Campbell, Joseph - El poder del mito.pdf
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Joseph Campbell

en diálogo con

Bill Moyers

El poder del mito

C O L E C C I Ó N R E F L E X I O N E S

EMECÉ EDITORESBarcelona

Título original: The Power of Myth

Traducción: César Aira

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© Emecé Editores, Barcelona, 1991

Emecé Editores, c/E. Granados 114, 08008 Barcelona. Tel. 415.71.00

Reservados todos los derechos. Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del "Copyright", bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.

ISBN: 84-7888-066-6

Depósito legal: B-34.699-1991

Printed in Spain

Fotomecánica: M.D. S.A., c/ J. Vayreda, N 17, Pol. Ribó, 08911 Badalona Compaginación: José Neira, La Floresta, Barcelona. Tel. 674 17 63 Impresión: Romanyá-Valls, Pl. Verdaguer 1,08786 Capellades, Barcelona

A Judith, que ha escuchado mucho tiempo la música

*

Indice

Introducción 13

1. El mito y el mundo moderno 27 2. El viaje interior 71 3. Los primeros narradores 113 4. Sacrificio y bienaventuranza 139 5. La aventura del héroe 179 6. El don de la Diosa 235 7. Cuentos de amor y matrimonio 259

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Esta conversación entre Bill Moyers y Joseph Campbell tuvo lugar en 1985 y 1986, primero en el Rancho Skywalker de George Lucas, y después en el Museo de Historia Natural de Nueva York. Muchos de los que leímos la transcripción original quedamos asombrados por la riqueza y la abundancia del material vertido en las veinticuatro horas de filmación, gran parte del cual debió ser cortado para realizar la serie de seis horas que se emitiría más tarde por televisión. La idea de un libro ha surgido del deseo de poner este material al alcance no sólo de quienes vieron la serie sino también de todos cuantos han admirado a Campbell a través de sus libros durante muchos años.

Al compilar este libro, me he propuesto ser fiel al fluir de la conversación original, al tiempo que he aprovechado la oportunidad de intercalar material adicional sobre el tema, trayéndolo de cualquier sitio donde apareciera en la transcripción. En la medida en que ello ha sido posible, he seguido el formato de la serie de televisión. Pero el libro tiene su propia forma y espíritu, y ha sido pensado como un complemento de la serie, no como una réplica. El libro existe, en parte, porque esta conversación es un intercambio de ideas tan digno de presenciarse como de ser objeto de reflexión.

Pero, sobre todo, este libro existe porque Bill Moyers estuvo siempre dispuesto a encarar el fundamental y difícil tema del mito, y porque Joseph Campbell respondió con reveladora sinceridad a las penetrantes preguntas de Moyers, sinceridad basada invariablemente en una vida entera de convivencia con el mito. A ambos les estoy muy agradecida por la oportunidad de disfrutar de este encuentro. Deseo también expresar mi reconocimiento a Jacqueline Kennedy Onassis, asesora de la editorial Doubleday, cuyo interés en las ideas de Joseph Campbell fue el impulso inicial para la publicación del libro. También estoy en deuda con Karen Bor- delon, Alice Fisher, Lynn Cohea, Sonya Haddad, Joan Konner y John Flowers por su apoyo, y especialmente con Maggie Keeshen por las muchas veces que ha mecanografiado el manuscrito y por su pericia como correctora. Asimismo, agradezco a Judy Doctoroff, Andie Tucher, Becky Berman y Judy Sandman la ayuda que me brindaron en el transcurso de la redacción del manuscrito. Finalmente, Bill Moyers y Joseph Campbell leyeron el manuscrito y me hicieron muchas sugerencias útiles; pero sobre todo les agradezco que

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Betty Sue Flowers Universidad de Texas, Austin

INTRODUCCIÓN

Después de la muerte de Joseph Campbell, durante semanas todo lo que veía me traía a la memoria su recuerdo.

Al salir del metro en Times Square y sentir la energía de la muchedumbre, sonreía recordando la imagen que una vez había concebido, precisamente allí, Joseph Campbell: «La más reciente encarnación de Edipo, el romance ininterrumpido de la Bella y la Bestia, está esta tarde en la esquina de la calle Cuarenta y Dos y la Quinta Avenida, esperando que cambie el semáforo».

Tras ver la última película de John Huston, Los muertos, basada en un cuento de James Joyce, volví a pensar en Campbell. Una de sus primeras obras importantes fue una clave para

Finnegans Wake. Lo que Joyce llamaba «lo grave y constante» en

el sufrimiento humano era para Campbell un tema central de la mitología clásica. «La causa secreta de todo sufrimiento», decía, «es la mortalidad misma, que es la condición primordial de la vida. No se la puede negar si se quiere afirmar la vida.»

En una ocasión, hablando del tema del sufrimiento, mencionó juntos a Joyce y a Igjugarjuk. «¿Quién es Igjugarjuk?», le dije, casi sin poder pronunciarlo. «Ah», respondió Campbell, «era el chamán de los caribú, una tribu al norte de Canadá, quien decía a los visitantes europeos que la única verdadera sabiduría "vive lejos de los hombres, en la gran soledad, y sólo puede obtenerse mediante el sufrimiento. Únicamente la privación y el sufrimiento abren la mente a todo lo que permanece oculto para los demás".»

«Por supuesto», dije. «Igjugarjuk.»

Joe pasó por alto mi ignorancia. Habíamos dejado de caminar. Le brillaban los ojos cuando dijo: «¿Te imaginas una larga velada alrededor del fuego con

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Joyce e Igjugarjuk? ¡Eso es algo que me habría gustado ver!».

Campbell murió un día antes del vigésimo cuarto aniversario del asesinato de John F. Kennedy, tragedia que había analizado en términos mitológicos durante nuestra primera reunión años atrás. Ahora, cuando vuelve ese melancólico recuerdo, les hablo a mis hijos mayores sobre las reflexiones de Campbell al respecto. Describió el solemne funeral oficial como «un ejemplo del alto servicio que presta el ritual a una sociedad» al evocar temas mitológicos cuya raíz se hunde en las necesidades humanas. «Esta era una ocasión ritualizada, estrictamente necesaria desde el punto de vista social», había escrito Campbell. El asesinato, a plena luz del día y ante todos, de un presidente «que representaba a toda nuestra sociedad, al organismo social vivo del que somos miembros, arrebatado en un momento de plenitud vital, exigía un rito compensatorio para restablecer el sentimiento de solidaridad. De ahí que una enorme nación formara una sólida comunidad unánime durante esos cuatro días, con todos nosotros participando del mismo modo, simultáneamente, en un único acontecimiento simbólico». Decía que constituía «la primera y única cosa de ese tipo que en tiempos de paz me haya hecho sentir miembro de esta comunidad nacional, volcada como una unidad en la celebración de un rito pro-fundamente significativo».

Recordé también esa descripción cuando a uno de mis colegas una amiga le preguntó por nuestra colabo-ración con Campbell: «¿Para qué necesitan la mitolo-gía?». Esta mujer sostenía la opinión, muy corriente y moderna, de que «todos esos dioses griegos y sus histo-rias» nada tienen que ver con la actual condición humana. Lo que ella no sabía (e ignora la mayoría) es que las reliquias de esas «viejas historias» adornan las paredes de nuestro sistema interior de creencias, como

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restos de antiguos utensilios en un yacimiento arqueológico. Pero como somos seres orgánicos, hay energía en todos esos restos. Los rituales la evocan. Pensemos en la posición de los jueces en nuestra sociedad, que Campbell analizó en términos mitológicos, no sociológicos. Si esta posición fuera solamente un papel a desempeñar, el juez podría asistir con un traje gris al tribunal en lugar de vestir la toga negra. Para que la ley tenga autoridad más allá de la mera coacción, el poder del juez debe ser ritualizado, mitologizado. Y lo mismo ocurre en otros ámbitos de la vida actual, decía Campbell, desde la religión y la guerra hasta el amor y la muerte.

Una mañana, tras la muerte de Campbell, cuando iba al trabajo caminando, me detuve ante el videoclub del barrio, en cuyo escaparate estaban pasando escenas de la La guerra de las galaxias, de George Lucas. Recordé la ocasión en que Campbell y yo habíamos visto juntos la película en el Rancho Skywalker de Lucas en California. Lucas y Campbell se habían hecho amigos después de que el primero, reconociendo una deuda con el trabajo de Campbell, lo invitara a una proyección privada de la trilogía. Campbell gozó con los antiguos temas y motivos de la mitología que se desplegaban por la pantalla en vigorosas imágenes contemporáneas. Durante esta visita, después de aplaudir los peligros y hazañas de Luke Skywalker, Joe se animó hablando de cómo Lucas «había dado el más nuevo y enérgico impulso» a la clásica historia del héroe.

«¿A qué te refieres?», le pregunté.

«A lo que ya Goethe dijo en el Fausto, y que Lucas ha plasmado en un lenguaje moderno: la advertencia de que la tecnología no nos salvará. Nuestras computadoras, nuestras herramientas, nuestras máquinas no son suficientes. Hemos de apoyarnos en nuestra intuición, en nuestro ser más genuino.»

«Pero ¿no es eso una afrenta a la razón?», le dije. «¿Y acaso no estamos ya apartándonos

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vertiginosamente de la razón?»

«El periplo del héroe no tiene ese objetivo. No se trata de negar la razón. Por el contrario, al sobreponerse a las pasiones oscuras, el héroe simboliza nuestra capacidad de controlar al salvaje irracional que todos llevamos dentro.» En otras ocasiones Campbell había deplorado nuestra incapacidad «para admitir dentro de nosotros la fiebre carnívora y lasciva» que es endémica en la naturaleza humana. Ahora estaba describiendo la trayectoria del héroe no como un acto de valor sino como una vida vivida en el autodescubrimiento: «Luke Skywalker no es nunca tan racional como cuando encuentra dentro de sí los recursos de carácter para hacer frente a su destino».

Irónicamente, para Campbell la finalidad del peri- plo del héroe no es el engrandecimiento de su persona. «Es», decía en una de sus conferencias, «no identificar-se con ninguna de las figuras de poder experimentadas. El yogui hindú, luchando por la liberación, se identifica con la Luz y nunca regresa. Pero nadie con la voluntad de servir a otros se permitiría semejante evasión. El objetivo último de la hazaña no debe ser ni la liberación ni la felicidad personales, sino la sabiduría y el poder para servir a los demás.» Una de las muchas diferencias entre el personaje famoso y el héroe, decía, es que uno vive sólo para sí mientras el otro actúa para redimir a la sociedad.

Joseph Campbell afirmó la vida como aventura. «Al diablo con todo eso», exclamó cuando su tutor universitario le aconsejó que se ciñera a un estrecho programa académico. Renunció a obtener su doctorado, y prefirió retirarse al bosque, a leer. Toda su vida siguió leyendo libros: antropología, biología, filosofía, arte, historia, religión. Y siguió recordando a la gente que un camino seguro por el mundo es el que va por la página impresa. Pocos días después de su muerte, recibí una carta de una de sus ex alumnas que

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ahora colabora en la dirección de una revista. Habiéndose enterado de la serie televisiva en que yo había estado trabajando con Campbell, me escribía para contarme cómo «el ciclón de energía de este hombre atravesó todas las posibilidades intelectuales» de las estudiantes que asistían «sin aliento a sus clases» en la Universidad Sarah Lawrence. «Aunque todas lo escuchábamos fascinadas», me escribía, «nos abrumaba la cantidad de lecturas que nos mandaba cada semana. Al fin, una de nosotras le hizo ver lo imposible de la tarea (en el estilo Sarah Lawrence): "Estoy haciendo otros tres cursos, ¿sabe? Todos dan lecturas obligatorias, ¿sabe? ¿Cómo cree que podría leer todo esto en una semana?". Campbell se limitó a reír y le dijo: "Me asombra que lo haya intentado. Tiene todo el resto de su vida para hacer las lecturas"».

Concluía diciendo: «Y todavía no he terminado; es el ejemplo, que nunca cesará, de su vida y su obra».

El homenaje que se realizó en su memoria en el Museo de Historia Natural de Nueva York dio una idea del impacto que causaba sobre los demás. Campbell pisó por primera vez ese museo siendo un niño, y quedó fascinado por los postes totémicos y las máscaras. ¿Quién los hizo?, se preguntaba. ¿Qué significan? Empezó a leer todo lo que encontró sobre los indios, sus mitos y leyendas. A los diez años ya estaba en el camino que lo llevaría a ser uno de los grandes eruditos en mitología y uno de los más es-timulantes maestros de nuestro tiempo; alguien dijo que «podía dar vida a los huesos del folklore y la antropología». Ahora, en su homenaje postumo en aquel museo donde tres cuartos de siglo atrás su imaginación se había despertado, se reunía la gente para honrar su recuerdo. Hubo una actuación de Mickey Hart, el batería de The Grateful Dead, el grupo de rock con el que Campbell compartía su interés por la percusión. Robert Bly tocó una flauta y leyó poemas dedicados a Campbell. Hablaron ex alumnos suyos, así

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como amigos que había hecho tras haberse jubilado y trasladado con su esposa, la bailarina Jean Erdman, a Hawai. Estaban representadas las grandes editoriales de Nueva York. Y también había escritores y estudiosos, jóvenes y viejos, que habían encontrado en Joseph Campbell la figura de un auténtico pionero.

Y periodistas. Yo me había acercado a él ocho años atrás, cuando, por propia decisión, estaba intentando llevar a la televisión a las mentes más vivas de nuestro tiempo. Habíamos grabado dos programas en el museo, y su presencia en la pantalla había causado tal impre-sión que más de catorce mil personas nos escribieron pidiendo copias del diálogo. Me prometí entonces que volvería a hablar con él, esta vez para una exploración más sistemática y detallada de sus ideas. Campbell es-cribió o compiló tinos veinte libros, pero yo lo consider-aba más como maestro, un maestro rico en el saber del mundo y en las metáforas del lenguaje, y quise que otros pudieran experimentar su magisterio. Fue así co-mo el deseo de compartir el tesoro de aquel hombre inspiró mi serie televisiva, y este libro.

Se dice que un periodista es alguien que ha recibido permiso para completar su educación en público;, somos unos afortunados a quienes se les permite pasar los días en un curso continuo de educación para adultos. Nadie me enseñó tanto como Campbell, y cuando le dije que tendría que admitir la responsabilidad por lo que resultara de tenerme como alumno, se rió y citó un viejo proverbio latino: «El destino arrastra sólo a quien se deja arrastrar».

Como los grandes maestros, enseñaba mediante el ejemplo. Nunca trataba de convencer a nadie de nada (salvo una vez, cuando persuadió a Jean de que se ca-sara con él). Los predicadores se equivocan, me decía, tratando «de convencer a la gente con palabras; más valdría que expresaran la alegría de su propio descu-brimiento». Y él, por cierto, sabía expresar su alegría de vivir y aprender. Matthew Arnold creía que la forma más elevada de crítica es «conocer lo mejor de

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cuanto se sabe y se piensa en el mundo, y al transmitirlo crear una corriente de ideas verdaderas y nuevas». Es la mejor definición de lo que hizo Campbell. Era imposible escucharlo, escucharlo de verdad, sin advertir en la propia conciencia un movimiento de vida nueva, el despertar de la propia imaginación.

Decía que la «idea guía» de su trabajo era hallar «los elementos temáticos comunes en los mitos del mundo, que señalan una necesidad constante en la psique humana de centrarse en cuanto a sus principios profundos».

«¿Te refieres a xana búsqueda del sentido de la vi-da?», le pregunté.

«No, no, no», dijo. «Se trata de la experiencia de es-tar vivos.»

He dicho en alguna ocasión que la mitología es un mapa interior de la experiencia, dibujado por gente que lo ha recorrido. Sospecho que Campbell no se habría conformado con esa prosaica definición de periodista. Para él la mitología era «el canto del universo», «la música de las esferas», una música que bailamos aun cuando no podamos reconocer la melodía. Estamos escuchando su estribillo «cuando oímos, divertidos y distantes, el griterío de un curandero del Congo, o leemos con cultivado éxtasis traducciones de poemas de Lao- Tsé, o cuando alguna vez nos adentramos en las dificultades de un razonamiento de santo Tomás de Aquino, o captamos de pronto el sentido brillante de un extravagante cuento de hadas esquimal».

Se imaginaba que este gran coro cacofónico había comenzado cuando nuestros primeros antepasados se contaban historias sobre los animales que mataban para comer, y sobre el mundo sobrenatural al que los animales parecían ir cuando morían. «Allá afuera, a lo lejos», más allá de la llanura invisible de la existencia, estaba el «señor de los animales», que tenía poder sobre la vida y la muerte de los seres humanos: si él

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dejaba de mandar más animales para que volvieran a ser sacrificados, los cazadores y sus familias morirían de hambre. Así fue como las primitivas sociedades supieron que «la esencia de la vida está en que se vive matando y devorando; ése es el gran misterio sobre el que tratan los mitos». La caza se convirtió en un ritual de sacrificio, y los cazadores, a su vez, realizaron actos de expiación para con los espíritus de los animales, con la esperanza de convencerlos de que volvieran para ser sacrificados otra vez. Los animales eran considerados enviados de ese otro mundo, y Campbell aventuró «un acuerdo mágico y maravilloso» entre el cazador y la presa, como si ambos participaran de un ciclo «místico e intemporal» de muerte, entierro y resurrección. El arte (las pinturas sobre los muros de las cavernas) y la literatura oral dieron forma al impulso que hoy llamamos religión.

Cuando estos primeros pueblos pasaron de la caza a la agricultura, cambiaron las historias que contaban para interpretar los misterios de la vida. Ahora fue la semilla la que ocupó el lugar como símbolo mágico del ciclo sin fin. La planta moría, y era enterrada, y su se-milla volvía a nacer. A Campbell le fascinaba el modo en que este símbolo era retomado por las grandes reli-giones del mundo como la revelación de la verdad eter-na: que la vida proviene de la muerte o, en sus pala-bras, «del sacrificio, la bienaventuranza».

«Jesús tenía buen ojo», decía. «Qué magnífica reali-dad vio en el grano de mostaza.» Citaba las palabras de Jesús en el Evangelio de san Juan: «En verdad os digo que si un grano de trigo no cae a tierra y muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto», y de inmediato pasaba al Corán: «¿Acaso piensas que entrarás en el Jardín de la Gloria sin pasar por las pruebas que sufrieron los que te precedieron?». Recorrió toda esta inmensa literatura espiritual, incluso traduciendo textos hindúes del sánscrito, y siguió recogiendo historias más actuales que sumaba a la sabiduría de las antiguas. Una historia que le

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gustaba especialmente es la de la mujer que fue al santo y sabio Ramakrishna y le dijo: «Ay, Maestro, no creo amar a Dios». Y él le preguntó: «¿Acaso no hay nada que ames en el mundo?». A lo que ella respondió: «A mi pequeño sobrino». Y él le dijo: «En tu amor y entrega a ese niño está tu amor y entrega a Dios».

«Y ahí», dijo Campbell, «está el alto mensaje de la religión: "Lo mismo que hagas con el más humilde de todos...".»

Era un hombre espiritual, que encontró en la literatura de la fe los principios comunes al espíritu humano. Pero esos principios debían ser liberados de su forma tribal, o las religiones del mundo seguirían siendo, como lo son hoy en el Medio Oriente o en Irlanda del Norte, fuente de odio y violencia. Las imágenes de Dios son muchas, decía, y las llamaba «las máscaras de la eternidad» que a la vez cubren y revelan «el Rostro de la Gloria». Quería saber qué significado tenían esas diferentes máscaras de Dios en las diferentes culturas, y por qué en tradiciones divergentes pueden hallarse historias comparables, historias de creación, de nacimientos virginales, encarnaciones, muerte y resurrección, segundas venidas y días del juicio. Le gustaba esa reflexión pers-picaz de la escritura hindú: «La verdad es una; los sa-bios le dan muchos nombres». Todos nuestros nombres e imágenes de Dios son máscaras, decía, que significan la realidad última que por definición trasciende la lengua y el arte. Un mito es también una máscara de Dios, una metáfora de lo que yace debajo del mundo visible. Por mucho que las tradiciones místicas difieran, decía, todas concuerdan en llevarnos a una más profunda conciencia del acto mismo de vivir. El pecado imperdonable, según Campbell, era el pecado de inadvertencia, de no estar alerta, no estar totalmente despierto.

Nunca conocí a nadie que pudiera contar tan bien una historia. Escuchándolo hablar de sociedades primitivas, me sentía transportado a las grandes

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llanuras bajo la cúpula del cielo abierto o a lo más profundo e inextricable de la selva, bajo un dosel de árboles, y empecé a comprender cómo hablaban las voces de los dioses en el viento y el trueno, y el espíritu de Dios fluía en cada arroyo de montaña, y la tierra entera florecía como un lugar sagrado, el campo de la imaginación mítica. Y me pregunté: ahora que los hombres modernos han despojado a la tierra de su misterio, ahora que han hecho, según la descripción de Saúl Bellow, «una limpieza general de creencias», ¿qué alimentará nuestra imaginación? ¿Hollywood y la televisión?

Campbell no era pesimista. Creía que hay «un punto de sabiduría más allá de los conflictos de ilusión y verdad, gracias al cual las vidas pueden volver a unirse». Hallarlo es «la cuestión primordial de la época». En sus años finales se esforzaba en hallar una nueva síntesis de ciencia y espíritu. «El paso de una cosmovisión geocéntrica a una heliocéntrica», escribió después de que los astronautas pisaran la Luna, «pareció apartar al hombre del centro. Y el centro parecía ser muy importante. Pero, es- piritualmente, el centro está donde está la visión. Subamos a una cima y miremos el horizonte. Situémonos en la Luna y miremos cómo se alza la Tierra... aunque lo hagamos, mediante la televisión, en la sala de estar». El resultado es una expansión sin precedentes del horizonte, que podría servir en nuestra época, como las viejas mitologías lo hicieron en las suyas, para abrir las puertas de la percepción «a la maravilla, terrible y fascinante a la vez, de nosotros mismos y el universo». Decía que no es la ciencia la que ha empequeñecido a los humanos o nos ha divorciado de la divinidad. Al contrario, los nuevos descubrimientos de la ciencia «nos unen a los pueblos de la antigüedad» permitiéndonos reconocer en este universo entero «un reflejo aumentado de nuestra naturaleza más profunda, porque somos, en realidad, sus oídos, sus ojos, su pensamiento y su habla o, en términos

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teoló-gicos, los oídos de Dios, los ojos de Dios, el pensamiento de Dios y la Palabra de Dios». La última vez que lo vi le pregunté si todavía creía, como lo había escrito ana vez, «que en este momento estamos asistiendo a uno de los más grandes saltos del espíritu humano hacia un conocimiento no sólo de la naturaleza externa sino también de nuestro más genuino y profundo misterio interior».

Lo pensó un minuto y respondió: «El más grande en toda la historia».

Cuando oí la noticia de su muerte, abrí el ejemplar que me había regalado de El héroe de las mil caras. Y pensé en la época en que descubrí el mundo del héroe mítico. Estaba en la pequeña biblioteca pública del pueblo en el que me crié y, revolviendo en las estanterías encontré un libro que me reveló mundos maravillosos: Prometeo robando el fuego de los dioses para el bien de la humanidad; Jasón enfrentándose al dragón para apoderarse del Vellocino de Oro; los Caballeros de la Tabla

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Redonda en busca del Santo Grial. Pero sólo cuando conocí a Joseph Campbell comprendí que las películas de vaqueros que veía en las sesiones matinales del sábado habían tomado mucho prestado de aquellos cuentos antiguos. Y que las historias que aprendíamos en el catecismo se correspondían con las de otras culturas que también relataban las elevadas aventuras del alma, el esfuerzo de los mortales por aprehender la realidad de Dios. Campbell me ayudó a ver las conexiones, a comprender cómo encajaban las piezas, y a no temer sino a dar la bienvenida a lo que él describía como «un futuro poderosamente multicultural».

Fue, por supuesto, criticado por hacer tanto hincapié en la interpretación psicológica del mito, por dar la impresión de querer confinar el papel contemporáneo del mito a una función ideológica o terapéutica. No tengo elementos para entrar en esa discusión. Pero sé que él nunca le dio importancia. Se limitaba a seguir enseñando, abriendo a los demás a una nueva manera de ver.

Lo que más nos instruye es, sobre todo, la vida auténtica que vivió. Cuando decía que los mitos son claves para nuestro potencial espiritual más profundo, capaces de llevarnos al deleite, a la iluminación y aun al éxtasis, hablaba como alguien que ha estado en los sitios que nos invita a conocer.

¿Qué me atraía en él?

La sabiduría, sí; era un hombre muy sabio.

Y la erudición; él realmente «conocía la vasta extensión de nuestro pasado panorámico como pocos hombres la han conocido nunca».

Pero había más.

Una historia es la manera de contarla. Él era un hombre con mil anécdotas. Esta era una de sus favori-tas. Estaba en Japón asistiendo a un congreso interna-cional sobre religión, y oyó que otro delegado

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norteamericano, un filósofo social de Nueva York, le decía a un sacerdote sintoísta: «Hemos presenciado muchas de sus ceremonias y hemos visto bastantes templos. Pero lo que no capto es su ideología. No capto su teología». El japonés hizo un silencio, sumido en profundos pensamientos, y después sacudió la cabeza. «Creo que no tenemos ideología», dijo. «No tenemos teología. Bailamos.»

Y eso fue lo que hizo Joseph Campbell. Bailó, con la música de las esferas.

Bill Moyers

EL PODER DEL MITO

EL MITO Y EL MUNDO MODERNO

Se dice que todo cuanto ansiamos es encontrarle un sentido a la vida. No creo que sea eso lo que realmente buscamos. Creo que lo que buscamos es experimentar el hecho de estar con vida, de modo que nuestras expe-riencias vitales en el plano puramente físico tengan re-sonancias dentro de nuestro ser y realidad más inter-nos, y así sentir realmente el éxtasis de estar vivos.

MOYERS: ¿Por qué los mitos? ¿Por qué deberían

intere-sarnos los mitos? ¿Qué tienen que ver con mi vida?

CAMPBELL: Mi primera respuesta sería: «Adelante,

vive tu vida, es una buena vida. No necesitas la mitolo-gía». No creo que haya que interesarse en un tema sólo porque digan que es importante. Creo más bien que el interés es algo que a uno lo atrapa de un modo u otro. Pero es muy probable que, con una introducción ade-cuada, la mitología te aprese. Y entonces sí, podemos preguntarnos, ¿qué puede hacer la mitología por ti, si te atrapa?

Uno de nuestros problemas en la actualidad es que no estamos familiarizados con la literatura del

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espíritu. Nos interesan las noticias del día y los problemas de la hora. Antes una universidad era una especie de área herméticamente cerrada donde las novedades del momento no entraban a distraer la atención de la vida interior y del espléndido tesoro que constituye nuestra gran tradición: Platón, Confucio, Buda, Goethe y otros que hablaron de los valores eternos que están en el centro de nuestras vidas. Cuando uno envejece, y todas las preocupaciones cotidianas han sido atendidas, y uno se vuelve hacia la vida interior... bueno, si no sabe dónde está o qué es, lo lamentará.

Antes, las literaturas griega, latina y bíblica formaban parte de la educación de todo el mundo. Ahora que se han abandonado, toda una tradición de información mitológica occidental se ha perdido. Antes esas historias estaban en la mente de todos. Cuando una historia está en tu mente, puedes ver su aplicación a algo que ocurre en tu propia vida. Te da una perspectiva sobre lo que te está pasando. Con su desaparición hemos perdido realmente algo importante porque no tenemos una literatura comparable que la reemplace. Estos fragmentos de información de los tiempos antiguos, que están relacionados con temas en los que se ha apoyado la vida humana, se han construido civilizaciones y se han alimentado las religiones durante milenios, son el reflejo de problemas internos muy profundos, misterios interiores, umbrales de pasaje internos, y si no sabes cuáles son las señales a lo largo del camino, tienes que hacerlo todo solo. Pero una vez que este tema te atrapa, es tal la sensación, a partir de cualquiera de estas tra-diciones, de disponer de una información tan rica y vi-vificante, que ya no querrás abandonarlo.

MOYERS: ¿De modo que contamos historias para

tratar de ponernos de acuerdo con el mundo, para armonizar nuestras vidas con la realidad?

CAMPBELL: Creo que sí, así es. Las novelas, las

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instructivas. Cuando tenía veinte años, treinta y hasta cuarenta, James Joyce y Thomas Mann fueron mis maestros. Leí todo lo que escribieron. Los dos escribían en términos de lo que podría llamarse la tradición mitológica. Toma, por ejemplo, la historia de Tonio, en el Tonio Kroger de Thomas Mann. El padre de Tonio era un comerciante próspero, un hombre importante en su ciudad. Pero el pequeño Tonio tenía un temperamento artístico, así que se trasladó a Munich y se unió a un grupo de escritores que se sentían por encima de los meros especuladores financieros y hombres de familia.

Pues bien, ahí tienes a Tonio entre dos polos: su padre, que ha sido un buen padre, responsable y todo eso, pero que nunca hizo lo que quería en toda su vida; y por otro lado, el joven que abandona su ciudad natal y se vuelve un crítico de esa clase de vida. Pero Tonio descubrió que él en realidad amaba a esa gente de su ciudad. Y aunque intelectualmente se creía un tanto superior a ellos, y podía describirlos con palabras crueles, de todos modos su corazón estaba con ellos.

Pero cuando se marchó a vivir con los bohemios, encontró que éstos eran tan desdeñosos de la vida que no podía soportarlos tampoco. Así que los dejó y le escribió una carta a alguien del grupo diciendo: «Admiro a esos seres fríos y orgullosos que se aventuran por la senda de la gran belleza demónica y desprecian a la "humanidad"; pero no los envidio. Pues si hay algo que pueda hacer de un literato un poeta, es mi amor pueblerino a lo humano, a lo viviente y común. Toda calidez se deriva de este amor, toda bondad y todo humor. De hecho, me parece incluso que éste debe de ser ese amor del que está escrito que "puede hablarse con las lenguas de los hombres y de los ángeles", mientras que sin amor suena "como bronce de un címbalo".»

Y agrega: «El escritor debe ser fiel a la verdad». Y eso es lo difícil, porque sólo se puede describir verídica-mente a un ser humano describiendo sus

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imperfeccio-nes. El ser humano perfecto no tiene interés... ya sabes, el Buda que abandona el mundo. Sólo podemos amar las imperfecciones de la vida. Y cuando el escritor lanza el dardo de la verdad, duele. Pero lo lanza con amor. Esto es lo que Thomas Mann llamó «ironía erótica», el amor por lo que uno mismo está matando con su palabra cruel y analítica.

MOYERS-. Me gusta esa imagen: el amor hacia el

pueblo natal, los sentimientos que ese lugar te inspira, a pesar de todo el tiempo que hayas estado ausente, o aunque no regreses nunca. Allí fue donde uno descu-brió a la gente. Pero ¿por qué dices que amamos a la gente por sus imperfecciones?

CAMPBELL: ¿Los niños no son adorables porque se

están cayendo todo el rato y tienen cuerpos pequeños con cabezas demasiado grandes? ¿No lo sabía muy bien Walt Disney cuando hizo los siete enanitos? Y esos gra-ciosos perritos que tiene la gente: los queremos porque son muy imperfectos.

MOYERS: La perfección sería aburrida, ¿no?

CAMPBELL: Necesariamente. Sería inhumana. El

punto umbilical, la humanidad, aquello que te hace hu-mano y no sobrenatural e inmortal; eso es lo que ama-mos. Por eso a mucha gente se le hace tan difícil amar a Dios, porque no encuentran la imperfección. Se lo puede reverenciar, pero eso no se parece al verdadero amor. Es a Cristo en la cruz al que podemos amar.

MOYERS: ¿Por qué?

CAMPBELL: Por el sufrimiento. El sufrimiento es

una imperfección, ¿no?

MOYERS: La historia del sufrimiento humano, de

las luchas, la supervivencia...

CAMPBELL: ...y la juventud que llega a conocerse, a saber lo que le espera.

MOYERS: Leyendo tus libros (Las máscaras de Dios

o El héroe de las mil caras, por ejemplo) llegué a

com-prender que lo que tienen en común los seres humanos lo podemos hallar como revelación en los mitos. Los mi-tos son historias de nuestra búsqueda de la verdad a

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través de los tiempos, del sentido. Todos necesitamos contar nuestra historia y comprenderla. Todos necesitamos comprender la muerte y llegar a un acuerdo con ella, y todos necesitamos ayuda en nuestros pasajes del nacimiento a la vida y después a la muerte. Lo necesitamos para que la vida signifique algo, para que se comunique con lo eterno, para que atraviese el misterio y podamos descubrir quiénes somos.

CAMPBELL: Se dice que todo cuanto ansiamos es

encontrarle un sentido a la vida. No creo que sea eso lo que realmente buscamos. Creo que lo que buscamos es experimentar el hecho de estar con vida, de modo que nuestras experiencias vitales en el plano puramente fí-sico tengan resonancias dentro de nuestro ser y reali-dad más internos, y así sentir realmente el éxtasis de estar vivos. Al fin y al cabo, de eso se trata, es lo único importante, una serie de pistas que nos ayuden a en-contrarnos dentro de nosotros mismos.

MOYERS: ¿Los mitos son pistas?

CAMPBELL: Los mitos son pistas de las

potencialidades espirituales de la vida humana.

MOYERS: ¿De lo que somos capaces de conocer y

ex-perimentar en nuestro interior?

CAMPBELL: Sí.

MOYERS: Has cambiado la definición del mito, de

ser la búsqueda del sentido pasa a ser la experiencia del sentido.

CAMPBELL: La experiencia de la vida. Del sentido

se ocupa la mente. ¿Cuál es el sentido de una flor? Hay una historia Zen sobre un sermón de Buda que consis-tió simplemente en coger una flor. Hubo un solo hom-bre que con los ojos le hizo un signo de que entendía lo que había dicho. Ahora bien, el mismo Buda se llama «el que viene». No hay sentido. ¿Cuál es el sentido del universo? ¿Cuál es el sentido de una pulga? Es algo que está ahí, nada más. Eso es todo. Y tu propio sentido es que estás ahí. Estamos tan ocupados en hacer cosas para lograr fines con valores externos que

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olvidamos que el valor interior, el éxtasis que se asocia con la vida, es lo único que importa.

MOYERS: ¿Cómo llegar a esa experiencia?

CAMPBELL: Leyendo mitos. Te enseñarán que

pue-des volverte hacia dentro, y empezarás a recibir el mensaje de los símbolos. Lee mitos de otros pueblos, no los de tu propia religión, porque tu propia religión tiendes a interpretarla desde el punto de vista de los hechos; pero si lees los otros, empiezas a captar el mensaje. El mito te ayuda a poner tu mente en contac-to con esta experiencia de estar vivo. Te dice qué es la experiencia. El matrimonio, por ejemplo. ¿Qué es el matrimonio? El mito te dice qué es. Es la reunión de la diada separada. Originalmente eras uno. Ahora eres dos en el mundo, pero el reconocimiento de la identi-dad espiritual es lo que es el matrimonio. Es muy dife-' rente de un amorío. No tiene nada que ver con eso. Es otro plano mitológico de la experiencia. Cuando la gen-te se casa pensando que inician un prolongado idilio, se divorciarán muy pronto, porque todos los idilios ter-minan en la desilusión. El matrimonio en cambio es el reconocimiento de una identidiad espiritual. Si vivi-mos una vida adecuada, si nuestras mentes están sin-tonizadas con las cualidades adecuadas cuando mira-mos al otro sexo, encontraremira-mos nuestra contrapartida masculina o femenina adecuada. Pero si nos distraen los intereses sensuales, nos casaremos con la persona que no nos conviene. Al casarnos con la que sí nos con-viene reconstruimos la imagen del Dios encarnado, y eso es el matrimonio.

MOYERS: ¿La persona adecuada? ¿Cómo elegir a la

persona adecuada?

CAMPBELL: El corazón te lo dirá. Debería decírtelo. MOYERS: El ser interior.

CAMPBELL: Ahí está el misterio. MOYERS: Reconoces a tu otro yo.

CAMPBELL: Bueno, no sé, pero hay un relámpago

que atraviesa el espacio, y algo en ti sabe que ésa es la persona.

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MOYERS-. Si el matrimonio es la reunión del yo con

el yo, con la otra parte masculina o femenina de nosotros, ¿por qué se ha convertido en algo tan frágil en la sociedad moderna?

CAMPBELL: Porque no es considerado como un

ma-trimonio. Yo diría que si el matrimonio no constituye una prioridad absoluta en tu vida, es que no estás real-mente casado. El matrimonio significa los dos en uno, los dos que son una carne. Si el matrimonio dura lo su-ficiente, y si tú te riges constantemente por él en lugar de hacerlo por tu capricho individual, entonces llegas a confirmar que es cierto: los dos encarnan realmente uno.

MOYERS: Uno, no sólo biológicamente sino espiri-

tualmente.

CAMPBELL: En primer lugar espiritualmente. Lo

biológico es la distracción que puede llevarte a una identificación errónea.

MOYERS: Entonces la función social del

matrimonio, la reproducción de la especie, no es la primordial.

CAMPBELL: No, eso en realidad es sólo el aspecto

primario del matrimonio. En el matrimonio hay dos estadios completamente diferentes. Primero está el matrimonio joven que sigue el impulso maravilloso que les ha dado la naturaleza para producir hijos me-diante la interacción biológica de los sexos. Pero llega un momento en que los hijos se independizan de la fa-milia y la pareja queda sola. Me asombra ver la canti-dad de amigos míos que a sus cuarenta o cincuenta años se separan. Han tenido una vida matrimonial muy buena mientras estaban los hijos, pero interpre-taron su unión como una relación mediada por los hi-jos. No la interpretaron centrándose en su propia rela-ción personal.

El matrimonio es una relación. Cuando te sacrificas en aras del matrimonio, te estás sacrificando no a tu cónyuge sino a la unidad existente en una relación. La imagen china del Tao, con su interacción

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de luz y sombra, ésa es la relación del yang y el yin, lo masculino y lo femenino, y de eso trata el matrimonio. Y en eso te has transformado cuando te casas. Ya no eres esta persona sola; tu identidad se halla inscrita en una relación. El matrimonio no es un simple amorío, es una or- dalía, y la ordalía es el sacrificio del ego a una relación en que los dos se han vuelto uno.

MOYERS: De modo que el matrimonio es totalmente

incompatible con la idea de desarrollar una vida individual.

CAMPBELL: No se trata sencillamente de llevar una vida individual, sabes. En cierto sentido sí, pero es que la

vida ya no es individual de uno solo, sino de los dos juntos como uno. Y ésa es una imagen puramente mitológica que significa el sacrificio de la entidad visible para lograr un bien trascendente. Es algo que se realiza hermosamente en el segundo estadio del matrimonio, en lo que yo llamo el estadio alquímico, de los dos experimentando ser uno. Si siguen viviendo como en el estadio primario del matrimonio, se separarán cuando sus hijos se vayan del hogar. Papá se enamorará de alguna adolescente y correrá tras ella, y mamá se quedará con la casa y el corazón vacíos, y tendrá que arreglárselas sola, a su modo.

MOYERS: Eso porque no comprendemos los dos

nive-les del matrimonio.

CAMPBELL: Porque no se adquiere un compromiso. MOYERS: Pero decimos hacerlo... Nos

compromete-mos para lo mejor y lo peor.

CAMPBELL: Esos son remanentes de un ritual. MOYERS: Y el ritual ha perdido su fuerza. El ritual

que en una época transmitía una realidad interior, ahora es sólo forma. Y eso es cierto tanto para los rituales de la sociedad como para los rituales personales del matrimonio y la religión.

CAMPBELL: ¿Cuánta gente, antes del matrimonio,

recibe adiestramiento espiritual sobre el significado del mismo? Cualquiera puede ir a la oficina de un juez, y en diez minutos ya está casado. La ceremonia

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matri-monial en la India dura tres días. Esa pareja queda pegada.

MOYERS: Estás diciendo que el matrimonio no es

só-lo una disposición social, sino también un ejercicio espiritual.

CAMPBELL: Primordialmente es un ejercicio

espiri-tual, y se supone que la sociedad nos ayuda a compren-derlo. El hombre no debería estar al servicio de la so-ciedad, sino la sociedad al servicio del hombre. Cuando el hombre se pone al servicio de la sociedad, tienes un Estado monstruo, y eso es lo que está amenazando al mundo hoy.

MOYERS: ¿Qué sucede cuando una sociedad ya no

se adhiere a una mitología poderosa?

CAMPBELL: Sucede lo que hoy tenemos en las

ma-nos. Si quieres saber qué significa tener una sociedad sin rituales, lee el New York Times.

MOYERS: ¿Y qué encuentras?

CAMPBELL: Las noticias del día, incluyendo actos

destructivos y violentos por parte de jóvenes que no saben cómo comportarse en una sociedad civilizada.

MOYERS: La sociedad no les ha proporcionado

rituales mediante los cuales ser miembros de la tribu, de la comunidad. Todos los niños necesitan nacer dos veces, aprender a funcionar racionalmente en el mundo, dejando la infancia atrás. Pienso en ese pasaje del primer libro de los Corintios: «Cuando yo era niño, hablaba como niño, comprendía como niño, pensaba como niño, pero cuando me volví un hombre dejé a un lado las cosas infantiles».

CAMPBELL: Así es, exactamente. Ésa es la función

de los ritos de pubertad. En las sociedades primitivas se arrancan dientes, se practican escarificaciones, cir-cuncisiones, se hacen toda clase de cosas. Lo que im-porta es despojarse del cuerpo de niño pequeño, volverse otra persona.

Cuando yo era pequeño usábamos pantalones cor-tos, sabes. Y después venía el gran momento en que te ponías los pantalones largos. Hoy los chicos ya no

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tie-nen eso. Veo a niños de cinco años con pantalones lar-gos. ¿Cuándo sabrán que ya son hombres y que deben dejar atrás las cosas infantiles?

MOYERS: ¿De dónde sacan sus mitos hoy en día los

chicos que crecen en una ciudad, en la calle Ciento veinticinco esquina con Broadway, por ejemplo?

CAMPBELL: Los fabrican ellos mismos. Es por eso

que hay pintadas cubriendo toda la ciudad. Esos chicos tienen sus propias bandas, sus propias iniciaciones y su propia moralidad, y lo hacen lo mejor que pueden. Pero son peligrosos porque sus leyes no son las de la ciudad. No han sido iniciados en nuestra sociedad.

MOYERS: Rollo May dice que la violencia de la

sociedad norteamericana actual se debe a la desaparición de grandes mitos que ayuden a los jóvenes de ambos sexos a relacionarse con el mundo o a comprenderlo más allá de lo que puede verse.

CAMPBELL: Sí, pero otra razón para nuestro alto

ni-vel de violencia es que los Estados Unidos es un país sin un carácter nacional.

MOYERS: Explícate.

CAMPBELL: En el fútbol americano, por ejemplo, las

reglas son muy estrictas y complejas. Pero si vas a Inglaterra, verás que las reglas del rugby no son tan rígidas. Cuando yo era estudiante, en los años veinte, había un par de jóvenes que formaban una fantástica pareja de delanteros. Fueron a terminar sus estudios a Oxford y se unieron al equipo de rugby, y un día introdujeron el pase adelantado. Y los jugadores ingleses les dijeron: «Bueno, nosotros no tenemos una norma para eso, así que por favor no lo hagan. Nosotros no jugamos así».

En una cultura que ha sido homogénea durante cierto tiempo, hay una cantidad de reglas sobreentendidas, no escritas, de acuerdo con las cuales vive la gente. Ahí hay un carácter nacional, hay una modalidad, un acuerdo de «no hacerlo así».

MOYERS: Una mitología.

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Así es como manejamos el cuchillo y el tenedor, así es como nos entendemos con la gente, y todo lo demás. No todo está escrito en libros. Pero en los Estados Unidos tenemos gente procedente de todas partes, viviendo todos juntos, y en consecuencia la ley se ha vuelto muy importante en este país. Los abogados y las leyes son los que nos mantienen unidos. No hay un carácter nacional. ¿Comprendes a qué me refiero?

MOYERS: Sí. Es lo que describió Tocqueville cuando

llegó aquí hace ciento sesenta años y descubrió «un tu-multo anárquico».

CAMPBELL: Lo que tenemos hoy es un mundo des-

mitologizado. De ahí que los estudiantes tengan tanto interés en la mitología, porque los mitos les dan men-sajes. Ahora bien, no puedo decirte qué mensajes les está aportando a los jóvenes de hoy el estudio de la mi-tología. Sé lo que a mí me dio. Pero algo está haciendo por ellos. Cuando doy una conferencia en cualquier universidad, la sala está repleta de estudiantes que han ido a oír lo que tengo que decir. Suelen asignarme un aula que resulta pequeña, porque los organizadores no sospechaban cuánto entusiasmo despertaría el tema entre los estudiantes.

MOYERS: Conjetura. ¿Qué crees que les aporta la

mitología, las historias que escuchan de tu boca?

CAMPBELL. Son historias sobre la sabiduría de la

vida, y lo son de verdad. Lo que aprendemos en nuestras escuelas no es la sabiduría de la vida. Aprendemos tecnologías, recibimos información. Entre el profesorado existe hoy una inquietante negativa a enseñar a los alumnos los valores de la vida relacionados con las asignaturas. En nuestras ciencias de hoy (y esto incluye a la antropología, la lingüística, el estudio de las religiones, etc.) hay una tendencia a la especialización. Y cuando ves todo lo que tiene que saber un especialista para ser un buen especialista, puedes entender esta tendencia. Para estudiar budismo, por ejemplo, tienes que acceder no sólo a todas las lenguas europeas en las que se ha expuesto

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la materia oriental, particularmente francés, alemán, inglés e italiano, sino también sánscrito, chino, ja-ponés, tibetano y varias más. Solamente eso ya es una tarea tremenda. Un especialista así no puede empezar a interrogarse además sobre las diferencias entre el iro- qués y el algonquino.

La especialización tiende a limitar el campo de problemas de los que se ocupa el especialista. Sin embargo, la persona que no es un especialista, sino un gene- ralista como yo, se ocupa de una cosa que ha aprendido de un especialista, de otra cosa que ha aprendido de otro especialista, y ninguno de los dos ha considerado el problema de por qué esto ocurre aquí y también allí. Así es como el generalista (y entre académicos éste es un término peyorativo) pasa a un espectro de problemas distintos que son más humanos, podría decirse que específicamente culturales.

MOYERS: Y después viene el periodista que tiene

li-cencia para explicar cosas que no entiende.

CAMPBELL: No es sólo una licencia sino una carga;

el periodista tiene la obligación de educarse a sí mismo en público. Recuerdo haber asistido a las clases de Heinrich Zimmer cuando era joven. Él fue el primero, que yo sepa, que habló de los mitos como vehículos de mensajes válidos para la vida, no sólo como asuntos in-teresantes para estudiosos. Y eso me confirmó un pre-sentimiento que yo tenía desde mi infancia.

MOYERS: ¿Recuerdas la primera vez que

descubris-te el mito? ¿La primera vez que una historia tomó vida en ti?

CAMPBELL: Fui educado en la religión católica. Una

de las grandes ventajas de una formación católica es que te enseñan a tomar en serio el mito y a dejarlo ope-rar en tu vida y a vivir en función de estos temas míti-cos. Fui educado siguiendo una relación estacional con el ciclo de la venida al mundo de Cristo, sus enseñan-zas, su muerte, su resurrección y su regreso al cielo. Las respectivas ceremonias a lo largo del año te man-tienen en contacto con el centro eterno de todo lo que

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cambia en el tiempo. El pecado es simplemente perder contacto con esa armonía.

Y después me enamoré de los indios norteamerica-nos, porque Buffalo Bill venía todos los años al Madison Square Garden con su maravilloso «Show del Salvaje Oeste». Y quise saber más sobre los indios. Mis padres me compraron todos los libros que encontraron sobre indios americanos. Fue así como empecé a leer los mitos de los indios americanos, y no pasó mucho tiempo hasta que empecé a encontrar los mismos temas en las historias que me hacían leer las monjas en la escuela.

MOYERS: La creación...

CAMPBELL: ...la creación, la muerte y la resurrección, el ascenso a los cielos, el alumbramiento de una madre

virgen... No sabía bien de qué se trataba, pero reconocía el vocabulario. Uno tras otro.

MOYERS: ¿Y qué sucedió?

CAMPBELL: Me entusiasmé. Fue el comienzo de mi

interés por la mitología comparada.

MOYERS: ¿Empezaste a preguntarte: por qué aquí

lo dice de este modo, y en la Biblia lo dice de forma diferente?

CAMPBELL: No, no empecé el análisis comparativo

hasta muchos años después.

MOYERS: ¿Qué te atraía de las historias de los indios? CAMPBELL: En aquellos días la tradición indígena

todavía se mantenía en el ambiente. Los indios conti-nuaban siendo una realidad. Incluso ahora, cuando trabajo con mitos procedentes de todo el mundo, en-cuentro que los cuentos y narraciones de los indios norteamericanos son muy ricos, están muy bien desa-rrollados.

Y además mis padres tenían una casa en los bos-ques donde habían vivido los indios Delaware, quienes fueron atacados por los iroqueses. Había una colina donde podíamos cavar en busca de puntas de flechas y cosas así. Y los mismos animales que juegan un papel tan importante en las historias indias estaban por

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en-tonces en el bosque, a mi alrededor. Fue una gran in-troducción a la materia.

MOYERS: ¿Todas estas historias chocaron con tu fe

católica?

CAMPBELL: No, no hubo choque. El choque con mi

religión vino mucho después, provocado por estudios científicos y cosas de ese tipo. Más tarde me interesé por el hinduísmo, y volví a encontrar las mismas histo-rias. Así que no puedes decirme que no son las mismas historias. He vivido con ellas toda mi vida.

MOYERS: Proceden de todas las culturas, pero con

temas intemporales.

CAMPBELL: Los temas son intemporales, pero la

in-flexión es de la cultura.

MOYERS: ¿Pueden las historias tomar el mismo tema

universal pero aplicarlo de un modo ligeramente distinto, según el acento del pueblo que esté hablando?

CAMPBELL: Oh, sí. Si uno no está atento a los

para-lelismos, podría pensar quizás que se trata de historias completamente diferentes, pero no lo son.

MOYERS: Tú enseñaste mitología durante treinta y

ocho años en la Universidad Sarah Lawrence. ¿Cómo lograbas que esas jóvenes, todas provenientes de hogares de clase media y de religiones establecidas, se interesaran por los mitos?

CAMPBELL: Los jóvenes tienen un interés natural en

todo esto. La mitología te enseña qué hay detrás de la literatura y el arte, te enseña sobre tu propia vida. Es un tema vasto, muy estimulante, enriquecedor. La mitología tiene mucho que decir sobre los estadios de la vida, las ceremonias de iniciación cuando uno pasa de la infancia a las responsabilidades adultas, de soltero a casado. Todos esos rituales son ritos mitológicos. Tienen que ver con tu reconocimiento del nuevo papel que asumes, el proceso de desembarazarse de la vieja personalidad y adoptar la nueva, o acceder a una pro-fesión con responsabilidades.

Cuando un juez entra en la sala del tribunal y todos se ponen de pie, no están reverenciando al hombre sino

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a la toga que está usando y al papel que representa. Lo que lo hace digno de ese papel es su integridad, como representante de los principios de ese papel, y no un conjunto de prejuicios personales. De modo que cuando te pones de pie en un tribunal de justicia, lo haces ante un personaje mitológico. Supongo que algunos reyes y reinas son las personas más estúpidas, absurdas y ba-nales que nadie pueda imaginarse, probablemente interesados nada más que en caballos y mujeres, ya sabes. Pero el súbdito no responde a ellos como personalidades sino como encarnaciones de un papel mitológico. Cuando alguien adopta el papel de juez, o presidente de los Estados Unidos, el hombre ya no es ese hombre, es el representante de una función eterna; tiene que sacrificar sus deseos personales e incluso sus posibilidades vitales a la función que está representando.

MOYERS: Así que en nuestra sociedad hay rituales

mitológicos en vigor. Uno es la ceremonia del matrimo-nio. La ceremonia de juramento de un presidente o un juez es otra. ¿Qué otros rituales tienen importancia en la sociedad actual?

CAMPBELL: Ingresar en el ejército, ponerse un

uni-forme, es otro. Tú abandonas tu vida personal y acep-tas un modo de vida socialmente determinado al servi-cio de la sociedad de la que formas parte. Por ello encuentro obsceno que se juzgue a la gente con códigos civiles por lo que hicieron en tiempos de guerra. Allí actuaron no como individuos sino como agentes de algo que estaba por encima de ellos y a lo que se habían en-tregado por dedicación. Juzgarlos como si fueran seres humanos individuales es totalmente incorrecto.

MOYERS: Hemos visto lo que sucede cuando las

so-ciedades primitivas son desplazadas por la civilización del hombre blanco. Se caen en pedazos, se desintegran. ¿No nos ha estado pasando lo mismo desde que nuestros mitos comenzaron a desaparecer?

CAMPBELL: Exactamente, eso es lo que ha pasado. MOYERS: ¿Por eso las religiones conservadoras

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re-claman hoy una recuperación de la antigua tradición religiosa?

CAMPBELL: Sí, y están cometiendo un terrible

error. Están volviendo a algo que es arqueológico, que ya no sirve a los fines de la vida.

MOYERS: Pero ¿no nos ha servido a nosotros? CAMPBELL: Claro que sí.

MOYERS: Comprendo esa nostalgia. En mi

juven-tud yo tenía estrellas fijas. Me confortaban con su permanencia. Me daban un horizonte conocido. Y me decían que había un padre amante, bueno y justo allá arriba mirándome, dispuesto a recibirme, pensando en mí todo el tiempo. Ahora, Saúl Bellow dice que la ciencia ha barrido todas las creencias. Pero para mí esas cosas tenían valor, Hoy soy lo que soy gracias a esas creencias. Me pregunto qué pasará con chicos que no tienen esas estrellas fijas, ese horizonte prede- cible, esos mitos.

CAMPBELL: Bueno, como ya he dicho, basta leer el

periódico. Es un desastre. En determinado nivel de vi-da y estructura, los mitos ofrecen modelos de comportamiento. Pero los modelos tienen que ser adecuados al tiempo en que se está viviendo, y nuestro tiempo ha cambiado tan deprisa que lo que era adecuado cincuenta años atrás hoy ya no lo es. Las virtudes del pasado son los vicios del presente. Y mucho de lo que se creía que eran los vicios del pasado son las necesidades de hoy. El orden moral tiene que ponerse a tono con las necesidades morales de la vida real en el tiempo, aquí y ahora. Y eso es lo que no estamos haciendo. Nuestras religiones pertenecen a otra edad, a otra gente, a otro conjunto de valores humanos, a otro universo. Retrocediendo no hacemos otra cosa que perder el ritmo de la historia. Nuestros hijos pierden su fe en las religiones que se les han enseñado, y pasan a un mundo propio.

MOYERS: A veces con la ayuda de una droga.

CAMPBELL: Sí. Ahí tienes una experiencia mística

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congre-sos de psicología que se han ocupado de este problema tan importante de la diferencia entTe la experiencia

mística y el derrumbe psicológico. La diferencia es que el que se derrumba se está ahogando en el agua en la que el místico nada. Es preciso prepararse para esta experiencia.

MOYERS: Tú has hablado de la cultura del peyote,

que emerge y se convierte en dominante entre los in-dios americanos, como una consecuencia de la pérdida del búfalo y de su antiguo modo de vida.

CAMPBELL: Sí. La nuestra es una de las peores

his-torias que tenga cualquier nación civilizada sobre su relación con los pueblos nativos. Son no personas. Ni siquiera se los reconoce en las estadísticas del censo votante de los Estados Unidos. Poco después de la Re-volución Norteamericana hubo un momento en que cierto número de indios distinguidos participaron real-mente en el gobierno y la vida norteamericanos. Geor- ge Washington dijo que los indios debían ser incorpo-rados a nuestra cultura. Pero, en vez de eso, se los convirtió en reliquias del pasado. En el siglo pasado, todos los indios del sudeste fueron encerrados en vago-nes y transportados bajo vigilancia militar a lo que en-tonces se llamaba Territorio Indio, que fue entregado a perpetuidad a los indios como su tierra inviolable, has-ta que un par de años después les fue arrebahas-tada.

Recientemente algunos antropólogos han estudia-do a un grupo de indios en el noroeste de México que viven a poca distancia de un área importante de creci-miento natural del peyote. El peyote es su animal: es decir, lo asocian con el venado. Y tienen la especial mi-sión de ir a recoger el peyote y traerlo.

Estas misiones son viajes místicos con todos los de-talles del típico viaje místico. Primero, está el despren-derse de la vida secular. Quien desee participar en este viaje tiene que hacer una confesión completa de sus faltas en su vida reciente. Si no lo hace, la magia no surtirá efecto. Luego inician la experiencia. Incluso hablan un lenguaje especial, un lenguaje negativo. En

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lugar de decir «sí», por ejemplo, dicen «no», o en lugar de decir «vamos» dicen «venimos». Están en otro mundo.

Después llegan al umbral de la aventura. Hay altares especiales que representan estadios de transformación mental en el camino. Y después viene el gran momento de coger el peyote. Lo matan como si fuera un venado. Se acercan con sigilo, le arrojan una pequeña flecha, y luego realizan el ritual de recolectar el peyote.

Todo el ritual reproduce a la perfección el tipo de experiencia que se asocia con el viaje interior, cuando se abandona el mundo externo para entrar en el reino de los seres espirituales. Identifican cada pequeño estadio con una transformación espiritual. Transitan un camino que es una vía sagrada.

MOYERS: ¿Por qué lo hacen de un modo tan

compli-cado?

CAMPBELL: Bueno, tiene que ver con el hecho de

que el peyote no solamente produce un efecto biológico, mecánico, químico, sino un efecto de transformación espiritual. Si uno sufre una transformación espiritual y no se ha preparado para esa experiencia, no sabe cómo evaluar lo que le ha pasado, y tiene la terrible experiencia de un «mal viaje», como se lo llamaba con el LSD. Si sabes adonde vas, no tendrás un «mal viaje».

MOYERS: Esa es la explicación de que se produzca

una crisis psicológica si uno se hunde en el agua donde...

CAMPBELL: ...donde debería poder nadar, si lo

hubieran preparado. Es cierto para la vida espiritual, al menos. La transformación de la conciencia es una experiencia aterradora.

MOYERS: Hablas mucho de la conciencia. CAMPBELL: Sí.

MOYERS: ¿Cómo la definirías?

CAMPBELL: Es característico del pensamiento

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de la cabeza, creer que la cabeza es el órgano donde se origina la conciencia. No es así. La cabeza es el órgano que tuerce la conciencia en cierta dirección, o con vistas a cierto conjunto de propósitos. Pero hay conciencia aquí, en el cuerpo. Todo el mundo viviente está informado por la conciencia.

Yo siento que la conciencia y la energía son lo mis-mo, de algún modo. Dondequiera que veas una autén-tica energía vital, allí hay conciencia. Por cierto, el mundo vegetal es consciente. Y cuando vives en los bosques, como lo hice yo de niño, puedes ver a todas estas diferentes conciencias relacionándose. Hay una conciencia vegetal y hay una conciencia animal, y no-sotros aunamos ambas. Si comes determinada comida, la bilis sabe si hay alguna sustancia en ella por la que tenga que salir a trabajar. Todo el proceso es concien-cia. Tratar de interpretarlo en términos simplemente mecánicos no sirve.

MOYERS: ¿Cómo transformamos nuestra conciencia? CAMPBELL: Eso depende de lo que estés dispuesto a

pensar sobre el asunto. Y para eso está la meditación. Toda la vida es una meditación, la mayor parte no in-tencional. Mucha gente pasa la mayor parte de su vida meditando sobre cómo ganar dinero y cómo gastarlo. Si tienes una familia que mantener, piensas en tu familia. Son preocupaciones muy importantes, pero tienen que ver con condiciones físicas en su mayor parte. Pero ¿cómo podrás comunicar la conciencia espiritual a los niños si no la tienes tú mismo? ¿Cómo la consigues? Los mitos están ahí para llevarnos a un nivel de conciencia que es espiritual.

Pongamos un ejemplo: estoy en la esquina de la ca-lle Cincuenta y uno con la Quinta Avenida y entro en la catedral de San Patricio. Dejo atrás esa ciudad tan activa, gobernada como pocas por la economía. Entro en la catedral, y todo a mi alrededor habla de misterios espirituales. El misterio de la cruz, ¿qué es todo eso? Los vitrales, que crean una atmósfera distinta. Mi conciencia ha sido transportada a otro

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nivel, y me encuentro en una plataforma diferente. Y entonces salgo, y de nuevo estoy en la calle. Ahora bien, ¿puedo retener algo de la conciencia de la catedral? Ciertas plegarias o meditaciones están pensadas para retener la conciencia en ese nivel en lugar de dejar que se pierda por completo. Y después, lo que finalmente puedes hacer es reconocer que éste no es más que un nivel inferior de esa conciencia más alta. El misterio allí expresado está operando en el campo de tu dinero, por ejemplo. Todo el dinero es energía congelada. Creo que ésta es la clave de cómo transformas tu conciencia.

MOYERS: ¿No piensas a veces, cuando estudias

estas historias, que te estás ahogando en sueños ajenos?

CAMPBELL: No escucho sueños ajenos.

MOYERS: Pero todos esos mitos son sueños ajenos. CAMPBELL: Oh, no, no lo son. Son los sueños del

mundo. Son sueños arquetípicos que tratan de los grandes problemas humanos. Sé cuando alcanzo uno de esos umbrales. El mito me dice cómo responder a ciertas crisis de desilusión o placer o fracaso o éxito. El mito me dice dónde estoy.

MOYERS: ¿Qué pasa cuando la gente se convierte en

leyenda? ¿Puedes decir, por ejemplo, que John Wayne es un mito?

CAMPBELL: Cuando una persona encarna un

modelo para vidas ajenas, ha entrado en la vía de la mitologi- zación.

MOYERS: Esto sucede frecuentemente con actores

de cine, que es donde buscamos muchos de nuestros modelos.

CAMPBELL: Recuerdo que cuando yo era pequeño,

Douglas Fairbanks era mi héroe. Adolphe Menjou lo era para mi hermano. Por supuesto, esos actores repre-sentaban papeles de figuras míticas. Nos educaban pa-ra la vida.

MOYERS: Para mí, en el cine, no hay figura tan

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CAMPBELL: No, no la he visto.

MOYERS: Es la historia, ya clásica, del forastero que

viene de lejos, hace el bien a la gente y se va, sin espe-rar recompensa. ¿Por qué será que esa película nos afecta tanto?

CAMPBELL: Hay algo mágico en las películas. El

ac-tor al que estás viendo está también en otro lugar al mismo tiempo. Esa es la condición del dios. Si un actor de cine entra en un lugar público, todos se vuelven pa-ra mipa-rarlo. Es el héroe del momento. Ocupa otro plano. Es una presencia múltiple.

Lo que estás viendo en la pantalla no es él en reali-dad, y sin embargo «él» aparece. A través de múltiples formas, la forma de las formas de la que sale todo está aquí.

MOYERS: El cine parece crear estas grandes

figuras, mientras que la televisión sólo crea celebridades; no modelos, sino objetos para el chismorreo.

CAMPBELL: Quizás sea porque a las personalidades

de la televisión las vemos en nuestra casa y no en un templo especial, como es la sala de cine.

MOYERS: Ayer vi una foto de la más reciente figura

de Hollywood, Rambo, el veterano de Vietnam que re-gresa para rescatar prisioneros de guerra, y los lleva de vuelta tras una orgía de muerte y destrucción. Tengo entendido que es la película más taquillera en Beirut. En la fotografía vi el nuevo muñeco Rambo, que ha sido creado por una compañía que fabrica delicadas muñe- quitas. En la publicidad se ve, al fondo, una dulce y encantadora muñequita, y en primer plano a Rambo, la fuerza bruta.

CAMPBELL: Son dos figuras míticas. La imagen que

me viene a la mente es la Minotauromaguia de Picasso, un grabado que muestra un gran toro monstruoso acercándose. El filósofo está subido a una escalera, aterrorizado por escapar. En la arena hay un caballo muerto, y sobre el caballo sacrificado yace el torero, que es una mujer, también muerta. La única

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