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Crímenes que cambiaron la Historia: episodio 2

El brutal asesinato de los últimos Romanov

La famosa dinastía Romanov llegó a su sangriento final una noche de julio de hace ya más de cien años. El zar Nicolás II, su esposa Alejandra y sus cinco hijos fueron brutalmente asesinados, y su destino fue una incógnita durante casi un siglo. ¿Quiénes fueron los asesinos? ¿Por qué tuvieron este trágico final? ¿Qué papel jugó Rasputín en la historia?

La famosa dinastía Romanov llegó a su sangriento final una noche de julio de hace ya más de cien años. El zar Nicolás II, su esposa Alejandra y sus cinco hijos fueron brutalmente asesinados, y su destino fue una incógnita durante casi un siglo. ¿Quiénes fueron los asesinos? ¿Por qué tuvieron este trágico final? ¿Qué papel jugó Rasputín en la historia?

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A la una y media de la madrugada, Yarov Yurovsky hizo levantar de sus camas a los seis miembros de la familia Romanov, y a cuatro de sus sirvientes. La excusa: que las fuerzas rojas y las blancas habían entrado en combate, y la ciudad de Ekaterimburgo estaba en peligro. El que sería el último zar de Rusia, su familia y su personal debían bajar al sótano, por su propia seguridad, dijo Yurovsky. Ellos, confiados, obedecieron al oficial, que, minutos después, ordenaría abrir fuego contra los nueve.

En marzo de 1917, un mes después del estallido de la revolución rusa, Nicolás II, emperador y autócrata de todas las Rusias, había abdicado por fin, dejando el país en manos de los dirigentes revolucionarios. Así, el zar pasó a ser Nicolás Romanov, a secas, y su familia se encontró, de repente, despojada de todos sus privilegios, y condenada a un destino dramático que se había resistido a ver venir.

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Los Romanov y Nicolás II

La dinastía Romanov terminó igual que comenzó: en tiempos de incerteza y gran agitación política. Tras un período de caos, en 1613, Michael Fyodorovich Romanov, un chaval de dieciséis años con poca preparación académica, subió al trono de Rusia de mala gana. La asamblea de la tierra lo había elegido, un poco a la desesperada, porque estaba emparentado con una familia que había reinado en el siglo anterior. Así comenzó el reinado de la dinastía que llevaría las riendas de Rusia en los trescientos años siguientes. La época de Pedro I y Catalina ll serían especialmente brillantes, y ampliarían el territorio e influencia del imperio ruso como nunca nadie lo había hecho. En 1913, los Romanov celebraron el tercer centenario de su dinastía, sin saber que pronto llegaría otro período conflictivo, del que no podrían escapar.

Nicolás II había subido al trono en 1894, después de la muerte de su padre, Alejandro III. Sus críticos lo describían como un hombre limitado y con poca imaginación; y lo cierto es que no tenía ni la habilidad ni el temperamento necesarios para gobernar en tiempos tan turbulentos. El zar era un hombre inseguro, que no tomaba decisiones hasta el último momento, y que, cuando lo hacía, se limitaba a repetir el último consejo que había escuchado. De hecho, había un chiste que circulaba por los corrillos de San Petersburgo que decía que las dos personas más poderosas de Rusia eran el zar y la última persona que había hablado con él.

Nicolás era un gobernante muy conservador, alérgico a los cambios y al progreso, y que creía firmemente en su derecho divino a reinar. Quien cuestionase este derecho, podía recibir una visita de la Ojrana, el cuerpo de policía secreta rusa; una organización asesina y terrorífica. Como líder, el zar Nicolás tuvo pocos éxitos. A principios del siglo XX se embarcó en una desastrosa guerra contra Japón, en la que solo consiguió que su régimen perdiese prestigio dentro y fuera de Rusia. La revolución de 1905 hizo que Nicolás crease, a regañadientes, un cuerpo legislativo electo: la duma. Pero, antes de que se celebrase su primera sesión, el zar intentó limitar su potestad. Cuando estalló la

Primera Guerra Mundial, en 1914, Nicolás metió a Rusia en un conflicto que pondría al límite los recursos el país y que costaría millones de vidas. El zar perdía popularidad día tras día; tanto, que su gente lo apodó “Nicolás el Sanguinario”. Pero él, resistiéndose a la idea de que las cosas pudiesen cambiar, rechazó ver lo que estaba pasando. El zar seguía convencido de que Rusia lo quería.

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La familia Romanov al completo

Nicolás no era un hombre de estado; era un hombre de familia. Adoraba a su esposa Alejandra, y ella lo adoraba a él, cosa poco común en una época en la que la realeza se casaba por conveniencia, más que por amor. Alemana de nacimiento y nieta de la reina Victoria del Reino Unido, Alejandra era de carácter fuerte, introvertida y distante; esto la alejó del pueblo ruso, que la veía como una extraña. A diferencia de su marido, Alejandra era consciente de que era impopular, lo cual hizo que se volviera muy sensible, controladora y paranoica. Nicolás y Alejandra se casaron en 1894 y tuvieron cuatro hijas seguidas: Olga, Tatiana, María y Anastasia. La falta de un hijo varón fue causa de ansiedad constante para la zarina, hasta que, en 1904, nació su anhelado heredero, Alexei. Según todas las fuentes, los Romanov eran una familia unida y feliz.

En una ocasión, Sigmund Freud dijo que las familias tienden a organizarse alrededor de su miembro más desfavorecido. Para los Romanov, esa persona podría haber sido Alejandra. Su temperamento inestable y sus problemas de salud le aseguraban la atención constante de su esposo y sus hijas. Al mismo tiempo, toda la familia, en especial la propia Alejandra, mimaba al hijo pequeño, Alexei. El heredero del trono ruso había nacido con hemofilia, una enfermedad que le fue transmitida por vía materna. Su salud se convirtió en la mayor prioridad de sus vidas. Cada vez que el niño se hacía una herida, por pequeña que fuese, comenzaba a sangrar de tal manera que estuvo a punto de morir varias veces. En una época en la que los padres de clases altas cultivaban una relación distante con sus hijos, la dependencia física de Alexei creó un estrecho vínculo con Alejandra y Nicolás. La zarina, que tanto había rezado por dar a su país un heredero, sufría por la supervivencia de Alexei. En sus diarios se aprecia cómo la preocupación se apodera de ella, hasta el punto de llegar a pensar que su familia estaba maldita. Quizá ella sí notaba que algo no iba bien.

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Rasputín y la reputación de los Romanov

La ansiedad de Alejandra y los problemas de salud de Alexei hacían a los Romanov especialmente vulnerables. Grigori Rasputín, monje siberiano que se autoproclamaba “hombre santo”, fue una de las personas que se aprovecharon de esto. Cuando Rasputín conoció a los Romanov, la zarina estaba desesperada. El nacimiento de Alexei les había dado por fin un heredero, pero su hemofilia no era solo una tragedia personal, sino también una amenaza para el futuro de la dinastía. La situación de crisis política y agonía materna permitió a Rasputín introducirse en la familia. No está claro si solo era un charlatán o si tenía poderes sanadores, pero lo cierto es que ayudó a Alexei a recuperarse tras varios episodios graves de sangrado. Según se dice, el místico advirtió a Nicolás y Alejandra de que la salud de su hijo estaba vinculada a la fortaleza de la dinastía. Así, la capacidad de Rasputín de cuidar de la salud del niño le aseguró un lugar en el palacio y el poder de influir en el zar.

Puede que la relación entre Rasputín y los Romanov ayudase al pequeño Alexei, pero también hundió la reputación de Alejandra, y la distanció más aún del pueblo ruso. Rasputín, que tenía muchos seguidores, también tenía fama de borracho extremadamente promiscuo. Los rumores de que había seducido a la zarina no se hicieron esperar. Aunque es casi seguro que no fueron amantes, sí es cierto que Rasputín tuvo líos amorosos con muchas mujeres de la corte de los Romanov. Cegado por la creencia de que Rasputín tenía un don divino sanador, Nicolás ignoró las peticiones de apartarlo de palacio, pero solo consiguió alimentar la ira de su gente.

En septiembre de 1915, durante la Primera Guerra Mundial, el zar viajó al frente para asumir el mando de las fuerzas rusas. Entonces, la zarina quedó a cargo de los asuntos internos del país. Una de las decisiones que tomó en esta época fue la de nombrar ministros a hombres incompetentes, siguiendo consejos de Rasputín, cosa que no fue bien recibida. Las pérdidas en el frente y la conducta de Rasputín fueron la gota que colmó el vaso para el pueblo ruso. El momento de la revolución había llegado.

Vida en cautiverio

Los bolcheviques se hicieron con el poder en noviembre de 1917. A partir de ese momento, los Romanov se convirtieron para ellos en una moneda de cambio y en un dolor de cabeza al mismo tiempo. Rusia necesitaba negociar su salida de la Primera Guerra Mundial y evitar una invasión extranjera. Los enemigos del país estaban tomando nota de lo que había pasado con los Romanov; pero, al mismo tiempo, si la familia sobrevivía a la revolución, se convertiría en símbolo del movimiento monárquico para siempre. Algunos querían mandarlos al exilio, otros querían que fuesen juzgados por sus crímenes, y otros querían que desapareciesen para siempre.

Al principio, el gobierno revolucionario confinó a los Romanov en el palacio de Tsárskoye Seló, en San Petersburgo. Más tarde, los mandaron a Tobolsk, al este de los Urales, donde no los trataron mal. Nicolás disfrutaba del aire libre y la vida rural, y no echaba de menos el estrés de ser el zar de Rusia. En esta primera época de su cautiverio, todavía era posible soñar con un final feliz. Quizá podrían llegar a Inglaterra y exiliarse allí con el rey Jorge V, que era primo de Nicolás. O, mejor aún, quizá les permitirían retirarse a su casa de Crimea, donde tantos veranos felices habían pasado. Pero su siguiente destino fue el más duro: Ekaterinburgo, que en aquel momento era la ciudad más radicalizada de Rusia.

La familia se instaló en un gran edificio conocido como la Casa Ipátiev. El hombre que estaba al mando inicialmente, Avdeev, era corrupto, pero no cruel. Los guardias eran hombres corrientes que habían sido reclutados en fábricas locales. Con el tiempo, los Romanov llegaron a familiarizarse con ellos, y hasta hicieron buenas migas. Pero, poco después, los bolcheviques locales sustituyeron a Avdeev por Yurovsky. El nuevo hombre al mando era mucho más estricto, y mantuvo una relación distante pero profesional con Nicolás y Alejandra. A Nicolás –que, una vez más, se equivocaba– hasta parecía que Yurovsky le caía bien.

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Últimos días de los Romanov

Los últimos civiles que vieron a la familia del zar con vida fueron cuatro mujeres que fueron a limpiar la Casa Ipátiev. Su testimonio nos ha dado el retrato más penetrante y humano de esta familia condenada a un destino fatal. A las limpiadoras les sorprendió comprobar que los Romanov no eran los tiranos arrogantes y desagradables que la propaganda antizarista pintaba: eran personas normales, simples mortales, como ellas; como todos los demás. Las hijas de Nicolás y Alejandra hasta se ofrecieron a ayudar a fregar los suelos, y una de las limpiadoras intercambió unas palabras con la zarina. Para los Romanov, tratar con alguien amable era una distracción agradable que recibí.

Pero el tiempo se estaba acabando. Los Romanov eran el símbolo supremo de la autocracia rusa, y por este motivo tenían que desaparecer. En la noche del 16 de julio de 1918, se envió un telegrama de Ekaterimburgo a Moscú que informaba a Lenin de que la decisión estaba tomada.

La última noche de la familia Romanov

Cuando Yurovsky los hizo levantar aquella madrugada, los Romanov reaccionaron con docilidad. La familia y los cuatro sirvientes que les quedaban caminaron hacia el sótano. Nicolás iba a la cabeza, llevando a su hijo en brazos. Una vez allí, entraron en una habitación pequeña y vacía. Aún no eran conscientes de su destino.

Yurovsky se acercó a ellos. Con los verdugos tras él, leyó a los estupefactos prisioneros la siguiente declaración: “La Dirección General del Soviet Regional, satisfaciendo la voluntad de la revolución, ha decretado que el antiguo zar Nicolás Romanov, culpable de incontables crímenes sangrientos contra el pueblo, debe ser fusilado”. Entonces, los guardias comenzaron a disparar. Los testimonios discrepan entre sí, pero la mayoría afirman que el zar era el objetivo principal, y que murió a causa de varios disparos. La zarina pereció después de que una bala le alcanzara la cabeza. A medida que el humo de las armas inundaba la sala, la disciplina de los asesinos se iba desvaneciendo. Para su sorpresa, las chicas parecían ilesas: las balas habían rebotado sobre sus cuerpos. Más tarde se descubrió el motivo: habían escondido y cosido sus joyas de diamantes bajo sus vestidos, y estas habían actuado como armaduras durante el asalto inicial. Entonces, uno de los asesinos perdió el control por completo, cogió una bayoneta e intentó acabar el trabajó a cuchilladas. Tras veinte eternos minutos de puro horror, la familia al completo y sus sirvientes estaban muertos: disparados, apuñalados y golpeados.

Los verdugos sacaron los once cuerpos de la casa y los cargaron en un camión. El proceso para deshacerse de ellos fue caótico. Los investigadores creen que primero los dejaron en una mina poco profunda llamaba Ganina Yama, que los bolcheviques intentaron volar con granadas. No lo consiguieron, así que buscaron un plan “b”. Cuando los transportaban a una nueva sepultura, el camión quedó atrapado en el fango. Entonces, sacaron dos de los cuerpos –se cree que los de Alexei y María– y se deshicieron de ellos en el bosque. Los otros nueve fueron empaparon en ácido, quemados y enterrados en una fosa no muy lejos de allí.

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Una imagen exaltante del asalto al palacio de Invierno, obra de Nikolai Kochergin, que lo presenta como una lucha heroica del pueblo. Galería Regional de Arte,  Cheliabinsk.

La revolución rusa de 1917

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La verdad sale a la luz

Tras el asesinato de los Romanov, los oficiales soviéticos abordaban el tema con mucha cautela. Los bolcheviques anunciaron la muerte de Nicolás, pero aseguraban que Alejandra y Alexei estaban vivos en algún lugar seguro. Las muertes no se confirmaron oficialmente hasta 1926, e, incluso entonces, las autoridades soviéticas se negaron a asumir la responsabilidad de la ejecución.

Stalin prohibió el debate público sobre el destino de los Romanov en 1938, y la Casa Ipátiev se demolió en 1977, después de que las autoridades decretaran que “no tenía valor histórico”. Puede que el silencio forzado que rodeaba la muerte de la familia reprimiese el debate público, pero también alimentó una curiosidad infinita al respecto. En las décadas siguientes aparecieron multitud de impostores que aseguraban ser alguno de los miembros de la familia del zar. Cada vez que aparecía uno nuevo, la historia resucitaba, y la esperanza de que algún miembro de la familia hubiese sobrevivido al horror parecía redimir el malestar por lo ocurrido. Esto hacía que el misterio no desapareciese nunca, para disgusto de los soviéticos. En 1979, un par de detectives aficionados encontraron una necrópolis cerca de Ekaterinburgo, pero el hallazgo se mantuvo en secreto hasta después de la caída de la Unión Soviética.

Una nueva revolución se extendía por Rusia, y los científicos volvieron a Ekaterinburgo en 1991 para recuperar la historia. Exhumaron los restos de nueve personas, que después se identificaron como los de Nicolás, Alejandra, Olga, Tatiana, Anastasia, y sus cuatro sirvientes. Entonces comenzó un proceso de cicatrización gracias al cual se reconocieron tanto el horror de sus muertes como sus lugares en la historia.

En 1998, los restos de la familia se enterraron en San Petersburgo, en la catedral de San Pedro y San Pablo, el lugar de sepultura tradicional de los zares. En 2000, la Iglesia rusa ortodoxa canonizó a Nicolás, a Alejandra y a sus hijos como “portadores de la pasión”. En Ganina Yama -el primer lugar donde los bolcheviques intentaron deshacerse de los cadáveres- la Iglesia ortodoxa rusa levantó un monasterio. En 2003, el lugar que antaño ocupaba la Casa Ipátiev se consagró la Iglesia de la Sangre Derramada, que se convirtió en lugar de peregrinación. En 2007 se encontraron los restos de Alexei y María, que se identificaron a través de análisis de ADN.

Siempre se ha dicho que las familias que están muy unidas a veces se aíslan del mundo exterior. Sin duda, fue el caso de los Romanov. Su ensimismamiento les impidió percibir el peligro que les acechaba, pero su amor los fortaleció e hizo llevadero su cautiverio. Así, el gran consuelo de sus últimos meses de vida fue que, en el camino hacia su terrible final, al menos, estaban juntos.

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