Durante los siglos VII y XVIII, comenzó un proceso que cambió para siempre el sabor de nuestra tradición culinaria.

A los moles prehispánicos se les añadió pimienta, clavo y canela; además de ajonjolí y uva pasa. Los chiles y las frutas se conjugaron en excelentes guisos con nombres inolvidables, como el manchamanteles. En el silencio de los conventos, una nueva tradición endulzó la cotidianidad con almendras, pasas, nuez y piñones.

Sor Juana, máxima musa del periodo novohispano, no pudo ni quiso huir de la magia de estas cocinas conventuales de grandes ollas de barro y talavera.

En “Historia y mestizaje en México, a través de su gastronomía”, Mónica Niembro y Rodolfo Téllez aseguran que “no hay guiso más castizo y barroco que el mole; pues en él se resumen los elementos del mestizaje, ya que lo mismo para hacer un buen mole se requiere de productos como el chocolate y el guajolote, tanto como el clavo y la canela: los primeros de la tierra, los dos restantes llegaron con los hispanos.”