El calendario ha sido una herramienta fundamental en la vida del Hombre y muy especialmente en los tiempos en que ésta dependía de forma estrecha de los ciclos agrícolas. En la Antigüedad los calendarios eran lunares, basados en las fases de nuestro satélite; de hecho, el mundo musulmán continúa usando uno de ese tipo. El Egipto faraónico también empleaba el suyo, que, sin embargo, se reveló poco práctico para predecir las crecidas del Nilo, fundamentales para fertilizar las tierras de cultivo. Por esa razón los egipcios introdujeron un calendario solar -el primero conocido- que se impuso en la vida cotidiana, desplazando al otro al ámbito religioso.

El cómputo del tiempo fue objeto de la atención humana ya desde la prehistoria, dándose los pasos pioneros en el Mesolítico, aunque los calendarios propiamente dichos aparecieron en la Edad del Bronce. Fue en Mesopotamia, cuna de las civilizaciones, y más concretamente en Súmer, donde al fin y al cabo nació también la escritura. Pero todas las culturas del Creciente Fértil reglaron el tiempo a su manera, eso sí, con el elemento común de basarse en la Luna; unos empezaban el año con un cuarto creciente, otros seguían el criterio de las lunas llenas, etc.

Egipto no fue una excepción (descubrimientos recientes indican que adoptó elementos mesopotámicos en el cuarto milenio) y estableció el inicio del mes lunar el día en que ya no se podía ver la Luna menguante justo antes del amanecer. Dividía el mes en cuatro semanas, quedando reflejadas en cada una las fases lunares, pero no sabemos a qué hora consideraban los egipcios que empezaba el día, cuestión importante porque la acumulación de horas a lo largo de siglos llevaba a un desfase de más de una década que complica a los historiadores establecer las fechas con precisión. Así que hacía falta una alternativa más fiable, la solar. Si bien el calendario lunar continuó vigente hasta que llegaron los bizantinos y pusieron fin al politeísmo, lo hizo circunscrito al mundo ritual.

Representación de Nut, la diosa egipcia del cielo y las estrellas | foto Hans Bernhard en Wikimedia Commons

Para la vida civil se impuso el nuevo (no está claro cuándo, pero probablemente en torno al 2781 a.C.), cuya génesis resulta oscura y hay expertos que creen que debió desarrollarse a partir de un modelo primigenio mixto. Consistiría éste en intercalar treinta días cada dos o tres años, adaptando el calendario lunar y manteniendo el orto helíaco (primera aparición de una estrella en el horizonte) de Sirio (la estrella más luminosa vista desde la Tierra tras el Sol) en el mes duodécimo, generalmente coincidiendo con el solsticio de verano. Ante la falta de pruebas que demuestren dicha coexistencia, la existencia de un calendario lunisolar egipcio no pasa de ser una mera especulación; al menos en época temprana, ya que en el siglo II d.C. sí hay reseñado uno en un papiro escrito en demótico y con tema astronómico.

Retomando la cuestión, decíamos que el pueblo, mayoritariamente campesino, dependía del ciclo agrícola que determinaba el Nilo con sus crecidas, que se denominaban Hi Hapi (o Bahu). El cauce fluvial, alimentado habitualmente por las aguas procedentes del lago Victoria formando el Nilo Blanco (aparte estaba el Nilo Azul, cuyas fuentes están en Etiopía), se acrecentaba entre mayo y agosto por las lluvias del monzón africano, desbordándose cada año e inundando el valle. Ello generaba la primera de las tres estaciones anuales, la de Ajet («inundación»), que duraba de julio a noviembre. Ese tiempo sin nada que hacer era el que se aprovechaba para llevar a cabo las grandes construcciones arquitectónicas, como pasó con las pirámides; una forma de mantener a la población ocupada.

Después, las aguas se retiraban (Peret, «surgimiento») dejando el desheret («tierra roja» desértica) convertida en kemet, un limo negro muy fértil que permitía sembrar el trigo. Esa segunda estación se extendía desde noviembre hasta marzo y daba paso a la tercera, la de la cosecha (y el consiguiente pago de tributos), llamada Shemu, que transcurría entre marzo y julio. Todo este proceso se calculaba en un principio mediante nilómetros, que medían el nivel de las aguas. Hay constancia de registros periódicos ya a finales del tercer milenio a.C., durante el reinado de Dyer (tercer faraón de la dinastía I).

El orto helíaco de Sirio: mediada la primavera ,Sirio reaparece centelleando poco antes del amanecer en dirección Este (izquierda). A medida que el Sol se eleva y se aproxima el amanecer, su luz va extinguiendo la de Sirio, que rápidamente desaparece (derecha)/Imagen: Francisco Javier Blanco González en Wikimedia Commons

Obviamente, no tardó en descubrirse que ese ciclo del río se repetía cada 365 días, lo que indicaba que un calendario solar resultaría más práctico que el lunar. ¿Cuándo se introdujo exactamente? Las referencias más antiguas son del reinado de Shepseskaf, penúltimo de la dinastía IV (mediados del tercer milenio), aunque el testimonio más claro corresponde al de Neferirkara, tercero de la dinastía V, que subió al trono un par de décadas más tarde. Como decíamos, el calendario solar egipcio se basaba en el orto helíaco de Sirio, que coincidía más o menos con las fechas de inicio de la inundación.

Así, las tres estaciones se enmarcaban en un año de 365 días, repartidos en 12 meses de 30 días cada uno, agrupados éstos en tres decanatos (de 10 en 10). Había que sumarle lo que se conoce como mes intercalado, que en realidad no es un mes sino un pequeño período de cinco jornadas conocidas como Heru-Renpet («las que están por encima del año») o Mesut Necheru («del nacimiento de los dioses», dado que en ellas se festejaba el natalicio de las divinidades del ciclo religioso osiríaco, Osiris, Isis, Neftis Horus y Seth), que los griegos llamaban epagomenales. La referencia más antigua es una inscripción de la tumba de Nenanj, un funcionario de tiempos de Menkaura (Micerino); también aparecen en los Textos de las pirámides.

Detalle del calendario en relieve del templo de Kom Ombo mostrando los días epagomenales/Imagen: Ad Meskens en Wikimedia Commons

Los días epagómenos no constituían una novedad sino que ya se aplicaban en el calendario lunar, sólo que no de forma continua sino cada dos o tres años, los que hicieran falta para mantener el orto helíaco de Sirio en el cuarto mes del Shemu (recordemos, la estación de la cosecha). En ese calendario antiguo no constaban de cinco días sino de muchos más, hasta treinta. Como pasaba en la América prehispana, las epagomenales eran jornadas aciagas que obligaban al faraón a oficiar una ceremonia de apaciguamiento de Sejmet, la diosa de la guerra y la venganza, representada a menudo como leona.

Los doce meses verdaderos no recibieron nombre hasta el Imperio Nuevo y fue variando, al igual que pasó con la fecha que abría el año. También entonces, apunta una hipótesis, los días finales de cada decanato se pasaron a concebir como fines de semana -o sea, de descanso- para los artesanos reales, de igual manera que los cinco epagómenos también se dedicaban al reposo al coincidir con el final del año y terminar los trabajos de la cosecha. ¿Y cómo expresaban una fecha los egipcios? Pues al revés que nosotros ahora: primero decían el año, a continuación el mes y por último el día.

Decíamos que el calendario solar se estableció el día en que Sirio se levantó en su año nuevo (I Ajet 1), pero fue acumulando un desfase respecto al año trópico a causa de la falta de años bisiestos. Dicho desfase se debía a que el mencionado orto helíaco de la estrella Sirio -que determinaba el año nuevo, recordemos- se retrasaba un día por cada 365, lo que suponía que cada año duraba un cuarto de día más. Por alguna razón desconocida, probablemente religiosa, ese extra no se cuantificaba, de modo que la coincidencia entre el calendario y la salida de Sirio se daba únicamente cada mil cuatrocientos sesenta años, en lo que se conoce como ciclo sotíaco (en referencia a Sotis, nombre griego de la diosa Sopdet, que era la personificación de Sirio).

Reproducción del fragmento de la estela que contiene el Decreto de Canopo/Imagen: Wikimedia Commons

Esto obliga a los egiptólogos a recurrir a una corrección en los cálculos cuando quieren fijar la fecha de un hecho histórico del Antiguo Egipto, para lo cual toman como referencia algún texto donde se documente la observación del orto de Sirio en un año de reinado del faraón que corresponda. Eso sí, teniendo en cuenta una excepción, ya que en el 237 a.C. se introdujo por fin una reforma en ese sentido: el Decreto de Canopo. Se trata de una estela descubierta en la ciudad homónima que trata varios temas, siendo uno de ellos la introducción de un día extra cada cuatro años sumado al último epagómeno, con lo que se creó de facto el año bisiesto.

La medida tuvo lugar ya en época ptolemaica, cuando el país estaba gobernado por la dinastía lágida macedonia, que lo recibió en el reparto posterior a la muerte de su conquistador, Alejandro Magno. De hecho, Ptolomeo III ordenó que el día extra tuviera un carácter sagrado, en honor suyo y de su esposa como hijos de Nut, la diosa del cielo y las estrellas. La reforma no tuvo éxito en Egipto ante la oposición de la clase sacerdotal y el recelo del propio pueblo, pero la idea sería retomada por el astrónomo Sosígenes de Alejandría cuando hizo el calendario juliano en el 22 a.C.

Los nombres de las estaciones y los meses egipcios | foto Wikipedia

El calendario juliano se llama así porque fue Julio César quien lo impulsó en el 46 a.C. Sin embargo, no salió tan bien como era de esperar; dos años después de Sosígenes, los sacerdotes romanos cometieron el error de reducir el día extra a cada trío de años en vez de cuatro, lo que obligó a hacer un nuevo reajuste en el 8 d.C. por orden de Augusto. Ahora bien, ese nuevo calendario (en realidad el solar egipcio retocado) seguía siendo inexacto porque calculaba la duración del año en 365,25 días, cuando el tiempo correcto es 365 días, 5 horas, 48 minutos y 45,10 segundos. Cosas de las limitaciones tecnológicas.

El caso es que la acumulación hizo que cada año durase once minutos más que, sumados siglo tras siglo, dieron lugar a otro desfase. El Concilio de Nicea, celebrado en el 325 d.C., trató de corregirlo, pero lo hizo errando al fijar la fecha de la Pascua. En 1515, sabios de la Universidad de Salamanca dieron la alerta y en 1582, cuando la disparidad alcanzó diez días, el papa Gregorio XIII encargó a una comisión de astrónomos la misión de solucionarlo de una vez por todas.

Aunque todavía habría arreglos posteriores, fue el nacimiento del calendario gregoriano, que seguimos usando hoy en Occidente. En cambio, los campesinos egipcios y los cristianos coptos y etíopes continúan utilizando el juliano; o sea, el de la época faraónica mejorado.


Fuentes

José Lull García, La astronomía en el Antiguo Egipto | Azael Varas, Breve historia del Antiguo Egipto | Leo Depuydt, Civil calendar and lunar calendar in Ancient Egypt | Richard Anthony Parker, The calendars of Ancient Egypt | Francisco López, El calendario egipcio (en egiptología.org) | Federico Lara Peinado, Una tablilla del faraón Djer con calendario | Wikipedia


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