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Prim

Benito Pérez Galdós





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ArribaAbajo- I -

El primogénito de Santiago Ibero y de Gracia, la señorita menor de Castro-Amézaga, fue desde su niñez un caso inaudito de voluntad indómita y de fiera energía. Contaban que a su nodriza no tenía ningún respeto, y que la martirizaba con pellizcos, mordeduras y pataditas; decían también que le destetaron con jamón crudo y vino rancio. Pero estas son necias y vulgares hablillas que la historia recoge, sin otro fin que adornar pintorescamente el fondo de sus cuadros con las tintas chillonas de la opinión. Lo que sí resultaba probado es que en sus primeros juegos de muchacho fue Santiaguito impetuoso y de audaz acometimiento. Si sus padres le retenían en casa, lindamente se escabullía por cualquier ventana o tragaluz, corriendo a la diversión soldadesca con los chicos del pueblo. Capitán era siempre; a todos pegaba; a los más rebeldes metía pronto y duramente dentro del   —6→   puño de su infantil autoridad. Ante él y la banda que le seguía, temblaban los vecinos en sus casas; temblaba la fruta en el frondoso arbolado de las huertas. La vagancia infantil se engrandecía, se virilizaba, adquiriendo el carácter y honores de bandolerismo.

Desvivíanse los padres por apartar al chico de aquella gandulería desenfrenada, y aplicarle a las enseñanzas que habían de poner en cultivo su salvaje entendimiento; pero a duras penas lograron que aprendiese a leer de corrido, a escribir de plumada gorda, y a contar sin valerse de los dedos. Y aunque en todo estudio manifestaba despejo y fácil asimilación, el apego instintivo a la vida correntona y a los azares de la braveza dificultaba en su rudo caletre la entrada de los conocimientos.

No concordaban los padres en el mejor método para enderezar el alma torcida de Santiago, desacuerdo que provenía de la distinta naturaleza y gustos de uno y otro. Gracia, que en su marido amaba al hombre fuerte y violento, no quería privar al chico de las cualidades más relacionadas con la virilidad. El padre, que amó en su esposa la delicadeza y la ternura, quería que también su hijo fuese tierno y delicado, cualidades que, transmitidas por la madre a la descendencia masculina, habían de ser mansedumbre, sensatez y aplicación a toda suerte de estudios. Más conspicua que los hombres y siempre soberana, la Naturaleza hizo   —7→   al hijo semejante al padre, que en su mocedad y en aquellos mismos lugares había sido de la piel del demonio. Gracia y la Naturaleza estaban en lo cierto. El hijo segundo, Fernandito, modoso, cosido siempre a las faldas de la mamá, parecía cortadito para la carrera eclesiástica, y la niña Demetria, de opulenta complexión sanguínea, morenucha, saltona, los ojos como centellas, venía sin duda al mundo para dar de sí una vigorosa empolladura de Iberos bien bragados. El genio criador de la raza mira siempre por sus criaturas.

No había cumplido el Ibero pequeño diez y ocho años, cuando fue acometido de terribles calenturas que le pusieron a dos dedos de la muerte. De milagro se salvó, quedando su naturaleza tan destrozada por los efectos del veneno tífico, que se le perdió toda la bravura. Con su voluntad desmayó su memoria, y, olvidado de haber sido león, vegetaba ceñudo y perezoso como un perro inválido que ha olvidado hasta los rudimentos del ladrido. Se pasaba los días enteros sin hablar palabra, y su mirada vagaba incierta por semblantes y cosas, no poniendo más interés en lo vivo que en lo inanimado. Como este lastimoso estupor se prolongara meses después de la convalecencia, y además sobreviniesen estados transitorios de inquietud, en los que el pobre mancebo echaba de su boca expresiones disparatadas e incongruentes, determinaron los padres llamar a consulta a los profesores facultativos   —8→   de más crédito en aquellos contornos.

El jubileo de médicos animó por cuatro días las calles de Samaniego, y avivó el chismorreo de las ancianas que hilaban a prima noche en los poyos de las cocinas. Los doctores de Oyón y de La Guardia opinaron que Santiaguito estaba tonto, y que para traerle a la discreción no había mejor tratamiento que los baños de mar. Los sabios de Vitoria y Salvatierra calificaron de locura la enfermedad, aconsejando el aislamiento, si no en casa de orates, en un lugar de montaña recogido y salubre. Estos y otros pareceres colmaron las dudas y confusión de los afligidos padres. Por fortuna, se les metió por las puertas, en los días de la consulta, don Tadeo Baranda, eclesiástico, primo carnal de Santiago Ibero por parte de madre, varón sesudo, leído, verboso, que presumía de poseer acción rapidísima para juzgar y resolver todas las dificultades. Si grata era siempre la visita del primo, en aquella sazón vino el tal como caído del cielo; y la solución que propuso a los padres del chico fue tan del gusto de estos, que al punto la hicieron suya, y previnieron lo preciso para realizarla sin demora. Harto sencillo y elemental era el plan curativo de don Tadeo: llevarse consigo al pobre loquinario, tontaina o lo que fuese. Con una temporadita de verano y otoño en la plácida residencia patriarcal que el buen señor poseía en la histórica ciudad de Nájera, quedaría el bobito   —9→   bien reparado del caletre y con más talento que Salomón.

Era el don Tadeo capellán mayor de Santa María, rico por su casa, como heredero del cura de Paganos, don Matías Baranda. Su vida era honesta y cómoda, feliz aleación de virtudes y riqueza; daba al trato social tanto como a Dios o poco menos; comía casi siempre con amigos; ponía especial esmero en sortear las disputas políticas y religiosas, y con esto y su buena mesa logró ser bienquisto de liberales y estimado de facciosos; salía de caza con buen tiempo, y el malo reservábalo para la lectura; hacía el reparto de estas dos nobles aficiones con tal escrúpulo, que el hombre se ilustraba más cuantos más días de lluvia viniesen en el año. Su biblioteca era escogida, de libros graves y profanos, prevaleciendo los de historia, con algo de poesía, poco de novela, y tal cual centón enciclopédico de los que suministran fáciles toques de sabiduría. Lo primero que hizo con el pobre chico de cuya cura se había encargado fue someterle, por vía de prueba, a las dos aficiones de caza y lectura, para observar cuál de las dos conquistaba más intensamente el ánimo del enfermo.

Empezó Santiaguín por tomar muy a gusto los trajines de caza y pesca. Pero vino temporal frío y húmedo, y don Tadeo metió al sobrino en la biblioteca. Cautivado desde el primer día por la lectura, en ella zambulló su atención tan locamente, que no había   —10→   medio de sacarle del mar hondo de las letras de molde. Pensó Baranda, viéndole tan aplicado, que por allí vendría la salud de la mollera, y no puso límites al atracón de lectura. Él a echarle libros y más libros, historias y más historias, y el enfermo a devorarlo todo sin hartarse jamás. La Conquista de Méjico, referida con retórica pompa y adorno por Solís, colmó el entusiasmo de Santiaguito, que no contento con leerla una vez, le dio segunda y tercera pasada, y aun se aprendió de memoria alguna de las infladas arengas que en aquel libro, como en otros de su clase y estilo, tanto abundan.

El cerebro del joven, que ya venía recalentado con las Guerras civiles de Granada, de Hita; con la Expedición de catalanes y aragoneses, por Moncada, y otras historias o fábulas de extranjeros y nacionales a cual más seductora, llegó a encenderse hasta el rojo con las increíbles hazañas de Hernán Cortés, y de ensueño en ensueño, o de locura en locura, acabó por la de querer imitarlas o reproducirlas en nuestro tiempo.

Clavose esta idea en el pensamiento de Iberito y su orgullo la remachó. Los extraordinarios sucesos de la Conquista le fueron tan familiares como si los hubiese visto; reproducía los incidentes de la rivalidad con Diego Velázquez, las épicas acciones de guerra en el río de Tabasco, la llegada a San Juan de Ulúa, la quemazón de las naves, la tenaz lucha contra los hombres y la Naturaleza, ya penetrando montes arriba,   —11→   ya revolviéndose contra Pánfilo Narváez; las guerras y paces con Moctezuma, las peleas en las lagunas, y todo lo demás de aquel poema más hermoso en la realidad que en el espejo que llamamos Historia. Con memoria feliz retenía descripciones, retratos, y hasta las arengas, singularmente aquella con que responde Cortés a la de Moctezuma en este emperifollado estilo académico: «Después, señor, de rendiros las gracias por la suma benignidad con que permitís vuestros oídos a nuestra embajada, debo deciros...» y por aquí seguía endilgando sutiles conceptos, verbigracia: «Mortales somos también los españoles, aunque más valerosos y de mayor entendimiento que vuestros vasallos, por haber nacido en otro clima de más robustas influencias... Los animales que nos obedecen no son como vuestros venados, porque tienen mayor nobleza y ferocidad; brutos inclinados a la guerra, que saben aspirar con alguna especie de ambición a la gloria de su dueño... El fuego de nuestras armas es obra natural de la industria humana, sin que tenga parte alguna en su producción esa facultad que profesan vuestros magos, ciencia entre nosotros abominable, y digna de mayor desprecio que la misma ignorancia...».

Por estos espacios navegaba el buen Santiaguito, cuando una noche del mes de Octubre, en la tertulia de su tío, a que solían concurrir los vecinos más calificados de la población, oyó decir que el Gobierno de Isabel   —12→   II aprestaba soldados y pertrechos para enviarlos a Méjico, y que aquella brava milicia iría bajo el mando del general Prim, cuyas hazañas se le habían metido en el corazón al pueblo español. Cada uno de aquellos señores conspicuos expresó su parecer sobre la expedición, sin que ninguno acertara con la finalidad de ella, hasta que el insigne don Tadeo, que era el oráculo de Nájera por su ciencia y penetración, y el definidor de todas las cuestiones, soltó una tosecilla, limpió el gaznate, y ante el solemne silencio y expectación de los circunstantes, soltó este sibilítico discurso: «Desde que oí el anuncio del envío de estas tropas y máquinas de guerra a la parte de América que llamamos Nueva España, le calé la intención a O'Donnell, la cual no puede ser otra que emprender la reconquista de aquellos estados de Tierra Firme para volverlos al dominio de nuestra Patria, que así, poquito a poco, a esta quiero, a esta no quiero, será otra vez señora de todas las Américas... Claro que ni O'Donnell ni los ministros dicen que esta encomienda lleva Prim a Méjico: deben callarla, o echar a vuelo cualquier mentira para capotear a las Potencias... que siempre han de salir con algún enredo, metiéndose en lo que no les importa... Este es mi parecer... idea mía, que hemos de ver confirmada si Dios nos da vida y salud... El general Prim llevará, con el mando del ejército, el nombramiento de Adelantado de aquella comarca, para gobernarla   —13→   conforme la vaya conquistando... ¿No les parece que veo largo? ¿Tengo yo buen ojo, amigos?... Idea que a mí me escarbe entre cejas, no falla...».

La idea de Baranda, admitida y apoyada por los conspicuos, hubo de rematar el disloque de Iberito, que se pasó la noche en vela, voltejeando parte de ella en su cuarto, y el resto, hasta el amanecer, en la huerta, entre perales, cerezos y manzanos. Toda la lógica del mundo se condensaba en este pensamiento: «Es mi deber presentarme al general Prim y pedirle que me lleve como soldado a la conquista de Méjico, o como corneta de órdenes. Lo mismo puedo ir de cocinero que de mozo de acémilas; y una vez en aquella tierra, ya me abriré camino para poner mi nombre a la altura de los que más alto suban al lado del de Prim». Creía que todo el tiempo que tardase en poner en ejecución tan atrevido pensamiento, estarían suspensas o quebrantadas las leyes del universo. Su destino, que hasta entonces había sido un obscuro acertijo, estaba ya bien claro. Dios y la Naturaleza murmuraban en su oído: «Corre; no te detengas... ¿No ves al término de España una llanura sin fin entre azul y verde? Es el Océano ¿No distingues de la otra parte nuevas tierras? Es la inocente América. ¿Ves una figura de matrona que en las rocas traza inseguras rayas con un punzón?... Es la Historia, que ya está aprendiendo a escribir tu nombre».   —14→   Pensó Iberito al día siguiente que si consultaba sus planes con don Tadeo Baranda y le pedía licencia para realizarlos, el buen cura soltaría la carcajada, y tomaría inmediatamente la llave del desván para encerrarle. No mil veces: a don Tadeo ni palabra. Con la intención tan sólo le diría: Llevad vos la capa al coro; yo el pendón a las batallas.

Dicho y hecho: llegada la noche, aguardó Iberito la hora en que todos dormían, y por la puerta falsa del corral salió a un campo que no era el de Montiel, pero sí pariente suyo. Era el campo de la memorable batalla de Nájera, en que don Pedro I de Castilla derrotó a su hermano don Enrique.




ArribaAbajo- II -

Mientras duró la noche y en las primeras horas del día, anduvo Iberito con vivo paso, deseando ganar toda la distancia posible antes que los criados del cura saliesen a capturarle. Con tino estratégico abandonó el valle del Najerilla, pasándose a un afluente de este río. Hizo su primer descanso a la vista de San Millán de la Cogulla, y de allí tiró hacia los montes, por donde a su parecer podría pasar a tierras de Soria. Algún dinero llevaba, casi todo lo que le había   —15→   dado su madre al salir de Samaniego, y cuidó de ocultarlo distribuyendo las monedas en distintos huecos de su ropa y en el propio calzado. Por única arma llevaba un cuchillo de monte que sustrajo en la armería cinegética de don Tadeo, y con esto y el corto caudal, y su animoso corazón que se creía suficiente para salir airoso en cuantos percances pudieran ocurrirle, iba tan contento y tranquilo como si consigo llevara un ejército. En su esforzada voluntad y en sus altas ambiciones verdaderamente lo llevaba.

No contó Iberito con el riguroso clima que había de oponerle no pocos obstáculos de hielos y nieves al acometer el paso de la divisoria por los puertos de Piqueras o de Santa Inés. Pero todo lo vencían su intrépida confianza y el mismo desconocimiento de las dificultades del paso. Conducido por los ángeles que amparan la inocencia, franqueó los montes, atravesó extensos pinares sin el menor desmayo de su vigor físico, descansó en compañía de pastores y carboneros, con los cuales sostuvo amenas y candorosas pláticas, y al descender por ásperos vericuetos al valle del Duero, después de tres jornadas que para otro menos entusiasta habrían sido fatigosas, llegó a las puertas de Soria, pasando de largo por miedo al encuentro de los parientes de su padre que en aquella ciudad vivían.

Siguió hacia el Sur por senderos de herradura, y al día siguiente de su paso por   —16→   Soria, encontró a unos caminantes que llevaban dos recuas de yeguas y mulas cargadas de lana. Entablada conversación, invitáronle los trajineros a que cabalgase un buen trecho entre sacas de lana, y él aceptó gustoso, porque iba ya medio derrengado del continuo caminar. Abría la marcha una yegua corpulenta que llevaba un gran campano colgado del pescuezo, y tras ella las demás caballerías, atado el ramal de cada una en la cola de la delantera. Era la procesión pausada, pintoresca, y los pasos de las bestias marcaban el compás lento del esquilón de la yegua que guiaba. Los trajineros obsequiaron a Iberito con pan negro y chorizo, que fue para él sabroso desayuno. Le amaneció comiendo en grata conversación con la buena gente, y agradeció lo indecible aquel alivio de sus piernas y el reparo de su estómago. Dijéronle los caminantes que iban al mercado de Almazán a vender una partida de lana, y el pobre joven callaba, tiritando de frío y de hambre, pues el corto desayuno que le dieron, antes le aumentaba que le disminuía el bárbaro apetito que traía de las cumbres.

No se alegró poco el inocente aventurero cuando vio próxima la gran villa de Almazán, cercada de murallas, coronada de románicas torres. La yegua delantera penetró por una de las arcadas puertas que daban ingreso a la villa, y avivando el sonido de su esquilón llegó a una extensa plaza, casi totalmente invadida ya por la muchedumbre   —17→   campesina que al mercado concurría. Más que en admirar la variedad de especies que en grupos y montones ocupaban la plaza, granos, frutas, pucheros, leña, carbón, enjalmas, quesos, recoba y utensilios de labranza, ocupose Iberito en buscar albergue y comida. Encamináronle a un mesón cercano a la plaza, y como no inspirara gran confianza por su cara juvenil y el deterioro de su ropa de señorito, desenvainó un duro, y puesto en la mano de la posadera, no fue menester más para que le prepararan un platado de huevos y jamón frito con acompañamiento de vinazo y de pan sin tasa. Atracose el muchacho hasta dar a su cuerpo la reparación conveniente, y luego salió a ver el pueblo y a comprar calzado fuerte y una manta o bufanda de camino, con lo que quedó tan bien arranchado que no se cambiaría por un rey.

Nada le ocurrió en la villa que merezca mención, como no sea un altercado en que se revelaron y surgieron de súbito los ímpetus anteriores a su enfermedad. Hallábase el hombre, por la noche, en la anchurosa cocina del mesón, donde algunos huéspedes, trajinantes y labradores, después de bien comidos y aún no bastante bebidos, jugaban al mus, mientras otros, entre jarros de vino, charloteaban con tanta viveza, que la conversación parecía disputa, y la disputa encarnizada riña. En aquellos rudos caracteres, el lenguaje hervía siempre, como el mosto recién sacado de las uvas exprimidas.   —18→   En el grupo más animado, donde se bebía más que jugaba, pasaron de las cuestioncillas de campanario a las provinciales, y de estas a las generales o políticas. Iberito, que dormitaba en un rincón, se despabiló en cuanto percibieron sus oídos rumor de cosas públicas.

Despotricaron aquellos bárbaros sin miramiento a persona alguna de las más encumbradas. Un zanganote montuno, negro como el carbón que acarreaba de los pinares, dijo que O'Donnell era un tal y un cual, y que estaba compinchado con La Patrocinio para el mangoneo en toda la Nación; un gordo sanguíneo aseguró que si la Reina no llamaba otra vez a Espartero, no acabaría sus días en el trono; y un tercero, cuya voz gargajosa y facha de sayón de los pasos de Semana Santa componían el tipo del pesimista siniestro, echó de sus labios cárdenos, donde tenía pegada una fética colilla, todo el amargor de la opinión recogida en los pueblos míseros. Ni grandes ni pequeños, ni liberales ni moderados se libraron de su sátira rencorosa. Los vicálvaros eran unos pillastres, que se estaban enriqueciendo con los bienes que fueron del sacerdocio; los del Progreso ladraban de hambre y querían el Poder para llenar la pandorga; la Reina era... mujer, con lo que se decía bastante... Las mujeres sirven para todo, menos para reinar. Habló luego de la maldita invención de los ferroscarriles, que significaban la miseria de toda la carretería.   —19→   La guerra de África no había sido más que un engaña-bobos: O'Donnell volvió de ella con las manos en la cabeza; todas las hazañas que se contaban eran filfa; lo de Tetuán habría sido un desastre si no hubieran comprado a peso de oro la retirada de Muley Abbas; lo de los Castillejos no fue más que una comedia indecente, pues ni hubo los aprietos que decían, ni Prim había hecho más que sacrificar soldados, quedándose él en lugar seguro, haciendo el figurón. Ni era valiente, ni servía más que para intrigar, como lo demostró en los tratos que tuvo con Ortega para traer de Rey a Carlos VI...

No bien oyó Iberito el nombre de su ídolo, sacado a colación con tanta ignominia, se levantó de su asiento con la pausa y aplomo de un valor sereno, y engallándose ante el procaz hablador, le echó esta rociada: «Caballero, quiero decir, caballo, lo que ha dicho usted del general Prim es una coz, y aunque a las coces no se contesta con palabras, yo, por respeto a la concurrencia, con palabras de mi boca le digo que a la gloria de Prim no pueden llegar las patadas de usted, so bruto; y si no está conforme, salga afuera y se lo diré de otro modo»... Levantose gran murmullo al oír estas bravatas tan disconformes con la edad del mancebo, y el feo hablador soltó una carcajada burlesca después de escupir la colilla que pegada a los labios tenía. Uno de los jugadores dijo que el mequetrefe era listillo, y que   —20→   se le debía dar una mano de azotes y mandarle a la cama. El gordo grasiento quiso poner paz, declarando que a Prim no se le podía negar la nota de valiente, pero que había que agregarle la de farsante, pues las valentías le servían de gancho para sus negocios. La expedición a Méjico que le estaban preparando no era más que un arbitrio para traerse de allá una millonada de pesos duros. «Lo hemos de ver tal como lo digo. Llega el hombre a Méjico, desembarca las tropas, mete miedo a los insulanos con cuatro disparos de cañón, va de Zacatecas a Zacatacas, echando contribuciones, hasta que de unos y otros saca para redondear la pella, y compinchándose con el gran Repúblico para echar un pregón de paces, se vuelve a España repleto de dinero, y venga el darse tono aquí entre cuatro bobalicones, y venga el tocar el higno y el llamarnos todos héroes... o herodes por la perra de su madre.

-No es eso, no es eso -gritó Iberito saliendo rápidamente del rincón en que estaba, y plantándose con gallarda fiereza en mitad de la cocina-. A Méjico no va don Juan Prim para negocio suyo, sino de la Nación, porque va para conquistarnos otra vez a la Nueva España y traerla por los cabezones a la soberanía de Isabel II. Yo lo digo y lo sostengo solo delante de los bárbaros que están en esa mesa; y sin reparar en si son dos, o son seis, o seiscientos, les mando que se desdigan de esos disparates o   —21→   salgan a verse conmigo al corral, a la calle, o donde quieran, en la misma plaza, delante de Dios y de la luna que nos alumbra».

Con tal brío y entereza soltó el chico su reto, que de primera impresión quedaron suspensos y atontados los habladores. Rehiciéronse al punto y empezó la rechifla; a las burlas siguieron las amenazas... Mal lo habría pasado el audaz Iberito si en aquel punto no apareciese junto a él un hombrón formidable, que se levantó de uno de los poyos de la cocina, y avanzaba con el contoneo de quien anda con un pie y una pata de palo. Era de rostro cetrino y disforme estatura; vestía de paño burdo con peluda montera; se auxiliaba de un grueso palo con nudos y porra... Pues llegándose a la mesa de los bárbaros, descargó el garrote sobre ella con tanta furia, que al tremendo golpe saltaron en añicos los vasos, y la tabla maestra se rompió en dos pedazos... Y con el estruendo de la madera y el vidrio se juntó el estentóreo vocerrón del hombre grande y cojo, que así decía: «Sepan los que han hablado mal de Prim, que yo, José Milmarcos, sargento de la guerra de África, me paso sus lenguas por donde me da la gana, maño y moño... Sepan que lo que ha dicho este mozalbete es como si yo lo dijera, moño, y los que no estén conformes que vayan saliendo afuera, con mil moños...». Saltó el gordo con palabras de paz. Hablaban perrerías por pasar el rato, sin mala intención. Y prosiguió el cojo: «Cosida por dentro del   —22→   chaquetón llevo aquí mi medalla de la guerra, y la guardo porque no es bien que la vean los burros. Yo no enseño mi medalla a las caballerías, sino a los hombres racionales, instructivos, y el que se ría de lo que digo, que me toque los faldones... Ea, yo defiendo a este mozo, y el que le ponga mano en el pelo de la ropa, véase conmigo donde quiera».

Era Milmarcos muy conocido en aquella sociedad. Su nombre fue aclamado entre pateos, berridos, chirigotas de algunos, jovial entusiasmo de otros. «¡Viva Milmarcos!... Fausta, tráele vino a Milmarcos».

Dijo el sargento que no quería beber, y a una interrogación airada de la posadera respondió que lo roto debían pagarlo los puercos y deslenguados Carbajosa y Matarrubia, que eran causantes del estropicio. Viendo que la trapatiesta se resolvía pacíficamente, repitió el elogio del desconocido muchacho, alabando su valor sereno y el tesón con que salió a la defensa de la verdad y el honor militar contra la canalla envidiosa. «Señores -gritó luego-, yo puedo hablar gordo en lo tocante a la honrilla militar, porque he sido soldado; y como hombre de los que fueron a Marruecos, no me pesa de haber perdido esta pata, quiero decir, la otra que tuve en lugar de esta de palo. Bien perdida estuvo la pata por la gloria que alcancé... Y si veinte patas tuviera, las diez y nueve daría yo gustoso por este orgullo de haberme visto en los   —23→   Castillejos... y por poder deciros: «Gandules, tengo la cruz pensionada, que vosotros no tendréis nunca... Borrachos, pagad los vasos rotos y la mesa rajada, que es lo menos que podéis pagar por los insultos a Prim... No me toquéis a Prim, hijos de perra. Y tú, Carbajosa, no te rías de verme lisiado, que por tigo no me cambio... Mi cruz, moño, vale una pierna».




ArribaAbajo- III -

Con cháchara gruesa y mugidos desfilaban los bárbaros hacia las cuadras en que tenían sus jergones. Milmarcos echó el brazo por los hombros a Iberito, y cariñoso le dijo: «¡Valiente!... Así me gustan a mí los hombres... Y que es de familia principal, se le conoce por la ropa y por el habla fina. ¿Va usted, aunque sea mala pregunta, a Madrid? ¿Y cómo va tan solo?». Respondió el chico que iba a Madrid de paso para Cádiz, donde se embarcaría para América. Y Milmarcos siguió: «¿Ha oído usted hablar de un pueblo que se llama Tor del Rábano? Pues es mi pueblo; en él nací y en él vivo descansado, con el real diario de mi pensión y otro par de reales que saco de mi trabajo. He traído una carguita de sal de Imón. Con lo que saqué de la sal he comprado   —24→   dos bacaladas que me encargó el cura y otros encarguillos... Tor del Rábano es camino de Madrid, y si se viene conmigo, le llevaré en mi burra, que es poderosa y de buen paso. Le brindo mi burra porque me ha entrado usted por el ojo derecho con su valentía... Seis leguas tenemos por delante. Si se determina, esté listo para las seis de la mañana».

No se hizo de rogar Iberito, y a la hora indicada salió de Almazán con Milmarcos, gozoso de ir en la honrosa compañía de uno de los de Prim. Le instaba el sargento a subirse en la burra; pero a esto no accedió Ibero: su delicadeza le vedaba montar, llevando de espolique al que por héroe y por inválido merecía todos los respetos. Lo más que pudo conseguir Milmarcos con sus redobladas instancias, fue que el joven subiese a la albarda breves ratos, sólo por probar la buena andadura de la bestia. Platicando agradablemente fueron por todo el camino. Milmarcos no acababa de entender por qué iba tan solo y a pie un joven cuyo mérito y noble condición saltaban a la vista. De la prontitud y arrogancia con que salió a la defensa de Prim, colegía el sargento que el chico era de la familia de los Prines de Reus. Interrogado sobre esto, Iberito negó rotundamente. Entonces Milmarcos le dijo: «Ya lo entiendo: ¿es usted mejicano, de la familia de la señora Generala doña Francisca de Agüero?». Ante una nueva negativa quedó el veterano en mayores confusiones.

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«Pues le contaré -dijo Milmarcos por amenizar la caminata, ya que no podía satisfacer su curiosidad-; le contaré que servía yo en el Regimiento del Príncipe, número 3 de Línea, y yendo de Málaga a Estepona con el Regimiento de Cuenca, núm. 27, el general Prim pidió veinte hombres para su escolta, los cuales no eran sorteados, sino que voluntariamente y de su motopropio pasaban a formarla. Yo fuí de los que se ofrecieron para la escolta, porque no miraba nunca al peligro, sino a la gloria. De Estepona fuimos a Algeciras, y allí embarcamos para Ceuta. Total: que por ser de la escolta, estuve al lado del General en toda la campaña hasta el 4 de Febrero, en que una judía bala me dejó sobre un pie como las grullas».

El hombre iba desembuchando por todo el camino trozos de historia viva, no pasada por escritura ni por letras de molde. Ibero escuchaba silencioso, gozando en beber la historia en su fresco manantial. Entre otras cosas, refirió Milmarcos que Prim montaba un caballo inglés de largo pescuezo. Un macho grandísimo, conducido por un paisano, le llevaba provisión de comida fina y bebidas superiores, y avíos para su limpieza y tocador, todo bien guardado en un desmedido alforjón. No prescindía en campaña de sus hábitos de gran señor: por esto le habían comparado al Gran Capitán, que en su tienda se lavaba y perfumaba antes de entrar en batalla, y después de ella comía con refinada   —26→   pulcritud y opulencia. «En aquellas alforjas de obispo llevaba el General, por un lado, ropa blanca y frascos de agua de colonia, y por otro, pastel de liebre en unas latas, jamón y cosas muy ricas...». Pues le diré a usted que, sirviendo a su lado y poniéndome como él en los sitios de mayor peligro, llegué a quererle tanto como quise a mi padre. También él me quería. Verdad que se acababan todos los cariños en momentos de apuro, de aquellos en que no había que decir más sino «voy a matar o a que me maten». Pero cuando no corría prisa de perder las vidas, el General sabía economizar nuestra sangre... De tanto verle y seguirle y mirarle a la cara para leerle las órdenes antes que las dijera, ya nos le sabíamos de memoria, y aprendíamos de él a despreciar la vida... Me parece que le veo al empezar la de los Castillejos... Sobre una peña plantó el caballo, y de allí nos gritaba que avanzáramos. Se puso tan alto para ver quién de nosotros tenía miedo y quién no... Cuando salíamos a tomar posiciones, mirábamos su cara. Si la veíamos más amarilla de lo que estar solía o tirando a verde, ya era seguro que nos aguardaba un día de compromiso. Si apretaba los dientes o se comía los pelos del bigote, ¡malo, malo! Pero la señal más segura de que íbamos a tener jarana y de que no debíamos dar un ochavo por nuestras pellejas, era ver a mi don Juan, con el caballo parado en firme, mirándose las manos y limpiándose las uñas con un hierrecillo   —27→   que sacaba no sé de dónde... ¡Moño! arregladas las uñas se le avivaba el genio y nos metía en unos fregados horrorosos, él siempre por delante».

A la admiración de Iberito contestó Milmarcos con esta frase sintética: «El General era su primer soldado». Dijo luego que vestía sencillamente, sin entorchados más que en la boca-manga, el ros bien ajustado a la cabeza, en el costado izquierdo dos placas con brillantes... Por cierto que la primera vez que Muley Abbas se avistó con O'Donnell para tratar de paces, le dijo: «Gran Cristiano, mándale a ese General que no se ponga en los combates esas placas que relumbran al sol, porque mis beréberes apuntan al brillo, y fácilmente le darán en el corazón». Lo que oyó Prim y dije al moro: «Apuntad como queráis, moros de mi alma, que la bala que a mí me mate no está echa todavía».

Cuando esto decía Milmarcos vieron la torre del pueblo, asomada tras una loma; luego crecía, se echaba al llano cual si saliera a recibirles... Aparecieron después varias casas sentaditas en derredor de la torre; perros vinieron ladrando al encuentro de los viajeros; la burra alargó las orejas y avivó su andar; gallo y gallinas les dejaban libre el paso... Chiquillos se destacaron; luego el cura, dos viejas, un cerdo... La torre se dejó ver bien plantada y altiva, con su nido de cigüeña, y por fin, la casa de Milmarcos, terrera y gacha, sonrió a los llegantes con su puerta blanqueada, su gato escurridizo,   —28→   su macho de perdiz en jaula, su parra trepadora y su Servanda, que este nombre tenía la mujer de Milmarcos, gorda, jovial y zalamera... No hay que decir que el sargento ejerció la hospitalidad como un gran señor que recibe en su casa a un príncipe. Servanda mató dos pollos y se excedió en la faena culinaria; por no tener lecho apropiado para tal huésped, prestó la alcaldesa un catre sobre el cual armaron un catafalco de colchones como para el obispo. Toda la flor y nata del pueblo visitó a Iberito, y el cura fue el más extremado en la amabilidad, porque Milmarcos había dicho a todos, en reserva, que su huésped era de la familia particular de Prim, como podía verse por la pinta del rostro, y que iba con su padre natural a la nueva conquista de Méjico.

Muy a gusto pasó allí tres días Iberito, reponiéndose de su cansancio y dejándose querer de tan buena gente. Servanda se ufanaba de tenerla en su casa, y por ello se daba no poco pisto con las vecinas. Servíale buen comistraje en platos y cazuelas humildes, y para postre se arrancaba con natillas o arroz con leche. El día de despedida gustaron de unas guindas en aguardiente que regaló el cura, y Milmarcos, a fuer de señor hospitalario, brindó con una guinda al noble huésped, diciéndole con solemnidad: «¡Qué no diera yo, señor, por poder acompañarle a esa expedición, que pienso ha de ser sonada, moño! ¿Pero a dónde voy yo con mi pata   —29→   de palo? Los cojos, moño, no servimos más que para estarnos en casa haciendo empleita, acordándonos de que así como tejemos hoy el esparto, tejimos un día la historia de España. ¿Verdad, señor, que así es?... Debe uno recordar siempre estas cosas, y a los que no tienen patriotismo y se den de ellas mandarles al moño de su madre... Siento que usted no estuviera aquí el día de San Roque, que es la fiesta del pueblo. En ese día santo, yo me pongo mi uniforme, y en el pecho me planto la cruz y la medalla. Estoy manífico, ¿verdad, Servanda? Pues sacamos en procesión el santo, y yo me pongo delante de las angarillas. Crea, señor, que hago más papel que el cura, estoy por decir que más que el santo, moño; todo por mi cruz, que da dentera a cuantos la ven... Y conforme vamos marchando con la procesión, salta uno y grita: «¡viva Milmarcos!». Pues no queda boca que no responda: «¡vivaaa!». Total, que desde que el santo sale hasta que volvemos a meterle en la iglesia, no se oye más que vítores a Milmarcos. ¿Verdad, Servanda? Yo me incomodo, o hago que me incomodo, y con la mano hago así... que se calmen, que me escuchen... y cuando los tengo muy callados echo todo el pulmón gritando: «¡viva Isabel II! ¡viva San Roque!».

Descansado ya, muy agradecido a los obsequios de la sargenta y su digno esposo, Iberito salió de Tor del Rábano acompañado largo trecho por sinfinidad de chiquillos, a   —30→   los que seguían personas mayores de ambos sexos, el cura y el alcalde. La burra y Milmarcos prolongaron la despedida hasta Rebollosa, y de aquí siguió el chico a Jadraque, donde se metió en un galeón que dos veces por semana hacía el servicio de viajeros de Sigüenza a Guadalajara. Pudo luego fácilmente continuar a Madrid en el coche correo. Cerca ya del término de su viaje, los atrevidos pensamientos que a tal aventura le habían lanzado iban descendiendo del ensueño a la realidad, y buscaban la forma y modo de encarnarse en hechos.

Desde que tomó la temeraria resolución de abandonar al cura Baranda, hubo de pensar Iberito que en Madrid necesitaba una persona que le guiara en sus primeros pasos por la tumultuosa villa, y que le diese luz y norte para llegar hasta Prim. Lo demás se le presentaba llano y hacedero: tal era la fuerza del ensueño en su disparada imaginación, que contaba con la benevolencia del General en cuanto este le oyera expresar un deseo tan conforme con su propio genio aventurero y heroico. Las amistades de Iberito en Madrid eran de chicos de familias relacionadas con la suya, pretendientes o estudiantes, y entre estos eligió al que más afecto le inspiraba, Juanito Maltrana, hijo de Juan Antonio y de Valvanera, nieto del gran don Beltrán de Urdaneta y sobrino del marqués de Saviñán. Seis años más que Santiago tenía el chico de Maltrana; pero eran buenos camaradas, y juntos habían   —31→   alborotado locamente en las calles de La Guardia y en la casa de tía Demetria, con los hijos menores de ambas familias. Pensando en tomarle por mentor y guía primero de Madrid, llevaba en un papel sus señas; y he aquí que, apenas pisó la calle de Alcalá el aventurero Iberito, tomó lenguas de los transeúntes para dirigirse al 17 de la calle de Jacometrezo, de la cual sabía que era de las más céntricas, angulosas y hormigueantes de aquel Madrid tan lleno de misterios. La suerte le favoreció aquel día, mejor dicho, noche, pues llamar en el piso segundo, abrir la puerta una moza guapa, preguntar por Juanito, dirigirse tras de la moza a un gabinete próximo, y encararse uno con otro y abrazarse cariñosamente Iberito y su amigo, fue obra de minuto y medio.

Las primeras preguntas del cortesano al forastero fueron las generales de la ley estudiantil: «¿Cómo has venido tan tarde? ¿Vienes a estudiar Leyes? Ya está cerrada la matrícula. ¿Vienes a prepararte para Estado Mayor o Caminos? ¿Traes dinero?». Iberito, que era la misma sinceridad y no gustaba de colocarse en posiciones falsas, respondió como un examinando que sabe de memoria la lección: «No vengo a estudiar leyes, ni nada. Traigo muy poco dinero... Me he escapado de mi casa.

-¡Bien, chico!.... ¡viva la Pepa! -dijo Maltranita con jovial admiración-. Eres el último romántico... porque ya no hay románticos.   —32→   Los que quedan vienen de provincias, como tú, escapados y sin guita... Pero se me olvidaba lo más importante. No habrás comido... Tendrás gazuza. Un poco tarde llegas. Pero algo habrá quedado para ti». Apenas oída la breve respuesta del forastero, salió Maltranita a la puerta y llamó a la patrona con apremiantes voces: «¡Luisa, doña Luisa!». La cual no tardó en mostrar su agradable presencia. Era una mujer más que cuarentona, de tipo suave, de marchita belleza otoñal. «Aquí tiene usted un nuevo huésped -le dijo Maltrana-. Viene huido de su casa y con poco dinero... Pero no vacile usted en darle habitación y asistencia, que es de una gran familia. Yo respondo». Contrariada respondió María Luisa que había pasado la hora. Todos habían comido ya. Tendría que remediarse con lo que se pudiese preparar deprisa y corriendo. Mientras la señora cuidaba de disponer algo para el nuevo huésped, este oyó de boca de su amigo las mejores referencias acerca de aquella. «Es una persona decentísima, viuda, que ha venido a menos. Su padre, don José del Milagro, fue Gobernador de provincia en tiempo de Espartero. Su marido era un famoso bajo...

-¿Bajo de cuerpo?

-No, tonto... ¡qué cerril vienes!... Era bajo de voz, italiano: cantaba óperas y funerales de primera clase... Esta casa es de las mejores de Madrid. No ha sido para ti poca suerte haber caído en ella. Por doce reales   —33→   estarás muy bien, y por catorce como un príncipe».

Mientras Ibero cenaba, Maltranita se mudó de camisa, cepilló muy bien su americana y pantalón, y alisó esmeradamente con un pañuelo de seda la felpa de su sombrero. Era muy cuidadoso de su persona, y gustaba de presentarse en el café o en el teatro con facha parecida a la de un dandy. No había terminado sus arreglos, cuando volvió al gabinete el forastero, llena ya la tripa de la bazofia patronil. «Ya que has matado el hambre, y antes que nos vayamos al café -le dijo el cortesano-, vas a decirme a qué has venido a Madrid. No abandona casa y familia un muchacho como tú, sin que le mueva una idea, una pasión, algo que... Dímelo pronto». No se hizo de rogar Iberito, que a gala tenía manifestar lo que a su parecer le honraba y enaltecía sobremanera. Con firme acento y claridad que revelaban su convicción, declaró el por qué de su escapatoria, el por qué de su viaje... Oyó Maltrana como quien no da crédito a lo que oye; se hizo repetir la declaración, y asaltado de una de esas risas que destroncan, se tumbó en el sofá para reír a sus anchas.



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ArribaAbajo- IV -

No se desconcertó Iberito ante la hilaridad epiléptica del cortesano, pues contaba con que no podía ser de todos comprendido. «Cada uno tiene sus fines, Juan -le dijo-. Si lo mismo pensáramos todos, el mundo sería poco divertido. ¿Crees que estoy loco?

-O tonto de remate, Santiago -replicó el otro, apretándose la cintura para contener la risa-, y no acabo de comprender de qué nido te caes, ni de dónde has sacado esa idea. En primer lugar, el general Prim se ha marchado ya... Mira: aquí tienes Las Novedades de hoy que lo dice bien claro: 'Ayer salió para Cádiz...' Pero aunque no hubiera salido y estuviera en Madrid... ¿Crees que si a él pudieras presentarte con esa encomienda, habría de hacerte caso? ¡Llevarte consigo! ¿Pero cómo y en calidad de qué? ¿Irías de soldado, de machacante, de limpiabotas, de acemilero?

-De ranchero iré si me lleva.

-Pero aún hay en tu cabeza una tontería mayor. ¿De dónde has sacado que el general Prim lleva tropas a Méjico para conquistar aquella República y traerla al dominio de España? Eso es estar en Belén, y no conocer el mundo, ni la política, ni nada... Pero   —35→   se nos hace tarde; vamos al café, y andando te explicaré a qué va Prim a Méjico... Te advierto que en el café no saques a cuento tu caballería andante. No me gustará que los amigos se rían de ti. Aunque no sea verdad, di que has venido a estudiar Leyes». Salieron. Por la calle, Maltrana informó a su amigo de lo que este ignoraba. Venía enteramente cerril, con ideas del tiempo de la Nanita y proyectos aprendidos en algún pliego de aleluyas. «Para que te vayas enterando y caigas de tu burro, el burro de la ignorancia, te diré que tres naciones, Inglaterra, Francia y España, han celebrado un tratado de intervención en Méjico, no para conquistarlo, sino para pedir reparación de ciertos agravios a nacionales de los tres países, y reclamar el pago de no sé qué deudas. Te daré un periódico en que lo veas bien explicado. Aquel país está en la anarquía... Parece que dos Presidentes se disputan el mando... Las naciones quieren que los mejicanos tengan juicio, que den descargos y satisfacciones por los europeos ofendidos o asesinados, que paguen lo que deben, etcétera. En fin, que todo es prosa... Estamos en un siglo enteramente práctico, fíjate bien en esto, Santiago... Y en cuanto a Prim, tu ídolo, te diré que yo tengo de él una idea muy mediana... Ya estamos en la Puerta del Sol. ¿Ves qué magnificencia? Los edificios de la curva ya están terminados. Faltan las dos cabeceras, que quedarán concluidas dentro de un año... ¿No se te ensanchan   —36→   las ideas? ¿Y las telarañas que en tu cabeza traes, no se te deshacen viendo estas maravillas de la civilización? ¿No te asombras de lo bruto y atrasado que vienes? Y acordándote de la obscuridad de tu pueblo, ¿no te avergüenzas de traer acá ideas rancias y locas que allí debiste dejar entre las paredes ahumadas?... Ea, ya estamos en nuestro café».

Dos palabritas biográficas acerca del joven Maltrana. De sus padres, Juan Antonio y Valvanera; de su abuelo materno, el insigne don Beltrán de Urdaneta, se ha dicho anteriormente cuanto había que decir. Criado Juanito en Villarcayo, recriado en Cintruénigo y La Guardia, instruido en Vitoria, acabado de pulimentar en un buen colegio de Burdeos, desde que traspasó los veinte años tomaron sus ambiciones el rumbo de un sensato positivismo. Anticipándose al deseo de su padre, pidió ir a los Madriles, estudiar Leyes, ensayarse sin pretensiones en la literatura y en el periodismo, seguir, en fin, la carrera de hombre público, a que le llamaban su natural despejo y su fácil palabra. ¿De dónde salían estas vocaciones, esta novísima orientación de la juventud en la segunda mitad del siglo? El demonio lo sabe. Serían tal vez producto de la desvinculación, del parlamentarismo, de las cuquerías doctrinarias que informaron la Unión Liberal, del estudio constante de la Economía política...

Ello es que Juan, a poco de respirar los   —37→   aires picantes de la Corte, hallábase aquí como el pez en el agua: en pocos días aprendió la cháchara fluida, graciosa y mordaz del madrileño de casta; se asimiló las diferentes formulillas para juzgar de política, de teatros, de arte; fue un lucidísimo alumno de la Universidad; logró, por la amistad de su padre con Salaverría, un destinejo en Hacienda, que, con la mesada y los regalillos de la mamá, le constituía un peculio espléndido para estudiante; vestía bien, sin soltar nunca la pomposa chistera; tenía relaciones; hablaba y entendía de política; se abría, en fin, un brillante camino con sus dotes ingénitas y la ciencia social que sin él notarlo se le iba metiendo por los poros. Tan joven, y ya tenía puesta la mira en dos puntos luminosos del porvenir: casamiento con una heredera rica, y posición política brillante. Y como tales bienes se le aparecían en término lejano, todos sus pensamientos polarizaban en aquella dirección; su voluntad rectilínea y sin el menor desvío hacia aquellos puntos como el imán al Norte constantemente señalaba.

Llegaron los dos amigos a las mesas que ocupaban de tiempo inmemorial dos trincas o cuerdas de estudiantes de diferentes carreras. Eran la trinca riojana y otra mixta de burgaleses y vascongados. La facha de Iberito provocó sorpresa y sonrisas. Era un novato que se había traído el pelo de un gran número de dehesas. Su brusquedad en los saludos fue alegría de la reunión.   —38→   En esta sólo encontró un muchacho conocido, Paco Cerio, hijo de un coronel carlista, convenido de Vergara, y natural de Salvatierra. Felizmente para Iberito, a poco de llegar a la reunión, quedó de figura silenciosa en el extremo de una mesa, pues los cafetómanos se enredaron en charlas, bromas y disputas, a las cuales era completamente extraño el aturdido forastero.

Lo primero que este oyó fue la burla que hicieron todos del pobre Cerio, acribillándoles desde una y otra mesa con pullas acerbas. Le motejaban por neo: así lo entendió Iberito, sin llegar a penetrar claramente el sentido de esta palabreja, nueva para él. Observó que Paco se defendía bravamente, respondiendo con salidas maliciosas a cuantas saetas le dirigían los guasones. De buena gana se habría puesto Iberito al lado de su amigo y casi paisano, batiéndose con él y disparando a los otros, no chistes envenenados, sino una botella de las que cerca de su mano tenía. Pero no pasó del pensamiento; no conocía bien el terreno en que lo había metido Maltranita, ni acababa de desentrañar el significado de los vocablos neo y neísmo. Luego se enzarzaron en un guirigay político. Nunca hablaban menos de cuatro a un tiempo. Gritaban y reían como un coro de orates desmandados... Los más próximos al novato le preguntaron su opinión sobre la cosa pública, sin duda por mofa de su rusticidad, esperando oír graciosos disparates. Respondía el joven sacudiéndose   —39→   las moscas: él no entendía... él acababa de llegar de su pueblo. Maltrana le dio lección política en la forma más elemental. Ibero resultaba muy torpe para comprender cosas tan extrañas, y el amigo le instruía con paternal interés. «Vienes en un estado completamente agreste y pecuario -le decía riendo-. ¿De veras no sabes lo que son los obstáculos tradicionales? ¿No tienes noticia de Olózaga, que es el autor de la frase?

-De Olózaga sí tengo noticia -dijo Iberito gozoso de entender algo de tales monsergas-. Ese señor es de Oyón, cuatro leguas de mi pueblo... y amigo de mi padre. En mi casa de Samaniego le he visto; pero maldito si le oí hablar de esos obstáculos...

-Pues esos obstáculos son... que en Palacio no quieren a los progresistas, y se ha determinado que no sean jamás poder... Ser poder quiere decir subir al gobierno, mandar...».

Alargó la gaita hacia aquel extremo de la mesa un joven no bastante tierno para estudiante, sino más bien machucho, además largo de narices y socarrón de mirada, y en tonillo impertinente preguntó a Iberito: «¿Y qué nos dice usted de las disidencias? ¿En su pueblo de usted qué opinan de Ríos Rosas?». Respondió Ibero, sin turbarse, que le tenían descuidado las disidencias, y que en su pueblo nadie tenía noticias de Rosas ni de Ríos... «El pueblo de usted -dijo el narigudo con ínfulas de chistoso-, debe de ser Belén... ¿Y en Belén no tienen   —40→   noticia de otro disidente, que es paisano de usted, Alonso Martínez, el más joven de los políticos?... ¿No le conoce?... Señores, propongo que la frase usual estar en Babia, se trueque por estar en Burgos.

-Yo no soy burgalés, caballero... soy de Samaniego.

-Ya... Samaniego es el país de las fábulas, donde hablan los animales.

-Así es... En mi tierra hablamos los animales. Pero como queremos instruirnos, venimos a donde ladran las personas».

Esta réplica vivaz y agresiva dejó a todos suspensos, y desconcertado al narigudo, que era un tal Segismundo Fajardo. Mas no tardó en rehacerse soltando otra saeta, a la que Iberito contestó con despejo y acritud. Ya se iba caldeando el diálogo; pero antes que llegase a temperatura explosiva, tiró Juan del brazo a su amigo, y pretextando que tenían que avisar a la Administración de Diligencias para que llevaran a la calle de Jacometrezo el baúl de Iberito (no tenía más equipaje que lo puesto), dijeron vámonos, y con esto y un buenas noches abandonaron la sociedad cafetera. «Este Segismundo -dijo el cortesano al forastero-, es un vago. Como tiene buenas aldabas, entre ellas su tío el marqués de Beramendi, nunca está cesante; pero no va a la oficina más que a cobrar. Su padre, don Gregorio Fajardo, se ha hecho riquísimo con la usura, y ya se habla de que le van a dar un título... No es constante Segismundo en nuestras   —41→   mesas; viene a ellas cuando no tiene mejor tertulia en que pasar el rato... El hombre quedó atontado con tu réplica. Para entre mí, yo me reía la mar, porque es un bravucón que se achica en cuanto le hablan recio».

La impresión que del café sacó Iberito en aquella su rápida visión fue que se asomaba a la puerta de una sociedad compleja, hirviente, de formas y caracteres desconocidos para él. Más risa que miedo causábale al primer vistazo la extraña sociedad, y no sentía su ánimo muy movido de curiosidad para conocerla mejor. Pensaba que detrás de aquel mundo había otro, más conforme con el suyo, con el que él llevaba dentro de sí, construido por sus propias ideas y por las sensaciones de su bulliciosa infancia. Justo es decir que Maltranita, aunque sus miras sociales le petrificaban en el egoísmo, fue generoso con Ibero, le garantizó el hospedaje y le dio alguna ropa para que se vistiese con decencia, hasta que proveyeran los padres. Y ved al hombre en Madrid, brujuleando en las calles, gozando de esa forma de soledad que consiste en andar entre el gentío sin conocer a nadie, observando cosas y personas, y tomando el tiento por de fuera al populoso mundo en que había caído.



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ArribaAbajo- V -

Pronto aprendió, con o sin ayuda del amigo, a conocer las calles, y a meterse y sacarse por todas ellas buscando sorpresas y perdiéndose entre la muchedumbre. Gustaba de ir por las mañanas al relevo de la guardia en Palacio, y se extasiaba viendo aquel maniobrar ordenado de las tres armas, que en sus movimientos eran como el índice o catálogo de las energías militares. Las demás horas del día las empleaba en recorrer estos o los otros barrios: ya se espaciaba por Buenavista, ya por la Inclusa y Latina. La calle de Toledo, así como el Rastro y Embajadores, le entretenían singularmente, y no se cansaba de contemplar el ir y venir afanoso de la gente humilde, la muchedumbre de mujeres fecundas, los chiquillos de diferentes edades que de aquella fecundidad eran muestra y testimonio, los hombres peor comidos que bebidos, y que en diferentes industrias y oficios luchaban por el pan. Era el pueblo, que con su miseria, sus disputas, sus dichos picantes, hacía la historia que no se escribe, como no sea por los poetas, pintores y saineteros.

Divagando siempre, vio más de una vez a la Familia Real de paseo. Doña Isabel,   —43→   que por aquellos días volvió de su viaje triunfal a Santander, se mostraba en el camino de Palacio al Retiro, en coche abierto, precedida de batidores y caballerizo, y seguida de una escolta de húsares o lanceros. A su izquierda llevaba Isabel al Rey don Francisco: ella con inclinación de cabeza, él con un sombrerazo, contestaban al frío saludo de la gente que discurría por las aceras. Observó Iberito que las Majestades no levantaban a su paso más que un tenue vientecillo de cortesía respetuosa. Detrás de la Reina, en coche con tiro de mulas, solían ir la infantita Isabel, de diez años, y el Príncipe de Asturias, Alfonsito, de cuatro, asistidos de sus ayas y servidumbre. Algunos días iban por delante; todos se metían en lo reservado del Retiro, donde no entraban más que los personajes de la Corte. ¿Qué hacían allí? Sin duda jugarían los niños, y los padres pasearían a pie, con grave paso y soberano hastío.

Y algunos ratos de la mañana perdía o empleaba Iberito metiéndose en la Universidad, y observando el entrar y salir de muchachos cargados de libros y apuntes. Le interesaba el espectáculo de aquellos claustros bulliciosos, sin que por ello te picaran ganas de estudio; al contrario, su repugnancia de las carreras y de los títulos académicos era más grande en el interior de la Universidad que en la libre calle bullanguera. ¡Leyes! ¿Y todos aquellos guapos y agudos chicos andaban allí para llenarse el   —44→   cacumen de conocimientos jurídicos o curialescos? ¿Tantas leyes hay, que necesitamos un desmesurado edificio y un ejército de maestros para enseñarlas? ¿Y dónde, dónde, moño, se estudiaba el arte de aplicar la justicia y de gobernar al pueblo?... Cansado de vagar por la Universidad buscaba una iglesia, después otra, y con breve inspección recorría seis o siete en la mañana. Quería ver de cerca qué trazas tenían en la Corte los lugares de rezo y devociones. Vio cavidades obscuras, feas, despojadas de todo arte, como si las limpiara de belleza la escoba de la vulgaridad; vio feligresía de mujeres, más viejas que jóvenes, con predominio de la fealdad; vio curas y capellanes solícitos como abejas en su industria sacerdotal, y atentos a la obligación de criar las almas para el Cielo.

Fuera de la iglesia, le sorprendían aquí y allí formas y aspectos interesantes de la sociedad española; pero en ninguna parte vio ni oyó cosa alguna que tuviera con su ídolo relación; nadie le habló de Prim. La imagen de este, fuera de una estampa que vio en el Rastro, parecía sustraída sistemáticamente a la admiración humana. Creyérase que al héroe de los Castillejos se lo había tragado la tierra, quizás el mar, y que este no quería ser conductor de nuevas epopeyas de España a las Indias. Iberito veía desvanecerse su ideal y caer desmoronado el castillo de su caballeresca ambición.

Por fin, en su casa de huéspedes, cuando   —45→   menos lo esperaba, encontró dos jóvenes a quienes pronto miró como amigos, sólo por ser ambos muy devotos de Prim. Era el uno Rufino Cavallieri, hijo de la patrona doña María Luisa, chico tan rebelde al estudio, que no pudo su madre meterle en ninguna carrera, ni aun en las más fáciles. Por fin, se le dedicó a un oficio, y trabajaba en un taller de dorado. El otro era un huésped llamado Rodrigo Ansúrez, violinista muy notable. Pensionado por el marqués de Beramendi, protector de las artes, había hecho sus estudios en Bélgica, y por países extranjeros andaba casi siempre dando conciertos y perfeccionándose en la armonía y contrapunto. Cuando a Madrid venía por temporadas cortas, moraba en casa de doña Luisa, que, como viuda de un bajo profundo, pretendía dar a su establecimiento un carácter, si no de templo, de hospedería musical. En efecto: allí vivían un barítono y dos partiquinos del Teatro de Oriente.

Rufino Cavallieri tenía por principal en su taller a un catalán, del propio Reus, loco entusiasta de su paisano, de quien se decía pariente. Toda la vida del General, desde que apareció en la guerra civil como pesetero humilde hasta la gloriosa jornada de Castillejos, la tenía en la memoria, sin que se le olvidase ninguno de los hechos de armas con que don Juan ilustró su nombre desde 1834 a 1860. El buen dorador, mientras estofaba marcos, peanas y cornucopias, repetía, para recreo de sus oficiales y de algunos   —46→   amigos, los trozos que más a pelo venían en las incidencias de la conversación. Todo ello se le fue pegando en las orejas y en el magín al joven Cavallieri, que pronto igualó a su maestro en el dorado y en adorar el nombre y los hechos de Prim. Verdad que al contárselos a Ibero trabucaba lugares y fechas; pero esto no importaba. De verdades aderezadas con mentiras se apacientan las almas.

De muy diferente índole era el entusiasmo primista del músico. Hombre de menos palabras no se había conocido jamás. Todo se lo hablaba con el violín. Así, cuando Ibero mentaba a su ídolo, no decía más que «¡oh, Prim, grande hombre!»... y agarrando en seguida su instrumento, sacaba de las vibrantes cuerdas una declamación patética, en la cual, con graciosas modulaciones, se iban eslabonando las ideas en infinita serie, sin encontrar la fórmula final. Era Rodrigo Ansúrez un improvisador fecundo, que sólo con abandonarse a la habitual acción de ambas manos con el arco y las cuerdas, lanzaba al exterior los sucesivos estados de su espíritu. Ibero, que no conocía una nota, hallábase dotado de la percepción artística en su máxima intensidad. El ritmo, el concepto melódico y la armonía, le subyugaban; absolutamente ignorante de la técnica, se apropiaba como nadie el íntimo sentido musical, cuanto más vago, más adaptable a los distintos estados espirituales del oyente... «¡Oh, Prim, grande hombre!».

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¡Si el músico era lacónico en la palabra, cuán elocuente en el violín! Toda su alma ponía Ibero en el oído. Alma y oído en perfecto consorcio saboreaban el Romancero de Prim, reducido a notas y ritmos. Claramente cantaba el violín las hazañas del héroe, su ardimiento, y reproducía su tonante voz en los combates. Una tarde, hallándose los dos amigos por tercera vez embelesados en la dulce tocata, el alma de Iberito se regalaba con nuevos desarrollos de la personalidad legendaria del héroe. Prim no era sólo el campeón intrépido contra moros; era también el expugnador de la tiranía; el conductor de pueblos, que los llevaba por sendero pedregoso y venciendo mil obstáculos a regiones de paz duradera. Todo esto cantaban las estiradas tripas, vibrantes de apasionada elocuencia, y aquel día dio el artista con el final sintético que en otras improvisaciones no pudo encontrar. Gradaciones rítmicas, modulaciones felices le llevaron insensiblemente a un pasaje de marcada inflexión trágica, o que trágicamente se proyectaba en el alma de Ibero, y luego a una tristísima salmodia fúnebre. O el Stradivarius no decía nada, o decía que el héroe sucumbía violentamente, víctima de la envidia y la ingratitud; final muy lógico, casi rutinario en el poema de las grandezas humanas. Poníase Ibero a punto de llorar con la melopea trágica y fúnebre, y a su amigo decía: «Acabe usted, por Dios, que el sentimiento de ese pasaje me destroza el alma».   —48→   El músico no añadía una palabra sola a los épicos sones de su instrumento. Suspiraba como el intérprete que nunca se siente bastante hábil, y aspira con anhelo ardiente al absoluto dominio del lenguaje musical. Ibero le decía: «Vaya, vaya; eso es tocar la Historia».

Y a su amigo Maltrana, que por aquellos días le incitaba al estudio y le ofrecía libros para que se fuese preparando a cualquier carrera, mientras disponían los padres si le dejaban o no en Madrid, le decía: «Déjame en paz; no quiero libros ni carreras... A ninguna siento inclinación. Quiero quedarme libre: salvaje he sido hasta hoy, y salvaje he de ser siempre. Mis libros serán la acción. No siento ningún deseo de conocer, sino de hacer». Si no lo dijo en esta forma, en otra parecida y más ruda fue.

Aguardando la resolución de los padres de Iberito, Maltrana le abandonó como cosa perdida. No le veía más que a las horas de comer, y esto no siempre; hablaban poco. Algunas noches le redujo a ir al café de marras; otras, Santiago iba solo al de una trinca de aragoneses, donde le presentó un conocido suyo teniente, llamado Estercuel, a quien se encontró en la calle. Este le puso en relación con diversos puntos, entre ellos un don Víctor Ibrahim, capellán de tropa, el cual, con desordenado estilo y acento ceceoso defendió el catolicismo democrático, la devoción a la Virgen, el himno de Riego y la Constitución del año 12. Apenas le entraban   —49→   a Iberito por una oreja las declamaciones del clérigo andaluz, ya le salían por la otra. No así lo que dijo Estercuel, que hablaba con sentido y daba a entender vagamente sus opiniones avanzadas.

Una tarde, el cura y el teniente invitaron a Ibero a que de paseo les acompañase a Leganés, donde ambos tenían su residencia militar, y el aburrido joven aceptó gozoso, por espaciar su ánimo y alargar la cuerda que a Madrid le sujetaba. Allá se fueron los tres, y allá merendaron. Al volverse a Madrid solo, ávido de movimiento, se metió por las lindes del campo; recorrió largo trecho en soledad placentera, y cuando entraba en el camino real por el Alto Carabanchel encontró un grupo de militares, del cual se destacó un joven corriendo hacia Iberito con los brazos abiertos. Era Silvestre Quirós, sargento de Infantería, riojano alavés, natural de El Ciego. Su madre había sido cocinera por luengos años en la casa de Ibero, y en ella permaneció hasta su muerte, en jubilación decorosa. ¡Con qué alegría se vieron, y con qué emoción celebraron encontrarse juntos tan lejos de su patria! Silvestre tenía diez años más que Santiago. Hablábale más como amigo que como criado, o con la familiaridad respetuosa de los servidores que llevaron a sus amitos en brazos, a cuestas y a la pela, y les enseñaron a dar los primeros pasos. Allí fue el preguntar Silvestre por toda la familia y hasta por los animales de la casa, caballos,   —50→   mulas, perros y gatos. De todo le informó Ibero, y como no tuvo más remedio que referirle su escapada y viaje libre a Madrid, hízolo con sinceridad y algún atenuante discreto para que Silvestre no le riñera. Frunció el ceño el militar; pero Santiago expuso razones de un orden espiritual que hasta cierto punto justificaban sus actos. ¡Y qué rara coincidencia resultó de estas explicaciones! También Quirós había sufrido el delirio de Prim y de América; también fue su sueño dorado ir en la expedición, y la imposibilidad de conseguirlo le había dejado con una murria de mil demonios... En fin, como la noche se venía encima y Silvestre tenía que seguir a Leganés sin demora, despidiéronse con la resolución de verse al día siguiente en el mismo sitio para charlar largo y tendido.

Ya con aquel encuentro tenía Iberito la compañía más de su gusto, porque Silvestre, su amigo de más confianza, le comprendía mejor que nadie, le hablaba de empresas militares más soñadas que verdaderas, y coincidía con él en pensamientos audaces, jamás a su parecer ideados de otro alguno. A la cita de los Carabancheles acudió presuroso, encontrando a Silvestre al pie de un gran árbol hablando con dos paisanos, que al ver a Iberito quedaron mudos, como si lo que allí se trataba no debiera oírlo ningún cristiano. Apartose el joven discretamente; los desconocidos secretearon con Quirós algunas palabras o cláusulas breves al modo   —51→   de consigna, y camino abajo se fueron, despidiéndose con esta concisa frase tres veces pronunciada: «Allá, mañana». Allá parecía ser Madrid.

Dijo Silvestre a su señorito y amigo que al día siguiente podrían verse en Madrid. Indicó como punto de cita la iglesia de San Sebastián, y como hora, las seis de la tarde. Sospechó Ibero que su amigo andaba en algún misterioso enredo político-militar; pero esta idea no le retrajo de la amistad del sargento, antes bien le empujó más hacia él, por querencia del misterio romántico. Juntáronse dos días más en los Carabancheles, y aunque Ibero trató de explorar a su amigo, este no quiso clarearse. Por fin, una tarde entraron los dos a refrescar en un tabernucho situado en las primeras casas de Leganés. Arrimáronse a una mesa, donde estaba bebiendo cerveza uno de los dos individuos que Iberito había visto días antes en reservada conversación con su amigo; pidieron de beber, y mientras discutían con el otro si había de ser cerveza o vino, entró de súbito un sargento seguido de cuatro números de la guardia de prevención. Sin darles tiempo ni a las primeras exclamaciones de sorpresa, el sargento dijo: «Sargento Quirós, de orden del coronel, venga usted preso... y también estos dos pájaros...». Lívidos Silvestre y el desconocido, sereno y altivo Iberito, los tres mudos, siguieron al que les privaba de libertad.

En aquel punto acabaron los datos y conocimientos   —52→   que la Historia pudo reunir en su primer legajo para la vida y hechos del audaz Iberito. La persona de Este se pierde desde aquel suceso, como el hilo de agua que corriendo se desliza sobre un suelo de arena. Lenta evolución de la vida y del tiempo fue menester para que resurgiera de nuevo en la superficie, como verán los que sigan leyendo.




ArribaAbajo- VI -

Sábese, y si no se sabe se supone, que don Tadeo Baranal notar la ausencia de Santiaguito, despachó un propio su seguimiento, y pensando que el fugitivo no habría ido muy lejos, se abstuvo de notificar el caso a los padres, pues nada conducía darles tal disgusto si, como era presumible, el muchacho parecía pronto. Equivocose de medio a medio el buen cura, y su principal error fue mandar al criado, no en la dirección de San Millán de la Cogulla, sino en la de Santo Domingo de la Calzada, itinerario que seguían casi siempre en sus cacerías. El perseguidor debía prolongar su ojeo hasta Belorado, donde vivían dos chicas muy guapas, las de Corporales, que en Nájera pasaban el verano, y que por todas las trazas eran muy del gusto de Santiaguito. Volvió   —53→   desconsolado el propio a los dos días, y antes de que diera parte al amo de la inutilidad de su exploración, don Tadeo, rabioso contra sí mismo, le dijo: «¡Pero, hombre, si estaba yo en la hora boba cuando te mandé a Belorado!... ¡No acordarme de que las niñas de Corporales están ahora en Herramélluri! Vete allá, cógeme de una oreja a ese pillo y tráelo amarrado si fuese menester». Nuevo fracaso del propio, y mayor tribulación de don Tadeo, que, sin perjuicio de seguir explorando hacia Carneros y Soria, dio parte a los primos de Samaniego cinco días después de haber tomado soleta el niño tonti-loco.

La consternación de Santiago Ibero fue grande. Hallábase su esposa en La Guardia, pasando unos días con su hermana Demetria, que volvía de Royan y Burdeos, vendimiados ya los ricos viñedos que Calpena poseía en la Gironda. Las dos hermanas gozaban de verse juntas después de larga ausencia. No quiso, pues, Ibero informar a Gracia de la barrabasada de Santiaguito. ¿A qué aguar su felicidad con esta noticia, si el chico había de parecer pronto? A este fin, escribió a varios amigos suyos, uno de Zaragoza, otro de Madrid, para que buscasen al prófugo. Punzante corazonada le decía que a Madrid había ido Santiago, movido de su alocada imaginación. El amigo que en la Corte recibió el encargo de Ibero y poderes para buscar al fugitivo y apresarle con todo el rigor de su segundo padre, era   —54→   el teniente coronel don Jesús Clavería, compañero inseparable de Ibero en las fatigas de la guerra, su fraternal amigo en la paz. Desgraciado en su matrimonio, Clavería obtuvo pocas ventajas en su carrera, por no disimular sus inclinaciones harto vivas al Progreso y la Democracia. Era un temperamento generoso, sincero, rectilíneo; miraba más a sus ideales patrióticos que a su personal provecho. Desde el 56 cayó en desgracia, viéndose obligado a pedir el cuartel. O'Donnell le tenía por sospechoso, y le molestó durante algún tiempo con vigilancias humillantes. A pesar de esto y favorecido por su conducta correctísima, vivía en Madrid bien quisto de todo el mundo; sus relaciones con personas de este y el otro partido eran muy cordiales; frecuentaba el Casino por no tener afectos en su vivienda solitaria, y era un ocioso simpático, uno de estos madrileños castizos que adornan todos los paseos y ocupan lugar preferente en el movible museo de caras conocidas.

La primera diligencia de Clavería al recibir el encargo, fue echar un pregón en el Casino; luego lo echó en el café de la Iberia. Nadie daba razón del tal Iberito. Los círculos y peñas del Suizo tampoco respondieron. Un encuentro casual con Maltranita hizo al fin la luz. El prófugo había llegado a Madrid, instalándose en la casa de huéspedes de la Milagro; pero a los quince días de estar en ella desapareció por escotillón como había venido. «Salió una tarde diciendo   —55→   hasta la noche, y todavía le estamos esperando». Así lo contaba Maltrana ya muy avanzado Diciembre. De este dato precioso partieron las gestiones emprendidas con febril ardor por Clavería, ayudado del joven estudiante. La primera indicación para una pista segura la dio Segismundo Fajardo, el ubicuo parroquiano de todos los cafés de Madrid, y por consejo de él fue interrogado don Víctor Ibrahim. Hombre muy tardo en sus respuestas, por el afán de rodearlas de misterio y de farandulería, el castrense recomendó que se buscase el testimonio del teniente Estercuel. Pero Estercuel había sido trasladado a Zamora días antes. Por fin, siguiendo el rastro al través de la oficialidad de Cazadores de Figueras, acuartelados en Leganés, se llegó al punto importante de la prisión del sargento Quirós y dos paisanos, uno de los cuales era un jovencillo imberbe. Amigo de Clavería era el teniente coronel de Figueras. A él se fueron los investigadores, sin obtener la claridad que perseguían. He aquí las manifestaciones del jefe del batallón. O el jovenzuelo detenido con el sargento había falseado su nombre, o no era el que buscaban con el nombre de Santiago. De su paradero nada sabía el teniente coronel, pues los dos paisanos entregados a la autoridad gubernativa salieron en cuerda de presos... ¿Para dónde? ¿Para Melilla, para el castillo de Gibralfaro en Málaga, para Cartagena?

Ante estas vagas referencias, pateó y echó   —56→   fieras maldiciones Clavería, gritando: «¿Pero así se encarcela a infelices ciudadanos, y se les conduce al destierro sin formalidad alguna ni decir siquiera a dónde los llevan? ¿En qué país vivimos? ¿Es esto España, o una colonia fundada por el Congo en tierras europeas?». Y el de Figueras, lastimado también y algo confuso, le contestaba: «Amigo mío, no hemos hecho los militares la Ley de Vagos. Es cosa del Gobierno, a quien los dedos se le antojan conspiradores. Hablen ustedes con el Gobernador civil, con el Ministro de la Gobernación, con el Ministro de Gracia y Justicia, con el Director de Penales, con el Presidente de la Junta de Cárceles, con el Inspector de la Guardia civil, con el Juez de la Inclusa... (siguió enumerando en broma), con el Comisario general de Cruzada, con la Secretaría de la Interpretación de Lenguas, con el Nuncio apostólico, con doña Polonia Sanz, con el padre Claret, con el moro Muza...».

No exageraba el teniente coronel: la peregrinación que emprendieron los buscadores de Iberito, abrazó innumerables compartimientos de la superficie burocrática del Estado, toda llena de aposentos claros y obscuros, de cavernas, zahúrdas y pasadizos. Dos semanas de labor infatigable no dieron resultado alguno. Nadie sabía nada. En toda estancia de aquella Babel culpaban a la estancia vecina, y en ninguna faltó un hombre indolente que alzara los hombros significando su desprecio de la vida y de la   —57→   libertad de los ciudadanos. Aburrido y desalentado, Clavería dio a Santiago Ibero cuenta de su indagatoria, tan prolija como ineficaz. Gran consternación en Samaniego y La Guardia. Enterada Gracia de la pérdida de su primogénito, sufrió terribles ataques nerviosos. Dejola Ibero al cuidado de la sin par Demetria y del marido de esta, y se fue a Madrid en Enero del 62.

Juntos los dos amigos, repitieron las indagaciones, y, por fin, la Guardia civil señaló una pista con visos de segura. Según dijo Ibero, las diligencias del cura Baranda dieron por resultado el encuentro de un sargento inválido que iba semanalmente al mercado de Almazán con una carga de sal. Milmarcos, que así se llamaba, conoció a Santiaguito en el mesón de aquella villa, y le aposentó luego en su casa de Tor del Rábano. El móvil del descarriado muchacho no era otro que agregarse a las tropas que iban a Méjico al mando de Prim. Con esta idea coincidían las indicaciones de la Guardia civil, resultando de todo que bien podía suponerse, con probabilidades de certeza, que no fue Iberito el preso de Leganés... Al desaparecer de la casa de huéspedes debió de tomar el camino de Cádiz, y al fin, en esta plaza hallaría modo de introducirse en el vapor que últimamente transportó más tropas para la Habana. Pudo embarcarse el muchacho furtivamente y sin papeles, por el sistema escurridizo de los pasajeros apodados polizones...

  —58→  

Resuelto a no desmayar en la cacería de la verdad, partió Ibero a Cádiz... Doloroso es consignar que volvió a Madrid a fines de Febrero con la pena y desesperación de un nuevo fracaso. O Iberito había logrado colarse en el vapor de Enero, o andaba escondido Dios sabía dónde, o era ya difunto. No acertando a consolar al afligido padre, Clavería y otros amigos daban por cierto que el chico pisaba ya el suelo americano, realizando con osadía caballeresca su pensamiento. Lo más práctico sería, pues, escribir a las autoridades de la Habana, o al mismo Prim a Méjico, para que buscaran al prófugo y bien custodiado lo mandasen a la Península... No alcanzando a estos dos personajes las relaciones de Clavería, solicitó este los auspicios de un buen amigo, el marqués de Beramendi, que se mostró en extremo bondadoso y servicial. «Mañana es correo -le dijo-. Yo escribiré a Serrano, presentándole el asunto como cosa mía, para que lo tome con interés. Con Prim no tengo confianza; pero Manolo Tarfe, que es uno de sus corresponsales en Madrid, y en todos los correos le da conocimiento de cuanto aquí pasa, le escribirá mañana mismo. Yo respondo de ello».

Uniendo lo cortés a lo diligente, invitó a un almuerzo íntimo, para el día inmediato, a Clavería, Ibero, Manolo Tarfe y algún otro amigo. De sobremesa se trataría del asunto que bien pudiéramos llamar ibérico, y se escribirían las cartas. Así fue. Reuniéronse   —59→   todos a la hora indicada. Ibero fue presentado a Tarfe, resultando que se conocían: ambos recordaron haber hecho juntos en diligencia la travesía de Las Landas, viniendo Ibero de Francia con su señora y dos niños pequeños... «Fue el 52, ¿no es eso?

-El 52, justo -replicó Santiago-. Recuerdo la fecha porque veníamos de París, donde no se hablaba de otra cosa que del casamiento de Napoleón con Eugenia.

-Y de lo mismo hablamos nosotros en el paso de Las Landas».

Al sentarse a la mesa, dijo Beramendi que había escrito a Serrano recomendándole el asunto del niño perdido. Urgía que Tarfe hiciera con toda eficacia la misma recomendación al general Prim en la carta de aquel día. Así lo prometió, y esta incidencia llevó de lleno el pensamiento y la palabra de todos los presentes a la campaña de Méjico.

«Para mí -afirmó Tarfe-, ya no hay secreto en la expedición: ya sé que Inglaterra y España van engañadas, vendidas... Así se lo escribo hoy al General... El convenio de Londres, después de establecer el objeto de la intervención, dice: 'Las altas partes contratantes declaran que no buscan ninguna adquisición de territorio, y que no ejercerán en los asuntos interiores de la Nación mejicana influencia alguna que menoscabe su derecho para escoger y constituir libremente su forma de gobierno'. ¿No dice esto? Pues todo es una comedia. Francia va resueltamente a cambiar allí la República por   —60→   la Monarquía, y a colocar en el trono a un Príncipe europeo».

Asombro de Ibero, novato en estos cubileteos de la diplomacia; dubitación de Clavería, risa de Beramendi, dejando traslucir que el notición no era cosa nueva para él.

«Te ríes porque crees estar tan bien informado como yo. Por Guillermo Aransis, que llegó anteayer de Viena, sabes el nombre del candidato; pero ignoras cómo se ha fraguado este complot contra la República mejicana, y qué manos han tejido la fina trama. Yo he recogido excelentes testimonios, y hoy le mando al General un protocolo curiosísimo para que se divierta y rabie un poco... Ya verá en la que se ha metido.

-El candidato es el archiduque Maximiliano -dijo Beramendi-, hermano del Emperador de Austria. Para mí no es ya rumor, sino hecho positivo. Maximiliano será Emperador de Méjico. ¿De dónde ha salido esta candidatura? Para mí no es difícil precisarlo... Ya sabes que en la gestación de las revoluciones, así como en la de las restauraciones, veo siempre manos femeninas. Es una manía, si quieres. Por algo la divinidad de la Historia es mujer: la musa Clío. Pues en París, hace ya algunos años, he visto de cerca la acción mujeril trabajando fieramente por la monarquía mejicana. ¿Conociste a la bella Errazu, a la Guibacoa, a la Uribarren, damas mejicanas, tan ricas como hermosas, y por añadidura furiosamente ultramontanas? Ya en los salones del Elíseo conspiraban   —61→   contra la libertad de su país, y esas y otras, también fastuosas y bellas, han reanudado en Tullerías la intriga para cambiar en Méjico la forma de gobierno, condensando ya sus ideas en la persona de Maximiliano.

-No han sido señoras, Pepe, sino hombres de fuste; ha sido la clase aristocrática y rica de la República, expatriada voluntariamente a la muerte de Santana, el único que allí contuvo los desvaríos democráticos; ha sido el arzobispo Labastida, que no se resignaba a la desamortización eclesiástica, llevada a efecto por Comonfort; ha sido el alto clero, la Curia romana...

-Iniciadores fueron tal vez; pero sus planes habrían quedado reducidos a declamaciones de un coro sentimental, si las damas elegantes... ¡cuidado con ellas, que son de Caballería!... no se hubieran lanzado a la pelea. En estas campañas sólo la bandera es de los hombres; a las mujeres pertenece la gloria del combate y del triunfo.

-No dudo que influya el bello sexo, Pepe; pero esto, según mis indagaciones, viene de más alto. Napoleón, por farolear en Europa y fascinar a los franceses, inventa las empresas militares más fantásticas. Un imperio en Méjico, ¡qué bonito! La bandera tricolor plantada en el árbol de la Noche triste, ¡qué teatral! Además, el hombre quiere hacer buenas migas con Austria... puesta la mira en el Rhin y en la Prusia Renana... El niño no tiene ambición que digamos... Luego, mi señora la Emperatriz Eugenia,   —62→   ante quien me postro con toda la admiración y el respeto del mundo, gusta de improvisar tronos... ¡ella, que subió al de Francia con increíble suerte!... y ahora se solaza haciendo Emperador a un Príncipe austríaco, y Emperatriz a una Princesa belga... Es un bonito juego... Póngote de soberano en Méjico, aunque te ponga prendido con alfileres...

-¿Lo ves, Manolo?... Y luego negarás que las faldas empollan los imperios... Para tu gobierno, te diré que la idea de llevar un Rey a Méjico es antigua. En mis mocedades de Roma conocí yo a un mejicano extravagante, Gutiérrez Estrada, que tenía por ídolo al príncipe de Metternich, y procuraba imitarle hasta en el vestir. Usaba unas corbatonas formidables y unos cuellos altísimos. En casa de Antonelli le vi algunas noches, con su levita color café, muy ajustada, y una placa de brillantes en el pecho... A lo mejor se lo encontraba uno en el Pincio, lleno el faldón de periódicos ultramontanos, L'Univers, La Civiltà Cattolica; leía febrilmente, y hablaba solo cuando no tenía con quién hablar. Yo le abordé algunas veces por pasar el rato, pues el hombre admitía conversación del primer paseante desconocido con quien topaba, y no hacía la menor reserva de sus pensamientos y sus planes. A vueltas andaba con una idea fija, que era cambiar la forma de gobierno en Méjico, con lo que ganarían mucho el orden y la religión. En Viena pasaba largos meses   —63→   dando matraca al príncipe de Metternich, y por variar se iba después a Roma y la emprendía con Antonelli. Era un hombre afable y bastante instruido... ¡Pues, digo, si trabajó el hombre para plantar una corona sobre el escudo de su país! Muchos le tuvieron por loco. Luego ha venido la Historia a darle la razón, que esto está muy en la naturaleza de la Historia: dar la razón a los que no la tienen. Pero lo repito: ni Gutiérrez Estrada, ni los ricos mejicanos que trabajaron después por la misma idea, Sánchez Navarro, Hidalgo, Arroyo, ni Almonte últimamente, habrían visto en Méjico monarquía del tamaño de una lenteja, si las señoras no sacan del pecho el Cristo, y de la liga la navaja...

-Oigame usted, Marqués -dijo a esta sazón Santiago Ibero-, y perdone que hable de mi pleito. Si tan grande es la influencia de las damas en los asuntos públicos, ¿por qué no ha de serlo en los privados? Pequeñísimo, insignificante asunto es este de la desaparición de mi hijo, pues sólo a mí y a mi familia interesa. Y pues nada hemos conseguido de las autoridades ni de los altos o medianos poderes, ¿sería locura que nos encomendáramos a una, o tres, o veinte señoras de esas ricas y guapas que según usted todo lo pueden?

-Es una idea, es una idea -respondió Beramendi risueño y pensativo-; hay que pensar en ello... Yo pensaré...».



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ArribaAbajo- VII -

Corrían las horas, arrastradas suavemente por la conversación amena, y Tarfe anunció que concluiría su correspondencia en el despacho del Marqués. Aún le faltaba lo mejor para dar al general Prim un informe interesantísimo, y era que doña Isabel, al enterarse de que los franceses, llevaban un Príncipe austríaco al trono de Méjico, puso el grito en todo el sistema planetario. Su Majestad habló así: «¿Cómo se entiende? ¿Un soberano a Méjico, y no es la reina de España quien lo elige? Ya verá Napoleón cuántas son cinco. ¡Como si no tuviera yo en mi familia príncipes para surtir a toda América! No daría yo poco, bien lo sabe Dios, por tener algún trono lejano donde colocar a Montpensier; a don Juan, mi primo, que acaba de reconocerme; a este otro primastro don Sebastián, y a los demás que me vayan reconociendo». ¿No crees que esto dijo doña Isabel, Pepe?

-Tan bien la imitas, que me parece que la estoy oyendo. Pero no te entretengas; acaba tu carta. Me figuro que lo que le escribes a Prim de la candidatura de Maximiliano ya está harto de saberlo. También sabrá, por las cartas de Muñiz, toda la menudencia política   —65→   de aquí, el cariño que le tienen los vicalvaristas, que esperan ver cómo se estrella en Méjico. Vete al despacho... y no te olvides de que has de poner en pliego aparte recomendación muy expresiva, para que se tome el trabajo de averiguar si entre las tropas, o entre los paisanos que siguen al ejército, está el hijo de este señor. Toma la nota con la filiación exacta».

Retirose Tarfe a escribir, y con Beramendi quedaron solos Ibero, Clavería y otro comensal, no mencionado antes, porque durante el almuerzo no desplegó los labios más que para pronunciar tímidamente algún monosílabo de urbanidad o aquiescencia, y parecía estatua puesta a la mesa, con mecanismo para comer pausada y limpiamente. Era más que viejo, un hombre de buena edad, desmedrado y encanecido prematuramente, fláccido y chupadísimo el rostro, barba y bigote en parte rasos por alopecia, y lo demás rapado a filo de navaja; los ojos agobiados por párpados que se abatían como si fueran de plomo, el cuerpo todo ángulos, trémulas las manos y un poco gafos los dedos. Comía el misterioso sujeto callando, sin más señales de vida que el engullir con ceremonia, el modular alguna palabra insignificante, y el desparramar vagamente alguna mirada oblicua, a medio descorrer del párpado, sobre los otros comensales. En cuanto se fue Tarfe, levantose, desdoblando lentamente su estatura y dijo con voz ultraterrena: «Si el señor   —66→   Marqués no me necesita, me retiro con su venia». Despidiole Beramendi con afabilidad y estas palabras cariñosas: «Hoy no leeremos, amigo Confusio. Yo tengo que salir con estos señores cuando Manolo despache su correspondencia. Vete a trabajar, y vuelve mañana por aquí». Hizo a todos reverencia el extraño sujeto, y salió como una sombra.

«Quien conoció a este hombre hace un año y ahora le vea -dijo Beramendi-, no comprenderá que así podamos saltar de la juventud alegre a la triste vejez. El que se llamó Santiuste, ahora lleva el nombre de Confusio, que él mismo se aplica olvidado de su verdadero apellido. Una enfermedad terrible de la que escapó mal curado, para caer luego en un tifus horroroso, deshizo su naturaleza física y mental. Y el que ahora ven ustedes es un guapo mozo comparado con el que me encontré hace meses, cuando salió del hospital, y se arrastraba por los declives de Gilimón como un pobre animal moribundo. Yo le había perdido de vista: ignoraba su paradero y sus enfermedades... Pues Señor, le recogí; le puse en una vivienda saludable, al cuidado de personas caritativas. Se le reconstituyó lo mejor que se pudo. Fue como cadáver que resucitamos trayéndolo un poco más acá de los linderos de la vida. A fuerza de cuidados recobró la acción muscular, el uso de la palabra con torpeza de pronunciación y penuria de voces; luego vino la escritura, que con el ejercicio   —67→   gradual llegó a ser lo que fue, a medida que se iba corrigiendo el temblor de la mano. La reparación del entendimiento fue más perezosa, y las facultades del hombre muerto reaparecieron en el resucitado como destello de la luz de otros días. Casi todas sus ideas habían volado; olvidó su nombre y los anteriores sucesos de su vida, que fueron complejos y muy interesantes, dramáticos los unos, otros graciosísimos.

-Fue muy enamorado -indicó Clavería-. Yo recuerdo haberle visto cuando cortejaba a la Villaescusa...

-Otro más mujeriego no conocí: sus pasiones pertenecían al reino de la novela romántica. En Madrid no le faltaron conquistas; en Tetuán robó judías, moras en Tánger, y de regreso a España hizo estragos en las amas de cura, que, según él, son lo más tentador del mujerío contemporáneo. Pues aquellas aficiones y aptitudes han quedado muertas en él, y hoy vive y procede como si no hubiera mujeres en el mundo... De su ser anterior y del desplome de su entendimiento y de su memoria, no resta más que el sentimiento patrio, y una idea, una sola idea y propósito, escribir la Historia de España, no como es, sino como debiera ser, singular manía que demuestra el brote de un cerebro brutalmente paradójico y humorístico. Como entiendo que la ociosidad ha de perjudicarle, en vez de combatir esa manía, le estimulo para que trabaje en eso que él llama Historia lógico-natural de   —68→   los españoles de ambos mundos en el siglo XIX... El hombre lo ha tomado con ahínco, y cuanto más trabaja, más se afianza en la fortaleza de su ser nuevo, y más aguza las dotes paradójicas y lógico-naturales que le han salido ahora... Cada dos o tres días despacha un capítulo, que me lee antes de ponerlo en limpio. En su estilo no se advierte ninguna extravagancia; en la narración de los hechos está lo verdaderamente anormal y graciosamente vesánico, porque Confusio no escribe la Historia, sino que la inventa, la compone con arreglo a lógica, dentro del principio de que los sucesos son como deben ser. Anteayer me leyó un capítulo que me hizo morir de risa. Describe los sucesos del año 23, las artes solapadas de Fernando VII para ahogar en España el espíritu liberal, la intervención de los Cien mil hijos de San Luis para restablecer el absolutismo, los acuerdos de las Cortes, la declaración de la locura del Rey. Al llegar aquí, el hombre se quita de cuentos, y... ¿qué creerán ustedes que proponen, discuten y votan al fin las Cortes? Pues procesar al Rey. Toda la tramitación del proceso es tratada por el historiador lógico-natural magistralmente, con gran prolijidad de documentación sacada de su cabeza. Pásmense ahora: Fernando es condenado a muerte... y como no resulta decoroso ahorcarle, ni tenemos verdugos que sepan degollar, es fusilado con muchísimo respeto en Cádiz, en el baluarte próximo a la Aduana... ¿Se ríen ustedes?   —69→   Pues si leyeran la solemne escena de Fernando en la capilla, su conferencia patética con Argüelles, Martínez de la Rosa y Toreno, su invocación a los juicios futuros de la Historia, y luego la marcha al suplicio al son de tambores destemplados, y lo que el augusto condenado dijo al cura que le auxiliaba, admirarían al historiador, que, según dice, no tiene por musa a la vieja Clío, sino a la conciencia humana.

-¡Demonio de hombre!... -dijo Ibero riendo-. Bueno: muere Fernando VII, por sentencia de las Cortes. ¿No querías Constitución? Pues toma tiros... ¿Y los Cien mil niños de San Luis, qué se hicieron?

-Esto no lo sé... pero ya se las compondrá mi Confusio para escabullirlos o evaporarlos por el sistema lógico-natural.

-¡Ajusticiado Narizotas!... Hombre, me gusta. Ese historiador loco es atrozmente simpático. Y yo pregunto: condenado el Rey, ¿dónde está Cromwell?

-Pues él verá de dónde lo saca y a quién da este papel, porque él inventa los hechos, y si es preciso, las personas».

Y no se habló más de este asunto, porque volvió Tarfe del despacho con su correspondencia terminada y lista para el correo. De la expresiva recomendación a Prim quedaron Ibero y Clavería muy satisfechos, así como de la carta de Beramendi al Capitán General de Cuba. Al retirarse, iban los dos militares esperanzados y en extremo agradecidos. Debe decirse ahora que Manolo Tarfe   —70→   y Pepe Fajardo, unidos en amistad estrecha, se hallaban, por aquellos días, a ceremoniosa distancia política de don Leopoldo, cabeza y pontífice de la Unión liberal. La culpa de esta frialdad no fue de la cabeza, sino del brazo, Posada Herrera, que desatendió las recomendaciones de los dos en asuntos locales, y privó a Tarfe, en las elecciones últimas, de aquel apoyo que hipócritamente llamaban influencia moral.

Claro es que no se separaron ostensiblemente de la Familia feliz; pero sólo ponían un pie en ella; el otro lo tenían alzado sin saber aún dónde sentarlo. En el campo moderado no podía ser; en el progresista, tampoco. ¿A dónde irían, pues? Prim no era un partido; pero si una incógnita sugestiva, una bella esfinge, cuya postura majestuosa y mirar profundo anunciaban poder, fuerza, dominio. Desde que volvió de la guerra de África, adquirió ese respeto con que las clases intermedias de aquella sociedad miraban al futuro y probable caudillo militar, repartidor de mercedes, engarzador de voluntades, y clave de una situación política. Mezclando en sus largos coloquios la realidad tangible con las intangibles conjeturas, Tarfe y Beramendi construían la figura de Prim en los venideros espacios de la Historia, y después de engrandecerla a su gusto, se ponían a su lado, con perspicacia de hombres prevenidos.

«La Unión Liberal no le traga -decía Tarfe con hondo convencimiento-. ¿Pues   —71→   por qué le han mandado a Méjico? Por alejar un peligro: esto es bien claro. Lo que hace falta es que vuelva pronto. Cuando quiera será jefe del nuevo partido liberal, sinceramente liberal dentro de la Monarquía... a la inglesa. ¿No crees que será liberal a la inglesa? De su monarquismo no podemos dudar, después de lo que dijo a la Reina en el acto de cubrirse como Grande de España.

-No te fíes, Manolo -replicó Beramendi, hombre de vista muy larga y atrevido sondador del alma humana-. Yo veo en la ambición de Prim lejanías que tú no ves. Te diré además que no veo en mi protegido Confusio un perturbado de tantos como andan por el mundo; téngole por una inteligencia de fuerza irregular y ciega, que se lanza sin tino a la cacería de las verdades distantes. Yo me siento algo Confusio; mis corazonadas se confabulan con mis desvaríos para no ver en Prim un General político y jefe de bando como los que ya tenemos... Ojalá vuelva pronto. Yo, cuando le vea, le diré: «Hola, Cromwell, ¿ya estás aquí? Me alegro de verte».

Creyó Tarfe notar en su amigo un ligero amago del achaque mental que en ocasiones le acometía, y discretamente llevó la conversación a otro asunto.



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ArribaAbajo- VIII -

Pasaron días, y el buen Ibero, ocioso en Madrid y atribulado por la inutilidad de sus pesquisas, se volvió a Samaniego, a donde le llamaban el cuidado de su familia y atenciones de su hacienda y labranza. Clavería quedaba en la Corte a la mira del asunto, aguardando noticias de la Habana y Veracruz... Siguió visitando a Beramendi una o dos veces por semana: el trato del Marqués, como el de Manolo Tarfe, le agradaba en extremo. Pero su trinca favorita, a más del Casino, era el café de la Iberia, donde diariamente se veía con Muñiz, Sagasta y Calvo Asensio, paisanos, con Moriones y Lagunero, militares. En aquella tertulia pudo hacerse cargo de que el verdadero confidente y corresponsal del general Prim era Muñiz, que le informaba de las menudencias políticas, por menudas importantes en esta sociedad más gobernada por la intriga que por las ideas.

De Méjico llegaban noticias favorables o adversas, según venían por la vía francesa o la vía inglesa. Hoy: los jefes de las tres Potencias aliadas operaban en perfecta armonía. Mañana: Sir Charles Wike, Prim y Jurien de la Gravière andaban a la greña. Como   —73→   hecho cierto, se supo que los aliados habían celebrado convenio con las autoridades de Méjico para instalarse en lugares menos insalubres que Veracruz. Franceses y españoles acamparon en Orizaba y Tehuacán... En sucesivas conferencias, Inglaterra y España reconocieron explícitamente la autoridad presidencial de Juárez, tratando con él por mediación de los ministros mejicanos Echevarría y Doblado. Uno de estos era tío de la marquesa de los Castillejos. El General de las tropas francesas, Lorencez, secundado por Almonte, Ministro de Méjico en París, que a la sazón desembarcó en Veracruz, se negó a todo trato con Juárez, y apuntó la idea de que al amparo de los aliados se convocase un Congreso nacional con carácter de constituyente. La intención de Francia no podía ser más clara ni más napoleónica. Asamblea de amigos y cacicones, reclutada más que elegida entre los pocos adictos a la idea monárquica; plebiscito a gusto de Francia; retablo mejicano movido por el Maese Pedro de las Tullerías.

Trinó el inglés y bufó Prim. El primero, emisario de un país constitucional, determinó retirarse con las naves inglesas; el segundo, representante de otro país formalmente constitucional, aunque con obstáculos, se retiró con sus tropas a Veracruz, no pensando más que en embarcarlas para volver a España; y como no tuviese buques especiales a mano, embarcó en los ingleses,   —74→   y a casa, es decir, a la Habana. ¡Cristo, la que se armó en Madrid cuando se supo la retirada de Prim, con la agravante de no consultar al Gobierno ni pedirle instrucciones! Los que fueron partidarios de la expedición, creyendo que íbamos a una gloriosa campaña militar que diera mayor fuerza y mangoneo al Vicalvarismo, o Familia feliz, no se paraban en barras. Lo menos que pedían era Consejo de guerra por abuso de atribuciones, severo castigo del General... Pero este, más avisado y perspicaz que todos sus contemporáneos, no hizo caso de la malquerencia y desvíos del Capitán General de Cuba, recogió a su esposa y familia, y partió para Nueva York, despachando previamente para España a sus ayudantes, coronel Conde de Cuba y teniente coronel Campos, con un protocolo dirigido a la Reina. En él le daba cuenta de los motivos de su retirada, acompañando antecedentes y papelorios para ilustrar la cuestión. En tanto Serrano, que como O'Donnell y los pájaros gordos unionistas temía rabietas de Napoleón, y aplacarlas creía castigando severamente a Prim por su retirada, despachó a don Cipriano del Mazo con otro cartapacio para el jefe del Gobierno, en el cual acumulaba fieros cargos contra el héroe de África.

La suerte de Prim dependía de que su mensaje llegase antes que el de Serrano. Bien hizo en recomendar a sus ayudantes que no perdieran tiempo, y que llegados a   —75→   España no pararan hasta Aranjuez, donde seguramente estaría la Reina, por ser la época de jornada en aquel Real Sitio. Su agudeza, su rápida visión de las cosas le sugirieron aquel arbitrio, fundándose en un hecho positivo, que amigos leales le habían comunicado desde Madrid. El ardiente españolismo de Isabel II se sublevaba y enfurecía viendo elegido para el trono de Méjico a un Príncipe austríaco, con desprecio de los españoles Príncipes. ¿Podía España tolerar tal vilipendio? No se concebían en América Majestades que no fueran de acá, de la raza y pueblo que descubrió, conquistó y civilizó, como Dios le daba a entender, aquellas doradas tierras. ¿No habían de ser españoles los soberanos de América? Pues quedárase esta con sus repúblicas, que bien españolas eran por sus dictaduras y sus pronunciamientos. Esto pensaba Isabel, y Prim supo que así pensaba.

Ved ahora el gracioso paso de Aranjuez, que aunque parece inventado por el diablo de Confusio, es de incontestable realidad. Recibió el Duque de Tetuán a Cipriano del Mazo, que le llevaba el mamotreto enviado por Serrano, y al punto fue extendido un decreto desaprobando la conducta de Prim e imponiéndole una corrección proporcionada a la magnitud de su culpa. Al día siguiente, se celebraba Consejo en Aranjuez. Ya tenéis a los ministros encajonados en el tren-carreta, pues no merecía otro nombre la comunicación ferroviaria de aquel tiempo...   —76→   Llegaron al Real Sitio y a Palacio, y en la antecámara hubieron de sufrir un plantón como para ellos solos, pues la Reina, que comúnmente no descollaba por la puntualidad, tuvo aquel día la humorada de dar la coba a los que se llamaban sus consejeros responsables. Estaban de guardia aquel día el Grande de España Duque de Vistahermosa y la marquesa de Belvís de la Jara. Otras dos damas, la Navalcarazo y la Villaverdeja, acompañadas de Manolo Tarfe y de Riva Guisando, permanecían a la expectativa en la Saleta, pues ya se sabía que O'Donnell llevaba en su cartera el tremebundo rapapolvo contra Prim. Así dábamos gusto al coco de Napoleón III, que se comía las naciones crudas... Pues Señor, después que hubo frito la sangre a los ministros con tan larga espera, apareció Isabel II sonriente, y sin dar tiempo a que O'Donnell le dirigiese la palabra, le dijo estas memorables: «¿Pero has visto qué cosa tan buena ha hecho Prim?... Ya estoy deseando verle para felicitarle...». Don Leopoldo masculló una respuesta. Su rostro, que había ostentado una serenidad majestuosa en la jornada del 4 de Febrero ante los muros de Tetuán, se turbó y descompuso: en sus labios fluctuaba la sonrisa conejil, singular mueca de los hombres graves, cuando se ven obligados a tragarse a sí mismos.

Amplió la Reina sus conceptos con razones que anulaban toda opinión contraria;   —77→   los ministros asintieron entre tosecillas, y el toque final de la escena fue que el de Tetuán no se atrevió a desenvainar su decreto, y que al regresar a Madrid se redactó otro que decía: «S. M. la Reina se ha enterado con el más vivo interés de los despachos de Vuecencia, etc... y oído el parecer de su Consejo de Ministros, se ha dignado aprobar la conducta observada por Vuecencia, etc., etc...».

La escena de la cámara fue referida puntualmente por el Duque de Vistahermosa a las damas y caballeros apostados en la Saleta, que no se rieron poco del gracioso torniquete con que doña Isabel volvió del revés los propósitos de su primer ministro. Prim había ganado la partida por la feliz llegada de sus edecanes dos días antes que el señor Mazo, mensajero de Serrano. El acto de la Reina, de puro gobierno personal, fue aquella vez una feliz enmienda de la ligereza del Gobierno. Este, que sólo era constitucional a ratos, fluctuando a merced de la Providencia o del Acaso, si a veces erraba por su cuenta, acertaba siempre que sus decisiones coincidían con el regio capricho... Retiráronse los curiosos comentando el suceso de la cámara; Tarfe contentísimo, como partidario de Prim y su corresponsal de chismes políticos y sociales; otros y otras trinando en competencia con los ruiseñores de aquellas arboledas. Las damas entusiastas del Imperio francés, por moda política y dilettantismo fastuoso, ponían a Prim como   —78→   un trapo, y la Navalcarazo llegó a decir: «Está visto que no ha querido apoyar al de Austria, porque es él su propio candidato. El hombre ha dicho: ¿Un rey en Méjico? Pues Prim o nadie».

Almorzó Tarfe con Riva Guisando en el palacete de la amiga de este, la Duquesa de Gamonal, y con ambos y con Bermúdez de Castro sostuvo terrible discusión, abogando por Prim. Salió de esta batalla bien comido, pero mareadísimo del largo disputar sin convencer a nadie, y por la tarde se fue a visitar a la Marquesa de Villares de Tajo, pues Pepe Beramendi le había dicho: «No dejes de ver a Eufrasia, y entérate bien de lo que piensa de estas cosas». La viuda de don Saturnino del Socobio, ya cuarentona y ganando en inteligencia y travesura todo lo que en belleza perdía, le recibió amablemente, y le propuso dar un paseo, visitando de paso a las monjitas de San Pascual, a lo que se prestó Tarfe, que a todo sabía plegar su flexible espíritu. No le desagradaba la visita al convento, porque en los tiempos que corrían, las relaciones monjiles eran de buen tono y aseguraban el favor de las personas más elevadas.

Fueron, pues, allá, y en el plácido locutorio charlaron cuanto les dio la gana con las benditas y elegantes reclusas. Satisfecho vio Tarfe que las esposas del Señor opinaban lo mismo que la Reina en el caso de Prim. Tenían conocimiento del mensaje traído a S. M. por los ayudantes, y declaraban   —79→   que por obra de Dios habían estos llegado dos días antes que el señor Mazo... ¡Vaya que querer encajarle a Méjico un rey austriaco! ¿Pues no teníamos aquí para esa plaza al Infante don Francisco, a la Infanta Luisa Fernanda con su Montpensier, que mejor estaría en América que en España, y a otros Príncipes descarriados y costosos? En fin, que Prim había hecho muy bien en decir «ahí queda eso». Con su retirada se acreditaba de buen español y de leal amigo de la Reina. Todo esto le supo a Tarfe a las puras mieles. Para mayor amenidad de la visita, charlaron las monjas de todo lo mundano, en mixtura graciosa con lo político.

De regreso a la casa de Eufrasia, se recluyeron en un saloncito decorado a la chinesca para charlar de cosas reservadas que nadie debía escuchar. Habló primero Tarfe, ampliando lo que ya dijo a su amiga cuando iban hacia el convento. Eufrasia, que, por la fácil rutina de politiquear en la intimidad, adquirido había un cierto retintín oratorio, dio esta entonada respuesta: «Claro es que Prim podría formar una situación con liberales o progresistas templados. Harta de unionistas y moderados está ya la Reina. Con esto de habernos mandado a Méjico de comparsa de Napoleón, don Leopoldo y los vicalvaristas han tocado el violón a toda orquesta. ¡En buena nos había metido! La Señora está contentísima de Prim, y no desea más que empujarle... Él es adicto leal   —80→   a la Reina y a la Monarquía; tiene talento; ambición noble no le falta; parece aristócrata sin serlo; es un hombre cortado para reconciliar al pueblo con la Corona... La Reina, bien lo sabe usted, ama al pueblo... su corazón tierno y generoso simpatiza con los humildes. A Pepe Beramendi lo he dicho mil veces, y a usted se lo digo ahora: la Reina es liberal de corazón... No se asombre ni se ría. Es liberal; se paga muy poco de las grandezas heráldicas... esto me consta; puedo asegurarlo... y vería con gusto que gobernaran a España hombres liberales, aun de estos nuevos que, como jóvenes, son algo alborotados... Pero... aquí viene el pero... La Libertad entra de lleno en el alma de la Reina, y avanza, posesionándose de sus afectos, hasta el momento en que dentro de dicha alma se encuentra con el confesor... En este encuentro se acabaron las amistades; la Libertad sale despavorida del alma de la Reina...

-Si es así, amiga mía, no siga usted... ¿De qué vale a la Libertad entrar en ese corazón, si allí se encuentra con un huésped a quien no puede arrojar fuera?

-Intentar arrojarlo sería locura. El confesor, cualquiera que sea, hace allí su casa. ¿No sabe usted por qué hace su casa? Los que absuelven, los que prodigan la indulgencia recaban de la voluntad sometida concesiones proporcionadas a la magnitud del indulto. La Reina es creyente: ya lo sabe usted. Teme que por ser demasiado   —81→   dichosa en la tierra pierda el Cielo. La mejor parte del Cielo es para los que aquí sufren. Los poderosos, a poco que se descuiden, se quedan sin un rincón celestial en que guarecerse... Isabel es mujer de conciencia: cree en las penas eternas y en el eterno galardón. ¿Cómo alcanzar este? Haciendo concesiones tan grandes como los perdones que recibe... Ya comprenderá usted por qué Isabel II no quiere reconocer el reino de Italia.

-Ya, ya lo veo... Lo que no entiendo, Eufrasia, es cómo ha pensado usted que nosotros, liberales... seamos poder; vamos... teniendo tal enemigo en el corazón regio.

-En política todo se hace y todo se puede con habilidad y trastienda, amigo mío. No se asuste. Déjeme que le explique... En el corazón de la Reina pueden entrar ustedes siempre que no pretendan echar de allí al confesor... y entrarán como por su casa si el propio confesor les lleva de la mano... ¿A qué ese asombro? ¿Qué quiere decirme con esa boca tan abierta que parece el buzón del correo?... Lo que acabo de decirle no tiene nada de absurdo... Ni vaya usted a creer que el confesor se come a los liberales en salsa de Concordato... Si es usted amigo de Prim, aconséjele que escoja en el Progresismo un par de docenas de hombres sentados y de buen criterio. ¡Los hay, vaya si los hay! Can tero, Santa Cruz, Perales, Cirilo Álvarez, Gómez de la Serna, Roda, Madoz... Con Olózaga no cuenten, porque   —82→   ese... ya usted sabe... es de todo punto incompatible... Tampoco deben contar con don Manuel Cortina, no porque sea incompatible... todo lo contrario. Pero él ni a tiros quiere entrar en ninguna combinación de Gobierno... Pues sigo: una vez que haya juntado el amigo Prim un buen hatillo de progresistas serios y templados, tiene que pensar en construir su pirámide política sobre una base ancha, anchísima, Manolo... Pues... en el Ministerio que forme ha de entrar algún hombre significado en la retaguardia política; por ejemplo, don Pedro Egaña... ¿Qué? ¿se ríe usted... cree que estoy loca? ¿Pero, alma de Dios, no ha reparado que don Pedro Egaña y su periódico han sido los más entusiastas apologistas de Prim por su retirada de Méjico?

-No ha sido por amor al General, sino por el odio que los neos tienen a Napoleón.

-Sea por lo que fuese, Tarfe amigo, tenga usted por cierto que sería viable, como ahora dicen, un Ministerio de Progresismo tibio con tropezones de neísmo ilustrado. Me consta también que don Pedro Egaña no haría fu, y que se dejarían querer otros que han comido con Narváez, como Alejandro Castro, quizás Benavides... Ayer mismo, hablando con Carriquiri, hicimos un recuento de los moderados que están rabiando por deshacerse del Espadón... ¿Qué dice usted? ¿Se ha quedado lelo? La gramática política, que es parda como usted sabe, tiene por regla principal aprovechar las ocasiones...   —83→   Recoger a los descontentos es otra regla muy práctica. Si usted no lo entiende, Prim, que es listo, lo comprenderá... Con que, ¿he dicho algo?

-Más de lo que yo esperaba, y todo substancioso, como de quien conoce a fondo la realidad de las cosas y ve en la política un arte culinario, no para dar de comer a los pueblos, sino para matar el hambre de cuatro vividores... No creo, amiga mía, que esté el país para esos pistos o bodrios indecentes. Cuando Prim sepa la comida que usted le prepara... creo que se le revolverá el estómago... Y hasta otra tarde, mi dulce amiga. Me voy: temo perder el tren».

Despidiéndole en la puerta, Eufrasia con fría serenidad sonriente le dijo: «El guiso que les ofrezco es el único. No hay otro, Manolito. Pruébenlo: no sabe mal. Todo es acostumbrarse... La cuestión es ir viviendo...».




ArribaAbajo- IX -

Cuando Tarfe contó a Beramendi la entrevista con Eufrasia, no advirtió en el rostro de su amigo sorpresa ni disgusto, sino más bien una tranquila indiferencia de las cosas reales. «Hace un rato -dijo el Marqués-, estaba yo embelesado con la Historia lógico-natural que escribe el gran Confusio para   —84→   uso y enseñanza de los espíritus superiores, y vienes tú a darme un tirón para que descienda de las verdades sublimes a las verdades puercas, de lo estético a lo vulgar... Sabrás, carísimo Manolo, que con la muerte que mandaron dar nuestros constitucionales a Fernando VII, se produjo un estupor grande en toda la Nación; surgieron armados y feroces, los dos partidos apostólico y liberal, y estalló una nueva guerra de la Independencia, porque unidos los franceses de Angulema a nuestros absolutistas, los constitucionales se adjudicaron el nombre de españoles, y consideraron a los otros como extranjeros o afrancesados. Cinco años duró esta guerra, que Confusio describe con brillante colorido y verdad, refiriendo las acciones campales, sitios de plazas, sorpresas de guerrillas y demás incidentes de tan heroica tragedia. Tuvimos en esta campaña el auxilio de Inglaterra, y al cabo de mil peripecias quedó triunfante la bandera de la Constitución, y deshecho el malvado absolutismo. Luego viene el reinado de Isabel...

-Pero tú y tu Confusio estáis locos. Muerto Fernando VII el 23, quedan descartados de la Historia el matrimonio con Cristina y el nacimiento de Isabel.

-No, porque el historiador sapientísimo nos presenta a la actual Reina nacida de Isabel de Braganza. Desaparece, pues, la napolitana Cristina, y yo te juro, querido Manolo que no hemos perdido nada con la evaporación de esta figura. La Princesita   —85→   Isabel, que sólo tenía meses a la muerte de su papá, es llevada a Portugal, donde la crían amorosamente sus tíos los Braganzas, y cuando tocan a restauración... el toque lo dio el partido más sensato entre los constitucionales... cuando tocan a restaurar, digo, hacia el 30, si no estoy equivocado, se forma una Regencia trina compuesta de Mendizábal, Istúriz y Zumalacárregui...

-Basta, basta... ¿Cómo te diviertes con esos desatinos?... Yo me atengo a la realidad, y te pregunto cómo se arregla el historiador para explicarnos la guerra de Sucesión, y la disputa sangrienta entre los partidarios y los enemigos de la Ley Sálica.

-No ha habido tal guerra. Suprimiéndola de un tajo, ha revelado el historiador su profundo ingenio. Hícele yo la misma pregunta que tú me haces ahora, y como le viera en gran perplejidad para responderme, le dije: «Lástima que al abolir a Fernando nos dejaras aquí a su dichoso hermanito». Y él: «Eso lo arreglo fácilmente, señor Marqués». ¿Qué se le ocurre al hombre? Rehacer el capítulo de la ejecución del Rey, agregando otros cuatro tiros para don Carlos... Ya ves de qué modo tan sencillo se deshizo el escritor de esa vergonzosa guerra civil que tanto había de afear y ennegrecer su historia. No hubo más guerra que la que te conté llamándola de Independencia, y en ella quedaron liquidadas y finiquitas todas las cuentas del absolutismo con la libertad, y del pasado con el presente. Naturalmente,   —86→   como el mote o lema que encabeza la obra de Confusio es Aquí que no peco, el hombre altera fechas y lugares, modifica personas y caracteres, escamotea las figuras que le estorban, crea las que le convienen, infunde la vida en los organismos moribundos, todo lo embellece, todo lo ilumina... (Pausa.) ¿Qué quiere decir, Manolo, esa cara de idiota que pones oyéndome? ¿Te burlas de mis desatinos? ¿Te inspiro lástima? ¿No sabes que me revuelvo en la vulgaridad, yo, poseedor de todos los bienes materiales sin haberlos ganado por mí mismo? ¿Sabes que sufro un inmenso mal, la conciencia de no haber hecho en el mundo nada bello ni grande, nada que me diferencie del común de los hombres de mi tiempo? ¿No te he dicho mil veces que cuando me ennegrece el alma el tedio de la inacción, de la inutilidad, tengo para mi consuelo un remedio que tú no tienes, y es inflar mi globo, meterme en la barquilla, y subirme a las nubes, desde las cuales te veo como una pobre hormiga que se afana en la realidad, mientras yo respiro y gozo en las altas mentiras?

-Basta, basta... Baja un poquito, Pepe, y hablemos de...

-¿De qué? Déjame en paz. Cierto que te encargué visitar a Eufrasia... No debí darte a ti tal encargo, sino a Confusio, para que juntos trazaran el reinado glorioso de Isabel... ¿Qué vienes a contarme? No te escucho. Si vuelves a ver a esa desorejada de Eufrasia, le dices que se acuerde del tiempo   —87→   en que ella y yo íbamos juntos por los aires... Otra cosa: ¿y de ese Iberito, has averiguado algo? Me interesa ese pájaro, que se ha soltado a volar con tanta bravura. Si yo lo encontrara, me guardaría mucho de volverlo a la jaula... Que no parece: mejor. Que estará en alguna partida de bandoleros: mejor. Que andará por los mares pirateando o contrabandeando: mejor. Que se habrá pasado al Rif y tendrá su harén: re-mejor. Todo es preferible a ser aquí teniente de Infantería, abogado picapleitos o empleado en Loterías con ocho mil reales. Las ambiciones de ocho mil reales merecen ochenta mil azotes. Admiro a ese chico que no quiere que le cuenten cómo es el mundo, y apretándose los calzones ha dicho: «Vamos a verlo».

Entró en este punto María Ignacia, atraída de la vertiginosa cháchara de su marido, y con gesto gracioso y semblante risueño le mandó callar. Era la única persona que en él sabía calmar aquel hervor del pensamiento antes que llegase a la exaltación morbosa. Despidiose Tarfe. Saliendo con él hasta la antesala, María Ignacia le encargó que cuando Pepe se remontaba en el globo, le llamase al descenso con suaves modos, no con voces destempladas. A lo que respondió Manolo que lo más conveniente para el amigo sería cortarle toda comunicación con aquel chiflado Confusio que le llenaba la cabeza de disparates.

«¡Ay, no, Manolo! No está usted en lo   —88→   cierto. Si no fuera por ese cuitado de Confusio, mi marido andaría muy mal. ¡Pobre Pepe! Entregado a sus manías en la soledad, sin un chiflado de talento que alegre su espíritu, es hombre perdido. Confusio es para él el oxígeno, créame usted, el oxígeno».

Sobre estas menudencias del orden privado y otras del orden político, no más trascendentales, cayó pronto el verano, ahogando en una ola de fuego ideas, sentires y propósitos. Prim, que había llegado a Madrid en Mayo, viose rodeado de mucha y diversa gente que en él veía un caudillo probable. Los españoles de la rama política y burocrática, que es la más numerosa, no pueden vivir sin capataz, es decir, sin una acción personal que supla la acción colectiva. Pero el de Reus, hombre cauto en las ocasiones que pedían cautela, como era el más arrojado cuando venía la oportunidad de obrar rápidamente, pensaba que, ante todo, debía defenderse en el Senado de las acusaciones que sobre él llovían por la retirada de Méjico. Llegó, por fin, el momento que Prim deseaba, en Diciembre del 62. Tres días duró el valiente discurso ante los senadores, que lo escucharon con la atención y el respeto que merecen los hombres que saben hacer grandes cosas, o dejar de hacerlas. Supo el General defender con maestría política y militar un acto negativo, y el que había sido héroe cautivó al Senado con las razones que dio para no   —89→   desenvainar su espada victoriosa. Sobrio y elocuente estuvo el hombre, admirable en la defensa y en las réplicas que dio a los enamorados del Imperio francés, Bermúdez de Castro, don José de la Concha, los Marqueses de Novaliches y Miraflores, y otros. Y a pesar de tan dura lección, incurrimos en nuevas fanfarronadas, que tal fue, además de la anexión de Santo Domingo, la insensata campaña naval contra Chile y el Perú. En mal hora vino acá la moda imperial, con sus miriñaques primero, sus polisones después; vanidad de formas femeninas, vanidad de pompas bélicas.

Poblaron las tribunas del Senado, en las tres sesiones que duró el alegato de Prim, damas elegantes, aficionadas al torneo de la palabra, y a ver sangre de reputaciones en la candente arena parlamentaria. La Navalcarazo y la Campofresco fueron de las madrugadoras para coger buen sitio; la Belvís de la Jara y la Gamonal, que eran de libras, ocupaban cada una dos lugares, y sudaban la gota gorda en pleno Diciembre. Aunque en la risueña bandada de señoras dominaba el criterio napoleónico, algunas, por agradar a la Reina, se iban del lado del de los Castillejos.

Conviene mencionar aquí a una mujer hermosa, muy conocida en Madrid y sus aledaños por el carácter público de su liviandad, aunque no más liviana que las emancipadas dentro de la ley, mujer graciosa y despierta, Teresa Villaescusa, ya   —90→   conocida del desocupado lector. Esta tal, con harto dolor suyo, no fue a las tribunas del Senado, porque en aquel tiempo la ilegalidad no tenía el fuero de exhibición en lugares destinados a la decencia pública; pero tuvo quien le contara ce por be todo lo que dijo Prim respondiendo a sus detractores, y devoró luego el Diario de las Sesiones, gustándolo como embriagadora novela o dulce poesía. Era frenética española y neta castellana; había declarado la guerra al Imperio francés en el terreno de las cuchufletas, y lanzaba toda su voluntad hacia las soluciones progresivas, sin saber lo que eran, por simpatía innata de lo nuevo y vibrante, o por concomitancias del corazón con hombre de ideas radicales. En fin, que se declaraba masona y descamisada, diciéndose con secreta presunción: «Amando las revoluciones, somos las mujeres más bonitas». Así, después de despotricar donosamente contra O'Donnell y Narváez, se miraba al espejo. Y a pesar de esto, tenía debilidad por la Reina; a su modo la quería, sin haberla visto nunca de cerca; disculpaba sus errores, y alababa el intenso espíritu democrático y absolutamente expansivo que la señora ponía en su existencia particular. La gloria presente y los venideros triunfos de Prim le quitaban el sentido; se revolvía contra los que le apoyaban con tibieza, y se dejaba decir: «No le defendemos resueltamente más que la Reina y yo».

En tanto el vencedor de los Castillejos   —91→   y retirado de Méjico visitó a la Reina. Así doña Isabel como don Francisco se mostraron muy amables; oyéronle referir curiosos pormenores de sus conferencias con los representantes de Francia en la expedición, y celebraron su entereza y españolismo. En sucesivas pláticas cordiales con la Reina sola, sacó Prim la impresión de que Isabel acariciaba en su mente el plan de gobierno adulterado expuesto por Eufrasia. Pero el General no se dio a partido: repugnaba formar Gabinete con fianza de unos cuantos clérigos de capa corta. Esto era humillante: su ambición no se satisfacía con vanos esplendores. No quería ser pavo real, sino águila; remontaba su pensamiento a las altas cumbres, y desde allí veía el inmenso páramo que esperaba nuevas ideas que lo fertilizaran... Con certera visión de la realidad, se hizo cargo de la extensión social del bando progresista, de la fuerza que le daban la candorosa fe y el entusiasmo de sus adeptos. ¿Por qué entre esta vigorosa familia y la Corona se interponían los famosos obstáculos? Sin duda, por no tener el Progreso una cabeza militar. Pues si Espartero se metía en su concha de Logroño, allí estaba Prim para plantar su cabeza sobre los hombros del formidable cuerpo progresista.

En esto se metió por las puertas del mundo el año 63. Habló Prim en el Congreso, cerrando nuevamente contra los napoleónicos, y cuando menos se pensaba, cayó el   —92→   Gobierno de O'Donnell, sin que se supiera por qué, ni se molestaran los ciudadanos en averiguarlo, hechos como estaban a las mutaciones telónicas del escenario político, las cuales removían el doloroso tumulto de los heridos por la cesantía o de los esperanzados de colocación. Cada crisis traía estridores de infierno y crujido de maldiciones. La bondadosa y antojadiza Reina no veía ni oía nada de esto. Descuidada dormía en sus esparcimientos por la virtud de las opiatas que le daban sus mayores enemigos, que eran los más próximos, sin que una voz patriótica gritara en su oído: «Mujer, las reinas no duermen tanto».

El pueblo, en cambio, despertaba. Muchedumbre de voces airadas o burlonas, en toda la haz de la Península desde Pirene a Calpe, contaban los desvaríos de la Corte, la inepcia de los gobiernos, el abandono en que miserablemente yacía la vida nacional, como pupila recluida por sus tutores en un rincón de la casa. Las voces resonaban en las ciudades populosas, en las villas que parecían muertas, en las aldeas labradoras. Del conjunto de ellas resultaba un zumbido de inmenso moscardón que vagaba con vuelo de ondas inciertas, aquí más tenue, allá más profundo. Si lo aventaban, sonaba más fuerte. En todo tiempo ha flotado sobre los pueblos este invisible y runflante insecto; mas nunca, en lo que llevábamos de siglo, había expresado cosas tan feas ni tanto desprecio de los altos poderes. Nadie como   —93→   el amigo Beramendi tuvo el oído más despierto para entender lo que decía el moscón en aquellos días de Marzo del 63. No mencionaba al nuevo Ministerio, ni a su Presidente Miraflores, ni al marqués de la Habana, Ministro de la Guerra, ni al de la Gobernación, don Florencio Bahamonde. Figuras insignificantes eran estas. El abejorro hablaba de más significativas personalidades, diciendo con zumbido: «Ya pareció Iberito... ya se sabe que vive y alienta el atrevido, el grande Iberito».




ArribaAbajo- X -

Era verdad lo que el abejarrón, con intenso run-run, cantaba en el oído que jamás dejó de percibir la voz pública. Las primeras nuevas del endiablado chico las tuvo en Marzo Maltranita por una carta sin firma ni fecha. El carácter de letra, no disimulado, declaraba la mano que la escribiera. Decía: «Alta mar a bordo del vapor de don Ramón. Estimado majadero: no estoy muerto. Vivo navegando y voy a donde me da la gana. Si me buscan, no parezco; si me siguen, no me cogen. Soy pez... Abur». Otra carta de la misma letra recibieron en Abril los padres, redactada en esta forma bien explícita: «Santiago Ibero y de Castro-Amézaga   —94→   participa a sus buenos padres que está vivo y sano. ¿Dónde? No quieran averiguarlo». Firmaba Libertad.

En cuanto Clavería tuvo conocimiento de las cartas habidas por Ibero y Maltrana, se lanzó a prolijas averiguaciones en los llamados Centros. De Gobernación no sacó ninguna luz; de Correos tampoco, porque la estampilla de la estafeta de origen estaba, como suele suceder, borrosa y confusa. En Marina trató de averiguar qué vapor era el que el anónimo designaba como de un don Ramón. ¿Era este el capitán, el armador o el consignatario? Nada se puso claro. Quedaba la esperanza de que nuevas cartas del caro vagabundo dieran luz y derrotero para cazarle o pescarle... En el tráfago de sus indagatorias, llevado además del gusto de la comidilla revolucionaria, fue a dar Clavería en la bonita, recatada y casi masónica vivienda de Teresa Villaescusa, donde buscaban cierta obscuridad para ideas y planes algunos progresistas de los llamados de acción, como Leal, Calvo Asensio, Muñiz, Montemar; los militares Moriones, Gaminde y Milans del Bosch, y a veces los demócratas Figueras y García Ruiz. En aquella reunión se incubaban las de mayor fuste que habían de celebrarse en la casa de don Joaquín Aguirre o en la de Olózaga. Había levantado el Gobierno gran marejada con su aviesa circular limitando las reuniones electorales. Los agraviados vociferaban amenazando con el retraimiento;   —95→   dieron un Manifiesto a la Nación, documento larguísimo, quejumbroso, de intensa amargura, en el cual no se nombraba a la Reina. Esta seguía ciega y sorda. Aquel hermoso nombre que había sido emblema de libertad, alegría de los pueblos, corrompidos estaba ya en el corazón de las muchedumbres, y no sabía salir a los labios con ningún sentido respetuoso.

Triste fue aquel verano. Murió Calvo Asensio de traidora enfermedad que hubo de rendirle y acabarle en pocos días, dando con todo su vigor físico y mental en la sepultura. Era un hombre de grande empuje para la destrucción política: para el construir habría sido seguramente un hombre útil, pues en su voluntad existían seguramente las dos caras de la acción. Su talento no era florido, sino adusto, genuinamente castellano; su palabra de secano, sin verdor ni lozanía; pero sabía, como pocos, imprimir a las ideas el germen fecundo y sembrarlas luego en millares de entendimientos. No había venido, como casi todos los políticos, de los campos abogaciles: era un farmacéutico que administró a su país enérgicas drogas tónicas y estimulantes. Su farmacia se llamaba La Iberia.

Como no hay manera de separar aquí lo público de lo privado, digamos que la hermosa y desenvuelta Teresita Villaescusa fue atacada de la misma enfermedad que dio con Calvo Asensio en la sepultura. Pescó la pobre mujer su tifoidea en pleno verano,   —96→   y con tal furia fue acometida de la terrible infección, que desde los primeros días se perdió la esperanza de sacarla adelante. Su madre, la sutil tramposa Manolita; su amigo contratista, González Leal, y su criada Felisa, asistíanla, rivalizando en cariño y esmero. Iban a velarla, por las noches, amigas y algún pariente; aunque la pobre con brava naturaleza se defendía del fiero mal, este podía más y se la llevaba, se la llevaba a rastras a la muerte. Espantoso era su delirio de media noche en adelante. Quería saltar de la cama; hablaba con imaginarias personas, monstruos o fantasmas; reía histéricamente, y se figuraba estar perseguida de gitanos o demonios. Repetía con absurdos trueques de nombres lo que había oído a los amigos que en los últimos meses iban a ojalatear a su casa. Había que oírla: «¿Ya está formado el Ministerio Prim-Gabino Tejado? No es esto, caraflis: es Prim-Cándido Nocedal. Este va a Gobernación, y a Fomento no se sabe: o Manuel Ruiz Zorrilla o González Bravo... No te fíes de los neos, Prim... Me ha dicho la Reina que te quiere mucho, que eres muy bravo... Su marido es el que no te traga... Cuando seas poder, hazme a mí de la camarilla... yo quiero ser de la camarilla...». «Esos que ahora entran, ¿quién son? ¡Ah! Pepe Alcañices y el padre Claret. Adelante: ¿tanto bueno por aquí?...». «Hola, Carriquiri, ¡qué caro se vende usted!... ¿Pero qué hace? No se meta debajo de la cama, que ahí está el gitano viejo esperando   —97→   a que yo me muera para llevarme a enterrar. ¡Pero si todavía no me he muerto, caraflis! No me entierren, que estoy viva... La Reina me ha dicho que me llevarán al Escorial, donde tengo mi panteón, orilla del de los Reyes Magos... como magos, no; de los Reyes de copas... Eh, tú, dile a Prim que le van a matar... Los gitanos le matarán como me han matado a mí... sólo que yo estoy muriéndome y resucitando a cada momento. Me da la gana de resucitar, aunque no sea más que para dar un susto a ese neo, a ese padre Cirilo, que allí está mirándome y saca toda la lengua para hacerme burla... Pues yo te saco la mía, que es más larga, caraflis, caraflis...».

Viéndola sin remedio, se determinó, por indicación del médico Augusto Miquis, darle los Sacramentos. Acogió ella con regocijo esta idea, pues en los instantes de remisión inclinaba su espíritu a lo religioso y al arreglo de su alma. La confesó el Padre Laforga, hombre para el caso y de manga anchísima, que hubo de perdonar a la pobre mujer todos sus pecados; y en verdad, el arrepentimiento y contrición que mostró ella, viéndose casi cogida ya por la mano esquelética de la muerte, no eran para menos... Lleváronle después el Viático, a que asistieron devotamente don Serafín del Socobio, Rafaela Milagro y otras personas muy calificadas de la vecindad (Plaza del Ángel). Y transcurridas no muchas horas desde este magno suceso, cuando ya esperaban todos   —98→   ver a Teresita dando las boqueadas, he aquí que se determina una sedación intensa, que la enferma descansa, que su cerebro se normaliza, que la muerte no llega, que pasa un día, luego una noche, con mayor descanso y alivio, y en fin... que no se muere, que no la quiere la muerte. «Nada, Teresa -le dijo Augusto Miquis al declararla fuera de peligro-, que no puedo con usted... que no hay medio de matarla como no le pegue un tiro».

A los quince días de esto, ya en franca convalecencia, su rostro había quedado como un pábilo, y los ojos engrandecidos parecían espantarse de su propia hermosura. Cortáronle el pelo: habría pasado por un lindo muchacho enflaquecido por los afanes del estudio, o víctima de ardientes pasiones. Viéndose viva, la pobre samaritana no cabía en sí de gozo, y agasajaba su espíritu en el abrigo consolador de las ideas religiosas. Su mantenedor González Leal dispuso llevarla a Valencia en la temporada de otoño, con lo cual Teresa completaría su reparación orgánica, y además podría cumplir la promesa que en las ansías de la muerte hizo a Nuestra Señora de los Desamparados. Había ofrecido visitarla en su santuario, costeando una misa solemne y nueve rezadas en diferentes días, y de añadidura una novena con toda la suntuosidad que se pudiera... A Valencia partieron, y Teresita cumplió con creces todo lo prometido, pues su tierno corazón comúnmente se excedía   —99→   en la generosidad. A las ofrendas rituales, añadió el regalar a la Virgen todas sus alhajas, quedándose con sólo una sortija de poco valor. Hermosos pendientes, dos aderezos de bastante valor, tres pulseras, alfileres de pecho y otras cosillas, pasaron íntegramente al camarín y joyero de Nuestra Señora; y entendiendo que la humildad era de cajón en tales circunstancias, Teresa hizo voto de vestir durante un año hábito y correa de los Dolores. Cumplidos estos deberes de piedad, instaláronse los amantes en un risueño pueblecito de la costa.

El año marchaba con apagados pasos a su fin, sin grandes sucesos, sin más ruido que el de los ejes chillones y desengrasados de la máquina gubernamental, y el zumbar unísono del moscardón, o sea vox populi, monólogo de un pueblo que se aburre y se despereza en los albores de la desesperación. Prim se fue a Vichy; después pasó una temporadita en París, tomando inhalaciones de fluido europeo, y regresó a España con su amigo Carriquiri... En otoño vino la Emperatriz Eugenia a visitar a doña Isabel. Madrid acogió a la hermosa granadina con la cortesía entusiasta que merecían su ideal belleza y su rango. El 63 acabó sus días lánguidamente... Se cuenta que los mazapanes de Toledo empezaron a presentarse aquel año en la forma de culebras enroscadas. Fue moda iniciada por el amigo Labrador...

No pasaron muchos días después de la   —100→   inocente diversión de los estrechos (entre Año Nuevo y Reyes), cuando se oyó gran estrépito cual si se derrengara una mesa y cayeran en cascos platos y botellas. Era el Ministerio del Marqués de Miraflores, que caía de un empujón dado por el Senado. El respetable hombre de la insaculación y de los templados procederes, fue sustituido por don Lorenzo Arrazola, con Lersundi, Benavides y Moyano, todos ellos de lo que se llamaba moderantismo histórico.

Traían los históricos la idea de hacer elecciones honradas, sacando a los progresistas de su retraimiento. Cándidamente lo creyeron estos, que como pobres provincianos eran víctimas de diestros timadores. En efecto: Benavides reformó las listas electorales a petición de la gente del Progreso, y recomendó a los gobernadores que no fueran verdugos de los candidatos de oposición. Parecía que iban las cosas por buen camino; pero en esto se le ocurre a doña Isabel ponerse fuera de cuenta; llega el día del alumbramiento; delega sus poderes en el Rey don Francisco, y mientras Su Majestad daba a España una Infantita, ¡pataplum! abajo el Ministerio histórico, y venga otro con don Alejandro Mon a la cabeza. La subida de Mon, con Pacheco, Mayans, Cánovas y Ulloa, no era, según los progresistas, más que la descocada y provocativa erección de los infames obstáculos. Ya no era sólo el engaño sino la burla. Prim estaba volado. Dicen que, cerrando el puño,   —101→   gritó a sus amigos: «Caballeros, a conspirar».

Lo que ordenaba Prim, tiempo hacía que lo efectuaban sus adeptos en una forma confortativa, sabrosa y reconstituyente. En grupo alegre se reunían ocho, diez o veinte amigos, y con cualquier pretexto que sirviera de pantalla, almorzaban juntos en el entresuelo de este o el otro café, o en un merendero de las Ventas. Comunicábanse así sus recelos y esperanzas, y pasaban revista a los corazones bravos con que se podía contar, en este y el otro punto, para un nacional alzamiento. Eran los ojalateros de la libertad. Pero llegó un día en que pensaron algunos, luego muchos, y por fin todos, que de aquellas comilonas parciales y desperdigadas debían hacer una sola tan grande, que fuera ostentación o parada del vigor de la comunidad, y catálogo de la innumerable gente que la componía. Esta idea cuajó del modo más feliz en el monstruoso banquete de los Campos Elíseos, el 3 de Mayo de 1864, fecha memorable, porque lo que allí comieron y hablaron tres mil personas, venidas de todas las regiones de España, se le indigestó al Gobierno y a los altos poderes. Prim, en una perorata fulgurante, pronosticó que los obstáculos serían arrollados dentro de dos años y un día. Clamó la multitud arrebatada por tan arrogante vaticinio.

Ofrecía la explanada del teatro un conjunto soberbio, de grandeza imponente, casi aterradora. Bajo toldos mal empalmados   —102→   que daban paso a rayos del sol, se tendían las mesas para tres mil españoles, inhabilitados infamemente como raza maldita para toda función política en la patria común. Entre ellos había no pocos hombres respetables, cargados de méritos; muchos que atesoraban saber y cultura; la gran masa era gente honrada, crédula, generosa, sin las cuquerías y malas mañas de los políticos de oficio. Representaban la fuerza social más grande que aquí se había visto reunida y alineada en son de batalla. Sin pronunciar una sola palabra subversiva, sin ultrajar a nadie, ni poner en su queja más que una ligera inflexión de amargura, sólo con el respirar, sólo con la multiplicidad ingente de los rostros, en que dominaba la expresión bonachona, produjeron en las clases privilegiadas y en todo lo de arriba un hondo miedo, el vértigo de los abismos.

Una sola desafinación turbó la armonía de aquel gran concurso. Olózaga no estuvo feliz al regatear a Espartero, con eufemismos corteses, el Pontificado de la Libertad. Terminó, pues, la reunión con una disonancia de pareceres sobre punto tan importante. Esta fue la única sombra que aprovechar pudieron los de arriba para aliviarse el miedo... No asistió Manolo Tarfe al banquete, por impedírselo su pudor de unionista; pero bien cerca estuvo, dentro del perímetro de los Campos. Terminada la función, corrió a dar a su amigo Beramendi cuenta de todo, y este, oída la descripción   —103→   del lugar y del ágape solemne, dijo así: «Por grande y decorosa que haya sido la solemnidad de esa cuchipanda, no se la puede comparar con la fiesta majestuosa de la Federación de los Estados hispanos, celebrada en Mayo del cuarenta y tantos (del pico no me acuerdo), en el espacio comprendido desde la Puerta de Atocha hasta la de Recoletos, según se describe en el capítulo XXIV de la Historia lógico-natural. De todas las ciudades, provincias y reinos vinieron los síndicos, procuradores y príncipes, asistidos de numerosa representación de gremios, clases o estamentos. Era un espectáculo por demás grandioso ver tan bizarra muchedumbre, con los estandartes y oriflamas que cada cual traía, desfilando a ocupar los puestos que con arreglo a un plan lógico-topográfico se había trazado. Allí no se comía, Manolo, pues cada cual lo había hecho en su casa o donde pudo, ni los discursos se pronunciaban entre restos de tortilla o paella, o entre huesos de aceituna y palillos de dientes... Porque has de saber...

-Sigue, Pepe, que tu historia es tan bonita, que casi no parece mentirosa.



  —104→  

ArribaAbajo- XI -

-Pues has de saber, Tarfe amigo, que el comer es función doméstica, y el opinar y el resolver en lo tocante a la vida de las naciones es función pública, que forzosamente se ha de menoscabar y empequeñecer si con ella se mezclan regurgitaciones de estómagos ahítos... Sin que nadie pensara entonces en asociar los ideales políticos a la vaca estofada, los confederados de 1840 y tantos, hombres de gran patriotismo y de altas miras, echaron las bases de la sociedad española y la constituyeron y afianzaron para gloriosos destinos. La Asamblea de las Federaciones duró cinco días, celebrando sus sesiones al aire libre, rodeada del pueblo. Fue la más grandiosa fiesta de concordia, de paz y alegría que han visto las generaciones... Ya sabes que esto ocurría a la terminación de la cruenta y larguísima guerra civil, en la cual absolutismo y teocracia fueron reducidos a cisco impalpable, arrebatado y esparcido del viento. Pelearon los antiguos reinos, quedando al fin condensados en las dos grandes síntesis históricas de Aragón y Castilla. Reuniose la magna Asamblea para ver de construir el   —105→   nuevo estado español sobre los escombros del despedazado régimen autocrático.

-Trabajillo les costaría la construcción; que los buenos demoledores abundan más que los malos arquitectos.

-No lo creas: del hervor de aquella guerra honda y salutífera, salieron hombres de empuje, hombres de iniciativa y de sólido conocimiento de las cosas. Aragón, que, como sabes, es la tierra madre del Derecho público, y el más fecundo plantel de voluntades viriles, dio de sí en aquella guerra un Príncipe valeroso, tan bien dotado de ardor guerrero como de prudencia y maña para manejar la sutil máquina del Gobierno. Nació de las nobilísimas casas de Azlor y de Aragón; creció y se endureció en las batallas; se templó en el consejo de próceres maduros, confundidos con el pueblo, en cuyo corazón sano anida el sentimiento jurídico. Llamábase este Príncipe Fernando María del Pilar Jaime Alfonso de Azlor y Aragón, y por tener en la cáfila de sus nombres el de la sacrosanta Virgen que idolatran los aragoneses, se le llamó siempre el Príncipe Pilar, de que luego se formó el Pilarón, con que figura en la Historia, nombre que a más del significado religioso y mariano, tiene el de columna robusta, sobre la cual puede asentarse toda la pesadumbre de un Estado. Vinieron a la Asamblea los confederados de aquel Reino con la idea de hacer proclamar a Pilarón (que frisaba en los veinticinco años, y era el más gallardo   —106→   cachorro que podrías imaginar) Príncipe de todas las Españas, con el carácter de Soberano con las Cortes pan-ibéricas, y siempre sometido al omnímodo poder de estas... Los castellanos alegaron el mejor derecho de su Princesa Isabel. Esta niña inocente personificaba la tradición y el engranaje de Reyes que han venido calentando el trono desde los godos hasta el absoluto y nasón Fernando, ejecutado de orden de las Cortes soberana...

-Ya, ya. No repitas. Adelante.

-Tres días duró la discusión entre castellanos y aragoneses, defendiendo los unos el derecho de Isabel, otros el de Pilar o Pilarón, hasta que al fin, del largo discutir y del acumular razones y argumentos, salió la idea sintética, salvadora...

-Acabáramos... Ya sé... Casaron a los dos candidatos, y al trono con ellos, para que reinaran mancomunadamente, como el Fernando y la Isabel de antaño.

-Así fue. Pero has de fijarte en lo esencial, Manolo, y es que quien verdaderamente reinaba era la soberana Nación, o dígase las Cortes, y que los Príncipes no tocaban más pito que el de la ejecución y aplicación de las leyes... ¿Lo quieres más claro?

-No te pido claridad, porque esas cosas inventadas, o si se quiere poéticas, más ganan que pierden envolviéndose en la obscuridad.

-Convendrás conmigo en que es más divertido escribir la historia imaginada que   —107→   leer la escrita. Esta suele ser embustera, y pues en ella no encuentras la verdad real, debemos procurarnos la verdad lógica y esencialmente estética.

-Te admito tu historia confusiana como un licor que embelesa, transportándonos a la región de dulces ensueños.

-No te digo que no. Abstráete, y llegarás a ver en esta historia algo tan substantivo como los mismos hechos. Todo es cuestión de ver hacia fuera o ver hacia dentro... Figúrate que han pasado mil años, y que los habitantes del planeta, en esa fecha remota, conocen las dos historias. ¿A cuál darán mas crédito: a la de Confusio, o a la que estarán escribiendo ahora Rico y Amat o don Antonio Flores? Yo creo que la de Confusio será más leída, y acabará por gozar concepto de única historia verdadera... Y si así no fuese, tendremos otra cosa mejor, y es que los caballeros de 2864 no se cuidarán de averiguar cuál es la verdadera o cuál la falsa, porque una y otra les importarán tanto como un higo chumbo... Bueno, Manolo: ya me mareo un poco en mi globo, que he dejado subir muy alto. Bajo a la tierra, bajo a la realidad, que bien pudiera ser una ilusión como otra cualquiera, y te pregunto: después de esta demostración del banquete, que es como un desafío a los obstáculos, ¿qué harán?... Conspirar como demonios.

-Ya están en ello hace meses. Confían en que podrán lanzarse en Junio... Los trabajos en el ejército no cesan... Lo que yo te   —108→   digo queda entre nosotros, Pepe. Lo sé por algo que me ha dicho Muñiz, y otro algo que he sorprendido a Lagunero. Cuentan con dos regimientos acuartelados en la Montaña: Constitución y Saboya. Manda el primero el coronel Rada.

-No se fíen... Rada es convenido de Vergara. En Saboya manda uno de los batallones López Guerrero, que es amigo mío.

-Y mío. Se cuenta con él incondicionalmente. El plan es que Saboya y Constitución den el grito, sorprendiendo el cuartel de San Gil y apoderándose de la artillería... En el cuartel del Soldado se sublevará Cuenca, que destacará un batallón al Ministerio de la Guerra y otro al cuartel del Retiro. Parece que Amable Escalante y Lagunero tienen bien trabajada a la Caballería, que se establecerá en el Prado, vigilando a los Ingenieros...

-No sigas... Todo es soñar... Muñiz y Amable Escalante sueñan, aunque de distinto modo que mi Confusio. Al menos los sueños de este alegran el ánimo... Verás cómo todo se disipa, cómo los comprometidos se descomprometen, cómo los vigilantes se amodorran y los valientes se acoquinan...».

Según opinaba Beramendi, abortó el movimiento. Pero la infatigable conspiración, como los maestros de guitarra, decía: «Patilla, cruzado y vuelta a empezar». Prim se fue a Panticosa, y en su ausencia se le preparó otro parto con los mismos regimientos,   —109→   sin que los profesores de obstetricia tuvieran más suerte que en el caso anterior. Pero se escandalizó lo bastante para que se alarmara el Gobierno: los Cuerpos sospechosos fueron trasladados a ciudades lejanas, y vinieron Príncipe, Asturias, Isabel II, con lo cual nada se adelantaba. Prim fue desterrado a Oviedo, que vino a ser el telar donde la urdimbre del ejército se tejía con la trama del pueblo. La tela iba cundiendo: casi se la veía y se la tocaba, violado ya el secreto que comúnmente encubre estos trabajos contra el orden establecido... De improviso, y cuando más descuidados tejían tropa y pueblo, ¡pim! cayó el Ministerio Mon. ¿Quare causa? Nadie lo sabía, y lo que era peor, nadie lo preguntaba. Ya nos habíamos acostumbrado a que los Gobiernos cayesen y se levantasen sin otro motivo que la corazonada o el antojo de la Señora. Andaba ya esta muy confusa y amargada con las nuevas traídas de París por el Rey don Francisco, que fue a pagar la visita de la Emperatriz Eugenia. Napoleón y su mujer le habían calentado las orejas por la tenacidad con que España se negaba a reconocer el Reino de Italia, hecho consumado que ningún país europeo podía considerar como no existente, so pena de quedarse fuera del ruedo de las naciones. La conducta de España era sencillamente un quijotismo intolerable. Esto, palabra más, palabra menos, le dijeron a don Francisco de Asís los Emperadores, y lo mismo que se lo encajaron lo transmitió   —110→   él a su esposa, que se llevó las manos a la augusta cabeza, repitiendo trémula y aterrada: «No puede ser, no puede ser».

Como si lo viéramos, Isabel II comunicó inmediatamente a sus ángeles tutelares Sor Patrocinio y el Padre Claret las tremendas conminaciones que don Francisco le había traído de París. Es fama que ambas personas reverendas alargaron los morros y fruncieron las cejas... Mandara Napoleón en su casa, y dejara que nuestra Reina gobernara en la suya... Sostuviérase España en su acuerdo tocante al llamado Reino de Italia, y con la protección de la Virgen nada debía temer del concierto ni del desconcierto europeo. Claramente se vio que aquí el Gobierno constitucional era un figurón con careta grave y casaca reluciente. Sólo creían en él algunos cándidos políticos, y los vagos que en la Puerta del Sol se estacionaban para ver caer la bola de la torrecilla de Gobernación... Bien puede estamparse aquí, sin temor de atropellar la verdad histórica, este breve dialoguillo:

«Narváez...

-¿Qué, Señora?

-Ahora, más que nunca, te necesito. He despedido a Mon. Fórmame un Ministerio a tu gusto. Todo te lo permito con tal que no me traigas el reconocimiento de Italia, y que me amanses a Prim y a esos endiablados progresistas».

Cogió Narváez el timón del averiado cachucho del Estado, después de meter en él   —111→   a González Bravo, a Llorente, a Alcalá Galiano, al general Córdova y a otros de menos fuste... Hombre muy ducho en política, y bastante lince para ver el nublado que se venía encima, levantó el destierro de Prim y anuló los traslados de algunos coroneles y tenientes coroneles. Por mediación de Córdova, mientras este permaneció en el Ministerio, después valiéndose de Carriquiri y Salamanca, negoció con el de Reus, empezando por ponerse en un buen terreno de conciliación; condonó las multas por delitos de imprenta, y levantó las penas recaídas sobre algunos periodistas. Vacilaron los del Progreso, sensibles a estos halagos; no pocos se inclinaron a que cesara el retraimiento; pero dominó al fin la opinión viril que preconizaba la retirada al Aventino, y el Manifiesto de 20 de Noviembre quitó a Narváez y a la Reina toda esperanza de encadenar por buenas a la Libertad, y amarrarla a una pata del trono, donde podrían escupirla reverendamente los tutelares ángeles de Isabel.

«No cogeréis al monstruo en trampa ni con lazo -dijo Beramendi a Eufrasia una noche en casa de la Campofresco-. Ahora va de veras. No puede Isabel impunemente renegar de la idea que tuvo más fuerza que las espadas para llevarla al trono y asegurarla en él. Aconséjala tú, gran filósofa; dile que deseche el terror del Infierno, que sus culpas no son tan graves como ella cree o le hacen creer los que viven y medran a la   —112→   sombra del miedo de la Majestad pecadora. Culpa mayor que todas las culpas es el desprecio que hace de los intereses y de la vida de su pueblo. Si quiere ir al Cielo, no nos haga un pisto con su conciencia, que es toda suya, y su corona, que es suya y nuestra.

-Su alma es muy compleja, Pepe, y cuantas veces intenté dirigirla por mejor camino del que lleva, me dejó mal. Es bondadosa, es generosa; pero se diría que nació y la criaron en la calle de Embajadores. Tiene todas las supersticiones de la mujer del pueblo... No creas que teme a los progresistas: a Prim le quiere, le daría con gusto el poder... Haría ministros a Sagasta, a Fernández de los Ríos, a Montemar... Todos esos que escriben no le inspiran cuidado... A Olózaga sí le teme más que al cólera. Ya sabes que ese no se recata para decir que es abiertamente antidinástico... Pero el mayor temor de doña Isabel, ¿sabes cuál es? La Democracia... esos hombres que te hablan de república como de la cosa más natural del mundo, y se atreven a poner en sus programas nada menos que la libertad del pensamiento; ese Rivero, ese Figueras, ese García Ruiz, ese Becerra, y otros que dicen con toda la poca vergüenza del mundo: 'Soy demagogo'. Pues yo, qué quieres, en esto le doy la razón a la Reina y participo de su temor. ¿Quién te dice que, llamado Prim al poder, no vendrá, tras de la turba progresista, la ola democrática que arramblará por todo?

  —113→  

-Ya pareció la ola. ¿Dónde te has dejado la piqueta incendiaria y la tea demoledora?... Al revés he querido decirlo.

-Al revés o al derecho, ya verás, Pepe, cómo Narváez se entiende con Prim, y lo del retraimiento será una broma... Te apuesto lo que quieras.

-Yo no apuesto contigo, porque siempre te gano y nunca me pagas. Tienes conmigo una deuda enorme.

-¿Qué te debo, pillastre?

-La reputación de virtud que te estoy formando a fuerza de mentiras.

-Cállate la boca, tontaina, que estás bien pagado con el bombo que te doy cuando hablo de ti con tu mujer.

-Inútiles embustes. Mi mujer no te cree».

Nada más hablaron aquella noche. Adelante. Dice la Historia ilógica y artificial que González Bravo hizo unas eleccioncitas como para él solo, sacando de las urnas con suave mano una mayoría de carneros, con perdón, todos de familia y marca moderada; pocos unionistas, y ni un solo borrego progresista, por más lazos que tendió para coger alguno. Y del mismo modo metió en el Senado una hornada o hato de morruecos que le aseguraban la sumisión del llamado Alto Cuerpo. Cogió doña Isabel el cielo con las manos, viendo que Narváez no le abría camino para amansar al furioso Progreso... Nada, nada: había que licenciar a Narváez. Esto pensó dos días antes de reunirse las nuevas Cortes, y como lo pensó lo hizo, molesta   —114→   y agriada, no solo por lo expuesto, sino porque Narváez había decidido el abandono de Santo Domingo, único remate posible de tan dispendiosa guerra. Sin temor de atropellar la verdad, puede estamparse aquí otro breve dialoguillo:

«Istúriz...

-¿Qué, Señora?

-Narváez me ha engañado; tengo que prescindir de él. Además, no estoy conforme con el abandono de Santo Domingo. Me formarás un Ministerio con elementos unionistas que no estén muy gastados...

-¿Yo, Señora...? Yo...».

El anciano ilustre, que tan grandes servicios había prestado a la Monarquía española, así en la política como en la diplomacia, vacilaba entre el respeto y su desgana de prestarse nuevamente a tales obras de pastelería pública. Hombre de vastísima ilustración, volteriano de añadidura, no había sido nunca más que el remedión de todas las situaciones de difícil salida, y el constructor de Ministerios-puentes para pasar de una orilla a otra. Y cuando el amador platónico y puro de la Reina Cristina ya descansaba tranquilo en su Presidencia del Consejo de Estado, la voluntariosa Reina le pedía que viniese a armar otra pasadera. No le valieron las excusas con que su modestia y cansancio quisieron eludir el encargo; su exquisita amabilidad y dulzura le perdieron.

«Nada, nada: te pido este favor y no has   —115→   de negármelo. Mañana a esta hora me traerás la lista de tu Ministerio».

Pasadas veinticuatro horas, llegó a Palacio el bueno de don Javier con la lista de ministros.

«¿Está completa? ¿A ver, a ver...?

-Ros de Olano, Salaverría, Bermúdez de Castro, Calderón Collantes, el general Ibarra, don Isidro Argüelles...

-Bien, bien: estoy conforme. ¿Qué hora es? Las doce. Pues a las tres en punto pueden venir a jurar».

A las tres menos cuarto:

«Istúriz...

-¿Qué, Señora?

-Que no hay nada de aquello. Ha venido Narváez... ¡Ay, qué cosas me ha dicho!... Dejémoslo para otra ocasión.

-¡Ay, dejémoslo!... Respiro».

Al día siguiente se reunieron las Cortes, y se presentó a ellas el Gobierno que con suave tirón electoral las había traído.




ArribaAbajo- XII -

La figura de Prim, que en la mente de muchos tomaba proporciones no comunes, por la firmeza con que seguía contra viento y marea un plan político esencialmente negativo y demoledor, permanecía indecisa,   —116→   vagamente apreciada por los ojos de la muchedumbre. Perdíase la figura en sombras lejanas. Por un momento salía entre relámpagos que iluminaban una fase de su persona, y a esconderse volvía como fantasma obediente al canto del gallo, o a las campanadas de media noche. No había llegado el tiempo de su desembozada presencia en el mundo; pero los días tediosos, de ansiedad incierta y vagas esperanzas, anunciaban el día luminoso de Prim.

No así Castelar, que en aquellos años brillaba con todo su esplendor en el zenit mental de España. Su oratoria opulenta, de lozanía plateresca, exuberante de formas paganas enlazadas graciosamente con formas góticas, enloquecía los cerebros juveniles. En el Ateneo y en la Universidad, aquel supremo artista de la palabra construía la arquitectura espléndida de sus discursos, nunca fatigosos por largos que fueran, áureos y relumbrantes de piedras preciosas como la Custodia de Toledo, como ella gentiles y teológicos. Gente había que admiraba su retórica y ponía en cuarentena sus ideas, viendo en ellas un ariete contra las posiciones, los privilegios y las sinecuras; otros lo aceptaban todo y alababan fondo y forma. La doctrina democrática iba con tal apóstol penetrando en los entendimientos, y extendiéndose por ciudades y campos como los sones de un órgano potente. El alma de los pueblos gusta de esta música oratoria, y se abre con embeleso a las ideas expresadas con   —117→   ritmo y cadencia. Siempre hubo poetas que enseñaron las verdades; siempre la música política y filosófica precedió a las grandes mudanzas en el ser de las naciones.

El Ateneo era entonces como un templo intelectual, establecido, por no haber mejor sitio, en una casa burguesa de las más prosaicas, donde se hicieron naves, presbiterio y capillas a fuerza de derribar tabiques, suprimiendo alcobas y gabinetes para formar espacios donde la multitud pudiera congregarse. Era una iglesia pobre, una casa holgona, donde años antes habían vivido señores enriquecidos en el comercio, y que nunca supieron ni una palabra de Filosofía ni de Literatura ni de Historia. Y con ser tan chabacano el edificio, y tan mísero de belleza arquitectónica, tenía un ambiente de seriedad pensativa propicio al estudio, y sus techos desnudos daban sombra semejante a la de los pórticos de Academos. Iban allí personas de todas edades, jóvenes y viejos, de diferentes ideas, dominando los liberales y demócratas, y los moderados que habían afinado con viajatas al extranjero su cultura; iban también neos, no de los enfurruñados e intolerantes; las disputas eran siempre corteses, y la fraternidad suavizaba el vuelo agresivo de las opiniones opuestas. Sobre las divergencias de criterio fluctuaba, como el espíritu de una madre cariñosa, la estimación general.

Entrábase, por la calle de la Montera, a un portal amplio que, si no estuviera blanqueado   —118→   y limpio, sería igual a los de las posadas de la Cava Baja. A mano derecha, la escalera nada monumental conducía en dos tramos al piso primero; una mampara de hule claveteado daba ingreso al templo. Pasado el vestíbulo en que hacían guarda el conserje y porteros, llegábase a un luengo y anchuroso callejón pasillo, harto obscuro de día, de noche alumbrado por mecheros de gas. Divanes de muelles que ablandó la pesadumbre de tantos cuerpos, convidaban al descanso a un lado y otro, y en las cabeceras del extenso corredor. En verano, no faltaba un botijo en algún rincón, y en invierno los paseantes medían de dos en dos, con las manos a la espalda, la dilatada estera de cordoncillo. Andando en la dirección de la Red de San Luis, a la izquierda caían la sala que llamaban Senado, con balcones a la calle; la Biblioteca y una salita de conversación; a la derecha, el paso a los salones de Lectura y al de Sesiones... Más abajo, en derechura de la Puerta del Sol, abríase un pasadizo estrecho que a las estancias inferiores y de servicio conducía. En el Senado hacían tertulia señores respetables, fijos en los divanes como las ostras en su banco, y otros que entraban y salían parándose un rato a platicar con los viejos. Comúnmente allí no se trataba de asuntos técnicos ni didácticos, sino de los sucesos del día, que siempre daban pie a ingeniosas aplicaciones de los principios inmutables.

En la Biblioteca, carpetas para escribir y   —119→   leer, estantería de estas que se estilan en las casas burguesas para guardar libros que no se leen nunca: allí se leía, sí; pero los libros tenían cierto aire de no querer dejarse leer, prefiriendo su cómodo resguardo entre cristales. En el fondo de la sala, apenas visible por el estorbo de las altas carpetas, se acurrucaba un hombre. En invierno se inclinaba tarde y noche sobre un brasero, puestos los pies en la tarima; en todo tiempo tomaba café a ciertas horas... café traído del café y en vaso. Era don José Moreno Nieto, para quien la Biblioteca que regentaba era poca cosa en comparación de la que él tenía en su cabeza. Había metido en ella todos los sistemas filosóficos conocidos y los que aún estaban por conocer. A esta desaforada erudición correspondían una facilidad, una fluidez de palabra como el chorro de fuente inagotable. Más meritorio debía de ser en él el silencio que la elocuencia, pues esta le salía de la boca sin esfuerzo alguno, como la constante erupción de un entendimiento que no cabe en sí mismo. Era de corta estatura, picado de viruelas, erizado el bigote, el pelo echado hacia atrás. Solo, callado y sin oyentes, hablaba con la movilidad de su temperamento nervioso, con el espíritu que no esperaba la palabra para salirse por los ojos. No existió jamás hombre más puro, de más recta conciencia, ni una vida en que tan bien incrustadas estuvieran, una dentro de otra, la filosofía sabida y la virtud practicada.

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El salón o salones de lectura eran un gran espacio irregular compuesto de dos distintas crujías, comunicadas una con otra por arcadas de fábrica, con buenas luces al patio interior; recinto vulgar, que lo mismo habría servido para obrador de modistas que para cajas de imprenta, o para capilla protestante. Largas mesas ofrecían a los socios toda la prensa de Madrid y mucha de provincias, lo mejor de la extranjera, revistas científicas, ilustradas o no, de todos los países. Era un comedero intelectual inmensamente variado, en que cada cual encontraba el manjar más de su gusto. En aquel recinto blanco, luminoso, beatífico, sin más adorno que algún mapa o cuadros de estadística, habitaba como huésped fijo un silencio de paz y reflexión, y al amparo de él se apiñaban los lectores, todos a lo suyo, sin cuidarse ninguno de los demás. Nadie interrumpía con vanos cuchicheos aquella tranquilidad devorante de gusanos de seda, agarrados a las hojas de morera. Oíase no más que el voltear de las hojas de los periódicos, armados en bastones para más comodidad del leyente.

Allí se veían extraños tipos de tragadores de lectura. Un señor había que agarraba el Times y no lo dejaba en tres horas. Otro tenía la manía de coger seis u ocho periódicos de los más leídos, se sentaba sobre ellos, y los iba sacando uno por uno de debajo de las nalgas, y dejándolos en la mesona conforme los leía. Otros picaban aquí y allí, en   —121→   pie; los más comían sentados, sin quitar los ojos del plato exquisito como buenos gastrónomos. Por aquel vasto local desfilaron todas las celebridades literarias y políticas del siglo, sin excluir buena parte de las militares. Los que recordaban a Martínez de la Rosa leyendo Le Journal des Debats, veían casi a diario, en los días de esta historia, a don Antonio Alcalá Galiano recreándose con las donosas caricaturas del Punch, y explicando el texto de ellas, poco inteligible para los que no habían hablado el inglés en la propia Inglaterra. El buen señor, ya viejo, de cara fosca y larga, enfundado en luengo gabán gris, entraba paso a paso y se situaba en la mesa de las Revistas; hojeaba algunas, picando aquí y allí, buscando las mejores golosinas en la bandeja de los conocimientos novísimos. El ruedo de admiradores que junto a él en ocasiones se formaba, oía su palabra ronca, que aun en lo familiar tiraba siempre a lo oratorio, engalanada con las formas gramaticales más perfectas. En la ironía sazonada no hubo maestro que le igualase, y a veces su intención dejaba tamañitos a los toros de Miura.

También iba alguna vez don Antonio Ríos Rosas, que a los jóvenes imponía respeto con su cara de tigre, y su entrada silenciosa, el andar lento, sin hablar con nadie, hacia el salón de lectura. No picaba, como Alcalá Galiano, en diferentes revistas, sino que cogía una sola, el Correspondant o la de Ambos Mundos, y metódicamente se tragaba   —122→   uno de aquellos ingentes estudios de arte político o de controversia religiosa. Este y otros señores graves no iban más que a leer, y rara vez entraban en los sitios de tertulia, como otros ancianos o jóvenes maduros, que amaban el sabroso toma-y-daca de la controversia. Fermín Gonzalo Morón, en el declinar de sus años, el Padre Sánchez, en su madura existencia vigorosa, se pirraban por armar altercados con la juventud en el pasillo o en el Senado. Entre la muchedumbre de hombres hechos, bullían mozos en formación para personajes, estudiantones ávidos de aprender, que se ejercitaban en la intelectual esgrima, tirando a perorar y a discutir con los espadachines mayores; los había también tímidos, que laboraban en la muda gimnasia de la observación y la lectura. Para que nada faltase, había un grupo de cubanos que exponían sus ideas de autonomía y aun de emancipación de las Antillas, sin que nadie de ello se asustara.

En aquel espacio, no más grande que el de una mediana iglesia, cabía toda la selva de los conocimientos que entonces prevalecían en el mundo, y allí se condensaba la mayor parte de la acción cerebral de la gente hispánica. Era la gran logia de la inteligencia que había venido a desbancar las antiguas, ya desacreditadas, como generadoras de la acción iracunda, inconsciente. Por su carácter de cantón neutral, o de templo libre y tolerante, donde cambian todos   —123→   los dogmas filosóficos, literarios y científicos, fue llamado el Ateneo la Holanda española. En aquella Holanda se refugiaba la libre conciencia; lo demás del ser español quedaba fuera del vulgarísimo zaguán del 22 de la calle de la Montera.

En los primeros días de Abril de aquel año (andábamos en el 65) creció la animación en las tertulias y mentideros de la ilustre casa. Las chácharas rumorosas casi llegaron a invadir el primer espacio del sosegado Salón de Lectura, y aun llegó algún eco de ellos al de las Sesiones o Cátedras, donde unas noches explicaba Paleontología el sabio geólogo Sr. Vilanova, y otras hacía Gabriel Rodríguez la crítica acerba del Sistema protector. El Senado dio por agotado el tema de la encíclica Quanta cura, en que Pío IX condenaba el liberalismo y lo hacía responsable de todos los males que afligían a la humanidad. ¿Cómo habían de gobernar a España los liberales, si su doctrina era pecado? Declarándolo así, el Santo Padre nos exhortaba paternalmente a dejarnos gobernar por él.

Sucedió en aquellos días que la Reina doña Isabel cedió al Estado el 75 por 100 de algunos bienes del Patrimonio que debían venderse para socorro de la Hacienda pública. En esto iba comprendida una parte del bajo Retiro, entre la Puerta de Alcalá y el Prado. Vieron algunos en esto una martingala en que salía beneficiada la Casa Real; los ministeriales dieron en sus periódicos   —124→   un descomunal bombo al proceder de la Reina, y Castelar soltó en La Discusión un artículo titulado El Rasgo, que puso de uñas a toda la caterva moderada y palatina. ¡Vaya un escándalo! Ciego y disparado de coraje, el Gobierno privó a Castelar de su cátedra de Historia en la Universidad, ganada por oposición. Rezongó el Claustro, chillaron con furiosa algarabía los estudiantes. ¿Cómo no había de repercutir este nervioso estremecimiento escolar en las circunvoluciones del Ateneo, la bóveda pensante?

Aquella noche (primera semana de Abril) restallaban en el Senado diálogos vibrantes. Salió al pasillo Moreno Nieto, y rodeado al punto de muchachos, les dijo que la cátedra ganada por oposición es propiedad más sagrada que la camisa que llevamos puesta. En su opinión, las demasías de los Gobiernos autocráticos proceden siempre de una levadura demagógica. González Bravo fue siempre un demagogo, y ni él ni Narváez tenían idea de las funciones augustas del Profesorado. Los jóvenes no se recataban para soltar ante don José las opiniones más radicales: la bondad del maestro les daba confianza para todo. En esto llegó el Padre Sánchez, que venía del Salón de Lectura, y antes que le preguntaran su opinión, dijo a los muchachos, a don José y a Ramos Calderón, que en aquel momento se incorporó al grupo: «Soy enemigo de Castelar, y de su democracia y de su lirismo histórico y   —125→   político. Pero reconozco que es un atropello quitarle su cátedra por un artículo de periódico... Y esto traerá cola. Acabo de hablar con Montalbán. Dice que será firme defensor de la dignidad universitaria, y que no dará curso a la destitución de Castelar».

Apenas dicho esto, vieron salir del Salón de Lectura, pasito a paso, a un anciano de afeitado rostro, dejando en su maxilar la menor cantidad de patillas blancas. Usaba gafas de présbita, muy fuertes; andaba con precaución, y sus plegados ojos no respondían de reconocer lo que miraban. Era el Rector de la Universidad... Saludáronle; contestó él con ligera inclinación, y ninguno se atrevió a interrogarle, porque pudo más el respeto que la curiosidad. Al día siguiente apareció en la Gaceta la destitución de Montalbán y el nombramiento del Marqués de Zafra, que fue como prender fuego a la hoguera del enojo estudiantil y desatar sobre ella un huracán. Se necesitaba poco en aquellos días para que una pavesa se trocara en incendio, un juego de chicos en motín pavoroso.



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ArribaAbajo- XIII -

Movidos los estudiantes de un pensamiento generoso, que era proyección del pensamiento general, resolvieron obsequiar con una serenata al Rector saliente. Pedido y otorgado por el Gobernador el necesario permiso, se dispuso la música para las nueve de la noche, y un público espeso acudió a la calle de Santa Clara con bullicio y animación de fiesta. Si la serenata era en aquella ocasión un acto corriente y usual como otros de la misma índole y objeto, ¿por qué a presenciarla y a gozar de ella acudía tan inmenso gentío? Beramendi, que con su amigo Guillermo de Aransis asomó las narices por las inmediaciones del teatro de Oriente, sin otro móvil que curiosear, dijo así: «Cuando un pueblo tiene metido el motín en el alma, basta que se reúnan diez y seis personas para que salgan diez y seis mil a ver qué pasa».

No obstante, motivo no había para temer desórdenes... De improviso vieron los amigos que se arremolinaba la multitud. A la claridad de los farolillos de los atriles, junto a los cuales estaban los músicos, algunos con la boca pegada ya a los instrumentos, se vio que los guardias de seguridad mandaban   —127→   suspender la tocata... ¡A enfundar los instrumentos, a recoger los atriles, y a casa todo el mundo! ¿Serenata dijiste? No fue mala la que dieron los silbidos de la muchedumbre, el maldecir a la política, y el prorrumpir hombres y mujeres en soeces injurias contra el Gobierno. Resguardáronse Beramendi y Aransis del empuje de la turba enojada, que retrocedía enroscándose como culebra, y arrimados estaban a la pared, no lejos de la calle de la Escalinata, cuando se les plantaron delante dos mujeres gritando y manoteando. Eran las Hermosillas, dos hermanas de vida airosa o aireada, guapas: la mayor, Rafaela, ya marchita; Generosa, todavía bien redondeada. En su vivir azaroso, vestían a la moda señoril o a la de pueblo, según el estado de su voluble hacienda. Aquella noche iban en la forma más achulapada; habían salido de sus madrigueras con la idea de que era noche de libertad y palos. En los barrios del Sur eran conocidas con el apodo de las Zorreras, por ser hijas de un fabricante y vendedor de zorros que figuró en la revolución del 54. A Guillermo de Aransis conocía la mayor, por pasajeros tratos, y con Beramendi había tenido Generosa algún encuentro no casual, grato sí, pero pronto olvidado.

Abordaron a los dos caballeros sin miramiento alguno, saltando de golpe enorme distancia social, y Rafaela interpeló a Guillermo en los términos de la mayor confianza...   —128→   En tanto, Beramendi les decía: «¿Qué hacéis aquí, oh mujeres del bronce? ¿No teméis que os estrujen?

-Ya estamos bastante estrujadas.

-¿Y que os pisen?

-¡Más pisadas de lo que estamos...!

-Idos a casa, que os puede alcanzar algún palo, sin querer.

-O queriendo... Que haiga palos, don José. Para eso hemos salido, para verlo.

-Os han dejado sin serenata... Fastidiaos.

-Nos ha dicho un chico de Farmacia que ha sido por un rasgo que echó Castelar.

-El Gobierno hace bien en no permitir escándalos. Con pretexto de una serenata, salen a rebuznar los revoltosos de oficio.

-¡Pues, hijo! ¿También tú, Guillermito, sales a la defensa de ese perro de González Bravo?

-¿Pero qué os ha hecho a vosotras el bueno de don Luis, que os permite corretear a todas horas?

-¡Así le den morcilla... así reviente! ¡Vaya con el tío!

-Que lo arrastre el pueblo. ¡Que lo pinchen y lo mechen, hasta que veamos correr por el arroyo la última gota de su sangre!

-¿Y la sangre del tigre de Narváez, para cuándo la dejas?

-Ea, seguid... No va por ahí poca patulea...

-Seguiremos... que estamos llamando la atención.

  —129→  

-Podían decir: '¡Vaya, qué amigas tienen esos caballeros!'. Guillermo, abur.

-Adiós, don José... cuidarse. Lo primero es la salud».

Por los claros de la multitud defraudada, rugiente, avanzaron los dos caballeros. ¿A dónde irían a pasar la prima noche? «Vámonos al Ateneo -Propuso Beramendi, pensando que allí oirían buenas cosas, por ser aquella trapatiesta obra de estudiantes y profesores». Apenas entraron en el largo pasillo, vieron grupos que comentaban con viveza lo que los dos caballeros habían visto en la calle. Una de las primeras personas con quienes topó Beramendi en el grupo más próximo, fue su hermano Gregorio García Fajardo, el cual era en el palacio de la inteligencia parroquiano reciente, novato fresco.

En cuanto la usura le dio riqueza bastante para pavonearse en la sociedad, el primer cuidado de Gregorio fue abonarse al Real y hacerse socio del Ateneo. Así, su esposa Segismunda se daba en público el lustre correspondiente a su improvisada posición, y él se barnizaba con unos toques de cultura, indispensables para figurar dignamente en el círculo de hombres de negocios y grandes capitalistas. Pensaba que su persona adquiría respetabilidad e importancia poniéndose a leer La Época u otro periódico de los grandes, y teniéndolo un buen rato desplegado ante los ojos en toda su extensión tipográfica. Y era también cosa muy   —130→   entonada, como la buena ropa, llegar al café y decir: «Vengo del Ateneo de oír la conferencia que nos ha dado Moreno Nieto sobre El estado actual del pensamiento europeo. ¡Qué discurso, señores... qué hombre tan pensador!».

Apenas los dos caballeros se agregaron al grupo, Gregorio Fajardo soltó esta grave opinión: «De todo esto tiene la culpa ese loquinario de Prim, que ha soliviantado a los progresistas, los progresistas a los demócratas, y estos al populacho y a los estudiantes. También digo una cosa: yo González Bravo, no habría consentido que el Gobernador diera permiso para esa cencerrada o serenata... Ha sido una pitada horrible dar el permiso y luego prohibir la música... Y digo más, señores: yo Narváez, no hubiera destituido al Rector, que es un anciano; a Castelar sí... porque la democracia es una perturbación, y no está preparado el país para esas novedades... Yo doña Isabel, daría el poder a los progresistas, para que se desacreditaran de una vez... Tres o cuatro meses de gobierno nos librarían de ese fantasma...».

Antes que el orador terminase, apareció el Padre Sánchez en el grupo. A una interrogación cariñosa de Beramendi sobre el suceso del día, el buen cura don Miguel se expresó con esta ruda sinceridad: «Son tan torpes estos moderados, que ni saben ser déspotas. Narváez ha perdido los papeles. Ustedes dicen: ya no hay liberales. Yo digo:   —131→   ya no hay tiranos. Exponerse a un conflicto grave, a una crisis, a un trastorno político, porque toquen o dejen de tocar cuatro músicos sus trombones y clarinetes delante de un rector, es lo último que me quedaba que ver para comprobar nuestra decadencia. Yo les diría a los estudiantes: «Señores estudiantes, ahí tienen ustedes todas las bandas de la guarnición de Madrid. Llévenlas a la calle de Santa Clara, y que estén tocando siete días con sus noches»... Y dicen ustedes: '¡Inicua represión!'. Ya sabemos todos que aquí conspira todo el mundo, paisanos y militares, de la manera más descarada. Hasta los chiquillos le dicen a usted: 'Constitución está comprometido... Arapiles está al caer... Se cuenta con el Inmemorial del Rey'. ¿Saben ustedes de muchos coroneles y tenientes coroneles, de muchos progresistas y demócratas, que hayan ido a aprender el camino de Fernando Poo?».

Rivero, que entra y pasa junto al corrillo, oye, se detiene, se agrega. En su cara de gladiador, tostada, terriblemente enérgica, brota con chispa fugaz una sonrisa. Con un periódico que doblado trae en la mano, golpea el hombro del sacerdote ateneísta, y dice: «A Fernando Poo nos quiere mandar este cura... Pues el que va a ir pronto a Fernando Poo es usted, don Miguel, y no le mandará González Bravo, sino yo, yo.

-No digo que así no sea, don Nicolás. Las Democracias fueron siempre más tiránicas que las Monarquías.

  —132→  

-Pero nunca tanto como la Iglesia.

-Poco a poco, don Nicolás...

-La Iglesia, la primera y más sanguinaria opresora del mundo. Lo discutiremos cuando usted quiera.

-Ahora mismo».

Enredose la discusión, elevándose de un vuelo a las altas regiones, que en aquella casa (pórticos de Academos) lo que empezaba en disputa familiar concluía por guerra de principios... Aransis se había separado del grupo, y aparte parloteaba con un diplomático amigo suyo, que quería saber la impresión producida en Viena por la Encíclica Quanta cura y el Syllabus. Díjole Guillermo que las cuestiones romanas interesaban poco en Austria. Toda la atención estaba en el problema internacional. Debilitado el Imperio por la pérdida de Lombardía y el Véneto, buscaba medio de fortalecerse con las alianzas. La Cancillería austríaca gestionaba secretamente una alianza ofensiva y defensiva de Austria, Francia, Italia y España, contra Prusia, que se crecía y engallaba, amenazando a Francia por el Rhin, y al Austria en la frontera de Bohemia. A la sordina trabajaba el zorro de Antonelli contra este pacto. Todo menos robustecer a Italia. Para Roma, el peligro más visible de tal alianza era que los Estados del Papa perderían el amparo de Francia. Y España, ¿qué vela llevaba en este entierro? Ninguna, porque la Santa Sede, que se consideraba dueña de la voluntad de Isabel II, no   —133→   consentía que nuestro país entrase en tal combinación, y por de pronto se le prohibía, como caso de conciencia, el reconocimiento del reino de Italia...

Y como en aquella casa, que no sólo era los pórticos, sino también los portales de Academos, se trataban todas las cuestiones, así las más elevadas como las más humildes y familiares, Pepe Beramendi, viendo salir del Salón de Lectura a un amigo suyo, militar, se fue derecho a él, abandonando el corro en que el Padre Sánchez y don Nicolás Rivero acometían un tema histórico tan claro como la inmortalidad del cangrejo. Arrimados a un sitio solitario, Beramendi y el militar, que era joven, vestía de paisano y usaba lentes, hablaron así:

«¿Pavía, eh?... perdone un momento. ¿Sabe usted algo de Clavería? Hace dos semanas que no se le ve en el Casino ni en ninguna parte.

-Creo que está en Valencia.

-¿Preparan algo allí?

-No sé... (La sonrisa del militar más bien indica discreción que ignorancia.) No he dicho nada... tampoco aseguro que esté Clavería en Valencia, sino que allá pensó ir. Me lo dijo Teresa Villaescusa.

-¿Pero está aquí Teresa?

-Estuvo unos días... Muy bien de salud.

-Algo tronada, según oí.

-González Leal está rebañando las ollas de su fortuna.

-Pobre, conspirará con más fe... Otra cosa:   —134→   ¿y Prim, está aquí? (Afirmación del militar.) ¿No habrá este verano tirada de patos en la Albufera?

-No sé... (Vacilando.) Creo que no... En fin, ya veremos.

-Habrá tirada... Crea usted que todos los patos la deseamos. (Sonrisa del militar.) ¿Y qué piensa usted de este revoltijo de los estudiantes?

-Que es una chiquillada. Yo lo arreglaría con las mangas de riego.

-Yo con el himno... con el himno de Riego. Verá usted cómo viene a parar ahí.

-¡Quién sabe! Todas las revoluciones empiezan con música...

-Y con música acaban. Son un emparedado musical... con los tiros en medio».

A cada hora se animaban más el pasillo y el Senado. No eran pocos los que opinaban, como el teniente coronel Pavía, que contra la estudiantil asonada bastaba la artillería de las mangas de riego. Otros creían ver ya chorros de sangre; quizás los deseaban... con tal que no fuera la suya la que se derramase... Pasó el día 9, que era domingo, sin grandes novedades por estar cerrada la Universidad, y el lunes 10, día en que celebran su santo los profetas Daniel y Ezequiel, presentó antes de mediodía síntomas de borrasca. La tarde fue bochornosa, relampagueante. Todo Madrid divagaba en las calles, con la esperanza, el temor y el deseo de sucesos trágicos. El menor ruido hacía correr a los transeúntes. En la Puerta del Sol grupos de   —135→   gente risueña con grupos de gente ceñuda se cruzaban. Creyérase que aquellos decían a estos: «Atreveos. ¿Qué teméis? Aquí estamos nosotros para elogiaros y decir que sois la salvación de la patria». Los grupos risueños requerían los portales a la menor ondulación de los que venían ceñudos.

Poco después de anochecido, los rincones y salas del Ateneo presentaban la propia animación que en la noche del sábado. Beramendi, que acudió también al olor de las noticias motinescas, no encontró allí a su hermano Gregorio, sino que fue con él. Dígase entre paréntesis que, existiendo una distancia enteramente planetaria entre la rastrera vulgaridad de Gregorio y el sutil talento de José María, este no siempre miraba como inferior a su hermano, y en ocasiones se sentía vagamente impulsado a tributarle cierta admiración o respeto. ¿Por qué? Porque Gregorio había sabido, por fas o por nefas, labrarse una fortuna y ser el creador de su propia personalidad. Aun amasada con la usura, la riqueza de Gregorio era timbre o diploma de voluntad, y un sillar sólido en la social arquitectura. Podía permitirse ser tonto, con cien probabilidades contra una de no parecerlo... Convidole su hermano a comer aquel lunes, y luego, tirando de buenos puros, se fueron al Ateneo. A poco de arrellanarse ambos en los divanes del Senado, entró jadeante Luis Navarro, diciendo: «¡Menuda bronca en la calle del Arenal! Corre la gente desalada;   —136→   los hombres braman; las mujeres chillan; algunos caen... Pisadas, estrujones, batacazos...». No había concluido esta relación, cuando llegó Tubino limpiándose el sudor: «Señores, la Puerta del Sol es un volcán. Ha salido González Bravo a exhortar a la multitud. Le han contestado con silbidos horrorosos... Y a toda tropa o autoridad que pasa, allá van silbidos, insultos... una cosa atroz...». Manifestó don Antonio Fabié que él había observado los grupos al pasar por la calle del Carmen. No eran ya estudiantes los amotinados; era el pueblo, la plebe... se veían esas caras siniestras que sólo aparecen camino del Campo de Guardias en los días de ejecución de pena capital... Se veían caras de revoltosos de oficio y de patriotas alquilados. Era un horror...

Llegó don Laureano Figuerola con la habitual placidez de su rostro y su expresión austera y benigna. Acompañábale Gabriel Rodríguez, alto, barbudo, bien encarado y con antiparras de oro. Venían del Suizo. Desahogadamente pudieron llegar hasta la Academia de San Fernando; pero desde allí el paso era imposible. Hubieron de retroceder, dando un rodeo por la calle de la Aduana. En la Puerta del Sol, el tumulto y vocerío eran espantosos. Los dos esclarecidos economistas oyeron contar que una cuadrilla de obreros, que bajaba a la calle del Carmen por la de los Negros, apedreó a los soldados de Caballería, y que el Gobernador militar mandó hacer fuego... Figuerola y   —137→   Rodríguez sintieron la descarga; pero ignoraban si había sido al aire... Las voces que de esto llegaban al Ateneo eran contradictorias. Pasó tiempo... declinaban las horas con lenta rotación que acrecía la ansiedad... Sanromá entró diciendo que la Guardia Veterana repartía sablazos en la Puerta del Sol... En efecto: oíase desde la Holanda española un rumor como de oleaje impetuoso, lejanos apóstrofes, estridor de silbidos...

Algunos ateneístas de los que se arremolinaban en el pasillo pensaron salir y aproximarse a la Puerta del Sol para ver de cerca la jarana; pero en esto llegó casi sin aliento un precoz filósofo, González Serrano, y dijo: «No salgan ahora; no salga nadie... Por poco me gano un sablazo... El dolor que tengo aquí, ¡ay! es de un golpe ¡ay!... Se me vino encima la cabeza de un caballo... Ya cargan, ya vienen cargando por la calle de la Montera...». Acudió a los balcones del Senado y de la Biblioteca gran tropel de curiosos. Calle arriba iban hombres, mujeres y muchachos huyendo despavoridos. Centauros que no jinetes, parecían los guardias; esgrimían el sable con rabiosa gallardía, hartos ya de los insultos con que les había escarnecido la multitud. No contentos con hacer retroceder a la gente, metían los caballos en las aceras, y al desgraciado que se descuidaba le sacudían de plano tremendos estacazos. Chiquillos audaces plantábanse frente a los corceles, y con los dedos en la boca soltaban atroces silbidos. Al golpe de las   —138→   herraduras, echaban chispas las cuñas de pedernal de que estaba empedrada la calle costanera. Un individuo a quien persiguieron los guardias hasta un portal de los pocos que no estaban cerrados, cayó gritando: «¡asesinos!», y el mismo grito y otros semejantes salieron de los balcones del Ateneo. En la puerta de la sacristía de San Luis había dos muchachos que, después de pasar los últimos jinetes hacia la Red de San Luis, gritaban: «¡Pillos! ¡Viva Castelar... viva Prim!». Hacia la esquina de la calle de la Aduana, dos sujetos de buen porte retiraban a una mujer descalabrada... La noticia, traída por un ordenanza, de que en la Puerta del Sol y Carrera de San Jerónimo había muertos, hizo exclamar a Beramendi: «¡Sangre!... Esto va bien».




ArribaAbajo- XIV -

Y no disimulaba su júbilo al decirlo. Si la revolución era necesaria, inevitable, mientras más pronto viniera, mejor. Y sin sangre no había de venir, porque las revoluciones nutridas con horchata o zarzaparrilla criaban ranas en el estómago de los pueblos... Los ateneístas más impacientes por regresar a sus domicilios dejaron pasar algún tiempo, y en tanto planeaban itinerarios   —139→   extravagantes. Hombre hubo que para ir a la calle de Atocha, discurrió tomar la vuelta grande del Retiro. A última hora quedaban pocos en la docta casa, comentando los hechos y reconstruyéndolos conforme a datos fidedignos. Por la calle de Sevilla y Carrera de San Jerónimo había pasado la tragedia, dejando en las baldosas huellas de sangre. Los que allí perecieron, no eran gente díscola y bullanguera, sino pacíficos señores que en nada se metían; iban a sus casas; salían del Casino o del café de la Iberia, pensando en todo menos en su fin inminente... En el pasillo grande del Ateneo permanecían dos corrillos de trasnochadores. El más nutrido y bullicioso ocupaba el ángulo próximo a la puerta del Senado; allí analizaban la bárbara trifulca un antillano llamado Hostos, de ideas muy radicales, talentudo y brioso; otro americano, don Calixto Bernal, diminuto, maestro y apóstol de las cuestiones coloniales; Manuel de la Revilla, grande espíritu en un cuerpo mísero; Luis Vidart, artillero, filósofo, escritor, poeta... y otros. En el segundo corrillo, junto a la entrada de la Biblioteca, Tubino, Fulgosio, Moreno Nieto, y unos cuantos jóvenes que en aquel nido de la inteligencia se criaban para la oratoria y la política, embriones de afamados repúblicos, determinaron que la consecuencia inmediata del sangriento motín era la crisis... ¡crisis total! En el Salón de Lectura sólo quedaba una persona, gravemente silenciosa   —140→   y abstraída, los ojos clavados en una revista extranjera, y el espíritu a mil leguas de las sangrientas colisiones de aquella noche nefanda... Algunos del corro primero se acercaron a la puerta del Salón, movidos de curiosidad, y vieron la figura menuda, melancólica y calenturienta de Tristán Medina.

Estruendoso fue el vocerío de los partidos, de los periódicos, del ciudadano alto y bajo. Desatada la opinión sectaria, gente había que deploró no fuera mayor el número de muertos. Hablaban los madrileños en los cafés y en medio de la calle con un ardor que revelaba el desasosiego del cuerpo social. Transcurridas las vacaciones de Semana Santa, desfogaron en el Senado los hombres públicos, aprovechando la mejor ocasión que podía ofrecérseles para tirar certeros chinazos a la frente del Gobierno. Prim, Gómez de la Serna y don Cirilo Álvarez pronunciaron tremendos discursos. El más hermoso fue el de Ríos Rosas en el Congreso. Uno tras otro, disparó contra los responsables del suceso de la noche del 10 (que bautizada quedó con el nombre de San Daniel), los más formidables cantazos que recibieron en todo tiempo cabezas ministeriales; y como en el pasaje más ardiente, al llamar con voz de trueno miserables instrumentos a los guardias de la Veterana, le soltase la mayoría la rutinaria muletilla que se escriban esas palabras, se revolvió como un tigre, y estampó con un manotazo esta   —141→   respuesta grandiosa y clásica en la frente de la Representación nacional: «Si no fueran mías, pediría que se esculpieran». González Bravo, con titánico esfuerzo de su fecundo numen oratorio, pronunció diez y ocho discursos en las dos Cámaras.

De algunos incidentes lamentables del día 10 quedó memoria por mucho tiempo. El respetable ministro don Antonio Benavides, que vivía en la calle de Carretas y salió tranquilo de su casa, fue atropellado por los guardias en los momentos de mayor confusión y barbarie. A la misma hora, pasaba en su coche por la Puerta del Sol el ministro de Fomento, don Antonio Alcalá Galiano, y fue tal su emoción al oír los silbidos y ver el tumultuoso y amenazador oleaje de la plebe iracunda, que ya no volvió a su ánimo la tranquilidad. A los pocos días murió casi repentinamente de un ataque apoplético. Así acabó aquel maestro de la oratoria, en su juventud ardoroso evangelista de la Libertad. Su muerte fue, en cierto modo, una muerte obscura; pues apagada estaba ya su fama mucho antes de que llegara la última hora de su existencia honrada, voluble, y al fin más prestigiosa en la esfera literaria que en la política.

Desfilaban sobre la memoria de estos acontecimientos las horas grises y los días insulsos, y el bueno de Beramendi entretenía sus ocios con el arte, y singularmente con la música. Dos o tres noches por semana iba Rodrigo Ansúrez a casa de su protector; admiraban   —142→   sus adelantos Guelbenzu, Monasterio y no pocas damas que en el arte veían el más noble de los lujos. Se improvisaban conciertos amenísimos; tocaban Monasterio y Rodrigo con Guelbenzu admirables sonatas clásicas de violín y piano, y una baronesa muy linda cantaba como los ángeles. En la vaguedad de su solitario pensamiento, relacionaba el soñador Beramendi la música de Beethoven y Mozart con la Historia lógico-natural del eminente compositor Confusio, y descubría entre uno y otro arte semejanzas notorias, que saltaban a la imaginación y al oído.

Una tarde, el Marqués dijo a Confusio: «Necesito dilucidar un punto obscuro de Historia fea y prosaica, que todo no ha de ser Historia estética y soñada. ¿No me has dicho que en tu casa de huéspedes vive ese Carlos Rubio, redactor de La Iberia? Es amigo mío. Quiero hablar con él. Haz por traérmele mañana. Procura desinfectarle, pues ya sabes que es tan grande su suciedad como su talento. Aquí estuvo una tarde, y mi mujer, al verle salir, me llenó la casa de sahumerios». Volvió Santiuste al día siguiente, despachado el encargo. «El amigo Carlos Rubio salió para Valencia, digo, para Alicante. A punto fijo no se sabe para dónde ha salido. Llevaba por equipaje su capa llena de remiendos, y unas prendas de ropa envueltas en un número de La Iberia.

-Coincide -dijo el Marqués-, la desaparición de Carlos Rubio con la de Manolo   —143→   Pavía. La tirada de patos en la Albufera es un hecho. Allá estará Prim cazando, dígase conspirando. ¿Y qué regimientos y batallones se han comprometido?».

Alzando sus miradas al techo, expresó Santiuste del modo más significativo su ignorancia de todo acontecimiento sedicioso, pues en su Historia, para él la única verdadera, no se sublevaba el ejército. La palabra pronunciamiento sólo figuraba ya en el Diccionario como arcaísmo, a disposición de los pedantes. Aquel mismo día comprobó el Marqués la salida de Prim y de Lagunero para la cacería, y observó en algunos progresistas caras de ilusión. No había pasado una semana, cuando recibió una esquela de Teresa Villaescusa, pidiéndole entrevista para hablarle de un asunto reservado y de mucho interés. ¿Interés para quién? Para ella, sin duda. En la carta, que era un dechado de mala ortografía, decíale que no se determinaba a visitar al señor Marqués, porque podría la señora Marquesa escamarse, etcétera... Le haría el señor don José un gran favor pasándose a tal hora por la casa de su madre de ella, doña Manuela Pez.

Pues allá se fue el hombre con la conciencia tranquila y sin otro estímulo que el de la curiosidad, pues nunca tuvo devaneos con Teresita, ni temía caer en sus bien tendidas redes. La encontró muy guapa, todavía un poco marchita de las resultas de su grave enfermedad, o quizás desmejorada por recientes amarguras. Pero con su   —144→   palidez y pérdida no muy sensible de carnes, conservaba Teresa hechizos imponentes, y un juego de ojos que daba la desazón al más austero. Solos en la sala, bien apañada de muebles incómodos, de floreros hórridos y candelabros siniestros, dio principio la pobre mujer a la exposición de su asunto. Los tropiezos de la cortedad iban desapareciendo a medida que entraba en materia, y llegó al dominio completo de la dialéctica y a una dicción fluida, como la que un experto letrado que informa ante la Audiencia.

He aquí el triste caso: González Leal estaba tronadísimo. Gastando con exceso sus rentas, había tenido que desprenderse de las fincas rústicas y de las casas que heredó de sus padres. La pícara afición a caballos y coches, el juego, de añadidura, fueron las primeras causas del desastre. Luego vinieron otros despilfarros y calaveradas... Al llegar a este punto, afinó Teresa su elocuencia y enardeció su acento para decir: «No haga usted caso, señor Marqués, de la calumnia indecente que me atribuye a mí la ruina de Leal... que si mi lujo... que si lo que gasto en tocador y en perfumes... que si mis vestidos, que si mis alhajas... No, señor Marqués: como Dios es mi padre, no he sido yo quien se ha tragado, así lo dicen, todo aquel caudal tan saneadito... ha sido él: los caballos de él, los malditos faetones, el juego, señor Marqués; las comilonas de tanto y tanto amigo en el soto de Rebollar...   —145→   ha sido también la política y la conspiración, porque... verá usted... era un chorro continuo... Tanto para tal periódico... tanto para imprimir discursos... tanto para un almuerzo a donde iban los patriotas con hambre atrasada... tanto para los presos o deportados... tanto para la corona fúnebre que se había de poner a las víctimas... tanto para el viaje de este conspirador, o para la familia del condenado a muerte... En fin, señor Marqués, que no he sido yo, no he sido yo, se lo juro: tan cierto, como que le pido a Dios la salvación de mi alma. Me acosan con calumnias, malos decires y falsos testimonios. Es la envidia, señor, que no desmaya, que no perdona...».

Suspiró Beramendi; tomó aliento Teresa, prosiguiendo así: «Hemos llegado, señor mío, al ahogo constante, y a no tener ni un día ni una hora de sosiego... Si en poco tiempo se acabaron los bienes, más pronto se acabó el crédito... Comprenderá usted la situación, aunque nunca se ha visto en ella... ni quiera Dios que se vea... Aunque hablando a usted con toda sinceridad, no tengo vocación de pobre, ni puedo aceptar sin violencia tantas privaciones y afanes, no quiero abandonar a Leal... ¿Verdad, señor Marqués, que no puedo ni debo? No: él ha compartido conmigo su bienestar; compartiré yo ahora con él la pobreza... De Valencia he venido hace dos días para arreglar un asunto de Leal, y allá me volveré en cuanto lo arregle... ¿Será un atrevimiento   —146→   mío contar con la bondad de usted?...». (Pausa.) ¿Qué era, señor? Pues muy sencillo. Teresa puso en su lenguaje toda la caridad del mundo para enterar al caballero del terrible atascadero en que se veía. «Entre los acreedores de Leal, hay uno, señor Marqués, uno, el más molesto diablo de la usura que Satanás echó sobre la pobre España. Después de habernos sacado por réditos y capital como seis veces lo que prestó hace dos años, ahora, con un pagaré que Leal y yo firmarnos y que no se le ha podido pagar, quiere quedarse con todos mis muebles. Le advierto que por ocho mil cochinos reales declaramos haber recibido diez mil; y en fianza los muebles, que me han costado más de dos mil duros. ¿No es esto robar? Por la Virgen Santísima, ¿no es una infamia que venga ese tío ladrón y me embargue y me desvalije?... Pues ahora me falta decirle que ese verdugo, ese asesino y chupador de sangre, es un empleado en Gobernación llamado Telesforo del Portillo... El señor Marqués le conoce bien: es feo, con bigote de charretera, y ojos de carnero moribundo.

-Ya: dijera usted Sebo, y le habría reconocido más pronto.

-Ajajá... Sebo le llamaban cuando era de la policía. De poco acá presta dinero. Él dice que el dinero es suyo. ¡Sabe Dios de quién será!

-Dios lo sabe; pero no lo dice. El infierno pone el dinero de la usura en manos escondidas, hipócritas. Con esas manos se santiguan   —147→   muchos que pasan por personas honradas y piadosas. En fin, a usted le han dicho que yo tengo influencia sobre ese bárbaro Sebo... Es verdad que la tengo, y que la emplearé en hacerle desistir de atormentar a usted... ¿Es eso todo lo que esperaba de mí?

-¡Ay, señor!-replicó Teresa balbuciente y medrosica-: es algo más. Yo... yo... sabedora de que Sebo es para usted como un perro... me atrevía... perdone... a esperar de usted que a más de ese favor me hiciera otro... Decir a Sebo que se resigne a cobrar más adelante... Leal espera una herencia... y que no nos fastidie, que nos dé otros diez mil reales, sin descontarnos nada, con rédito más cristiano que el tres mensual... y a pagar cuando se pueda».

Conquistado por la intensa amargura con que Teresa relataba su suplicio, y también por la belleza de la prójima, que belleza y desdicha combinadas no hallan resistencia en ningún corazón hidalgo, le hizo Beramendi formal promesa y casi juramento de acudir a su cuita y dejarla resuelta al día siguiente, con o sin Sebo... Y fue tan vivo el júbilo de la mundana, que casi llorando intentó besar las manos a su caballeresco favorecedor. Atajó este la demostración, así como el ponerse de rodillas, y Teresa hubo de limitarse a dar suelta a su gratitud con estas nobles palabras: «Ya me decía el corazón, señor Marqués, que usted no me dejaría desesperada en manos de ese bandido.   —148→   Yo he pasado en Valencia y aquí las mayores angustias, discurriendo a quién volvería mis ojos... ¿A quién, señor?... Un día y otro día fui muy devotamente a la Virgen de los Desamparados, y de rodillas me pasaba las horas muertas pidiéndole que me sacara de penas. Confiaba en la Virgen, porque como yo le había regalado todas mis alhajas cuando salí de aquella maldita enfermedad, pensaba que en alguna forma me las devolvería... Nada, señor; no conseguí nada. Y aquí, en cuanto llegué, me fui a la Virgen de la Paloma... Siempre le tuve devoción... Pues nada, señor; nada... Hasta que me entró de repente una idea... y sin saber cómo pensé en el Marqués de Beramendi, y dije para mí: 'Dejémonos de vírgenes, y vámonos a los caballeros...'.

-¿Y quién le dice a usted, incrédula, que la de la Paloma, de quien soy yo también muy devoto, no le inspiró la idea de venir a dar conmigo y contarme su conflicto?

-Es verdad, señor: así fue. Ahora caigo en ello...



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ArribaAbajo- XV -

-También ha de saber usted, Teresa -dijo el caballero con jovial cortesía-, que este pequeño favor que le hacemos la Virgen y yo, no es enteramente desinteresado. Siéntese usted, serénese y óigame... Ha dicho usted que de Valencia vino hace días y que a Valencia volverá. ¿Puede decirme qué resultado ha tenido lo que por pudor político llamamos cacería de patos en la Albufera?... Usted me entiende. O tenemos o no tenemos confianza uno con otro... Si le da por disimular, disimule; pero no podrá negarme que allá fueron Carlos Rubio, Lagunero y el jefe de la cacería, general Prim... ¿Qué... vacila usted en ocultarme lo que sabe? ¿Me cree capaz de vender un secreto?...

-¡Oh! no, señor Marqués... -dijo resueltamente la Villaescusa pasando de la perplejidad a la confianza-. Usted no puede venderme... No es usted del Gobierno, ¿verdad?

-Soy amigo de Prim, aunque no nos tratamos íntimamente. Sus ideas son las mías. Con mi pensamiento y con toda mi admiración, le sigo en sus campañas por la Libertad... ¿Triunfará? Esto preguntó a quien pueda decírmelo.

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-¡Oh! sí... Prim... Es el único hombre que tenemos en España... Pues bien, señor: lo que usted llama la cacería de patos, ha sido el fiasco número uno.

-Por defección de los que se habían comprometido... ¿Con qué regimiento contaban?

-Con Burgos, señor Marqués. Al coronel Rada le llamo yo capitán Araña. A todos embarca y él se queda en tierra. Hoy habrá regresado a Madrid Carlos Rubio. El General y Pavía no tardarán en volver... Puesto que usted me ha de guardar el secreto, le diré que preparan otra, y esa parece que irá de veras. Entrarán todos los Cuerpos de la guarnición... Ello será para el mes de Junio.

-El pobre Leal, tronadito y todo como está, se distraerá de sus melancolías conspirando furiosamente... ¿Recuerda usted qué Cuerpos componen la guarnición de Valencia?

-Burgos, San Fernando, Extremadura... alguno más hay que no recuerdo. Es Capitán General don Juan Villalonga... Como usted dice, Leal se moriría de tristeza si no pasara el rato catequizando militares. Es su fanatismo... es otra pasión como el juego... Leal no descansa... Dormido, habla con los capitanes; despierto, con los sargentos. En las mismas trapisondas anda Jesús Clavería.

-¡Ah, sí! Me lo ha quitado usted de la boca. Ya iba a preguntar por este simpático amigo mío...

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-Ahora que me acuerdo... Clavería y yo hemos descubierto algo que a usted interesa... ¡Qué tonta yo... no habérselo dicho antes!... ¿No se acuerda ya de que usted y Jesús andaban en averiguaciones de un chico que se escapó de su casa y se largó por esos mundos... y nadie sabía de él... y le buscaron en Cádiz, en Méjico, en el Demonio, sin encontrar su rastro?... ¿No recuerda que ese pícaro escribió sin firma diciendo que estaba en el vapor de don Ramón? De la tertulia de usted, Marqués, llevó a mi casa esta novela Clavería, que es uña y carne del padre de ese hijo pródigo... Pues... hablando un día con un primo de Leal, piloto, llegamos a descubrir que el vapor de don Ramón no era otro que el Monarca, de que es capitán don Ramón Lagier. Y este señor, que es amigo de casa, vino un día a comer una paella con nosotros, y allí, charla que charla, oyéndole contar cosas notables de su vida, nos enteramos de que por él fue recogido el chico en medio de la mar. Iba en una lancha, navegando solo. Usted, Marqués, habrá leído novelas de mil lances maravillosos; pero ninguna leyó jamas como la de ese galopín. Le vimos una tarde que fuimos a bordo, convidados a merendar...».

Díjole Beramendi que el interés suyo por el muchacho fugitivo era de un orden muy secundario, y que si anduvo en diligencias para buscarle, fue por servir a Clavería, amigo muy íntimo del padre de la criatura, un señor de la Rioja alavesa, llamado Ibero...   —152→   Pero aunque su interés por Iberito no era directo, se alegraba de su reaparición en el mundo de los vivos, pues por muerto se le diputaba. De Lagier dijo que le conocía de nombre, y tenía noticia de su intrepidez, de su exaltado patriotismo y frenético amor a la Libertad, así como del suceso dramático de la pérdida de sus hijos. A esto agregó Teresa que la novela del capitán Lagier y la del atrevido Iberito se habían enlazado, y corrían ya juntas por los mares. Describió al muchacho vagabundo pescado al fin en el Mediterráneo por Lagier, como un hermoso salvaje, que apenas hablaba y todo lo decía con los ojos. El capitán le había tomado afecto; le enseñaba la náutica y los trajines de a bordo, y le daba lecciones de furioso liberalismo.

Para terminar, añadió la mundana declaraciones de orden distinto, bajando la voz con misterioso secreteo. «Tengo entendido... no puedo asegurarlo... hablo sin otro dato que algunas palabras sueltas que oí el mismo día de mi salida de Valencia... pues... creo yo... que en la que están preparando para Junio se ha determinado que el General llegue a Valencia por mar, llevado por el capitán Lagier desde Marsella, no sé si en el vapor que ahora manda o en otro que fletarán para el caso...». Y nada más dijo de estas cosas, que eran como los borradores de la Historia. El júbilo que sentía Teresa por la generosidad del caballero, despertó en su ánimo tal apetito de sinceridad, que si fuese   —153→   dueña de los más graves secretos revolucionarios, los entregaría de un solo arranque al hombre bueno y próvido, como se entrega a un confesor toda la conciencia. El Marqués acogió las confidencias de la guapa hembra con mediana satisfacción, pues si buena curiosidad satisfizo, buen dinero le costaba. Era un platónico de la libertad, un idealista ocioso, que mataba su hastío paseándose por las nubes, o correteando por el suelo pedregoso de la realidad. En lo más alto y en lo más bajo, alternativamente ponía todo su espíritu.

El tiempo restante, hasta las dos horas que duró la conferencia, lo emplearon en chismografía mundana, contando historias, líos y trapicheos, materia en que los dos, cada uno en su esfera social, eran buenos sabidores. Despidiose al fin el Marqués; quedó Teresa más alegre que unas castañuelas; volvieron a verse al siguiente día para dejar ultimado el negocio, parte con Sebo, parte sin él; despachó ella sus quehaceres; partió a Valencia... Beramendi la vio partir melancólico. Era una gentil diablesa que a su modo colaboraba eficazmente en la armonía humana. Arrojaba unos granitos de desenfado sobre tanta corrección enfadosa, granitos de alegría sobre tanto ascetismo.

En su viaje a Valencia no fue Teresita sola; en el mismo tren iban personas que la conocían, alguna en el departamento ocupado por ella, otras en coches más o menos distantes. Tarfe la saludó desde una ventanilla;   —154→   Sánchez Botín, que iba con su familia, charló con ella unos momentos y le pagó el chocolate en la fonda de Alcázar de San Juan. El que viajaba en el mismo departamento que ella era don Enrique Oliván, funcionario público de subido rango, casado con mujer rica, joven por no pasar de los treinta y seis años, viejo por la respetabilidad de una calva precoz y el cascado timbre de su palabra sensata. En todo el camino fue requebrando a la hermosa viajera, con disimulada expresión y voz de confesonario, pues iban dos señoras y un caballero en el mismo coche. Desagradable fue para Teresa la compañía de Oliván y su pegajoso galanteo. Pero no tuvo más remedio que soportarle hasta la estación donde terminó su viaje don Enrique, que fue la de Almansa...

Bueno será indicar aquí el abolengo del tal, porque no es dudoso que el narrador se tropezará con él páginas arriba o abajo. Era hijo de don Eduardo Oliván e Iznardi, el empleado eterno a quien vimos y celebramos en las oficinas de Hacienda cuando las regía el gran Mendizábal. Hombre de más suerte que aquel don Eduardo no había existido en el mundo; nació de pie, y sus pies echaron, desde la infancia, profundas raíces en la Administración española. Deparole el Cielo una mujer que fue la más allegadora que en ningún hogar se ha podido ver, hembra de peregrina industria para llevar positivos bienes a casa. Nada tenía el hombre; desafiaba las políticas tempestades, se reía   —155→   de las crisis, y frotándose una mano con otra, repetía la egoísta fórmula: mi olla, mi misa y mi doña Luisa. Y estaba en lo cierto, porque la hermosa doña Luisa era un águila para la cacería y cautiverio de hombres públicos, de los cuales recababa protección larga y tendida para su esposo y sus hijuelos. Estos, casi mamando, entraban en las oficinas públicas, y en ellas se criaban agarrándose y ascendiendo como el aprovechado padre. ¡Qué maña se daría el matrimonio, que después de alimentar a los niños en el pesebre burocrático, a los tres los casaron con muchachas ricas, de familia de banqueros o negociantes gordos! Gran mujer era doña Luisa, que ya vieja y retocada de afeites untuosos, sostenía las posiciones de sus hijos, y esperaba la hornada de nietos para colocarlos desde que pudieran andar solos por la calle y encasquetarse una chistera. A su marido, el sufrido don Eduardo, le tenía en un panteón papiráneo del Tribunal de Cuentas, donde no hacía nada y cobraba como un obispo, con una grande y pesada mitra en su cráneo, formada de la vieja substancia córnea...

Como se ha dicho, quedose Oliván en Almansa, pues en esta ciudad y en la próxima de Montesa desempeña con pingüe sueldo una comisión del Gobierno referente a los bienes que fueron de las Órdenes militares. De allí tendría que trasladarse a Uclés, el priorato de Santiago... No estuvo Teresa mucho tiempo sola, porque en la Encina se   —156→   le metió en el coche Manolo Tarfe, antiguo amigo suyo, siempre grato y de buena sombra. Iba Tarfe a Chiva, residencia de su tía materna doña Ramona de Zayas, anciana y riquísima, a la cual amaba tiernamente como sobrino y presunto heredero. Charlando de sucesos presentes y futuros, no de los pasados, ya prescritos, llegaron a Valencia, donde cada cual tiró por su lado. Metiose Teresa en una tartana para dirigirse al Cabañal, donde vivía. No encontró a su Leal, que estaba ausente, ni los criados pudieron decirle a dónde había ido. Sospechó que estaba en Alicante o en Tortosa, trabajando el elemento militar. Preguntó si había llegado al Grao el capitán Lagier, y le respondieron negativamente. No quiso inquirir más, pues los espías soplones aparecían donde menos se pensaba.

Seis días pasó Teresa en amarga inquietud temblando por su amigo y señor, pues en tales aventuras la pelleja estaba siempre vendida, y al fin apareció Leal en lastimoso deterioro físico y moral, derrengado y con un humor de mil demonios... Había estado con Clavería en Castellón y en Peñíscola; no había encontrado más que tímidos o cucos, de estos que viven viéndolas venir, deseando el éxito, pero sin bríos para salir en su busca. Así no se va a ninguna parte. La pobre Libertad no encuentra ya más que amadores que sólo la miran con un ojo, mientras ponen el otro en el cochino garbanzo y en quien lo da...

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Era Jacinto González Leal un cuarentón gastado por los afanes de una vida artificiosa; se desvivía por adestrar caballos y lucirlos en coches de lujo, paseando en ellos la vanidad ajena; se arruinaba con jiras y convitazos campesinos en que su propio placer tenía mínima parte; derrochaba dinerales con Teresa para tenerla encerrada o mostrarla como una joya, más valiosa que por su mérito por lo mucho que le costaba; jugaba sin arte ni freno, como si el perder fuera la más elegante forma de vanidad; conspiraba por dar gusto a su inquietud levantisca, más que por conocimiento razonado y hondo de los males de la patria; era, en fin, un bruto de excelente corazón, de los que serían felices dominados por una voluntad superior, de hombre o de mujer. Teresa, compañera ocasional, adventicia, no podía o no sabía ser esa voluntad.

«Sé que has venido con Tarfe -le dijo Leal, que en sus días de mal humor era celoso impertinente-. Ya sabes que no me gusta que hables con ese danzante». Contestábale Teresa lo mejor que podía, rechazando todo motivo de recelo. Lo que mayormente la desconsolaba era que Leal no se mostrase agradecido por la grande hazaña de ella en Madrid, arreglando lo de Sebo, y sacándole a este más cuartos. Ni aun con el alivio que le trajo Teresa, se mostraba Leal satisfecho; más bien gruñía, expresando su sospecha con maliciosas conjeturas. «No me cabe en la cabeza -decía-, que Sebo haya   —158→   hecho todo eso de su natural motu proprio. Nunca he visto que una pantera se deje pasar la mano por el lomo y se vuelva gatito manso... No Puede ser, Teresa. Tú no me dirás, ya lo sé, cómo domesticaste a la fiera... Ni te lo pregunto más...». Replicaba la pobre mujer con energía, sacando a cuento su dignidad, su honor y qué sé yo qué... Luego lloriqueaba un poquito, y con el agua de este lloriqueo se calmaba la procelosa escama del buen Leal, que era un niño, y fácilmente pasaba de la hosquedad al mimo acaramelado y baboso... Por fortuna para Teresa, la displicencia de Leal se trocó en franca alegría con la presencia inopinada de Carlos Rubio, que entró de rondón una noche diciendo: «Ya viene, ya viene. Esto es un hecho.

-¿Vendrá por mar?

-En un vapor extranjero... Ya don Juan ha salido de Vichy. Debe de estar en Marsella.

-¿Ha llegado Pavía?

-Sí... Ha llegado también don Joaquín... ¡Don Joaquín Aguirre! el presidente del Comité revolucionario... Venga usted conmigo a Valencia... Ahí tengo una tartana».



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ArribaAbajo- XVI -

Carlos Rubio, tuerto y picado de viruelas, vestido como un pordiosero, era el contraste más rudo que puede imaginarse entre una facha y una inteligencia. Diógenes no parecía su maestro, sino su discípulo. Aborrecía el agua tanto como adoraba los ideales de Libertad y Justicia. Los que no conocían de él más que su prosa brillante, un poco lírica y sentimental, le habrían dado en la calle un ochavo moruno, si el lo pidiera. Así como otros pregonan con la efigie su importancia, a veces su talento, él no pregonaba más que su extremada modestia. ¿Y qué mejor pregón de patriotismo que aquel pergenio de mendicidad? ¡Pobre Carlos Rubio! Jamás existió quien tan desinteresadamente trabajase por el bien de su patria, a la que no pedía más que un pedazo de pan para comer y un trapo de desecho para cubrir sus carnes. Si España necesitaba de él servicios patrióticos en determinado momento de su historia, y él los prestaba, ¡cuán baratos le salían! Envuelto en su miseria como en una toga, era digno, altanero, incorruptible.

Según dijo Leal a su compañera, con el anuncio de la llegada del General los militares   —160→   comprometidos se mostraban más animosos, y los mismos guindillas hacían la vista gorda: también ellos, los pobres, se plantaban a verlas venir. Supo además Teresa que todos los Cuerpos de Infantería estaban en el ajo: eran Burgos, Borbón, San Fernando y Extremadura. Los coroneles Alemani, Rada, Crespo y Acosta se crecerían, alentados por la efectiva presencia del invicto Prim. La Caballería se agregaba al movimiento; la Artillería repugnaba pronunciarse, pero saldría de Valencia, que era como dar un mudo consentimiento.

La fecha aproximada del arribo del General sólo la sabía don Joaquín Aguirre, que se alojaba con nombre supuesto en la fonda del Cid. Era este señor una excelente persona, catedrático de Disciplina Eclesiástica en la Universidad de Madrid, hombre más abonado para empresas de legislación y de paz, que para los trotes guerreros y sediciosos en que le habían metido. No creyéndole seguro en la fonda, lleváronle a una casita pobre entre el Grao y el Cabañal, habitada por familia marinera de absoluta confianza, y allí quedó el buen señor, disfrazado con un chaquetón grueso de patrón de lancha, botas de mar y una barretina vieja. No se compaginaba con el disfraz el rostro del profesor de Cánones, tristón, afilado y con grueso bigote gris. Por mareante no podía pasar. Disfrazáranle, a ser posible, de carabinero, y el equívoco habría sido perfecto. En la fonda del Cid continuó alojado Pavía,   —161→   que tenía medios de justificar su presencia en la ciudad, y en una casa humilde de la calle Trinquete de Caballeros, se aposentaban Clavería, Carlos Rubio y otros progresistas que vinieron de Madrid.

¿Y Prim cuándo llegaba? Pronto, pronto... Del 8 al 9 de Junio lo esperaban; el 9 recaló un vapor francés, y a las tres de la tarde fondeaba en el puerto. Allí estaba... Silencio, disimulo. El General no desembarcaría hasta que cerrara la noche. Poco faltaba ya... Por Dios, que si era valiente el hombre, a perseverante y cabezudo no había quien le ganase, pues apenas fracasado en una tentativa de pronunciamiento, ya estaba metido en otra, sin perder su brío ni la ciega confianza en estas arriesgadas aventuras. Entre la primera de Valencia y la que a la sazón se preparaba, hubo otra desdichadísima, en Navarra. Vestido de aldeano atravesó el Pirineo a pie, desde San Juan de Pied-de-Port a Roncesvalles, y arreando bueyes penetró hasta Burguete, donde le esperaba Moriones para decirle que las fuerzas de la guarnición de Pamplona, que se habían comprometido a dar el grito, se llamaban Andana. ¡La historia de siempre, el eterno balanceo de las almas guerreras entre el ardimiento y la ética militar! Colérico, mas no abandonado de su vigorosa constancia, volvió Prim a traspasar el Pirineo. Los reveses le enojaban, pero no le rendían. Dijérase que su desbordada bilis amargaba su voluntad dándole una consistencia irresistible.   —162→   Era de un temple tal que si mil veces fracasara en aquel propósito, engendro de una convicción profunda, otras tantas pondría toda su alma en realizarlo. El Destino se cansaría, el hombre no.

Y a los pocos días de repasar la frontera navarra, recorriendo después gran parte de Francia para volverse a Vichy, ya estaba otra vez el caballero de la revolución armado de punta en blanco para lanzarse a nueva empresa lejana y peligrosa. Cambiando su nombre, volaba a Marsella; avistábase allí con su amigo el capitán Lagier; este, no pudiendo llevarle a Valencia, por expresa negativa de su armador, le agenció el flete de un vapor francés, que figuraría despachado con carga general para Orán y escala en puertos españoles. El tiempo que se tardó en diligencias reservadas y en arranchar el buque, lo empleó Prim en dar conocimiento a don Joaquín Aguirre, por correspondencia cifrada, de la fecha de su llegada al Grao, y en comunicarle las últimas y definitivas instrucciones para el alzamiento. A su salida de Marsella, tomó un sencillo disfraz para el momento del embarque, pues a bordo no lo necesitaba, hallándose en cordialísima inteligencia con el capitán francés, por obra y gracia del Grande Oriente Universal, del Rito Escocés... Pero si en la salida convenía tomar algunas precauciones por el acecho vigilante de la policía francesa, al desembarcar en el Grao el peligro era mucho mayor y las precauciones habían de   —163→   ser extraordinarias. Tratado el asunto con el fiel amigo Lagier, determinó este que en el viaje acompañasen a Prim dos hombres de mar, los cuales no se separarían de él en el acto de tomar tierra española, y a su disposición quedarían luego para lo que pudiese ocurrir, en el caso de que los acontecimientos impusieran una retirada mar afuera.

Ingenioso era el artificio ideado por Lagier. Los acompañantes de Prim eran un marinero viejo llamado Canigó y otro joven que respondía por Bero, y ambos figuraron con nombre francés en el rol del barco fletado. Al presentarlos al General, don Ramón respondía con su cabeza de la lealtad de entrambos. El viejo era un experto mareante levantino, pariente de otro que en Valencia poseía dos buenos faluchos, y en ellos hacía con superior destreza el contrabando. El principal cometido de Canigó era disponer en el Grao una embarcación muy velera en que el General pudiera reembarcarse si ocurrían sucesos desgraciados. No era esto probable; pero todo debía preverse... En cuanto al muchacho, no dijo más Lagier sino que era valiente hasta la temeridad, leal hasta el sacrificio de la propia existencia, rudo hasta el salvajismo, y de tan pocas palabras que parecía mudo de nacimiento.

Durante la feliz travesía no salió Prim del camarote del capitán, que le colmaba de finezas y obsequios. Al llegar al Grao, se izaron en el mesana tres banderitas del telégrafo,   —164→   señal convenida por el General con los de tierra para decirles que había llegado, y que al anochecer fuesen a buscarle a bordo. Cumpliose sin tropiezo esta parte del programa. En una lanchita con dos remeros, llegaron al costado del buque francés don Joaquín Aguirre, con el disfraz ya descrito, y Carlos Rubio, que bien enmascarado iba con su facha de pobre, o de gancho, de esos que en todo puerto andan a la husma de pasajeros. Bajó a la escala Canigó a decirles que podían subir a bordo, pues no había en ello ningún peligro. El General les esperaba en el camarote del capitán, vestido con un sencillo traje azul de maquinista.

Llevaba don Joaquín Aguirre la proclama que se había de lanzar al pueblo y al ejército en el momento de la sublevación. Prim la firmó sin leerla. Todo le parecía bien con tal de que las tropas estuvieran bien decididas y no vacilaran en el momento preciso. Al venir a Valencia, contaba con que las vacilaciones, los miedos y los escrúpulos, que ya tantas veces habían dado al traste con sus esfuerzos, no se repetirían. «Lo que es ahora, espero que mis buenos amigos Alemani, Acosta y Crespo no me dejarán a la luna de Valencia». Dijo esto gravemente, sin reír el chiste, con aquella voz un poquito parda, de timbre lleno, expresivo sin estridencia, como el dulce sonido del oro... Hallábanse los tres españoles en el estrecho camarote del capitán, alumbrados por un farol cuya luz rojiza daba al   —165→   rostro de Prim un tono de cálida encarnadura, que alteraba su habitual tinte amarillo bilioso. El óvalo imperfecto de su faz, ancho en los pómulos, afilado en la barba; las ojeras que declaraban sus insomnios, la mirada viva, el pelo mal distribuido en mechones sobre la frente y las sienes, formaban con la ropa de maquinista una figura melancólica, absolutamente distinta de lo que aquel hombre representaba en la realidad.

A las preguntas del de Reus acerca de las disposiciones de la guarnición, contestó don Joaquín que estas eran excelentes; sólo que los coroneles habían acordado una modificación del plan primitivo de alzamiento concertado con el General antes de que este saliera de Vichy. Se había convenido en que, a la señal de que el General estaba en el puerto del Grao, se echarían las tropas a la calle, acudiendo a determinado sitio, donde aguardarían la presentación del Jefe... Pues ya este plan no parecía práctico a los señores coroneles. Proponían que lo primero debía ser que Prim desembarcase, y luego que en tierra estuviera dispuesto a ponerse al frente de las tropas, estas saldrían de sus cuarteles y... Tan mal le supo al Caudillo esta enmienda de su plan de campaña, que sin acabar de oír lo que Aguirre le decía, se levantó bufando y soltó varias interjecciones catalanas, a las que siguieron estas castellanas quejas: «Siempre he de encontrar hombres tímidos, cuando busco hombres   —166→   de corazón que arriesguen el grado y el pellejo. ¿Pues qué, don Joaquín, se pescan estas truchas con las manos secas y las bragas enjutas? No he de venir yo jugándome la vida una y otra vez para estrellarme ante... ante la comodidad de estos señores. ¿Quieren que yo desembarque y dé la cara para dar ellos después la suya? Si la dan en efecto, y no salimos con otro fiasco, menos mal. Vamos a tierra». Despidiose del capitán, que en francés le dio parabienes anticipados por el éxito de la empresa, y con sus amigos y los dos marineros bajó a la lancha. Antes de llegar a la escala, le había dicho Carlos Rubio que el desembarco sería con toda seguridad y sin ningún recelo, porque Leal y Clavería lo tenían arreglado con los carabineros y cabos de mar. Hombre de ardimiento y de previsión, Prim no olvidaba ningún detalle en el complejo organismo de aquellas empresas. Antes de saltar en tierra, reiteró a Canigó, en catalán, el encargo que ya Lagier le había hecho, de tener dispuesto y arranchado de todo un falucho muy marinero, de los dedicados al contrabando. Respondió concisamente el lobo de mar que antes de tres horas estaría lista la embarcación. En ella quedaría él esperando órdenes, y el General podría comunicarlas por Bero, que con este fin estaría en tierra.

La del Grao pisaron Prim y los suyos con franca facilidad. Nadie les dijo nada, y algún carabinero los miró vagamente como si fueran lo que parecían. Ya cuando iban cerca   —167→   del café de la Marina, se les aproximaron Clavería y Leal, y hablando todos, para mejor disimulo, de cosas insignificantes, se encaminaron a la casa pobre del Cabañal en que Aguirre moraba. Ya en ella y sin testigos, el héroe cogió un berrinche de los suyos, cuando le notificaron que por aquella noche no habría nada. La cosa, como solían decir en su fabla concisa los conspiradores, sería mañana. «¡Mañana! -exclamó el General, tocando con las manos, y no es figura, el techo de la menguada estancia-. ¡Mañana! ¡Y yo estaba en que esta noche! ¡Veinticuatro horas de ansiedad! ¿Pero qué falta? ¿No estoy yo aquí?». Trataban Aguirre y Carlos Rubio de aplicar emolientes a su ardoroso ímpetu, cuando entró Acosta, coronel de Extremadura, y las explicaciones que dio, seguidas de la seguridad de triunfo, desbravaron un tanto el furor del de los Castillejos. Luego dijo a este que de acuerdo con Pavía había resuelto instalarle en el casco de Valencia, a muy corta distancia del cuartel donde moraban los regimientos de Burgos y Borbón. Allí encontraría su uniforme, espada y cruces; allí hablaría fácilmente con los coroneles; allí, en fin, si no podían ofrecerle gran comodidad, le proporcionaban la ventaja inmensa de estar casi en contacto con los que pronto habían de ponerse a sus órdenes.

Accedió el de Reus, disponiéndose a entrar en la tartana que había traído Acosta; pero no lo hacía de buen talante, porque habría   —168→   preferido que le aposentaran en el propio cuartel de las fuerzas dispuestas a sublevarse... Esto, según dijo Acosta, ni él ni Alemani lo creían prudente... Tanta prudencia y tanto ir y venir y requisitos tantos, eran ya inaguantables, ¡voto va Deu!... Y por Dios, que se le acababa la paciencia... El 3 de Mayo de 1864 había dicho solemnemente que antes de dos años y un día arrollaría los Obstáculos Tradicionales, y el tiempo corría, ¡caray!... se deslizaba lento, fatídico, burlón...




ArribaAbajo- XVII -

Y he aquí que el buen Leal, que a todo atendía, dijo a Bero: «Hasta mañana nada tendrás que hacer... En tanto, vete a casa; duerme, come, y de allí no te muevas hasta que se te den órdenes». Obedeció el marinero, y aquella noche durmió en la casa de Leal. Al día siguiente se le dio de comer todo lo que quiso. Obediente a la consigna, el hombre no se movió del patio, y pasaba las horas sentadito en un poyo, o acariciando a un perrillo que con él hizo francas amistades. Llegose a él la patrona, movida de intensísima curiosidad, primer estímulo del alma de mujer, y con semblante risueño le sometió a un proceso verbal muy minucioso.

  —169→  

«Tú eres Santiago Ibero.

-Sí, señora.

-Tú te escapaste de la casa de tus padres.

-No, señora: de la casa de un primo de mi padre, don Tadeo Baranda.

-Es lo mismo. ¡Valiente pillo estás! ¿No te da vergüenza de ser tan loquinario y tan andariego?

-No, señora.

-Y parece como que se alaba... ¿Habrase visto...? Tú corre que corre por esos mundos, y tus padres muertos de pena... y el pobre Clavería medio loco buscándote... ¿Pero dónde diablos te habías metido?».

Puso en esta pregunta Teresa todo el fulgor de su mirada, queriendo turbar así la seriedad estatuaria del mocetón. Las respuestas de este caían de sus labios opacas y frías.

«Parece que estás lelo... Y esos ojos de azabache, ¿para qué los quieres? ¿Para no decir nada? Vaya, que no he visto marmolillo igual... Bueno: pues dígnate ahora contestarme con más alma a esta otra pregunta: ¿eras el paisano que con otro paisano y un sargento fue preso en Leganés?

-Sí, señora: yo fuí.

-Según eso, no te embarcaste para la Habana.

-No, señora.

-Ya... ¿Con que te prendieron?... ¿Y a dónde te llevaron?

-A Melilla.

-Y allá estarías cautivo meses y meses...   —170→   y te trataron como a un perro, y... ¿Dices que sí?... Pero lo dices sin indignación. ¿Eres de piedra? Padeciste hambre, malos tratos... ¡Pobrecillo! ¿Y cuándo y cómo saliste de allí?

-El cuándo no puedo decirlo... No tenía yo almanaque para saber eso... Sé que era invierno, que hacía frío...

-¿Fuiste absuelto; te dieron la libertad?

-No, señora: me escapé.

-Vamos, vamos... No te costaría poco trabajo... ¿Y te escapaste solo?... ¿No? Te fugarías con otros presos. ¡Vaya una familia! Asesinos, secuestradores... El que menos habría matado a su padre.

-Sí, señora...

-Ya me contarás otro día cómo fue esa escapatoria. Me gustan mucho las novelas no escritas, sino contadas... Dime otra cosa: ¿qué idea llevabas cuando dijiste al cura 'tío, buenas noches', y te fuiste a Madrid?

-Llevaba la idea de hacer alguna cosa grande, como las que yo había leído en la historia de Méjico.

-¡Cosas grandes! -exclamó ella con vago aturdimiento, dejando volar su mirada más allá del espacio que ocupaba la figura que tenía delante. Y al regresar de aquella escapada por el espacio, traía su espíritu esta inflexión burlesca-: Cosas grandes son... las pipas en que se guarda el vino... las velas de los barcos, los rabos de las cometas... ¿A fabricar esto querías dedicarte?... No lo creo. A ti se te habían metido en la mollera otras   —171→   grandezas... Lo que hay es que te caíste de un nido, y al estrellarte se te rompió la cabeza, como se rompe una hucha, y las ideas grandes se te salieron y se te desparramaron por el suelo. Consecuencia: que no has podido hacer lo grande, porque el mundo no está para eso, ni lo chico ni nada, porque toda la fuerza se te ha ido en querer cosas imposibles... Al fin sonríes... Gracias a Dios, ya veo alguna luz en esa cara, que tiene el color y el viso del café tostado... ¿Te sonríes porque me oyes decir las verdades?... Pues oirás otras... ¿Puedes decirme a dónde fuiste a parar cuando te fugaste de Melilla?

-Anduve por la costa... me escondía de noche en cuevas que hay... orilla de la mar... comía lapas... Una tarde vi lanchas... una muy cerca... y en ella hombres que pescaban... moros ellos de Argelia... Grité... me recogieron y me llevaron a un pueblo que llaman Nemours... De allí fui a Orán. En Orán me contraté en un jabeque español que iba al contrabando de Gibraltar... Fui a Gibraltar, metimos el contrabando y fuimos a echarlo en Estepona... Digo que fuimos; pero no que lo alijamos, porque nos salió una escampavía... Era una noche más negra que el morir... ¡con una mar...! No se ría usted, señora, que el caso no es de risa.

-Deja que me ría (cantando). '¡Ay, mamá, qué noche aquella!...'.

-La escampavía nos largó un cañonazo... Corría más que nosotros... nos cogía; casi estábamos cogidos... El patrón y dos   —172→   marineros echaron al agua la lancha mayor. Yo con otro hombre... se llamaba Periandro y era griego de nación... nos metimos en el chinchorro, y bogamos mar afuera, bogamos, bogamos, con toda el alma en los puños...

-¿Y os salvasteis?...

-La obscuridad quería salvarnos, y la mar furiosa nos quería tragar. Bogábamos sin decir palabra... No había que decir más que una: 'boga, boga...'. Pero el maldito Periandro, que entró en el chinchorro borracho perdido, soltó de pronto el remo, y me mandó achicar. La embarcación hacía agua como un cesto... Yo achicaba... el diablo del griego me dijo que yo pesaba mucho, y que nos ahogaríamos... Yo le dije que yo no me ahogaba... Le vi con intención de echarse sobre mí para tirarme al agua.

-¡Ay, pobrecito! -gritó Teresa piadosa y asustada-. ¿Y tú...?

-Nada, ¿qué había de hacer? Antes que me matara lo maté yo a él... y lo tiré al agua... Un día y media noche más me aguanté en mi chinchorro, hasta que me cogió don Ramón.

-¡Jesús, que peso me has quitado de encima!... Yo creí que te habías ahogado... ¡Demonio de griego!... ¿De veras no te mató? ¿De veras no te tiró al agua?... Esto parece cuento... Con que un día y media noche... y sin comer... y muertecito de frío... A ver, cuéntamelo otra vez.

-Con una basta.

  —173→  

-Don Ramón te trataría muy bien. ¿Verdad que es un hombre buenísimo don Ramón?

-No hay otro como él... ¡Y lo que sabe! ¡Y las tierras y personas que ha visto!... ¡Y las cosas tremendas que le han pasado!... ¡Y lo que ha leído, y las palabras buenas que le dice a uno, sacando el ejemplo de lo malo que él ha sufrido!».

Notó Teresa que el rostro curtido de Ibero y sus ojos negros, luminosos, adquirían singular expresión de arrobamiento hablando de su capitán. Después de repetir los elogios del valiente marino y propagandista liberal, prosiguió así: «A él debes la vida y el pan que comes, y el ser un hombre útil y honrado, aunque sin pasar de simple marinero». Declaró entonces Ibero que su capitán le había enseñado todo el trajín del oficio de mar y el manejo de los instrumentos náuticos, instruyéndole asimismo en el saber de las estrellas que en la bóveda del cielo guían a los navegantes, y en el giro de los planetas en derredor de nuestro sol. A más de esto, habíale hablado del grande sufrimiento de los pueblos oprimidos por leyes injustas, y de la obligación en que estamos todos de ayudar a sacudir el yugo... Espejo y norte de todos era Prim. Lagier veía en él como un enviado de Dios; Ibero, la encarnación de un pueblo que lucha por desatarse de ligaduras cuyos nudos estaban endurecidos por los siglos. Él no se daba cuenta del cómo y porqué de estas ligaduras;   —174→   pero las sentía en sus muñecas y en sus tobillos, y los efectos de ellas veía en cuanto le rodeaba.

«Se conoce que quieres mucho a Prim -le dijo la patrona-. Bien, hombre, bien. Déjame que te haga otra pregunta... Si te parece que soy demasiado curiosa, no contestes, y en paz. Vamos a ver: tú sabes que a don Ramón le hicieron una trastada los frailes de Marsella... En un colegio de aquella ciudad, dirigido por un señor Oliver u Olivieri, puso a sus dos niñas, Teresa y Esperanza, y a un niño pequeño. Las dos niñas fueron arrastradas con manejos hipócritas a su perdición... el niño murió. Sabrás por el mismo don Ramón esta historia negra... Lo que el buen señor padeció viendo aquel desastre de sus criaturas y no hallando en los Tribunales quién le hiciera justicia, también lo sabrás... Él mismo nos ha contado que estuvo a punto de perder la razón, y que su dolor no se calmaba con nada de este mundo. Para distraerse de su pena, se metió más en los trabajos de la mar y en lecturas de cuantos papeles caían en sus manos. Leyendo, leyendo, llegó a dar en unos libros que... no sé si enseñan verdadera ciencia o cosa de magia... Ya comprenderás lo que quiero decir... Ello es que don Ramón se apasionó por lo que leía, y que tuvo por verdadero cuanto dicen los tratados de aquella ciencia, religión, magia o lo que sea. ¿No se llama eso el Espiritismo?

-Sí, señora.

  —175→  

-¿Y a ti te ha enseñado Lagier esas cosas, y crees en ellas?

-Sí, señora.

-Según parece, los que creen eso llaman a los espíritus, y estos acuden dando golpecitos con las patas de las mesas... También se les llama con un querer fuerte: vienen las almas de los que se murieron, y habla uno con ellas como yo estoy hablando contigo.

-Sí, señora...

-¿Y tú crees, tú has hablado...?

-He hablado con mi padrino don Beltrán de Urdaneta, un caballero noble, que sabía mucho, y era en todo generoso y grande.

-¿Y qué te ha dicho?

-¡Ah! muchas cosas. Me ha dado ejemplos de su vida noble para que los imite, y me ha dicho que obedezca al capitán Lagier en todo lo que me mande.

-¿Y el capitán te manda...?

-Por de pronto, que vaya a ver a mis padres...

-Te llevará él en su vapor. Ese pueblo tuyo, Samaniego, ¿es puerto de mar?

-No, señora: no hay mar en mi pueblo. Yo iré por tierra. El capitán me ha dicho que si el general Prim sale triunfador en esto que llaman la cosa, me ponga en camino para mi pueblo. Después que me vea con mis padres, iré a San Sebastián o a Bilbao, donde me recogerá el capitán.

-Me parece a mí -dijo Teresa risueña y maliciosa-, que lo que tú quieres es corretear   —176→   un poco tierra adentro... Dime la verdad: ¿tienes por ahí alguna novia, y quieres verla?

-Sí y no... Novia tengo; pero no es mi intención verla por ahora, ni está en el camino de aquí a mi pueblo».

La sinceridad inocente, casi salvaje, que echaron de sí los ojos negros, profundos y leales del buen Iberito, cautivó a Teresa, dejándola un poco suspensa y desconcertada. Fue su intención interrogarle más, pedirle pormenores de aquella novia, que resultaba inverosímil por tratarse de un hombre que apenas salía del vapor en que marineaba... Porque no había de ser sirena, ni ninguna otra especie de ninfa oceánide, sino mujer efectiva, habitante en poética isla o en algún oasis del litoral. Pero no pudo pasar la mundana de los primeros disparos del interrogatorio, porque llegó Jacinto con tres desconocidos, dos de los cuales eran carabineros, y después Clavería. Para todos fue menester preparar comistraje, y allí estuvieron horas largas dando y recibiendo órdenes, con lo que la casa al mismo infierno se asemejaba... Sobre los afanes y el delirio de los conjurados descendió la noche, que por más señas era serena y alumbrada de un espléndido creciente. Aquella noche traía bajo sus alas de luminoso azul la empolladura de la revolución tantas veces anunciada y nunca salida del misterioso huevo.

Hallábase Prim, como se ha dicho, en una casa de Valencia, cercana al cuartel,   —177→   acompañado sólo de Acosta, pues los demás nada tenían que hacer allí, y el entrar y salir de gente habría infundido sospechas al vecindario. A media noche vistió el General su uniforme, ciñó la espada vencedora, y se puso en el pecho las placas que comúnmente usaba. Corrían los minutos perezosos. El tiempo, remolón, simulaba una inmovilidad burlona y traicionera. Cuando se creía que estaban próximas las dos, los relojes, como instrumentos sobornados por un destino adverso, no querían pasar de la una y media. Prim era la impaciencia misma; sus nervios vibraban; su bilis amarilleaba el blanco de sus ojos, y ponía en su boca el amargor de la pura quina... Pasos la calle anunciaban que alguien venía con la noticia de salida de tropas; pero lo que venía era el desengaño tras extinción gradual de los pasos calle adelante.

La casa era ruin, pequeña, con un solo piso alto, solado de baldosines sobre vigas endebles; la escalera de palo, al aire; vivienda frágil, temblona, tan conductora de los ruidos propios y de los de la calle, que no cesaban de sonar en ella golpes, rasguños, estallidos o lastimeros ayes de seres invisibles. Por la mañana vio Prim al dueño de la casa, llamado Vicente Jiménez, hombre incorruptible, según le dijo Acosta. Hablaba poco, y era de humilde condición. En el resto del día no volvió a verle; a prima noche vio una niña flaca, un anciano, gatos y perros... y durante la noche oyó pasos tenues   —178→   y lejanos, voces indecisas de algún diálogo soñoliento, y hasta el toque rítmico de la pata de un perro que, al rascarse las pulgas, daba contra las tablas del suelo o de un tabique. Todo se oía menos los pasos y voces de los que tenían que venir a notificar que la revolución yacente se había puesto en pie.

Si al grande hombre, desairadamente escondido en aquella casa de Valencia en la noche del 10 al 11 de Junio de 1865, hubiera dado Dios un oído cien veces más extensivo que el que disfrutamos los mortales, habría percibido: primero, la voz del soplón que dijo al Gobernador civil, hallándose este en el teatro, que se preparaba un alzamiento de gente de la huerta apoyado por fuerzas del ejército; después la voz del Gobernador civil transmitiendo el soplo al Capitán General, Villalonga; habría comprendido, por las medias palabras de este, que no daba importancia a la delación... Villalonga manda llamar al General Segundo Cabo, Larrocha, y le ordena recorrer los cuarteles... Llega el Gobernador militar al cuartel donde se alojaba Borbón, y lo primero que se echa a la cara es la oficialidad, toda en traje de marcha, y el coronel Alemani, dispuestos para salir con la tropa... La escena fue sencilla y cómica, pues rivalizando en timidez Larrocha y Alemani, el primero se limitó a decir al Coronel: «Véngase usted conmigo a ver al Capitán General», y el segundo no tuvo arranque para   —179→   decir al otro: «Por lo pronto, quédese usted aquí preso, y luego veremos a dónde vamos». Momento decisivo fue aquel para la sublevación. La blandura con que procedía Larrocha, dando motivo a que se sospecharan condescendencias de Villalonga; la debilidad o turbación de Alemani, que se dejó llevar mansamente, en vez de arrojarse a la resolución temeraria que el caso imponía, descompusieron en un minuto lo que en luengos y laboriosos días se había tramado. Contó Larrocha después a sus amigos que fue al cuartel con la idea de que sería encerrado en el cuarto de banderas. Bien claro se vio que la sublevación palpitaba en el alma del ejército, y que el toque consistía en saber romper con unánime impulso las formalidades de la disciplina. A poco de salir el Coronel, vino una orden llamando a los oficiales a la Capitanía General, donde quedaron detenidos. Creeríase que un Rector bondadoso trataba de apaciguar una rebelión de colegiales.

Clavería y un ayudante de Borbón, encargados de notificar a Prim lo sucedido, temblaban relatándolo; la cara del héroe se ponía verde, y sus ojos arrojaban un fulgor lívido. De pronto se encaró con Acosta, y echando por delante sus manos, que abofeteaban el aire, le soltó esta rociada: «Yo he venido aquí, yo... yo... he venido aquí porque ustedes me han llamado: usted, Acosta y Alemani, Crespo y Rada... Los cuatro Coroneles me han llamado... Yo vine aquí creyendo   —180→   tratar con coroneles del ejército español, y ahora veo que he tratado con monjas... Esto no se puede sufrir... España no merece más Gobierno que el que tiene, y ustedes hicieron mal en no estudiar para curas... Ya sabían que las revoluciones son actos de violencia. El que no tenga corazón, el que agallas no tenga, que se ponga a rezar el rosario... ¡Ea!, hemos concluido».

Aún no se había perdido todo, ¡cáspita! según dijeron Leal y Carlos Rubio, que llegaron presurosos cuando Prim esparcía los rayos de su cólera sobre las cabezas de Clavería y el ayudante; aún quedaba disponible Burgos, cuyo coronel, Rada, no estaba detenido. Los oficiales proponían sublevarse a las ocho de la mañana, en el acto de salir a misa. Era domingo: en vez de dirigirse a la iglesia, marcharían a la Capitanía General, para libertar a los de Borbón y Extremadura detenidos, y apoderarse de Villalonga... No cautivaron el ánimo del de Reus estas fantasmagorías palmariamente ojalateras. El plan de los de Burgos se consideró desatinado, y más cuando se supo que su coronel no lo patrocinaba... Corrieron allí de boca en boca iracundas recriminaciones contra Rada. Él había sido el soplón, que vació en la oreja del Gobernador el secreto de la cosa. Prim no dijo nada: su ira era contra todos... De súbito echó mano a la faja y deshizo el lazo en menos que se dice; se desabrochó la levita con tanta furia, que saltaron los botones como proyectiles: unos   —181→   fueron a chocar en la pared, otros en las barrigas de los allí presentes. «Me voy... ¡Otra vez huir, huir siempre!... Que me traigan esos andrajos... A ver, ¿dónde están mis andrajos?». Cuando esto dijo, amanecía...




ArribaAbajo- XVIII -

Amaneció el 11 de Junio, revuelto y brumoso, y el aire traía un aliento cálido precursor del Levante. Como domingo, el Grao se adormecía en el descanso de las faenas comerciales. Triste es el día festivo, dígase lo que se quiera, en los puertos de mar; tristes el silencio y quietud de los muelles, las banderas izadas en los barcos sin ruido, los marineros endomingados, las embarcaciones menores, gabarras y botes, metidos todos juntos en estrecha dársena, y apretados unos contra otros dando cabezadas, como el rebaño dentro de las teleras... Así lo pensaba el bueno de Ibero, que después de divagar por los muelles, recorría todo el espigón hasta la farola... Hacia la mar ancha miraba, y no viendo lo que ver quería, tornaba a los muelles y se asomaba a las puertas de los cafetines próximos al puerto. Bien decía su rostro la impaciencia y ansiedad que turbaban su ánimo: buscaba en la mar un barco, en la tierra un hombre, y ni hombre ni   —182→   barco parecían. Ocurrió que por la mañana bien temprano salió su patrona al patio, despeinada y ojerosa, y con el tono más desconsolado le participó que la cosa había salido muy mal... ¡Qué desdicha! ¿En qué estaba Dios pensando?... A poco llegó el señor Leal, también desgreñado, la boca torcida, borrachos de insomnio los ojos y el pensamiento, tartajosa la palabra, el ánimo espantable; y encarándose con Ibero como si tuviera éste la culpa del fracaso de la cosa, le escupió estos terminachos: «¿Qué haces aquí, gandul?... ¡Oído a la caja... marchen! Cada uno a su puesto... Verás: cojo una estaca y te... Corre y di que atraquen... ¿Está listo el falucho? Que atraquen... Ya estás corriendo... ¿Pero aún estás aquí, bigardo?... ¿A que te rompo en las costillas el palo de la escoba? ¿No me has oído? El falucho... embarcar... corre... Que atraque... playa del Cabañal, fotre; Cabañal, ¡contrafotre!... ¡Corre y vuelve a decirlo, con cien mil fotres!...».

De estas abominables vociferaciones sacó Ibero en limpio que debía dar aviso a Canigó de que arrimara su embarcación a la playa del Cabañal. Nada más fácil que dar esta orden: ya sabía dónde estaba Canigó, pues con él había pasado la noche a bordo de la embarcación, bien arranchada de todo, víveres inclusive. Pero no contaba con el destino adverso que en aquellos días y noches de luna de Valencia desbarataba los planes del primer revolucionario de estos reinos.   —183→   La embarcación no estaba en el muelle ni a la vista dentro y fuera del puerto, ni Canigó en el café de la Marina, ni las casas, almacenes y barcos en su sitio, porque con la gran turbación y pavura que el caso produjo en la cabeza de Ibero, todo el mundo visible era un Tío vivo que daba vueltas en torno al atontado marinero. Por esto se le vio vagar en el muelle y esparcir sus miradas por el mar alto desde el espigón. Así estuvo casi todo el día, hasta que al fin, al caer de la tarde, vio aparecer a Canigó como si saliera de debajo de la tierra. Llegose a él con la natural ansiedad, y el viejo, después de desahogarse con procaz estilo en San Pedro, San José y otros santos venerables, le dijo que su sobrino Gasparó le había faltado; que su sobrino era un renegado indecente... Pero al fin, a falta del falucho de Gasparó, ya tenía otro, malo y con los fondos podridos, eso sí; pero a falta de pan, tortas... y vuelta a desahogarse en los santos de más alto copete, y a llorar de rabia y a patear el suelo, que no tenía culpa de lo que pasaba. «¡Tripas mías -dijo con bramido-, haceos corazón, y avante, avante!... Arrimaremos al Cabañal cuando cierre la noche... Avisa para que estén listos... Víveres no tengo; el barco navega de milagro. Pero Dios hará el milagro esta noche, y viva Prim, y yo me descargo en Gasparó y en la perra de su madre».

Y cuando descendió la noche, llorosa, destemplada y con raudos celajes que ocultaban   —184→   la luna, un grupo de hombres de apariencia humilde a buen paso se dirigía desde las casas del Cabañal a la playa cercana. Sin detenerse entraban en el agua hasta media pierna, para ganar una lancha en que se embarcaron presurosos. La lancha se alejó con vivo golpear de remos. Quedaron en la playa tres individuos: don Joaquín Aguirre, Clavería y Vicente Jiménez, inquilino de la mísera casa donde pasó Prim la cruel, angustiosa noche del 10 al 11; hombre modesto y de pocas palabras, de alma bien templada para el sacrificio. Todo el día 11 anduvo la policía en la persecución de los conspiradores, buscándolos en los cafés, casas particulares y de huéspedes. Jiménez, con astucia y sagacidad admirables, desvió la acción policíaca de la persona y guarida del General, y consiguió embarcarle sin el menor tropiezo. ¿Dónde estaban los carabineros, cabos de mar y polizontes? Nadie lo sabía. Se dijo que el propio Villalonga arregló la salida de Prim por un lado, mientras la policía echaba los ojos por otro. Años adelante, hablando de esto con sus amigos, Prim lo negaba rotundamente, y toda su gratitud era para el valiente y obscuro Vicente Jiménez.

Los que en la playa quedaban aguardaron atentos hasta que vieron al falucho dando al viento sus velas rotas, y arando las olas con su quilla podrida. Allá iba Prim, el infatigable revolucionario, a merced de las aguas revueltas y de los vientos furibundos,   —185→   en retirada de una empresa fallida, y ya pensando en otra, sin que le arredraran los reveses ni en su grande ánimo decayeran la idea destructora y la pasión ardiente que le impulsaban. Allá iba en un barco roto, sin víveres ni abrigo, valiente, inflexible, temerario. Resucitaba en nuestro tiempo la andante caballería, desnudándola del arnés mohoso y vistiéndola de las nuevas armas resplandecientes que van forjando los siglos.

Los demás auxiliares de la conspiración desaparecieron el mismo día, o al promedio de la noche. Cada cual buscó su escondite o cogió la ruta que creía más segura contra persecuciones, y ninguno sabía del paradero de los demás. Teresa y Leal, que escaparon en una tartana poco después de darse a la vela el falucho, no supieron decir a un amigo si Carlos Rubio había embarcado con Prim o se ocultaba con Aguirre en espera de favorable coyuntura para marcharse a Madrid.

Como almas que lleva el diablo iban hacia Requena Teresa y Jacinto, este dado a los demonios, maldiciendo la hora en que vino al mundo. Lo que sufrió Teresa en aquel viaje no es para dicho. Y no era lo peor que fueran desconsolados, desavenidos, iracundos, sino que iban sin dinero, pues lo que ella trajo de Madrid se lo gastó Jacinto en pitos y flautas, dejando de añadidura en Valencia trampas engorrosas, y en aquella triste fuga no tenían santo ni demonio a   —186→   quien poder encomendarse. Pero como Dios da su amparo a los buenos, y aun a los malos cuando estos van más desesperados de socorro, sucedió que, al parar la tartana en Chiva, se les apareció como bajado del cielo Manolo Tarfe, que vegetaba en aquellas tierras al cuidado de sus viñas y de una tía tan vieja como rica que había testado en su favor. Providencia fue el simpático caballero para los fugitivos, pues generosamente, y antes que se lo pidieran, les proveyó de lo más necesario, y les dio la compañía y guardia de dos criados suyos para que les acompañasen hasta Requena y allí les albergaran en lugar seguro.

Aburridísimo estaba el buen Tarfe en la soledad de Chiva, villa triste habitada por carlistas, campo feraz de robusta vegetación media en que se dan la mano la manchega y la valenciana. Poco aficionado a la vida rústica, trataba de acomodarse a ella, contemplando a su tía medio perlática y los hermosos olivares y viñedos que poseía. De su tedio le consolaban dos veces por semana las cartas que recibía de Beramendi con noticia sabrosa del teje-maneje político y entremeses picantes de gacetilla social. A mediados de Junio le escribió el amigo que aterradas doña Isabel y su camarilla por la intentona de Valencia, los ángeles o diablos tutelares de la soberana acordaron despedir a O'Donnell y llamar a Narváez. Leía Tarfe estas gratas correspondencias al pie de un algarrobo o de un peral, en las fértiles heredades   —187→   cercadas de aloes, y allí espaciaba su espíritu en el comento silencioso de los sucesos transmitidos por la escritura.

Decía la carta: «Aunque lo de Valencia ha sido otro mal parto, en Palacio tiemblan y dicen: a la quinta o a la sexta va la vencida. Bien se ve que el ejército se cuartea con la continua sacudida subterránea, y se desmoronará si una mano fuerte no acude a su reparación y fortaleza. Esta mano no puede ser otra que la de O'Donnell... Ya tienes el Espadón en la calle, y a don Leopoldo en el Ministerio de la Guerra y Presidencia del Consejo, con su inseparable Gran Elector, y con Zabala, Calderón Collantes, Alonso Martínez, Cánovas, etc... Pásmate de lo que voy a decirte. La Reina, que ve las orejas al lobo, consiente en reconocer el Reino de Italia. ¡Cuando la señora se decide a reinar por sí, apartando con atrevido gesto la férula de Pío IX, figúrate qué procesiones andarán por dentro! Las damas que incluyen en sus programas de elegancia el Poder temporal del Papal, están que trinan, y la llagada Patrocinio nos prepara uno de los más sorprendentes milagros de su repertorio. Pero es dudoso que podamos verlo, porque el Gobierno (lo sé de la mejor tinta, de la propia boca de don Leopoldo) ha resuelto exportar a la Madre, mandándola a Roma con el Padre Claret para que puedan allí milagrear libremente... ¿Logrará O'Donnell amansar a la revolución? Yo lo dudo. Me consta que se ofrecieron carteras a Sagasta y   —188→   Fernández de los Ríos, y que estos las rechazaron. Tendremos amnistía, libertad de imprenta, reformas electorales, y no sé qué otros anzuelos con que se quiere enganchar a los desmandados peces de la Libertad. ¿Picarán? Yo creo que no, porque con todas esas concesiones a lo que mi hermano Gregorio llama el espíritu del siglo, Italia reconocida, la monja y el obispo mandados a freír espárragos, la política llevada por mejores vías, con todo eso y más que hubiera, aún queda en pie la muralla de la China, o sea los obstáculos... ¿Y de Prim, qué sabes?».

En otra carta escrita en pleno verano, le decía: «¡Ay, Manolo de mi alma, qué feo está Madrid! Por tu vida, no vengas acá, no abandones tu geórgico apartamiento, duerme tus siestas bajo un olivo, lejos de este infernal freidero. Si ahí te acribillan las moscas, aguántalas con paciencia, y acuérdate de los que aquí sufrimos las picadas de los tontos que en este nefando Madrid con el calor se multiplican y aguzan sus penetrantes aguijones. El verano ahuyenta despiadado a los pocos discretos, y embota las facultades de los que se quedan aquí. La enfermedad de mi señor suegro ha trastornado todos nuestros planes. María Ignacia no se determina a salir, y yo digo como aquel bruto: Ni se muere padre ni cenamos.

»La Corte se ha ido a La Granja; la política duerme una lúgubre mona; ausentes los llamados hombres públicos, los vagos de Madrid nos entretenemos vaticinando la próxima   —189→   sedición militar. El pueblo la siente en su corazón con latido enérgico y profundo... Desde la famosa noche, ¡ay, mamá!... del bendito San Daniel, el temor y el gusto de una jarana ruidosa alientan en todas las almas. El pacífico vecino de esta Villa y Corte podrá meterse en la cama sin persignarse, no sin frotarse las manos diciendo: 'de mañana no pasa'. Un secreto instinto dice al pueblo que las aberraciones existentes no pueden continuar. Rara es la casa en donde la señora no manda a su doméstica, los más de los días, por provisiones extraordinarias: en el momento menos pensado será peligroso salir de casa. ¿Óyese un rumor callejero de granujas revoltosos?... pues hay carreras, y la gente despavorida se mete en los portales. ¿Suena el chasquido de una fusta?... ya que han empezado los tiros.

»Comprenderás, querido Manolo, por los brochazos de realidad que te transmito, que he descendido de mi globo para recrearme pintando las chapucerías pedestres de esta vida ramplona. Mis vesanias son temporales, alternas, rítmicas, y ahora estoy en la humorada de arrastrarme por el bajo suelo, todo baches y polvo. Además, mi buen Confusio, que es quien con su dislocada imaginación me saca de paseo por los espacios, hállase estos días algo turbado de sus excelsas facultades, y no acierta, según dice, con el desarrollo y secuencias de los extraordinarios sucesos archi-lógicos que refiere. Quéjase de que la soberana lógica se le pone   —190→   de uñas; vese obligado a frecuentes enmiendas de su labor, a rectificar lo escrito y a desandar unos caminos para entrar en otros; en fin, que el hombre se ha hecho un lío, y es como una araña que se enreda en sus propias urdimbres... Antes que se me olvide, Manolo, ya he sabido de Prim. Está en Vichy tomando las aguas. Me lo ha dicho Muñiz, que ayer tuvo carta del grande hombre. Por más que apreté a Ricardo para que me dijese en qué lugar del planeta trabajan ahora estos tejedores de la revolución, no he logrado saber nada. Por latidos o vibraciones que llegan hasta mí, sé que hay todavía en el Gobierno esperanzas de inteligencia con Prim, y que se le ha indicado que venga para celebrar entrevista con O'Donnell. ¿Vendrá? ¿Se entenderán? Creo que esto no lo sabe ni el mismo Confusio, entendedor supremo de las cosas que no han pasado y deben pasar, o de lo que debiendo ser no es».




ArribaAbajo- XIX -

Entrado Agosto, escribía esto Beramendi:

«Te digo bajo mi palabra de honor, y si quieres lo crees, y si no vete al cuerno, que está nuestro Madrid delicioso. Teatros abiertos no existen, ni nos hacen falta para nada; conciertos no hay más que los que nos dan los mosquitos; la horchata de chufas no ha   —191→   encarecido a pesar del excesivo consumo; los perros no han empezado a rabiar todavía; en casa te sofocas, en la calle te abrasas, aun de noche; y de día, como salgas, hazte cuenta que te has echado a la cara las llamas del Purgatorio. El Ateneo es un páramo: allí me metí ayer, y sólo encontré a Moreno Nieto, un poco agostado y afligido del calor, siempre amable y ameno. A poco de estar a su lado, hablando de filosofía y refrescando mi entendimiento con el considerable saber del maestro, entró Castelar. Algo picamos en filosofía y en política. Te aseguro que en la compañía de tan altos ingenios encontré un oasis, y que me extasié junto a ellos a la sombra de las palmeras de su elocuencia, cargadas de dátiles dulcísimos... Otra noche que fui no me favoreció tanto la suerte, porque en el desfiladero hacia la estancia interior que llaman cacharrería, me salieron dos krausistas, a los cuales hablé de música clásica para cortarles la vena metafísica, y luego di con un economista, con quien departí de cría caballar y de la edad de piedra. Imponiéndoles la conversación más contraria a sus especialidades, les comunicaba una ficticia excitación y yo me quedaba tan fresco. En estos días calurosos, no debemos entablar otras discusiones que aquellas en que seamos mucho más fuertes que el contrario. No siendo así, te expones a la irritación de la sangre. Dímelo a mí, que el verano pasado, por ponerme a discutir con Severo Catalina de literatura   —192→   hebraica, cogí un sarpullido y me salieron la mar de diviesos.

»Todo es tristeza y soledad en el Casino, donde languidecen, por falta de lenguas, las cátedras de chismografía. Hasta la cátedra del sacro Monte está en manos de suplentes chambones, por ausencia de los maestros tallantes... No hay animación verdadera más que en la Tertulia Progresista, y esto lo sé por lo que me cuentan, pues yo no voy a esa parroquia. ¡Ay! me entristezco soberanamente. Como en mi casa no hay más que suspiros, temores, médicos y expectación de una muerte inevitable, busco ratos de distracción en la vía pública. Anoche me paré en los corrillos que rodean a Perico el Ciego, que es un magnífico trovador, para que te enteres. Al son de su guitarra, canta, no las proezas de los héroes, porque no los hay, sino las vivas historias de bandoleros y ladrones. Atento público le escucha con simpatía y emoción. Yo me he sentido medieval agregándome a ese público. Anoche hicieron furor dos o tres coplas de Perico, harto ingeniosas. O me engañé mucho, o eran alusivas a nuestra Reina, que anda ya en jácaras de los cantores callejeros. Desengáñate, Manolo: aquí no hay más cronista popular que Perico el Ciego, ni más poetisa que la Ciega de Manzanares. A no ser que tengas por poesía la oda de Olloqui a la Guerra de África, composición premiada por la Academia, donde se dice: Denantes que del Sol la crencha rubia -se esparza, los venciera-,   —193→   los hijos de la Nubia, los que abortó el Horeb en negra pluvia. ¿Crees que esta es la poesía española de la era isabelina? En tal caso, la tal era sería una era para trillar el buen gusto y el sentido común. Nada, hijo mío, que aquí todo es paja, y tiene que venir Prim, con los demagogos que abortó el Horeb en negra pluvia, para barrerla o aventarla.

»También entro en algún café para pasar el rato. No una, sino muchas noches, me ha embestido el famoso buscón Perico Manguela pidiéndome un duro. Ya comprenderás que se lo he dado. Me inspira más lástima que odio ese infeliz mendicante y pilluelo, y le absuelvo de sus raterías por la gracia con que las hace. Recordarás la cara de aflicción que ponía cuando en el billar te rogaba que le prestases la capa para poder salir y ocultarse de la policía que en la puerta le acechaba. Algunos incautos caían en este timo, y cuando recordaban, ya Manguela volvía de empeñar la pañosa en la más próxima casa de préstamos. Como en verano no hay capas, inventa otros chuscos arbitrios para apoderarse de un napoleón o de un par de pesetas. Habrás observado que Manguela es popular, y que el público se pone siempre de su parte cuando le ve en la calle, acosado por los guindillas... También he tenido el gusto de encontrarme estas noches al pomposo brigadier Posada, pariente de nuestro gran Elector, siempre mascando un puro de estanco que convierte   —194→   en hisopo, rociando con su saliva a cuantos se le acercan, y promoviendo cuestiones personales con los que se ríen de su facha, de su genio iracundo, de su corpulencia y cómica seriedad, del botón rojo que en el ojal lleva, de su inflada tripa y del levitón negro con las solapas salpicadas de lo que fuma, escupe y habla... He procurado esquivar su presencia, porque es pesadísimo y poco divertido, y en seguida te plantea la cuestión de honor... Otras figuras de neto madrileñismo he hallado en mis caminos nocturnos; pero de ellas te hablaré otro día... ¡Oh, Madrid, metrópoli de vagos y universidad de arbitristas!».

A principios de Septiembre, el corresponsal matritense notificaba al proscripto de Chiva que habían fracasado las negociaciones de arreglo con Prim; a fines del propio mes anunciaba el Marqués la muerte de su suegro, el considerable patricio y cristiano caballero señor de Emparán, y añadía que pasado el novenario saldría con María Ignacia y su hijo para Zarauz. No se alegraba poco Beramendi de perder de vista a Madrid, porque sobre los horrores del verano entró en la Villa la pestilencia de una endiablada enfermedad que por todas las trazas debía de ser el cólera... Con diferencia de pocos días, partieron para el otro mundo el suegro de Beramendi y la tiíta de Tarfe, y bien pudo suponerse que su riqueza no les impidió subir a la morada celestial, porque ambos eran personas de piedad ardiente, y habían   —195→   terminado su mortal vida en augusta paz, despedidos por innumerables bendiciones e indulgencias eclesiásticas, y por la pomposa solemnidad con que se les administraron los Sacramentos...

Menos dichoso que su amigo, no pudo Tarfe cambiar su residencia, porque la testamentaría le retuvo mal de su grado en Chiva, con frecuentes excursiones a Requena, donde radicaba lo más extenso y valioso de los bienes heredados. En una de sus últimas diligencias de propietario, avanzado ya Diciembre, encontró a Leal y a Teresa disponiéndose a partir. Habló con los dos, ofreciéndose en cuanto pudiera servirles, y nada le dijeron del lugar a donde iban. Por personas de su intimidad en Requena, supo que Leal había recibido dinero de Madrid; que le visitó días antes un caballero desconocido, con el cual conferenció largamente, quedando citados para Ocaña. A Tarfe le dio en la nariz olor de cuartelada; pero no quiso hablar de ello con sus amigos, a quienes despidió, viéndoles partir alegres en un desvencijado coche. Eran los días próximos a Navidad.

Gozosa iba Teresa por perder de vista un pueblo en que había padecido crueles inopias, y displicencias agudas de Leal, hombre que se volvía fiera cuando le faltaban sus dos principales elementos de vida, el dinero y la conspiración. Pobreza y paz no se avenían con su alma, enviciada en la dilapidación y en la hormiguilla revolucionaria.   —196→   Siguieron, pues, su camino por la tierra baja de Cuenca, con mil privaciones y contratiempos, pues el fementido coche se les hizo añicos al salir de Motilla de Palancar, y hubieron de remediarse con un carro, que los llevó en cuatro largos días a Tarancón, villa famosa por sus uvas y sus Muñoces. Había Teresa encargado expresivamente a su madre que le escribiese a Tarancón, y para mayor sorpresa y dicha, encontró, no la carta, sino la propia persona de Manolita Pez, que allá se fue huyendo del cólera (del cual aún había en Madrid casos esporádicos), y vivía con un pariente suyo, administrador de Riansares, en casa holgada, de buen acomodo... Pues, señor, en cuanto Leal echó la vista encima a doña Manuela, que no era santa de su devoción, torció el morro, frunció las cejas, y entre carraspeos y tosecillas, hizo emisión de algunos términos agridulces en que no se sabía si la presencia de la señora le causaba júbilo o un agudísimo dolor de muelas. Total: que apenas llegado, Jacinto dijo a Teresa: «Pues encuentras en Tarancón la compañía de tu madre, aquí te dejo, vida mía, y yo tomo el portante. Ya sabes que hay prisa». Sin esperar observaciones, alquiló un caballo matalón, y se fue bendito de Dios.

Bien puede afirmarse que si Leal sentía por Manolita una estimación semejante a la que nos inspira una neuralgia facial, la madre de Teresa le pagaba en moneda del mismo cuño, queriéndole como a un tumor maligno.   —197→   Prueba al canto: al anochecer del mismo día en que hija y madre se vieron juntas, Manolita echó todo este veneno en el oído de Teresa: «No he venido huyendo del cólera, que ya no existe, sino a prevenirte contra él, contra tu morbo asiático, que es Leal. Hija del alma, abre los ojos y convéncete de que seguir con ese hombre es peor que la muerte para ti. Mejor sabes tú que yo su situación. Más tronado está que arpa vieja; a Madrid no puede ir, porque detrás de cada esquina le saldrían siete acreedores furiosos... Si fuera un hombre trabajador o un hombre de idea, podría reponerse con algún negocio. Pero vete con negocios al que toda la vida fue un haragán, y un presumido, y un bruto incapaz de sacramento. Teresa, mi adorada niña, vas a los profundos abismos si no haces caso de tu madre. ¿Qué esperas, qué piensas, qué decides?... ¿A qué vienen esos pucheros? ¿Lágrimas ahora? Cuando se nos quema la casa, lo primero es echar a correr. Tiempo hay luego de sentirlo...».

Siguió la de Pez vomitando ponzoña. Con ser cosa tan mala el no tener Jacinto dinero ni de dónde le viniese, todavía era peor el haber tomado por oficio la conspiración. Bien claro se veía que Prim era un loco, seguido de unos pobres mentecatos o sinvergüenzas... ¿Qué quería Prim, y qué había de traernos si triunfaba? Más hambre, más chanchullos, y motín diario por la mañana y por la tarde. ¿Quién no se reiría de ver   —198→   ministro a Carlos Rubio, a quien nadie podía dar la mano sin tener que jabonársela después? Y por otro estilo, los demás eran tales que no había por dónde cogerlos. Daba grima pensar que fueran ministros el Becerra, el Sagasta y el Ruiz Zorrilla... En fin, que era un asco el dichoso Progreso, y Prim un busca-ruidos, un salta-barrancos, que debió haberse quedado allá en América con los mulaticos y cimarrones... Pues de Leal, el más tonto de los seguidores de Prim, ¿qué podía esperarse? El mejor día lo fusilaban... y bien merecido le estaría por imbécil... Ya le andaban siguiendo los pasos; ella lo sabía de buena tinta... y no daba un ochavo por su cabeza.

Con estos crueles juicios y siniestros augurios, quedó la pobre Teresa consternada; la terrible madre volvió a la carga con saña y pesadez en los días siguientes, apretándola y cercándola de este modo: «Estoy avergonzada, y no sé qué responder a las personas que me preguntan si te has vuelto loca, o si te ha dado ese bruto algún bebedizo. Nadie comprende cómo una mujer de tu mérito aguanta esa vida, esas escaseces... tantas humillaciones y vergüenzas. Me lo han dicho muchas, muchísimas personas respetables, de circunstancias, de gran posición; personas que te estiman, Teresa, aunque no te lo hayan dicho... Lo que oyes: no acaban de entenderte, y te compadecen de todo corazón, por lo que sufres... y por lo que sufrirás cuando veas a ese bárbaro en un patíbulo».

  —199→  

Llegó Teresa a un grado tal de tribulación y azoramiento, que ni comía ni dormía. A ratos estaba como lela, sintiendo su cerebro vacío de toda razón y discernimiento; a ratos se le crispaban los nervios y se le encendía la sangre; poseída de coraje felino, en sí misma clavaba las uñas y apretaba los dientes. Su respiración era fuego, sus ideas feroces... Hallábase una noche en el humilde cuartito bajo que habitaba, junto al portalón de la casa, cuando tuvo Manolita la mala idea de volver a la carga con redoblada impertinencia y crueldad. Debe decirse, como atenuante de la conducta de la madre, que esta se hallaba en un estado de penuria más lacerante que el de su hija. De Teresa vivía; atendíala esta tarde y mal, por no poder de otro modo. Era el tronicio de doña Manuela furibundo y desesperado. Había venido a Tarancón huyendo, no del cólera, sino del espectro de una miseria degradante. Empeñados todos los objetos de algún valor, había tenido que malbaratar la espada y espuelas de Villaescusa. Para mayor desdicha, los primos de Tarancón habíanla recibido con desabrimiento y grosería, y le pedían que abonase algo por su manutención. Estaba la pobre señora como los gatos hambrientos que en la desesperada embisten a su propia especie, y no reparan en distancias ni obstáculos para satisfacer su ciega necesidad. Acometió a Teresa con formas y apremios más atroces que los que antes usara, y la estrechó furiosamente diciéndole   —200→   que ya no aguantaba más, que su decoro no era compatible con aquel vivir arrastrado, y que, por fin, quisiéralo o no, su hija tendría que tomar inmediatamente nuevo protector, abandonando al infame y estúpido Leal. La madre, que estaba en todo, le tenía ya preparado el relevo...

No la dejó concluir Teresa, pues la furia insana que en su interior rebullía y pataleaba, no le dio tiempo a pertrecharse de razón y templanza. Con bramido salvaje y zarpazo furibundo, arrojó a su madre sobre el camastro próximo, y le clavó en el rostro las uñas, y le descompuso todo el pelambre recién peinado, y sus roncos acentos remataron la bárbara impensada acción. Palabras de fuego esparcidas en ráfagas y chispas, fueron estas: «¡Bribona, si tú me metiste a Leal por los ojos; si yo no quería, y tú me llevaste a él!... ¡Si decías entonces que era el número uno de los caballeros!... Lagarta, tú dijiste que le querías como a un hijo... ¡Y ahora, porque es pobre... y ahora, porque es conspirador...! Pues lo mismo conspiraba entonces... y tú decías: '¡Oh, qué hombre!... es el primer talento, el primer punto de la Revolución...'. No eres tú mi madre... no lo eres... Toma, toma...».



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