¿Por qué se ha casado la hija de Sarah Ferguson y el príncipe Andrés con la misma pompa (o más) que el Príncipe Harry?

La clave podría estar en la siniestra lectura de le hermana de la novia durante la boda, un fragmento de 'El Gran Gatsby'.

Eugenia de York y Jack Brooksbank durante la ceremonia de su boda.

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La palabra que más resonó en la capilla de Saint George durante la boda de Meghan Markle y Harry Windsor fue “amor”. La culpa la tuvo el obispo anglicano Michael Curry, quien en su discurso pronunció este vocablo más de cien veces. En la boda de Eugenia York y Jack Brooksbank, que se celebró exactamente en el mismo sitio, no hubo una palabra central pero sí llamó la atención que la hermana mayor y soltera de la novia leyese en la homilía un fragmento de El Gran Gatsby, de Scott Fitzgerald. Hay que aclarar, antes de que la hermana lectora sea acusada de malicia, que el fragmento fue seleccionado por la menor, es decir, por la propia novia.

El fragmento de El Gran Gatsby en cuestión describe un rasgo físico del protagonista de la novela, Jay Gatsby. Es este: “Su sonrisa, era una de esas raras sonrisas que solo encontramos cuatro o cinco veces en la vida. Parecía entenderte y creer en ti, justo como tú quisieras que todos lo hicieran”.

Si el novio, un niño bien pero díscolo con antepasados pintones (al parecer su tatatatatarabuelo fue gobernador del Banco de Inglaterra), no ejerciese una profesión tan pedestre como la de representante comercial en Reino Unido del tequila de George Clooney, podríamos tomar la frase escogida como un piropo y no como un guiño siniestro.

Si la madre de la novia, Sarah Ferguson, no hubiese sido sorprendida en 1992 poniéndole los cuernos a su marido con un multimillonario tejano y en 2010 intentando vender por medio millón de libras a un reportero de News of the World que se hacía pasar por un jeque árabe su acceso a los miembros de la casa real, podríamos obviar que el texto forma parte de una novela en la que se retrata a un arribista social; si el padre de Eugenia, el príncipe Andrés, no hubiese aparecido junto al misterioso polémico financiero de Nueva York Jeffrey Epstein en 2015 entre los nombres relacionados con un caso de prostitución de menores, no llamaría la atención que el fragmento escogido esté hablando de un hombre capaz de las relaciones más perversas con el mundo del hampa; si Eugenia y Beatriz no fuesen consideradas por la opinión pública inglesa los dos miembros más ociosos y vanidosos del clan Windsor no sería tan sorprendente que ellas mismas hayan escogido un fragmento de una novela en la que el materialismo atroz y la buena vida son temas centrales.

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Beatriz y Eugenia fueron, desde su juventud los dos miembros de la familia real más marcados por historias de amoralidad, pero también las que con más ligereza disfrutaron el privilegio de formar parte de la familia real. Como unas regias hermanas Olsen, desde muy temprana edad se comportaron como dos fashionistas alocadas, alabadas y perseguidas por todas las revistas de moda. Mientras Harry y William se aislaban en sus pijas pandillas de niños bien ingleses, ellas se lanzaban sin miedo a conocer a los miembros de la jet-set internacional. Por el camino se hicieron amigas de las celebrities más destroyer y a la vez más cool de Inglaterra. Y de aquellos polvos, estos lodos. En la boda de Eugenia había estrellas del show bussiness (Robin Williams o Demi Moore), supermodelos (Kate Moss y Naomi Campbell), it-girls (Pixie Geldof), herederas de dinastías multimillonarias (Eugene Niarchos, Sabine Getty o los hijos de Richard Branson) y artistas de vanguardia (ahí estaba la Young British Artist por excelencia, Tracey Emin). Eugenia dirige ahora la galería de arte suiza Hauser & Wirth, desde donde se relaciona con las grandes fortunas planetarias. Forman parte de esa superclase social que mueve capitales en una opaca estratosfera. Ahí es donde se encuentran los intereses de gente tan dispar como la que acabamos de enumerar.

El príncipe Harry, todo el mundo lo sabe, es el nieto favorito de Isabel II. Ese amor es el que explica que le haya permitido casarse con una mujer como Meghan Markle (divorciada, mestiza, actriz, californiana). Su imagen de chico rebelde pero sanote y noble, enamoradísimo e implicadísimo en causas benéficas le viene de perlas a los Windsor: su filatronpía hizo que Oprah apareciese en su enlace o que los Obama le mandasen una felicitación personalizada.

Eugenia de York es tan nieta de la reina como Harry pero su imagen es muy diferente. No tiene un papel papel oficial en la familia real. Desde 2010 ni siquiera cuenta con la protección de Scotland Yard. Y la prensa lleva años diciendo que es una vaga.

Sin embargo ayer atravesó el mismo pasillo que Meghan, arrastrando un velo incluso más largo que el de Markle. Al terminar la ceremonia nupcial fue escoltada por los Guardian Grenadiers de Buckinham Palace, paseada en un majestuoso carruaje y laureada por las multitudes de Windsor, donde congregó a más rostros conocidos y sobre todo, con un sentido del gusto más acentuado que el de los los invitados de Megan y Harry. Y aunque la BBC se negó a retransmitir el acontecimiento -decisión que, al parecer, hizo montar en cólera al príncipe Andrés- pudimos escuchar las trompetas de caballería anunciar que la pareja ya se había casado gracias al canal privado de la casa real y la cadena británica ITV.

La novia, y su madre, justo antes de salir de Windsor.

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El trato privilegiado que reciben los York por parte del núcleo duro de los Windsor a pesar de todas las tremendas polémicas que han protagonizado desde los años noventa, es un misterio. Sarah Ferguson, divorciada y fuera de la familia real desde 1996, ha conseguido vivir bajo la protección de Andrés y bajo su mismo techo en la mansión Royal Lodge, en Windsor, a pesar de que el Duque de Edimburgo la odia y la reina no le tiene mucha simpatía. Andrés, que durante muchos años ejerció como enviado especial de comercio del Reino Unido tuvo que renunciar a ese cargo cuando su mujer se vio envuelta en el escándalo del falso jeque. La prensa ha cuestionado históricamente su uso indiscriminado de aviones oficiales y los contactos que hacía con opacos empresarios en Asia central y Oriente Medio. Pero aún así, sigue siendo el portavoz de la casa real en Davos. Ahora, Sarah y Andrés han conseguido que su hija se case con honores de princesa. Hasta han logrado que la abuela Isabel II le haya cedido a Eugenia una tiara de su colección personal: una virguería de inspiración rusa cuajada de diamantes con una espectacular esmeralda central que el público jamás había visto antes. Perteneció a Margaret Greville, una despreocupada socialité británica de los años treinta que consagró su vida a ofrecer fiestas en su mansión de Surrey para aristócratas, políticos y celebridades de su tiempo.

Lo único que no han podido lograr es que la reina le conceda** un título nobiliario al novio** (salió de la iglesia casado pero sin ducado ni condado). Pero incluso con ese pequeño inconveniente, la gigantesca campaña de publicidad para la familia York ya está hecha.

En coche, a Royal Lodge.

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Es posible que la recién casada escogiese un fragmento de El Gran Gatsby por el mismo motivo que la publicidad y el periodismo contemporáneos manosean una y otra vez la obra de Scott Fitzgerald: porque es sensual e irresistiblemente glamurosa. Sin embargo, su poder evocador nunca había sido tan adecuado. Si en la boda de Harry resonaba la palabra amor, en la de ayer el mantra era dinero.