OTROS DIÁLOGOS | ¿Qué nos puede dar hoy la lectura de la <em>Divina comedia</em>? Setecientos años de Dante Alighieri

¿Qué nos puede dar hoy la lectura de la Divina comedia? Setecientos años de Dante Alighieri

 

MARIAPIA LAMBERTI*

 


 

En este título se podría pensar que, al mencionar los años, falta la especificación “de la muerte”. Pero no es así. Dante no ha dejado de existir: su obra magistral está viva y sigue atrayendo —y satisfaciendo— a lectores de todas las latitudes y de todas las preparaciones culturales después de estos siete siglos.

¿Qué nos puede dar hoy, a 700 años de distancia, la Divina comedia? Porque cuando se habla de Dante, se piensa siempre en su obra maestra —que tuvo, por cierto, su punto final en el mismo año de la muerte del Poeta—, que así lo manifestó el mismo Dante antes de concluir su vida, y que nos consta por la perfecta plenitud de su poema.

Dante es el epítome y el cierre de la edad que se quiso definir como ubicada entre, por un lado, la gloria del pasado grecorromano y la renacida época de la economía claramente monetaria y, por otro, la de los estados que sobre ésta se sostenían, al tiempo que se identificaban con sus gobernantes y se remitían a los antiguos valores definidos clásicos, es decir, etimológicamente, de clase superior y por ende dignos de ser imitados. Tanto esta catalogación de un periodo histórico —que no remite a valores o características, sino solamente a una ubicación intermedia en el tiempo— como también la definición de la época posromana como “siglos oscuros” —que todavía se oye y se lee— se acuñaron en el siglo xviii, la centuria que creía en sus grandes luces; sin embargo, esta conceptualización olvida que el Medioevo fue la época, en sus últimos siglos, de una intensa (y libre) especulación filosófica, la más notable después de la griega.

Dante concluye esta extraordinaria época; integra todos sus aspectos en su obra máxima: éste puede ser el primer motivo que atrae en su obra.

El universo que nos describe Dante es el que definieron los griegos y, posiblemente, en el que creyeron muchos pueblos, sin llegar a la definición exacta de Tolomeo y Aristóteles. Un universo limitado y esférico (la forma perfecta), en el centro del cual se sitúa la esfera terrestre, en la que se distinguen dos hemisferios: el ocupado por mar y tierras y el ocupado sólo por las aguas del mar. Vemos este segundo hemisferio en la obra de Dante; lo recorremos (Inf. XXVI) junto con el héroe homérico Ulises, que —navegador empedernido que prefiere seguir sus caminos al regreso a Ítaca—, ya viejo, con compañeros navegantes viejos como él, se aventura en este mar sin tierras por el solo deseo absoluto de conocimiento; el viaje se describe con precisión de tiempo (cinco meses) y recorrido (el hemisferio en el que nuestras estrellas del Norte sólo se ven al horizonte), hasta que nuestros navegantes llegan a vislumbrar —no alcanzar— un monte que sería, según el teólogo Pietro Lombardo (1100-1160), el lugar del Paraíso terrenal, de cuya localización se discutía mucho… ¿Por qué no lo alcanzan? Ulises había dicho a sus compañeros para alentarlos a explorar “il mondo senza gente” (v. 117), el mundo que se pensaba sin tierras y sin gentes, unas frases (vv. 119-120) que deberíamos recordar todos, y hoy como nunca: “Fatti non foste a viver come bruti / ma per seguir virtute e conoscenza”: “no fuisteis creados para vivir como los seres sin intelecto, como los animales, sino para seguir, es decir, para tratar de alcanzar la virtud y el conocimiento”. Pero aquí entra la dimensión religiosa de Dante —y de su época—: una dimensión elevada, racional, que mucho puede significar hasta para los no creyentes. Cristianamente, los hombres no pueden alcanzar la perfección en la tierra (el Paraíso terrenal) si no han tenido la Revelación. Ésta viene con Cristo, y los precristianos, como Ulises, no la tienen, pero alcanzan a vislumbrar este mundo de perfección por su deseo de conocimiento, de sabiduría… En su recorrido místico, Dante nos señala el trayecto que hay que seguir para alcanzar esta perfección.

De hecho, Dante cree en la posibilidad de la realización de una sociedad perfecta, el Paraíso en tierra, y canaliza toda su obra hacia este fin. El hombre y la sociedad humana, lo individual y lo colectivo, tienen el mismo problema: la presencia del Mal impide alcanzar el Bien. Desde el punto de vista religioso, el Bien es alcanzable gracias a Cristo y a la Redención. Pero es el hombre quien tiene que querer alcanzar este Bien y seguir el camino que allí lo lleve. En esto consiste su libre albedrío. Pero nosotros vivimos en una época posterior a Lutero y Machiavelli, que negaron la posibilidad para el hombre de alcanzar el Bien. Sin embargo, la lectura y el desarrollo de la Comedia dantesca nos puede decir mucho y nos puede inspirar para nuestra vida, y no sólo nuestra vida individual. Dante vive en un mundo de intensa participación política y la idealidad del Bien individual se acopla con la idealidad del Bien en la sociedad humana: sociedad de ciudadanos y de gobernantes elegidos y responsables de sus acciones de gobierno, una sociedad que desaparecerá con el Renacimiento, pero que mucho tiene en común con la sociedad de hoy.

El camino que recorre Dante-personaje en su viaje en el más allá tiene mucho sentido. Podemos interpretar sus primeras palabras de apertura del texto, que nos mencionan una vía recta, derecha, que él —el hombre— ha perdido, tras seguir recovecos desviantes. Es el sentido latino del término “error”, que podríamos traducir como vagabundeo: salida de la vía recta. Para volver a encontrarla, para alcanzar el Bien, hay que conocer el Mal y sus desastrosas consecuencias: tocar fondo. Es una expresión que bien conocemos. Y el fondo es el punto final del Infierno, que simbólicamente se coloca en la profundidad de la Tierra y se extiende hasta el punto central, que no admite que se vaya más abajo… pues de allí, procediendo, sólo se puede subir. La subida no es inmediata, sino lenta y difícil: del otro lado, Dante ubica el Paraíso terrenal (alegoría de la sociedad perfecta) y lo describe en la cumbre de una montaña altísima, tan alta como profundo es el Infierno. Es la que vislumbró Ulises. Sobre las laderas de este monte se ubica el mundo de la purificación, de la recuperación de la recta vía, del modo co-rrecto de comportarse. Cristianamente hablando, éste es el Purgatorio, cuyo principio de existencia la Iglesia había aceptado desde los primeros tiempos, pero que no tenía todavía valor de dogma, y que, es bueno recordarlo, jamás tuvo una definición precisa ni de tiempo, ni de lugar, ni de modos, por lo que deja la vía libre a la fantasía. Y bien, Dante crea con lógica y raciocinio, pero con el arte de su “alta fantasía” (como él mismo la define en Par. XXX, v. 142), un mundo extraordinario y fascinante, en el cual es maravilloso adentrarse.

Veamos, el Infierno es el lugar donde se paga por los delitos cometidos, de los cuales no quisimos reconocer la gravedad y arrepentirnos. La subdivisión es calculada en orden de la gravedad. Dante sigue las directrices de la filosofía de Aristóteles, que Santo Tomás de Aquino (1224-1274) había integrado al cristianismo racional de sus tiempos. El recorrido llega a nuestro intelecto moderno: los pecados menos graves son los que derivan de nuestros impulsos naturales sin el control que deberíamos saber aplicar. Siguen los que derivan también de algo impulsivo en el hombre, la violencia, pero que se nos presenta con más claridad, como algo nefasto que debemos vencer. Al final del Infierno están los que pecaron usando con toda conciencia el don de Dios que nos distingue de los animales: nuestro intelecto. Y entonces allí se encuentran los pecadores sin redención posible, los que engañan y dañan a su prójimo con conciencia completa. Y no es todo. Hay quien engaña a un prójimo que no conoce y que no los conoce: las trampas, las tretas, los aprovechamientos contra quien no se fía en un principio. Se encuentran también crímenes que podemos considerar políticos; hasta hay un lugar específico para papas corruptos. Pero el precipicio más bajo es para quien traiciona a quien se fía de nosotros, y el último nivel es de quien paga con traición a sus bienhechores. Allí está Lucifer. Y allí, al leer, en nuestra mente surgen casos, ejemplos que quisiéramos no haber visto nunca. No hay peor crimen que pagar con daño a quien nos hizo un bien.

Estos trazos que hemos mencionado son generales: admirables, sí, sugestivos y sugerentes, pero en la lectura caminamos con el ser humano que nos representa, en medio de detalles y de personajes entrañables. Lo vemos emocionarse, compadecer, acercarse afectuosamente a los culpables menos culpables de las primeras partes: ¿cómo no emocionarse frente a pecadores de amor, que, sí, con su falta de control sobre sus sentimientos ilícitos causaron daños, estragos o su propia muerte, pero que por fin amaron con toda la intensidad y la pasión? En cambio, frente a los traidores, el rechazo es total, tremendo, a tal punto que los traidores del último nivel ni siquiera pueden hablar: están sumergidos en el hielo.

Ahora bien, después de tocar fondo se emprende el camino de la recuperación; sí, es un camino difícil, y Dante lo demuestra participando, aunque sea en el breve momento en que atraviesa cada nivel de la montaña, en la penitencia que enfrentan allí las almas. Penitencia, que no castigo. Los crímenes, las maldades más horrendas, allí son perdonadas; ya no hace falta pagarlas y ni siquiera recordarlas. Basta un instante de arrepentimiento sincero. Dante nos da un ejemplo en el canto tercero, es decir, en el inicio del viaje en este segundo reino, para que quede claro: el perdón lo da Dios, aunque el arrepentimiento se dé en el último momento de la vida. El personaje que obtuvo su salvación por un instante de arrepentimiento a punto de morir, con quien habla Dante, es Manfredi, rey de Sicilia, muerto en batalla en 1266. Es un personaje célebre en sus tiempos; por eso Dante lo escoge como ejemplo de esta verdad espiritual; sin embargo, el lector de hoy lo conoce y lo sigue en los versos 103-145 de este canto y no se puede sustraer a su fascinación. No se castigan los delitos en el Purgatorio: se liberan las almas de las malas inclinaciones que pudieron llevarlos a cometer los delitos, y lo hacen a través de unas penitencias simbólicas, sugerentes, pero… que se sufren sólo en las horas del día en que brilla el sol.

Como en el Infierno se castigan primero en la parte más alta los pecados menos graves (el pecado de amor, el de gula, el amor al dinero, la ira, la pereza), aquí la purificación empieza con la jerarquía opuesta: el pecado más grave —el padre, se puede decir, de todos los pecados, el que impulsa al hombre a sentirse igual o superior a Dios, la soberbia— es el primero. En las repisas circulares en que se articula el monte se suceden los siete pecados capitales en orden de gravedad descendente. Y todas las almas tienen que purificarse, en algún círculo más tiempo y en otros menos, en estos siete niveles.

Pero, otra vez, esto que comento es la estructura general, que mucho nos enseña, pero que no es más que una parte de la enseñanza y del placer de la lectura. El Purgatorio es un lugar espléndido y un trayecto maravilloso. Es la sociedad humana como quisiéramos que fuera: predomina la solidaridad, la atención al otro, el sentimiento colectivo de todo lo bueno. Al leer, entra una serenidad en el ánimo, un reposo que nos hace olvidar las angustias cotidianas. ¡Y las descripciones de la belleza natural! El Purgatorio está sobre la tierra, y se alternan el día y la noche, el sol y las estrellas. Si el Infierno es el mundo de la oscuridad (simbólica, pero también lógica y natural por estar en el subsuelo), donde los únicos colores que se mencionan son el pardo y el negro, en el Purgatorio desde el inicio se nos dan los colores más vivos, la comparación con todas las piedras preciosas, y la vista se desplaza en el mar hasta el horizonte, en el cielo hasta las constelaciones más brillantes. Cuando lleguemos al Paraíso con nuestro viajero, los colores desaparecerán para concentrarse la descripción sólo en la luz, más luz, sólo luz. Y Dante nos dirá que sus ojos humanos necesitan una fuerza que no tienen para contemplar tanta luz, y esta fuerza se la darán por intercesión divina…

En el Purgatorio, Dante duerme, y sueña, como todos los vivos, y son sueños simbólicos que podemos interpretar (y se sugiere la interpretación) según la dinámica de Freud y Jung.

Sin embargo, el momento más importante es después de la última repisa circular. Si la gravedad de los pecados, al subir el monte, se hace más liviana, el último es el pecado de amor. Dante, que bien sabía de qué se trata el amor humano, tiene que cruzar el fuego que purifica a aquellos pecadores. Aquí se asiste a una escena espléndida: los pecadores de amor caminan en el fuego, pero en dos hileras que recorren el círculo del monte en sentido opuesto, según su tipo de amor. Cuando se encuentran, se abrazan y se besan… y cada uno se acusa de los excesos cometidos según su naturaleza. Para Dante —nosotros— es el último paso; luego podrá entrar en el Paraíso terrenal. En este punto, su Maestro, que lo ha acompañado en el descenso infernal y en la subida de la purificación, le dice lo más importante, lo fundamental de todo su viaje: que ya no necesita ni autoridad civil ni religiosa, que la corona del rey y la mitra del papa ya están sobre su cabeza y que todo lo que sea de su antojo lo puede hacer, porque sus deseos ya están únicamente dirigidos hacia el Bien. La sociedad perfecta se compondría de individuos que respetan la ley con buena voluntad sin necesidad de controles y castigos, y que siguen la búsqueda de Dios por su propia fuerza espiritual. El paseo en el Edén es hermoso y simbólico, con personajes espectaculares, flores, árboles, colores, cantos, y… el reencuentro con la mujer amada, ya elevada a símbolo religioso.

Hemos mencionado al Maestro, y ahora a la mujer angelizada, que lo —nos— guiará en el reino espiritual. La presencia de Virgilio es fundamental (como buen maestro, termina llamando a su alumno hijo y siendo definido por él como padre), pues nos enseña que no se puede emprender un viaje de esta envergadura intelectual sin un maestro. Virgilio no es cristiano; esto nos certifica que la dimensión del conocimiento del Bien y del Mal es racional, es decir, que está al alcance de todos los seres pensantes. Para ir al mundo superior, al mundo del puro espíritu, hace falta una guía más espiritual.

Dante sabe que este tercer paso no es para todos. Nos avisa al inicio de su tercera parte que, si no tenemos el ánimo suficiente, o la capacidad intelectual para entender lo que va a cantar, más vale que nos detengamos en la lectura. Emplea una metáfora marítima: si estamos en un barco pequeño que no puede seguir la estela de su navío, que se mete en alta mar, más vale que regresemos a nuestras playas (Par. II, vv. 1-6), para no naufragar si queremos seguirlo. Pero al leer estas frases las recibimos como un desafío y seguimos la lectura, para demostrar que sí podemos…. Sí, es más difícil; el Paraíso de Dante no tiene nada que ver con las descripciones fantásticas de muchos textos visionarios que se divulgaron en varias épocas, también cercanas a la nuestra. La concepción de la bienaventuranza es totalmente espiritual: la contemplación de Dios llena y satisface por completo a todos los espíritus, que alcanzan así una plenitud que no admite mayor inquietud, anhelo, sentido de falta. Cada alma está repleta de Dios en su medida. Pero, para completar el viaje y enterarse del reino de la bienaventuranza eterna, recorremos con Dante el mundo celeste de aquel universo perfecto que hemos mencionado, un universo con la perfección de la forma esférica, pero subdividido en nueve esferas concéntricas que ruedan alrededor de la Tierra, sólo repletas de luz, que en sí llevan, luz en luz, las constelaciones fijas, los siete planetas —se conocían seis: Luna, Mercurio, Venus, Marte, Júpiter y Saturno; el Sol, además de la Luna, también se consideraba un planeta, porque se definían planetas todas las luces que se movían en el cielo—. Todos estos cielos están rodeados de un cielo purísimo (el primer móvil aristotélico) que con su rotación imprime el movimiento a los cielos que están en su interior. La perfección. Dios y las almas que han obtenido la bendición de contemplarlo están afuera de este mundo material. Dante llama este extraespacio divino Empíreo. Para alcanzarlo tiene que subir de un cielo al otro, de un planeta al otro, de una luz a otra; y en cada cielo bajan espíritus a recibirlo, a responder a sus preguntas, a felicitarlo. Se presentan como luces: brillan en la luz que es el cielo, donde la luz de los planetas que ahí albergan provoca una intensidad mayor… Ya sabemos leer, ya los problemas que se debaten, ya los recuerdos de vida de los personajes ilustres o privados, nos llegan con la misma serena grandiosidad. Santos reconocidos algunos, pero santos todos, hablan y cantan y con sus luces forman figuras simbólicas. Bajan a hablar con el viajero en el cielo cuyo influjo planetario dirigió su elección de vida: astronomía y astrología tenían la misma validez en la época del Poeta.

Podemos enterarnos de estos detalles si leemos los comentarios y explicaciones que toda edición reporta. ¿Sería éste nuestro maestro? Dijimos antes que el mismo Dante nos enseña que el Maestro es necesario para el viaje. Pero…. ¿es indispensable? ¿Perdemos algo si no sabemos lo que hizo en su vida histórica tal o cual personaje? Si nos dejamos arrastrar por la maravilla de esta escritura, yo les diría que no: provechoso, pero indispensable no. Borges leyó a Dante sin maestro. El flujo narrativo, la sucesión de estas maravillas descritas, lógicas, racionales, comprensibles y aceptables, aunque ya no se correspondan a nuestros conocimiento o pensamiento, todo esto lo podemos sentir y disfrutar, y todo esto nos da hondas y sensibles lecciones de vida.

En su obra Galileo, Bertolt Brecht pone en boca de un personaje un razonamiento verdadero: después de que, por los adelantos de la astronomía, el hombre entendió no ser más que un grano de arena en un mar infinito, se sumió en el desamparo y la desesperanza, es cierto, para no hablar de la oscuridad cósmica que nos rodea y no se compara con ninguna otra. Pero leer a Dante nos reconduce, nos hace transitar en aquella aura de seguridad, de protección, de planeación y control de toda la vida: la nuestra, individual, la del conjunto humano, la del cosmos.

Es el libro que podemos llevar con nosotros a la isla desierta después del naufragio. Su lectura será siempre nueva y productiva. Pero hay que leerlo en verso; es un poema. No importa que cambie el idioma si se mantiene la magia de la música versal, que subraya y releva las imágenes y los conceptos. Traducciones en verso se han hecho muchas, en varias lenguas, pero probablemente las más numerosas sean las que se han hecho en lengua española.

Feliz lectura.◊

 


 

* Es licenciada en Letras Clásicas por la Universidad de Milán y la Universidad de Pisa; maestra y doctora en Letras Hispánicas por la unam, ambos grados con mención honorífica. Se desempeña como profesora en el Departamento de Letras Modernas de la Facultad de Filosofía y Letras de esta última casa de estudios. Ha publicado numerosos artículos en revistas arbitradas, revistas de divulgación, memorias de congresos sobre literatura italiana, especialmente medieval, y literatura española, en particular sobre Cervantes y la poesía contemporánea española. Es también responsable del volumen El narrador y el crítico: un panorama de la narrativa italiana del siglo xx (unam, 2004).