El peor enemigo del Papa

Federico Barbarroja, emperador de Alemania

Durante veinticinco años, Federico I luchó para imponer su autoridad como emperador a las ciudades rebeldes del norte de Italia, aliadas con el papa Alejandro III, quien consideraba que su papel espiritual estaba por encima del poder político imperial.

Friedrich barbarossa und soehne welfenchronik 1

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La familia imperial. En el Cancionero de Weingarten (1320), Federico I aparece entre dos de sus hijos: el futuro emperador Enrique VI y Federico, duque de Suabia. 

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En el día de la Natividad de la Virgen de 1148, un joven caballero de unos veinte años, apoyado en la balaustrada de popa de un barco, contempla cómo desaparecen en el horizonte los muros de San Juan de Acre, el más poderoso bastión cristiano en Tierra Santa. Es Federico, duque de Suabia. Vuelve a casa después de participar en la segunda cruzada en compañía de su tío y señor, el emperador Conrado III. 

La empresa ha terminado en un fiasco, pero Federico ha ampliado su visión del mundo. Se ha conmovido al pisar el suelo de Jerusalén, el lugar de la pasión de Jesús. Y ha podido conocer también a Manuel I Comneno, emperador de Bizancio. En su imponente capital, Constantinopla, entre los mármoles del espléndido palacio de Blaquernas, ha entendido qué es el imperio, qué es el poder. Un poder que muy pronto tendrá ocasión de conocer mucho más de cerca, porque también él se convertirá en emperador

Fridericus Rex

En efecto, Conrado muere en 1152, dejando como heredero un hijo de seis o siete años. Confía su tutela, junto con las insignias reales, a Federico de Suabia, su hasta entonces fiel sobrino. Éste es hijo de un Hohenstaufen –un gibelino, como se conoce a esta familia por su castillo de Waiblingen– y de una Welf –palabra cuya pronunciación hará que se conozca  esta estirpe como güelfos–. Desde hace treinta años, los duques de Suabia, los gibelinos, se disputan el reino de Alemania con los güelfos, señores de Baviera. 

Federico pone fin astutamente a esta situación. Llega a un acuerdo con su primo Enrique el León, señor de Baviera y de Sajonia, a quien el emperador Conrado había privado del ducado bávaro: reconoce sus derechos y, a cambio, obtiene su apoyo para hacerse con el trono germánico. Se trata de una jugada singular, que da pie a una diarquía de hecho, un gobierno de dos, ya que ser dueño de Baviera y Sajonia supone serlo de media Alemania. 

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En una muestra de su poder sobre la Iglesia alemana, Federico obligó a huir de Salzburgo (arriba) a Conrado de Babenberg, tío suyo y arzobispo de esta diócesis, por su apoyo al papa Alejandro III.

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De este modo, cuando los magnates se reúnen el 4 de marzo de aquel año en Fráncfort para elegir al nuevo monarca alemán, la cuestión está decidida de antemano: por todas partes resuena la aclamación de Fridericus rex, mientras los nobles suabos alzan a su joven duque sobre los escudos. Cinco días más tarde, Federico es coronado solemnemente rey de Alemania en la capilla Palatina de Aquisgrán –que acoge los restos del emperador Carlomagno– y recibe el título de rey de Romanos. 

Como soberano de Alemania tiene derecho a las coronas de Italia y Borgoña; estos tres son los reinos que forman el Imperio. Como rey de Romanos es el candidato legítimo a la corona imperial. Para ceñírsela, sin embargo, es necesario ir a Roma y hacerse coronar por el papa. En 1154 emprende el viaja a Italia para ello y se mete en un avispero del que no saldrá hasta dos décadas después.

Coronado en Italia

En Roma había calado la predicación del canónigo Arnaldo de Brescia a favor de una regeneración espiritual de la Iglesia. Su llamamiento era apoyado por el senado romano y por unos ciudadanos siempre en pugna por afirmar su autonomía frente a los pontífices. A resultas de esta oposición, el papa Eugenio III había tenido que abandonar Roma, y tanto él como su sucesor Adriano IV solicitaron la intervención de Federico para poder volver a la Ciudad Eterna. Éste llegó a Roma en junio de 1155, después de tomar la corona de rey de Italia en Pavía. 

I09 528 Reichskrone

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La corona imperial alemana fue forjada en el siglo X para la coronación de Carlomagno, actualmente se conserva en el palacio Hofburg de Viena.

El 18 de junio, el pontífice lo coronó emperador en la basílica de San Pedro, y Federico restableció el orden apoderándose de Arnaldo y entregándolo al representante de la autoridad papal, que lo quemó en la hoguera. Pero el entendimiento entre el papa y Federico no era perfecto: el soberano se había negado a servir de palafrenero del papa conduciendo su caballo del bocado y ayudándolo a desmontar, como requería la tradición del rey germánico. 

En ese gesto, Federico veía un acto de vasallaje y, celoso de la dignidad de su cargo, no estaba dispuesto a que su autoridad dependiera de la sanción de otro hombre, ni aunque éste fuera el representante de Dios en la Tierra. No en vano el abad Wibaldo de Stavelot, al servicio de Federico, definió a su señor en una carta al papa Eugenio III como alguien «deseoso de entrar en combate, ansioso de gloria y decidido a medirse en las más arduas empresas» y también «muy sensible a las ofensas». Una sensibilidad que se vería puesta a prueba repetidamente en tierras italianas.

Problemas italianos

Italia no sólo ocupaba los pensamientos de Federico por la corona imperial. Tenía la intención de fundar entre Italia, Alemania y Borgoña, sobre las tierras suabas de sus antepasados, un núcleo de poder que debía convertirse en la roca donde se asentaría su dominio; desde allí creía ser capaz de intervenir rápidamente en todo el Imperio. En esta política se enmarcó su enlace con Beatriz, princesa de Borgoña, en 1156. Tres años antes había obtenido de la Iglesia la disolución de su matrimonio con Adela de Vohburg por consanguinidad (eran parientes en sexto grado), una contrapartida de la ayuda prestada al papa Eugenio III contra Arnaldo de Brescia y los levantiscos romanos.

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La ciudad de Venecia, que en 1164 había apoyado una liga contra el emperador, fue escenario en 1177 de la reconciliación de Federico con el papa Alejandro III, su viejo adversario. En la imagen, la plaza de San Marcos.

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Pero los designios de Federico para con el norte de Italia chocaron con la posición de las comunas lombardas. Estas ciudades, acostumbradas a que la autoridad de los emperadores, absorbidos por las querellas intestinas en Alemania, se volviera cada vez más laxa, habían ganado una autonomía que no tenían ningunas ganas de perder. El soberano se proponía revertir esta situación, pero se le oponía un adversario formidable: Milán, la más poderosa de todas. 

En esta pugna, Federico podía contar con ciudades como Cremona y Pavía, embarcadas en una lucha sin cuartel contra la arrogante hegemonía milanesa en la región. En 1158, el emperador puso sitio a Milán. La ciudad tuvo que rendirse, y sus ciudadanos y religiosos desfilaron ante Federico en hábito de penitentes, con las espadas colgadas al cuello. Siguió la dieta de Roncaglia, en la que Federico estableció los derechos reales (sobre las calzadas, los cursos de agua, la moneda…) que le pertenecían como rey de Italia. No sólo eso. También impuso a sus representantes en el gobierno de las ciudades.

Cappenberger Barbarossakopf

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Se cree que este busto-relicario es una representación del emperador. Hecho en bronce dorado hacia 1160, posiblemente en un taller vinculado con Aquisgrán, se conserva en la iglesia parroquial de Cappenberg, en Westfalia. 

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Aquel no era el único contencioso que se planteaba a Federico en Italia. En Besançon, el cardenal Rolando Bandinelli le había entregado una carta del pontífice en la que se aludía a los beneficia atribuidos por el papa a Federico. El vago término beneficium tanto podía significar «favor» como «feudo» , y esta última fue la traducción del canciller imperial Reinaldo de Dassel, lo que implicaba que el emperador era vasallo del papa. Ello gustó poco a Federico y nada a los nobles alemanes presentes: el emperador tuvo que evitar que lincharan al cardenal. 

El cisma

El equívoco de Besançon no era inocente. Probablemente Rolando, decidido defensor de la llamada Libertas Ecclesiae, la «libertad de la Iglesia», pretendía alejar al papa de la órbita del emperador Federico, algo en lo que coincidía con una facción de cardenales que se alineaban con el soberano de los normandos de Sicilia, dueños de esta isla y del sur de Italia. Para Rolando, Federico estaba demasiado cerca de Roma, mucho más que el soberano sículo-normando, que también aspiraba a controlar Italia y cuyo oro contribuía a decantar en su favor muchas voluntades en la curia pontificia.

El incidente marcó el comienzo de una pugna entre Imperio y papado que involucró a toda la política italiana y mediterránea. Federico sostuvo que la corona imperial le había sido concedida directamente por Dios a través de los príncipes alemanes que lo habían elegido rey de Romanos. Dios entregaba al papa una espada espiritual, y al emperador otra temporal, lo que lo situaba en un plano de igualdad con el pontífice; no es de extrañar que el término «Sacro Imperio» provenga de los tiempos de Federico. 

Karl von Blaas   Friedrich Barbarossa belehnt Heinrich Jasomirgott und Heinrich den Löwen   2722   Kunsthistorisches Museum

Karl von Blaas Friedrich Barbarossa belehnt Heinrich Jasomirgott und Heinrich den Löwen 2722 Kunsthistorisches Museum

Federico junto a Enrique el León en un fresco de Karl von Blaas realizado en 1860. Belvedere, Viena.

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En 1159, cuando murió Adriano IV, el cardenal Badinelli, protagonista del incidente de Besançon y partidario de la supremacía del papado sobre el Imperio,  fue elegido pontífice como Alejandro III, al mismo tiempo que unos pocos cardenales partidarios de Federico elegían a un antipapa, Víctor IV.  

El cisma provocado por el emperador tuvo el efecto de unir a todos sus adversarios, desde Italia hasta Oriente: Alejandro III, Guillermo II de Sicilia y el soberano bizantino Manuel Comneno, viejo conocido de Federico, que conocía las ambiciones de éste sobre sus dominios. Desde Sicilia y desde Constantinopla llegaría el oro que alimentó un nuevo frente contra Federico: la revuelta de las ciudades lombardas.

Paz y cruzada

En 1162, Milán, rebelde de nuevo, había caído en manos del emperador, quien ordenó repartir a sus habitantes entre otras ciudades y mandó demoler sus muros, tarea a la que se entregaron con entusiasmo los aliados italianos de Federico: las gentes de Pavía, de Cremona, de Lodi... Pero el autoritarismo del soberano y la rapacidad de sus representantes en las comunas terminaron por unir a estos enemigos íntimos en la Liga lombarda. Nacida en 1167, nueve años más tarde sus milicias infligían a las tropas imperiales la derrota de Legnano.

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La capilla palatina de Aquisgrán. Construida por Carlomagno, aquí fue coronado Federico como rey de Alemania en 1152.

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A la crisis del poder imperial en Italia había contribuido la negativa de Enrique el León a prestar apoyo militar a su primo el emperador, y éste advirtió con claridad que tenía demasiados enemigos. De este modo, en 1177 llegaba a un acuerdo con el papa en Venecia y ponía fin al cisma, que había incluido la excomunión del emperador. En 1187 acordaba la paz con la Liga en Constanza: las ciudades mantenían su autonomía, pero reconocían la soberanía del emperador. Y, por fin, desplegó su jugada maestra: el matrimonio entre su propio hijo Enrique y Constanza, heredera de la corona de Sicilia. 

La battaglia di Legnano di Amos Cassoli

La battaglia di Legnano di Amos Cassoli

En la batalla de Legnano (arriba) Federico fue derrotado por las ciudades del norte de Italia, que le obligaron a concederles la autonomía pese a ser nominalmente parte del Sacro Imperio.

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Sólo restaba castigar a Enrique el León, que  fue condenado al destierro y privado de sus dominios. Y así, reconocida su autoridad en Italia y en Alemania, Federico marchó hacia Jerusalén, recién conquistada por el sultán de Egipto Saladino, al encuentro de su destino como miembro de la tercera cruzada. Pero el emperador no alcanzaría a ver de nuevo la Ciudad Santa por donde había caminado  cincuenta años atrás: pereció el 10 de junio de 1190, mientras se bañaba en el río Salef, al sur de Turquía.