El falso cuento de hadas de Francisco José y Sissi: un amor surgido de un flechazo (por parte de él) que a la emperatriz solo le trajo desgracias

Las películas de Romy Schneider fijaron en el imaginario colectivo el pastel de nata, la cursilería, el cuento de hadas falso contado para inocularse en el corazón de varias generaciones de jóvenes que soñarían con una Sisí que nunca existió. 
La emperatriz Isabel de Austria con un vestido de gala cortesano con estrellas de diamantes de Franz Xaver Winterhalter, 1865.

El 24 de abril de 1854 se casaban en Viena, rodeados del boato y el oropel más regios posibles, el emperador y la emperatriz de Austria. Eran Francisco José y Elisabeth –Isabel– “Sissi” o “Sisí”, la encarnación del cuento de hadas, una boda por amor surgido de un flechazo. Una parte era cierta, había habido flechazo, pero solo por parte de él. A ella, aquel amor y aquel matrimonio no le traerían más que infelicidad y desgracias, hasta incluso pasar a la historia como alguien que ella no fue y habría detestado. La vida de ambos fue todavía más evocadora que cualquier cuento, y más de un siglo y medio después, siguen fascinando a la  gente. 

Todo empezó con un intento de matrimonio concertado, que era prácticamente la única forma de casarse entre la aristocracia del siglo XIX. Lo arreglaron entre las futuras consuegras, que eran además hermanas, la archiduquesa Sofía y su hermana Ludovica. El novio al que buscaban casar era un dechado de virtudes. Nada menos que el káiser, el emperador de Austria, el joven de 22 años Francisco José: guapo, con buen carácter, educado, de buena disposición y al frente de un imperio Habsburgo que ocupaba media Europa. Había llegado al trono siendo tan joven de forma legítima, pero gracias a un atajo sucesorio (falta de descendencia directa de su antecesor, su tío) y por el buen hacer de su madre. Sofía era consciente de que su marido no poseía una inteligencia muy brillante sino más bien por debajo de la media así que, con la colaboración del ministro Metternich, educó a su hijo mayor desde siempre para que pudiese acceder al trono cuanto antes. Y así lo hizo, Francisco Carlos abdicó sin llegar a catar el poder, y su hijo Francisco José se convirtió en emperador en 1848, a los 18 años. Por supuesto, su madre siguió siendo una influencia decisiva en todos los aspectos de su vida, y esto implica incluso su vida íntima. Sofía se encargó de que “Franzi” frecuentase lo que se conocían como  “condesas higiénicas”, mujeres con las que poder mantener relaciones sexuales que le desfogasen y satisficiesen con garantías de salud y sin ninguna amenaza. Era lo habitual en su época. De hecho, en España, Isabel II se encargaría de que su hijo el futuro Alfonso XII perdiese la virginidad con la soprano Elena Sanz. Sofía vigilaba todo en la sombra. Cuando Franzi mostró una especial inclinación por la condesa Elisabeth Ugarte, se apresuraron a mandarla a visitar a su padre, bien lejos de Viena; y cuando en otra ocasión empezó a hacerle ojitos a una de sus primas, también llamada Elisabeth, que pertenecía a los Habsburgo de Hungría, Sofía le indicó a la joven que había llegado la hora de casarse… con otro. 

Cuando tomó la decisión de que su Franzi se casase, Sofía buscó en su propia familia a una princesa adecuada, y la encontró –o creyó encontrarla– entre las hijas de su hermana Ludovica, duquesa en (no de) Baviera. La elegida fue Elena, que tenía 19 años. Las hermanas se pusieron de acuerdo por carta y concertaron reunirse junto a sus vástagos el 15 de agosto de 1854 en la ciudad balneario de Bad Ischl, donde veraneaba la familia real. Allí acudieron Ludovica y sus dos hijas mayores, Elena y Elisabeth, apodadas Nené y Sisí. Se había previsto celebrar el 23 cumpleaños del emperador y de paso su compromiso con una prima a la que hacía cinco años que no veía y apenas conocía. Francisco José y Nené parecían estar conformes, entre resignados y emocionados, con lo que sus madres habían organizado para ellos. El emperador acudió a recibir a Elena, su proyectada futura esposa. Pero a la que vio de verdad fue a Sisí

El joven emperador Francisco José, ya emperador, retratado en 1851.

Elisabeth tenía entonces 15 años y apenas era una niña peinada con trenzas. Su presencia en Bad Ischl era en cierto modo casual, su madre quiso llevarla para distraerla porque estaba sufriendo un mal de amores. Se había enamorado de un conde perteneciente al séquito de su padre al que alejaron convenientemente para evitar disgustos. Como el resto de sus hermanos, Sisí se había criado entre Munich y el palacio de Possenhofen de una forma bastante libre y un poco salvaje, gracias al temperamento “original” de su padre, Max. Era una niña inteligente, muy sensible e imaginativa, que adoraba la naturaleza y que no había destacado ni por su responsabilidad ni por su interés en los estudios. Claro que las institutrices se habían volcado sobre todo en los niños y en Elena, la que se esperaba que se casase mejor, dejando un poco distraída la formación del resto. 

Pero cuando llegó el encuentro, Francisco José encontró a Elena bella, nada más. Al contemplar acto seguido a su prima pequeña, experimentó uno de esos flechazos propios de la mentalidad romántica que nadie esperaba de una situación así. Y todos los presentes en ese primer encuentro se dieron cuenta de que el káiser a quien hacía caso, con quien hablaba y a quien miraba con arrobo era a Sisí, no a Nené. Cuando se lo dijeron a su madre, Sofía, se mostró incrédula de que Franzi pudiese haberse fijado en “una muchachita que tiene los dientes amarillos”. Pero la decisión ya estaba tomada. Apenas dos días después de este primer encuentro, Franzi se encaró por una vez con su madre y le dijo que iba a casarse con Sisí. Al día siguiente, el 18 de agosto, durante el cumpleaños del joven, es Sisí la que ocupa el lugar previsto para su hermana, que se queda en shock y humillada. No está claro hasta qué punto Sisí era partícipe de ese amor tan decidido. La leyenda rosa lo pintó como un sentimiento mutuo, pero los historiadores más contemporáneos indican que más bien la joven se vio arrastrada por los acontecimientos y, simplemente, nadie le preguntó su parecer porque, en realidad, no cabía en la cabeza de nadie que ella tuviese una opinión. Como remachó la archiduquesa Sofía, “al emperador de Austria no se le da calabazas”.

En los ocho meses que pasaron desde que se prometieron hasta casarse, Sisí cumplió 16 años, fue entrenada para llenar los huecos de su descuidada educación, entre ellos aprender francés –en un rasgo excéntrico, su padre había decidido que aprendieran inglés– y recibió dos visitas de su novio Francisco José. También se  preparó su ajuar de la mejor forma posible. Cuando llegó a Viena lo hizo acompañada de 24 baúles que contenían 17 trajes de gala, 14 vestidos de cuello cerrado, 6 saltos de cama, 19 vestidos de verano, 4 miriñaques, 16 pelucas y cintas con plumas, 6 abrigos, 8 mantillas, 5 capas de terciopelo o paño grueso, 14 docenas de camisas, 6 docenas de combinaciones, 5 docenas de pantaloncitos, peinadores y saltos de cama, 6 pares de zapatos y 20 docenas de guantes. A la sociedad vienesa, sin embargo, le resultó ridículo e insuficiente para una mujer de su rango, y fue criticado con malevolencia por pobretona. 

Fotografía de la coronación, por Emil Rabending

Esa sería la menor de sus preocupaciones. La boda se celebró el 24 de abril por la tarde en la iglesia de los Agustinos. Y donde terminan los cuentos, empezó lo que algunos tildan de pesadilla. Muchos años después, Sisí le escribiría una carta a su hija María Valeria en la que definió lo que ocurrió aquel día con una vehemencia muy cruda: “El matrimonio es una institución absurda. Te venden a los quince años, cuando todavía eres una niña, y te obligan a hacer un juramento que no entiendes y del que te arrepientes durante treinta años, o aún más, pero que ya no puedes romper”. 

Los problemas, el choque de personalidades, de mundos, empezaron enseguida. Al día siguiente de consumar el matrimonio, tres días después de la boda, Elisabeth tuvo que desayunar con su madre y su suegra, y contarles lo referente a su pérdida de virginidad. La noticia fue celebrada en toda la corte, como era natural entonces. Pero Elisabeth tenía otro sentido de la intimidad y la privacidad, uno que desde luego no era de ese entorno, y vivió la situación con vergüenza y espanto. Sobre las relaciones sexuales de aquella primera etapa, un biógrafo teorizaría con delicadeza sobre “el amor excesivamente ardoroso de Francisco José, quien, quizá guiado por los fáciles encuentros que sus fieles le procuraron con damas alegres, ha entendido los deberes conyugales a su manera, un tanto militarista y retozona”. Otros, menos sutiles, diagnosticarían sin reparo que Sisí era frígida. 

Pronto fue evidente que ser Elisabeth y ser emperatriz eran dos posiciones antagónicas. La corte vienesa era una de las más rígidas de Europa, con un protocolo estricto. Ella, acostumbrada a una vida mucho más libre, con una sensibilidad muy marcada y enemiga de todo fingimiento o enredo social, la detestaba. Aquella era una corte casi del antiguo régimen, rancia, conservadora, catoliquísima e hiper protocolaria, pues seguían el protocolo español, uno de los más rígidos. Esto provocaba que la vida cotidiana estuviese sujeta a mil pequeñas reglas e intermediarios que a ella, la emperatriz, le resultaban insoportables. Si un día quería desayunar en cama o trataba a su suegra de tú, se desataba un drama de proporciones cósmicas. Elisabeth, simplemente, apenas podía estar sola sin un montón de damas que la rodeaban, escrutaban y muy pronto criticaban. A su alrededor había una falta absoluta de privacidad, considerada un invento burgués del siglo XIX. La pareja imperial era la encarnación de la corona, y por tanto, todo lo que hacían era público, para horror de Sisí.

Desde luego, nada se le escapaba a su suegra. Según le diría Elisabeth a su amiga María Festetics, recogido por Brigitte Hamann en su libro Sisi, emperatriz contra su voluntad, “yo vivía temiendo que llegase la archiduquesa. Y venía todos los días, a cada hora, para espiar lo que hacía. Estaba totalmente a merced de aquella malvada mujer. Todo lo que yo hacía le parecía mal. Hablaba despectivamente de todas las personas que a mí me gustaban. Lo averiguaba todo, porque espiaba continuamente. La casa entera la temía, y temblaba ante ella”. Cuando nacieron sus dos primeras hijas, Sofía y Gisela, su suegra le vetó todo el acceso a su educación, considerando –con cierto criterio- que ella era la que estaba más capacitada para convertirlas en “auténticas Habsburgo”. Elisabeth no podía ni acceder a sus hijas cuando quería, y las habitaciones de las pequeñas estaban al lado de las de su suegra, no de las suyas. Acabó renunciando a rebelarse contra esa situación. Y cuando lo hizo, las consecuencias resultaron ser terribles.

La emperatriz Elisabeth con sus dos hijos y un retrato de la difunta archiduquesa Sophie Friederike, 1858

Elisabeth enseguida adoró Hungría, la cultura magiar, el idioma y la población de un país que veía a Austria como un yugo del que sacudirse. Intercedió en varias ocasiones a favor de rebajar la represión sobre el país, e incluso su palacio favorito, el único en el que le gustaba estar, era el de Gödollö, en Hungría. Esta afinidad era problemática, porque iba de la mano de ponerse de parte de los independentistas húngaros y de las corrientes más liberales que chocaban con la política de Viena. Cuando la pareja imperial fue a hacer un viaje por Hungría, en 1857, Elisabeth insistió en llevarse a sus dos hijas, contra los deseos de su suegra. Por una vez, se salió con la suya. Sin embargo, durante el viaje, las niñas contrajeron fiebres. Gisela se recuperó, pero Sofía no, y falleció. Elisabeth se culpó de la muerte de su primogénita, y cuando nació Rodolfo, el ansiado heredero al trono, al año siguiente, no estaba en condiciones de atenderle.

Pronto Sisí declaró estar enferma. Se fue a Madeira después de su cuñado Maximiliano le hablase maravillas de la isla portuguesa, que en aquella época no podía ser un lugar más lejano e ignoto, y funcionó. No se sabe exactamente qué padecía, y se baraja algún desorden psicosomático o una depresión, pero cambiar de aires le vino bien. Fue el primer paso para que Elisabeth se construyese su propio mundo, uno errante, como viajera incansable, siempre en busca de la belleza, los paisajes naturales y el estímulo intelectual. Empezó a ser la emperatriz rebelde en una época en la que la rebeldía no estaba en absoluto bien vista. La corte de Viena pasó a aborrecerla por sus desplantes. No tenía sentido una emperatriz que en vez de estar donde se la requería, y con su marido y sus hijos, prefería pasarse los días en Grecia o en Suiza, viajando con un cortejo nulo, intentando evitar todo encuentro con las autoridades y preferiblemente de incógnito. Para sus detractores, aquella era una actitud irresponsable y egoísta, cuando no malvada, o propia de una loca. En esta mezcla de fascinación y animadversión también influye mucho que la emperatriz era muy hermosa. Aquella jovencita vivaz y algo atolondrada que conquistó a Franzie se convirtió en una de las grandes bellezas de su época, tanto que atraía a admiradores deseosos de contemplarla, aunque ella enseguida empezó a rehuir Viena todo lo que pudo. El mito y las elucubraciones en torno a su figura nacen de entonces, de esa Sisí errante que pasa cada vez más tiempo recorriendo el mundo, que no fue a Tasmania porque su marido, en general comprensivo, se lo prohibió. Francisco José tenía una mentalidad mucho más cuadriculada y burocrática que su esposa, y parecía satisfecho y feliz con la responsabilidad que le había tocado: largos despachos ocupándose de los asuntos de su inmenso territorio y periódicas guerras y conflictos con potencias extranjeras que se saldaban de forma desigual. Elisabeth, sencillamente, no encajaba en el lugar ni en la época que le tocó vivir. Y desde luego, el puesto de emperatriz se daba de bruces con su carácter y personalidad. 

Un carácter y personalidad que ha sido escrutado y analizado miles de veces y que cada época, en cierto modo, interpreta a su manera. Sus contemporáneos como una mujer egoísta, cuando no decididamente loca, obsesionada por su belleza, que huyó de las fotografías y los retratos desde que cumplió 35 años y se tapaba la cara con un velo azul o un abanico para que no la reconociesen. Como escribe Ángeles Caso, “peor que la leyenda negra es la leyenda rosa”. Las películas de Romy Schneider de Sisí emperatriz fijaron en el imaginario colectivo el pastel de nata, la cursilería, el cuento de hadas falso contado por enésima vez para inocularse en el corazón de varias generaciones de jóvenes que soñarían con una Sisí que nunca existió. Más recientemente se ha teorizado con que sufría anorexia. Durante gran parte de su vida tuvo una cintura de 45 centímetros midiendo 1,72 y; su dieta era exigua, apenas bebía leche y filetes exprimidos, caminaba durante horas sin desfallecer y fumaba muchos puros y cigarrillos. Practicaba gimnasia de forma incansable, se hizo instalar en todos sus palacios modernos aparatos de gimnasia. En el palacio de Hofburg, en Viena, pueden verse las reliquias de Sisí como una santa laica de su tiempo, además de las espalderas y demás, sus objetos de belleza, el  instrumento con el exprimía la sangre de los filetes e incluso su retrete.

© Keystone-France/Gamma-Rapho

Ninguna de estos mitos se centró su vertiente intelectual. Elisabeth aprendió griego moderno fruto de su amor por el país, como correspondía al estilo germánico (en aquella época, por resumir, los ingleses se enamoraron de Italia y los alemanes de Grecia). En Corfú mandó erigir un palacio de estilo helenístico un poco en la línea de los castillos que su primo Luis II, el rey Loco, construyó en Baviera. Era una admiradora rendida de Heine (judío, antiprusiano y exiliado político), del que diría “lo que amo de él es su ilimitado desprecio de sus propios rasgos humanos, y la tristeza que le infundieron las cosas terrenales”. Tradujo a Schopenhauer y La tempestad de Shakespeare al griego, y escribía sus propias poesías que publicó anónimamente -solo seis ejemplares entregó a personas de su confianza-, que hoy son leídas como una suerte de diario. Adoraba navegar y la equitación, hasta que dejó de montar a caballo para centrarse en caminar, subir a montañas y contemplar atardeceres. En una ocasión mandó que la atasen al mástil de un barco para poder presenciar una tormenta en alta mar con toda su crudeza. Buscaba su refugio, en fin, en el mundo del arte, la cultura y la naturaleza, y desde luego, le hacía falta encontrar ese refugio, porque pronto la heroína de novela rosa devino en protagonista de una historia de terror gótico

Las tragedias la acompañaron desde aquella prematura muerte de su hija Sofía, con solo dos años. Su cuñado, el querido Maximiliano murió en México tras una performance de ser emperador, y su esposa Carlota se volvió loca. Una de sus hermanas, Sofía, murió quemada en el incendio del pabellón de la Caridad en París, y su primo Luis II, con el que mantenía una relación tan complicada como querida, que la consideraba un alma gemela y era todavía más desgraciado que ella, murió no se sabe si asesinado, en un accidente o por suicidio en el lago de Starnberg. Pero lo más dramático, porque tuvo graves consecuencias para el devenir del imperio, fue lo que le ocurrió a su hijo Rodolfo. Como era el heredero, su abuela, la archiduquesa Sofía, había encomendado su cuidado a un preceptor tan duro y violento que utilizaba herramientas para endurecer su carácter del estilo de dejar al niño solo y decirle que había un jabalí salvaje suelto o entrar en su habitación de noche despertándole pegando tiros al aire. Cuando un testigo se chivó a Elisabeth, ella tomó cartas en el asunto de forma inmediata, coaccionando a su marido para obligarle a despedir al preceptor. Fue una de las pocas veces en las que desafió a su suegra y desde entonces ella misma se encargó de seleccionar a los maestros de Rodolfo solo por su inteligencia y cultura, independientemente de su rango o su orientación política. Rodolfo creció muy inteligente, pero tan sensible y lleno de conflictos internos como su madre. El principal era su categoría de heredero al trono y su íntima convicción de que la monarquía era un sistema injusto y obsoleto, especialmente la austrohúngara, que consideraba demasiado conservadora, dominada por la iglesia y por los círculos antisemitas. 

Su matrimonio con Estefanía de Bélgica no fue feliz. Tuvieron una hija, pero después de que Rodolfo le contagiase a su esposa gonorrea, la joven quedó estéril. Fue el fin de su vida conyugal. Mientras, para tratarse de esta y otras enfermedades, Rodolfo empezó a usar morfina y cocaína. No está claro si padecía algún tipo de trastorno, una enfermedad mental, una depresión o un interés mórbido por la muerte muy de su época. En cierto momento su obsesión por las armas dio un giro hacia planificar su suicidio. Se lo propuso en una ocasión a una amante, que reaccionó espantada, pero cuando conoció a la jovencísima María Vetsera, enamorada de él desde antes de conocerle, encontró un espíritu lo bastante romántico o ingenuo para dejarse convencer. El  30 de enero de 1889 los encontraron muertos en el pabellón de caza de Mayerling. La conmoción en el imperio fue total, y el deseo de ocultar lo que pasó para evitar el escándalo y poder enterrar a Rodolfo cristianamente dio pie a una rumorología que todavía no se ha extinguido. Parece claro lo que ocurrió, un suicidio pactado en el que él disparó primero a ella y luego a sí mismo, pero el aura de leyenda sigue asociado al nombre de Mayerling. Tras la muerte de Rodolfo, Elisabeth dejó de escribir poesía y pasó a vestir siempre de negro.  

En este suceso casi inexplicable, algunos quisieron cargar las culpas, como siempre, sobre la madre, acusándola de haberse ocupado muy poco de su hijo en vida. Fue ella la que le dio la noticia a su marido y también a la madre de María Vetsera. Francisco José la apoyó públicamente en un discurso ante el Senado tras la pérdida del heredero, declarando que ella había sido un gran apoyo y que “nunca le agradeceré lo bastante al cielo que me haya dado semejante compañera”.  Parecían haber encontrado la armonía en su relación inusual y de apenas convivencia. Con tanto trajín, viaje y búsqueda constante de libertad, no tardó en rumorearse que Elisabeth había mantenido romances extramatrimoniales. Pero lo cierto es que si existieron, nunca pasaron de platónicos. Se citaron los nombres de Nikolaus Estérhazy y el jinete inglés Bay Middleton. Incluso se la vinculó con Luis II de Baviera –que en realidad era homosexual–. Su profesor de griego, Cristomanos, que quedó fascinado por ella, también fue “sospechoso”. En vida de la emperatriz, el rumor que resultó más hiriente fue que tenía una relación con el conde húngaro Andrássy y, más todavía, que este era el padre de su hija menor, María Valeria. De hecho, Elisabeth la llamaba “mi hija húngara” porque había nacido en ese país. María Valeria, que conoció los rumores, detestaba ese apodo aunque siempre se llevó muy bien con su madre. Para Sisí, la niña fue su última oportunidad de ejercer la maternidad después de que a sus hijos mayores los educase su suegra, y el vínculo entre ambas fue estrecho, de confidencias y sinceridad. Como por casualidad María Valeria resultó ser la hija de Francisco José que más se le parecía, los rumores sobre la supuesta paternidad de Andrássy disminuyeron con el tiempo. 

Aunque no hay pruebas ni sospechas con fundamento de las infidelidades de Elisabeth, otro cantar son las de Francisco José. Hay varias amantes documentadas durante 1859 y 60 y se especula con que fueran un detonante para la enfermedad y partida de Sisí a Madeira. Los affaires no pasaron a mayores hasta que conoció a Anna Nahowski paseando por los jardines de Schönbrunn, que estaban abiertos al público. Anna estaba entonces divorciada y casada por segunda vez con un ferroviario. Estuvieron juntos nada menos que 14 años, del 75 al 89, y tuvieron varios hijos. El emperador se ocupó de mantenerlos con generosidad, y más generosidad tuvo todavía cuando rompió con Anna, otorgándole como “regalo” 200.000 florines. El final de la relación llegó por una razón sencilla: apareció la actriz Katharina Schratt en el horizonte. Ella tenía 33 años, el emperador 55, y su relación fue estable, apacible y reconocida por los suyos de la más burguesa y a la vez antiguo régimen de las maneras. Katharina recibió regalos lujosos, una pensión anual, su marido fue despachado a Túnez con un cargo de vicecónsul y todos contentos con la situación, incluida la misma emperatriz. Si aquel plácido romance se mantuvo durante tantos años fue, en gran parte, gracias al apoyo decidido de Elisabeth. De un modo poco convencional, ella se encargó de que aquello prosperara porque consideraba que era positiva para su marido y porque, quizá, se sentía culpable por su ausencia, lo bastante como para tragarse los posibles celos. Cuando Elisabeth visitaba a Francisco José, cenaban a menudo los tres juntos, como un menage a trois bien avenido, y a sus hijas les escribió en alguna ocasión que, si ella fallecía antes, él haría bien en casarse con Katharina. No lo hicieron, pero estuvieron juntos hasta la muerte del emperador.

Elisabeth falleció antes que su marido, sí, y de una forma sorpresiva y absurda. Ocurrió el 10 de septiembre de 1898, cuando se encontraba en uno de sus lugares favoritos, Ginebra, junto al lago Lemán. Salió del hotel Beau Rivage junto a su dama de compañía, la baronesa Irma Sztáray. Compró algunos regalos para sus nietos y se dirigía a tomar el barco a vapor que la llevaría a Montreux cuando un joven desconocido chocó con ella y la tiró al suelo. Irma la ayudó a levantarse, hubo un poco de confusión, pero Elisabeth aseguró estar bien y continuó caminando con su paso rápido hacia el barco. Al cruzar la pasarela, ya a bordo, se desmayó. Varios marineros acudieron a auxiliarla, le dieron un terrón de azúcar mojado en coñac y pareció volver en sí. El barco, mientras, había partido ya y se encontraba surcando el lago. Una segunda vez volvió a perder el conocimiento. Cuando Irma y una enfermera le desataron las cintas del corsé, encontraron en la blusa una mancha de sangre pequeña, bajo el pecho. Le habían clavado un arma en el corazón. Sin remedio posible, Elisabeth de Austria falleció poco después. 

El asesino, Luigi Lucheni, de 26 años, fue detenido sin resistencia, confesó el crimen, negó cualquier tipo de conspiración o implicación de terceros, fue condenado a cadena perpetua –para su disgusto, pues quería haber sido condenado a muerte– y escribió sus memorias en prisión. Parecía destinado a las desgracias desde su llegada al mundo, aunque su historia no tenía nada de extraordinario ni fuera de lo común en su época. Había nacido en París, donde su madre, Luisa Lucheni, soltera y embarazada de Rocco, el hijo de su amo, había huido para escapar del oprobio. Ella le abandonó, emigró a América, y el niño se crio en orfanatos y casas de acogida entre Francia y Parma. Mendigó para un ciego, como el Lazarillo, “alquilado” por uno de sus padres de acogida. A los catorce años se escapó, fue arrestado por vagabundeo en varias ocasiones, emigró a Suiza a trabajar como albañil y, en lo que parecía un giro prometedor, se enroló en el ejército italiano. Su comportamiento allí fue impecable, pero al terminar, tras tres años de servicio, tenía en teoría derecho a un puesto público como funcionario que solicitó (el de guardián de prisiones) pero nunca le fue concedido. De ese resentimiento, de esa sensación de afrenta, nace, según Gonzalo Ugidos en su libro Grandes venganzas de la Historia, su afiliación al anarquismo. Probablemente también tuvo mucho que ver el resentimiento de clase surgido de volver a trabajar como albañil y aún así pasar hambre y penurias, todo esto en un entorno que ya era entonces conocido como lugar de descanso y retiro de las clases más altas, en Suiza. En algún momento simpatizó con el anarquismo, que en aquel momento hacía estragos con atentados por todo el mundo. De hecho, en el 97, Cánovas del Castillo por el italiano Michele Angiolillo. Como tantos otros, Lucheni fantaseó con acabar con el rey Humberto I de Italia, por la brutal represión a las protestas de Milán (otro anarquista lo haría por él). Otros biógrafos esgrimen que Lucheni era un desequilibrado que buscaba notoriedad y pasar a la historia por acabar con alguien, no tanto que poseyese un visión política radical. En cualquier caso, decidió atentar contra alguien sin saber todavía contra quién, así que se compró una lima en un mercadillo y con ella y un trozo de madera se fabricó un arma. Decidió que su víctima sería el príncipe Enrique de Orleans, pretendiente al inexistente trono de Francia, que tenía previsto visitar Ginebra. Sin embargo, el príncipe cambió de planes a última hora, de lo que Lucheni se enteró leyendo el periódico. En las mismas páginas se informaba que quién sí estaría en la ciudad sería la emperatriz Elisabeth. Como siempre, viajaba sin apenas escolta ni protección, intentando pasar desapercibida. Así que cambió de objetivo. Al fin y al cabo, era la cabeza visible del imperio austrohúngaro, aunque ella hubiese preferido desaparecer y odiase aquel mundo casi tanto como su asesino. Lucheni la reconoció “por su porte regio” y por la deferencia con la que la trataba su acompañante. No dudó, se dirigió hacia ella y la apuñaló. En 1910, al terminar de escribir sus memorias, tras más de una década encarcelado, Luigi Lucheni se colgó con su cinturón en su celda.

Interpretación de un artista del apuñalamiento de Elisabeth por el anarquista italiano Luigi Lucheni en Ginebra, el 10 de septiembre de 1898

A semejante muerte solo le faltaba un aderezo: la historia de que poco antes de morir Sisí había visto a la dama de blanco, la leyenda que perseguía a los Habsburgo y presuntamente les anunciaba su muerte. El cortejo fúnebre desde Ginebra a Viena no fue multitudinario, aunque al entierro acudieron las personalidades obligadas por el protocolo. Fue enterrada en la cripta de los Capuchinos, un lugar solemne que le había producido desazón y temor, aunque ella querría haber sido, romántica hasta el final, enterrada en Ítaca, debajo de un olivo. Aquella muerte trágica y horrible sería valorada por su propia hija María Valeria de otra forma: “Ha sucedido como ella siempre quiso, con rapidez, sin dolor, sin largos, terribles días de sufrimiento para los suyos”. Ángeles Caso escribe en su libro dedicado a Elisabeth: “Aquella fue una gran muerte. Ella siempre adoró caminar, y la vida se le fue caminando. Siempre amó los barcos, y expiró a bordo de uno. Siempre quiso ser una ciudadana anónima, y murió como una, sin archiduques ni cardenales a los pies de una cama con dosel. Siempre detestó ser emperatriz, y fue asesinada en nombre de un credo que proclamaba la inexistencia de todo rey”. 

Francisco José permaneció como viudo, aunque en la compañía secreta de Katharina, durante los 18 años que le quedaban de vida. El suyo fue el reinado más largo de todos los Habsburgo, superando a su ilustre antecesora María Teresa, la titana de la dinastía, que tuvo quizá mejor suerte con la época que le tocó vivir. Aunque si ella no llegaría a ver a su hija María Antonieta decapitada por la guillotina durante la revolución francesa, él tampoco llegó a ver el final de su imperio, un ente sujeto con pinzas que estaba a punto de derrumbarse. Todo aquello estaba envuelto en una decadencia muy fin de siglo, y era imposible no pensar que el anciano Francisco José y el mundo austrohúngaro eran la misma cosa. Este sentimiento se muestra en novelas como La marcha Radetzky, donde escribe Joseph Roth que él “parecía estar encajonado en una ancianidad  gélida e imperecedera, como una coraza hecha de un cristal sobrecogedor”. 

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Todo saltó por los aires cuando el heredero al trono tras la muerte de Rodolfo, Francisco Fernando y su esposa fueron asesinados en Sarajevo el 28 de junio de 1914. Las balas de Gavrilo Princip daban comienzo a la Gran Guerra y al siglo XX. Pero Francisco José no llegaría a presenciar la derrota de su país ni el fin de la casa de Habsburgo, falleció el 21 de noviembre de 1916 en su palacio de Schönbrunn, de forma plácida y serena. Su sucesor, su sobrino-nieto Carlos I, fue el último emperador de Austria durante apenas dos años. 

Francisco José era un símbolo de un mundo que se moría, que terminaba para siempre. Elisabeth era un espíritu rebelde que nunca encajó en su época. Quizá por eso parecemos estar empezando solo ahora a comprenderla.