a las que acusó de
haberse negado con un empecinamiento estúpido a atacar,
perdiéndose así la oportunidad de obtener una importante
victoria. Los británicos se mostraron bastante más
agradecidos con el empeño demostrado por los chinos, y
tan furiosos con Stilwell como Chiang Kai-shek.
El 5 de abril, un poderoso contingente japonés llegó al
golfo de Bengala para atacar la base naval británica de
Colombo. El almirante sir James Somerville consiguió
sacar de allí casi todos sus barcos a tiempo, pero los daños
infligidos por el enemigo fueron muy cuantiosos. A
comienzos de mayo, los japoneses habían capturado
Mandalay e incluso habían entrado en China por la carretera
de Birmania, obligando a parte de las fuerzas nacionalistas
de la zona a retirarse a la provincia de Yunnan. En Birmania,
sin embargo, fueron los miembros de la gran comunidad de
origen indio que residía en Birmania —compuesta, entre
otros, por pequeños comerciantes y sus familias, poco
habituados a las dificultades y a la adversidad— los que
más padecieron en aquella retirada hacia el norte. Sufrieron
agresiones y robos por parte de los birmanos, que sentían
por ellos un odio visceral. El resto de las tropas aliadas
tuvo que retirarse hacia la frontera india, tras sufrir unas
treinta mil bajas. La ocupación japonesa del sudeste
asiático parecía haber llegado a su término.
17
CHINA Y LAS FILIPINAS
(noviembre de 1941-abril de
1942)
El año 1941 había comenzado con mejores perspectivas
para los nacionalistas chinos. El XI Ejército japonés estaba
tan disperso que no podía concentrarse para lanzar una
ofensiva eficaz. Al sur del río Yangtsé, y a orillas del Jin,
los nacionalistas consiguieron incluso dar un duro golpe a
la 33.ª y a la 34.ª División, causando unas quince mil bajas
en las filas japonesas. Y Chiang Kai-shek, en un
movimiento perfectamente calculado, había obligado al
Nuevo Cuarto Ejército de las guerrillas comunistas a
abandonar su sector en el sur del Yangtsé para trasladarse al
norte del río Amarillo. Por lo visto, aunque se llegó a un
acuerdo para llevar a cabo este repliegue de fuerzas, Mao
se encargó de romper este pacto. Se produjo un
encarnizado enfrentamiento cuando las tropas comunistas,
mal dirigidas deliberadamente por Mao, tropezaron con
fuerzas nacionalistas. Como es de suponer, el relato de los
acontecimientos es muy distinto, dependiendo de quién lo
cuenta. De lo que no cabe la menor duda es que este
episodio hizo que fuera más difícil evitar la guerra civil que
más tarde estalló. Los representantes soviéticos se
limitaron a expresar su preocupación por el hecho de que
nacionalistas y comunistas se dedicaran a combatir unos
contra otros cuando debían estar repeliendo la agresión
japonesa. Pero, en el mundo en general, los partidos
comunistas extranjeros utilizaron el incidente como
propaganda para poner de manifiesto que los nacionalistas
eran siempre los hostigadores.1
El generalísimo, por su parte, se sentía ultrajado por la
actitud de los soviéticos, que intentaban ejercer cada vez
más control en el extremo noroccidental de la provincia de
Sinkiang que limitaba con Mongolia, la URSS y la India. En
dicha zona, en colaboración con el señor de la guerra local,
Sheng Shih-tsai, la Unión Soviética había construido bases
y fábricas, instalado una guarnición militar y comenzado la
búsqueda de minas de estaño y yacimientos de petróleo. En
un campo secreto también se adiestraban cuadros para el
Partido Comunista Chino, cada vez más influyente en la
provincia. El propio Sheng Shih-tsai había solicitado su
ingreso en este partido político. Su petición recibió el veto
de Stalin, pero luego este caudillo fue aceptado en el
Partido Comunista de la URSS. Como Sinkiang era un
enclave esencial para los suministros y el comercio con la
Unión Soviética, los nacionalistas se encontraban con las
manos atadas. Chiang Kai-shek solo podía aguardar
pacientemente a que llegaran tiempos mejores para
recuperar el control de lo que se había convertido en un
feudo de los rusos.
A pesar de todas estas tensiones, el envío de
suministros soviéticos había vuelto a comenzar, al menos
por el momento, sobre todo porque Stalin temía que los
japoneses se convirtieran de nuevo en una clara amenaza
para sus intereses en Extremo Oriente. En una batalla por la
provincia meridional de Hunan, los nacionalistas utilizaron,
una vez más, su táctica de emprender la retirada para lanzar
a continuación un contraataque. Solo en el sur de Shensi
consiguieron los japoneses realizar un avance significativo
y ocupar una valiosa región agrícola de la que los
nacionalistas dependían para abastecerse de alimentos y
para proporcionar nuevos reclutas a su ejército. Este
episodio coincidió con su aplastante victoria en la batalla
de Zhongyuan, que Chiang Kai-shek calificaría de «el
hecho más vergonzoso en la historia de la guerra contra
Japón».2
Ernest Hemingway y su nueva esposa, Martha
Gellhorn, estaban viajando por China en esos días, y la
miseria y la sordidez que los rodeaba hicieron mella
incluso en la intrépida Gellhorn. «China me ha curado: no
quiero emprender más viajes», escribió a su madre. «Es
angustioso observar la realidad de la vida en Oriente, y un
horror compartirla». La suciedad, los olores, las ratas y las
chinches tuvieron su efecto. En Chungking, capital
nacionalista, que Hemingway nos describe como «gris,
amorfa, enfangada, un montón de tediosos edificios de
cemento y de míseras barracas», la pareja almorzó con
Chiang Kai-shek y su mujer, y más tarde les dijeron que era
un gran honor que el generalísimo los hubiera recibido sin
llevar puesta la dentadura postiza.
Al líder nacionalista no le habría complacido saber
que Gellhorn había quedado gratamente sorprendida por el
representante comunista en Chungking, Chou En-lai.
Hemingway, por su parte, puso de manifiesto que había
dejado de ver a los comunistas con aquella complacencia
de su época en España. Era perfectamente consciente de la
eficacia de su propaganda y de cómo partidarios de su
ideología, como Edgar Snow, habían conseguido convencer
a los lectores estadounidenses de que las fuerzas de Mao
combatían con ahínco mientras los corruptos nacionalistas
no hacían prácticamente nada, cuando, en realidad, era todo
lo contrario.3
Era cierto que había corrupción en la China
nacionalista, pero esta no se daba en todos los ejércitos ni
entre todos los oficiales. Algunos oficiales de estado
mayor del XV Ejército, acostumbrados a las viejas usanzas,
solían utilizar los camiones militares para traer opio de
Szechuan y venderlo en el valle del Yangtsé, pero no todos
los oficiales nacionalistas seguían estas prácticas propias
de la tradición de los señores de la guerra. Aunque algunos
se dedicaban descaradamente a robar y vender las raciones
de comida de sus propios soldados, otros, de mentalidad
más moderna y liberal, se rascaban los bolsillos y
compraban con su dinero suministros médicos para sus
hombres. Y los comunistas no fueron mejores. Su
producción y venta de opio fue concebida para crear una
reserva de fondos que más tarde les permitiera combatir a
los nacionalistas. En 1943, el embajador soviético calculó
que los comunistas habían vendido cuarenta y cuatro mil
setecientos sesenta kilos de opio, por un valor de sesenta
millones de dólares de la época.4
La invasión de la Unión Soviética en junio de 1941
por parte de la Alemania nazi tenía dos vertientes desde el
punto de vista nacionalista. En el aspecto positivo,
significaba que Stalin ya no podía permitirse el lujo de
mostrarse tan firme en su idea de controlar la provincia de
Sinkiang. Y, sobre todo, venía a delimitar claramente quién
era quién en la Segunda Guerra Mundial, colocando a Gran
Bretaña, a los Estados Unidos y a la Unión Soviética en un
mismo bando frente a Alemania y a Japón. En el aspecto
negativo, significaba que Stalin intentaría evitar por todos
los medios un enfrentamiento abierto con Japón. El
dictador soviético, temiendo una concentración de fuerzas
niponas en el norte, pidió a los comunistas chinos que
lanzaran un gran ataque con sus guerrillas, pero, aunque en
un principio pareció aceptar la propuesta, al final Mao no
hizo nada. La única ofensiva comunista, la Operación de los
Cien Regimientos, se había producido el verano anterior.
La campaña había enfurecido a Mao, pues había repercutido
en beneficio de los nacionalistas en un momento malo para
ellos, y, aunque se consiguió infligir graves daños en las
líneas ferroviarias y en las minas, el número de bajas en las
filas comunistas había sido elevadísimo.
A pesar de que las fuerzas comunistas volvieron a
adoptar una postura prácticamente neutral a lo largo de
1941, el comandante japonés, el general Okamura Yasuji,
en un ejemplo de contrainsurgencia, lanzó sus salvajes
ofensivas de los «tres todos»5 —«matarlos a todos,
quemarlo todo y destruirlo todo»— contra las regiones
controladas por los comunistas. Cuando no eran
asesinados, los varones jóvenes eran capturados para
trabajar como mano de obra esclava. El hambre también se
utilizó como arma. Los japoneses quemaban todas las
cosechas que no podían aprovechar. Se calcula que la
población de las regiones controladas por los comunistas
pasó de cuarenta y cuatro millones a apenas veinticinco en
este período.6
Para sorpresa y consternación de Moscú, Mao ordenó
la retirada de muchas de sus fuerzas, y dividió aquellas que
seguían tras las líneas japonesas. En opinión de los
soviéticos, fue un acto de traición contra el
«internacionalismo proletario»,7 que obligaba a los
comunistas de todo el mundo a realizar cualquier tipo de
sacrificio por la «Madre Patria de los oprimidos». Stalin
tuvo entonces la absoluta certeza de que Mao estaba más
interesado en arrebatar territorio a los nacionalistas que en
combatir a los japoneses. Además, Mao intentaba por todos
los medios reducir la influencia soviética en el seno del
Partido Comunista Chino.
Aunque Stalin había firmado en el mes de abril un
pacto de no agresión con Japón, interrumpiendo a
continuación el envío de material bélico a los
nacionalistas, seguía proporcionándoles asesoramiento
militar. En aquellos momentos el principal asesor era el
general Vasily Chuikov, que más tarde comandaría el LXII
Ejército en la defensa de Stalingrado. En total, unos mil
quinientos oficiales del Ejército Rojo habían prestado sus
servicios en China, donde pudieron adquirir más
experiencia y probar nuevas armas como habían hecho en
España durante la guerra civil.8
Los británicos también proporcionaron armas y
adiestramiento a los destacamentos de guerrilleros chinos.
Todo ello fue organizado por el departamento de la
Dirección de Operaciones Especiales en Hong Kong, pero
como sus oficiales comenzaron a armar a grupos
comunistas de la zona del río Dong (río Este), Chiang
exigió que se interrumpiera el proyecto. Los Estados
Unidos, por su parte, también habían empezado a
proporcionar ayuda. Dicha ayuda se materializó en la
creación del Grupo de Voluntarios Americanos, los
llamados Tigres Voladores, a las órdenes de un oficial
retirado de las fuerzas aéreas estadounidenses, Claire
Chennault, asesor de aviación de Chiang Kai-shek. Esta
formación disponía de un centenar de cazas Curtiss P-40,
cuya base se encontraba en Birmania con la finalidad de
proteger las carreteras que conducían al suroeste de China.
Sin embargo, a no ser que el piloto utilizara tácticas
especiales, poco podían hacer estos aparatos frente a los
poderosos Mitsubishi Zero japoneses.
En la propia China, y especialmente en la ciudad de
Chungking, los pilotos de las pequeñas fuerzas aéreas
nacionalistas hacían lo que podían para romper las
formaciones de bombarderos japoneses. En diciembre de
1938, el cuartel general imperial se había visto obligado a
reconocer que las tácticas de los nacionalistas chinos
habían destruido cualquier posibilidad de obtener una
rápida victoria. De modo que decidió recurrir a los
bombardeos estratégicos, con la esperanza de acabar con la
determinación china de oponer resistencia. Todos los
centros industriales fueron atacados, pero el objetivo
principal fue la capital de los nacionalistas, que fue víctima
de constantes incursiones aéreas en las que se lanzaron
explosivos detonantes y bombas incendiarias. Los
japoneses adoptaron la estrategia de emprender múltiples
ataques de breve duración para mantener la ciudad
constantemente en alerta y agotar sus defensas aéreas. Los
historiadores chinos hablan del «Gran Bombardeo de
Chungking», cuya fase más intensa se prolongó desde
enero de 1939 hasta diciembre de 1941, cuando la aviación
de la Armada nipona tuvo que trasladarse al teatro de
operaciones del Pacífico. Más de quince mil civiles chinos
perdieron la vida, y unos veinte mil sufrieron heridas de
gravedad.9
El 18 de septiembre de 1941, el XI Ejército japonés
lanzó con cuatro divisiones una nueva ofensiva contra otra
ciudad importantísima desde el punto de vista estratégico:
Changsha. Las fuerzas chinas tuvieron que replegarse en
medio de cruentos combates. Como siempre, los heridos
fueron los que salieron peor parados durante la retirada. Un
médico chino de Trinidad, en las Antillas, describió una
escena, por desgracia habitual: «Había en la carretera una
ambulancia de la Cruz Roja rodeada de cientos de heridos
que permanecían de pie o echados en el suelo. Estaba llena,
y los heridos más leves se habían subido al techo del
vehículo. Algunos se habían amontonado incluso en el
asiento del chófer. El conductor estaba de pie ante ellos,
con los brazos alzados, suplicando desesperadamente. No
era una escena insólita. Los heridos solían echarse en
medio de la carretera para impedir que los camiones
marcharan dejándolos atrás».10
Durante este nuevo intento de rodear Changsha, los
japoneses sufrieron por una vez más bajas que las que
infligieron.
La
combinación
de
operaciones
convencionales con tácticas casi guerrilleras por parte de
los nacionalistas estaba dando sus frutos. El plan había sido
trazado por el general Chuikov. Sin embargo, como en
ocasiones anteriores, los chinos contraatacaron justo
cuando el enemigo entraba en la ciudad. Fuentes niponas
afirmaron que sus fuerzas se habían replegado simplemente
porque seguían órdenes del cuartel general imperial, pero
los chinos proclamaron a los cuatro vientos que habían
obtenido una importante victoria.
Por otro lado, los chinos habían enviado un gran
contingente contra Ichang, puerto fluvial estratégico a
orillas del Yangtsé, para tratar de recuperarlo. El 10 de
octubre estuvieron a punto de acabar con la 13.ª División
nipona que defendía la ciudad. «La situación de la división
era tan desesperada que el estado mayor se preparó para
prender fuego a las banderas de la formación, destruir los
documentos secretos y suicidarse». Pero la unidad fue
salvada en el último minuto por la 39.ª División que acudió
en su rescate.11
Tanto los ejércitos nacionalistas y sus aliados, los
señores de la guerra locales, como los comunistas chinos
emprendieron deliberadamente una larga campaña de gran
envergadura desde el punto de vista geográfico, evitando el
lanzamiento de grandes ofensivas. A veces, los
nacionalistas y, especialmente, los comunistas pactaron
treguas con los japoneses en zonas determinadas. El
ejército imperial nipón, por su parte, utilizó China como
campo de entrenamiento para sus nuevas formaciones. Y
aunque la resistencia continuada de China a la ocupación
japonesa no alteró el resultado de la guerra en Extremo
Oriente, sí tuvo una serie de consecuencias indirectas
realmente importantes.
Incluso cuando los japoneses empezaron su guerra
generalizada en el Pacífico en diciembre de 1941, su
Ejército Expedicionario Chino seguía contando con unos
seiscientos ochenta mil efectivos. Esta cifra multiplicaba
por cuatro el número total de fuerzas terrestres niponas
utilizadas para atacar las posesiones británicas, holandesas
y estadounidenses. Además, como han señalado diversos
historiadores, el dinero y los recursos que desde 1937
venían destinándose a la guerra chino-japonesa habrían
podido ser utilizados con mayor provecho en la
preparación de la guerra del Pacífico, en concreto en la
construcción de más portaaviones. Sin embargo, la
consecuencia más importante de la resistencia china fue
que consiguió, en combinación con la victoria obtenida por
los soviéticos en Khalkhin Gol, que los japoneses se
negaran a atacar Siberia cuando el Ejército Rojo atravesaba
su momento más crítico en el otoño y comienzos del
invierno de 1941. Es muy probable que el desarrollo de la
Segunda Guerra Mundial hubiera sido distinto de haberse
lanzado ese ataque.
En febrero de 1942, el general Marshall nombró al
general de división Joseph Stilwell comandante de las
fuerzas estadounidenses en China y Birmania. Stilwell
había sido agregado militar en Nanjing con el gobierno
nacionalista cuando, en 1937, empezó la «Guerra de
Resistencia» contra Japón. Así pues, no es de extrañar que
en Washington se le considerara todo un experto en lo
tocante a China. Pero «Vinegar Joe» Stilwell pensaba de
los oficiales chinos que eran unos individuos perezosos,
hipócritas, complicados, inescrutables, sin disciplina
militar, corruptos e incluso estúpidos. Su visión se
correspondía en gran medida a la idea decimonónica de que
China era «el gran enfermo de Asia». 12 Al parecer, no sabía
comprender las dificultades reales a las que se enfrentaba
el régimen de Chiang Kai-shek, especialmente las
relacionadas con los problemas de abastecimiento de
alimentos, que habían forzado la retirada de un gran número
de tropas a regiones agrícolas más ricas simplemente para
evitar su deserción por hambre.
La comida, como Stilwell se negaba a reconocer,
estaba condenada a convertirse en la principal
preocupación de los nacionalistas, especialmente después
de que sus territorios se vieran invadidos por una marea de
refugiados —más de cincuenta millones— que huía de la
crueldad de los japoneses. Tras una serie de malas
cosechas, y de perder importantes regiones agrícolas en
beneficio del enemigo, los precios de los alimentos
experimentaron una escalada vertiginosa. Los campesinos y
los refugiados comenzaron a morir de hambre, e incluso
los oficiales de rango medio tuvieron dificultades para
alimentar a sus familias. Para el gobierno era
prácticamente imposible impedir que los especuladores y
algunos funcionarios y oficiales se dedicaran a almacenar
grano y arroz para venderlo más tarde y obtener jugosos
beneficios, aunque parte de los alimentos se pudriera en
los depósitos. La corrupción que Stilwell tanto condenaba
era muy difícil de combatir.
La solución que adoptaron los nacionalistas fue
obligar a los campesinos a pagar sus tributos en especie,
pero esta medida cargaba sobre sus espaldas el peso de
tener que alimentar unos ejércitos enormes, en un
momento en el que esos mismos campesinos también eran
reclutados masivamente para prestar servicio militar. En
poco tiempo el hambre reinó en muchas regiones. En
consecuencia, se hicieron más difíciles los reclutamientos,
obligando a los oficiales encargados de esta tarea a recurrir
a la fuerza, ignorando cualquier tipo de exención.13 Las
raciones de comida no paraban de reducirse, y al término
de la guerra, debido a la inflación, la paga mensual de un
soldado no daba ni para comprar dos coles. Una sociedad
agraria dispersa, saqueada y vapuleada, en la que habían
quedado interrumpidas las comunicaciones, estaba
condenada a que le resultara prácticamente imposible
poder afrontar una guerra moderna.14 A los comunistas les
fue mejor en sus regiones menos pobladas, sobre todo
porque impusieron duros controles en todos los ámbitos.
También demostraron mayor previsión con su manera de
utilizar la mano de obra, pues incluso obligaron a sus tropas
a colaborar en la cosecha de los campos. Los ejércitos
comunistas también crearon sus propios centros agrícolas
para el abastecimiento de los soldados. De este modo se
ganaban el apoyo de más campesinos que los nacionalistas.
Pero su gran ventaja fue que, en comparación, no se vieron
tan hostigados como los nacionalistas, contra los que los
japoneses concentraron sus fuerzas.
Marshall había elegido también a Stilwell porque era
un general totalmente comprometido con la doctrina
militar norteamericana, que hacía hincapié en la
importancia de la ofensiva. Pero los nacionalistas y los
ejércitos de sus aliados simplemente no estaban en
posición de emprender operaciones efectivas. Carecían de
medios de transporte para concentrar sus fuerzas, carecían
de apoyo aéreo y carecían de carros blindados. Por todas
estas razones, Chiang Kai-shek se había dado cuenta, antes
incluso de que estallara el conflicto armado, de que la
única posibilidad que tenían de sobrevivir era llevando a
cabo una lenta y larga guerra de desgaste. El generalísimo,
un hombre realista que conocía su país y las limitaciones
de sus ejércitos mucho mejor que Stilwell, tuvo que
soportar repetidas veces recriminaciones por su falta de
«espíritu ofensivo».15 Stilwell lo calificaba con desprecio y
desdén de «militar de tres al cuarto». Chiang, subestimando
el enfado de la opinión pública americana con Japón, se
equivocaba al temer que los Estados Unidos acabaran
haciendo las paces con Tokio y lo abandonaran a su suerte.
Y como necesitaba desesperadamente su ayuda, pensaba
que no había más remedio que aguantar a ese aliado tan
irrespetuoso.
Stilwell también compartía con Marshall y sus
acólitos la sospecha de que los británicos estaban
interesados exclusivamente en recuperar su imperio, y que
para conseguirlo estaban dispuestos a manipular el apoyo
de los Estados Unidos. Sin embargo, nadie compartía su
opinión de que China era el mejor lugar para derrotar a los
japoneses. Esta idea chocaba con la estrategia de
Washington de alentar a Chiang Kai-shek a entretener el
mayor número de fuerzas niponas posible mientras los
Estados Unidos recuperaban su hegemonía en el Pacífico.
Marshall se opuso firmemente a la solicitud de Stilwell de
enviar a China un contingente americano que actuara como
punta de lanza en el combate.
Ese mismo convencimiento de la importancia de la
guerra en China llevó a Stilwell, sin embargo, a concentrar
su atención en Birmania con el fin de asegurar las vías de
abastecimiento de los nacionalistas. Los británicos, por su
parte, veían en las fuerzas de Chiang Kai-shek un
instrumento para defender la India, que más tarde podía
serles útil como aliado para recuperar dos posesiones
imperiales perdidas: Birmania y Malaca. Hong Kong era un
asunto mucho más complejo, como bien sabían, pues
Chiang pretendía anexionarla a China.
A pesar de ser en parte responsable del desastre de
Birmania, Stilwell aparecía como un héroe en la prensa
americana, que desconocía por completo lo que estaba
ocurriendo en China. Hasta 1941, los nacionalistas habían
sabido conducir bien la guerra, consiguiendo equilibrar las
necesidades de la economía rural con el reclutamiento
anual de unos dos millones de hombres y su alimentación.
Pero con su ofensiva desde el sur de Shensi, en el curso de
la cual capturaron un enclave vital de comunicaciones,
Ichang, a orillas del Yangtsé, los japoneses dejaron al
grueso de las fuerzas nacionalistas aislado de su centro de
abastecimiento de alimentos en Szechuan.
Chiang Kai-shek quedó consternado cuando Stilwell,
después del repliegue de tropas en Birmania, se retiró a la
India en 1942 con dos de sus mejores divisiones.
Sospechaba, con razón, que el general americano estaba
tratando de crear un mando independiente, pero lo aceptó
con tal de que esas formaciones no cayeran bajo el control
de los británicos. Dichas divisiones, la 22.ª y la 38.ª, fueron
reequipadas con material del programa norteamericano de
Préstamo y Arriendo destinado a los nacionalistas chinos;
material que había ido acumulándose porque no podía
llegar a los ejércitos de Chiang debido a que la carretera de
Birmania había caído en manos del enemigo. El envío de
suministros solo podía realizarse, pero en pequeñas
cantidades, en aviones de transporte que tenían que
sobrevolar lo que los pilotos llamaban la «Joroba» del
Himalaya. De las ayudas destinadas a los nacionalistas, una
gran parte no salió de los almacenes de los Estados Unidos,
y otra fue entregada a los británicos. Inevitablemente, el
control de Stilwell sobre los suministros proporcionados
por el programa de Préstamo y Arriendo de los Estados
Unidos provocaba tensiones y recelos en sus relaciones
con el generalísimo, cuyo jefe de estado mayor se suponía
que era él mismo. Stilwell estaba firmemente convencido
de que, como responsable de la distribución de las ayudas,
debía utilizarlas como medio de presión para obligar a
Chiang a hacer lo que se le ordenara.
La guerra del Pacífico, con sus grandes operaciones
navales y con las intervenciones de la aviación en apoyo de
los desembarcos anfibios, fue muy distinta de la que se
desarrolló en China continental. En las Filipinas, el general
MacArthur no había movido el grueso de sus tropas cuando
los japoneses, el 10 de diciembre de 1941, desembarcaron
pequeños contingentes en el extremo septentrional de
Luzón, principal isla del archipiélago. Dio por supuesto
acertadamente que se trataba de una serie de ataques de
diversión con el fin de obligarle a dividir sus fuerzas. Dos
días después, tuvo lugar otro desembarco de los japoneses
en una península del sureste de Luzón. El gran ataque no se
produjo hasta el 22 de diciembre, cuando cuarenta y tres
mil efectivos del XIV Ejército nipón desembarcaron en
unas playas situadas a unos doscientos kilómetros al norte
de Manila.
Los dos desembarcos principales pusieron de
manifiesto que la intención del ejército imperial japonés
era atacar la capital filipina con un movimiento de pinza. En
teoría MacArthur estaba al frente de una fuerza de ciento
treinta mil hombres, pero en su inmensa mayoría
pertenecían a unidades de reserva locales. En realidad, solo
disponía de unos treinta y un mil soldados americanos y
filipinos en los que sabía que podía confiar. Las puntas de
lanza blindadas de las resistentes fuerzas japonesas,
curtidas en el campo de batalla, no tardaron en obligar a los
hombres de MacArthur a retirarse hacia la bahía de Manila.
El general americano puso en marcha el plan de
contingencia previsto, el «Naranja».16 Este consistía en
retirar a sus tropas al interior de la península de Bataán, en
el lado oeste de la bahía de Manila, y resistir allí. Desde la
isla de Corregidor, situada frente a la costa de la gran
ensenada, se podía controlar el paso de naves con las
baterías costeras y defender el extremo suroriental de la
península de cincuenta kilómetros de longitud.
Como no disponía de suficientes medios de transporte
militares para trasladar a sus tropas del sur, MacArthur
requisó los pintorescos autobuses multicolores de la
ciudad de Manila. A última hora de la tarde del 24 de
diciembre, acompañado por el presidente Manuel Quezón y
su gobierno, el general americano abandonó la capital a
bordo de un barco de vapor para instalar su cuartel general
en «la Roca», esto es, la isla-fortaleza de Corregidor. Se
prendió fuego a las grandes cisternas de combustible y a
los almacenes de los alrededores de Manila y de los
astilleros navales, lo que hizo que gigantescas columnas de
humo negro se elevaran hacia el cielo.
La retirada a Bataán de los quince mil efectivos
americanos y los sesenta y cinco mil filipinos, así como la
creación de la primera línea defensiva a lo largo del río
Pampanga, no fue tarea fácil. Muchos reservistas filipinos
se habían esfumado y habían vuelto a sus casas, pero otros
se dirigieron a las montañas para seguir una guerra de
guerrillas contra el invasor. Al otro lado de la bahía, frente
a la costa de Bataán, los japoneses entraban en Manila el 2
de enero de 1942. El problema principal de MacArthur era
tener que alimentar a los ochenta mil soldados y a los
veintiséis mil refugiados presentes en la península en un
momento en el que la Marina nipona bloqueaba totalmente
la zona y controlaba el cielo.
Los ataques japoneses comenzaron el 9 de enero. Las
fuerzas de MacArthur que defendían el cuello de la
península de Bataán estaban divididas en el centro por el
monte Natib. La densa jungla y los barrancos del lado
occidental de la península y los pantanos del sector
oriental, bañado por las aguas de la bahía de Manila,
constituían, cada uno a su manera, un terreno infernal. La
malaria y el dengue hacían estragos entre los hombres de
MacArthur, que disponían de muy poca quinina y carecían
de otros medicamentos esenciales. Muchos estaban
sumamente debilitados por culpa de la disentería, «los
rápidos del Yangtsé» como decía la infantería de marina
americana. El principal error cometido por MacArthur fue
dispersar sus provisiones en lugar de concentrarlas en
Bataán y en Corregidor.
Después de dos semanas de combates encarnizados, el
22 de enero los japoneses lograron abrirse paso hasta
llegar al centro montañoso de la península, obligando a las
tropas de MacArthur a replegarse tras otra línea defensiva
situada mucho más al sur. Los soldados aliados, con los
uniformes hechos jirones, y con el cuerpo cubierto de
llagas por culpa de la jungla y los pantanos, estaban
exhaustos y muy debilitados. Pero en el extremo
suroccidental de la península se cernía una nueva amenaza:
cuatro desembarcos anfibios japoneses. Con muchísima
dificultad, las tropas de MacArthur consiguieron contener
el avance de estas fuerzas enemigas, aunque a costa de un
gran número de bajas en uno y otro bando.
La férrea resistencia de los soldados americanos y
filipinos había sido tan efectiva y había provocado tantas
pérdidas a los japoneses que a mediados de febrero el
teniente general Homma Masaharu decidió que sus tropas
se replegaran, cediendo un poco de terreno, para que
descansaran mientras llegaban los refuerzos. Aunque esta
acción subió la moral de los Aliados, que aprovecharon la
ocasión para mejorar sus defensas, lo cierto es que el
elevado índice de enfermedades y el hecho de saber que
nadie iba a acudir en su ayuda no tardaron en tener sus
efectos. Muchos de los «Batalladores Bastardos de
Bataán»,17 como se llamaban a sí mismos, se sintieron
amargados y decepcionados cuando MacArthur, desde la
seguridad de los túneles de cemento armado de la isla de
Corregidor, los exhortó a realizar un esfuerzo más.
Comenzaron a llamarlo Dugout Doug [«Douglas el
Atrincherado»]. MacArthur quería quedarse en las Filipinas,
pero recibió directamente de Roosevelt la orden de
dirigirse a Australia para preparar la contraofensiva. El 12
de marzo, acompañado de su familia y del personal de su
estado mayor, partió en una flotilla de cuatro lanchas de
torpederas PT.
Los que quedaron atrás, a las órdenes del general de
división Jonathan Wainwright, eran perfectamente
conscientes de que no tenían ninguna esperanza. Debido a
la inanición y a las enfermedades, ni siquiera una cuarta
parte de ellos estaba en condiciones de luchar. Las tropas
del general Homma, por otro lado, habían sido reforzadas
con veintiún mil efectivos, con bombarderos y con
artillería. El 3 de abril, los japoneses atacaron de nuevo con
una furia inusitada. La línea defensiva fue destruida, y el 9
de abril las tropas de Bataán, comandadas por el general de
división Edward King Jr., se rindieron al enemigo. Por su
parte, Wainwright seguía resistiendo en Corregidor, pero
«la Roca» fue pulverizada con continuos bombardeos y por
el fuego incesante de la artillería naval y terrestre. La
noche del 5 de mayo, tropas japonesas desembarcaron en la
isla, y al día siguiente, Wainwright, desolado, no tuvo más
remedio que presentar la rendición de sus trece mil
hombres. Pero lo que no sabían los defensores de Bataán y
de Corregidor es que su agonía aún no había terminado.
18
GUERRA EN TODO EL
MUNDO
(diciembre de 1941-enero de
1942)
Aunque la guerra contra Alemania y la guerra contra Japón
se desarrollaron como dos conflictos distintos, lo cierto es
que influyó la una en la otra mucho más de lo que pueda
parecer a primera vista. La victoria soviética en Khalkhin
Gol en agosto de 1939 no solo contribuyó a la decisión de
los japoneses de atacar por el sur, y de meter así a los
Estados Unidos en la guerra, sino que permitió también que
Stalin pudiera trasladar sus divisiones siberianas hacia el
oeste para frustrar el intento de Hitler de conquistar
Moscú.
El pacto nazi-soviético, que había supuesto un gran
golpe emocional para Japón, afectó también a sus
planteamientos estratégicos. Esta situación no se vio
favorecida desde luego por la sorprendente falta de
coordinación entre Alemania y el Imperio del Sol
Naciente, que concluyó su pacto de neutralidad con Stalin
apenas dos meses antes de que Hitler lanzara su invasión de
la Unión Soviética. En Tokio se impuso la facción del
«golpe en el sur», no solo sobre los que deseaban la guerra
contra la Unión Soviética, sino también frente a los
miembros del Ejército Imperial que pretendían poner
primero fin a la guerra en China. En cualquier caso, el
pacto de neutralidad entre la URSS y Japón supuso que los
Estados Unidos se convirtieran en el principal proveedor
de los nacionalistas chinos. Chiang Kai-shek intentó
todavía persuadir al presidente Roosevelt de que presionara
a Stalin para que se uniera a la guerra contra Japón, pero se
negó a regatear con la Ley de Préstamo y Arriendo. Y
Stalin se mostró inflexible en la idea de que el Ejército
Rojo solo podía responsabilizarse de un frente a la vez.
El enorme aumento del apoyo de Roosevelt a Chiang
Kai-shek en 1941 enfureció a Tokio, pero fue la decisión
adoptada por Washington de imponer el embargo de
petróleo lo que los nipones consideraron una especie de
declaración de guerra. El hecho de que esta medida fuera
tomada en respuesta a la ocupación de Indochina por los
japoneses y como advertencia para que no invadieran otros
países no afectó a la versión que estos tenían de la lógica,
basada en el orgullo nacional.
Debido a su creencia en la supremacía de su imperio,
los militaristas japoneses, al igual que los nazis, se vieron
impelidos a confundir la causa y el efecto. Como acaso
fuera previsible, les irritó sobremanera la Carta del
Atlántico suscrita por Roosevelt y Churchill, que vieron
como un intento de imponer la versión angloamericana de
democracia a todo el mundo. Habrían podido
perfectamente sacar a colación la paradoja del Imperio
Británico, que promovía la autodeterminación, pero su idea
de liberación imperial por medio de la Esfera de
Coprosperidad de la Gran Asia Oriental era mucho más
opresiva. De hecho, su nuevo orden asiático era
curiosamente similar a la versión alemana, y el trato que
dispensaban a los chinos era análogo a la actitud adoptada
por los nazis ante los Untermenschen eslavos.
Japón no se habría atrevido nunca a atacar a los
Estados Unidos si Hitler no hubiera iniciado la guerra en
Europa y en el Atlántico. Una guerra en dos océanos
ofrecía una ocasión única de actuar contra el poderío naval
de los Estados Unidos y del Imperio Británico. Fue por eso
por lo que en noviembre de 1941 los japoneses intentaron
que la Alemania nazi les garantizara que declararía la guerra
a los Estados Unidos en cuanto ellos atacaran Pearl Harbor.
Ribbentrop, resentido sin duda todavía por el rechazo de
los japoneses a la petición que les hiciera en el mes de
julio de avanzar sobre Vladivostok y Siberia, se mostró al
principio evasivo. «Roosevelt es un fanático», dijo, «así
que es imposible prever lo que va a hacer».1 El general
Oshima Hiroshi, embajador de Japón, preguntó secamente
qué pensaba hacer Alemania.
«Si Japón se viera envuelto en una guerra contra los
Estados Unidos», se vio obligado a responder Ribbentrop,
«Alemania se uniría inmediatamente a la guerra, por
supuesto. No cabe la más mínima posibilidad de que
Alemania firme una paz por separado con los Estados
Unidos en tales circunstancias: el Führer está decidido
respecto a ese punto».
Los japoneses no habían hablado de sus planes a las
autoridades de Berlín, así que la noticia del ataque sobre
Pearl Harbor llegó, según Goebbels, «como un rayo caído
del cielo».2 Hitler recibió la información con enorme
alegría. Los japoneses iban a mantener ocupados a los
americanos, pensaba, y la guerra en el Pacífico reduciría
sin duda los suministros enviados a la Unión Soviética y
Gran Bretaña. Calculaba que los Estados Unidos estaban
obligados a entrar en guerra contra Alemania en un futuro
próximo, pero no estarían en condiciones de intervenir en
Europa hasta 1943 como muy pronto. No estaba al
corriente de la política de «Alemania primero» acordada
por los jefes de estado mayor americanos e ingleses.
El 11 de diciembre de 1941, el encargado de negocios
norteamericano en Berlín fue convocado a la
Wilhelmstrasse, donde Ribbentrop le leyó el texto de la
declaración de guerra de la Alemania nazi a los Estados
Unidos. A última hora de la tarde, entre aclamaciones de
«Sieg heil!» por parte de los miembros del partido, el
propio Hitler anunció en el Reichstag que Alemania e Italia
estaban en guerra con los norteamericanos, al lado de
Japón, en virtud del Pacto Tripartito. En realidad el Pacto
Tripartito era una alianza de defensa mutua. Alemania no
estaba obligada ni mucho menos a ayudar a los japoneses si
ellos eran los agresores.
En un momento en el que las tropas alemanas se
hallaban en plena retirada del frente de Moscú, la
declaración de guerra de Hitler contra los Estados Unidos
parece un tanto precipitada, por no decir más. Aquella
decisión apestaba a orgullo desmesurado, especialmente
cuando Ribbentrop (probablemente rememorando las
palabras de Hitler), afirmó en tono grandilocuente: «Una
gran potencia no deja que le declaren la guerra. La declara
ella».3 Pero Hitler ni siquiera había consultado al OKW ni
a los principales mandos militares del cuartel general del
Führer, como por ejemplo los generales Alfred Jodl y
Walter Warlimont. Estos se alarmaron ante la falta de
cálculo que comportaba aquella decisión, especialmente
porque Hitler había sostenido el verano anterior que no
quería entrar en guerra con los americanos hasta no haber
aplastado al Ejército Rojo.
De un plumazo, la estrategia de autojustificación de
Hitler, según la cual una victoria sobre la Unión Soviética
habría obligado a Gran Bretaña a salir definitivamente de la
guerra, daba un giro de ciento ochenta grados. En realidad
ahora Alemania iba a enfrentarse a una guerra en dos
frentes. Los generales estaban desconcertados ante aquella
evidente ignorancia del poderío industrial de Estados
Unidos. Y la población alemana en general empezó a temer
que el conflicto se dilatara años. (Resulta sorprendente
constatar cuántos alemanes llegaron a convencerse al
término de la guerra de que habían sido los Estados Unidos
los que habían declarado la guerra a Alemania, y no al
revés.)
Los soldados del Frente Oriental se enteraron de la
noticia, decididos a verla desde la mejor perspectiva
posible. «El mismo 11 de diciembre pudimos escuchar el
discurso del Führer, acontecimiento absolutamente
singular», escribía un soldado de la 2.ª División Panzer,
jactándose de que habían llegado a estar a doce kilómetros
del Kremlin. «Ahora ha estallado la verdadera guerra
mundial. Tenía que llegar».4
El elemento clave del pensamiento de Hitler radicaba
en la guerra por mar. La agresiva política de «abrir fuego a
las primeras de cambio» preconizada por Roosevelt, que
ordenaba a los buques de guerra estadounidenses atacar a
los submarinos alemanes donde los encontraran, y la
decisión de proveer de escoltas a los convoyes desde el
oeste de Islandia había hecho que la batalla del Atlántico se
decantara a favor de los Aliados. El Grossadmiral Raeder
había venido presionando a Hitler para que permitiera a sus
manadas de lobos submarinos responder al fuego. Hitler
había compartido la frustración del almirante, pero hasta
que los japoneses no obligaron a la Marina de los Estados
Unidos a permanecer en el Pacífico y accedieron
formalmente a no buscar una paz por separado con los
americanos, no se había atrevido a dar ningún paso. Ahora
el Atlántico occidental y toda la línea costera
norteamericana podían convertirse en zona militar sin
restricciones en la «guerra de torpedos». En opinión de
Hitler, aquella circunstancia podía proporcionar al fin y al
cabo otra forma de obligar a Gran Bretaña a doblegarse,
antes incluso que la conquista de la Unión Soviética.
El contraalmirante Karl Dönitz, comandante en jefe de
la flota de submarinos, había pedido a Hitler en septiembre
de 1941 que le avisara lo antes posible de la declaración de
guerra contra los Estados Unidos. Necesitaba tiempo para
preparar a sus manadas y conseguir que estuvieran en
condiciones de arremeter despiadadamente contra los
barcos americanos a lo largo de la costa oeste de su país
mientras todavía estaban desprevenidos. Pero a la hora de la
verdad la repentina decisión de Hitler se produjo en un
momento en el que no había submarinos alemanes
disponibles en la zona.5
La obsesión antisemita de Hitler lo había convencido
de que los Estados Unidos eran básicamente un país
nórdico dominado por partidarios de la guerra de origen
judío, y ese era un motivo más de que resultara inevitable el
enfrentamiento entre su Nuevo Orden en Europa y los
americanos. Pero no supo apreciar que el ataque contra
Pearl Harbor logró unir a los norteamericanos con unos
lazos mucho más fuertes que los que él hubiera podido
forjar. El lobby aislacionista que proclamaba el slogan
«América primero» fue silenciado por completo, y la
declaración de guerra de Hitler acabó definitivamente por
hacerle el juego a Roosevelt. Sin ella, el presidente no
habría podido contar con el Congreso para seguir adelante
con su «guerra no declarada» en el Adámico.
Aquella segunda semana de diciembre de 1941 fue sin
duda alguna el momento decisivo de la guerra. A pesar de
las horribles noticias procedentes de Hong Kong y de
Malaca, Churchill sabía por fin que Gran Bretaña no podría
ser derrotada nunca. Tras conocer la noticia de Pearl
Harbor, Churchill dijo que «se fue a la cama y durmió el
sueño de los salvados y los agradecidos».6 El retroceso de
los ejércitos alemanes ante Moscú demostraba además que
era muy improbable que Hitler obtuviera la victoria allí
sobre su adversario más terrible por tierra. Se produjo
además un alivio temporal en la batalla del Atlántico, e
incluso las noticias que llegaban del Norte de África eran
por una vez alentadoras, pues la ofensiva de la Operación
Crusader de Auchinleck supuso la expulsión de Rommel de
Cirenaica. Así, pues, Churchill volvió a embarcarse rumbo
al Nuevo Mundo con un entusiasmo enorme, esta vez en el
acorazado Duke of York , de la Marina de Su Majestad,
hermano gemelo del Prince of Wales . La serie de
reuniones que mantendría con Roosevelt y los jefes de
estado mayor norteamericanos recibió el nombre clave de
Conferencia Arcadia.
Mientras cruzaba el Atlántico, Churchill elaboró sus
conjeturas acerca de la forma de organizar la guerra en el
futuro a partir de un fermento básico de ideas. Dichas
ideas, debatidas con sus jefes de estado mayor, fueron
perfiladas hasta acabar formando el plan estratégico
británico. No debía hacerse ningún intento de desembarco
en el norte de Europa hasta que la industria alemana,
especialmente la producción de aviones, hubiera sido
reducida al máximo mediante duros bombardeos, campaña
a la que pretendían que se uniera la fuerza aérea
estadounidense. Las fuerzas angloamericanas debían
desembarcar en el Norte de África en 1942 para contribuir
a la derrota de Rommel y asegurarse el Mediterráneo.
Luego en 1943 podían efectuarse desembarcos en Sicilia e
Italia, o en otros lugares de la costa del norte de Europa.
Churchill reconocía asimismo que los americanos debían
contraatacar a los japoneses con portaaviones.7
Después de realizar una travesía bastante dura debido
al mal estado de la mar, el Duke of York llegó por fin a los
Estados Unidos el 22 de diciembre. Churchill fue recibido
por Roosevelt y alojado en la Casa Blanca, donde acabó
resultando un huésped agotador a lo largo de las siguientes
tres semanas. El, sin embargo, se encontraba en su
elemento y recibió una acogida apoteósica cuando
pronunció su discurso ante el Congreso. Aquellos dos
líderes no podían ser más distintos. Roosevelt era
indudablemente un gran hombre, pero, aunque desplegaba
un encanto irresistible y producía una impresión artificial
de intimidad, en el fondo era bastante vanidoso, frío y
calculador.
Churchill, por su parte, era apasionado, expansivo,
sentimental y voluble. Sus famosas depresiones, a las que
él llamaba el «perro negro», casi nos hablan de una
modalidad de trastorno bipolar. La mayor diferencia entre
uno y otro radicaba en sus respectivas actitudes ante el
imperio. Churchill estaba orgulloso de descender del gran
duque de Marlborough y seguía siendo un imperialista a la
vieja usanza. Roosevelt consideraba semejantes actitudes
no solo anticuadas, sino también profundamente
equivocadas. El presidente norteamericano estaba además
convencido de que despreciaba la Realpolitik, aunque en
todo momento estuviera dispuesto a obligar a los países
más pequeños a plegarse a su voluntad. Anthony Edén, que
en aquellos momentos era de nuevo secretario del Foreign
Office, no tardaría en observar con ironía a propósito de las
dificultades de la relación triangular con la Unión Soviética
que «la política norteamericana es de una moralidad
exagerada, al menos en lo que concierne a los intereses de
los demás».8
Los jefes de estado mayor norteamericanos
aseguraron a la delegación británica que su opción política
seguía siendo la de «Alemania primero». Semejante
decisión vino determinada también por el problema de la
escasez de barcos. Debido a las enormes distancias que
había que salvar, cada navío podía hacer solo tres viajes de
ida y vuelta al año hasta el teatro de operaciones del
Pacífico. Pero la falta de embarcaciones significaba
también que la acumulación de fuerzas norteamericanas en
Gran Bretaña con vistas a una invasión a través del Canal de
la Mancha iba a tardar más de lo imaginado. Este problema
no empezaría a resolverse hasta que se pusiera en marcha el
programa de construcción de barcos, los «buques Liberty»,
cuya finalidad era la producción masiva de naves de
transporte de tropas.
Con su entrada en la guerra, los Estados Unidos
estaban a punto de convertirse en algo más que «el gran
arsenal de la democracia». Ya había dado comienzo el
«Programa Victoria», sugerido en un principio por Jean
Monnet, uno de los pocos franceses a los que la
administración norteamericana respetaba sinceramente.
Desarrollando un plan destinado a incrementar las fuerzas
estadounidenses hasta más de ocho millones de hombres, y
haciendo unos cálculos muy generosos del armamento, los
aviones, los tanques, las municiones y los barcos que se
necesitaban para derrotar a Alemania y Japón, la industria
americana empezó a volcarse en una producción de guerra
total. El presupuesto ascendía a los ciento cincuenta mil
millones de libras esterlinas. La munificencia militar sería
asombrosa. Como comentaba un general, «el ejército
americano no resuelve sus problemas, los hace trizas».9
En octubre también había sido aprobado el plan de
Préstamo y Arriendo a la Unión Soviética. Además, se
proporcionaron cinco millones de dólares en suministros
médicos a través de la Cruz Roja americana. Roosevelt
insistió en la necesidad de enviar suministros a la Unión
Soviética. Churchill, por su parte, había alimentado las
sospechas de Stalin haciendo exageradas promesas de
ayuda que luego no cumplía. El 11 de marzo de 1942,
Roosevelt dijo a Henry Morgenthau, su secretario del
tesoro, que «todas las promesas que los ingleses han hecho
a los rusos las han incumplido... El único motivo de que
nosotros nos llevemos tan bien con los rusos es que hasta
la fecha hemos mantenido nuestras promesas».10 El
presidente escribió a Churchill en los siguientes términos:
«Sé que no le importará que le diga con una franqueza
brutal que creo que personalmente puedo manejar a Stalin
mejor que su Foreign Office o que mi Departamento de
Estado. Stalin odia las agallas que tienen todos sus hombres
más destacados. Piensa que yo le gusto más, y espero que
siga siendo así».11 La confianza más bien arrogante y
exagerada de Roosevelt en su influencia sobre Stalin se
convertiría en algo muy peligroso, especialmente al final
de la guerra.
Stalin pretendía que Gran Bretaña reconociera los
presuntos derechos de la Unión Soviética sobre el este de
Polonia y las Repúblicas Bálticas, ocupadas a raíz del Pacto
Molotov-Ribbentrop, y presionaba a Anthony Edén para que
diera su beneplácito. Al principio los británicos se habían
negado a discutir aquella flagrante contradicción en la
importancia que daba la Carta del Atlántico en la
autodeterminación. Pero Churchill, temeroso de que Stalin
intentara firmar una paz por separado con Hitler, planteó a
Roosevelt la posibilidad de que quizá debieran dar su
conformidad al plan. Roosevelt rechazó de plano la
propuesta. Fue entonces, paradójicamente, Roosevelt el
que provocó la mayor desconfianza de Stalin haciendo una
promesa irrealizable. En abril de 1942, sin haber estudiado
previamente el asunto, ofreció al líder soviético la
posibilidad de abrir un Segundo Frente a lo largo de ese
mismo año.
Al general Marshall le preocupaba mucho que
Churchill tuviera un acceso tan directo al presidente en la
Casa Blanca, sabedor de la tendencia de Roosevelt a
formular la política a seguir a espaldas de sus propios jefes
de estado mayor. Mayor espanto sintió incluso cuando más
tarde, en junio de 1942, durante otra visita de Churchill,
descubrió que el presidente había dado su conformidad al
plan propuesto por el primer ministro británico de realizar
desembarcos en el norte de África, la Operación Gymnast,
que muchos altos mandos del ejército norteamericano
veían como una simple estratagema de los británicos para
salvar su imperio.
Churchill regresó exultante de los Estados Unidos,
pero muy pronto, agotado y enfermo, se sentiría abrumado
ante una nueva serie de desastres. La noche del 11 de
febrero de 1942 y durante todo el día siguiente, los
cruceros de batalla alemanes Scharnhorst y Gneisenau,
junto con el crucero pesado Prinz Eugen, llevaron a cabo
la «irrupción en el Canal de la Mancha», desde Brest hasta
las aguas de su propio país, aprovechando la mala
visibilidad. Los numerosos ataques llevados a cabo durante
la travesía por los bombarderos de la RAF y los torpederos
de la Marina Real fracasaron. El país quedó desconcertado
y airado. El clima de derrotismo se impuso incluso en
muchos ambientes. Poco después, el 15 de febrero, se
rendía Singapur. La humillación de Gran Bretaña parecía
completa. Churchill, el venerado líder de guerra, se veía en
aquellos momentos atacado por todos los frentes, por la
prensa, en el Parlamento y por el gobierno de Australia.
Para empeorar las cosas, empezaron a organizarse grandes
concentraciones y manifestaciones exigiendo la creación
de «Un Segundo Frente Ya» con el fin de ayudar a la Unión
Soviética, la única operación ofensiva que Churchill no
podía ni quería emprender.
Pero en aquellos momentos la mayor amenaza no
tenía nada que ver con los fracasos militares británicos. La
Kriegsmarine acababa de cambiar el mecanismo de Enigma
añadiendo un rotor más. En Bletchley Park no eran capaces
de descifrar ni una sola transmisión. Las manadas de
Dönitz, desplegadas en su totalidad por el Atlántico Norte y
a lo largo de la costa de Norteamérica, empezaron a infligir
una cantidad de pérdidas que respondía plenamente a los
mejores sueños de Hitler. En 1942 fueron hundidos en
total mil setecientos sesenta y nueve barcos aliados y
noventa neutrales. Tras la euforia inicial de Churchill por la
entrada de los Estados Unidos en la guerra, Gran Bretaña se
enfrentaba al hambre y la ruina si se perdía la batalla del
Atlántico. No es de extrañar que, con todos los problemas
y las humillaciones que se le venían encima, envidiara el
éxito cosechado por Stalin repeliendo a los alemanes a las
puertas de Moscú.
El gran éxito obtenido por el Ejército Rojo en la batalla de
Moscú en el mes de diciembre no tardó en verse socavado
por el propio Stalin. La noche del 5 de enero de 1942 el
líder soviético convocó una reunión de la Stavka y del
Comité de Defensa del Estado en el Kremlin. El dictador
tenía una sed infinita de venganza y se había convencido a sí
mismo de que había llegado el momento de llevar a cabo
una ofensiva general. Los alemanes estaban sumidos en el
caos. No se habían preparado para el invierno y no estarían
en condiciones de repeler un gran ataque hasta que llegara
la primavera. Mientras iba y venía por su despacho, dando
lentas chupadas a su pipa, insistía en su plan de lanzar
maniobras de envolvimiento masivas: el Frente Central
debía llevarlas a cabo en Moscú, pero también había que
hacerlo al norte, en los alrededores de Leningrado, con el
fin de romper el asedio, y en el sur, contra el ejército de
Manstein, en Crimea y en la Cuenca del Donets, para poder
así reconquistar Kharkov.
Zhukov, a quien nadie había dicho nada de las órdenes
de Stalin a la Stavka, estaba horrorizado. En una entrevista
con el dictador sostuvo que la ofensiva debía concentrarse
en el «Eje occidental», en las cercanías de Moscú. El
Ejército Rojo carecía de reservas y suministros
suficientes, especialmente de munición para llevar a cabo
un avance general. Después de la batalla de Moscú, los
ejércitos participantes en la operación habían sufrido
graves pérdidas y estaban agotados. Stalin escuchó
atentamente, pero no hizo caso de las advertencias de
Zhukov. «¡Cumple lo que se te ha mandado!», dijo. La
reunión había concluido. Solo más tarde descubriría
Zhukov que había estado perdiendo el tiempo hablando. A
sus espaldas ya habían sido dadas órdenes detalladas a los
mandos del frente.12
El ejército alemán estaba efectivamente muy
maltrecho y sufría toda clase de penalidades. Sus soldados,
víctimas de la congelación, vestidos con ropas robadas aquí
y allá a los campesinos, con la barba descuidada, la nariz
pelada y las mejillas quemadas por el frío, resultaban
irreconocibles: nadie habría podido ver en ellos a los
mismos que habían avanzado hacia el este el verano
anterior cantando marchas militares. Las tropas alemanas
seguían la costumbre local de cortar las piernas de los
muertos para arrojarlas al fuego y poder así quitarles las
botas. Ni siquiera envolver el calzado con tela bastaba para
protegerse de la congelación durante las guardias. Los
miembros congelados, si no eran tratados inmediatamente,
se gangrenaban enseguida y tenían que ser cortados. Los
cirujanos militares de los hospitales de campaña,
abrumados por el elevado número de bajas, se limitaban a
arrojar al exterior las manos y las piernas amputadas, que
se amontonaban en la nieve.
Pero sus adversarios subestimaron siempre la
capacidad que tenía el ejército alemán de recuperarse de
los desastres. La disciplina, que había estado a punto de
venirse abajo, había sido restaurada rápidamente. Durante
su caótica retirada, los oficiales habían improvisado
Kampfgruppen de infantería, formados por unos cuantos
cañones de asalto, algunos zapadores y unos cuantos carros
blindados. Y la primera semana de enero, por insistencia de
Hitler, las aldeas se habían convertido en verdaderos
fortines. Cuando el suelo congelado estaba demasiado duro
para cavar trincheras, se utilizaban explosivos o bombas
para abrir cráteres, o se construían fosos de mortero y
posiciones de tiro detrás de simples montones de nieve y
hielo reforzados con troncos. Los soldados alemanes se
veían obligados a veces a retirar la nieve utilizando la culata
de sus fusiles a modo de palas. Todavía no habían recibido
ropas de invierno. Abrigaban la esperanza de despojar a los
enemigos muertos de sus chaquetas acolchadas antes de
que se congelaran y se convirtieran en una masa sólida,
pero la dureza de las heladas hacía que pocas veces se les
presentara la ocasión. La disentería, de la que sufrían casi
todos los soldados, suponía una doble desventura, pues
obligaba a los hombres a bajarse los pantalones con
aquellas temperaturas. Y comer nieve con el fin de
rehidratarse normalmente no hacía más que empeorar las
cosas.
El XVI Ejército de Rokossovsky y el XX Ejército del
general Andrei Vlasov atacaron al norte de Moscú y,
cuando se abrió un hueco, el II Cuerpo de Guardias de
Caballería, con el apoyo de varios batallones de tanques y
esquiadores, lograron colarse en él. Pero, como había
advertido Zhukov, los alemanes ya no estaban
desorganizados. Las fuerzas soviéticas no tardaron en
descubrir que, en vez de rodear a los alemanes, fueron ellos
mismos los que quedaron aislados. Algunas formaciones
alemanas fueron rebasadas, pero resistieron y lucharon,
recibiendo suministros por el aire. El Kessel más grande
estaba formado por seis divisiones alemanas rodeadas en
las inmediaciones de Demyansk, en la carretera de
Leningrado a Novgorod.
Más al noroeste, el Frente Volkhov del general Kirill
Meretskov intentó de nuevo romper el asedio de
Leningrado, utilizando el LIV Ejército y el II Ejército de
Choque. Stalin lo intimidó para que lanzara un ataque
prematuro, con formaciones poco entrenadas y unidades de
artillería cuyos cañones carecían de visor, hasta que el
general Voronov le llevó una remesa en avión. El II
Ejército de Choque avanzó cruzando el río Volkhov y
penetró rápidamente en la retaguardia de los alemanes,
amenazando con dejar incomunicado su XVIII Ejército.
Pero el avance soviético se vio ralentizado por los
contraataques alemanes y las duras condiciones del
invierno. «Con el fin de abrirse paso a través de la nieve,
que era altísima, tuvieron que formar columnas en filas de
quince. Los hombres de la primera fila avanzaban pisando la
nieve, que en algunos lugares les llegaba a la cintura. Al
cabo de diez minutos la primera fila se retiraba y ocupaba
una posición al final de la columna. Las dificultades de
movimiento aumentaban porque de vez en cuando se
encontraban con tramos de cieno medio congelado y con
arroyos cubiertos de una capa de hielo demasiado fina».
Con los pies empapados y helados, los rusos sufrieron
numerosas bajas por congelación. Los caballos, mal
alimentados, estaban exhaustos, de modo que los propios
hombres se veían obligados a cargar con la munición y los
pertrechos.13
Stalin envió al general Vlasov, que tan elogiado había
sido últimamente por el papel desempeñado en la defensa
de Moscú, para que asumiera el mando. Le prometieron
refuerzos y suministros, pero no llegaron hasta que era
demasiado tarde. Las municiones se las lanzaron en
paracaídas, pero la mayoría de ellas cayó detrás de las
líneas alemanas. El ejército de Vlasov no tardó en quedar
completamente aislado en los pantanos helados y los
bosques de abedules. Meretskov avisó a Stalin del desastre
que se les venía encima. Poco después de que llegaran la
primavera y el deshielo, el II Ejército de Choque
prácticamente había dejado de existir. Se perdieron unos
sesenta mil hombres. Solo se salvaron trece mil. Vlasov,
acorralado, fue capturado finalmente en el mes de julio.
Los alemanes no tardaron en convencerlo de que formara
un Ejército Ruso de Liberación, la ROA. La mayoría de los
hombres que se presentaron voluntarios para ingresar en él
lo hicieron simplemente para no morir de hambre en los
campos de prisioneros de guerra. La reacción de Stalin ante
la traición de Vlasov puso de manifiesto las engañosas
obsesiones de los tiempos del Gran Terror y de las purgas
del Ejército Rojo. «¿Cómo se nos escapó antes de la
guerra?», preguntó a Beria y a Molotov.14
Los emisarios de Stalin, entre los que se contaba el
siniestro e incompetente comisario del pueblo Lev
Mekhlis, se limitaban a hostigar a los mandos, echándoles
la culpa de cualquier deficiencia, aunque la falta de
pertrechos y de vehículos no fuera achacable a ellos. Nadie
se atrevía a hablar a Stalin del caos provocado por sus
planes ridículamente ambiciosos, que llegaban incluso a
pretender reconquistar Smolensk. Los refuerzos alemanes
traídos de Francia fueron puestos de inmediato a combatir,
todavía sin equipos de invierno, mientras que muchas
divisiones soviéticas habían quedado reducidas a poco más
de dos mil hombres cada una.
El intento de llevar a cabo una gran maniobra de
envolvimiento en torno a Vyazma fracasó. Zhukov incluso
lanzó a parte del IV Cuerpo Aerotransportado detrás de las
líneas alemanas, pero la Luftwaffe contraatacó sus
aeródromos en los alrededores de Kaluga, bien conocidos
por los alemanes, pues acababan de abandonarlos. Por todo
el Frente Oriental, desde Leningrado hasta el mar Negro,
las posiciones fortificadas alemanas lograron evitar que se
produjeran grandes avances. En Crimea, Manstein
consiguió frustrar una invasión anfibia de la península de
Kerch, mediante la cual los soviéticos pretendían obligarle
a romper el asedio de Sebastopol.
La mayor crisis se produjo en Rzhev, donde el IX
Ejército alemán corría el riesgo de verse rodeado. El
general Walther Model, que se había convertido en uno de
los favoritos del Führer por su energía despiadada, fue
enviado para asumir el mando. Model hizo gala no solo de
un gran coraje físico, sino también, en otras ocasiones, de
un gran coraje moral por la forma en que se enfrentó a
Hitler. Inmediatamente lanzó un contraataque que pilló
desprevenidas a las fuerzas soviéticas. Logró así
restablecer la línea del frente y atrapar al XXIX Ejército
ruso. Pero los soldados del Ejército Rojo que habían sido
rodeados, enterados de la suerte que los aguardaba si eran
hechos prisioneros por las tropas de Model, lucharon hasta
el final.
Otro favorito de Hitler, el Generalfeldmarschall von
Reichenau, que había sido nombrado comandante en jefe
del Grupo de Ejércitos Sur después de la destitución de
Rundstedt, había pasado a engrosar el número de bajas por
razones bien distintas. El 12 de enero había ido a dar su
paseo matutino por las inmediaciones de su cuartel general
en Poltava. A la hora del almuerzo se sintió mal y se
desplomó víctima de un ataque al corazón. Hitler ordenó
inmediatamente que fuera trasladado en avión para ser
tratado en Alemania, pero el mariscal murió cuando iba de
camino. Poco antes de su muerte, von Reichenau, cuyo VI
Ejército había ayudado al Sonderkommando de la SS en la
matanza de Babi Yar, había convencido al Führer de que
nombrara a su jefe de estado mayor, el Generalleutnant
Friedrich Paulus, para que se hiciera cargo del VI Ejército.
Los alemanes lograron asimismo reaprovisionar a las
tropas que estaban rodeadas en Demyansk, Kholm y Belyi.
La gran bolsa de Demyansk pudo salir adelante gracias a la
misión que llevaban a cabo diariamente más de cien aviones
de transporte Junker 52. Este éxito tendría consecuencias
muy serias al cabo de un año, cuando Göring asegurara a
Hitler que podía mantener al VI Ejército de Paulus atrapado
en los alrededores de Stalingrado. Pero aunque las tropas
alemanas rodeadas en Demyansk recibieran comida
suficiente para seguir combatiendo, la población civil rusa
que había quedado dentro del Kessel pereció de hambre sin
que nadie se ocupara de ella.
En torno a Kursk, las fuerzas de Timoshenko
consiguieron que los alemanes se replegaran en medio de
combates a la desesperada. Los campos de batalla quedaron
convertidos en una especie de tableau mort helado. Un
oficial del Ejército Rojo llamado Leonid Rabichev se
encontró con «una chica muy guapa, una telefonista que
había permanecido escondida en el bosque desde que
llegaron los alemanes. Quería unirse al ejército. Le dije
que se subiera al carro». Un poco más adelante,
«contemplé un espectáculo horrible. Había un espacio
enorme que se extendía hasta la línea del horizonte lleno de
tanques de los nuestros y de los alemanes. Entre medias
había millares de hombres, sentados, de pie o a gatas, rusos
y alemanes, completamente congelados, duros como una
piedra. Algunos estaban recostados en otros, otros estaban
abrazados. Unos se apoyaban en su fusil, otros sujetaban en
sus manos una metralleta. A muchos les habían cortado las
piernas. Las amputaciones habían sido obra de nuestros
soldados de infantería, incapaces de quitar las botas a los
cadáveres congelados de los alemanes, de modo que les
habían cortado las piernas para calentarlas luego en los
refugios. Grishechkin [su ordenanza] registró los bolsillos
de los soldados congelados y encontró dos encendedores y
varios paquetes de cigarrillos. La chica miraba todo aquello
con indiferencia. Lo había visto muchas otras veces, pero
yo estaba horrorizado. Había tanques que habían intentado
chocar con otros o embestirlos y habían quedado de pie
sobre la trasera después de la colisión. Era horrible pensar
en los heridos, tanto en los nuestros como en los alemanes,
que habían muerto por congelación. El frente había
avanzado y nadie se había acordado de enterrar a aquellos
hombres».15
Los sufrimientos de la población civil fueron aún
mayores. La gente quedó atrapada entre la crueldad de los
alemanes y la de su propio Ejército Rojo y los partisanos,
que habían recibido de Stalin la orden de destruir cualquier
edificio que los alemanes pudieran utilizar como refugio.
En todas las zonas recién liberadas, las tropas del NKVD
arrestaban a los campesinos que pudieran haber colaborado
con los alemanes. Durante el mes de enero fueron
detenidas casi mil cuatrocientas personas, aunque resultaba
muy difícil definir la línea divisoria entre supervivencia y
colaboración. En su avance, las tropas soviéticas iban
encontrándose horcas y los aldeanos les contaban otros
ejemplos de atrocidades cometidas por los alemanes, pero
en algunos casos, los soldados invasores habían sido
clementes. A los aldeanos les convenía en estos casos
guardar silencio, para no ser acusados de traición a la
Madre Patria.16
Las esperanzas a todas luces vanas de Stalin,
convencido de que la Wehrmacht estaba a punto de correr
la misma suerte que la Grande Armée de Napoleón, no
fueron abandonadas hasta abril, momento en el que las
bajas soviéticas ascendían ya a más de tres millones de
soldados, la mitad de ellos muertos o desaparecidos.17
Como la principal prioridad de los medios de transporte
era el movimiento de tropas y los suministros militares, la
población de Moscú estaba a punto de morir de hambre. Se
desarrolló un mercado negro de prendas de vestir y de
calzado que se cambiaban por patatas. La gente de más edad
recordaba los años del hambre de la guerra civil. Los niños
sufrían raquitismo. No había combustible ni leña para las
estufas, de modo que las tuberías del suministro de agua y
las cloacas se congelaban. Cien mil mujeres y niños fueron
enviados a los bosques de las inmediaciones a cortar leña.
La electricidad escaseaba, y se producían numerosos
cortes de suministro. Aquel año murió de tuberculosis el
doble de personas que el año anterior, y en general el
índice de mortalidad se triplicó. Se temía que estallara una
epidemia de tifus, pero los denodados esfuerzos de las
autoridades sanitarias de la ciudad lo impidieron.18
Las condiciones por las que atravesó Leningrado
durante su asedio fueron inmensamente peores. La
artillería alemana bombardeaba la ciudad regularmente
cuatro veces al día. Pero las defensas aguantaban,
principalmente gracias a los cañones de la marina, tanto
aquellos que habían sido desmontados de los barcos como
los que permanecían a bordo de la Flota del Báltico en la
base naval de Kronstadt o atracados en el Neva. La llave de
la supervivencia de la ciudad estaba ahora más que nunca en
aquella pequeña tabla de salvación.
Las autoridades soviéticas realizaron denodados
esfuerzos, aunque a menudo ineficaces, por mantener vivo
el frágil lazo que unía la ciudad con el este. Con los
alemanes instalados en la ribera sur del lago Ladoga, la
única ruta que quedaba era el «camino de hielo». El hielo
no fue lo bastante espeso para soportar el peso de los
medios de transporte a motor o de tracción animal hasta
pasada la tercera semana de noviembre, cuando solo
quedaban en la ciudad víveres para dos días. El gran peligro
era que se produjera un deshielo repentino.
Por el este, los alemanes tomaron Tikhvin el 8 de
noviembre de 1941. Esto obligó a los soviéticos a
construir un «camino de troncos» hecho de abedules
talados que iba hacia el norte cruzando los bosques. Varios
millares de personas condenadas a realizar trabajos
forzados —campesinos, prisioneros del Gulag y tropas de
la retaguardia— murieron mientras llevaban a cabo la tarea,
y sus cadáveres fueron arrojados al barro acumulado debajo
del sendero de troncos. Todo aquel sacrificio resultó
prácticamente inútil, pues las tropas de Meretskov, con
ayuda de algunos destacamentos de partisanos de la
retaguardia alemana, volvieron a tomar Tikhvin el 9 de
diciembre, tres días después de que fuera concluido el
camino de troncos. Pudo reabrirse de ese modo la estación
de origen y final de la línea férrea, reduciéndose así
enormemente la duración del viaje hasta el extremo
sudoriental del lago Ladoga.19
El tráfico de doble sentido a través del lago helado,
que llevaba maquinaria fabril de la ciudad en dirección este
y víveres en dirección oeste, supuso un logro
extraordinario. El camino sobre el lago helado era
defendido de los ataques de las tropas de esquiadores
alemanes con puestos de ametralladoras y baterías
antiaéreas en fortines construidos sobre el hielo. Contaban
con igloos para que se refugiaran los soldados del Ejército
Rojo. Los soviéticos habían construido también
aerotrineos provistos de motores de avión, con hélices en
la parte trasera, como una versión invernal de los
planeadores usados en los pantanos. Se instalaron centros
médicos y puntos de control con el correspondiente
personal para dirigir el tráfico a través del hielo. Pero la
atención prestada a la población civil de Leningrado que
había sido evacuada se caracterizó a menudo por una
incompetencia y una falta de imaginación brutal. Incluso el
NKVD se lamentó del «trato irresponsable y despiadado»
que se les dispensó y de las condiciones «inhumanas»
reinantes en los trenes. No se hizo nada para ayudar a los
que llegaban vivos al «continente». Su supervivencia
dependía de que tuvieran familiares o amigos que los
ayudaran proveyéndoles de comida y refugio.20
Incluso después de la reconquista de Tikhvin, los
habitantes de Leningrado estaban tan débiles a
consecuencia del hambre que muchos se caían en medio de
las calles heladas mientras buscaban inútilmente
combustible o comida. Las cartillas de racionamiento eran
robadas de inmediato. Cuando una persona salía de la
panadería, siempre había alguien dispuesto a quitarle el pan.
Nada destruye la moralidad más elemental con tanta rapidez
como el hambre. Cuando moría alguien, su familia ocultaba
el cadáver en la vivienda helada para poder seguir
reclamando su ración de comida.
Pero, pese a los temores de las autoridades, se
produjeron pocos intentos de asaltar y saquear las
panaderías. Solo los jerarcas del partido y los que estaban
más cerca de la cadena de abastecimientos, los
distribuidores y los dependientes de las tiendas, habrían
tenido fuerza suficiente. La gente del montón, los que no
trabajaban en las fábricas y por lo tanto no tenían acceso
privilegiado a comedores subvencionados, era muy
improbable que pudieran sobrevivir. Empezaban a tener
aspecto avejentado con tanta rapidez que ni siquiera los
parientes próximos eran capaces de reconocerlos. La gente
se comió primero los cuervos, las palomas y las gaviotas;
luego los gatos y los perros (incluso los famosos perros de
los experimentos de Pavlov fueron consumidos en el
Instituto de Fisiología), y por último las ratas.
Casi todos los que tenían que ir andando a trabajar o a
ponerse a la cola para conseguir la comida tenían que
pararse a descansar a los pocos metros, pues estaban
demasiado débiles debido a la falta de alimento. Los
trineos de los niños eran usados para transportar leña. No
tardarían en ser utilizados para transportar a la fosa común
los cadáveres, que la gente llamaba «momias», pues iban
envueltos en sudarios hechos de papel o de jirones de tela.
No podía desperdiciarse la madera de los ataúdes. Había
que guardarla para calentar a los que seguían vivos.
De los dos millones doscientos ochenta mil
habitantes que tenía la ciudad en diciembre de 1941,
quinientos catorce mil fueron evacuados al «continente» en
primavera, y seiscientos veinte mil murieron. Para la gente
de más edad, el asedio supuso la segunda gran hambruna
que soportaba, pues la primera dio comienzo en 1918 con
la guerra civil. Muchos observaron que una persona
presentía su muerte unas cuarenta y ocho horas antes de
que se produjera. Con las últimas fuerzas que les quedaban,
muchos avisaban a sus puestos de trabajo diciendo que no
iban a volver y pidiendo a sus jefes que cuidaran de su
familia.
Leningrado, que estaba muy orgullosa de su herencia
cultural, convirtió el Hotel Astoria en hospital de
escritores y artistas. Allí les suministraban vitaminas por
medio de una bebida hecha a base de hojas de pino
machacadas. También se hicieron intentos de atender a los
huérfanos. «Ya ni siquiera parecían niños», decía un
director de escuela. «Guardaban un extraño silencio, con
una especie de mirada reconcentrada en los ojos». Pero en
algunas instituciones el personal de las cocinas
escamoteaba la comida de las despensas para alimentar a su
propia familia, y dejaba que los niños se murieran de
hambre.21
Las autoridades de la ciudad no habían almacenado
leña antes de que diera comienzo el asedio, de modo que la
mayoría de la gente tenía que intentar mantenerse caliente
quemando libros, o los muebles o las puertas de la vivienda
en las viejas estufas ventrudas. Las antiguas construcciones
de madera fueron desmanteladas para suministrar
combustible a los edificios públicos. En enero de 1942, la
temperatura de Leningrado cayó a veces por debajo de los
cuarenta grados bajo cero. Mucha gente se acostaba con el
único fin de mantener el calor corporal, pero este se
esfumaba rápidamente. La muerte por inanición llegaba en
silencio y de forma anónima. Se pasaba de vivir a medias a
no vivir. «No sabe usted lo que era aquello», le contó una
mujer poco después a un periodista británico. «Por la calle
caminaba una pisando cadáveres, y lo mismo al subir las
escaleras. Sencillamente dejaba una de darse cuenta».22
La mayor parte de la gente moría de una mezcla de
inanición y frío. La hipotermia y la tensión, mezcladas con
el hambre, alteraban tanto el metabolismo que la gente no
podía absorber ni siquiera las pocas calorías que consumía.
En teoría, los soldados tenían garantizada una ración de
comida mucho más abundante que la de la población civil,
pero en muchos casos esas raciones no llegaban nunca. Los
oficiales las robaban y se las quedaban para ellos y para sus
familias.23
«Las personas se vuelven animales ante nuestros
propios ojos», anotó una mujer en su diario.24 Algunos se
volvían locos como consecuencia del hambre. Los
historiadores soviéticos han intentado hacer creer que no
se produjeron casos de canibalismo, pero las fuentes orales
y los archivos indican lo contrario. Unos dos mil
individuos fueron detenidos por el «uso de carne humana
como alimento» durante el asedio, ochocientos ochenta y
seis de ellos durante el primer invierno de 1941-1942. La
«necrofagia» es el consumo de la carne de una persona
muerta. Y en efecto hubo quienes robaron cuerpos del
depósito de cadáveres o de las fosas comunes. Fuera de
Leningrado, varios soldados y oficiales recurrieron a la
necrofagia e incluso llegaron a comerse los miembros
amputados que se tiraban en los hospitales de campaña.25
La «antropofagia», que es algo más raro, comporta el
asesinato deliberado de un individuo con la finalidad de
comérselo. No es de extrañar que los padres retuvieran a
sus hijos en casa por miedo a lo que pudiera pasarles. Se
decía que la carne de los niños, seguida de la de las mujeres
jóvenes, era la más tierna. Aunque eran frecuentes las
historias de bandas que vendían carne humana picada en
forma de kotlyeta o albóndigas, casi todos los casos de
canibalismo tuvieron lugar dentro del hogar o en las casas
de pisos, obra de padres enloquecidos que se comían a sus
propios hijos, o de vecinos que se apoderaban de ellos.
Algunos soldados hambrientos de la 56.ª División de
Fusileros del LV Ejército tendieron una emboscada a los
encargados del transporte de las raciones de comida, los
mataron, les quitaron los alimentos que llevaban,
enterraron los cadáveres en la nieve y volvieron luego para
comérselos poco a poco.26
No obstante, aunque el hambre hizo que saliera lo
peor de cada individuo, hubo ejemplos de altruismo y de
autosacrificio con los vecinos y con personas
absolutamente extrañas. Parece que los hijos tuvieron
mayores índices de supervivencia que sus padres,
presumiblemente porque los adultos daban a los pequeños
parte de sus propias raciones de comida. Las mujeres
solían sobrevivir más tiempo que los hombres, pero a
menudo después se derrumbaban. Se enfrentaron también al
terrible dilema de ceder a los ruegos de sus hijos o de
comer lo suficiente para conservar las fuerzas con el fin de
cuidar de su familia. El índice de natalidad se vino abajo, en
parte debido a la malnutrición extrema, que provocaba que
las mujeres perdieran la menstruación y que los hombres
se volvieran estériles, pero también porque la mayoría de
los varones estaban en el frente.
Los soldados del Ejército Rojo y de la infantería de
marina que había en Leningrado estaban seguros de que los
alemanes no entrarían nunca en la ciudad. Tenían el
convencimiento de que el principal motivo de que los nazis
perseveraran en el asedio era que deseaban mantener a los
finlandeses en la guerra. Los habitantes de Leningrado
estaban irritados con los Aliados occidentales, que eran
reacios a considerar a Finlandia un país enemigo. No
podían aceptar el hecho de que la agresión de Stalin contra
Finlandia en 1939 había sido totalmente no provocada. El
odio al enemigo fue fomentado en todo momento por los
servicios de propaganda del Ejército Rojo. Había carteles
que mostraban a un niño de mirada brutal, con una aldea en
llamas al fondo, que exclamaba: «Papa, ubei nemtsa!»
(«¡Papá, mata al alemán!»).27
La ofensiva general de Stalin no fue la única que trajo
consigo el nuevo año, 1942. El 21 de enero, el
Generaloberst Rommel pilló por sorpresa a los británicos
en el Norte de África. Desde que la situación de los
suministros había mostrado los primeros síntomas de
mejora, el ambicioso Rommel había empezado a planear
otro ataque. El envío de refuerzos al teatro de operaciones
del Mediterráneo había dependido de que la Unión
Soviética fuera conquistada rápidamente, pero el fracaso de
la Operación Tifón contra Moscú no lo arredró. Cuando el
5 de enero llegó a Trípoli un convoy con cincuenta y cinco
panzer, así como varios carros armados y cañones
antitanque, su determinación de dar un contragolpe se
intensificó mientras gozó de una ventaja temporal.
El VIII Ejército estaba en un estado lamentable. La 7.ª
División Acorazada, que en aquellos momentos estaba
recuperándose en El Cairo, había sido reemplazada por la
1.ª División Acorazada, carente de experiencia. Otras
formaciones veteranas, incluidas las australianas, habían
sido trasladadas al Extremo Oriente. Los alemanes
conocían muy bien el esquema organizativo de los
británicos gracias a la interceptación de los informes del
agregado militar norteamericano en El Cairo, cuyo código
habían descifrado fácilmente. Pero Rommel, que abrigaba
la idea fija de invadir Egipto y Oriente Medio, no informó
de lo que planeaba ni al Comando Supremo italiano ni al
OKW. Sus soldados, sin embargo, estaban en su mayoría
entusiasmados ante la idea de volver a atacar. Un integrante
de la 15.ª División Panzer escribía a su casa el 23 de enero
diciendo: «¡Una vez más estamos avanzando a la
Rommel!»28
Cuando este se lanzó al contraataque en Cirenaica el
21 de enero, hizo caso omiso de todas las órdenes que le
instaban a no seguir adelante. Una columna avanzó por la
carretera de la costa hacia Bengasi, mientras las dos
divisiones panzer se desviaron hacia el interior del país.
Los blindados encontraron la marcha muy dificultosa, pero
en cinco días de combates los británicos llegaron a perder
cerca de doscientos cincuenta vehículos blindados. Hitler
estaba entusiasmado y ascendió a Rommel al rango de
General der Panzertruppen. El desventurado general
Ritchie, ascendido acaso a su puesto con demasiada
ligereza, había supuesto que se trataba de una simple
incursión, pero enseguida se dio cuenta de que su 1.ª
División Acorazada corría el riesgo de ser víctima de una
maniobra de envolvimiento. Por fortuna para los ingleses,
las excesivas ambiciones de Rommel y la lentitud del
avance de sus dos divisiones blindadas permitieron al
grueso de las fuerzas británicas escapar a tiempo. Ritchie
las replegó a la línea Gazala, abandonando casi toda
Cirenaica. Las tropas de Rommel, agotadas y carentes de
combustible, ni siquiera se molestaron en no quedar atrás.
Sabían que podrían acabar con ellas más adelante.
Los soldados alemanes enviados como refuerzos a la
ribera sur del Mediterráneo estaban entusiasmados y
orgullos de unirse al «pequeño Afrika Korps» en el
desierto.29 Un suboficial médico manifestaba la buena
impresión que le causaba «la labor colonizadora de los
italianos» en Trípoli. «Las fuerzas navales italianas que
escoltaron nuestro convoy eran también muy gallardas»,
decía en su carta a la familia.30Pero casi todas esas
primeras impresiones serían efímeras. En el desierto de
Libia, los soldados se encontrarían «siempre el mismo
paisaje, arena y piedras».31 La guerra en el norte de África
era «totalmente distinta de la de Rusia, por ejemplo»,
subrayaba.32 Pero ellos también sentían nostalgia cuando
oían a alguien tocar la armónica por la noche a la luz de las
estrellas y se ponían a pensar en la primavera y la
posibilidad de regresar a Alemania.
19
LA CONFERENCIA DE
WANNSEE Y EL
ARCHIPIÉLAGO SS
(julio de 1941-enero de 1943)
El lugarteniente de Heinrich Himmler era el enérgico SS
Obergruppenführer Reinhard Heydrich. Dirigía la Jefatura
de
Seguridad
del
Reich
(RSHA,
Reichssicherheitshauptamt),
que
administraba
el
floreciente imperio de la SS. Se rumoreaba que por las
venas de Heydrich, hombre alto, siempre impecable,
aficionado a tocar el violín, y antisemita, corría más de una
gota de sangre judía, circunstancia que, al parecer, no hacía
más que intensificar su odio.
El verano de 1941, Heydrich estaba muy irritado por
la forma chapucera e improvisada en que venía tratándose la
«cuestión judía», y por la falta de un programa centralizado.
Aparte de las matanzas de judíos llevadas a cabo por los
responsables de la seguridad en los territorios orientales,
algunos sátrapas de la SS empezaron a experimentar
modalidades de exterminio a escala industrial. En el
Warthegau (Distrito del Varía), se llevaron a cabo algunos
experimentos poco satisfactorios, introduciendo gases de
combustión en el interior de camiones herméticamente
cerrados. En el Gobierno General, el SS Polizeiführer
Odilo Globocnick empezó a construir un campo de
exterminio en Belzec, cerca de Lublin. Himmler, mientras
tanto, estaba impaciente por resolver los problemas de
tensión psicológica que sufrían los Einsatzgruppen como
consecuencia de su trabajo.
Heydrich había ordenado a Adolf Eichmann la
redacción de una autorización que fue debidamente firmada
por Göring el 31 de julio. El documento en cuestión
ordenaba a Heydrich «emprender, por medio de la
emigración o la evacuación, una solución de la cuestión
judía», y le encargaba «adoptar todos los preparativos
necesarios desde el punto de vista organizativo, práctico y
material para una solución global de la cuestión judía en el
área de influencia alemana en Europa».1 Aproximadamente
un mes más tarde Eichmann fue convocado al despacho de
Heydrich, donde se le comunicó que Himmler había
recibido instrucciones de Hitler para proceder a la
«aniquilación física de los judíos».2 Aunque a los jerarcas
nazis les gustaba tomar de vez en cuando el nombre del
Führer en vano con el fin de promover sus propias
políticas, en este caso sería impensable que Himmler o
Heydrich se hubieran atrevido a hacerlo tratándose de una
cuestión tan importante como aquella.
Otras ideas expresadas anteriormente, según las
cuales la aniquilación total de los judíos solo tendría lugar
una vez conseguida la victoria, habían sido olvidadas. Por
primera vez se percibía una ansiedad implícita de que no
había que perder las oportunidades presentadas por la
guerra en el este. También en Alemania y en los países
ocupados, incluidas Serbia y Francia, aumentó la presión
para que los judíos fueran enviados al este de Europa. En
París, la SS ordenó a la policía francesa la localización y
detención de judíos franceses y extranjeros; la operación
dio comienzo el 10 de mayo de 1941 y supuso la captura
de cuatro mil trescientas veintitrés personas.
El 18 de septiembre, una orden de Himmler exponía
con toda claridad que en adelante los ghettos serían usados
como campos de «almacenamiento». En los ghettos
polacos habían muerto de hambre y de enfermedad más de
medio millón de judíos, pero se pensó que aquel sistema
comportaba un proceso demasiado lento. Ulteriores
discusiones pusieron de manifiesto que el plan consistía en
meter a todos los judíos en campos de concentración. Pero
incluso en un estado totalitario había que superar ciertos
problemas legales, como por ejemplo la forma de tratar el
caso de los judíos que poseían pasaportes extranjeros, o lo
que había que hacer con los que estaban casados con arios.
El 29 de noviembre de 1941, Heydrich envió una
invitación a los oficiales y funcionarios de alto rango del
Ostministerium y de otros ministerios y organismos
oficiales para discutir una política común con él y con los
representantes del RSHA. La reunión iba a tener lugar el 9
de diciembre, pero en el último momento se pospuso. El
gran contraataque del mariscal Zhukov había sido lanzado el
5 de diciembre, y dos días después los japoneses atacaron
Pearl Harbor. Se necesitaba tiempo para evaluar las
implicaciones de aquellos sucesos tan trascendentales y
por si fuera poco el 11 de diciembre Hitler efectuó en el
Reichstag su declaración de guerra a los Estados Unidos.
Al día siguiente, el Führer convocó a los líderes del partido
nazi a una reunión en la Cancillería del Reich. En ella hizo
alusión a su profecía del 30 de enero de 1939, en la que
aseguraba que si se producía una guerra mundial, «los
causantes de ese sangriento conflicto tendrán que pagar por
él con sus vidas».3
Con la declaración de guerra de Hitler y los ataques
japoneses en Extremo Oriente, la contienda se convirtió en
un conflicto verdaderamente global. Según la lógica
distorsionada de Hitler, los judíos tenían que pagar por sus
culpas. «El Führer está decidido a hacer tabla rasa», anotó
Goebbels en su diario el 12 de diciembre. «Profetizó a los
judíos que si otra vez provocaban una guerra mundial,
conocerían su propio exterminio. No era ninguna frase
retórica. La guerra mundial ha llegado, y el exterminio de
los judíos debe ser la consecuencia necesaria. La cuestión
debe contemplarse sin sentimentalismos de ningún tipo».4
Menos de una semana después, Hitler celebró una
reunión con Himmler para discutir la «cuestión judía».
Pero a pesar del ambiente exaltado, casi febril, cada vez
que Hitler se refería a la predicción que había hecho antes
del comienzo de la guerra, afirmando que los judíos se
acarrearían su propio exterminio, parece que todavía no
había tomado una decisión irrevocable acerca de una
«Solución Final». A pesar de sus apocalípticas diatribas
contra los judíos, parece curiosamente que era reacio a
enterarse de los detalles de las matanzas en masa, del
mismo modo que rehuía cualquier imagen de los
sufrimientos padecidos en el combate o a consecuencia de
los bombardeos. Su deseo de mantener la violencia como
algo abstracto constituía una paradoja psicológica muy
significativa en un individuo que hizo más que casi
cualquier otra personalidad de la historia por fomentarla.
Después de los retrasos sufridos, la conferencia de
Heydrich se celebró por fin el 20 de enero de 1942, en las
oficinas que tenía el RSHA en una gran villa en la isla de
Wannsee, al sudoeste de Berlín. El SS Obergruppenführer
Heydrich
presidió
la
reunión,
y
el
SS
Obersturmbannführer Eichmann se encargó de tomar nota
de todo. Aparte de otros miembros del RSHA, los
concurrentes eran en su mayoría representantes de alto
rango de los territorios ocupados y de la Cancillería del
Reich, y cuatro Staatssekretäre, es decir los funcionarios
de mayor rango de los principales ministerios. Entre ellos
estaba el Dr. Roland Freisler, del ministerio de justicia,
que más tarde se haría famoso por su actuación como fiscal
de los participantes en la conspiración de julio de 1944. El
ministerio de asuntos exteriores estaba representado por el
subsecretario de estado Martin Luther, tocayo de otro
antisemita mucho más famoso e influyente. Luther llegó
con un memorándum cuidadosamente preparado titulado
«Peticiones e Ideas del Ministerio de Asuntos Exteriores
con respecto a la proyectada Solución Final de la Cuestión
Judía en Europa».5 Más de la mitad de los presentes
ostentaban el título de doctor y una minoría significativa
eran juristas.
Heydrich empezó exponiendo sus poderes para la
preparación de la Solución Final sobre todos los territorios
y sobre todos los cargos oficiales. Presentó unas
estadísticas acerca de las comunidades judías de toda
Europa, incluidos los judíos británicos, que debían ser
«evacuados al este». Su número —según sus cálculos,
ascendía a once millones— debía primero ser reducido
paulatinamente por medio del trabajo duro, y luego los
supervivientes serían «tratados en consecuencia». Los
judíos de más edad y los que hubieran combatido por el
Káiser debían ser enviados al campo «adecentado» de
Theresienstadt en Bohemia.
Luther, en nombre del ministerio de asuntos
exteriores, pidió cautela y una demora en la detención de
los judíos de países como Dinamarca y Noruega, donde las
medidas de este tipo podrían provocar una reacción
internacional. Se dedicó luego mucho tiempo a discutir la
compleja cuestión de las personas que eran de ascendencia
judía solo en parte —los llamados Mischlinge— y de las
que tenían un cónyuge ario. Como acaso habría sido
previsible, el representante del Gobierno General insistió
en que sus judíos fueran los primeros a los que se aplicaran
las medidas. Por último, mientras tomaban una copa de
coñac después del almuerzo, los participantes en la reunión
discutieron los diversos métodos que se tenían a mano para
la consecución del objetivo. Las actas de la reunión, sin
embargo, siguen conteniendo los eufemismos habituales,
como «evacuación» y «reasentamiento».
Una cosa, sin embargo, estaba clara para todos los
participantes. Todas las ideas de «solución territorial»
habían quedado en nada. Con la errática ofensiva general de
Stalin tras la batalla de Moscú, en los territorios soviéticos
ocupados no había ninguna zona apropiada en la que soltar a
los judíos para que murieran de hambre. En aquellos
momentos parecía que la única solución segura era la
matanza industrializada.
La impaciencia por abordar aquella tarea se apoderó
de la administración nazi, en Berlín y especialmente en el
feudo de Frank, el Gobierno General. El Gauleiter Arthur
Greiser quería eliminar a los treinta y cinco mil polacos
que padecían tuberculosis en el Distrito del Varta. Los
juristas de la SS discutieron incluso la posibilidad de matar
a los prisioneros alemanes y de otras nacionalidades que
tuvieran la desgracia de parecer «abortos del infierno».6 En
la «Shoah por medio de las balas», «los verdugos se
encargaron [de encontrar] a las víctimas en el territorio de
la URSS ocupada», pero en la «Shoah por medio del gas»,
«las víctimas fueron llevadas a sus verdugos».7 Este
proceso empezó a llevarse a cabo en primer lugar en los
campos de exterminio de Chelmno (Kulmhof), donde se
usaron camiones de gas, y continuaron en Bełżec,
Treblinka, Sobibór, y finalmente en Auschwitz-Birkenau a
partir del verano.
Se creó un formidable aparato administrativo para que
se ocupara de los judíos que todavía no habían muerto en
los ghettos o que no habían sido fusilados. Eichmann,
responsable de la detención de todas las poblaciones judías
fuera de Polonia, trabajó en estrecha colaboración con el
Gruppenführer Heinrich Müller, el director de la Gestapo.
Eichmann, que era también amante del violín, jugaba al
ajedrez con Müller una vez a la semana mientras meditaban
sobre la inmensa labor que se traían entre manos. El
elemento más básico de la operación era el transporte.
L