Cuna del saber

La biblioteca de Alejandría, el centro cultural del mundo antiguo

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La biblioteca de Alejandría contenía las obras de los grandes sabios de la Antigüedad. Grabado del siglo XIX.

The Granger Collection / Cordon Press

A principios del siglo III a.C., Egipto era, con diferencia, el más rico de los diferentes Estados en los que se había dividido el Imperio de Alejandro Magno. Los reyes del país, descendientes de Ptolomeo I, lugarteniente del gran conquistador, disfrutaban de una enorme opulencia gracias a la abundancia de productos agrícolas que recibían de las tierras del Nilo y que exportaban a través del Mediterráneo. Su corte se hallaba en Alejandría, desde donde, rodeados de una élite griega, gobernaban a la gran mayoría de población egipcia.

La ciudad había sido fundada en 331 a.C. por Alejandro Magno, de quien los Ptolomeos se consideraban herederos. Así lo demostraba el hecho de que el cuerpo de Alejandro, al que se veneraba como un dios, estaba en la ciudad, adonde lo había traído Ptolomeo I. Pero los faraones griegos de Egipto no se conformaban con la riqueza; también buscaban prestigio, y uno de los medios para lograrlo era la cultura. 

Fue así como, partir del siglo III a.C., Alejandría se convirtió en el más importante centro cultural griego, desplazando incluso a Atenas. Literatos, científicos y artistas acudían a la corte ptolemaica en busca de libros, maestros o intercambios con otros eruditos, y desde allí el saber de la civilización helénica irradiaba por todo el Mediterráneo e incluso más allá. Los Ptolomeos acogieron a científicos, filósofos o literatos, de los que esperaban que hicieran brillar su nombre por todo el mundo helenístico. Para albergar a estos sabios edificaron el Museo, el «templo de las Musas», situado en el barrio de Bruquión, cerca del mar y no lejos de la tumba de Alejandro y del palacio real. 

Científicos y artistas de las regiones más remotas acudían a la corte ptolemaica en busca de libros, maestros o intercambios con otros eruditos, y desde allí irradiaban el conocimiento helénico por todo el Medterráneo.

Muchos grandes nombres de la historia de la ciencia llevaron a cabo en Alejandría sus principales descubrimientos. Entre ellos destacan el médico Herófilo de Calcedonia, que descubrió el sistema nervioso, o Erasístrato, pionero de la cirugía; los matemáticos Euclides, padre de la geometría, y Apolonio de Perge; los astrónomos Hiparco de Bitinia, que investigó las órbitas de los planetas, y Aristarco de Samos, que elaboró la primera teoría heliocéntrica; o el geógrafo Eratóstenes, a quien se atribuye la primera demostración de que la Tierra es redonda

A la caza de manuscritos 

Al mismo tiempo que atraían a su corte a los sabios más selectos de su época, los reyes de Egipto tomaron otra decisión trascendental: la de reunir las obras científicas y literarias más importantes del mundo conocido y preservarlas. Una tradición atribuye la iniciativa a Demetrio de Falero, político ateniense y discípulo de Aristóteles que acabó exiliado en Alejandría y persuadió a Ptolomeo para que recopilara «los libros de todos los pueblos de la tierra». El objetivo práctico más inmediato era el de proporcionar material de trabajo a los sabios que acudían al Museo, pero también había la voluntad de reunir el saber universal, en todas las disciplinas y de todos los pueblos, y conservarlo para las generaciones futuras. Ése fue, en todo caso, el origen de la mítica Biblioteca de Alejandría. 

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Aunque promocionaron la cultura griega, los reyes ptolemaicos no descuidaron a los dioses egipcios y les erigieron templos como éste, de Kom Ombo, dedicado a Sobek y Haroeris.

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Seguramente no habría que pensar que la Biblioteca fue lo que hoy entendemos por tal, una institución o un edificio particular, con una organización propia. En opinión de estudiosos como Luciano Canfora, la Biblioteca estaba integrada dentro del Museo y el palacio de los Ptolomeos; no formaba una entidad diferenciada. Es significativo, por ejemplo, que Estrabón, al describir el Museo y el palacio en su Geografía, escrita a principios del siglo I d.C., no mencione la existencia de una biblioteca. Según Canfora, los libros reunidos por los reyes se colocaban en estanterías (éste es el significado del término griego «biblioteca») que recubrían las salas del palacio, y en particular, los pórticos. 

Lo que es indudable es que los Ptolomeos y sus servidores reunieron una enorme cantidad de libros, que en esa época tenían la forma de rollos de papiro. Se decía que el fundador de la biblioteca, Ptolomeo I Sóter, se marcó la meta de obtener 500.000, y que cada cierto tiempo pasaba revista a la colección, igual que lo hacía con sus tropas, y preguntaba a su bibliotecario Demetrio: «¿Cuántos rollos tenemos?». Parece que, en tiempos del poeta y bibliotecario Calímaco de Cirene, que vivió en el siglo III a.C., se habían reunido cerca de 490.000 libros, una cifra que aumentó hasta 700.000 en época de Julio César. 

Para llegar a estas cifras, los Ptolomeos promovieron una auténtica «caza» de manuscritos por todo el mundo helénico. Se dice que el primer Ptolomeo escribió cartas a numerosos príncipes y ciudades para pedirles que le enviaran todas las obras, de «poetas o prosistas, rétores o sofistas, médicos y adivinos, historiadores y todos los demás». También ordenó sacar copias de todos los libros que se hallaran en las naves que hacían escala en Alejandría; los originales se quedaban en la ciudad y se devolvían las copias.

 

moneda ptolomeo

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Dracma de oro con las efigies de Ptolomeo I y su esposa Berenice, primeros reyes de la dinastía ptolemaica en Egipto.

Art Media/Heritage Images / Cordon Press

Se cuenta que Ptolomeo III pidió a los atenienses la valiosa copia oficial de las tragedias de Esquilo, Sófocles y Eurípides, que prestaron a cambio de una costosa fianza, para copiarlas en la biblioteca. Al final, los alejandrinos se quedaron los originales y enviaron a Atenas las copias nuevas, perdiendo el importe de la fianza; tal era el empeño de la comisión real en coleccionar las grandes obras clásicas. 

Libros de todas las culturas 

Otro ejemplo del trabajo de copia de textos valiosos que se hacía en Alejandría es el de la Biblia judía. Cuenta la tradición que setenta y dos sabios judíos (seis por cada una de las doce tribus de Israel) se reunieron en la isla de Faro, frente a la costa de Alejandría, atendiendo la llamada del rey Ptolomeo II Filadelfo, que les ordenó traducir al griego sus libros sagrados, escritos originalmente en hebreo. Los sabios hicieron la traducción aislados unos de otros, y el hecho de que el texto final de todos ellos fuera coincidente se interpretó como una prueba de que el trabajo había sido inspirado por Dios. 

 

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Un papiro egipcio de la Dinastía 15 (1650 a.C.-1500 a.C.) con cálculos matemáticos.

The Granger Collection / Cordon Press

Cualesquiera que fuesen las circunstancias en las que se realizó la traducción, lo cierto es que la llamada Biblia de los Setenta fue un reflejo de la fusión cultural entre la tradición griega y la hebrea, que habría de marcar para siempre a la civilización occidental. Por otra parte, la Biblia hebrea no fue un caso excepcional de interés por culturas no griegas. Hay testimonios de que en Alejandría se ordenaron copias de los textos de Zoroastro, que al parecer alcanzaban gran extensión, y de los textos védicos indios. Ya en el siglo III a.C., el sacerdote egipcio Manetón compiló en griego una Historia de Egipto para los reyes alejandrinos, de la que sólo se conservan fragmentos. 

Sabios enfrentados 

Los estudiosos reunidos en el Museo de Alejandría dedicaron mucho tiempo a conservar, clasificar y copiar los libros de la biblioteca. Había que elaborar catálogos de las obras que allí se guardaban; se dice que uno de estos catálogos ocupaba por sí solo ciento veinte rollos. También debía establecerse la calidad, autenticidad y autoría de los textos, y se redactaban biografías de sus autores.

La labor de los bibliotecarios consistía en adquirir los textos de más calidad de los mejores autores, realizar una edición crítica de los mismos, lo más ajustada posible al original, y en ocasiones completarla con comentarios e introducciones, estudios gramaticales, léxicos o métricos. También debían adscribir a cada autor sus obras, tras descartar las apócrifas, y dividirlas en rollos de papiro según su contenido y extensión. Luego se reunía la obra de los diferentes autores según los géneros literarios y se elaboraban catálogos y cronologías. 

 

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Euclides (siglo III a.C.) fundador de la Escuela de matemáticas de Alejandría presenta su tratado de Geometría a Ptolomeo I Soter. Grabado del siglo XIX.

World History Archive / Cordon Press

Entre los bibliotecarios de Alejandría se cuentan algunas figuras de gran relieve. El primero fue Zenodoto de Éfeso, que editó a Homero. Más tarde, el poeta Calímaco compuso, según se cree, el catálogo o Pínakes de los autores y obras más importantes de cada género. Aristófanes de Bizancio volvió a editar a Homero, y seguramente inventó la acentuación y la puntuación (con anterioridad los textos se copiaban sin separar las palabras y las frases). De él se decía que «todos los días, durante toda la jornada, no hacía otra cosa que leer y releer atentamente todos los libros de la Biblioteca siguiendo su orden». También Aristarco de Samotracia se distinguió por una edición de Homero en la que perfeccionó el método de crítica filológica. 

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Las grandes ciudades del Mediterra´neo albergaron grandes bibliotecas. La de E´feso (arriba, en la actual Turqui´a) se levanto´ en 101 d.C. y contuvo 12.000 libros.

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Pero la actividad de los sabios del Museo no era en absoluto tranquila o pacífica: estaban expuestos a la maledicencia de sus rivales, inmersos en disputas enrevesadas y siempre a expensas de los caprichos del poder. Como decía el escéptico Timón: «En Egipto, rico en razas, se apacientan muchos eruditos armados de cálamo, que mantienen peleas infinitas en la jaula de pájaros de las musas». Hubo rivalidades poéticas o eruditas famosas, como la surgida entre Calímaco y Apolonio.

En las salas de la biblioteca se produjeron disputas legendarias entre sabios, como la que enfrentó a Calímaco y Apolonio por el puesto de director de la institución.

El poeta Calímaco se quejaba de la maledicencia de sus críticos, a los que llamaba telquines, aludiendo a unos demonios mitológicos. Otras veces estaban a merced de los cambios de gobierno. Bajo Ptolomeo III Evergetes, Calímaco obtuvo su ascenso definitivo mientras que su rival Apolonio acabó retirándose de su puesto de director de la Biblioteca a la isla de Rodas. El Museo, en ocasiones, era más bien una prisión para estos sabios al servicio de la monarquía: se cuenta la anécdota de que uno de los eruditos, Aristófanes de Bizancio, quiso escapar un día, pero fue arrestado, quizá paraimpedir que emigrara a Pérgamo, sede de otra gran biblioteca rival de la alejandrina, impulsada por el rey Eumenes II. 

Un final enigmático 

La vida de estas fastuosas instituciones culturales y científicas de Alejandría no se detuvo cuando Egipto cayó bajo soberanía de Roma, en el año 30 a.C. La Biblioteca sigui�� atrayendo a estudiosos durante largo tiempo, cuando sus libros no eran ya sólo rollos de papiro sino también códices de pergamino. Pero también se vio expuesta a amenazas y accidentes. Ya en el año 47 a.C. se quemaron numerosos libros que, al parecer, César pretendía transportar a Roma; pocos años después, Marco Antonio donó un gran número de libros, procedentes de la biblioteca de Pérgamo, para compensar la pérdida.

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Odeón de Kom el-Dikka. Considerado hasta hace pocos años como un odeón romano, hoy se cree que este pequeño auditorio era un centro de reunión académica vinculado al Museo de Alejandría

La destrucción más grave se suele datar en el año 272, cuando el emperador romano Aureliano arrasó la ciudad para recuperar el control sobre una Alejandría rebelde. Por último, la magnífica biblioteca del Serapeo fue destruida en el año 391 a instancias de Teófilo, patriarca de Alejandría, en el transcurso de unos disturbios entre paganos y cristianos. Algo después, en 415, desaparecía la biblioteca personal de la filósofa pagana Hipatia de Alejandría, tras su trágica muerte a manos de una horda de monjes cristianos enfervorecidos e instigados por el patriarca Cirilo.

Pocos años después de la muerte de Hipatia, el teólogo Orosio informa que sólo halló estanterías vacías en los templos de la ciudad. Lo que quedaba de la gran Biblioteca de los Ptolomeos fue quemado cuando los árabes, que conquistaron la ciudad en el año 641, siguieron la orden del califa Omar de destruir todos los libros que estuvieran en desacuerdo con la doctrina de Alá. Así, casi mil años después de su fundación, desaparecía todo vestigio de la Biblioteca. A cambio, nacía su leyenda.