Carrie Fisher, una rebelde antes y después de Star Wars

Con su agudo humor e ingenio, Carrie Fisher se mostró abierta sobre su lucha con su enfermedad mental, la adicción y su legado en Hollywood.

Por Karen Karbo
Publicado 8 ene 2019, 12:18 CET
Un retrato de Carrie Fisher en 1977, el año que debutó como princesa Leia Organa en la primera película de la saga Star Wars, «Una nueva esperanza».
Fotografía de Getty
El libro de National Geographic In Praise of Difficult Women de Karen Karbo describe a mujeres de todo el mundo que se han negado a seguir las normas sociales y han traspasado fronteras en sectores como la política, el arte, los medios o la literatura, entre otros.

Cuando me enteré de la muerte de Carrie Fisher, un par de días antes de la Navidad de 2016, lloré. Personas de toda la galaxia lloraron: fans de Star Wars, los ávidos lectores de sus novelas y memorias, los defensores de la salud mental y las feministas. El informe del forense, publicado seis meses más tarde, indicaba que se habían hallado restos de heroína y cocaína en su organismo. Algunos fans abandonaron el club, indignados por que lo que acabó con su vida no hubiera sido un simple y poco polémico ataque al corazón. Pero Carrie nunca fue fácil, nunca se portó bien y nunca mantuvo en secreto sus demonios. En vida nunca fue poco polémica, ¿por qué habría de serlo su muerte?

Siempre he dicho que Carrie es una prima lejana, si la definición de prima lejana incluye asistir a la misma escuela de cine que George Lucas, quien nos dio a la princesa Leia. Entré en la Escuela de Artes Cinematográficas de la Universidad del Sur de California (USC) poco después de que Star Wars se convirtiera en un éxito cinematográfico de Hollywood y empezara a convertirse en un fenómeno cultural. Star Wars era única en la historia del cine. La estudiábamos como si se tratase de un texto sagrado. Recopilábamos información trivial y arcana sobre su producción antes que nadie.

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    Ilustración de Carrie Fisher.
    Fotografía de Kimberly Glyder

    En aquellos días no había ninguna mujer (o no muchas) en la escuela de cine. Recuerdo que, en las clases de producción, yo era la única chica entre los nerds. Nadie tenía mucho que decir sobre la princesa Leia, sino que estaban más obsesionados con los ángulos de cámara y los efectos de sonido. Pero yo estaba totalmente prendada de Leia: una chica poco femenina, mordaz, intrépida y de principios y que llevaba lápiz de ojos. La autoridad no la intimidaba y parecía inmune a la tortura. Mentía cuando le convenía, disparaba antes de molestarse en preguntar y pasaba de la gratitud cuando era rescatada. Era feroz pero atenta. No creía que Carrie Fisher fuera una gran actriz, pero sí captaba un soplo de socarronería en sus frases. Un espíritu afín.

    Carrie, nacida el 21 de octubre de 1956, hija de la estrella de cine Debbie Reynolds y el cantante Eddie Fisher —la pareja más famosa de Hollywood—, nunca quiso trabajar en el mundo del espectáculo. Desde el día en que pudo sostenerse sentada, ya contaba con un asiento de primera fila para la catástrofe a cámara lenta que es el estrellato. Sin embargo, el entretenimiento era el negocio familiar y era más fácil entrar en él que, por ejemplo, en una facultad de Derecho. En 1975, obtuvo un pequeño papel en Shampoo, con Warren Beatty. En 1977 se estrenó Star Wars y cualquier esperanza que tuviera de pasar desapercibida quedó tan destruida como el planeta de Leia, Alderaan.

    Los actores Mark Hamill, Carrie Fisher y Harrison Ford en el decorado de «La guerra de las galaxias - Episodio IV: Una nueva esperanza», escrita, dirigida y producida por George Lucas.
    Fotografía de Sunset Boulevard, Corbis, Getty

    En 1987, Carrie publicó una fantástica primera novela autobiográfica: Postales desde el filo. Se convirtió en una película en la que Meryl Streep interpretaba a una adicta en recuperación que vivía a la sombra de su fabulosa y egocéntrica madre, interpretada por Shirley MacLaine. El libro figuró entre los más vendidos del New York Times, así como sus otras tres novelas y sus tres memorias siguientes. Su espectáculo en solitario, Wishful Drinking, fue un exitazo en Broadway; en 2015 retomó su papel de Leia en El Despertar de la Fuerza. En 2016, apareció junto a su madre en el conmovedor documental Bright Lights: Starring Carrie Fisher and Debbie Reynolds. Cualquier herida causada en la época de Postales desde el filo parecía haberse curado.

    Estos logros se vieron acompañados de un esfuerzo y un sufrimiento proyectados ante la opinión pública. A los 28 años, tras una sobredosis y una etapa en rehabilitación, a Carrie le diagnosticaron un trastorno bipolar. En lugar de pintar su conducta errática de mera adicción, declaró abiertamente que era bipolar, lo defendió y llevó su enfermedad con gracia y el humor agudo que la caracterizaba. «Figuro en el manual de Psicología Anormal», dijo. «Obviamente, mi familia está orgullosísima. Recordad que soy un dispensador de PEZ y figuro en el manual de Psicología Anormal. ¿Quién dice que no se puede tener todo?».

    Portada de «In Praise of Difficult Women», de Karen Karbo.
    Fotografía de Kimberly Glyder

    Carrie era una chica de 19 años cuando la eligieron para el papel de princesa Leia. En 1956, cuando Carrie nació, Debbie era la novia de América, una estrella de cine de primera. Había aumentado su fama al casarse con el ídolo adolescente Eddie Fisher, que reinaba en las listas de éxitos de los 50. Eran una pareja ardiente. Cuesta encontrar una comparación contemporánea: ¿Britney y Justin? ¿Kim y Kanye? ¿Brangelina? Ninguna de estas parejas estaba rodeada del aura de inocencia dulce y desprovista de Internet que envolvía a Debbie y Eddie. Dieciséis meses después de nacer Carrie, su hermano Todd vino al mundo: la familia perfecta estaba completa.

    En 1958, cuando Carrie tenía dos años, su padre abandonó a su madre por Elizabeth Taylor. Debbie acabaría casándose con Harry Karl, a quien no quería pero que era lo opuesto a Eddie. Karl era un magnate de las tiendas de zapatos, un «empresario millonario» que perdió su fortuna debido a malas inversiones y deudas de juego y que, a continuación, arrasó con la fortuna de Debbie. Se divorciaron cuando Carrie tenía 17 años.

    Que yo sepa, no hay estudios que cuantifiquen cuánto sufre un niño cuando sus padres son los protagonistas del escándalo hollywoodiense del siglo, probablemente porque los únicos niños que podrían haber participado en el estudio habrían sido Carrie y Todd. Qué solitario y extraño debió haber sido.

    Uno de los primeros recuerdos de Carrie fue ver a un fotógrafo caer entre unos arbustos intentando sacar una foto mientras ella estaba sentada en el jardín. Cuando ya podía caminar, recordaba que los fans se abalanzaban sobre ella y la apartaban para intentar darle la mano o tocar a su madre. Creía que su madre era de todos salvo suya. Creía que su padre se había ido —o eso le confesaría Carrie en 2010, tres meses antes de la muerte de él— porque no era lo bastante divertida.

    Hay una parte de Bright Lights en el que Debbie actúa en un club nocturno en 1971. Lleva una chaqueta negra, pantalones cortos y medias, y un canotier blanco sacado de Vivir de ilusión. Carrie está entre el público y Debbie la saca para que cante una canción «para tu vieja madre». Carrie leva un vestido de terciopelo, el que te pondrías para una ocasión especial. Tiene el pelo largo y brillante y apenas aparenta 15 años. Cuando abre la boca y empieza a cantar Bridge Over Troubled Waters en un contralto teatral que competiría con el de Judy Garland, pueden vislumbrarse las primeras pinceladas de su actitud adulta: una mezcla singular de seriedad y burla.

    La de Carrie no era una voz formada y jamás lo sería, ya que rechazar su don vocálico sería una forma de rebelarse contra sus padres. ¿Cómo podía la hija de dos de los cantantes más queridos y aclamados de aquella época negarse a cantar? Aclarémoslo: se negaba a usar su voz con fines profesionales. Aparte de su aparición como invitada en Laverne and Shirley en 1982, en general usaría su voz como arma secreta.

    En 1973, con 17 años, Carrie se matriculó en la Central School of Speech and Drama de Londres. Su objetivo de evitar el mundo del espectáculo a toda costa no se cumpliría. Ante la insistencia de su madre, había dejado el instituto para actuar en el elenco de Irene, el musical de Broadway de Debbie. En la picante Shampoo, interpretaría a la hija adolescente «sexualmente liberada» y sin sujetador de uno de los clientes del peluquero Warren Beatty. Acabó en la escuela de artes dramáticas de Londres porque era una forma de alejarse lo máximo posible de casa, al mismo tiempo que complacía a su madre, que también pagaba sus facturas.

    Se presentó al casting de Star Wars durante las vacaciones de Navidad de 1975, porque ¿por qué no? ¿Una peli de ciencia ficción de bajo presupuesto? ¿Qué daño podría hacerle? Cuando recibió las páginas de la audición y vio las frases de la princesa Leia, pensó «adelante». Por parte de Lucas, la eligió porque, aún con 18 años, era temible pero también cálida y sagaz, los rasgos de una princesa guerrera.

    ¿Queda algo desconocido sobre el rodaje de Star Wars? Pese a mi posición ventajosa en el USC, no estoy segura de poder añadir nada nuevo. Bueno, sí.

    Carrie Fisher y su marido Paul Simon, cantante y compositor y mitad del dúo musical Simon y Garfunkel. Su matrimonio solo duraría 11 meses.
    Fotografía de Bettmann, UPI PHOTO, Getty

    En El diario de la princesa, publicado un mes antes de su muerte, Carrie confesó haber tenido una aventura con Harrison Ford durante el rodaje. Ocurrió de la siguiente forma: tras una fiesta sorpresa por el 32º cumpleaños de George Lucas, empezaron a besuquearse en el coche y, después, en su apartamento, lo que les llevó a «un rollo de una noche que duró tres meses». Él tenía 34 años, estaba casado y ya era casi una estrella de cine. Ella tenía 19 años, había tenido una sola relación seria y, aunque fingía ser una mujer experimentada y de mundo, estaba asustada. Se preguntó, en jerga de adolescente, si a él le «gustaba» ella de la misma forma que a ella le «gustaba» él. Por la semana ponían en práctica sus verdaderas dotes interpretativas al fingir ser dos personas que no tenían una aventura; los fines de semana, se lo montaban en el piso de ella.

    Él no hablaba mucho. Para ella era todo un misterio, uno de esos tipos silenciosos en los que siempre pensamos que yace un alma y corazón de profundidades cavernosas que solo nosotras podemos comprender. En su diario, escribía cómo pasaba mucho tiempo intentando hacerle sonreír. Una vez, en un bar, hizo una imitación de su fanfarronería brusca que le hizo temblar de la risa, un momento que, para ella, fue uno de los mejores en su vida amorosa.

    En 1983, Carrie se casó con Paul Simon, compositor y mitad del dúo de Simon y Garfunkel. Se habían conocido cuando Simon visitó el plató de Star Wars. Era, según él, un cantante judío bajito, como su padre, Eddie. La relación fue tempestuosa desde el principio y se basaba en una sensibilidad compartida, una pasión por las palabras y en el uno por el otro y, aparentemente, en mucha cocaína. Para ser justa con los implicados, puedo garantizar que todo en el mundo del espectáculo de principios de los 80 implicaba mucha cocaína.

    Carrie/Leia empezaron a esnifar cocaína en el planeta helado de Hoth —osea, en el plató— durante el rodaje de El imperio contraataca. Supuestamente, incluso John Belushi, que moriría de sobredosis en 1982, le recomendó que consumiera menos. A ella no le encantaba la cocaína, pero era lo que había y hubiera ingerido cualquier cosa que le aportase un respiro de la intensidad de ser Carrie. Cada mañana, cuando se le abrían los ojos, un tsunami de pensamientos y sentimientos inundaba su mente. Descubrió que el LSD le hacía sentir más normal. El monólogo interno se transformaba en alucinaciones visuales. Además, si consumía ácido con sus amigos, todos estaban locos de remate y ella no se sentía tan sola. De los medicamentos por receta prefería Percocet y llegó a confesar que había tomado hasta 30 al día, solo para silenciar su mente.

    En 1980, con 24 años, un médico le diagnosticó trastorno bipolar. Ella pensó que solo se lo decía porque a nadie se le ocurriría decirle a la princesa Leia que era una adicta a las drogas normal y corriente. Cuando rodaba la terrible Manicomio en Hollywood, pesaba 40 kilos y estaba tan falta de sueño que sufrió una crisis en el plató.

    En 1985, tras finalizar el rodaje de Hannah y sus hermanas de Woody Allen, sufrió una sobredosis de Percocet y somníferos por accidente.

    Después de eso, estaba lista para escuchar a su médico. Sufría un trastorno bipolar II —caracterizado por más y mayores episodios depresivos— e hipomanía. Sus mínimos eran más bajos y prolongados; sus máximos eran menos maníacos.

    Resulta que no solo era una celebridad con problemas de adicción relativamente normales, sino una mujer con una enfermedad mental. Era una situación mucho menos glamurosa.

    Carrie Fisher firma copias de su libro, «The Best Awful», publicado en 2004. El libro era una secuela de su primera novela autobiográfica, «Postcards From the Edge», que se convirtió en un superventas y en una película protagonizada por Meryl Streep.
    Fotografía de Getty

    En 1987, Carrie escribió su primer libro, Postales desde el filo. Comienza así: «Quizá no debería haberle dado mi número al tío que me hizo el lavado de estómago, pero ¿qué más da?».

    Cuando se publicó ese libro, sentí celos de Carrie. Primero Star Wars, ahora una hilarante primera novela que obtuvo muchísima atención, se situó en la lista de los más vendidos y se convirtió en una película protagonizada por Meryl Streep. Mi generosa respuesta a su éxito: ¿por qué lo consigue todo?

    En los 90, Carrie escribió varias novelas más y engrosó su cuenta bancaria con el dinero que ganó arreglando guiones. Estallido, El chico ideal y Arma letal 3 se beneficiaron de su chispa. También se enamoró de otro hombre, el agente de Hollywood Bryan Lourd, que tras tres años la abandonó para casarse con un hombre.

    Antes de su ruptura, Carrie y Bryan tuvieron a Billie, nacida en 1992, a quien Carrie crió como madre soltera. Esto le rompió el corazón en cierto modo, al recordarle cómo su madre la crió sola cuando Eddie la abandonó.

    Carrie buscó tratamiento, ya que su enfermedad se estaba descontrolando cada vez más. El trastorno bipolar no es pulcro. La medicación funciona hasta que deja de funcionar. En 1998, tras una etapa especialmente maníaca, Carrie fue internada. Sé todo esto porque Carrie habló del tema en detalle en Primetime With Diane Sawyer en diciembre del 2000.

    Carrie tenía 44 años, y era más guapa y carismática de lo que había sido de joven.   Su voz se había vuelto más ronca con la edad.

    Describió los pensamientos frenéticos y agotadores que acababan en monólogos compulsivos, que a su vez agotaban a quienes la rodeaban. Las noches sin dormir, a veces muchas seguidas, y el impulso de llevar a cabo cualquier idea que implicara compras, viajes y sexo. Describió sus dos facetas: Rollicking Roy, el alma de la fiesta, y Sediment Pam, «que se queda en la orilla y llora». Cuando la gente decía que «adoraba» a Carrie, a quien adoraban realmente era a Roy. Llamaba a sus amigos y les decía: «Roy está en la ciudad».

    «Cuando rodábamos Cuando Harry conoció a Sally, me quedaba despierta toda la noche esnifando heroína. Puedes imaginarte lo orgullosos que estarán de mí mis padres», dijo.

    Habló del tiempo que pasó en psiquiatría. Cada día, su meta era sentir menos. En el hospital pasó seis días sin dormir. Sentía que podía extender la mano y tocar su humor con las palmas, y por su ventana contemplaba ciudades futuristas y resplandecientes. Bryan la visitó en la clínica psiquiátrica y ella le suplicó que se llevara a su hija porque no sabía si volvería. Pero, claro, volvió.

    «¿Es un felices para siempre?», preguntó Sawyer.

    «Eso no existe. Es un todo para siempre».

    Aunque la vida de Carrie era pública, los informes médicos no lo son. Podría haber confesado su afición por los calmantes con receta y nadie se habría dado cuenta. Existe cierto glamur vinculado al exceso que no llega a percibirse como estar loco de remate.

    Pero Carrie estuvo a la vanguardia de compartir demasiado. No le interesaba proteger su imagen de princesa espacial atractiva. Habló de todo, incluso de la terapia electroconvulsiva. Carrie cumplió la mayoría de edad en una época en la que admitir haber recibido terapia electroconvulsiva acababa con una carrera.

    No todos celebraron la franqueza de Carrie. Algunos consideraban que sus confesiones eran demasiado. El Washington Post, en una reseña de El diario de la princesa, predijo que su honestidad haría que sus lectores sintieran vergüenza ajena. Yo misma llevé a cabo una encuesta no científica entre casi una docena de hombres y descubrí que cuanto más fans «a muerte» de Star Wars, menos interés tenían en ver a Carrie Fisher en un papel que no fuera el de princesa Leia. La mayoría no estaban al tanto de su papel como abierta defensora de la enfermedad mental como otro defecto humano, ni peor ni mejor que ningún otro. «Tengo una enfermedad mental. Puedo decirlo», decía. «No me avergüenzo. He sobrevivido, sigo sobreviviendo. Mejor yo que vosotros».

    La gente siempre ha asumido que, como la trilogía de Star Wars había sido un exitazo, cada semana el camión del dinero dejaba unas cuantas bolsas en la puerta de Carrie. Pero la única persona que se enriqueció fue George Lucas. Carrie, que acabab de cumplir la edad para votar cuando firmó el contrato para interpretar a la princesa Leia, cedió su «apariencia» y todos los derechos de merchandising. Se le pagó el caché mínimo y no tuvo participación en los beneficios.

    En su espectáculo en solitario de 2008, Wishful Drinking, debatió esta desigualdad y no se mostró partidaria de tener su aspecto superpuesto en un bote de champú. O un dispensador de caramelos PEZ, o una fiambrera, o el resto de objetos de Leia que han perseguido su existencia, sin haberla hecho ni un centavo mas rica. Bromeó sobre cómo, al no haber sido dueña de su apariencia, tenía que pagarle a George cada vez que se miraba al espejo.

    Debbie Reynolds posa con su hija Carrie Fisher en los 21º Premios del Sindicato de Actores de 2015. Ambas fallecerían con un día de diferencia al año siguiente.
    Fotografía de Jason LaVeris, FilmMagic, Getty

    Sin embargo, para ser una chica de 20 años, estaba nadando en dinero. Despreocupada, contrató a un administrador que alguien le había recomendado y se olvidó del tema. Cuando necesitaba dinero, lo conseguía, al menos hasta que, ya cumplidos los 40, descubrió que estaba casi arruinada.

    Por eso empezó a hacer trabajitos extra en el lucrativo negocio de los autógrafos en las Comic-Cons. En realidad, podría haberse labrado toda una carrera firmando autógrafos por 70 dólares cada uno.

    Se presentaba en algún centro de conferencias armada con su cuerpo de mujer de mediana edad, un pelo que raleaba, una vista que empeoraba y la irritabilidad de la perimenopausia. Le daban calambres en las manos de firmar fotos de su yo sensual y radiante durante horas, fin de semana tras fin de semana.

    Una vez, una madre trajo a su hija pequeña vestida de Leia y, al mirar a Carrie, la niña exclamó: «¡No quiero a la vieja!».

    Carrie se sintió como si fuera Leia y la tutora de Leia y, dado que también era Roy y Pam, podemos imaginarnos lo agotadora que era su vida.

    En 2008, Carrie se echó a la carretera con Wishful Drinking. Acabó en enero de 2010 y la razón de que sea tan precisa con las fechas es para que entendáis cómo la pequeña Carrie Fisher de poco más de metro y medio acabó pesando 81 kilos, cometiendo así el pecado femenino más imperdonable en nuestra tierra sagrada. Durante dos años, estuvo en la carretera, dos años en las que no hizo ejercicio y comió comidas copiosas a altas horas de la noche. Además, para una adicta que vive día a día, una tarrina de helado de vez en cuando parecía inofensiva.

    Ella era consciente. Sabía que los vaqueros pitillo y las camisetas ajustadas habían quedado relegadas a la parte posterior del armario, y vivía en túnicas y mallas. Pero solo cuando se googleó y vio que alguien había escrito: «¿Qué le ha pasado a Carrie Fisher? Antes estaba buena. Ahora parece Elton John» se dio cuenta de que era hora de tomar las riendas de su vida.

    No quedaba opción salvo perder peso. Y lo hizo: más de 22 kilos en nueve meses, con 54 años. Cualquiera capaz de mantener la constancia y la disciplina para perder 22 kilos es una macarra de proporciones superheroicas. «Pensé que estaba envejeciendo», bromeó. «Resulta que solo estaba engordando».

    Pero también estaba envejeciendo.

    Con velas, bollos de canela y letras, los fans crearon una estrella en el Paseo de la Fama de Hollywood en honor a la difunta Carrie Fisher.
    Fotografía de Kevork Djansezian, Getty

    Cuando Carrie retomó su papel como Leia en Star Wars: El despertar de la fuerza, estrenada en 2015, Twitter estalló con sus habituales, desagradables y absurdos insultos. Siendo justos, Carrie decepcionó a todo fan masculino de la trilogía original al negarse a pasarse la vida manteniendo la ilusión de que todavía era una chica de cinturilla de avispa con un bikini metálico. En lugar de escribir libros, hablar en nombre de todos aquellos que padecen enfermedades mentales, ser la mejor madre que pudo y cuidar de Eddie y Debbie en su vejez —ya que siempre adoró a sus padres pese a toda la mierda a la que la sometieron de niña—, podría haber cuidado su figura de forma obsesiva. Podría haber pasado toda la vida entrenando varias veces al día y viviendo del aire y de pitillos, como una supermodelo. Pero, en lugar de eso, tuvo una vida plena, complicada e imperfecta.

    Carrie Fisher no fue la primera princesa Leia. En 1975, durante el casting, había otra chica mucho más joven llamada Terri Nunn a la que George Lucas había interceptado para el papel. Nunn tenía 15 años, era delgadita y de comportamiento calmado, una princesa de manual. Habría sido buena. De hecho, se parecía mucho más a la gemela de Mark Hamill que Carrie Fisher. George Lucas es célebre por no ser bueno con los actores. Pese a toda su genialidad visionaria, se le dan mucho mejor las naves, los droides y las explosiones. Pero enseguida vio algo en Carrie: que podía ser cálida, dura, graciosa y feroz, todo a la vez. Era una princesa con pistola, pero también una chica capaz de convertirse en una mujer que lideraría al pueblo.

    Espero que antes de dejarnos se diera cuenta de que fue su grandísimo corazón, su humor y su personalidad compleja los que hicieron a la princesa Leia difícil y, por lo tanto, inmortal.

    Este artículo se publicó originalmente en inglés en nationalgeographic.com.

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