Nació el 22 de octubre de 1071 y murió el 10 de febrero de 1126. Es uno de los personajes más singulares e interesantes de la Edad Media. Duque de Aquitania y conde de Poitiers, era el señor feudal más considerable de la Francia de su tiempo, y gobernaba un territorio mucho más extenso que el de los reyes Capetos. Descendía de una antigua familia muy devota, pero también amante del fausto y los placeres. G. se emancipó de la Iglesia hasta el punto de llegar a provocar un verdadero escándalo. En vano el papa Urbano II, luego de haber atraído a la Cruzada a toda la aristocracia francesa, recorrió los estados del duque predicando la guerra santa. G., muy ajeno a ella, aprovechó la marcha de Raimundo de Saint- Gilles, conde de Tolosa, para invadir sus tierras, sobre las cuales alegaba los derechos de su esposa Felisa, hija de Guillermo IV de Tolosa y sobrina de Raimundo.
En 1101, finalmente, el duque partió hacia Tierra Santa con un ejército de 30.000 hombres; pero no movido por el entusiasmo religioso, antes bien, atraído por las narraciones aventureras que desde Oriente llegaban a sus oídos. Pocos meses antes había humillado brutalmente en el Concilio de Poitiers al obispo Pedro II, quien pretendía excomulgar de nuevo al rey Felipe I de Francia por sus relaciones ilegítimas con la condesa de Anjou. La expedición de G. a Tierra Santa resultó, no obstante, un desastre; su ejército fue diezmado por los turcos en el Asia Menor, y a duras penas logró el duque llegar a Antioquía con unos cuantos fieles. Participó en el sitio de Tortosa, y en la Pascua de 1102 fue recibido en Jerusalén por el rey Balduíno. Luego de haber embarcado para Francia, los vientos contrarios le obligaron a volver otra vez a Antioquía. Perdidos sus fieles compañeros en la batalla de Ramla y fracasado el sitio de Ascalón, en el cual participara, G. quedó curado de su afán de aventuras. El 29 de octubre de 1102 se hallaba nuevamente en Poitiers. Durante los años siguientes hubo de luchar contra sus vasallos de Aquitania, a quiénes logró dominar, y los señores del condado de Tolosa, que perdió definitivamente.
En 1120 ayudó con seiscientos caballeros a Alfonso el Batallador, rey de Aragón, en su campaña contra los almorávides, y, de esta suerte, asistió a la victoria de Cutanda. G., empero, interesa a la Historia no precisamente por su actividad política y militar. Se trata, en efecto, del primer trovador, del poeta amoroso más antiguo en lengua vulgar. A él debemos, muy probablemente, la concepción del amor y de la mujer que ha dominado hasta nuestros días en la poesía europea. En las once composiciones poéticas (v. Poesías) que de él conservamos, pasa de la expresión de un sentimiento amoroso meramente sensual, según la Edad Media lo recibiera de la Antigüedad, a una exaltación estática de la mujer como símbolo de una belleza casi divina. Esa transformación de una poesía de los sentidos, y a veces toscamente obscena, en una pasión poética que, siquiera conserve su acusada sensualidad, se eleva hacia una espiritualidad absolutamente nueva y prometedora de un maravilloso futuro en toda Europa, puede tener su explicación en el contacto de G., portavoz de una sociedad laica emancipada de la tutela de la Iglesia, con un movimiento ascético de extremada y sorprendente audacia: el de Fontevrault.
Su fundador, Roberto d’Arbrissel, fue el primero que, inspirándose en el culto de la Virgen, puso al frente de la Orden no a un hombre, sino una mujer, a servir a la cual invitó a los monjes, como Cristo exhortara a San Juan al servicio de María; tal superiora no era soltera, sino viuda y unía en sí las cualidades de la mujer completa y la castidad, como la Virgen. En la orden de Fontevrault ingresó la primera esposa de G., Ermengarda de Anjou, que, tras el divorcio, se había casado con el duque Alain Fergant de Bretaña; también entró en aquélla, acompañada de su hija Aldearda, su segunda esposa Felipa, conquistada por el gran predicador ascético, que había sido consejero suyo durante la permanencia de G. en Oriente. Ingresaron asimismo en la Orden muchos señores y señoras de Poitou y Anjou, entre los cuales figuró la célebre Bertrada de Montfort, condesa de Anjou, que provocara un gran revuelo en toda Francia al abandonar a su marido para seguir al rey Felipe I y atrajo sobre el monarca las más terribles condenas eclesiásticas. Frente a esta verdadera epidemia de vocaciones, G., quien había desesperado a su mujer con devaneos amorosos y la pasión por la vizcondesa de Chátellerault, reaccionó al principio mediante sarcasmos y versos de parodia con claras alusiones al ascetismo de Fontevrault.
Sin embargo, también él llegó a experimentar una profunda conmoción; y así, aun cuando luego, en los «versos» ulteriores, cada vez más inspirados, siguiera protestando contra una ascética que juzgaba contraria a la naturaleza, llegó, con la justificación de su amor natural hacia la mujer, a espiritualizar este sentimiento de tal suerte que de él hizo brotar el culto ferviente a la «dama» típico de toda la lírica amorosa de los trovadores; se trata aquí de la «domna» casada y vinculada a la castidad no por la viudez o el cenobio, sino por el matrimonio. En los cantos trovadorescos aquélla induce al amante que la adora a servirla humildemente, aun sin la esperanza de ver atendidos sus ruegos; como poeta, el trovador debe contentarse con manifestarle su pasión y concretarla poéticamente en versos y melodías continuamente renovados compuestos en su honor. De tal concepto absolutamente nuevo del amor y de la mujer fue G. el primer, poeta. Aun cuando presentado como histrión y desvergonzado mujeriego por los cronistas de la época, sigue todavía hoy maravillando y conmoviendo con sus versos, que a veces, aun cuando tributarios de la época, ofrecen un sorprendente carácter moderno por su densidad, su espontaneidad, su lozanía y su novedad pasional y verbal.
R. R. Bezzola