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Últimos momento de Felipe II.

Foto: Oronoz / Album
Últimos momento de Felipe II.

Últimos momento de Felipe II.

Últimos momento de Felipe II. Óleo por Francisco Jover y Casanova. 1864. Palacio del Senado, Madrid.

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Curiosidades de la historia: episodio 128

Isabel I contra Felipe II, de aliados a enemigos

Pese a que en el inicio de su reinado llegó a proponerle matrimonio, el rey de España terminó viendo a Isabel de Inglaterra como una hereje a la que había que destronar.

Pese a que en el inicio de su reinado llegó a proponerle matrimonio, el rey de España terminó viendo a Isabel de Inglaterra como una hereje a la que había que destronar.

Últimos momento de Felipe II.

Últimos momento de Felipe II.

Últimos momento de Felipe II. Óleo por Francisco Jover y Casanova. 1864. Palacio del Senado, Madrid.

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TRANSCRIPCIÓN DEL PODCAST

Con sus 180 naves y un contingente de 10.000 soldados, la armada española que apareció frente a la costa del sur de Inglaterra en julio de 1554 era la más grande que se recordaba. Muchos ingleses temían su llegada: les preocupaba que su país cayese bajo el yugo del imperio más poderoso de Europa. Sin embargo, otros lo celebraban con júbilo porque, al contrario que otras armadas posteriores, la que echó el ancla en Southampton Water el 20 de julio de aquel año llegaba en son de paz. Con ella venía un príncipe de 27 años, rubio y de ojos azules.

El heredero de la monarquía española había sido enviado por su padre Carlos V para casarse con María Tudor, reina de los ingleses desde hacía un año. Hermanastra de María y segunda hija de Enrique VIII, Isabel debió de contemplar todo aquello con una mezcla de alivio y preocupación. Unos meses antes, un grupo de rebeldes protestantes, liderados por Thomas Wyatt, se había alzado en contra de aquel matrimonio e Isabel fue acusada de haber instigado la rebelión.

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Encerrada en una celda de la Torre de Londres, la princesa debería haber acabado del mismo modo que su madre, Ana Bolena, la primera de las esposas de su padre que fue víctima de la espada del verdugo. Sin embargo, Felipe no quería avivar más la ira de los protestantes y recomendó a la reina María que no procesara a su hermanastra, que entretanto había sido confinada en los aposentos, mucho más confortables, del palacio de Woodstock.

Matrimonio de conveniencia

Felipe acudía a regañadientes a Inglaterra para casarse con la hermanastra de Isabel, once años mayor que él y a la que llamaba «mi tía», puesto que era hija de su tía abuela, Catalina de Aragón. Por muchas razones habría preferido a Isabel, cuya juventud, inteligencia y belleza superaban a las de su avejentada y enfermiza hermana.

Pero Felipe era un hijo disciplinado y, como todos los enlaces reales, el suyo tenía más que ver con la política que con el amor. Su padre, Carlos V, quería forjar una alianza con Inglaterra por la vía del matrimonio, entre otras razones porque Francia, su gran enemigo, y Escocia estaban a punto de hacer lo mismo. Muchos ingleses se mostraban descontentos con esta boda. Eran protestantes, satisfechos por el hecho de que Enrique VIII hubiera cortado el vínculo entre la Iglesia de Inglaterra y Roma tras la negativa del papa a sancionar el divorcio del rey de Catalina de Aragón para casarse con Ana Bolena.

Durante el reinado de su hijo, el malogrado Eduardo VI, Inglaterra se había alejado todavía más de Roma y había puesto los cimientos de la reforma protestante. Como rey de Inglaterra, Felipe pronto empezó a revertir aquella situación, al tiempo que su mujer se ganaba el apelativo de María la Sanguinaria (Bloody Mary) por mandar a la hoguera a cientos de protestantes.

María adoraba a su joven y apuesto marido español, descrito por un observador como poseedor de un cuerpo de proporciones «perfectas, rostro agraciado y con la frente ancha, ojos grises, nariz recta y porte viril […] y de natural gentilísimo». Sin embargo, a pesar de las expectativas suscitadas por dos falsos embarazos –resultaron ser una hinchazón abdominal–, la reina María no tuvo hijos.

Un rey en defensa de la fe católica

Tras la boda, empezaron las intrigas para asesinar a Felipe, que fracasaron porque el príncipe pasaba poco tiempo en Inglaterra, pues prefería quedarse en las posesiones que su padre tenía en los Países Bajos. Fue allí donde se enteró, en 1558, de que su mujer se estaba muriendo. Su reacción fue tan pragmática como su matrimonio y enseguida pensó en las consecuencias políticas de la desaparición de María, esto es, en quién la sucedería en el trono. La candidata natural era Isabel, aunque no todos reconocían sus derechos.

Por ejemplo, el rey de Francia definía a Isabel como «una bastarda» no apta para reinar. Felipe, en cambio, la apoyó como heredera. Al final de aquel año, Isabel ya era reina de Inglaterra. Al rey de España le interesaba ante todo asegurarse la alianza de Inglaterra en la pugna que mantenía con Francia, y el mejor modo de lograrlo parecía ser de nuevo una alianza matrimonial; tanto más cuanto que Francisco, heredero del rey de Francia, acababa de casarse con María I de Escocia para forjar una unión que resultaba amenazadora para España.

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Las circunstancias personales de Felipe e Isabel parecían ser más propicias que en el caso de María Tudor. El heredero de la Corona española no sería insensible a la inteligente, pelirroja y seductora Isabel, seis años más joven.

En muchos aspectos, los dos jóvenes monarcas se parecían bastante. Ambos eran cultos y de mente inquieta, vestían –en aquella etapa de sus vidas– con el recato que se exigía tanto para los protestantes como para sus oponentes contrarreformistas, e incluso se parecían en sus aficiones: la caza, la cetrería y la equitación. Pero cuando Felipe propuso matrimonio a Isabel –afirmando que no habría de «tener menos cuidado de sus cosas, siendo de hermana a quien yo quiero tanto, que de las mías propias»– lo hizo exclusivamente por los mismos motivos políticos por los que se había casado con María.

Sin embargo, Felipe insistió en poner una condición a su enlace: Isabel debía abandonar cualquier apoyo al protestantismo. La reina se negó, y de este modo el español fue el primero de los muchos pretendientes rechazados por quien pasaría a la historia con el apodo de la Reina Virgen.

A pesar de todo, al parecer se separaron en buenos términos. Nada mejor que un enemigo común como Francia para mantener su amistad. Este entendimiento no se mantendría mucho tiempo. Tras la abdicación de su padre Carlos V, en 1556, Felipe II se convirtió en rey de España, los Países Bajos, los diversos dominios de Italia y las vastas posesiones en el continente americano.

España aparecía como la potencia hegemónica en Europa y ultramar, y también como la máxima defensora de la Iglesia católica, en unos años en que todo el continente se veía sacudido por las luchas religiosas provocadas por la difusión del protestantismo. Durante algunos años, Felipe II optó por mantener buenas relaciones con la Inglaterra protestante. Pero en 1566, el estallido de la revuelta de los Países Bajos, en la que los protestantes calvinistas tuvieron un gran protagonismo, cambió la situación.

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El gobierno español empezó a temer que Isabel prestara apoyo, financiero o militar, a los rebeldes. Además, llegaban a España noticias de la persecución que sufrían los católicos en Inglaterra, lo que en 1570 llevó al papa a excomulgar a Isabel e instar a los católicos a rebelarse contra ella y destronarla. En su lugar debían poner a la reina de Escocia, la católica María Estuardo, a la que desde 1568 Isabel mantenía en una prisión inglesa.

El enfrentamiento de Felipe con Isabel no era algo personal. El rey español compartía con la inglesa la idea de que los monarcas eran elegidos por Dios. De hecho, al principio Felipe se mostró molesto con el papa Pío V por haber excomulgado a Isabel y haber instado a los católicos a destronarla en 1570.

Pero él siempre fue un hombre muy devoto y un firme defensor de la creencia de que había que limpiar el mundo de cualquier herejía antes de la última venida de Cristo. Fue así como se convenció de que España debía intervenir en Inglaterra para «matar o prender a la Isabel y poner en libertad y en la posesión del reino a la [reina] de Escocia».

La empresa de Inglaterra

Empezó así a fraguarse la «empresa de Inglaterra», un proyecto de invasión y conquista del reino de Isabel. En 1571, Felipe ordenó a su mejor general, el duque de Alba, que reuniera un ejército de 6.000 hombres, y cuando el duque le respondió que era un disparate, el rey insistió en que se trataba de la voluntad de Dios.

Felipe afirmaba que Isabel ejercía una «tiranía» en su país, mientras que María Estuardo era la «legítima sucesora». «Su Majestad está volcado en esta empresa», escribió un consejero sorprendido de que incluso después de que Isabel hubiera descubierto la estrategia del rey español éste insistiera en seguir adelante. La invasión no se llevó a cabo entonces, pero la ruptura entre ambos países fue definitiva. Por su parte, Isabel tenía su reino bien controlado.

Su verbo florido, su vivo ingenio y su deseo de mostrarse ante el pueblo le reportaron popularidad y respeto. Además, la soberana presumía de su estirpe de pura cepa inglesa y el pueblo la llamaba «la buena reina Bess». Siempre conseguía enfrentar entre sí a los nobles del país y a los aliados extranjeros dejándoles entrever la posibilidad de casarse con ella, y a veces impresionándolos con su dominio de las lenguas –entre ellas, el francés y el italiano–, su vasta cultura y su capacidad para componer sonetos.

Sin embargo, fuera de sus fronteras, no podía competir con el creciente imperio de Felipe, en el que ya vivían cincuenta millones de personas y se extendía hasta las Filipinas, archipiélago bautizado así en honor del monarca. La población de Inglaterra ni siquiera alcanzaba los cuatro millones de habitantes.

Fracasado intento de invasión

Ante tal desequilibrio, Isabel recurrió a una nueva arma: la piratería. La mejor manera de mermar la riqueza de España e incrementar la de Inglaterra consistía en robársela. Muchos de los mejores piratas de la época eran avezados marinos ingleses como William Hawkins y Francis Drake. Isabel fomentaba su actividad, invertía en sus campañas y se enriquecía gracias a los saqueos practicados en los puertos comerciales españoles del Caribe y los ataques a las flotas que transportaban metales preciosos.

En 1585, Isabel era consciente de que Felipe II había puesto ya en marcha la operación de invasión de Inglaterra, por lo que recurrió decididamente a la piratería para «causar quebranto al rey de España». Ese mismo año, Drake saqueó numerosos puertos españoles en Cabo Verde y el Caribe, y dos años más tarde se dirigió contra la propia España realizando una destructiva incursión en Cádiz. Isabel acababa de despertar a una bestia peligrosa, puesto que los ingleses coincidían en que el ya veterano Felipe era «el monarca más potente de la Cristiandad».

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Dos semanas después de la incursión de Drake en Cádiz, Felipe decidió enviar a Inglaterra un nuevo tipo de armada. Estaba acostumbrado tanto a las aventuras arriesgadas como a acciones que controlaba obsesivamente hasta el último detalle. Por eso, cuando recuperó la idea de la «empresa de Inglaterra», insistió en supervisar los detalles de una campaña que incluiría el envío hacia las islas británicas de 130 embarcaciones cargadas con 30.000 hombres desde la península ibérica y el desembarco de otros 30.000 soldados procedentes de los Países Bajos. Los preparativos de la campaña absorbieron completamente su atención. «Son las diez y no he cenado ni levantado la cabeza en todo el día», se quejó el rey en una ocasión.

En mayo de 1588, zarpó de Lisboa su «grande y felicísima armada» (el sarcástico adjetivo de «invencible» se lo pusieron después sus enemigos). El plan era brillante y la armada era la más grande que jamás se había visto en aguas europeas, pero también tenía un punto débil. Felipe había establecido normas para impedir las borracheras, el juego y la sodomía a bordo de los navíos, pero no se había preocupado de la coordinación entre sus dos contingentes. El 30 de julio se avistó por primera vez la armada desde la costa de Inglaterra, con un orden de batalla en forma de media luna de tres millas de ancho. Los ingleses encendieron hogueras en lo alto de los montes con el fin de dar la alarma.

El 6 de agosto, la armada fondeó frente al puerto francés de Calais, con las costas de Kent a la vista para poder desembarcar. El ejército que la armada debía transportar estaba en Dunkerque, a sólo 40 kilómetros de allí, pero aún no estaba informado ni preparado. Así, la flota tuvo que aguardar durante 36 horas, un plazo que los ingleses aprovecharon para atacar con ocho brulotes, unas embarcaciones incendiarias cargadas de brea y azufre. Además, se desató una fuerte tormenta.

Cuando los comandantes españoles levaron anclas para esquivar los brulotes, se vieron luego incapaces de volver atrás. Pronto se dieron cuenta de que la misión era imposible y, aprovechando los únicos vientos que les eran favorables, decidieron volver a España siguiendo una peligrosa ruta alrededor de Escocia e Irlanda.

Cuando lograron llegar a buen puerto, la mitad del contingente había muerto y se había perdido un tercio de las naves. La famosa arenga de Isabel a sus tropas en Tilbury resultó innecesaria, pero la retrató para siempre: «Sé que mi cuerpo es el de una mujer débil y frágil –dijo–. Mas tengo el corazón y los redaños de un rey, de un rey de Inglaterra además, y vaya aquí mi desprecio al duque de Parma [capitán general de Felipe] o a España, o a cualquier príncipe de Europa, si osan invadir mi reino».

Choque de titanes

A Felipe lo había traicionado su talante obsesivo y compulsivo. También su Dios le había fallado. Sus enemigos se burlaban de él proclamando que «un viento protestante» había arrastrado a su armada. «Dios sopló y los dispersó», reza la medalla especial acuñada por Isabel. España se tiñó de luto. ¿Fue «la mayor pérdida que ha padecido España en más de seiscientos años a esta parte» (así la calificó un contemporáneo) una señal de que el rey había perdido definitivamente el favor de Dios, como algunos creyeron? El Imperio español seguía siendo inmenso e Isabel fracasaría en sus intentos de establecer colonias en América, pero aquello fue un punto de inflexión.

A lo largo del siguiente decenio ambos monarcas siguieron atacándose. En 1596, los ingleses hicieron otra incursión en Cádiz. Por otra parte, las guerras iniciadas por Felipe condujeron a España a la bancarrota. Cuando el monarca hispano murió, en 1598, España estaba negociando la paz con muchos de sus enemigos. Isabel, sin embargo, continuó en guerra y la paz entre ambos reinos no se firmaría hasta 1604, ya durante el reinado de su sucesor, Jacobo I.

En 1607, cuatro años después de la muerte de Isabel, Inglaterra fundó Jamestown, la primera colonia permanente en América. Así empezó a tomar forma un nuevo imperio, el británico, que sustituiría en la hegemonía mundial al que Felipe II había llevado a su máximo grado de poderío.