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Rasputín era hijo de campesinos.

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Crímenes que cambiaron la historia: episodio 19

El asesinato de Rasputín, el monje lascivo que hundió a los Romanov

El hombre que los últimos zares de Rusia creyeron que salvaría a su dinastía fue, irónicamente, asesinado por ser una amenaza para la corona.

El hombre que los últimos zares de Rusia creyeron que salvaría a su dinastía fue, irónicamente, asesinado por ser una amenaza para la corona.

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TRANSCRIPCIÓN DEL PODCAST

En la noche del 16 de diciembre de 1916, Félix Yusupov, de veintinueve años y heredero de una de las familias más ricas de Rusia, lo tenía todo listo para recibir a Rasputín. Yusupov estaba en uno de sus palacios de San Petersburgo, y había preparado una estancia del sótano para la visita.

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Sobre la mesa de la sala había té, galletas y unos pasteles caros que Yusupov sabía que gustaban a Rasputín. Pero aquellos pasteles tenían un ingrediente secreto: cianuro. Y es que, aquella noche, Félix Yusupov tenía la misión de salvar a Rusia, y solo había una forma de cumplir esta misión: matar a Rasputín.

¿Pero qué había hecho Rasputín para ganarse un enemigo mortal? Si pudiésemos hacer esta pregunta a Yusupov, probablemente contestaría que Rasputín era una amenaza para el país, y, más concretamente, para la aristocracia y el gobierno de Rusia, empezando por el propio zar. Desde su llegada a la corte imperial, Rasputín había ido acumulando poder; tanto, que hasta llegó a tomar decisiones militares, y no con mucho acierto.

Su presencia en el círculo íntimo de los zares era constante, y su mala reputación fuera de palacio era cada día más escandalosa. La opinión general entre las clases altas de Rusia era que Rasputín llevaría el país a la ruina, y pronto se empezaron a urdir complots contra él. Rasputín, el místico que se había convertido en un miembro indispensable en la corte imperial de los Romanov, tenía los días contados.

Forjando su camino hacia el poder

Rasputín tenía muy pocas cosas en común con los zares de Rusia: ellos pertenecían a la más alta aristocracia; él era hijo de campesinos; ellos tenían educación y recursos; él apenas fue a la escuela. Pero el elemento que tenían en común era más poderoso que las barreras que había entre ellos: ese elemento era la devoción religiosa. Esta fue la llave con la que Rasputín abrió las puertas del palacio de los Romanov.

 

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Rasputín (1869-1916) rodeado de algunas de las mujeres atraídas por su magnética personalidad.

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Grigori Rasputín nació en 1869 en una aldea remota del oeste de Siberia, y se cree que fue el quinto de los nueve hijos de un matrimonio humilde. A los dieciocho años se fue a un monasterio y entró en contacto con la secta de los jylsty, o los “flagelantes”. Según Rasputín, la doctrina de esta secta dictaba que la purificación se conseguía a través del arrepentimiento; y que la mejor manera de llegar a este estado era entregarse por completo al libertinaje y el desenfreno.

Así, el joven Grigori entró en una espiral de orgías y penitencia que lo marcaría para el resto de su vida. Tras una temporada con los jylsty, Rasputín volvió a su aldea, se casó, y formó una familia. Pero la vida hogareña no era para él. A los veintitrés años, más o menos, dejó a su familia atrás para perseguir la iluminación espiritual.

Se dice que en aquella época Rasputín experimentó una epifanía religiosa y pasó tres meses en un monasterio, aunque nunca se ordenó sacerdote. Después, vagó por Rusia durante años, viviendo de la caridad de la gente del campo y ganándose fama de “hombre santo”.

En 1905, Rasputín se estableció en San Petersburgo como gurú espiritual y sanador. En aquella época, la élite rusa se sentía fascinada por el misticismo y la medicina alternativa, así que no le costó encontrar su sitio. Al cabo de poco tiempo, Rasputín tenía un grupo de acólitas que lo veneraban como a un hombre de Dios.

A pesar de lo poco refinado que era para la gente rica de la ciudad, lo cierto es que tenía un carisma arrollador, y consiguió seducir -de manera literal o figurada- a muchas aristócratas. Con su metro noventa y tres de estatura, su pelo largo y barba espesa, y su mirada hipnótica, Rasputín tenía un físico imponente, y un aire misterioso y cautivador.

Un personaje persuasivo

Pero cuando empezaron a circular rumores sobre su frenética vida nocturna, su imagen de hombre venerable empezó ser cuestionada. Y es que Rasputín vivía una doble vida increíblemente contradictoria: delante de sus admiradoras, cultivaba una personalidad sobria y sabia, siempre promoviendo la pureza del cuerpo y la mente.

Pero, en privado, no tenía freno con el alcohol y se comportaba como un depredador sexual. Rasputín vivía en conflicto constante entre sus profundas creencias religiosas y una compulsión incontrolable hacia el pecado. En esta encrucijada, le era imposible proyectar una imagen devota y pura todo el tiempo. A medida que crecía su fama de místico, también lo hacía su reputación de depravado.

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Cuando Rasputín entró en contacto con el zar Nicolás II y su esposa Alexandra, la aristocracia rusa ya desconfiaba de él. Pero, a pesar de los rumores, los zares le dieron una oportunidad, porque necesitaban ayuda desesperadamente, y ya no sabían a quién acudir. Alexei, el hijo pequeño de Nicolás y Alexandra y heredero del imperio ruso, tenía hemofilia.

Esto significaba que cuando el niño se hacía una herida empezaba a sangrar de tal manera que su vida corría peligro. La enfermedad de Alexei se convirtió en la pesadilla de sus padres, especialmente de Alexandra. La zarina había tardado diez años en dar a luz al hijo varón que Rusia necesitaba; tenía que hacer lo que fuese para curar a Alexei y asegurar el futuro de la dinastía, así que recibió a Rasputín con los brazos abiertos.

Cuando Alexei sufrió uno de sus episodios graves de sangrado, Rasputín fue llamado a palacio inmediatamente. Allí utilizó sus habilidades sanadoras -que puede que incluyesen hipnosis- para tratar al niño, y consiguió detener el sangrado y aliviarle el dolor.

Entonces Nicolás y Alexandra entendieron que el destino de la dinastía Romanov estaba irrevocablemente unido a Rasputín: el imperio necesitaba un heredero, y el heredero necesitaba los cuidados de aquel “hombre santo”. Y así fue como Rasputín, un místico iletrado de aspecto inquietante e higiene dudosa, se aseguró un lugar privilegiado en el círculo más cercano del zar de Rusia.

De asesor espiritual a peligro para Rusia

En sus visitas a la corte imperial, Rasputín no se limitaba a dar consejos sobre salud y espiritualidad. También hablaba de política y asuntos de estado con los zares, e influía mucho en Nicolás, que era un gobernante inseguro e indeciso. Esto no sentó bien a la aristocracia y al gobierno rusos, así que el nuevo preferido de los zares empezó a ganarse enemigos.

 

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Rasputín (1869-1916) ejerció una considerable influencia sobre el zar Nicolás II y, en particular, sobre la zarina, en parte debido a su creencia en su capacidad para curar la enfermedad de su hijo.

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La hermana de Alexandra intentó advertirla de que Rasputín no era de fiar, diciéndole que era un estafador y un matasanos. Los consejeros del zar también intentaron alejar a Nicolás de Rasputín, contándole todo sobre sus hábitos alcohólicos y su promiscuidad. Pero los zares se negaban a creer nada malo sobre aquel hombre humilde y devoto que tenía un don sanador tan indiscutible.

En 1911, el comportamiento nocturno de Rasputín estaba en boca de todos, así que el primer ministro envió al zar un informe detallado sobre sus hábitos inmorales. Ante la evidencia, Nicolás no tuvo más remedio que expulsar a Rasputín de la corte. Pero no por mucho tiempo.

La salud de Alexei había mejorado desde que Rasputín lo trataba, y Alexandra vivía más tranquila si su sanador y asesor espiritual estaba cerca. El zar no quería poner en peligro la vida de su hijo ni ver a su esposa angustiada, así que ignoró las acusaciones y dejó que Rasputín volviese a palacio. Su poder crecía, imparable.

Hacia 1915, Rasputín era más poderoso que nunca. Rusia estaba inmersa en la Primera Guerra Mundial, y el zar Nicolás se había ido al frente con su ejército. La zarina quedó a cargo de los asuntos internos del país, con Rasputín como su consejero personal. Puede que Alexandra pensase que estaba haciéndole bien al país, pero lo cierto es que la relación tan estrecha que compartió con Rasputín en esta época le hizo un daño irreversible.

La zarina nunca había sido muy popular en Rusia, y Rasputín era abiertamente odiado por muchos. Con el zar lejos de casa, los rumores sobre un posible affaire sexual entre Alexandra y Rasputín empezaron a circular. Nunca se demostró que la zarina le fuese infiel al zar, pero para la opinión pública eso no importaba. El escándalo llegó a tal punto que hasta se publicaron panfletos pornográficos que los acusaban de querer llevar a Rusia a la ruina.

Entre esto y el fervor revolucionario que estaba invadiendo Rusia, las cosas se estaban poniendo francamente feas para los Romanov y para Rasputín.

A estas alturas, gran parte de la élite del país consideraba a Rasputín un peligro para Rusia, un cáncer que debía ser extirpado antes de que fuese demasiado tarde. Empezó a haber llamamientos a la acción, y este clima de hostilidad empezó a ser más que perceptible para Rasputín. Las amenazas de muerte y un intento de asesinato lo obligaron a contratar escolta, de manera que nadie pudiese acercarse a él.

La influencia de Rasputín sobre los zares -y especialmente, sobre Alexandra- se había convertido en un motivo de gran preocupación para el resto de los Romanov. Varios miembros de la familia habían tenido encontronazos con la zarina cuando habían criticado a Rasputín en su presencia.

La princesa Zinaida Yusupov, hermana del zar, se quejó de ello en una carta que escribió a su hijo Félix. En ella le explicaba que la situación era muy grave, y que Rasputín tenía que desaparecer, costase lo que costase. Con sus palabras, Zinaida estaba incitando a su hijo a tomar cartas en el asunto. Y él, un príncipe joven, impetuoso, y con poco mundo, convirtió la sugerencia homicida de su madre en un deber patriótico.

Una noche de diciembre

La crónica más detallada de lo que pasó aquella noche de diciembre de 1916 fue escrita por el propio Yusupov, que publicó su versión de la historia de la muerte de Rasputín diez años después, bajo el título El fin de Rasputín. Aunque algunos historiadores tienen dudas sobre la precisión de la narración, es una fuente generalmente aceptada. El relato, que parece casi una historia de terror, contribuyó enormemente a agrandar el mito de Rasputín.

Yusupov había entrado en contacto con Rasputín unas semanas antes para pedirle consejo sobre asuntos de salud. Fue así como se conocieron. Más tarde, Yusupov lo invitó a su palacio de San Petersburgo para presentarle a su esposa, la princesa Irina, que era conocida por su belleza.

Para proteger al propio Rasputín, la visita tenía que ser secreta, así que acordaron verse bien entrada la noche del día 16. Antes de que Rasputín llegase a su cita, uno de los cómplices de Yusupov, el doctor Lazovert, introduciría el cianuro en los pasteles que servirían a Rasputín. Dos cómplices más se encargarían de envenenar también el vino. Todo estaba a punto para recibir al desdichado invitado.

En su casa de la calle Gorokhovaya, Rasputín se preparaba para la velada. Se había arreglado a conciencia para la ocasión: se había lavado y peinado el pelo, y llevaba pantalones bombachos de terciopelo, botas bien lustradas, y una camisa de seda bordada que la zarina había hecho especialmente para él.

Recordando aquella noche, las hijas de Rasputín, que vivían con él, dijeron que su padre estaba de buen humor, aunque parecía algo nervioso, como si presintiese que algo no iba del todo bien. Aun así, Rasputín confió en Yusupov; al fin y al cabo, era sobrino del zar.

Pasada la medianoche, Yusupov recogió a Rasputín en su casa y fueron juntos en su coche al palacio. Lazovert, el médico, iba al volante, haciéndose pasar por el chófer. Rasputín esperaba encontrarse con la encantadora Irina, pero esto no iba a ser posible: Irina se había negado a formar parte del complot y aquella noche no estaba en la ciudad. Yusupov no le había dicho a su invitado que su esposa no estaría en casa, porque sabía que funcionaría como cebo.

Ya en la sala -una estancia lujosa decorada con obras de arte, vitrinas de ébano, una alfombra persa y otra de piel de oso-, los hombres se acomodaron, y Yusupov ofreció los pasteles a Rasputín. Al principio rehusó, pero después se comió uno, y luego otro. Yusupov esperó a ver su reacción, pero no pasó nada. Entonces, el anfitrión convenció a su invitado de que probase el vino, que venía de sus propios viñedos de Crimea. Rasputín bebió, pero, de nuevo, nada; el veneno no estaba haciendo efecto.

Yusupov alargó la velada como pudo, entre charlas y canciones. Dos horas más tarde, Rasputín estaba cansado, aletargado, pero no daba señal alguna de envenenamiento. Yusupov, en cambio, estaba cada vez más nervioso: su idea no había funcionado. Necesitaba un plan B, y lo necesitaba ya.

Yusupov salió de la sala y, agitado, se reunió con dos de sus cómplices en el piso de arriba. Tras una breve discusión, concluyeron que, llegados a este punto, no tenían más remedio que disparar a Rasputín. Yusupov cogió una pistola de su escritorio y volvió al sótano. Una vez allí, se encontró con que Rasputín respiraba con dificultad y le dolían la cabeza y el estómago. El invitado se puso en pie, y, en ese momento, Yusupov levantó la pistola y le disparó en el pecho. Sus cómplices bajaron a toda prisa, y vieron a Rasputín tirado sobre la alfombra de piel de oso. Lazovert lo declaró muerto… pero se equivocaba.

Lejos de sentirse aliviado por haber acabado con Rasputín, Yusupov estaba intranquilo, así que bajó de nuevo al sótano a asegurarse de que la víctima no respiraba. Entonces, al acercarse al cuerpo, los ojos de Rasputín se abrieron de repente. Así describió Yusupov aquel momento:

 

Los ojos verdes de una víbora me miraban fijamente con una expresión de odio diabólico”.

 

De pronto, y con una fuerza sobrehumana, Rasputín se abalanzó contra Yusupov lanzando un rugido salvaje. A pesar del veneno y de la bala en el pecho, estaba dispuesto a pelear. Pero, en ese instante, le falló el equilibrio y cayó de espaldas. Yusupov, completamente aterrorizado, salió del sótano en busca de ayuda.

Uno de sus cómplices cogió su pistola y bajó para rematar a Rasputín, pero al llegar a la sala vio que el hombre había conseguido salir al patio, y se alejaba tambaleándose sobre la nieve. El pistolero disparó, pero falló. Volvió a intentarlo, y volvió a fallar. Arrastrándose sobre la nieve, agonizante, Rasputín llegó a la valla del patio y un tercer disparo le alcanzó en la espalda. El tirador se acercó a él, y le disparó por cuarta vez, en la frente. Ahora sí, Rasputín era historia.

Los cómplices de Yusupov envolvieron el cadáver de Rasputín en una tela gruesa y lo ataron con cuerdas. Entonces, lo metieron en un coche, condujeron hasta el Gran Puente Petrovsky, junto al río Nevá, y lo tiraron al agua helada. Cuando volvieron a casa, por fin estaba terminado la que quizá fue la noche más larga de sus vidas.

Los rumores sobre la desaparición de Rasputín se difundieron enseguida, y la policía empezó a investigar. El misterio se resolvió tres días después del asesinato, cuando el cuerpo congelado de Rasputín fue encontrado cerca de la isla de Krestovsky. Al conocerse la noticia, muchos salieron a la calle a celebrarla. En las iglesias se rezaron plegarias de agradecimiento y se encendieron velas. Yusupov y su principal cómplice fueron homenajeados como héroes. En la corte imperial, sin embargo, la reacción fue muy distinta.

La autopsia que el zar Nicolás ordenó que se hiciese aquel mismo día reveló que, efectivamente, Rasputín había recibido tres disparos; el que le dio en la frente fue el que lo mató. Pero no había restos de cianuro en su cuerpo; solo de alcohol. Esto pone en duda la historia de los pasteles envenenados que explica Yusupov en su relato, y da credibilidad a la confesión que hizo el doctor Lazovert en 1976: antes de morir, el hombre declaró que su conciencia no le había permitido envenenar los pasteles de Rasputín, y que los había rellenado de una sustancia inofensiva para disimular.

Por su parte, la zarina vio la muerte de Rasputín como una señal inequívoca de que la tragedia sobrevolaba a su familia… y no se equivocaba. Se dice que pidió que le entregasen la camisa que llevaba Rasputín cuando lo asesinaron, y que la guardó como una reliquia religiosa. Tras la autopsia, el cuerpo de Rasputín fue enterrado en secreto dentro del complejo de palacios del zar, en presencia de Nicolás y Alexandra.

Poco después del crimen, las autoridades detuvieron a los conspiradores y los pusieron bajo arresto domiciliario. Como castigo, el zar condenó a Yusupov al exilio en Belgorod, una ciudad a más de mil trescientos kilómetros de San Petersburgo. Los intrigantes declararon que habían matado a Rasputín para salvar el trono ruso, pero lo cierto es que sus acciones no ayudaron mucho a la monarquía.

Las tensiones causadas por la Primera Guerra Mundial y el malestar interno no hicieron más que crecer en los meses siguientes. Tras la Revolución de Febrero de 1917 -apenas catorce meses después de la muerte de Rasputín-, el zar fue forzado a abdicar, poniendo fin a los tres siglos de dominio de la dinastía Romanov. El Gobierno Provisional revolucionario hizo prisioneros a Nicolás, a Alexandra y a sus cinco hijos.

Más tarde fueron exiliados, primero en Siberia y luego en Ekaterimburgo. Finalmente, en julio de 1918, los siete fueron ejecutados. El año anterior, el Gobierno Provisional encontró la tumba de Rasputín en el recinto palaciego de San Petersburgo y, para evitar que se convirtiese en un lugar de peregrinación, decidió quemar los restos de Rasputín. Para el pueblo ruso, que tanto lo había odiado, este fue el final perfecto para Rasputín.