Antiguo Egipto

La justicia del faraón en el Antiguo Egipto

Escenas de la tumba de Menna, alto funcionario de Tutmosis IV, en la necrópolis tebana de Gurna. En la escena superior, un hombre parece aplicar una especie de ungüento a unos oficiales. En la inferior, un hombre tumbado en el suelo recibe una tanda de bastonazos, posiblemente por faltar a sus obligaciones fiscales.

FOTO: AKG / Album

Cuando el rey Hammurabi de Babilonia promulgó su famoso código hacia el año 1752 a.C., en Egipto no había nada parecido. A diferencia de lo que sucedía en la civilización mesopotámica, donde la legislación real abarcaba los diferentes aspectos de la vida cotidiana, los faraones sólo emitieron decretos sobre materias particulares, como el que promulgó Neferirkare Kakai, de la dinastía V, que concedía exenciones fiscales a un pequeño templo en Abydos. El primer código legal egipcio que conocemos no apareció hasta 715 a.C., en tiempos de la dinastía XXIV; fue obra del faraón Bocchoris, que incluyó en su texto la abolición de la servidumbre por deudas. Sin embargo, esto no significa que en Egipto reinase la anarquía. Lo que existía era un derecho consuetudinario: un conjunto de prácticas, costumbres y usos nacidos de la voluntad popular que se transmitían de un modo oral y acabaron adquiriendo rango de ley.

Una de las fuentes más valiosas para conocer el funcionamiento de la justicia en el mundo faraónico se encuentra en la orilla occidental del Nilo: es el antiguo poblado de Deir el-Medina, donde vivían los obreros encargados de la construcción de las tumbas de los faraones del Imperio Nuevo (1552-1069 a.C.), que tenían su capital en la ciudad de Tebas, situada en la orilla opuesta.

Los delitos más comunes eran muy parecidos a los actuales: altercados, peleas vecinales, malversación, robo y violencia

En Deir el-Medina se han encontrado hasta 284 textos con contenido jurídico escritos en papiros y ostraca (fragmentos de piedra o cerámica sobre los que se escribía). En ellos se da cuenta de numerosos conflictos juzgados en la misma localidad: altercados, disputas entre vecinos, malversaciones, robos y diversos episodios de violencia e intimidación. Según estos documentos, los litigios eran resueltos a través de dos órganos judiciales que tenían su sede en el mismo poblado: el oráculo del faraón Amenhotep I y el tribunal local o kenbet.

Panorámica de Deir el-Medina, donde vivían los artesanos que construyeron las tumbas del Valle de los Reyes. De este lugar proviene el mayor volumen de información sobre el funcionamiento de la justicia faraónica.

Panorámica de Deir el-Medina, donde vivían los artesanos que construyeron las tumbas del Valle de los Reyes. De este lugar proviene el mayor volumen de información sobre el funcionamiento de la justicia faraónica.

FOTO: AGE Fotostock

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El veredicto divino

El oráculo era una estatua en la que se consideraba que residía el faraón Amenhotep I divinizado, al que de este modo los habitantes de Deir el-Medina podían consultar sobre cualquier tema. A veces se le hacían preguntas sobre cuestiones banales de la vida cotidiana, como «¿será mañana un buen día para construir una casa?» o «¿me quedaré emba- razada este mes?». Pero en otras ocasiones las preguntas se referían a conflictos entre vecinos: «¿Ineni cogió sin permiso un cazo a su vecino?», «¿es mío este objeto?», «¿lo ha robado un hombre del poblado?»...

El oráculo de Amenhotep I era consultado durante las procesiones, en los días de fiesta, en medio de un enorme gentío que se congregaba para escuchar a los litigantes. La consulta, que tenía lugar a cielo abierto, seguía un procedimiento sencillo. La imagen de la divinidad se transportaba sobre una silla de mano que cargaban a hombros ocho sacerdotes wab, encargados de las ceremonias de purificación –estos eran, de hecho, trabajadores ordinarios que servían como oficiantes laicos en su tiempo libre–. Los querellantes formulaban entonces sus preguntas y las respuestas debían ser inequívocas, a menudo un «sí» o un «no» que se manifestaban con el movimiento de la estatua: si ésta se desplazaba hacia delante, la respuesta era positiva, y si se desplazaba hacia atrás era negativa. Otras veces, la estatua respondía temblando o acuclillándose.

Este relieve representa a Maat, diosa de la justicia y el orden, como una mujer tocada con una pluma de avestruz. Esta pluma servía de contrapeso al corazón del difunto en el juicio de Osiris, para valorar sus acciones.

Este relieve representa a Maat, diosa de la justicia y el orden, como una mujer tocada con una pluma de avestruz. Esta pluma servía de contrapeso al corazón del difunto en el juicio de Osiris, para valorar sus acciones.

FOTO: Scala, Firenze

A juzgar por algunas pinturas murales, alrededor de la imagen del dios se situaba una multitud entusiasta de hombres y mujeres que cantaban, bailaban, tocaban tambores y agitaban unos instrumentos musicales llamados sistros, quizá para celebrar la sabiduría del veredicto. Si al dios se le preguntaba por la identidad de un ladrón (¿quién ha robado el lino o el grano del almacén?), se leía en voz alta la lista de los nombres de los acusados, o de los habitantes de toda la aldea, y a una señal dada por la estatua al escuchar uno de los nombres (por ejemplo, un temblor), la pena recaía en aquél, según indica el Papiro 10.335 del Museo Británico.

Este papiro documenta un caso que se llevó ante el oráculo. El acusado mantuvo su inocencia a pesar del veredicto acusatorio del dios, pero cuando dos oráculos más lo declararon culpable, sus propios partidarios se volvieron contra él y fue golpeado hasta que confesó sus crímenes. Así pues, cuando los oráculos convencieron a los espectadores de la culpabilidad del hombre, éste fue castigado en el acto.

Además de la justicia impartida mediante el oráculo, existía otra que seguía un procedimiento parecido al de nuestros jurados populares: la que administraba el kenbet o «tribunal secular», formado por personas respetables del poblado y que se ocupaba de temas civiles como impagos de bienes o servicios, disputas y riñas entre vecinos, robos menores, injurias y calumnias...

Para el campesino, no pagar sus impuestos tenía graves consecuencias, como vemos en este relieve de la tumba de Mereruka, en Saqqara, donde un campesino es apaleado por no pagar los impuestos debidos.

Para el campesino, no pagar sus impuestos tenía graves consecuencias, como vemos en este relieve de la tumba de Mereruka, en Saqqara, donde un campesino es apaleado por no pagar los impuestos debidos.

FOTO: Bridgeman / ACI

El kenbet era una especie de tribunal popular que dirimía toda clase de casos, excepto los más graves

Los textos se refieren a su constitución de la siguiente manera: «Kenbet del día formado por...», tras lo que sigue una lista de nombres con su cargo profesional. Entre sus miembros aparecen tanto hombres como mujeres, aunque siempre había muchos más varones. El número de jurados variaba de una sesión a otra: se han documentado kenbets formados por cinco personas, ocho, trece...

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En Egipto no existían las demandas judiciales como las entendemos hoy en día, pero se han conservado algunos juicios que nos permiten seguir el procedimiento. Todos empiezan con el juramento que el litigante hacía delante de testigos. El que mentía al jurar cometía un gran pecado: poner al faraón o al dios Amón por testigo de una falsedad era una grave injuria, castigada con la pena de muerte. A continuación, el kenbet escuchaba las quejas y luego dictaba su veredicto, aunque ignoramos el sistema de votación que utilizaban sus miembros. La gran mayoría de casos se llevaban ante el kenbet en fin de semana –en Egipto, las semanas constaban de diez días, de los que se trabajaba ocho– o durante las festividades locales. ¡El trabajo en la tumba del faraón no se podía interrumpir jamás!

El kenbet dirimía todo tipo de casos, como el de una mujer que denunció el maltrato físico recibido por parte de su marido. Desconocemos la sentencia que recayó sobre ese hombre, pero está claro que se trata de un caso de violencia de género. En contraposición, también hubo el caso de un hombre que denunció a su mujer ante el kenbet alegando que no le había cuidado lo suficientemente bien mientras estaba enfermo. Algunos casos tenían que ver con los «contratos de alquiler de asnos». Estos animales se alquilaban para realizar cualquier tipo de trabajo, como acarrear agua o leña o transportar personas. La tarifa era alta –tres sacos de grano de trigo por mes– y parece ser que en más de una ocasión el arrendatario no pagaba o no alimentaba al asno durante su uso. Otras veces era el arrendador –el propietario del asno– quien proporcionaba un animal enfermo que moría al poco de estar con el arrendatario, lo que permitía al primero reclamar un animal joven para resarcirse de la pérdida.

En el primer pilono de entrada del templo de Ramsés III se representa la típica escena en la que el faraón agarra por los cabellos a los enemigos de Egipto para restablecer la maat u orden universal.

En el primer pilono de entrada del templo de Ramsés III se representa la típica escena en la que el faraón agarra por los cabellos a los enemigos de Egipto para restablecer la maat u orden universal.

FOTO: Julian Love / AWL-Images

Un espectáculo público

Al kenbet también se llevaron algunos «casos criminales», en su mayoría robos de bienes del Estado. Cuando sucedía esto, el jurado popular lo formaban miembros de mayor categoría social, como escribas del visir de Tebas o jefes de policía. En uno de estos casos, la demandada es una mujer llamada Heria, a quien se acusó inicialmente de haber robado una copa de propiedad privada. El caso no habría tenido mayor relevancia si, ante la negativa de Heria a admitir el robo, el kenbet no hubiera ordenado registrar su casa, donde además de la mencionada copa se hallaron unos bienes del templo de Amón que habían desaparecido tiempo atrás y que nadie había encontrado. Heria siguió negando que fuera una ladrona, pero el kenbet la declaró culpable y acto seguido se traspasó el caso al visir. De hecho, conocemos el «caso Heria»por la copia de una carta que el escriba del kenbet envió al visir, en la que le advierte: «Heria es una gran farsante digna de morir».

Las sesiones del kenbet se celebraban al aire libre y tenían carácter público, es decir, asistía quien quería y estaba interesado. En una época en la que había pocas
formas de entretenerse, los habitantes de Deir el-Medina debieron de disfrutar mucho con un buen caso llevado ante el kenbet. Los juicios empezaban cuando los miembros del kenbet se reunían y escuchaban las quejas de un litigante contra otro. Las penas iban desde multas y advertencias de que no se repitieran los hechos (con una leve amonestación) hasta castigos corporales que en los casos más graves incluían el apaleamiento.

La justicia del visir

El kenbet no podía resolver los casos de delitos más graves, que acarreaban penas de prisión, trabajos forzados, mutilaciones o muerte, y tampoco podía conceder indultos. Todo esto era competencia del visir, el «primer ministro» del faraón, que residía en la corte. El kenbet juzgaba primero estos hechos en Deir el-Medina, y si el consejo de sabios concluía que el acusado era culpable se trasladaba el caso al visir para que se volviera a juzgar y se dictara la pena. Llevar un caso ante el visir de Egipto suponía llegar a la última instancia judicial, el equivalente a un tribunal supremo.

Santuario del dios Amón en Karnak, en la orilla oriental de Tebas. En este lugar se juzgaron casos de robos de tumbas reales, y en algunos de sus muros se inscribieron textos jurídicos y decretos.

Santuario del dios Amón en Karnak, en la orilla oriental de Tebas. En este lugar se juzgaron casos de robos de tumbas reales, y en algunos de sus muros se inscribieron textos jurídicos y decretos.

FOTO: Kenneth Garrett / Scala, Firenze

Conocemos uno de los casos que el kenbet pasó al visir. El acusado, un tal Paneb, se enfrentaba a una larga lista de cargos que se documentan en el Papiro Salt 124, hoy en el Museo Británico. La demanda fue interpuesta por Amonnakht, un trabajador de Deir el-Medina que guardaba un amargo rencor contra Paneb por haberle arrebatado el puesto de contramaestre. Los cargos que se le imputaban incluían hurto, robo de tumbas, amenazas de muerte, soborno al antiguo visir, apropiación indebida de herramientas del gobierno egipcio para uso propio, comportamiento tiránico contra los habitantes del poblado, violaciones, blasfemia contra los dioses y asesinato.

El visir juzgaba los casos más graves, como robos de tumbas o atentar contra la figura del faraón

¿Se consideraron fundadas las acusaciones contra Paneb? Por desgracia nunca lo sabremos, ya que no se ha conservado la sentencia dictada por el visir. Por esta razón tampoco conocemos el destino final del reo. Si los delitos quedaron probados, se le debió de aplicar la pena de muerte según establecía la ley egipcia. En este caso, le habrían obligado a ingerir un veneno mortal o bien lo habrían empalado.

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No sabemos hasta qué punto la pena de muerte era habitual, aunque lo cierto es que a los faraones se les aconsejaba moderación a la hora de aplicarla. Por ejemplo, durante la dinastía X el faraón Khety recordaba a su hijo: «Actúa con justicia, para que perdures sobre la tierra. [...]. Evita castigar equivocadamente. No golpees a nadie con el cuchillo; no hay en ello beneficio para ti. Debes castigar pegando y encarcelando, de este modo toda la tierra estará ordenada, excepto para el rebelde cuyos planes se descubren. Dios conoce al desafecto y Dios castiga su pecado con sangre». Los castigos recomendados eran, pues, los azotes y la reclusión. Otra pena de la que hay constancia es el trabajo forzado en canteras o minas.

Como manifestaba Khety en el pasaje citado, a quienes no se dudaba en castigar con la muerte era a los que se rebelaban contra el faraón. Así sucedió en el célebre episodio de la conspiración contra Ramsés III, monarca de la dinastía XX, que se desarrolló en el interior del harén y concluyó con el asesinato del rey en oscuras circunstancias. El Papiro jurídico de Turín da cumplida información sobre el proceso y la condena de los participantes en la conjura, entre los que se contaban militares, funcionarios y empleados palaciegos, personas todas muy próximas al faraón. Pero quien ideó el magnicidio fue la reina Tiyi, con el objetivo de entronizar a su hijo, que había sido apartado de la sucesión real. El proceso fue sencillo: se convocó a los acusados ante el tribunal, se los declaró culpables y se les aplicó la pena, consistente en mutilaciones y la muerte. Durante el proceso hubo un es- cándalo por la complicidad de los acusados con algunos jueces, que fueron condenados de inmediato. En Egipto, la maat –la justicia– podía ser implacable con todo el mundo, incluyendo a sus servidores descarriados.

Para saber más

Instituciones de Egipto. G. Husson y D. Valbelle. Cátedra, Madrid, 1998.

Textos para la historia antigua de Egipto. J. M. Serrano Delgado. Cátedra, Madrid, 1994.

Juez de Egipto (trilogía). Christian Jacq. Planeta, Barcelona, 2002.