Poco antes de su muerte -de la que este miércoles se cumplen 34 años-, lo vi una noche a Luca caminando por Hurlingham con una novia que nunca antes había visto. Lo llevaba -literalmente, esa chica lo llevaba a Luca- abrazado. Me impactó su delgadez. Su cuerpo bailaba dentro de una gastada remera blanca. Cuando pasaron a mi lado, esperé unos segundos, me di vuelta y miré a esas dos figuras que parecían caminar juntas hacia el incierto destino que sus pies decidieran llevarlos.

Luca Prodan murió a los 34 años y había vivido a toda velocidad: “No sé lo que quiero, pero lo quiero ya”. Sabía que hacía rato que la parca lo andaba buscando; que se la tenía jurada. Y cada vez que podía, lo decía: “Y yo me alejo más del suelo/ y yo me alejo más del cielo también”.

Cuando la maldita parca finalmente lo alcanzó, en 1987, Luca ya era un personaje importante del rock nacional y vivía en San Telmo, pero en Hurlingham lo sentíamos -y seguimos sintiendo- un poco nuestro. Había armado una banda con pibes del barrio, que –como él siempre decía- tocaban la guitarra encerrados en sus casas.

Un quijote punk que tenía algo magnético

La imagen del recién llegado Luca Prodan a Hurlingham, en los años finales de la dictadura, llamaba la atención. Había algo magnético en ese tipo que, como un quijote punk, recorría a toda hora la céntrica Avenida Jauretche (antes Eduardo VII, por la visita en 1925 del por entonces Príncipe de Gales a la pequeña localidad de aires y nombre ingleses en el oeste del Gran Buenos Aires).

Se lo veía sobre todo por las calles aledañas a la estación del ferrocarril San Martín, cerca del Barrio de los Ingleses. Hubo una época en la que casi todas las tardes pasaba caminando y charlando con el Bocha Sokol, flaquito y con el pelo corto.

Al principio andaba con una camisa blanca y una finita corbata de plástico color rojo. Raro look para esos años del rock vernáculo. Y encima, en la época en que los rockers tenían casi la obligación de tener el pelo largo, él era pelado.

“¿Y este tipo quién es?”, se preguntaban todos. Al poco tiempo, ya se había convertido en un personaje característico de Hurlingham, que podía pasar largos ratos charlando con cuanta persona se cruzara. Todos los que peinan canas en la ciudad bonaerense de nombre inglés tienen alguna anécdota con él. Es que sucedía algo extraño: Luca, que casi siempre andaba solo por las calles, parecía estar en todos lados.

A menudo iba hasta un comercio para mirar si habían vendido una calesita que se exhibía en la entrada y luego se quedaba conversando de los temas más insospechados con el vendedor, que se pasaba las tardes fumando en la puerta del local de artículos del hogar.

De bar en bar y de charla en charla

Tenía muchas rutinas. A la mañana bien temprano tomaba ginebra en un descangallado bar del andén de la estación ferroviaria de Hurlingham. En la puerta del bar siempre lo esperaban sentados como diez perros vagabundos.

Después de tomar ginebra y charlar -vaya a saber de qué- con los habitúes del modesto local, se pasaba a otro bar más grande de la estación, donde alrededor de las diez u once de la mañana almorzaba. Los perros lo seguían hasta allí y otra vez se sentaban a esperarlo en la puerta.

En ese bar, una vez me senté a su lado en la barra: comía pollo con una ensalada de zanahorias. También se acercó César, el mozo que lo atendía todos los días y eran medio amigotes, y Luca contó el por qué del juego de palabras entre next weeck y Nesquik, del potente tema NextWeeck. “Es que los fans cantaban Nesquik, ¿viste?”, explicó sobre el rumbo que había tomado la letra de la canción de Sumo.

También elogió a un grupo musical de mujeres de aquel entonces, que aparecían todo el tiempo haciendo playback en la televisión. “A mí me gustan Las Primas”, soltó de repente. “¿Cómo te van a gustar Las Primas? Son muy malas, es música comercial”, dije, queriendo plantar la bandera de roquero adelante del tipo que estaba cambiando el ADN del rock en estas pampas. “Me gustan las minas, boludo”, me contestó triunfante, como festejando que había caído en su trampa.

La pesada locomotora del San Martín ya entraba en la estación y como un reflejo condicionado de oficinista puntual inmediatamente me paré para tomar el tren. “Chau Luca”, me despedí. Con un extraño acento -mezcla de inglés, italiano, porteño y vaya a saber cuántas lenguas más- me contestó con un chau de singular sonoridad, como si estirara la letra a. “Chaaaau”, me sonó el saludo de Luca, que se mezclaba con el chirrido de las ruedas del tren.

Los primeros recitales de Sumo

Uno de los primeros recitales de Sumo se hizo en un viejo club de Hurlingham. Cuando la banda se equivocaba, Luca hacía parar el tema y volvían a empezar. Era como un ensayo con público.

Primero había tocado un dúo acústico (al estilo de Fantasía, aquel de “el Obelisco es un hombre mayor”) y después, como una jugarreta del destino, subió al escenario Sumo. La música era un tsunami que arrasaba con todo.

Nunca había escuchado un sonido parecido. Frase hecha, pero la más adecuada para explicar el descubrimiento de Sumo: me voló la cabeza. Sonaban distinto a todo lo que se podía escuchar en vivo en aquellos militares años. Y Luca era un cantante hipnótico. Un animal salvaje que sabía domesticar a la variada fauna que rodeaba el escenario. Tampoco se parecía en nada a los frontman del rock nacional.

Al tiempo tocaron en una esquina frente a la estación ferroviaria, en un local chiquito que estaba instalado en un sótano. La presentación fue el mismo viernes que el ministro alfonsinista Juan Vital Sourrouille había anunciado el Plan Austral. Con un amigo y su hermano mayor, que tocaba en la banda de reggae Oiga Diga y que en su casa ensayó Sumo durante un tiempo, entramos a un cuartito que funcionaba como apretado camarín. Allí estaba Luca sentado en una banqueta. Se había puesto un tampón en la cabeza e imitaba a Sourrouille: “El Austral, el Austral…”, repetía y enarbolaba las manos.

Al tercer tema, cayó la policía a pedir documentos. Roberto Pettinato -época de mameluco naranja y barba larga que terminaba en dos puntas- se sentó en un costado del salón a leer un libro con una linterna del tamaño de un lápiz. Ajeno a todo, como conociendo el final de la película. El recital se suspendió ahí mismo. No más reggae. No más rock. Luces prendidas y todos a la calle.

Los sábados de música con Arnedo y los plomos de Sumo

Los sábados que Sumo no tenía show, Luca y Diego Arnedo tocaban con los plomos de la banda, Sumito, en el pub María Castaña, que tenía un espacio al aire libre. Era como una ceremonia entre los pinos y paraísos del Barrio de los Ingleses, en la que Luca oficiaba de sacerdote ante los pocos fieles que lo seguían en esa primera época.

“Pensé que ibas a tener puestos mocasines”, le escuché una vez decirle a un adolescente prolijamente vestido, después de mirarlo de la cabeza a los pies y advertir que el chico llevaba zapatillas. “Yo usaba mocasines en una época”, le dijo.

Los músicos y plomos de Sumo llegaban ya entrada la noche, se sentaban entre la gente y cuando tenían ganas tocaban algunas canciones. Luca hablaba mucho entre tema y tema. “Mi hermana murió de eso”, decía siempre eufemísticamente en alusión a la heroína.

Con el tiempo llegó el recital del Astros -con mozo incluido arriba del escenario que le servía ginebra a Luca-, las luces de la calle Corrientes y la fama grande de la banda que había nacido entre las sierras de Córdoba y un pequeño pueblo con nombre inglés perdido en el conurbano.

El único ex integrante de la banda que de vez en cuando se ve ahora en Hurlingham es Germán Daffunchio, pero en las calles que Luca tanto caminó nunca falta alguna canción de Sumo que se escape desde una ventana o los sonidos de alguna banda que le brinda tributo. Además, siempre está latente, como en un paisaje onírico, la sensación de que en cualquier esquina puede aparecer Luca con sus fieles perros vagabundos, que lo siguen como una estela eterna.