Las constituciones del Estado de México de 1827, 1861, 1870 y 1917. Una aproximación histórica

Artículos de investigación

Las constituciones del Estado de México de 1827, 1861, 1870 y 1917. Una aproximación histórica

The Constitutions of The State of Mexico: 1827, 1861, 1870 and 1917. A historical approach.

María del Pilar Iracheta Cenecorta
Colegio Mexiquense, A.C., México

Las constituciones del Estado de México de 1827, 1861, 1870 y 1917. Una aproximación histórica

Contribuciones desde Coatepec, núm. 34, 2021

Universidad Autónoma del Estado de México

Recepción: 04 Abril 2017

Aprobación: 05 Febrero 2018

Resumen: El artículo presenta, desde un enfoque histórico, un panorama general de las constituciones del Estado de México de 1827, 1861, 1870 y 1917, esta última reformada en 1995. Cada uno de estos textos constitucionales expresa claramente, en primer lugar, las circunstancias históricas concretas en las que fueron promulgadas y, en segundo, las contingencias propias de las decisiones políticas de los diputados constituyentes que las formularon, tema central del artículo. Para abordarlo, se incorporan las perspectivas teóricas de Ferdinand Lassalle y Carl Schmitt, inscritas en el campo histórico-sociológico de los estudios constitucionales, como soporte teórico al contenido de dichos textos constitucionales. Básicamente se estudian algunos aspectos de la parte dogmática y tres elementos de la parte orgánica: la población, el territorio y el gobierno.

Palabras clave: Estado de México, constituciones, 1861, 1870, 1917, contexto histórico, parte dogmática, parte orgánica.

Abstract: The article deals with the four Constitutions of the State of México promulgated in 1827, 1861,1870 and 1917 (this last one was reformed in 1995 and it is that governs nowadays). In first place, each one expresses with clarity the concrete historical circumstances in which they were promulgated, and the proper contingencies of the political decisions made by the Constituent Deputies that formulated them. This topic represents the main content of this article and to address it, it is assumed a historical point of view considering the theoretical perspective of Ferdinand Lasalle and Carl Schmitt, because they are situated into the historical-sociological field of constitutional studies. Basically, this paper deals with the two main parts of the four Constitutions: the dogmatic issue and three elements of the organic issue: population, territory, and government.

Keywords: State of Mexico, Constitutions, 1861, 1870, 1917, historical context, dogmatic issue, organic issue.

Toda Constitución, como Norma Suprema, regula siempre la creación y estructuración básica y normativa para una sociedad, que, por el pacto social, se ha organizado jurídicamente, y en ella se recogen, conservan y procuran las aspiraciones e ideales, con amplias proyecciones al futuro.

Higareda, La dialéctica histórica del pueblo mexicano a través de sus constituciones.

Introducción

El Estado de México ha promulgado cuatro constituciones: 1827, 1861, 1870, 1917. De la lectura de estas se desprende que, a lo largo del proceso constitucional de la entidad, el impulso transformador de los cuatro textos y su vocación reformadora y revolucionaria ha tenido diferentes estadios y diversos niveles de eficacia de acuerdo con el contexto histórico en el cual se formularon.

En este sentido, la Constitución de 1827 es el código fundador del Estado de México que representó, esencialmente, la expresión contractual de nuevas libertades y de estatus políticos de los ciudadanos ante el nuevo escenario de la naciente república mexicana. De ella abrevaron los tres textos constitucionales posteriores. Ahora bien, desde mi punto de vista, las constituciones de 1861 y 1870 expresaron un cambio importante respecto a la de 1827, pues fueron promulgadas bajo la consolidación del liberalismo triunfante de la guerra de Reforma y la lucha contra el Imperio, procesos vividos en todo el país y de los cuales participó el Estado de México. Las dos constituciones formularon varias tesis acordes con las tendencias modernizantes en los ámbitos político y económico que se vivían en esta entidad federativa. En contraste, es interesante la Constitución de 1917 porque, ciertamente recoge la herencia liberal de las tres constituciones (1827, 1861, 1870), pero fue un documento nuevo por cuanto expresó las reivindicaciones revolucionarias y el proceso de consolidación del Estado benefactor.

De esta manera, el artículo está compuesto de una introducción teórica en la cual se exponen los principales conceptos sobre la Constitución hechos por Ferdinand Lassalle y Carl Schmitt, que sirven como marco para el desarrollo del trabajo. Este sigue un orden cronológico: comienza con la Constitución de 1827, de la que se aborda el contexto histórico en que se produjo, un análisis de su parte dogmática y de la parte orgánica centrado en los tres elementos básicos del Estado de derecho: 1) la población; 2) el territorio; 3) el gobierno. El mismo orden será seguido para las constituciones de 1861, 1870 y 1917, cabe aclarar que esta última tuvo más atención en consonancia con su centésimo aniversario y por ser la que rige actualmente al Estado de México. Se finaliza el trabajo con algunas conclusiones.

El enfoque teórico

El concepto de constitución posee varias formulaciones. Retomando lo expuesto por Marco Gerardo Monroy (2005), aquí se presentan tres.

El primero de ellos es el concepto racional normativo que configura la Constitución como un complejo normativo, establecido de una vez para regular las funciones fundamentales del Estado y declarar los derechos de los ciudadanos. Así, la Carta Magna es un conjunto de normas escritas y reunidas en un cuerpo codificado que responde, históricamente, a la época del constitucionalismo clásico, iniciada a fines del siglo xviii. Las características de este concepto son

a) […] la Constitución [es] un conjunto de normas fundamentalmente escritas y reunidas en un cuerpo codificado; b) […] la Constitución [es] una planificación racional […], suponiendo que la razón humana es capaz de ordenar constitucionalmente a la comunidad o al Estado; c) profesa la creencia en la fuerza estructurada de la ley, es decir, en que las normas son el principio ordenador constitucional y de que tienen en sí mismas y en su pura fuerza normativa, la eficacia para conseguir que la realidad sea como las normas la describen; d) la Constitución es un esquema racional de organización, un plan o programa formulado con pretensión de subsumir toda la dinámica del régimen político en las previsiones normativas (Monroy, 2005: 32-33).

El segundo concepto es el histórico-tradicional, según el cual

la Constitución de un pueblo no es producto de la razón, sino el resultado de la transformación histórica. Por lo tanto la Constitución no se elabora ni se escribe racionalmente, sino que es algo propio de cada régimen, por ende, cada Estado tiene su Constitución, surgida y formada por acontecimientos históricos (Monroy, 2005: 33).

Por último, el tercer concepto es el sociológico:

establece que la Constitución es una forma de ser de un determinado pueblo o sociedad. Se refiere a la realidad constitucional, como la define Pablo Lucas Verdú […], la cual consiste en “un conjunto de elementos que se interrelacionan, sea colaborando u oponiéndose entre sí, sea complementándose encaminando a formar, sustentar y modular al Estado y la sociedad. Desde otra perspectiva este modelo consiste en un conjunto de factores sociopolíticos que influyen sobre la Constitución, condicionándola, manteniéndola, modulándola, transformándola y a veces, sustituyéndola” (Monroy, 2005: 33).

Según Manuel García Pelayo (1991), la característica más señalada del concepto sociológico de Constitución es que esta entiende que la estructura política real de un pueblo no es dada por la normatividad, sino que es la expresión de una infraestructura social, modelada —se añade— por los procesos históricos concretos vividos por determinada sociedad. De aquí se deduce que si la expresada normatividad pretende ser vigente, deberá ser la expresión y sistematización de la realidad social subyacente. Mas, dado el caso en que se dé un desacuerdo entre la estructura real y la normatividad jurídico-constitucional, esta tendencia lleva implícita “la escisión del concepto de constitución en dos partes, al distinguir entre una Constitución real o sociológica y una Constitución jurídico-política, la cual será tanto más vigente y eficaz cuanto más tienda a coincidir con la primera” (García, 1991: 54). Pero es Germán J. Bidart Campos (1969) quien da una definición concluyente sobre los conceptos de Constitución histórico-sociológico:

La Constitución de un Estado es la que real, verdadera y efectivamente lo ordena, lo hacer ser y existir tal cual es, lo compone, lo estructural […] La Constitución que todo estado tiene como positiva, se ubica en el orden de la realidad o de las conductas, es una Constitución vigente y por ser vigente es una Constitución actual, presente, que se realiza. Esta primera aproximación que emplaza a la Constitución en el orden de la realidad, se completa, simultáneamente, con la afirmación de que la Constitución real es captada lógicamente como norma, lo que quiere decir que también es normativa. De este modo, la Constitución que todo estado tiene y que no puede faltar —porque si faltara el estado no existiría— es una Constitución material, captada neutralmente por los terceros como norma y por los protagonistas como imperativo, con forma de deber ser lógico (Bidart, 1969: 230).

En suma, el tipo historicista y el sociológico conciben la Constitución como producto de un medio social, es decir, como material y no formal. Aquí se ha optado por el segundo y tercer concepto de Constitución, —el historicista y el sociológico—, por dos razones: la primera es que, sin dejar de reconocer que la Constitución también se define como la norma jurídica que determina los modos de creación del derecho y constituye el fundamento de validez de todo el resto del ordenamiento jurídico, no es de interés abordar las constituciones estatales desde esta perspectiva jurídica, pues, y esta es la segunda razón, el trabajo que se presenta refiere a las constituciones del Estado de México de 1827, 1861, 1870 y 1917, vistas desde la historia, lo cual implica un análisis sobre en qué medida la elaboración de esas constituciones y su articulado fueron la expresión y sistematización de la realidad social subyacente. En otras palabras, se pretende ver cómo y hasta dónde las Cartas Magnas de 1827, 1861, 1870 y 1917 respondieron y reflejaron el momento histórico en que nacieron.

Para ello se retoman dos criterios teóricos que van en consonancia con el enfoque historicista-sociológico de la Constitución. El primero es el de Ferdinand Lassalle, quien la define como la ley fundamental de un país. Para la creación de las constituciones, se debe tomar en cuenta, lo que Lassalle llama los factores de poder. Estos pueden ser la monarquía, la aristocracia, la gran burguesía, los banqueros, la pequeña burguesía, la clase obrera, el campesinado, entre otros. La Constitución es, entonces, la suma de los factores reales de poder que rigen en un país determinado, los cuales mantienen su expresión escrita en esta. Los factores se erigen en derecho y en instituciones jurídicas, y es castigado quien atente contra ellas (Lassalle, 1999). No obstante, hablar de la suma de factores de poder no debe entenderse como la adición de los intereses y aspiraciones de unos y otros (Ramos, 2007). Miguel Covián (2000; citado por Ramos, 2007) explica que la idea de Lassalle apunta a una forma dinámica y dialéctica. A la palabra suma no le da el significado de ‘adición’, sino de ‘resultado o resultante’. Los intereses de las distintas clases —como obreros y empresarios— son, por definición, antagónicos. Ambos, como factores de poder que son, buscan que sus intereses prevalezcan en favor de su beneficio y en perjuicio del otro. Estas fuerzas chocan, pero no pueden aniquilarse ni anular recíprocamente todo su poder; logran obtener la una de la otra lo que su poder real en cada caso les permite y hasta donde la otra fuerza se los consiente. De este choque de fuerzas, dice Lassalle (1999), surge la Constitución.

La Carta Magna se interpreta como el resultado de la combinación de los intereses que en cada factor real logró predominar (Covián, 2000; citado por Ramos, 2007). Considerando la existencia de los factores reales de poder y su preeminencia sobre los ciudadanos, Lassalle afirma, según Cevedo (2006) que los problemas constitucionales no son primariamente problemas de derecho, sino de poder: “La verdadera Constitución de un país se sustenta en esos factores reales y efectivos de poder; mientras que las constituciones escritas no tienen ningún valor ni son verdaderas si omiten dar expresión a esos factores reales de poder que imperan en la realidad” (Cevedo, 2006).

Para Ramos (2007) Carl Schmitt concibió cuatro conceptos para referirse al término Constitución: el ideal, el relativo, el absoluto y el positivo. Este último es el que interesa. Bajo el concepto positivo, la Constitución es concebida como ‘decisión política fundamental’, una decisión concreta de conjunto sobre el modo y forma de la existencia de la unidad política. Esta decisión o conjunto de decisiones a las que Schmitt denomina política no deben confundirse con las normas jurídicas, cuyo conjunto frecuentemente se considera como la Constitución. En consecuencia, con estos argumentos, Schmitt analiza en profundidad el concepto de poder constituyente, en tanto fuerza capaz de adoptar decisiones políticas fundamentales, las cuales definen lo que es y no debe ser la Constitución. De este modo, las decisiones no son esencialmente normas, sino determinaciones sobre el modo y forma del Estado que el titular de la soberanía adopta por decisión propia, originaria, ilimitada e incondicional. Dichas decisiones no poseen una naturaleza jurídica, en tanto no provienen de procesos ni atribuciones normativas, sino de fuerzas políticas, de poderes reales que toman una alternativa entre varias posibles; además, son de capital importancia, ya que determinan y cimientan la organización política de la sociedad. En suma, las decisiones políticas fundamentales son previas a las leyes constitucionales y, por ende, condicionan su contenido (Ramos, 2007).

Las leyes presuponen la existencia de una Constitución de la que derivan, mientras que la Carta Magna es un acto de soberanía. Las leyes gozan de una naturaleza jurídica, a diferencia de la Constitución, cuya naturaleza es esencialmente política. Las leyes constitucionales son creadas con base en una o varias decisiones políticas fundamentales, las cuales, en cambio, son el resultado de la voluntad política de quien las adopta. Por lo tanto, para Schmitt, la Constitución no es una norma o conjunto de normas, no debe confundirse con las leyes constitucionales ni debe considerarse inspirada en los principios jurídicos generales o en los más elevados ideales de una nación. La Constitución es el conjunto de decisiones políticas fundamentales que adopta el titular de la soberanía y que definen el ser o modo de ser del Estado (Ramos, 2007).

Derivado de este razonamiento, Schmitt, al igual que Lassalle, sostiene que la ley suprema, antes que norma, es realidad, y antes que deber ser es algo esencialmente relativo al ser del Estado (Ramos, 2007). Abundando, para este jurista alemán, “la naturaleza de la Carta Magna, más que ser solamente un texto formal y escrito por órganos idóneos para ser cumplida, es una realidad de conveniencia, una realidad social de interrelaciones humanas entre diversos grupos” (Higareda, 2000: 162).

La Constitución de 1827

El escenario histórico

La Primera República Federal (1824-1835) tuvo un nacimiento y desarrollo complejo; soportó “manifestaciones multitudinarias, tumultos, revoluciones políticas, mientras las instituciones representativas se encontraban en pañales” (Rodríguez, 1991: 530). Empero, para el liberalismo político, desarrollado en la primera década posindependentista, el objetivo primordial “fue la formación de un sistema constitucional. El trabajo de construir una estructura legal fundamental requirió de los esfuerzos del pequeño grupo de intelectuales de la nación, y dio lugar a una atmósfera cargada de optimismo político” (Hale, 1977: 80). De este espíritu participó el naciente Estado de México. Desde 1824, el Congreso Constituyente del Estado de México, en ejercicio de la soberanía, libertad y autonomía interior, garantizada por la Constitución federal, promulgó la Ley Orgánica Provisional para el Arreglo del Estado Libre y Soberano de México, sancionada el 6 de agosto de ese mismo año. Este documento precedió a la Constitución estatal de 1827, la primera con la que contó la entidad.

En el Estado de México la turbulencia política agitada principalmente por las logias yorkina y escocesa retardó la elaboración de la Constitución estatal; es más, fue la penúltima entidad en promulgarla. Pero es innegable el esmero con que fue elaborada en medio de tantas dificultades. La tarea que tuvieron ante sí los diputados constituyentes era inmensa: debían establecer un sistema fiscal y hacendario, la elaboración de una ley electoral, el establecimiento de un sistema judicial completo y una ley sobre el municipio. Uno de sus principales artífices fue el doctor José María Luis Mora, cuyas ideas liberales simpatizaban con las de la Constitución de Cádiz de 1812, así como con el utilitarismo de Benjamin Constant, que se reflejó en la Constitución a través de las garantías individuales, la soberanía del Estado y el control de las corporaciones civiles y religiosas, que, por un lado, limitaban a los individuos y, por otro, debilitaban el poder estatal (Herrejón, 1985).

La parte dogmática

La parte dogmática de las constituciones se refiere al contenido normativo —consensando y aceptado socialmente— con un valor intrínseco tradicional, validez cultural y un origen profundamente histórico; en esta división de la Constitución se encuentran establecidos los preceptos

que mejor regulan y protegen la condición vital de los hombres en sociedad. En el ámbito del derecho, son normas cuya esencia de deber ser, expresan el respeto y acatamiento ineludible a los derechos del hombre y del ciudadano, el respeto y acatamiento a las autoridades competentes, respeto a la propiedad privada y a los bienes públicos del Estado, etcétera (Higareda, 2000: 306).

Ahora bien, según Cristi (2008), Carl Schmitt distingue entre el elemento político de una Constitución y el elemento propiamente liberal, es decir, el elemento jurídico, cristalizado en el Estado de derecho. Así,

la Constitución liberal se define exclusivamente por el imperio de la ley, su objetivo es limitar y confinar las prerrogativas políticas que reclama el Estado para sí. En otras palabras, el verdadero sentido del constitucionalismo liberal [se centra] en demarcar un [perímetro] de protección de la libertad individual, con ello, se logra la anulación de la omnipresencia de la autoridad estatal. Por ello, es una noción esencialmente política (Cristi, 2008: 23).

La Constitución de 1827 se organizó en siete títulos y constó de 237 artículos. El proyecto constitucional tuvo, como ya se indicó, a uno de sus principales artífices, el doctor José María Luis Mora. Acorde con su carácter liberal, y el de otros que redactaron la Carta Magna, en la exposición de motivos, los diputados constituyentes cuidaron la división de poderes y sus límites, sobre todo los del Ejecutivo; explicaron que la Ley Orgánica, antecedente del texto constitucional,

dividió y clasificó los poderes políticos, fijó las atribuciones de cada uno de ellos y los límites dentro de los cuales debían contenerse […] concentró el poder y lo redujo a la unidad por la institución del os prefectos y subprefectos: su sanción puso término a la arbitrariedad a la que estaban sujetos los congresos constituyentes y enfrentó el poder del gobierno, siempre propenso al despotismo y mando absoluto, cuando no hay leyes que lo encierren en el círculo de sus atribuciones, impidiéndole obrar mal (Colín, 1974: 6).

Asimismo, en su parte dogmática fue pionera, en el ámbito nacional, en incluir una serie de principios que bien podrían llamarse garantías individuales, que no figuraron en la Constitución federal de 1824, sino hasta la de 1857. En los artículos 6, 7 y 8 del título i, capítulo i, se garantizaron la libertad, la igualdad y el trabajo (Colín,1974), no explícitos en la Constitución de Cádiz que tanta influencia tuvo en México, pero sí en la Declaración de los Derechos del Hombre, plasmados en la Constitución francesa de 1793. Aparte de los derechos imprescriptibles, en el artículo 6 del título i, capítulo i, la Constitución de 1827 condenó la existencia de la esclavitud, (Colín, 1974) y, en el artículo 7 del mismo apartado, estableció el derecho de audiencia ciudadana y la supresión de títulos nobiliarios o privilegios hereditarios (Colín: 1974). Además, en los artículos 24, 25, 26 y 27 del título i, capítulo iii se desglosaron los derechos de los ciudadanos y habitantes del Estado, tales como elegir y ser electos a cargos público, no realizar trabajos sin remuneración, el derecho de audiencia a inculpados antes de ser condenados a alguna pena y, por último, el derecho a expresarse con libertad sin ser reconvenidos o castigados (Colín, 1974).

Si bien, en contraste con el avance que supusieron estas garantías, acorde con la Constitución federal, el texto constitucional estatal estableció la religión católica como único culto permitido. Se entiende esta medida en el contexto de que era una práctica común y mayoritaria, la cual había construido lazos históricos de sociabilidad entre los mexicanos. Una última norma, adelantada a su tiempo, habló de suprimir las adquisiciones de manos muertas, es decir, las adquiridas por el clero. En este sentido,

ya desde la década de 1820, pero más claramente en la de 1830, para Mora y otros intelectuales, como Lorenzo de Zavala, era ya un hecho que la sociedad mexicana discrepaba de las nuevas formas constitucionales, pues México seguía siendo la Nueva España en muchos aspectos: monopolios, estamentos y corporaciones, entre ellas la Iglesia católica, que ejercían privilegios y una tiranía corporativa entre sus miembros. De este modo, los principios liberales no podían aplicarse en un país con una fuerte impronta colonial. Desde 1830, Mora dejó a un lado el derecho constitucional y se enfocó en una lucha social en contra de las corporaciones civiles y religiosas” (Hale, 1977: 116-117).

Pero había tenido la visión de incluir en la Constitución estatal de 1827 el artículo 9 del título i, capítulo i que rezaba: “Quedan prohibidas en el estado, en lo sucesivo las adquisiciones de bienes raíces por manos muertas”, (Colín, 1974: 16).

Otro asunto adelantado a su tiempo fue el proyecto de Ley para el Arreglo del Procesamiento Criminal en el Estado Libre de México, concebido por el doctor Mora. El proyecto destaca la adopción del sistema de tribunales en tres instancias inspirado en la experiencia española, cuyo objetivo, según Mora, era garantizar un sistema de impartición de justicia para la clase humilde, que fuera más efectivo que el corpus legislativo e institucional formado en la época colonial. Se estipuló también la instauración de un solo juez para cada partido y distrito, así como la creación de una suprema corte.

Una novedad de este sistema judicial fue la inclusión del juicio mediante jurados en los casos de jurisdicción criminal. Tal procedimiento era de origen inglés. Para Mora, los jurados debían tener propiedad, porque ello garantizaba la independencia y confianza que estos podían inspirar al legislador y al pueblo (Hale, 1977: 97-98).

Estas y otras medidas quedaron consignadas en la Constitución estatal de 1827.

La parte orgánica

Esta parte de las constituciones hace referencia a una serie de órganos, instituciones y entidades jurídicas que determina la naturaleza y estructura de un Estado de derecho. En otras palabras, “la Constitución finca los cimientos de un Estado de derecho para su estabilidad y permanencia en el tiempo” (Higareda, 2000: 316). Ahora bien, como lo comenta el jurista Antonio E. Pérez Luño (1998; citado en Monroy, 2005), en las formulaciones constitucionales clásicas del Estado liberal de derecho, se trazaba una neta separación entre el Estado y la sociedad civil. “La Constitución se presentaba, de este modo, [con dos elementos]: a) la garantía normativa de los límites de la actuación del Estado, en beneficio de la libertad de los ciudadanos; b) […] el estatuto jurídico de la organización política del Estado” (Pérez, 1998; citado en Monroy, 2005: 41).

En cuanto a este segundo elemento, se atenderán tres puntos básicos del Estado de derecho en el Estado de México, y cómo fueron regulados en la Constitución de 1827: 1) la población, 2) el territorio 3) el gobierno, los cuales también serán analizados en las constituciones de 1861, 1870 y 1917.

1) La población

La Constitución de 1827, en el título i, capítulo ii, artículos del 17 al 23, dispuso tres clases de pobladores: naturales, ciudadanos del Estado y vecinos. Los naturales eran los que tuvieran calidades que al efecto exija la ley. En cuanto a los ciudadanos lo eran los naturales en la comprensión del territorio estatal: el natural naturalizado, en cualquier punto de la república mexicana, y vecino del Estado, el que obtuviera del Congreso del Estado carta de ciudadanía. El vecino del Estado tenía que contar con un año de residencia en la entidad, ejercer algún arte industrial o profesión y ser dueño de una propiedad raíz en el Estado de México por lo menos desde un año. Asimismo, proclamó la suspensión de la ciudadanía en los siguientes casos: ser procesado criminalmente; no ser capaz de administrar sus bienes, según mandato judicial, y por declararse en quiebra o ser deudor de caudales públicos; el vago y malentretenido el sirviente doméstico; el individuo sujeto a la patria potestad; los eclesiásticos regulares (Colín, 1974). Es claro que, si bien la Constitución reconocía por primera vez a los habitantes no como súbditos sino como vecinos y ciudadanos, todas las restricciones enumeradas excluían una gran parte de la población para participar en las elecciones y otras responsabilidades ciudadanas, ya que muchos habitantes eran analfabetas y no poseían medios de producción o estaban fuera de las reglas sociales —los vagos— o pertenecían al sector eclesiástico —el clero regular—. Cabe mencionar que los liberales pretendían mantener a este último grupo bajo control. Esta medida desembocaría en la separación de la Iglesia y el Estado, formulada en la primera reforma liberal de 1833 y consolidada en la segunda reforma liberal de 1856.

Según la Ley Orgánica Provisional de 1824, en su artículo tercero, el territorio estatal se componía de los partidos que ocupaba la entonces provincia de México en el periodo de la promulgación de la República Federal Mexicana. Sin embargo, una vez que se instaló el federalismo, en la Constitución federal de 1824, en su artículo 50, fracción xxviii, se facultó al Congreso para elegir un lugar que sirviera de residencia de los poderes de la federación. Ese lugar fue la Ciudad de México, que pertenecía originalmente a la provincia de México —devenido Estado de México con la Primera República Federal—. A pesar de la protesta del Congreso del Estado de México, el 18 de noviembre de 1824, los poderes federales se asentaron en la capital del país. Ya sin la Ciudad de México, la Constitución de 1827, en el título i, capítulo i, artículo 4, estableció que el territorio del Estado “era el comprendido en los distritos de Acapulco, Cuernavaca, Huejutla, México, Taxco, Toluca y Tulancingo” (Colín, 1974: 15-16).

3) El gobierno

La Constitución del Estado de México de 1827 se basó en los principios que se establecieron en la Ley Orgánica Provisional de 1824, los cuales fueron reproducidos por el texto constitucional de manera exacta en el título i, capítulo i, artículos 1, 2, 3, 13: el Estado de México fue reconocido como parte integrante de la federación, independiente, libre, soberano en lo que exclusivamente tocaba a su administración y gobierno interior. Su forma de gobierno coincidió con la de las demás entidades: republicana, representativa y popular. La religión católica fue el único culto permitido (Colín, 1974).

Se instauró la división de poderes: Legislativo —título ii, capítulo i, ii, iii, iv, v, vi, artículos del 28 al 120—, Ejecutivo —título iii, parte primera, capítulo i, ii, iii, iv, v, vi, artículos del 121 al 142—, el Consejo de Estado —título iii, capítulo vii, artículos del 143 al 151—, finalmente, el poder Judicial —título iv, capítulo i, artículos del 171 al 217— (Colín, 1974). Ahora bien, en lo que concierne a la división de poderes, como lo estableció primero la Constitución federal de 1824, la Constitución estatal le dio mayor peso al poder Legislativo en el título ii, capítulo ii, artículo 32 que contenía 19 atribuciones. El fortalecimiento del poder Legislativo en la Constitución de 1827 apuntaba a evitar las revueltas y tiranías de jefes políticos y gobernantes, herencia de la guerra de Independencia y los primeros años independientes. Aunque la Constitución de 1861 daba una categoría mayor al poder Legislativo, el Ejecutivo recibió más atención, pues después de la guerra de Reforma se necesitaba un Ejecutivo fuerte para tomar decisiones necesarias para consolidar la paz y el proyecto modernizador del país. En 1870 el Legislativo recobró su importancia ante un panorama del crecimiento del poder Ejecutivo, que culminó en el Porfiriato. También es notable que el Legislativo mantuviera su trascendencia en la Constitución de 1917, quizá porque fue necesario regular y equilibrar los poderes, dado que, como ocurrió con la Constitución de 1827, la arbitrariedad de jefes y caudillos revolucionarios hacía necesario un contrapeso y ese era el poder Legislativo.

Uno de los aspectos distintivos de la Constitución de 1827 fue la atención especial que brindó el Congreso Constituyente a los municipios, cuestión que no se contempló en otras constituciones locales. En la denominada “Segunda Parte. Gobierno político y administración de los pueblos”, la Constitución consagró los capítulos i, ii, iii y iv, artículos del 152 al 170 a las autoridades, sus funciones y atribuciones: prefectos, subprefectos y los Ayuntamientos (Colín, 1974). Como lo comenta Charles Hale (1977), si bien no hubo un consenso entre los diputados respecto a la mejor forma de organización de los municipios, sí estaban conscientes de que la situación de los organismos locales era grave. Destaca la posición del diputado constituyente José María Luis Mora, para quien el asunto de los municipios tenía un cariz doctrinario —relativo a los principios liberales—, más que uno pragmático. Según Mora, la sumisión de los municipios echaba por tierra las bases del sistema federal. Empero, Mora estaba más interesado en la autonomía administrativa de los municipios que en la política, por lo que fue partidario de un sistema de control jerárquico; gobernador, prefecturas, subprefecturas y Ayuntamientos, subordinados estos a los tres niveles gubernativos superiores (Hale, 1977).

La Constitución de 1861

La Constitución es “consecuencia de circunstancias históricas concretas. [En este sentido] las constituciones manifiestan la contingencia propia de las decisiones políticas de quienes las generan” (Schmitt, 1982; citado en Cristi, 2008: 25). De esta manera, la Constitución de 1861 estuvo vinculada a su tiempo y a una realidad histórica concreta, específicamente con el triunfo de los liberales —el nuevo factor de poder en México— frente a los conservadores, en la guerra de Reforma. Este último hecho ligó el texto de la Carta Magna con esa coyuntura. La Constitución de 1861 fue, entonces, la base de la de 1870, la cual ha sido nombrada como “la reformada de la de 1861”.

El escenario histórico

Comenta Lassalle (1999: 90) que la tendencia a promulgar una Constitución escrita en los tiempos modernos “proviene de que, en os factores reales de poder imperantes dentro de un país, se haya operado una transformación”. Fue el caso de México, cuando, en el último de tercio del siglo xix, los factores reales de poder sufrieron una transformación con el triunfo de los liberales. En efecto, en 1861, después de su exilio, el licenciado Benito Juárez regresó a gobernar la república mexicana, luego de tres años de lucha (1858-1861) entre liberales y conservadores a causa de la promulgación de las Leyes de Reforma y de la Constitución de 1857. Durante esta lucha, el Ejército, la Iglesia y los conservadores sufrieron derrotas, no definitivas pero sí contundentes, en su poder, riqueza y autonomía. En ese momento, el partido liberal, triunfador en la contienda, vertió toda la ideología liberal en la Carta Magna: los derechos fundamentales del hombre y el ciudadano; el respecto inviolable a la división de poderes; la vuelta definitiva al federalismo; la convivencia pacífica y armónica entre los estados para acabar con el centralismo del poder político; la separación entre la Iglesia y el Estado; la supresión del fuero eclesiástico y militar; la exaltación del individualismo; la organización jurídica de instituciones permanentes, establecidas por el derecho, para mayor garantía y seguridad de la paz; la implantación de leyes y técnicas electorales para los regímenes interiores de los estados y para la república federal y, finalmente, la educación del pueblo en la democracia. (Higareda, 2000). Sin embargo, en octubre de 1861, el proyecto liberal se vio amenazado con la llegada de representantes de Inglaterra, Francia y España que venían a cobrar la deuda externa de México.

En el Estado de México, el general Felipe Berriozábal —quien había combatido a los conservadores en la entidad mexiquense— asumió el cargo de gobernador interino, desde mayo de 1861 hasta marzo de 1862, cuando, por órdenes del presidente Benito Juárez, fue sustituido por el general Tomás O´Horan. En el breve periodo de su administración, Berriozábal impulsó el proyecto liberal e implantó en la entidad las Leyes de Reforma liberales, especialmente la desamortización de los bienes de la Iglesia —Ley Lerdo— y, en menor medida, de corporaciones civiles. La idea era quebrantar el poder económico eclesiástico y la plena implantación de un Estado laico y soberano. Dichos bienes fueron vendidos a particulares que ya los usufructuaban. Asimismo, se vinculó la Ley Lerdo con la de Nacionalización de los bienes de la Iglesia —promulgada por Benito Juárez en 1859— (Salinas, 2012).

Pero el gobierno de Berriozábal realizó una acción trascendental al promulgar la segunda Constitución del Estado de México en el turbulento año de 1861. Esta Carta Magna se considera como fruto natural de la victoria del partido liberal contra el conservador en la guerra de Reforma. Como en la Constitución federal de 1857, los principios del liberalismo quedaron plasmados en la Constitución estatal de 1861. En términos de Lassalle y Schmitt, tanto la Constitución local como la federal, fueron la expresión del reacomodo de los factores reales de poder, cuyo resultado fue el surgimiento del Estado liberal triunfante. Asimismo, como lo señala Schmitt, más que ser solamente un texto formal y escrito por órganos idóneos para ser cumplida, la nueva Carta Magna fue una realidad de conveniencia, una realidad social de interrelaciones humanas entre diversos grupos de corte liberal.

En el proyecto original “participaron liberales tan destacados como Simón Guzmán, Manuel Alas, Leocadio López, Refugio de la Vega, Juan Saavedra, Vicente M. Villagrán, y otros. Sin embargo, la segunda Carta Magna estatal entró en vigor por pocos años en el Estado de México” (Colín, 1974: xxxi).

La parte dogmática

La Constitución de 1861 se organizó en 35 capítulos y 204 artículos, los cuatro últimos fueron transitorios. Acerca del enfoque asumido, los diputados de la Comisión para realizar su proyecto, en la exposición de motivos, dijeron apoyarse en la razón y el pragmatismo, herencia ilustrada, la primera, y principio liberal, el segundo; apelaron al pasado histórico como lección para la mejor práctica constitucional y enfatizaron las cuestiones constitucionales para que apelaran más al juicio y la prudencia y no tanto al ingenio, “alejándose del terreno especulativo, deben ser rigurosamente prácticas, aprovechando las lecciones del pasado” (Colín,1974: 83).2En este contexto, la Comisión entendió su tiempo histórico, el cual se insertaba en el difícil y complejo proceso de la consolidación de México como nación. Los diputados apostaron a la modernidad liberal y manifestaron en la exposición de motivos, la necesidad de

retocar lo que ya era anticuado y superfluo en la primera Constitución estatal de 1827, [para ponerlo] en armonía con los respetables preceptos de la Constitución Federal de 1857 y Leyes de Reforma, agregando [disposiciones] que hacían necesarias el bien general y la tendencia democrática, notoriamente expresados por los órganos de prensa (Colín, 1974: 83-84).

En suma, el esfuerzo de la Comisión Constitucional se dirigía a lograr “la felicidad del pueblo, fuente única del poder público y verdadero origen de la soberanía” (Colín, 1974. 84-85). La última frase merece un comentario. El concepto moderno de felicidad al que aluden los diputados proviene de la Ilustración del siglo xviii, y es diferente al de la Antigüedad. En efecto, la Declaración de Independencia de los Estados Unidos de América (1776) y la Declaración de los Derechos del Hombre (1789) establecen el derecho a la felicidad de todos. Dicha felicidad es derecho del individuo, no es capricho del destino ni tampoco don divino, como se conceptuaba antes de las ideas ilustradas. Es algo que todos deben alcanzar en la tierra, aquí y ahora. En ese contexto aparece el Estado: “El ser humano tiene derecho a ser feliz y es misión del gobernante conseguirlo” (Ortega, 2007: 4).3El liberalismo adoptó ese concepto de felicidad para el pueblo. En el caso concreto que se cita en este trabajo, los diputados del Estado de México asumieron la felicidad del pueblo como base de la soberanía popular, como lo postulaba Rousseau: “La soberanía nacional reside en el pueblo, en el pueblo que trabaja para su felicidad” (Instituto de Investigaciones Jurídicas, 1997: 2936), la cual debía ser garantizada por el Estado liberal.

Ahora bien, como ya se había expuesto, Carl Schmitt distingue entre el elemento político de una Constitución y el elemento propiamente liberal, es decir, el elemento jurídico, cristalizado en el Estado de derecho. Así, la Constitución liberal se define exclusivamente por el imperio de la ley; su objetivo es limitar y confinar las prerrogativas políticas que reclama el Estado para sí. En otras palabras, el verdadero sentido del constitucionalismo liberal “se centra en la demarcación del perímetro de protección de la libertad individual, con ello, se logra la anulación de la omnipresencia de la autoridad estatal. Por ello, es una noción esencialmente política” (Schmitt, 1982; citado en Cristi, 2008: 23).

En este contexto, fiel a la ideología liberal de poner el dique entre el poder del Estado y la libertad individual, en su parte dogmática, la Constitución de 1861 revivió el capítulo de las garantías individuales, las cuales se promulgaron después en la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos de 1857, que consagró los derechos del hombre como jerarquía suprema de la Constitución por sobre cualesquier otro; además, de la subordinación de toda autoridad del país y de las leyes a tales derechos “para lograr su eficacia mediante las garantías otorgadas en la misma ley suprema, y el deber universal de respeto ‘erga omnes’ de gobernantes y autoridades a estos derechos substantivos, así como también todo particular” (Higareda, 2000: 306).

Como se expuso anteriormente, varias de las garantías individuales fueron consagradas en la primera Constitución estatal de 1827, antes de la de 1857. El Congreso Constituyente de 1861 estaba consciente de ese hecho y seguramente quiso honrar el papel pionero de los constituyentes de 1827, reafirmando el rango constitucional que debían tener dichas garantías, tal como se lee en la exposición de motivos donde la comisión especial, que redactó la Constitución de 1861 dejó escrito lo siguiente:

Toda sociedad, para ser justa y duradera, preciso es que considere los imprescriptibles derechos del hombre, determinarlos con cuanta mayor claridad sea posible, es una de las primeras condiciones de una Constitución Política y su respeto e inviolabilidad uno de los primeros deberes del funcionario público […] aunque estos derechos estén perfectamente consignados en la Constitución general obligatoria en toda la República, la comisión juzgó conveniente reproducirlos formando el capítulo: “de las Garantías Individuales” (Colín, 1974: 85).

De este modo, los derechos individuales, amparados por el texto constitucional, eran la proscripción de la esclavitud; la inviolabilidad de la propiedad; la sacralidad del domicilio; el trabajo y la industria libres; la desaparición de leyes retroactivas, prisiones y juicios arbitrario tribunales especiales, confiscación de bienes, penas infamantes, la distinción de nobleza entre los ciudadanos, empleos hereditarios, finamente, los méritos serían el producto de los servicios personales. De este modo, en el capítulo ii, artículos del 8 al 21, el principio liberal de la igualdad ante ley sería perfecta y, ante ella “como ante la Divinidad, no habrá más distinciones que las que forme la virtud” (Colín, 1974: 106).

La parte orgánica

1) La población

La Constitución de 1861 optó por la clasificación de natural, vecino y ciudadano, y “estableció el criterio del jus solium —derecho de suelo— y jus sanguini —derecho de sangre—” (Robles, 2001: 152). En el capítulo iii, artículos del 22 al 25, se estableció que el natural era el nacido en el territorio estatal o nacido accidentalmente en él, estando sus padres avecindados ahí. Vecino era el que tenía un año de residencia en territorio estatal, contando con algún arte, industria o profesión honesta y su deseo de inscribirse en el padrón municipal. El vecino gozaría de derechos y tendría deberes si gozaba de una propiedad raíz en la entidad y pudiera poseerla un año después de residir en él. Es importante destacar el artículo 25 que daba tanto a naturales como a vecinos en igualdad de circunstancias con los ciudadanos, preferencia sobre estos para tener cargos públicos (Colín, 1974). El ciudadano del Estado sería el natural o vecino, mayor de dieciocho años, siendo casado, y veinticinco si era soltero, así como el que obtuviera del Congreso del Estado carta de ciudadanía. Es importante señalar que la Constitución de 1861, en el capítulo v, artículo 30, amplió el concepto de ciudadano, fijando sus deberes y derechos, tales como elegir y ser votados en cargos públicos de elección popular, el derecho de asociación política, el alistamiento en la guardia nacional del Estado, el ejercicio de derecho de petición en toda clase de negocios, etcétera (Colín, 1974). En el capítulo iv, artículos de 26 al 29 se describen las siguientes circunstancias que conllevaban a la pérdida de la ciudadanía: el hombre sujeto a sentencia criminal, el preso que lo fuera hasta que su sentencia fuera absolutoria, empero, perdería la ciudadanía si fuera sentenciado a pena corporis aflictiva; el hombre incapaz de administrar sus bienes o que declarara quiebra fraudulenta; el vago malentretenido, el analfabeto, desde el año de 1870 en adelante (Colín, 1974: 107-108). De este modo los diputados dieron nueve años de gracia a los iletrados para volverse alfabetizados y contar con uno de los requisitos de ciudadanía. Sin embargo, esta medida no se cumplió. También quedaban fuera de la ciudadanía los tahúres de profesión; el hombre que se negara a desempeñar cargos públicos de elección popular; el naturalizado fuera del territorio de la república o perdiera, de otra manera, la cualidad de ciudadano mexicano. En suma, puede verse que la calidad de vecino o ciudadano era restrictiva, vedando a sectores y grupos marginados de dicha calidad, y no se diga para obtener empleos o puestos públicos, como lo prescribe el artículo 31, capítulo iv (Colín, 1974).

Por su pertinencia y actualidad, se incluye el argumento de la Comisión Especial que redactó la Constitución, vertido en la exposición de motivos, respecto a considerar a los habitantes del Estado no solo en su calidad de natural y ciudadano, sino también de vecino:

El conocimiento práctico de las localidades que, de ordinario, sólo se adquiere sino por la residencia en ellas, palpando sus necesidades con evidencia de los sentidos, es, sin duda, una de las primeras cualidades que buscarse deben en los miembros del poder legislativo, así como en el ejercicio de las funciones electorales la mayor independencia. Por este motivo, para la validez de una elección no basta en el [candidato] electo la simple cualidad de ciudadano, sino a más de ella, la de vecino residente en el Estado al tiempo de verificarse aquella y no ejercer ningún mando político, militar o judicial en el distrito electoral que haga el nombramiento. La experiencia, de la que debemos sacar útiles y saludables lecciones, ha hecho conocer la necesidad absoluta de estas medidas, y si tenemos la felicidad de llevarlas a efecto, no volveremos a presenciar el escándalo de que los funcionarios públicos sean los primeros en atentar contra la libertad de los cuerpos electorales, siendo sus personas, bajo la capa del bien público, el término de sus aspiraciones y el blanco de los tortuosos añejos ejercidos en los tiempos de elección; prevaliéndose de la notoria influencia que les da su posición social para suplir lo que falta a su mérito personal (Colín, 1974: 90-91).

Muy probablemente, los diputados que redactaron la nueva Constitución tomaron en cuenta, como ellos mismos lo consignan, la lección histórica sobre los problemas que trajo a la entidad la unión del mando militar con el civil, así como la interferencia de los poderes federales en la vida interna estatal, o de un poder en el ejercicio de otro, o de la manipulación de los recursos monetarios de funcionarios de alto rango, para el logro de sus fines.

2) El territorio

La Constitución de 1861 en el capítulo i sostuvo la división en distritos, los cuales sumaron 27, ya que todavía no se había consumado la separación de los distritos que formaron los estados de Hidalgo y Morelos. El territorio se dividió con base en una ley secundaria, según la cual cada distrito comprendería cuarenta mil habitantes o una fracción que pasara de veinte mil (Colín, 1974). En este punto, la división territorial del Estado de México —impuesta en la Constitución de 1861 y subsistente hasta la Constitución estatal de 1917— formada de las unidades supramunicipales —las prefecturas o distritos y las subprefecturas o partidos— y las unidades locales —municipalidades y municipios—, tuvo importantes implicaciones para tres tipos de actores: 1) Las oligarquías regionales —residentes en cabeceras de unidades supramunicipales— y las oligarquías locales —residentes en cabeceras municipales menos importantes—; 2) las comunidades de vecinos o comuneros, es decir, los habitantes de los pueblos indígenas o de procedencia indígena, habitantes de municipios con pocas localidades; 3) gobiernos nacionales y estatales, entendidos como sinónimo del concepto de Estado: conjunto de instituciones vinculadas con los poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial (Lizcano, Díaz, Meza y León, 2013). Las divisiones territoriales, en ocasiones, beneficiaron a oligarquías o individuos privilegiados y, en otras, a grupos populares, según se dieron las condiciones históricas particulares.

3) El gobierno

Como se había formulado desde la primera Constitución de 1827, la de 1861, en el capítulo xvii, artículos 98 y 99, respetó la división de los poderes gubernativos en Legislativo, Ejecutivo y Judicial, los cuales presentaron una continuidad institucional, no importando los periodos de inestabilidad causados por los enfrentamientos entre liberales conservadores. Asimismo continuó en funciones el Consejo de Estado, establecido desde la Constitución de 1827 (Colín, 1974). En cuanto al poder Ejecutivo, este recayó en el gobernador del Estado, el cual sería elegido de manera indirecta, en primer grado y en escrutinio secreto, según los términos que fijados en la ley electoral. La Constitución de 1861, en el capítulo xiii, artículos 78 y 85, previó que las Juntas Electorales, en caso de vacar el cargo de gobernador, hiciera una nueva elección basada en la de los últimos diputados; esa prescripción se modificó en el sentido de que el pueblo fuera convocado por el Congreso o la Diputación Permanente para hacer la elección; no obstante, si la vacante ocurriera dentro de los seis meses últimos del periodo constitucional, la Legislatura sería la encargada de nombrar gobernador sustituto. (Colín, 1974).

Esta Constitución enfatizó la importancia del Legislativo —compuesto de una sola cámara—, aunque trató de otorgar más poder al Ejecutivo. En efecto, en el ámbito estatal, distrital y municipal, las atribuciones de los diputados, incluidas en el capítulo vii, artículo 35, enlistaban 19 facultades que cubrían prácticamente todos los aspectos de la administración pública: territoriales, electorales, fiscales, presupuestarias, educativas, militares, civiles. Es elocuente la capacidad legislativa otorgada por la Constitución a la Cámara, consistente en “dictar leyes para la administración y gobierno interior del Estado en todos sus ramos, interpretarlas, aclararlas, reformarlas o derogarlas” (Colín, 1974: 110). Es más, entre las atribuciones de los diputados estaba promover juicio en contra de los propios diputados, gobernadores, secretarios de despachos, consejeros y ministros del Tribunal Superior, por delitos comunes o de oficio y contra el tesorero por delitos fiscales. También, ordenar el establecimiento o supresión de los cuerpos municipales y dar reglas para su organización (Colín, 1974). Además, la Constitución consagró los capítulos viii sobre los requisitos para ser diputados, otorgándoles garantías, como no ser enjuiciados por sus opiniones y votaciones en el Congreso, tampoco por delitos comunes —artículos del 36 al 41—; el capítulo ix se dedicó a las elecciones de los diputados —artículos del 42 al 45—; el x, a la reunión receso y renovación del Congreso —artículos del 46 al 51—; el capítulo xi abarcó el tema de la Diputación Permanente en los artículos del 56 al 59, finalmente, el capítulo xii trataba sobre las leyes (Colín, 1974).

En el capítulo xxv, artículos del 135 al 164, el poder Judicial estaba encabezado por el Tribunal Superior de Justicia, compuesto únicamente por seis magistrados y un fiscal, algunos de esos magistrados ocuparon interina o provisionalmente el Ejecutivo. La autonomía de este poder fue asegurada gracias al artículo 135, que establecía que ni el Congreso ni el Ejecutivo podían avocarse al conocimiento de las causas civiles y criminales pendientes (Colín, 1974).

Ahora bien, la Constitución de 1861 retomó de la de 1827 la sección titulada “Del gobierno político y administrativo de los pueblos”, regulada en el capítulo xviii, artículos de 100 al 115. Los 27 distritos estaban divididos en municipalidades y municipios. Para consolidar la institucionalización municipal, en la segunda mitad del siglo se impuso la presencia de un delegado del poder Ejecutivo que debería presidir los Ayuntamientos: el jefe político.

Este cumplía con las funciones otorgadas por los diputados para gobernar los distritos y para facilitar la articulación entre la línea del gobernador y la actuación de los Ayuntamientos. A partir de la Constitución estatal de 1861, se reconoció la autoridad ejecutiva de los jefes políticos —como antes la de los prefectos y subprefectos— elegidos por el gobernador. La ley que los respaldó fue la Ley Orgánica para el Gobierno y Administración Interior de los Distritos Políticos del Estado, decretada por el gobierno estatal el 21 de abril de 1868. El antecedente de la norma anterior fue la Ley Reglamentaria de las Atribuciones de los Prefectos y Subprefectos, expedida en 1852. Los jefes políticos abarcaban el control de prácticamente todos los ramos de la administración pública municipal, con el objeto de lograr el programa de gobierno que apremiara el desarrollo económico, la eficacia administrativa y la seguridad pública. En este último aspecto, eran muy precisas las disposiciones para atender los ramos municipales, con el objeto de no dejar espacios en los que cupieran decisiones autónomas. Desde 1861 y hasta 1917, solo hubo una demarcación, un distrito y una autoridad: el jefe político (Salinas, 2011: 88, 140-141, 152-155).

En cuanto a los Ayuntamientos, en los primeros años de la República Restaurada (1867-1870), la estructura municipal

se caracterizó por la coexistencia de dos demarcaciones municipales: la municipalidad, regida por un Ayuntamiento (autoridad colegiada elegida por los ciudadanos) y el municipio, de menor jerarquía, regido por una autoridad individual: el municipal. En el periodo de la República Restaurada (1870-1876) y todo el Porfiriato, así como en los primeros años de la Revolución (1911-1917) se distinguen de la anterior porque los municipios, como las municipalidades, fueron regidos por un Ayuntamiento (Lizcano, et al., 2013: 91-92).

En suma, a partir de la vigencia de la Constitución de 1861

se dio un importante cambio en la administración municipal, los Ayuntamientos quedaron sujetos a los jefes políticos quienes substituyeron a los prefectos y subprefectos. La injerencia de las autoridades intermedias continuó, porque la mayoría de los subprefectos adquirieron el rango de jefes políticos cuya jurisdicción eran precisamente los distritos (Salinas, 1996: 68).

La Constitución de 1870 “reformada de la de 1861”

En las leyes de Reforma —plasmadas en la Constitución federal de 1857— junto con la restauración de la República y la expulsión del Imperio francés, encarnado en Maximiliano de Habsburgo, se cristaliza el proceso de configuración de la nación política mexicana (Carvallo, 2005), durante la cual la sociedad avanzó en la creación de nuevas instituciones y normas de corte liberal, fruto del triunfo de los liberales sobre los conservadores. De este modo se instituyeron las garantías individuales, la administración de justicia y del bien común, todo esto realizado en el marco de la renovación del liberalismo, importado originalmente de Europa, resumido en el texto de la influyente Constitución de Cádiz de 1812. Después de 1867, a la caída del Imperio de Maximiliano, los republicanos mexicanos asumieron una identidad americana más democrática, lo que dejó atrás el modelo monárquico, enraizado en la tradición colonial mexicana. En suma, el republicanismo triunfante buscó la modernización democrática (Salinas, 2012). El Estado de México recuperó su soberanía luego del término de la invasión francesa y transitó por el proceso de consolidación como entidad federada de nuevo bajo el régimen republicano. Para lograrlo, inició la consolidación de la estructura funcional e institucional del Gobierno estatal. Por ejemplo, se promulgó el Código Civil de la entidad, discutido por la misma Legislatura que había promulgado la Constitución de 1870, en el cual se estableció un orden legal en la administración de justicia en el ámbito del derecho civil, lo que reguló las obligaciones y derechos de los particulares, así como sus relaciones y sus bienes. También se expidió el Código Penal, con el que se pretendía fortalecer el Estado de derecho, con base en disposiciones punitivas en contra de individuos y grupos que aún perturbaban la paz de la sociedad; además se expidió el reglamento de los jefes políticos. Otras medidas fueron las disposiciones sobre las tierras de común repartimiento, adjudicadas según la Ley de Desamortización; las reformas a la educación pública, tanto elemental como técnica, y la ley electoral y sus modificaciones, disponiendo la elección directa del gobernador y la de los Ayuntamientos. (Salinas, 2011). Sobre la corporación municipal cabe señalar que, en el contexto de la conformación del Estado de México como una entidad consolidada, estuvo la modernización y uniformización de la administración municipal. En 1871, “el gobernador Mariano Riva Palacio exhortó a los legisladores para que expidieran el Código Municipal, para sustituir el de 1845, de corte centralista. Pero este código se expidió hasta 191” (Salinas, 2011: 88).

Ahora bien, si no se opera una transformación de los factores reales de poder imperantes en el país, “no se daría una nueva Constitución [o la existente] recogería sus elementos dispersos en un documento único, en una única carta Constitucional” (Lassalle, 1999: 50). De alguna manera esta circunstancia se dio en el Estado de México. Al llegar la década de 1870, el liberalismo se enraizó paulatinamente en la entidad en un contexto de paz, aunque relativa. Para esta década, la transformación de los factores reales de poder, estaba en marcha, luego de la derrota prácticamente total del grupo conservador, que apoyó el imperio de Maximiliano. Entonces se hizo patente la necesidad de una reforma en la Constitución estatal de 1861 para afirmar el proyecto liberal. Este nuevo contexto político, administrativo, social y económico dio pie a la formulación de una nueva Constitución estatal, que expresó la realidad social existente de interrelación entre los grupos sociales, dentro de los cuales destacó la naciente burguesía industrial y comercial, promotores de la modernización y la actividad económica, estas desafiaban a los estamentos de raigambre colonial, como las corporaciones civiles y eclesiásticas, objetivo prioritario de los liberales desde los primeros tiempos de la República Independiente. Así, nació la nueva Constitución estatal de 1870, producto de la reforma a la de 1861. El proyecto fue presentado por los diputados Manuel Alas, García y Alcántara (Salinas, 2011). En 1871, el gobernador Mariano Riva Palacio hizo un balance del camino constitucional del Estado, en la “Memoria presentada a la H. Legislatura del Estado de México”, por conducto del secretario de gobierno Jesús Fuentes Muñiz:

La H. Legislatura que os precedió, después de haber observado todas las ritualidades prescritas en los artículos 190 y 191 de la Constitución del Estado expedida el 12 de octubre de 1861, dejó propuestas a vuestra consideración las reformas que creyó demandaba dicho Código y vosotros ocupándoos de su iniciativa con el detenimiento requerido para tan importante asunto y siguiendo también las prescripciones constitucionales, expedisteis, en 14 de octubre último, la Constitución reformada, la que conforme a las disposiciones del decreto número 43 del 18 de mismo mes fue publicada y empezó a regir el día primero de diciembre de 1870 (Colín, 1974: xxii).

La parte dogmática

La Constitución se organizó en ocho títulos, y estos en secciones subdivididas en capítulos; constó de 128 artículos, el último era transitorio. En su parte dogmática, de la lectura de la Constitución de 1870 se desprende que su texto —como el consignado en la Constitución de 1861— se afilió a las formulaciones constitucionales clásicas del Estado liberal de derecho, en las cuales Pérez Luño (1998 año; citado en Monroy, 2005) se trazaba una neta separación entre el Estado y la sociedad civil. La Constitución, entonces, se convirtió en “la garantía normativa de los límites de la actuación del Estado, en beneficio de la libertad de los ciudadanos” (Pérez, 1998; citado en Monroy, 2005: 29), en cuestiones como ciudadanía, libertades civiles, elecciones de funcionarios, etcétera. Algunos ejemplos pueden verse en las principales modificaciones hechas a la de 1861 y plasmadas en la de 1870, las cuales fueron mencionadas por el gobernador Riva Palacio en la citada “Memoria…”:

Se omitió el capítulo de las garantías individuales, por estar ya consignadas en la Constitución de 1857. El gobernador Mariano Riva Palacio explicó que esta supresión se hizo “porque siendo superior la fuerza de la Constitución general a la de toda ley que el Estado pudiera dictar, las prescripciones de aquélla obligan a éste sin necesidad de ser consignadas en sus leyes particulares” (Colín, 1974: 158).

Sin embargo, esta Constitución consignó tres artículos que ampliaron las garantías individuales: el quinto garantizaba los derechos que otorgaba la Constitución de 1857 a toda persona que habitara o estuviera accidentalmente en territorio del Estado de México; el sexto permitía a quienes tenían que litigar ante los Tribunales del Estado en materia civil el derecho a terminar sus diferencias por medio de jueces árbitros; el séptimo garantizó, en todo el Estado de México, el libre ejercicio de cultos religiosos, cuyas prácticas no estuvieran en desacuerdo con la moral o la paz pública (Colín, 1974).

Este último artículo formalizó el 195 de la Constitución de 1861 que estableció, por vez primera, la independencia de los poderes civil y religioso; si bien la ley protegía el ejercicio del culto católico, no fue ya el oficial (Robles, 2001), puesto que se garantizaba el ejercicio de cualquier culto establecido en la entidad, “como la expresión y efecto de la libertad religiosa, que no puede ni puede tener más límites que el derecho de tercero y las exigencias del orden público” (Colín, 1974: 142). Fue esta una decisión trascendental en las dos Constituciones, pues uno de los ideales de los liberales del Estado de México era terminar con el predominio de la religión católica, como credo oficial, desde la época de la primera Constitución de 1827, con el objeto de delimitar las esferas civil y religiosa, pues su mezcla impedía la modernización del país. Para cerrar estas nuevas garantías, se declaró, en el título viii, artículo 122, que se limitaban las facultades de las autoridades del Estado a las que expresamente les concedían las leyes, lo que consignó el principio de que “los particulares podían hacer todo lo que la ley no les prohibía o no sea contrario a la moral y buenas costumbres” (Colín, 1974: 191). De este modo, reafirmando los principios liberales de la Carta Magna de 1861, la Constitución de 1870 acotó el poder de las autoridades frente a los ciudadanos, afirmando el principio liberal de la separación del Estado con la sociedad civil, diferencia notable con el periodo colonial y los primeros años de vida independiente, durante los cuales, los habitantes no contaban con la categoría de ciudadanos y estaban sujetos al poder del Estado y de las corporaciones.

La parte orgánica

1) La población

En la Constitución de 1870 se anuló la clasificación del habitante del Estado de México establecida en la de 1861 —natural, vecino o ciudadano del Estado—. Esta fue sustituida por vecino, ciudadano y transeúnte. Sin embargo, en el título i, sección iii, artículos del 8 al 12, quedaron intactas las restricciones para ser vecino y ciudadano. Los vecinos lo eran

al residir por seis meses en el Estado, debían contar con propiedad raíz, así como industria, profesión, trabajo o capital con los cuales poder subsistir. Los vecinos debían inscribirse en el padrón electoral, contribuir con los gastos públicos, defender con las armas la paz pública y votar en las elecciones municipalidades. Podían ser elegidos para cargos públicos en el orden político, administrativo y judicial, con la condición de ser vecinos, pero también ciudadanos del Estado, añadiendo nuevos derechos a los vecinos nacionales y extranjeros: [quienes] podrán votar y ser votados para desempeñar cargos municipales con la única excepción de que los extranjeros no pueden ser presidentes municipales (Colín, 1974: 170-171).

Otra reforma importante fue que la Constitución aumentó los derechos de los vecinos, permitiéndoles participar en las elecciones y ser votados para desempeñar cargos municipales. A este respecto, se reglamentó la Ley Orgánica para las Elecciones Políticas y Municipales del Estado, en octubre de 1871, la cual se modificó tres años después para dar la misma potestad a los Ayuntamientos —Ley Orgánica para las Elecciones Políticas y Municipales del Estado, del 13 de octubre de 1871 (Salinas, 2011). A partir de 1870, “los electores de los municipios eligieron de manera indirecta a su Ayuntamiento, así como se hacía en las municipalidades. En 1875, por primera vez bajo un régimen federal, la elección municipal se realizó de manera directa” (Salinas, 2011: 86).

La Constitución de 1870, en el título i, sección iii, artículos del 13 al 15, quedó establecido que los ciudadanos debían ser mexicanos mayores de diez y ocho años, si eran casados, y de veintiuno si eran solteros; en este segundo requisito, se redujo la edad, consignada en la Constitución de 1861, que eran de veinticinco años para obtener carta de ciudadanía por el Congreso del Estado. Sus derecho eran elegir y ser electo en cargos públicos de elección popular; tomar las armas para la defensa del Estado y sus instituciones; asociarse para tratar asuntos políticos del Estado, disposición nueva, la cual ampliaba el acceso del ciudadano a los asuntos públicos. Las obligaciones de los ciudadanos eran “votar en las elecciones para cargos políticos del Estado; inscribirse en la guardia nacional y servirla, situación que refleja la época de inestabilidad social que todavía se vivía en la entidad; desempeñar cargos de elección popular” (Colín, 1974: 171-172).

De acuerdo con Ley Orgánica para las Elecciones Política y Municipales del Estado del 13 de octubre de 1871, los candidatos elegibles debían ser ciudadanos con algún capital, industria o profesión honesta, vecinos del territorio en donde gobernarían, que supieran leer y escribir y que no fueran jornaleros (Colección de Decretos, 1872). En suma, el perfil resultaba adecuado para la nueva clase industrial y comercial emergente, llamada a modernizar la entidad. Cabe comentar que persistió el carácter restrictivo para adquirir esta categoría ciudadana, ya que sus condiciones dejaban fuera a grandes conglomerados de personas.

Al igual que en la Constitución de 1861, en la de 1870 en el título i, sección iii, artículos del 16 al 18, la ciudadanía se suspendía cuando el procesado criminalmente, desde el auto de formal prisión y hasta la sentencia absolutoria; pero también, el sentenciado por la pena corporis aflictiva; el que se declarara en quiebra fraudulenta, el vago y malentretenido, los tahúres de profesión, los ebrios consuetudinarios, el que se rehusara a desempeñar cargos públicos; el incompetente para administrar sus bienes; una nueva adición fue: el que residiera por dos años consecutivos fuera del territorio del Estado, sin tener bienes raíces en él o desempeñar alguna comisión especial del mismo o algún cargo público de elección popular en la federación, o sin que estuviera en campaña por la defensa de la patria (Colín, 1974).

Vale la pena comentar que esta Constitución dejó intacta la característica restrictiva de la ciudadanía, además, manifestó, implícitamente, prejuicios en contra de determinados tipos de conducta de los habitantes, los estigmatizó socialmente —título i, sección iii, artículo 19—: los tahúres de profesión, los vagos y malentretenidos eran personas peligrosas y perniciosas, pues en una sociedad como la liberal se hacía apología del ciudadano trabajador, siempre laborioso, el cual debía contribuir a impulsar el capitalismo naciente. De este modo, una persona sin oficio era juzgada un peligro social, porque su falta de actividad amenazaba el mantenimiento del sistema. Lo mismo podría decirse de los ebrios consuetudinarios. El alcoholismo era considerado, más que una enfermedad, una lacra social; los alcohólicos, según autoridades, médicos y grupos sociales, formaban parte de las llamadas clases peligrosas; es decir, grupos de personas que podían poner en jaque la estabilidad social. Finalmente, la nueva categoría de transeúnte gozaba de protección de las leyes, obligado a respetarlas, lo mismo que a las autoridades, y estaba sujeto al castigo de faltas o delitos (Colín, 1974).

2) El territorio

En cuanto a la división política estatal, si bien sobrevivió la distrital, solamente se contabilizaron 16 distritos, pues en 1868 y 1869 se consumó la erección de los estados de Hidalgo y Morelos, tomando varios distritos del Estado de México. Lo anterior quedó establecido en el título i, sección i, artículo 4 (Colín, 1974). Sobra decir que las mutilaciones territoriales hechas a la entidad, la afectaron en la merma de recursos naturales, impuestos, habitantes, etcétera.

3) El gobierno

Se respetó la división de los tres poderes: Ejecutivo, Legislativo y Judicial. En cuanto se refiere al poder Ejecutivo, se dio una reforma importante de talante democrático al título ii, sección ii, capítulo i, artículo 60, la cual consistió en la introducción del sistema de elección directa para el cargo de gobernador del Estado, que hasta 1861 se había hecho por la Legislatura. Los candidatos al puesto debían ser mayores de 35 años, pudiendo haber nacido en cualquier parte del país. El cargo tenía una duración de cuatro años (Colín, 1974).

En cambio, en el título ii, sección i, artículo 22 se mantuvo el sistema de elección indirecta, pero por voto popular en primer grado, para los miembros del poder Legislativo (Colín, 1974). Ahora bien, como en su momento lo estipuló el Constituyente de 1861, los diputados trataron de proteger las candidaturas al poder Legislativo —este cobró gran importancia para la Comisión que redactó la Constitución de 1870— imponiéndoles fuertes restricciones a funcionarios de distintas áreas y niveles, pues no podían ser aspirantes los diputados al Congreso general, estuvieran o no en ejercicio; los jefes militares del ejército federal que ejercían mando en el Estado de México; el gobernador; los secretarios del despacho; los ministros del Tribunal Superior; el tesorero general y los administradores de rentas; los jefes políticos y jueces de letras por los distritos donde ejercían su autoridad. Lo anterior quedó estipulado en el título ii, sección i, artículo 32 (Colín, 1974).

La reforma más importante hecha a la Constitución de 1861, respecto al poder judicial, consistió en conceder al Tribunal Superior de Justicia la facultad de nombrar jueces constitucionales de primera instancia, facultad que tenía el gobernador desde 1827. Esta medida otorgó a dicho poder independencia y autonomía (Colín, 1974). También se dio una reforma a la Constitución de 1861, consistente en la facultad del Congreso, no solo para revisar las cuentas, sino para nombrar al contador de glosa: se creó una oficina separada, cuya organización se determinaría por una ley secundaria (Riva Palacio, 1871; citado en Colín, 1974).

Esta Carta Magna estuvo vigente hasta la promulgación de la de 1917.4Su duración se debió a la consolidación de la República, luego de las luchas civiles, de la intervención y del Imperio de Maximiliano. Según Mario Colín (1974: xxxiv), la Constitución de 1870 fue la más acabada, “en cuanto a lo que podría llamarse ‘la técnica jurídica’ [la parte dogmática y la orgánica], no introdujo reformas audaces, pero su articulado fue más preciso y tuvo más lógica en sus alcances y proyecciones”. Aquí se difiere del juicio de Colín, ya que la Constitución de 1870 expresó un claro avance en varios de sus artículos, como la libertad de cultos, la extensión de las garantías individuales, la elección directa del gobernador, la organización de la hacienda pública y la justicia, entre otros asuntos públicos.

Sin embargo, por sí mismo, el sólido andamiaje legal de esta Constitución no logró un cambio profundo en la estructura política-económica y social del Estado de México. Pareciera que las promesas doctrinarias constitucionales y sociales del liberalismo tuvieron un desarrollo incompleto en el Estado de México, a juzgar por la pobreza y desigualdad social todavía existente entre campesinos y obreros, principalmente, y los movimientos sociales —de corte agrario y obrero— suscitados hasta antes del inicio de la Revolución mexicana —movimiento armado y social más grande de todos—. En efecto, las clases medias urbanas y el movimiento obrero organizado clamaron por reformas socioeconómicas como la participación política libre, el salario digno, el derecho de huelga, acompañados de los campesinos y sus reivindicaciones agrarias.5Fueron grandes contingentes sociales los que hicieron la Revolución mexicana, la cual planteó, como exigencia imperativa, “el derecho de todos los hombres para participar en los beneficios de la vida comunitaria y conducir una existencia humana justa y digna, creando, consecuentemente, un mundo política y jurídicamente nuevo” (Cueva, 1960: 259). Ese es el papel que debería cumplir la Constitución de 1917.

La Constitución federal de 1917

Venustiano Carranza fue el jefe de la facción triunfadora en la Revolución, la cual se impuso a sus contrarios y cobró legitimidad de manera paulatina. Él convocó —conforme a las reformas a los artículos 4, 5 y 6, del Decreto de las Adiciones al Plan de Guadalupe— a elecciones para un Congreso Constituyente que debía conocer el Proyecto de Constitución Reformada. Según esta convocatoria, se limitaba el mandato de Carranza al estudio de dichas reformas: se fijó un plazo de dos meses para realizar la tarea. El Congreso al cual se convocó, solamente admitió a los calificados como no enemigos de la Revolución o, en su caso, los que no suscribieron el proyecto de revolución carrancista, como los zapatistas y villistas. Otros de ellos abandonaron el país durante la lucha armada, y varios lustros después de la expedición de la Constitución regresaron, pero no se sumaron al proyecto emanado de ella (González, 2015). Sin embargo, gracias a la irrupción de los grupos populares en la Revolución mexicana, frente a las formulaciones constitucionales clásicas del Estado liberal de derecho, las cuales, repitiendo la explicación de Pérez Luño (1998; citado en Monroy, 2005), separaban al Estado de la sociedad civil. De lo anterior surge, como lo explica Monroy (2005), un nuevo modelo de Estado mexicano: el social y democrático de derecho, que

ha supuesto la abolición fáctica de la separación entre el Estado mexicano y la Sociedad Civil; de ello se infiere la posibilidad y la exigencia de que el Estado, representado por una fuerza, [el Poder Constituyente según Schmitt encarnado, en nuestro caso de estudio en los Diputados del Constituyente Federal y del Estado de México de 1917], lejos de inhibirse de las condiciones que forman su estructura económico-social, asuma la responsabilidad de la transformación de dicha estructura en función de los grandes valores constitucionales y, en particular, de la igualdad” (Monroy, 2005: 30).

De este modo, la revolución triunfante representó, tal como lo postuló Ferdinand Lassalle, una suma de intereses de varios grupos, algunos, nuevos, de orientación popular, y sus proyectos respectivos. Estos grupos no se ajustaron a la voluntad sola del Primer Jefe. Al Proyecto de Carranza, le fueron incorporados algunos de los postulados revolucionarios, en los artículos 3, 24, 27, 115, 123 y 130, por lo menos (González, 2015). Para realizar ese proyecto, la Constitución de 1917 afirmó la soberanía popular, residente en el pueblo y no en individuos específicos.

Ahora bien, Uriel Leal (2011) explica que la convocatoria de Carranza dio lugar a un nuevo contrato social: la Carta Magna, promulgada el 5 de febrero de 1917 en la ciudad de Querétaro, la cual incluyó una gran parte de los ordenamientos de la de 1857, especialmente lo referente a los derechos humanos y a las garantías individuales. La forma de gobierno continúo siendo republicana, representativa, demócrata y federal; se refrendó la división de poderes en Ejecutivo, Judicial y Legislativo, este último dejó de ser unicameral para dividirse en cámaras de diputados y senadores. Se ratificó el sistema de elecciones directas y se decretó la no reelección: se suprimió la vicepresidencia y se dio mayor autonomía al poder judicial y más soberanía a los estados. En este marco se creó el municipio libre, y se estableció un ordenamiento agrario en el país, relativo a la propiedad de la tierra. En esta se determinó la libertad de culto, la enseñanza laica y gratuita y la jornada de trabajo máxima de ocho horas, y se reconocieron como libertades las de expresión y asociación de los trabajadores. En teoría, la Constitución de 1917, era una de las más avanzadas del mundo, primordialmente por los contenidos de los artículos: 3, 27 y 123. Fue una aportación de la tradición jurídica mexicana al constitucionalismo universal, en virtud de ser la primera Constitución de la historia que incluyó derechos sociales, dos años antes que la Constitución alemana de Weimar de 1919 (Leal, 2011). De este modo, Carranza hizo hincapié en la apertura de sesiones del Congreso que presentaba el proyecto de Constitución reformada —la de 1857— de la cual había que dejar intacto el espíritu liberal y la forma de gobierno. Las reformas debían eliminar lo que la hacía inaplicable.

La Constitución de 1917, en su versión primera, ofrece una combinación de varios modelos de Estado que proceden de diversas épocas, y también sobre el ejercicio del poder. En ella se puede identificar la presencia de tres modelos de Estado: liberal, central y social, el primero, o sea, el liberal, representado por una parte significativa de su antecesora, la de 1857, de corte liberal y origen del modelo fundador. El segundo, o sea el central, se configura con elementos de tipo autoritario, que es la forma en que se ejerció el poder entre 1874 y 1912 y reformó la Constitución liberal para fortalecer los poderes federales y presentar a la federación como la protagonista principal del desarrollo económico, político y social del país. Por último, el modelo social, que comprende principios derivados de las demandas de este tipo y que buscan ampliar las bases sociales del Estado surgido de la Revolución sin desarticular el perfil autoritario que caracteriza al modelo central. El texto asumía además dos concepciones diferentes de poder público: una que limitaba sus acciones para permitir el respeto del individuo y otra que limitaba las acciones de los individuos para garantizar a otros individuos determinadas condiciones de vida. La primera concepción es considerada la parte liberal de la Constitución, y la segunda, la social. El título i, sección i de la Constitución de 1857, reconocía los derechos del hombre; esta parte en la Constitución 1917, se denominó “De las garantías individuales” y establecía que dichas garantías son otorgadas por la Constitución. La concepción social no estaba en el proyecto de reformas que presentó el Primer Jefe al Constituyente, no obstante, fue el resultado de los ásperos debates que sobre algunas materias se dieron en el seno de la Magna Asamblea. Esta se encuentra fundamentalmente en los artículos 27 y 123 (González, 2015).

La Constitución del Estado de México de 1917

En este contexto se abordará la formulación de la Constitución del Estado de México, aprobada el 31 de octubre de 1917 y promulgada el 8 de noviembre de ese mismo año por el gobernador, general Agustín Millán, leal partidario del general Venustiano Carranza.

La Carta Magna fue discutida y aprobada por los quince diputados propietarios y sus respectivos suplentes: José López Bonaga y Manuel Lara (Zinacantepec); Prócoro Dorantes y Salvador V. Gordillo (Tenancingo); Enrique Millán Cejudo y Agustín Téllez (Otumba); Malaquías Huitrón propietario y Antonio Chaparro, suplente (El Oro); Carlos Campos y Leopoldo Pérez (Valle de Bravo), Miguel Flores y Manuel H. Trujillo (Ixtlahuaca); Gabino Hernández y Guillermo Aguilar (Zumpango); Issac Colín y Juan López Tello (Chalco); Isidro Becerril y Daniel Basurto (Jilotepec); Germán García Salgado y pablo Rodríguez (Texcoco); Carlos Manuel Pichardo Cruz y Enrique Guadarrama (Toluca); Protasio I. Gómez y Tomás M. Ordóñez (Tenango); Raymundo R. Cárdenas y Manuel Aceves (Cuautitlán); Tranquilino Salgado Santander y Pedro Rocha (Tlalnepantla); David Espinoza García y Mariano León (Lerma). Quedaron vacantes los distritos de Sultepec y Temascaltepec (Ortiz, 1992: 62-64).

La mayoría de los congresistas, con excepción de Prócoro Dorantes, “habían sido parte del movimiento revolucionario, como simpatizantes del general carrancista Francisco Murguía” (Colín, 1974: xxxvi).

De este modo, y de acuerdo con Ferdinand Lassalle, es claro que tanto la Constitución federal como la estatal de 1917 se sustentaron en esos factores reales y efectivos de poder que imperaban en la realidad postrevolucionaria: a la cabeza los del grupo carrancista, triunfante en la contienda revolucionaria. Sin embargo, y como también lo postula Lassalle, del choque de fuerzas —en este caso, las revolucionarias—surge la Constitución. En suma, la Carta Magna se interpreta como el resultado de la combinación de los intereses que cada factor real de poder logró prevalecer (Covián, 2000; citado en Ramos, 2007). Por ejemplo,la facción zapatista en el Estado de México, representada por el doctor Gustavo Baz, quien fue gobernador entre 1913-1914, no figuró en el Constituyente de 1917, pero los ideales de la lucha agraria fueron reivindicados por el licenciado Andrés Molina Enríquez, quien, despedido por Carranza, fungió como secretario de gobierno del general Agustín Millán y, desde ese foro, pudo ver cristalizado su proyecto de reforma agraria, que, si bien no fue la ideada originalmente por la facción zapatista de Baz, recogió el espíritu de esa lucha.

Cabe traer a colación en este nuevo contexto histórico, el concepto positivo de Constitución, formulado por Carl Schmitt, en el cual la Carta Magna es concebida como decisión política fundamental, una decisión concretade conjunto sobre el modo y forma de la existencia de la unidad política, en este caso, el nuevo Estado mexicano postrevolucionario.

Consecuente con esta definición de la Constitución como una decisión política fundamental, Carl Schmitt enfatiza el papel del poder constituyente, definido como

la voluntad política, cuya fuerza o autoridad es capaz de adoptar la concreta decisión de conjunto sobre el modo y forma de la propia existencia política, determinando así la existencia de la unidad política como un todo. De las decisiones de esta voluntad se deriva la validez de toda ulterior regulación legal-constitucional (Schmitt, 1982: 93-94).

Ahora bien, en derecho constitucional, el poder constituyente

es el arquitecto que planea, crea poderes y señala a cada uno de ellos su funciones y cómo deben desempeñarlas y los poderes constituidos son los maestros de obras que desempeñan sus labores y cumplen su cometido con estricto apego a las disposiciones y planos elaborados por el arquitecto constituyente (Ortiz, 1992: 65).

Pero, tal como lo explica Schmitt, las decisiones tomadas por el poder constituyente no poseen una naturaleza jurídica, pues

no provienen de procesos ni atribuciones normativas, sino de fuerzas políticas, de poderes reales que toman una alternativa entre varias posibles, además son de capital importancia, ya que determinan y ponen los cimientos de la organización política de la sociedad. En suma, las decisiones políticas fundamentales son previas a las leyes constitucionales y, por ende, condicionan su contenido” (Schmitt, 1981, citado en Ramos, 2007: 19).

Según esta definición, la decisión del poder constituyente corresponde a un acto de la voluntad, y esta es una característica que comparte con la soberanía. Es importante aclarar aquí el sentido que Schmitt le da al concepto de soberanía en una Constitución. Luego de la caída de un régimen y la emergencia de un régimen revolucionario, se da el advenimiento de una democracia absoluta, fundada en el poder constitucional soberano del pueblo, que reemplaza al régimen anterior. Para Schmitt, la soberanía queda de manifiesto con gran claridad en el momento de la génesis constitucional, las Constituciones no son autosuficientes, o autogeneradas, como supone el liberalismo. Por el contrario, se fundan en decisiones constituyentes que son soberanas, en la medida que crean el sistema jurídico constituido. Por ello se puede decir que el poder constituyente trasciende al poder constituido. En este contexto, resulta por demás interesante el caso del Estado de México, donde —según Héctor Ibarra— sobrevino una contradicción jurídica, cuando existía la vigésima sexta legislatura, que sesionaba por la mañana, a la cual se integrarían los diputados elegidos para el Congreso Constituyente. Es decir, la contradicción residía en que la vigésima sexta Legislatura era el Poder Legislativo, un poder constituido, conforme a la Constitución estatal de 1861, reformada en 1870, en tanto el Congreso Constituyente era precisamente un poder constituyente, encargado de crear una nueva Constitución. No obstante, la Legislatura y el Congreso Constituyente trabajaron juntos, hasta que tiempo después, el Congreso Constituyente sesionó solo, hasta culminar su cometido (Ortiz, 1992). Y es en este punto donde, quizá podría decirse, que el poder constituyente estatal trascendió al poder constituido, al promulgar una nueva Carta Magna que iniciaba una nueva era; de este modo quedó la vigésima séptima legislatura como parte del antiguo régimen.

La Constitución del Estado de México de 1917 presenta tres aspectos, clasificados por Gerald McGowan más o menos de manera parecida a la realizada por María del Refugio González para la Constitución federal de 1917 (McGowan, 1992).

1) El aspecto repetitivo, que recoge disposiciones similares dispuestas en las constituciones anteriores de la entidad de 1827, 1861, 1870, así como en las constituciones federales de 1824 y 1857, cuyas ideas generales otorgan continuidad a la constitucionalidad nacional y estatal. Mario Colín refuerza ese argumento cuando comenta:

Las reformas a la Constitución de 1861, que se pusieron en vigor en 1870, influyeron mucho en aspectos fundamentales de la Constitución de 1917, que a su vez fue influida, quizá menos que en épocas anteriores, por los principios constitucionales de la Constitución de Querétaro de 1917. Esta aparente menor influencia se debió a que se había precisado el carácter del régimen de soberanía de los estados, obligados a acatar los principios fundamentales de la Revolución mexicana que no era necesario reiterar ni era posible omitir a riego de merecer castigo bien de carácter administrativo, bien de carácter judicial, pecuniario o corporal (Colín,1974: xxxiii).

2) El aspecto reformador, los trabajos legislativos inicialmente se plantearon como un Proyecto de Reforma a la Constitución de 1857, en el caso federal y en de 1870 en el caso estatal. Su intención original era efectuar precisamente reformas para

evitar la repetición de procesos ‘extraordinarios y torcidos` y prevenir las causas de la revolución”, no efectuando, entonces cambios fundamentales o estructurales, ni pretender incorporar a la Constitución, a debate, algunos elementos que hubieran podido calificarse de conquistas revolucionarias. Ese era el proyecto presentado por Carranza al Congreso Constituyente de Querétaro, más no el de Andrés Molina Enríquez al Congreso Constituyente del Estado de México. Sin embargo, el último proyecto también se llamó de reforma; pero, al finalizar el proceso legislativo, los diputados borraron esa frase (McGowan, 1992: 16).

3) El tercer aspecto contempla los elementos esencialmente revolucionarios contenidos en la Constitución, en contraste con los reformadores. En la Constitución del Estado de México, varios elementos revolucionarios federales, reforzados por el proyecto de Andrés Molina Enríquez, tuvieron un impacto decisivo: los derechos campesinos, obreros, el desarrollo municipal, una estructura estatal propia, el equilibrio entre los tres poderes.

Así, de manera parecida a la de la Carta Magna federal de 1917, la estatal conservó parte de la herencia liberal, pero contempló la introducción de disposiciones de carácter social, producto de los ideales del movimiento revolucionario y del carácter del nuevo Estado posrevolucionario, interventor y benefactor. De acuerdo con Lassalle y Schmitt, la nueva Constitución cristaliza los acuerdos del grupo triunfante: los carrancistas, pero, de alguna manera, recupera la herencia histórica anterior, de tintes liberales, así como ciertos principios de otros grupos no ganadores, aun si estos no estuvieron presentes en los debates.

La parte dogmática

La Constitución se organizó en libros que se dividían en títulos, los cuales se integraron en capítulos subdivididos en sectores, contando con 235 artículos fijos y 8 transitorios (Robles, 2001).

Por lo que toca a los derechos de la población, la Constitución de 1917 no reguló las garantías individuales (Robles, 2001), como tampoco lo hizo la Constitución de 1870; sin embargo, bajo la nueva perspectiva posrevolucionaria y sus reivindicaciones, la Carta Magna garantizó varios derechos de corte social llamados actualmente derechos humanos, los cuales no se encuentran consignados en un solo artículo, algunos de ellos fueron el del trabajo, el salario, la jornada laboral, a la organización obrera, a votar y ser votado, a la educación y la salud.

Cabe aquí explicar la razón por la cual se habló de derechos consignados en la Constitución estatal de 1917 y no de garantías individuales, aunque los dos conceptos están estrechamente relacionados. Según Jorge Carpizo (1979: 154), “los Derechos del Hombre son ideas generales y abstractas, las garantías, que son su medida, son ideas individualizadas, concretas”. Martínez Bullé (1992: 7), explica que “mientras la garantía tiene como fin asegurar y proteger, los derechos fundamentales son aquellos que la garantía protege y asegura”. Ahora bien, Terrazas (1991: 30) comenta que “las garantías individuales son el primer elemento de tutela jurídico-constitucional de los derechos individuales, a los que la doctrina denomina como derechos civiles, y que corresponden a la primera generación de los derechos humanos, surgidos de la Revolución francesa”. Fueron las constituciones liberales, como las estatales de 1827 y 1861, las que incorporaron dichas garantías individuales; como lo pregona la doctrina liberal, representan los límites al ejercicio del poder por el Estado en relación con los gobernados. Empero Martínez Bullé (1992) argumenta que las garantías individuales solo tutelan y protegen los derechos contenidos en ellas, que no representan el universo completo de los derechos humanos, ni siquiera el de la participación política. Desde esta perspectiva parece que en la Constitución local de 1917 se refleja un cambio con respecto a uno de los elementos doctrinarios del liberalismo, pues, en vez de garantías individuales, consignó derechos sociales de diferente tipo, que no habían sido consignados en las otras constituciones, circunscritas únicamente a las llamadas garantías individuales.

La parte orgánica

El Consejo aprobó los artículos del Proyecto de Constitución que establecían que el Estado de México era integrante de la Federación Mexicana y quedaba sujeto a las disposiciones de la Constitución federal del 5 de febrero de 1917, con la categoría de Estado libre y soberano en su régimen interno. El ejercicio de la soberanía se realizaba en el territorio de la entidad. Como lo hizo en su momento la Constitución federal de 1917, la del Estado fijó el principio fundamental de que la soberanía radica en el pueblo y se ejercita por medio de los poderes públicos que señalan ambas cartas magnas —libro primero, título único, capítulo i, artículo 6— (Colín, 1974).

1) La población

En el libro segundo, título primero, artículos 18, 19 y 20, a las personas originarias del Estado de México se les fijó una clasificación más allá de la física, tradicional en las otras constituciones: la condición política. Esta clasificación fue la siguiente: originarios, ciudadanos vecinos y transeúntes. Los originarios eran quienes cubrían los requisitos del jus solium . jus sanguini (Colín, 1974). Este beneficio se extendió a los hijos de padres extranjeros, avecindados en el estado, pero nacidos fuera del territorio de la entidad, con la posibilidad de que los hijos, llegando a la mayoría de edad, pudieran optar por una naturalización “privilegiada, pero esta prescripción fue derogada en la reforma hecha a la Constitución estatal en 1995” ( Robles, 2001: 153).

Los vecinos eran quienes tenían seis meses de residencia en algún lugar determinado del territorio estatal o manifestaban la voluntad de ser vecino. Se ampliaron sus obligaciones: inscribirse en los padrones de impuestos o servicios, además de contribuir con los gastos públicos; como reflejo de la inseguridad que todavía se vivía, el vecino debía prestar servicios de armas para la defensa de la seguridad pública del municipio, pero pagado. Solamente en una emergencia sería gratuito y los servicios del vecino serían utilizados cuando el Estado no podía garantizar la seguridad de la población —libro segundo, título i, artículo 21— (Colín, 1974). En el libro segundo, título i, artículo 25, se destacaron solamente dos derechos políticos de los vecinos; como en las constituciones de 1861 y 1870, los vecinos de nacionalidad mexicana serían preferidos para desempeño de empleos y cargos públicos, pero, solo los vecinos de nacionalidad mexicana tendrían derecho a servir en cargos municipales; a diferencia de que la Carta Magna de 1870 permitía a los extranjeros desempeñar cargos en la administración pública municipal (Colín, 1974).

La calidad de ciudadano fue tomada del artículo 34 de la Constitución federal de 1917. Las obligaciones de los ciudadanos iban más hacia los asuntos electorales y de seguridad: debían inscribirse en los padrones electorales, votar en las elecciones para el desempeño de cargos públicos en el Estado, desempeñar cargos de elección popular, desempeñar cargos concejiles, las funciones electorales y las de jurado, inscribirse en la Guardia Nacional del Estado, servir de ella de manera tal como lo disponía la ley orgánica respectiva. La Carta Magna local estableció las causas por las que la ciudadanía podía perderse, algunas de ellas procedían de la Constitución de 1870, otras eran nuevas: los procesados criminalmente, los empleados o funcionarios públicos procesados por delitos comunes u oficiales, los condenados a pena corporal, los culpables de quiebra fraudulenta, los tahúres de profesión, los enfermos mentales, los que no estuvieran en el ejercicio de sus derechos de vecinos del Estado, según el artículo 26, o los que faltaran a los deberes ciudadanos prescritos en el artículo 30. (Colín, 1974). Finalmente, se consideraban transeúntes los que no tenían residencia fija en el Estado y se encontraban en él, quedando sujetos a las leyes y disposiciones de orden público —libro segundo, título primero, artículo 34—, omitiendo, por cierto, la protección que les brindó la Constitución de 1870.

2) El territorio

En la cuestión territorial, la Constitución reconoce en el libro primero, título único, capítulo i, artículo 9 que el territorio de la entidad “es el que posee actualmente, conforme a las jurisdicciones de hecho, con sus respectivas autoridades y el que por derecho le corresponda” (Colín. 1974: 218). Cabe destacar que el Municipio Libre constituyó la base de la división territorial y de la organización política estatal; acorde con el artículo 115 de la Constitución federal, en el libro primero, título único, capítulo i, artículo 7 este quedó constituido como una medida trascendental (Colín, 1974), porque, tanto el Estado como los municipios adquirieron personalidad jurídica, es decir, eran personas morales con derechos y obligaciones ante la Federación Mexicana (Ortiz, 1992), más adelante se ahondará en este punto.

3) El gobierno

Se aprobaron los artículos que estipulaban el ejercicio de la soberanía por el pueblo, por medio de los poderes constituidos del Estado: Legislativo, Ejecutivo y Judicial, así como de los Ayuntamientos municipales (Ortiz, 1992). En cuanto a la forma de gobierno, la entidad federativa adoptó el sistema de gobierno republicano, representativo y popular, introduciendo el poder soberano del pueblo y respetando la división de los poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial, haciendo énfasis en su equilibrio y armonía —título segundo, capítulo primero, artículos 35, 36—: (Colín, 1974). Sin embargo, el error del Constituyente fue aproximarse más bien al desequilibrio de los poderes, el cual se arrastraba desde la Constitución federal de 1824 (así como la estatal de 1827), en la cual se consagra al poder Legislativo como el único depositario de la soberanía popular. Siguiendo la tendencia de las anteriores Constituciones estatales, la nueva Carta Magna rompió con el equilibrio de poderes, al atribuir al Legislativo una cantidad grande de responsabilidades, lo que le permitió intervenir y decidir en los campos del poder Ejecutivo y Judicial, los cuales asumieron un papel secundario. En efecto, como lo explica McGowan (1992), el Congreso Constituyente coartó el poder del gobernador, al impedirle que nombrara al procurador general; quiso también imponerle un tesorero, nombrado por los diputados. En la Constitución se enumeraron mecanismos para enjuiciar al gobernador, casi bajo cualquier pretexto. Para rematar, el Constituyente se opuso a la inamovilidad de los jueces, propuesta por el diputado Carlos Pichardo, y prefirió reservar a la Legislatura el poder de nombrar a magistrados y jueces; asimismo el Legislativo controló al poder municipal. También los diputados — contravinieron el principio revolucionario y constitucional de corte antirreeleccionista— permitieron, de facto, la reelección de ellos mismos, pues, en el artículo 44 se decía que los diputados nuevamente electos debían presentar su credencial a la Secretaría de la Legislatura (Colín, 1974).

Los nuevos aportes de la Constitución de 1917

A continuación se abordarán los mencionados elementos importantes del debate constitucional del Congreso Constituyente del Estado de México, plasmados en la Constitución de 1917, los relativos a los campesinos, los obreros, el desarrollo municipal, la educación, la salud y el equilibrio, y armonía de los tres poderes.

El título tercero se refiere a las bases de organización del trabajo, enumerándose en el artículo 196, las condiciones que deberían tener las disposiciones que la legislatura dictara en materia de trabajo, las cuales se deberían ajustar a las disposiciones del artículo 123 de la Constitución federal. En la práctica, las fracciones de la i a la xv de dicho artículo, reprodujeron el contenido del artículo 123 constitucional. (Colín, 1974). Empero, las innovaciones de la carta local se refirieron a la reglamentación del servicio doméstico y el establecimiento del Departamento del Trabajo y Previsión Social. Al mismo tiempo, “las mesas directivas de algunas fábricas textiles, empresas mineras y talleres artesanales se transformaron en sindicatos gremiales de oficio y de empresa y se integraron en federaciones y confederaciones” (López, 2011a: 414).

El segundo aspecto social importante, plasmado en la Constitución local de 1917, en su título cuarto, fue el reparto agrario. Como marco para entender la legislación local, en cuanto a la aplicación de la reforma agraria, se reseña el proceso de su promulgación en la Constitución federal. Las ideas del Partido Liberal Mexicano, de Luis Cabrera y del diputado constituyente por el Estado de México, Andrés Molina Enríquez, fueron los referentes para la Comisión encargada de formular el proyecto del artículo 27,6 de gran importancia, ya que define el vínculo entre la nación, territorio y revolución.7 El inicio del artículo rezaba así: “La propiedad de las tierras y aguas comprendidas dentro de los límites del territorio nacional, corresponde originariamente a la nación, la cual ha tenido y tiene el derecho de transmitir el dominio de ellas a los particulares constituyendo la propiedad privada” ( CPEUM, s. f.: 33).

Se instauró entonces el principio de la propiedad originaria de la nación, entendiéndose con este precepto que la nación, encarnada en el pueblo, es la dueña del territorio nacional: el subsuelo, los ríos y los litorales. Molina Enríquez (2007) interpretó el artículo, en el sentido de que la nación era “sucesora jurídica del rey [de España]”, y en esa capacidad tenía “el derecho de propiedad sobre todas las tierras y aguas”, y podía conceder a los particulares tan sólo el dominio (Molina, 2007: 267).

El artículo 39 constitucional prescribía que

La soberanía reside esencial y originariamente en el pueblo, todo poder público dimana del pueblo y se instituye para beneficio de éste […]; de este modo, el pueblo resulta el titular primitivo de la soberanía integral y, por tal virtud, el interés social, [colectivo] predomina sobre el interés personal de los propietarios privados (Ortiz, 1992: 60).

De ahí se deriva el predomino de la propiedad pública sobre la privada, cristalizada en la reforma agraria y su destrucción del latifundio, y la creación del ejido. Es este uno de los artículos que manifiesta de manera clara, el nuevo tipo de Estado que buscaban los constituyentes: un Estado posrevolucionario fuerte e interventor. En palabras de Fernando Escalante (2009): “El texto del artículo 27 tiene un valor simbólico excepcional porque ha sido, durante décadas, el lugar privilegiado para la definición del nacionalismo revolucionario, es decir, la articulación concreta, jurídica, de la nación, el Estado y la Revolución”.

Ahora bien, para el caso de la Constitución del Estado de México, el título cuarto estableció las bases de la legislación agraria, entre las cuales destacó el artículo 197. El capítulo segundo del título citado pretendió reglamentar, desde el punto de vista local, el contenido de los párrafos iii y ix del artículo 27 de la Constitución federal, que consolidaron las ideas pre-revolucionarias de Molina Enríquez en torno a la reforma agraria. De este modo, la Carta Magna ordenó la división de las haciendas que excedieran las setecientas hectáreas en todo el Estado de México, y las mayores a 350 hectáreas si estas se encontraban dentro de un radio de cuatro kilómetros, en torno a la plaza principal de un centro de población con más de 1000 habitantes; también ordenó que a los medieros y campesinos vecinos se les diera la primera opción para adquirir, en términos favorables, estas tierras fraccionadas —título iv, capítulo ii, artículos 203, 204, 205, 206— (Colín, 1974). En la Constitución fueron muy importantes las iniciativas tributarias, para fomentar el fraccionamiento de las haciendas. Según Molina Enríquez, estas propiedades estaban excesivamente subgravadas en el periodo posrevolucionario. Por esta razón, el ordenamiento constitucional fue que las extensiones se venderían conforme a su registro fiscal, de preferencia a los aparceros y vecinos de las tierras en venta, y tercero, que en los casos que no se ajustaran a la Constitución se aplicaría el artículo 27 de la Constitución federal, es decir, se harían las expropiaciones correspondientes por el valor con que dichas fincas aparecieron inscritas en los registros llevados, más diez por ciento. De este modo, el nuevo orden agrario impulsó el reparto y la dotación de tierra a los pueblos, dejando en un lugar secundario la restitución. Esta medida significó, por parte del nuevo gobierno posrevolucionario, el despojó a la rebelión zapatista de legalidad y legitimidad, pues este desconoció los repartos y restituciones hechos por los gobiernos zapatistas mexiquenses entre 1914 y 1915, años en que, como ya se explicó, Gustavo Baz, gobernador de extracción zapatista, estuvo en el poder. (López, 2011b).

Otro aspecto importante fue que el Desarrollo Municipal atañía directamente a la competencia del Estado de México. Según la Ley del Municipio Libre, promulgada por Venustiano Carranza en Veracruz y conforme al artículo 115 de la Constitución federal de 1917; de esta manera se otorgaron los instrumentos jurídicos necesarios para crear nuevos municipios con sus respectivos Ayuntamientos, garantizando su organización electoral, administrativa, ejecutiva y legislativa, a través del Bando de Policía y Buen Gobierno y del Presupuesto de Egresos. También abarcaba los aspectos de inspección y judiciales. Sin embargo, el municipio no fue tan libre desde el momento en que fue supervisado por medio del control del presupuesto de ingresos, a través de la Legislatura estatal, lo cual vino a ser, paradójicamente, una forma de frenar el tan pregonado desarrollo municipal —libro tercero, título único, capítulo i, sección segunda, artículo 143— (McGowan, 1992; Colín, 1974).

También, en el aspecto educativo, el Constituyente del Estado de México concibió un modelo novedoso, revolucionario, cuyo centro fue la autonomía estatal. Para ello, el Constituyente fijó metas propias para el Estado, en función de su muy particular idiosincrasia cultural.8Con menos impacto que el educativo, además se planteó un modelo propio de salud. Este último se perfeccionó con la creación posterior del Instituto de Salud del Estado (como proto-Secretaría Estatal de Salud) y el Instituto de Seguridad Social del Estado de México y sus municipios) (McGowan, 1992).

La Constitución local de 1917 introdujo en su capítulo segundo, titulo quinto, capítulo segundo, artículos del 230 a 232 un asunto por demás relevante, que expresaba una realidad de su tiempo: la educación indígena. Rezaba el capítulo 230:

En todas las poblaciones indígenas que hablen su idioma original y que desconozcan la lengua castellana, se deben establecer escuelas especiales, cuyo objeto esencial sería facilitar, por medio de la enseñanza de dicha lengua y de los demás estudios necesarios, la incorporación de los alumnos a la cultura general del país” (Colín, 1974: 270-271).

Estos centros educativos, llamados por Andrés Molina Enríquez Escuelas Etnográficas, formaron parte de sus proyectos cuando se lanzó como candidato a gobernador el Estado, en el verano de 1911. Serían recintos especiales para indígenas, reglamentados por disposiciones especiales, establecidos y sostenidos por el Estado a través de la nueva tasa de impuestos, rebajada para las pequeñas propiedades (Shadle, 1992). Nunca se puso en vigor este capítulo, antes bien, fueron derogados los artículos respectivos: 230, 231 y 232. Sin embargo, en este periodo posrevolucionario fue manifiesto el interés por los núcleos indígenas —como el que manifestó Molina Enríquez, como profesor de Etnología— y su incorporación a la cultura nacional, programa que se pondría en marcha durante el periodo de Lázaro Cárdenas. Hay que señalar brevemente que la política federal sobre los grupos étnicos y su integración a la cultura nacional ha sido ampliamente cuestionada, dado que no se respeta su cultura.

La reforma del 27 de febrero de 1995

La Constitución estatal de 1917 llevaba, hasta 1994, 77 decretos de reforma. Pero, como lo considera Reynaldo Robles, la reforma de 1995 constituyó “una reestructuración total de la Constitución de 1917, pues se reformaron, adicionaron y derogaron diversos libros, capítulos, artículos y fracciones” (Robles, 2001: 149). Este trabajo fue hecho durante la administración del gobernador del Estado, licenciado Emilio Chuayffet, y su secretario de gobierno, el doctor César Camacho Quiroz. El objetivo era contar con un texto constitucional más acorde con la realidad vivida en ese momento, en la cual temas como el medio ambiente, los grupos indígenas y las elecciones libres se hicieron más visibles en la entidad.

Las principales modificaciones fueron las siguientes: se organizó en 9 títulos, divididos en 149 capítulos, con 15 transitorios, subdivididos en secciones. En cuanto al contenido, no cambiaron las disposiciones políticas fundamentales: la supremacía e inviolabilidad de la Constitución, la forma de gobierno federal, democrático y popular y el federalismo, la división de poderes, el municipio libre, así como el referéndum, el establecimiento de un organismo autónoma en cuestiones electorales, además se instituyó la elección de 45 diputados electos por el principio de mayoría relativa y 30 de representación proporcional. Para el cargo de gobernador se previnieron los supuestos de su falta nombrando un gobernador interino o sustituto. En el ámbito del poder Judicial, se creó el Consejo de la Judicatura, se suprimió la inamovilidad de los jueces y se desconcentró el Tribunal Superior de Justicia mediante el establecimiento de Salas Regionales. En lo tocante al ámbito municipal, los Ayuntamientos se incorporaron al Constituyente permanente, ya que se estableció la aprobación de la mitad más uno de los Ayuntamientos, para aprobar las reformas y adiciones de la Constitución, además de la aprobación de la Legislatura (Robles, 2001). En el artículo quinto, se incluyeron las garantías y derechos, referidos a los de la Constitución federal de 1917. Además, en el artículo sexto se incorporó el derecho al respeto del honor de crédito y prestigios de las personas, lo mismo que el séptimo, que prohíbe las penas de privación de la vida, confiscación de bienes y la privación de la libertad a perpetuidad, además, los derechos de los pueblos indígenas, el mejoramiento del ambiente y la protección a la naturaleza, el aprovechamiento racional de los recursos naturales, asociado a la preservación de la flora y fauna existentes (Robles, 2001).

A modo de conclusión

Según el proceso histórico seguido por la entidad federativa, desde 1824 y hasta 1917, cuando se expidió la última Constitución, sin duda alguna, fue muy grande el esfuerzo de las sucesivas legislaturas por promulgar las cartas magnas de 1827, 1861, 1870 y 1917. Empero, visto el tema desde la perspectiva histórico-sociológica de Ferdinand Lassalle y Carl Schmitt, se realizó una reflexión general sobre la consonancia o disonancia de esos textos constitucionales con su realidad social correspondiente. Para lograr lo anterior, la reflexión se basó en la argumentación de Ana Poyal (2002: 21), en el sentido de que los textos constitucionales “tienen un proceso evolutivo de acuerdo con el desarrollo de sus propias especificaciones técnicas y depuración de prácticas que van haciéndose más flexibles y realistas, más pragmáticas, en un intento de moldear la realidad, conectándose con hechos concretos, instrumentales”. En este contexto, puede verse que las constituciones estatales estuvieron inmersas en un proceso de prueba y error. La de 1827 constituyó el primer texto y se redactó en medio de un periodo de gran agitación política: después de la guerra de Independencia. Sin duda, como ha sido reconocido por diversos estudiosos, es un texto muy original y avanzado para su época, más aun que la Constitución federal de 1824. Pero esas cualidades también contribuyeron a la inobservancia de una buena parte de su articulado. Como se apuntó, el doctor Mora, el artífice principal de la Constitución de 1827, se preguntó en su momento si esa Carta Magna, hecha por un grupo de intelectuales liberales, correspondía a los anhelos de una colonial, atrasada y tradicionalista sociedad, existente todavía en el México republicano. De ahí que, de 1830 en adelante, Mora creyó más en reformar a la sociedad que en elaborar textos constitucionales abstractos.

El triunfo liberal, luego de la guerra de Reforma, fue el prólogo para la elaboración de las constituciones de 1861 y 1870. Si bien la de 1861 tuvo una vigencia no muy larga y pasó por la turbulencia de la intervención francesa, sin duda representó, como lo formuló el Congreso Constituyente, un texto que tenía, al parecer, más en consonancia con la realidad, pero sobre todo, un espíritu más pragmático y aplicable a la sociedad de su tiempo. En este sentido, la de 1870 reflejó en su contenido el momento del liberalismo triunfante cuyo objetivo era la modernización del Estado de México, al establecer artículos que favorecían la racionalidad administrativa y el apoyo a una burguesía en ascenso, aunque los grupos populares no estaban realmente representados todavía.

En cuanto a la Constitución de 1917, esta presentó innovaciones con respecto a los textos constitucionales clásicos de corte liberal, aunque no abjuró de esta doctrina, pero mostró en su hechura el impacto del acceso de sectores sociales a las disposiciones constitucionales, luego de la Revolución mexicana. Como Constitución de la era moderna, la de 1917 ahondó con más detalle en el modelo económico, la instrumentación de las garantías y derecho del hombre, además de atender los reclamos y anhelos de los sectores populares, pospuestos durante largo tiempo. Pero, sobre todo trató de ser un instrumento más eficaz de regulación de la realidad, proceso que culminó con la reforma constitucional de 1995. Reiterando el esfuerzo de los constituyentes a lo largo de la formulación de las cuatro constituciones, parece que aun, en este tiempo, existe una disonancia entre la realidad y el texto constitucional; todavía no se consolida del todo un Estado de derecho fuerte y efectivo ni se han paliado las desigualdades sociales. En este sentido, hablando de la Constitución de 1917, la cual hizo énfasis en las necesidades de los grupos menos favorecidos, a poco más de cien años de su promulgación, debería estar más vigente que nunca como el texto que norma la vida política y social de los mexiquenses. Es una necesidad acuciante que los derechos sociales de la población, garantizados por la Carta Magna, sean efectivamente garantizados y puestos en práctica.

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Notas

* Agradezco los comentarios de los dictaminadores anónimos y los de la Dra. Carmen Salinas.
2 Es importante señalar esta distancia puesta por el Congreso Constituyente de 1861 —respecto a las normas de carácter más abstracto de la Constitución de 1827, como en su momento lo hizo el doctor Mora— y su opción por las nociones rigurosamente prácticas frente a su realidad histórica concreta. En efecto, como lo señala Ana Poyal (2002: 21), los textos constitucionales “tienen un proceso evolutivo de acuerdo con el desarrollo de sus propias especificaciones técnicas y depuración de prácticas que van haciéndose más flexibles y realistas, más pragmáticas, en un intento de moldear la realidad, conectándose con hechos concretos, instrumentales”. Así, la Constitución de 1861 se alejó del modelo de la Constitución de 1827, inspirándose en las ideas de la Constitución de 1857 y la ideología liberal triunfante que se aplicó de manera práctica con las leyes de Reforma, la propia Constitución y otros corpus legales.
3 Es necesario ampliar el postulado de Rousseau sobre la libertad y la felicidad de los hombres, que implicaba estar contra la guerra, la desigualdad y otros elementos negativos para terminar con ellos y lograr dicha felicidad. Rousseau buscaba un orden social cuyas leyes estuvieran en armonía con las leyes esenciales de la naturaleza. De este modo, proponía “emancipar al individuo, no liberándolo totalmente de la sociedad, por ser imposible, pero si de una forma particular de sociedad. El problema era hallar la forma óptima de sociedad en la que los miembros estuvieran protegidos por el poder unificado de toda organización política, y en la que cada individuo, aunque ligado a otros, permaneciera libre e igual a los demás. Sin obedecer a nadie más que a sí mismo. En resumen, cada hombre, al darse a todos, no se da a nadie; y puesto que no hay ningún asociado sobre el cual no adquiera el mismo derecho que él otorga a los otros sobre sí mismo, obtiene una comprensión para todo lo que pierde y una fuera acrecida para la conservación de lo que tiene. Esta es la solución ideal que propone Rousseau a su Contrato Social” (Zeitlin, 1970: 41).
4 Sin embargo, su texto sufrió modificaciones en 1883, 1891, 1897, 1909 y 1913 (Salinas, 2011).
5 Consúltense los trabajos que ilustran las luchas campesinas y obreras durante este periodo: “La estructura agraria” de Alejandro Tortolero (2011), “Artesanía, manufactura e industria” Manuel Miño (2011), “Los poderes gubernativos” de María del Carmen Salinas (2011), “Las organizaciones obreras y artesanales” y “Los pueblos y la lucha por la tierra” de Norberto López (2011a y b), en Jarquín M. T. y Manuel Miño (coords.) Historia general ilustrada del Estado de México, además de Política y sociedad en los municipios del Estado de México, 1825-1880 de María del Carmen Salinas (1996).
6 Después del fracaso de su campaña para la gubernatura del Estado de México en 1911, Molina Enríquez proclamó la primera insurrección agraria de la Revolución con el Plan de Texcoco, el cual estipulaba el fraccionamiento de todas las haciendas de más de 2000 hectáreas e incluía las disposiciones que aseguraban la libertad del pueblo a nivel local. Con el Plan de Texcoco, Molina pretendía capitalizar el descontento de muchos revolucionarios con la situación política imperante en 1911, pero fue aprehendido y estuvo un año en la cárcel (Shadle, 1992).
7 El proyecto de reforma agraria de Molina Enríquez “fue transmitido a los carrancistas, facción victoriosa de la Revolución, a través de Luis Cabrera, quien era socio Molina Enríquez en su bufete jurídico y su amigo personal; Cabrera redactó el decreto carrancista de 1915, influido por las ideas de Reforma Agraria de Molina Enríquez. Además, en un discurso ante el Congreso de 1912, había citado Los grandes problemas nacionales, para defender la restitución de los ejidos y de las tierras comunales usurpadas durante el Porfiriato. En 1915, cuando villistas y zapatistas ocupaban la ciudad de México y los carrancistas se refugiaban en Veracruz, Carranza expidió su Ley Agraria del 6 de enero de 1915, el decreto de Carranza siguió los lineamientos que Molina Enríquez había planteado en Los grandes problemas nacionales, referente a la restitución de las propiedades ejidales. Este decreto encabezó el proceso de reforma agraria de la Revolución hasta que la mayoría de los Estados de la república mexicana ratificaron la Constitución de 1917” (Shadle, 1992: 93-94).
8 Como lo comenta McGowan (1992), ya desde la segunda mitad del siglo xix, concretamente en 1857, el doctor José María Luis Mora había previsto que el ejercicio de la educación y la salud —que no contaban con ningún organismo que los representara— fueran funciones dependientes de la autoridad de los Ayuntamiento por ser actividades que debían estar cerca de la población que más los necesitaba.
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