Daniel Gómez Aragonés TOLEDO. Biografía de la ciudad sagrada

Daniel Gómez Aragonés TOLEDO. Biografía de la ciudad sagrada

Texto completo

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TOLEDO

Biografía de la ciudad sagrada

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Índice

Agradecimientos ... 15

Introducción. Nuestra Jerusalén, nuestra Roma ... 17

1. Toledo antes de Toledo. Prehistoria: del Paleolítico al Hierro ... 25

El cerro del Bú ... 28

La ciudad carpetana ... 30

Comienza la épica: la conquista romana ... 38

Marco legendario: Toledo, mitología y fundaciones ... 45

2. Toletum ... 53

La época republicana ... 54

Una ciudad del Alto Imperio ... 58

El Bajo Imperio, Toledo y la caída de Occidente ... 75

Marco legendario: una roca y una patrona ... 89

3. La ciudad de los reyes godos ... 95

El preludio ... 96

La urbs regia, comienza el mito ... 105

La ciudad de los concilios ... 120

La caída de la capital y la «pérdida de España» ... 133

Marco legendario: una ciudad de leyendas… ... 142

4. Tulaytula ... 151

De la cruz a la media luna ... 153

Una ciudad que no deja de rebelarse ... 163

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El corazón de una taifa magnífica ... 177

Marco legendario: de noches toledanas, amoríos varios y conquistas que marcan ... 191

5. La ciudad sagrada ... 201

La reconquista de la vieja capital ... 202

Toledo, una ciudad con esencia que no deja de cambiar ... 217

La batalla crucial: las Navas de Tolosa ... 228

Un Rey Santo y un Rey Sabio ... 238

Cultura a raudales. La Escuela de Traductores ... 249

Marco legendario: la identificación de una ciudad medieval a través de sus leyendas ... 259

6. Toledo al final de la Edad Media y en los albores de los siglos modernos ... 271

Los sucesores del Rey Sabio ... 272

Musulmanes y judíos en una ciudad cristiana ... 282

La guerra civil castellana y la nueva dinastía ... 290

El día a día en Toledo ... 311

Toledo y los Reyes Católicos ... 324

Marco legendario: ¿la historia genera leyendas o las leyendas hacen historia? ... 338

7. El siglo xvi: rebeldía, Imperio y orgullo ... 345

Tiempos inciertos ... 346

La Guerra de las Comunidades: Toledo, origen y epílogo de una revolución ... 353

Carlos V y una ciudad ... 366

Felipe II y la mirada a Madrid ... 377

Vivir en Toledo durante el siglo xvi ... 390

El estudio y la cultura en una urbe efervescente ... 403

Marco legendario: de comitivas espectrales en la catedral a autómatas que pasean por las calles de Toledo  ... 412

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8. Grandeza de cruz, símbolo de las letras

y decadencia de la ciudad sagrada ... 419

Una ciudad en crisis ... 420

Respuestas toledanas a una crisis toledana ... 432

Una cultura de oro en una ciudad alicaída ... 440

Toledo y sus gentes en el siglo xvii ... 448

La sede primada de España no se toca ... 453

Marco legendario: altar y pluma, religión y literatura .... 468

9. Toledo y los primeros Borbones ... 473

La Guerra de Sucesión y el incendio del Alcázar ... 474

Toledo entre la guerra y la Ilustración ... 487

Intentos ilustrados de recuperar una ciudad ... 500

La profunda huella del cardenal Lorenzana ... 512

Visiones de Toledo ... 525

Marco legendario: ¿dónde están las leyendas toledanas? ... 529

10. Toledo ante el siglo de los vaivenes ... 535

Los soldados de Napoleón en Toledo ... 536

Entre absolutismo y liberalismo ... 548

El reinado de Isabel II para Toledo: carlismo, desamortizaciones y medidas liberales ... 560

Una ciudad que quiere avanzar en medio de una revolución, una república y una restauración ... 574

Curiosidades decimonónicas toledanas ... 585

Marco legendario: una ciudad más allá del Romanticismo ... 599

11. El siglo xx: Toledo prevalece ... 605

Una ciudad en tiempos de monarquía ... 606

Una ciudad en tiempos de dictadura ... 619

Una ciudad en tiempos de república y de Guerra Civil ... 628

Una ciudad, de nuevo, en tiempos de dictadura ... 640

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Una ciudad en tiempos de democracia que debe mirar

al futuro sin olvidar su pasado ... 650

Algo más que una «leyenda»: la Orden de Toledo ... 658

Epílogo. Toledo, capital espiritual de España ... 663

Bibliografía ... 669

Páginas web recomendadas ... 693

Notas ... 695

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Introducción

NUESTRA JERUSALÉN, NUESTRA ROMA

¡Levantad los corazones que nacimos castellanos;

por más gloria, toledanos bajo el éxtasis del sol!

¡Coronemos a Toledo con laureles de Victoria;

que en el templo de la Historia fue el espíritu español!

Cuando brilló tu noche de ofrenda, te iluminó

la maga leyenda.

¡Salve, ciudad;

que el arte y la gloria, bajo la cruz

son rosas de luz!

Hizo tu sol,

un temple de acero;

y águilas fue tu escudo altanero.

¡En imperial grandeza tu Alcázar, supo elevar

a España un altar!

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¡Gloriosa Toledo de las artes tesoro:

tu nombre de oro es nimbo universal!

¡Gloriosa Toledo

del Greco y de Cervantes:

tres razas gigantes te hicieron inmortal!1

T

al vez el lector considere que arrancar un libro con una asevera- ción tan fuerte como es el título de esta introducción puede obedecer a un ejercicio de chovinismo por nuestra parte o a un apa- sionamiento desbordado y casi irracional por la urbe del Tajo. Pues bien, querido lector, el arranque de esta obra no obedece ni a una ni a otra razón, aunque no vamos a negar la existencia de un profundo enamoramiento de la vieja capital de los reyes godos. Negarlo a estas alturas bien nos parecería absurdo y un tanto incomprensible.

No obstante, si nos situamos con la distancia que ofrece la perspec- tiva histórica, podemos ver que desde el punto de vista histórico-polí- tico, al igual que desde la visión sacro-religiosa, muchos de los grandes acontecimientos que han marcado y definido la historia de España han pasado de manera directa o indirecta por Toledo. Además, y por ampliar el marco de influencia y trascendencia de Toledo, a nivel cultural ha sido, es y será un referente reconocido internacionalmente. Cuántos grandes autores de nuestras letras no se embriagaron de la magia tole- dana en el amplio sentido del término… Y por si esto no fuera sufi- ciente, si nos movemos en el singular y «movedizo» plano del mito y de la leyenda, nuestra consideración de Toledo alcanzaría, si se nos permi- te la expresión, una especie de certificación de corte mitológico.

Realmente, todos los españoles, e incluso aunque sea en una pe- queña parte, muchos de los hispanoamericanos y europeos, «somos un poco Toledo» a causa de haber sido esta ciudad alma y esencia de una historia fascinante, que nos preparamos para recuperar, y que ha defi- nido lo que fuimos y lo que somos. Ya veremos qué sucede con Toledo y el «seremos».

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A pesar de la cita inicial y de estas primeras líneas, en verdad no hemos expresado ningún hecho o circunstancia concreta más allá de claras y justificativas generalidades para probar el rango de nuestra Je- rusalén, nuestra Roma. Obviamente, no vamos a extendernos ahora en responder a la pregunta de por qué consideramos esto, dado que la explicación se irá desgranando en el largo camino que nos dispone- mos a recorrer. Sin embargo, y como creemos en las virtudes del ca- ballero y/o de la dama, sí recogemos el guante y señalamos que, como Jerusalén, Toledo es una urbe vinculada a cristianos, judíos y musulma- nes. Pero no es un enclave más en el sentido de un pasado que haya dejado unas huellas arqueológicas y documentales muy perceptibles por parte de las tres confesiones del libro, ni tampoco por mitos en- vueltos en un barniz de «buenismo» propio del siglo xxi, reconvertido en lo que se suele llamar lo «políticamente correcto», que no es más que un rasgo del triste posmodernismo imperante. No. Si Toledo es la ciudad de las «tres culturas», de las tres religiones, lo es porque para cristianos, judíos y musulmanes fue una ciudad sacra, una ciudad sa- grada por la que vivir y morir, por la que amar su conquista y llorar su pérdida, por la que coexistir cuando era menester y de una manera inconcebible en el resto de Europa, norte de África y Oriente Medio, y por la que levantar auténticas joyas arquitectónicas, crear bellísimas obras de arte y escribir textos únicos.

Si se nos permite la licencia cinematográfica, en la película del año 2005 El Reino de los Cielos, dirigida por el genial Ridley Scott, hacia el final, el personaje de Balian de Ibelin, interpretado por Orlando Bloom, en el momento de negociar con el gran Saladino la rendición de Jerusalén, le pregunta: «¿Cuánto vale Jerusalén?», a lo que el perso- naje de Saladino, interpretado por Ghassan Massoud, le responde:

«Nada…Todo». Para nosotros, y no solo a nivel personal sino desde el punto de vista que hemos señalado en el segundo párrafo tras la cita de esta introducción, eso también es Toledo.

¿Y por qué nuestra Roma? No en vano estamos hablando de algo que ya hemos nombrado en múltiples ocasiones en anteriores trabajos, la urbs regia, la gran capital de los reyes godos. Condición regia que más allá de conquistas y reconquistas, de idas y venidas, de

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olvidos y letargos, de crisis y resurgimientos modernos siempre ha estado presente independientemente del papel netamente político y administrativo que jugase. Toledo fue la capital del germen de España, el Reino Visigodo, y Toledo fue y sigue siendo, al menos así lo venimos defendiendo, la capital espiritual de España, pero que nadie piense en ideas o conceptos políticos contaminados del siglo xx y xxi, nos mo- vemos en unas esferas que van más elevadas, tal y como sucede con la Ciudad Eterna. Si se nos vuelve a permitir otra licencia cinematográ- fica, en la película del año 2000 Gladiador —curiosamente también dirigida por Ridley Scott—, tras la batalla inicial se reúnen en la tienda del emperador el actor que encarna a Marco Aurelio, Richard Harris, y el ya mítico personaje de Máximo Décimo Meridio, inter- pretado soberbiamente por Russell Crowe. En dicha escena, tras una conversación inicial, el primero le pregunta al segundo: «¿Y qué es Roma, Máximo?», a lo que el general responde: «He visto mucho del resto del mundo, es brutal, es cruel y oscuro. Roma es la luz». Pues, para nosotros, una luz con la misma esencia y casi sentido se refleja y se desprende desde Toledo. Pero no solo ha sido y es «luz», sino tam- bién ha sido y es, lo que dice Marco Aurelio en Gladiador con respec- to a Roma y que nosotros volvemos a trasladar al significado de To- ledo: «Una vez hubo un sueño llamado Roma. Solo podías susurrarlo, a nada que levantaras la voz, se desvanecía, tal era su fragi- lidad». Toledo, como también pensamos de Roma, ni se ha desvane- cido, ni se desvanecerá.

No obstante, no solo en el hecho de haber sido la sede regia del Regnum Gothorum ni en el plano metafórico que hemos expuesto usando las referencias de la película protagonizada por Russell Crowe vemos la condición de Toledo como la de nuestra Roma. Siguiendo la misma línea imperial, la ciudad del Tajo también fue el corazón de un imperio, el cual seguía la estela del Imperio romano, aunque en el caso toledano con un indudable sentido católico de principio a fin. El Im- perio español y Toledo, aunque Toledo no tuviese el rango de capital del Imperio, reflejaron el alma y el espíritu del Imperio romano y de su gran capital, los cuales antes habían sido recogidos por el Imperio de Carlomagno y Aquisgrán.

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Por otro lado y dentro de ese rango especial, diferenciador y casi único que hemos dado a Toledo, no podemos negar que hay una obra centrada y enfocada en la primera de esas dos ciudades en la que he- mos reflejado a Toledo, que nos ha servido de inspiración y referencia.

Lógicamente, hablamos de un trabajo sublime como es Jerusalén, de Simon Sebag Montefiore. Y es que reunidos el editor del trabajo que tiene el lector entre sus manos y el autor llegaron a la clara conclusión de que la única urbe de la vieja piel de toro que podría tener un libro de similares características, desde nuestra humildad y salvando las dis- tancias, era Toledo. Al igual que sucede con Jerusalén en la obra de Montefiore, recorreremos la historia de Toledo desde sus orígenes has- ta prácticamente llegar a finales del siglo xx, narrando y deteniéndo- nos en todos aquellos episodios y detalles que marcaron la ciudad de los reyes godos, de Alfonso VI, de al-Mamun, de Alfonso X el Sabio, de la Escuela de Traductores, de Carlos V, de María Pacheco, de El Greco, del cardenal Lorenzana y de tantos más. En este cometido se- guiremos un marco similar al trazado en nuestros últimos trabajos, moviéndonos en lo que se viene denominando y considerando como alta divulgación histórica, pues este libro, aunque recoja la historia de Toledo, no pretende ser un texto académico y/o universitario, por ende limitado a un determinado público especializado, pero tampoco tiene su razón de ser en presentarse como una lectura toledana más o en verse como una lectura sin profundidad ni reflexión que se lea sin un mero espíritu cultural y crítico. Sí, queremos resaltar que en nues- tro gusto por el esencialismo histórico y el valor de lo simbólico, estos tendrán cabida en estas líneas a través, por ejemplo, de algunas famosas leyendas toledanas, pues estas contienen secretos que nos permiten conocer mucho más de lo que a priori puede parecer, y que a modo de complemento, enriquecerán nuestro texto y nos ayudarán a cumplir nuestro objetivo. Esta elección no es baladí.

En las últimas décadas la historia de Toledo ha sido vista, especial- mente desde las administraciones y desde el punto de vista foráneo, como una especie de sota, caballo y rey. Se ha venido insistiendo en la cuestión de las tres culturas, en la figura de Alfonso X el Sabio, pero prácticamente solo desde el aspecto cultural, en el peso político de

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finales del siglo xv y principios del siglo xvi y, claro está, en El Greco.

Bien es cierto que determinados personajes históricos han tenido su cuota de protagonismo en su especial vínculo con esta ciudad gracias a grandes exposiciones que han propiciado que la historia de Toledo sea algo más que lo habitualmente conocido, como ha sucedido con San Ildefonso, Isabel la Católica o los cardenales Cisneros y Lorenzana.

Empero, la historia y su acercamiento al público más interesado en ella no puede circunscribirse a aniversarios, ni tampoco a aquellos epi- sodios que generen mayor atracción turística, porque tanto la historia de Toledo en particular como la de España en general son mucho más.

En estas líneas no faltarán épocas que para el gran público hay veces que pasan desapercibidas, como la Prehistoria, el periodo romano, el Reino Visigodo de Toledo, la compleja Reconquista, los Comuneros de Castilla, la crisis que comenzaba a atisbarse a partir de finales del si- glo xvi, el Siglo de Oro en Toledo, la Guerra de Sucesión o el cam- biante siglo xix, sin olvidar determinadas cuestiones del siglo xx que consideramos de especial interés para cerrar nuestro particular círculo y que, obviamente, serán presentadas sin ningún sesgo ideológico.

Para enfrentarnos a esta aventura dispondremos de buenas herra- mientas en forma de distintos trabajos, estudios y publicaciones realiza- dos por destacados profesionales del gremio, como Ventura Leblic Gar- cía, Hilario Rodríguez de Gracia, Jesús Carrobles Santos, Adolfo de Mingo Lorente, Fernando Martínez Gil, José Carlos Vizuete Mendoza, Ricardo Izquierdo Benito, Rafael del Cerro Malagón, Clara Delgado, Ángel Santos Vaquero, Mariano García Ruipérez, entre otros muchos que el lector podrá encontrar en la bibliografía del final de este libro.

Pero estos colegas y alguno de ellos buenos amigos no serán los únicos compañeros de viaje, iremos hasta los siglos xvi y xvii para encontrarnos con nombres como Pedro de Alcocer, Francisco de Pisa, Jerónimo de la Higuera o el conde de Mora Pedro de Rojas, porque fueron los prime- ros que se atrevieron a escribir historias de Toledo que, con sus luces y sus sombras, son un ejemplo del esfuerzo y del amor por una ciencia humana como es la historia y por una ciudad única como es Toledo.

Tampoco debemos olvidarnos de las menciones realizadas en sus obras del arzobispo Rodrigo Jiménez de Rada, del mismísimo rey y

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toledano de pro Alfonso X el Sabio o del padre Juan de Mariana, ni especialmente de varios grandes referentes para la historiografía tole- dana de los siglos xix y xx y que bajo nuestro punto de vista pueden ser considerados como una correa de transmisión vital y fundamental entre los escritos y las obras de los siglos medievales, y sobre todo modernos, y los trabajos más actuales de finales del siglo xx y primer cuarto del siglo xxi. Lógicamente, nos referimos ni más ni menos que a Sixto Ramón Parro, Antonio Martín Gamero, José Amador de los Ríos, Jerónimo López de Ayala —conde de Cedillo—, Juan Francisco Rivera Recio, Francisco de Borja San Román, Fernando Jiménez de Gregorio, Julio Porres Martín-Cleto, Ramón Gonzálvez, José Carlos Gómez Menor Fuentes, Eloy Benito Ruano, Luis Moreno Nieto, entre otros muchos. Que el lector no olvide estos nombres. Nosotros, desde la más absoluta humildad frente a estos grandes referentes his- toriográficos, ofreceremos un trabajo divulgativo, cercano y ameno, pero no por ello exento de rigor, y que haga honor, por un lado, a lo que se presupone del mismo y, por otro, a todos los historiadores nombrados.

Así, esperamos y deseamos que tras la lectura de las próximas pá- ginas el lector conozca la fascinante y épica historia de Toledo y se adentre en su profunda dimensión y su significado, porque entender lo que significa Toledo es entender en buena medida lo que significa España. En definitiva, que el lector se enamore de Toledo, que sienta Toledo al sostener esta obra y que, si es que todavía no lo ha hecho, venga a Toledo al menos una vez en la vida, cosa que consideramos muy difícil, ya que resulta imposible no volver una y otra vez. Para nosotros y no nos ruboriza decirlo, morir sin saber lo que es Toledo in situ es un pecado, así que, como no sabemos lo que hay al otro lado independientemente de nuestras creencias (nosotros sí lo tenemos muy claro), no nos arriesguemos…

El amor que debemos a la patria, y la obligación que le tenemos es tan grande, que basta para escusar a qualquiera que por servicio suyo se atreviere a más delo que sus fuerças bastan: como he hecho yo en la compilación deste Tratado de las cosas memorables desta insigne ciu-

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dad de Toledo, que con zelo de su nombre y fama: he querido publi- car, olvidándome de la mía.2

Alfred Guesdon, Toledo. Vista tomada encima de la piedra del rey moro, 1855.

Archivo Municipal de Toledo.

El texto anterior es un extracto del prólogo de la Hystoria, o des- cripción de la Imperial cibdad de Toledo. Con todas las cosas acontecidas en ella, desde su principio, y fundación, escrita por Pedro de Alcocer a mediados del siglo xvi, y nos parece muy oportuno citarlo.

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TOLEDO ANTES DE TOLEDO.

PREHISTORIA: DEL PALEOLÍTICO AL HIERRO

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ntes de hablar de Toledo como ciudad, es preciso que nos vaya- mos más atrás en el tiempo, no al «origen de las cosas», pero sí a un periodo muy alejado de la idea que tenemos de la urbe del Tajo.

Naturalmente, no podemos entender el origen de Toledo sin su particular, y podríamos decir que beneficioso, medio físico. Este, sin lugar a dudas, es el elemento por excelencia que marca la definición de los asentamientos humanos. Y en el caso de Toledo no iba a ser menos. Así, piezas como el río Tajo, su amplio valle y su vado y el inconfundible peñón configuraron un bello y útil puzle para el po- blamiento humano. A partir de aquí y con el referente del Tajo como fuente de vida, condición innata del agua, encontramos un territorio apto para el desarrollo de la vida animal y vegetal. Resulta evidente que sin todos estos condicionantes, el hábitat humano no se hubiese dado ni en los alrededores de lo que hoy en día es Toledo ni en la propia ciudad. Actividades como la recolección de alimentos, el aprovecha- miento de los restos animales que dejaban los grandes depredadores y un incipiente desarrollo de la caza y de la pesca nutrían a los primeros, si se nos permite la expresión, «pretoledanos» o «prototoledanos».

En el corazón de la Península Ibérica tenemos el valle central del río Tajo y en el corazón del valle central del río Tajo, un punto de recogida de influjos, de contactos y de comunicaciones llegados no solo desde el norte, sur, este y oeste de la vieja piel de toro, sino también desde Europa y desde África, y que gracias al paso o cruce que genera el Tajo en esta zona, resulta de fácil tránsito.

El territorio donde tiempo después se desarrollaría la ciudad de Toledo contaba con todo lo necesario para el poblamiento humano,

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que se resume en un medio físico muy favorable para el asentamiento de comunidades estables que buscasen dejar atrás el nomadismo.

El poblamiento humano lleva aparejados inevitablemente huellas y rastros en el registro arqueológico. Los estudios vienen a indicar la existencia de materiales líticos asociados a las graveras próximas a To- ledo, lo que provoca que los grandes especialistas1 consideren la exis- tencia efectiva, aunque no muy destacada, de un poblamiento humano entre la horquilla cronológica de 900.000 a 600.000-500.000 años.

No queremos extendernos en demasía en este apartado y para ello recomendamos al lector interesado acudir a la bibliografía que encon- trará al final del libro, pero si hacemos un rápido recorrido, apuntaría- mos que se han encontrado más restos, tanto líticos como de animales (alguno de ellos correspondientes a grandes mamíferos tales como elefantes), en periodos posteriores al señalado y teniendo siempre al río Tajo como gran referente, como sucedió en el destacado yacimien- to de Pinedo, que tanta y tan buena información arqueológica ha dado a los especialistas en la Prehistoria.

Si dejamos a un lado el amplio periodo cubierto por el Paleolíti- co, y los problemas propios de su investigación, a los que nuestra ciu- dad protagonista no queda ajena, ya en el Neolítico contamos con informaciones muy claras pudiendo asumir la existencia durante este periodo de poblaciones estables que sacaban un partido muy activo al territorio en el que se asentaban. Hablamos del amplio valle del Tajo, aunque no tengamos datos cien por cien específicos para el punto exacto donde nacerá y se desarrollará la propia Toledo. Así, sin estar ante un desarrollo agrícola de alto nivel, estos pequeños grupos po- blacionales sí obtienen recursos de la tierra que trabajan en base a unos cultivos próximos a sus viviendas, que en este caso serían modes- tas cabañas.

Pero la actividad económica y el mecanismo de obtención de alimentos no quedaron circunscritos a la explotación agrícola, asimis- mo la ganadería comenzó a jugar un papel relevante y a ser un ele- mento que condicionaba el entorno y el paisaje. A partir de este pa- trón, y siguiendo un proceso lógico generalista, se desarrollaron dos modelos, uno que incidía más en la agricultura y que por consiguien-

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te conllevó un mayor desarrollo técnico y otro modelo que apostó más por la explotación ganadera. Todo ello siempre a partir de las ne- cesidades existentes, las cuales no solo se centraban en los recursos de abastecimiento, sino también en el desarrollo de infraestructuras adap- tadas al modelo establecido. Incluso las prácticas comerciales comen- zaron a formar parte de estas comunidades. Desde estos esquemas pro- ductivos resulta más sencillo entender a los grandes especialistas en este periodo cuando hablan del valor que adquieren el sentido de propiedad y los enterramientos colectivos, véase en dólmenes, como vínculo con la tierra de la comunidad, quedando ambos elementos asociados a una inminente estratificación social. Eso sí, siguieron exis- tiendo grupos cuya forma de vida se basaba en el aprovechamiento de los recursos de un territorio en base a su agotamiento o las inclemen- cias marcadas por la climatología.

Si seguimos avanzando y nos ubicamos en los inicios del Calcolí- tico o de la llamada Edad del Cobre, vemos cómo el valle del Tajo tampoco fue ajeno a la cultura del vaso campaniforme, la cual es pro- pia de este periodo y está presente en toda la Península Ibérica, las Islas Británicas y parte del sur y centro de Europa. Sin entrar en pro- fundidad en un análisis del Calcolítico o Edad del Bronce, sí es conve- niente resaltar una serie de características, que no fueron ajenas al valle del Tajo, básicamente porque son los antecedentes de lo que vino a desarrollarse durante la Edad del Bronce y la Edad del Hierro.

Estaríamos en una fase histórica en la que el uso de los primeros metales comienza a ser común, una de las principales innovaciones del periodo, tiempo en el que la población aumentó y ello conllevó que los poblados fuesen más grandes, mejor dotados y con un primitivo urbanismo. Además, la agricultura producía más de lo que la comuni- dad necesitaba y podía consumir, facilitando de esta manera el aumen- to del excedente. Algo muy similar ocurrió con la ganadería. Junto a estas características hay que señalar una mayor identificación entre los individuos y su territorio y la estratificación social señalada anterior- mente, que fue asentándose y configurándose en un proceso de jerar- quización, el cual durante el Bronce y especialmente en el Hierro al- canzó su plenitud.

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El cerro del Bú

Dejamos atrás un apartado en el que hemos ofrecido unas pinceladas generales que en muchos casos no provienen directamente de espacios próximos a lo que hoy en día es Toledo, pero que bien podemos extra- polar. Ahora damos un paso más en nuestro conocimiento sobre Tole- do y manejaremos datos más sólidos y directos.

Si se nos permite la confianza, imaginamos que a usted, amigo lec- tor, no le sonará de nada el cerro del Bú, salvo que sea toledano o un ferviente seguidor de la historia toledana, guste de leer publicaciones relacionadas con la urbe del Tajo y le agrade realizar visitas guiadas o rutas. Pues bien, sepa que el llamado cerro del Bú,2 que se encuentra al otro lado del río Tajo con respecto al casco antiguo de Toledo, jugó un papel muy importante en eso que hemos llamado «Toledo antes de Toledo», es decir, en los orígenes de la ciudad.

Diversos estudios señalan que dejando atrás la Edad del Cobre y abriéndonos camino en la siguiente, la del Bronce, encontraríamos evidencias rotundas de poblaciones estables en las cercanías de Toledo (2000-1800 a. C.). Es aquí donde juega su papel preponderante el cerro del Bú, cuya toponimia, siguiendo senderos heterodoxos, po- dría llevarnos a entroncar con la mitología prerromana y el ámbito legendario tan característico de nuestra urbe protagonista. Los restos del cerro del Bú son visibles incluso hoy en día gracias a los últimos y destacados trabajos arqueológicos realizados. En este peñón se ha documentado un poblamiento de largo recorrido cronológico, cir- cunstancia previsible por las beneficiosas posibilidades que ofrecía el lugar, con cabañas levantadas en mampostería y madera. Los pobla- dores del cerro del Bú utilizaron el sistema de «aterrazamientos» con el fin de aprovechar mejor el territorio para su asentamiento. Asi- mismo, mantuvieron una forma de vida similar a lo descrito en lí- neas precedentes dando un especial énfasis a las actividades agropecua- rias. Las cerámicas que utilizaron siguen patrones muy similares a otras del mismo periodo en distintos puntos de la Península Ibérica.

Conjuntamente, sus habitantes llevaron a cabo actividades comercia- les, se comunicaron con otros poblados y en algunos casos llegaron

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a enterrarse en el suelo de su propia vivienda como acto simbólico de vinculación.

Lo que podemos denominar como el «gran salto» que marcó y definió lo que ha sido, es y será Toledo a nivel físico y urbanístico se produjo en la etapa final de la Edad del Bronce, cuando los «primitivos o primeros toledanos» decidieron abandonar el cerro del Bú y comen- zar a ocupar el cerro sobre el cual se erige la ciudad de Toledo que conocemos. Esta es la teoría clásica: un desplazamiento provocado por el aumento poblacional de la comunidad asentada en el cerro del Bú y también por la búsqueda de mayor seguridad. No obstante, el lector debe saber que en este origen de Toledo y en la figura de lo que serían los «primitivos o primeros toledanos», como puede comprobar en la bibliografía, hay otras líneas de investigación que, basándose en los es- tudios provenientes de los restos arqueológicos, cerámicos en este caso, localizados en Toledo apuestan por otras vías. Así, el desarrollo de una ocupación permanente con hábitat estable correspondería a grupos de otros puntos cercanos a Toledo, pero que se incluyen en este tipo de comunidades que vivían en movimiento según sus necesidades y según las condiciones climatológicas, y que además contarían con una estra- tificación y jerarquización social mucho menos intensa que las que se daban en las comunidades establecidas en el cerro del Bú. A partir de aquí y siguiendo modelos que igualmente se daban en distintos lugares de la Península Ibérica, derivados de influencias mediterráneas, surgie- ron núcleos de poblamientos estables pero de mayor entidad y con un claro carácter centralizador y de aprovechamiento del territorio.

Es importante que el lector reflexione y tenga presente que estos cambios, transformaciones, desarrollos y procesos históricos, evidente- mente, no fueron de un día para otro, y que estaríamos ante grandes etapas cronológicas.

En el ocaso de la Edad del Bronce y en los albores de la Edad del Hierro dejamos atrás en el centro peninsular una cierta homogeneidad de sus pobladores para encontrarnos con grupos diversos que ya pre- sentan elementos propios y que comienzan a manifestar rasgos identi- tarios. Empiezan a configurarse lo que denominamos como pueblos prerromanos. Este proceso fue posible gracias a influencias externas

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que marcaron un nuevo desarrollo cultural, político, social (los espe- cialistas hablan de un proceso de aculturación) e incluso se muestran visos claros de urbanismo en sus poblados. Claro está, las gentes que habitaban el peñón toledano no fueron para nada ajenas a este contex- to. El comercio y la conexión entre poblados dieron un salto porque en el primigenio núcleo poblacional de Toledo y su asentamiento co- mienza a configurarse un núcleo para varias comunidades. Por consi- guiente, tanto el origen de la ciudad como la propia condición de núcleo pueden establecerse en una amplia horquilla que iría de los años 1200-1100 al 700 a. C.

Cuando el lector español oye hablar, en el caso de la Península Ibérica, del periodo comprendido entre el final de la Edad del Bronce y la llamada primera Edad del Hierro, rápidamente le vienen a la cabe- za los sugerentes términos de Tartessos y de la cultura tartésica propios del suroeste peninsular, y si nos ubicamos ya en plena Edad del Hierro, los de celtas e iberos, para quienes el uso del hierro era ya algo más que común. Para los años 500-400 a. C. podemos distinguir distintos pue- blos de raíz céltica o de raíz ibera, cuyos nombres son ampliamente conocidos, véanse los casos de los arévacos, de los vetones o de quienes más nos interesan en esta obra, los carpetanos, a los cuales posterior- mente trataremos en profundidad, a partir, eso sí, de los limitados datos con los que contamos. Si nos quedamos con los pueblos o tribus que habitaron el centro de la Península Ibérica, la llamada Meseta, carpeta- nos, vetones y vacceos, entre algunos más, no difieren socialmente, puesto que hablamos de estructuras jerárquicas de corte aristocrático que marcaron la política. Sin embargo, estos pueblos sí poseyeron ca- racterísticas propias. Por otro lado, la formación y la configuración de estos pueblos tienen una base céltica con un fuerte influjo ibero.

La ciudad carpetana

Antes de hablar de Toledo como ciudad carpetana, que supone todo un reto por la poca información con la que contamos, vamos a dete- nernos en profundizar en la medida de lo posible en qué es la Carpe-

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tania y quiénes son los carpetanos más allá de las pinceladas que hemos dado anteriormente.

Al tratar el estudio de los pueblos prerromanos nos damos cuenta de los desarrollos políticos, sociales y económicos que alcanzaron con respecto a periodos anteriores, los cuales, como hemos apuntado, se vieron marcados por el aumento de la población. Los carpetanos pue- den ser clasificados como un pueblo indoeuropeo y protocéltico so- metido a un destacado influjo de lo que algunos grandes especialistas denominan como celtiberización, aunque hoy se sigue debatiendo sobre su proceso de etnogénesis.

La Carpetania, grosso modo, comprendería gran parte de la actual provincia de Madrid, exceptuando la sierra de Guadarrama, gran par- te de la actual provincia de Toledo hasta Talavera de la Reina y el oeste de esta provincia, el norte de la provincia de Ciudad Real y el oeste de las actuales provincias de Cuenca y de Guadalajara. Por tanto, estamos hablando de un territorio que coincide en un porcentaje elevado con lo que siglos después se conoció como Castilla la Nueva y desde los años ochenta del siglo pasado como Castilla-La Mancha. Si cogemos un mapa físico, podemos apreciar cómo los accidentes geográficos defi- nieron el territorio carpetano, teniendo en el límite norte las monta- ñas de Gredos y de Guadarrama y al sur los Montes de Toledo. En medio de esta región, aproximadamente, tenemos el río Tajo y Toledo.

No obstante, todos estos límites son meramente orientativos y no pueden considerarse ni fijos ni rotundos.

Aparte de las valiosísimas informaciones ofrecidas por la arqueo- logía, las fuentes documentales también nos proporcionan datos para conocer mejor la Carpetania y a los carpetanos, y por ende, los oríge- nes de la ciudad de Toledo como tal. Autores grecorromanos como Estrabón, Tito Livio, Plinio el Viejo y Ptolomeo, entre otros, han trata- do en sus obras estas cuestiones. De hecho, gracias al geógrafo griego Estrabón, autor de una obra titulada Geografía, sabemos que los carpe- tanos se encontraban entre los oretanos, que estaban al sur de estos, y los vetones y los vacceos, que se localizaban al norte.

Conjuntamente, las fuentes grecorromanas, y en este caso resalta- mos la figura de Ptolomeo, nos ofrecen lo que podríamos denominar

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como un registro o listado de ciudades carpetanas que salpican el ante- rior territorio descrito de la Carpetania, estando muchas de ellas conec- tadas y bien comunicadas. De estas ciudades podemos destacar al norte Alcalá de Henares, al sur Consuegra y en el centro Toledo. La ubicación de los poblamientos o asentamientos carpetanos no fue baladí y obede- ció principalmente a la búsqueda de puntos con buen acceso al agua, zonas de cultivo y territorios para que el ganado pudiese pastar, o bien a la elección de puntos elevados que proporcionaban una visión estra- tégica de un amplio territorio y una mayor capacidad defensiva en caso de necesidad (el ejemplo de Toledo resulta más que elocuente).

En cuanto a la economía de los carpetanos y sus medios de sub- sistencia, la agricultura, y dentro de la misma el cereal sin olvidar las leguminosas y cultivos tan ibéricos como la vid y el olivo, era el foco principal, seguido por la ganadería. A estas actividades se les sumaban la caza, como complemento de la ganadería para el consumo de carne y practicada especialmente por la aristocracia, y el bosque en sí mismo, que aparte de proporcionar dicha caza, en muchos casos también era el lugar de obtención de la necesaria madera y el punto de recolección de alimentos tan básicos como era el fruto de los árboles del género Quercus, la bellota. Dejando a un lado los señalados medios de subsis- tencia, actividades como la cerámica, la artesanía y el textil, la metalur- gia y la orfebrería formaban parte del sistema económico carpetano, sin olvidar el comercio, siempre fuente de influencias externas, el cual estaba especialmente asociado al Mediterráneo y fue un mecanismo de llegada de modas y materiales propios de dicha zona. Por último, la producción minera, aunque presente, fue muy limitada, y la guerra, como actividad de saqueo o como acción mercenaria, también era medio de subsistencia.

Si nos adentramos en el sistema de gobierno y la estructura polí- tica de los carpetanos, debemos resaltar el papel jugado por las urbes al más puro estilo de ciudades-estado, teniendo algunas de ellas control sobre otros territorios. No debemos pensar en un sistema centralizado alrededor de una única ciudad o de un único gran líder, más bien al contrario, aunque esto no quiere decir que los carpetanos viviesen unos aislados de otros o que fuesen ajenos a circunstancias que pudie-

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sen afectarles de manera directa o indirecta, como un ataque exterior.

En estas ciudades-estado se ha documentado la existencia de las clási- cas asambleas como fuente de poder y gobierno, aunque por las fuen- tes romanas sabemos que tuvo que ir emergiendo la figura del líder, caudillo o rey con una fuerte capacidad de decisión especialmente en tiempos de guerra, como así sucedió con los propios romanos, como luego veremos, pues, además, contamos con el nombre de un líder o rey fuertemente vinculado a Toledo.

Por último, para cerrar esta brevísima descripción general de los carpetanos antes de meternos de lleno en lo que sería el Toledo carpe- tano, es conveniente precisar a nivel religioso que por mucho que en los últimos tiempos pueda apreciarse desde ámbitos extremadamente heterodoxos una recuperación de los cultos prerromanos, los datos con los que contamos para conocerlos son muy limitados y el caso carpetano es un claro ejemplo. Realmente, apenas contamos con datos para establecer el marco de creencias de los carpetanos y sus posibles peculiaridades. Siguiendo el esquema de otros pueblos prerroma- nos próximos a los carpetanos, estaríamos ante una religión politeísta con dioses destacados y con diosas relevantes. El marco de creencias se complementaría con el culto al mundo natural, especialmente a deter- minados árboles propios de los territorios carpetanos, al agua y a algu- nos animales. También nos parece conveniente añadir que en este es- quema religioso un elemento propio de las comunidades de la Edad del Hierro como fue el culto y la admiración a la figura del héroe, las prácticas adivinatorias y los sacrificios de animales deberían de estar presentes entre los carpetanos.

Una vez expuesto este breve marco general de los carpetanos, nos adentramos de lleno en el Toledo de época carpetana y en cómo sería la urbe prerromana, lo que, dicho sea de paso, presenta una gran difi- cultad y eso que Toledo es de las ciudades carpetanas mejor conocidas.

Un magnífico ejemplo de esa entidad administrativa y de gobier- no que hemos citado como ciudad-estado sería precisamente nuestra urbe. Sin embargo, no debemos ni podemos pensar en una gran ciu- dad, puesto que las propias fuentes romanas confirman que esto no era así, al menos a ojo de los romanos.

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Contamos con dos referencias muy interesantes a partir de las fuentes romanas. Por un lado, tenemos la que podemos considerar como clásica descripción de la ciudad cuando hablamos de los oríge- nes de Toledo y es que el historiador romano Tito Livio, autor de la famosa obra Ab Urbe condita o más popularmente conocida como His- toria de Roma desde su fundación, dice que Toledo era una parva urbs, sed bene munita, lo que vendría a ser una «ciudad pequeña, pero bien amu- rallada». Tal vez sea una cita escueta, pero resulta reveladora en el sen- tido de que ante los ojos romanos Toledo, aunque no fuese una gran urbe, podía considerarse una ciudad, la cual además contaba con des- tacados elementos defensivos. Esta última circunstancia está revestida de un gran valor informativo por el factor simbólico que cualquier entramado de murallas ofrece, independientemente de la urbe de la que hablemos, puesto que marca una posición de poder con respecto al que está fuera de las mismas y un aviso de que lo que hay en su in- terior es valioso y será protegido. Amén de que un núcleo poblacional ubicado en un entorno amurallado, por distintos motivos, entre los que se incluye el influjo del límite establecido, generará rasgos identi- tarios y de pertenencia. Por otro lado, recuperamos la figura de Plinio el Viejo, el cual se refiere a Toledo como caput Carpetanie, lo que ha sido interpretado de dos maneras: aquellos que piensan que el roma- no hace de Toledo la cabeza de la Carpetania y, por ende, su capital, o aquellos que consideran que más bien sería una referencia a su posi- ción geográfica. Por nuestra parte con respecto a la referencia de Pli- nio el Viejo, como se dice coloquialmente, no nos mojaremos, pero inferimos a través de lo expuesto en estas fuentes y por más cuestiones que a continuación comentaremos, que Toledo jugaba y/o tenía un papel destacado en la Carpetania y, por consiguiente, en el centro pe- ninsularToledo no era «algo más…».

Definir, ubicar e interpretar los limitados restos carpetanos halla- dos en Toledo supone toda una epopeya para los arqueólogos y un trabajo digno de admiración. Dentro de la citada muralla, que encaja- ría con lo que se considera el primer recinto amurallado toledano y que delimitaría un amplio espacio, y dentro del campo de la hipótesis, nos encontraríamos con un urbanismo alejado de la simplicidad que

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a priori pudiera suponerse y que se articularía a partir de barrios, ju- gando el espacio elevado donde hoy se encuentra el Alcázar un papel preponderante. Las viviendas reflejarían las diferencias sociales a través de su ubicación en zonas más relevantes, de su mayor tamaño y de una mayor compartimentación de espacios.

Aparte de las murallas y de las viviendas, la urbe prerromana tole- dana contaría con edificios públicos de carácter administrativo asocia- dos al gobierno aristocrático y el senado y como reflejo del poder. Se tiende a considerar, y con mucha lógica, que el posterior foro romano, levantado tras la conquista de la ciudad, se ubicó en el mismo lugar que los edificios anteriormente señalados, teniendo en la conocida plaza de San Vicente su eje. Obviamente, el Toledo carpetano también poseería espacios y edificios de corte religioso asociados al paganismo prerromano. Así, tendríamos edificios representativos para toda la co- munidad, pero que contarían con una especial asociación al grupo dirigente y también existirían pequeños espacios tipo templete de uso propio. Simultáneamente, resulta asumible la existencia de otros espa- cios sagrados o santuarios fuera del recinto amurallado, fácilmente re- lacionados con el río y la naturaleza, y que igualmente jugarían su papel religioso para los habitantes del Toledo carpetano.

El anterior escenario urbano que hemos descrito se ajustó al pe- ñón y a sus complejidades a lo largo de los años, pues no estamos ante un proceso estanco, sino que dicho escenario obedecería a una evolu- ción a lo largo de décadas.

Y fuera de la muralla, ¿con qué nos encontraríamos? Realmente el paisaje exterior a la muralla encajaría con el marco de subsistencia, abastecimiento y necesidad de recursos expuesto líneas atrás, siguiendo el modelo económico del centro peninsular. De esta manera, estaría- mos ante amplios espacios dedicados a la agricultura aprovechando las ricas y productivas vegas del río Tajo, que serían la principal fuente de alimento de los habitantes de la urbe. Estas actividades agrarias que se llevaban a cabo en el entorno de Toledo se vieron favorecidas por el desarrollo de las técnicas de cultivo y por el propio avance tecnológico que se vivió a lo largo de la Edad del Hierro, especialmente en su se- gunda parte, lo que supuso que se pudiesen cubrir las necesidades

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emanadas del crecimiento poblacional del antiguo asentamiento (pe- queño poblado)-peñón toledano a la ciudad-peñón toledano, si se nos permiten las expresiones, e incluso generar excedentes para el comer- cio que salía o llegaba a Toledo.

Junto a estos terrenos y sus posibles y sencillas construcciones re- lacionadas con el trabajo y la producción, habría talleres para el traba- jo del cuero, el textil y la cerámica y uno o varios espacios específicos para las actividades comerciales.

Por último, y no por ello menos importante, sino más bien al con- trario, en lo que se refiere al espacio suburbano del Toledo de época carpetana debemos resaltar el lugar destinado al final del camino, la necrópolis o las necrópolis. El estudio del mundo funerario de cual- quier pueblo o sociedad siempre resulta muy revelador y en el caso que nos ocupa se identifican influencias de la llamada cultura de los Campos de Urnas, junto con otras procedentes del Mediterráneo.

Desconocemos la ubicación de la necrópolis carpetana toledana, pero es de suponer que se hallaría en un punto de fácil acceso y no muy lejos de la ciudad. Nos encontramos en un contexto de cremación de los cuerpos. Las cenizas se depositaban en urnas y estas se enterraban en hoyos. Por supuesto, no todos los enterramientos serían iguales y la diferenciación social que se había manifestado durante la vida también estaría presente en el espacio funerario, tanto de cara al exterior con mayores o menores estelas, como de cara al interior del enterramiento en cuanto al ajuar funerario, que según el difunto podría ir desde ce- rámica a utensilios cotidianos o incluso armas, evidenciando así la condición del difunto. Entroncando con el ámbito de las creencias de los carpetanos, a la hora de afrontar la muerte estos creerían que con la misma se cerraba el ciclo de la vida representado en algo tan coti- diano para ellos como la naturaleza, pero también se abría una nueva vida más allá de esta.

Por último, en lo que a este apartado sobre Toledo antes de la lle- gada de las dos grandes potencias que se disputaron el control de His- pania y del mar Mediterráneo, Cartago y Roma, se refiere, es conve- niente señalar cómo era la sociedad previa a esta disputa en nuestra ciudad protagonista y cuál era el estamento o grupo dirigente junto a

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su sistema de gobierno. El esquema se asemeja a lo expuesto en el inicio de este apartado. Por un lado, tendríamos una asamblea o sena- do, institución que tendría en Toledo un espacio propio en el que reunirse, y sus miembros formarían parte del eslabón más alto de la sociedad toledano-carpetana. Estos se encargarían tanto de la adminis- tración interior de la ciudad como de las relaciones que se mantenían con otras ciudades o poblaciones. Asimismo, en Toledo contaríamos con una aristocracia que destacó por su posición privilegiada alrede- dor de su poder económico —necesidad de productos de mayor cali- dad—, político —estética con elementos de lujo— y militar —aristo- cracia ecuestre—. Y para cerrar el marco socio-político, tendríamos a personajes que bien podríamos denominar como «funcionarios» a raíz de su trabajo comunitario emanado de las propias instituciones urba- nas y con una diferente escala, amén de personajes específicos relacio- nados con el ámbito religioso y finalmente el común de la sociedad.

El poder y la importancia del Toledo carpetano y de su grupo dirigen- te quedan reflejados en el control de otros núcleos poblados, tanto al norte como al sur de su posición, de los que las huellas arqueológicas son muy escasas, seguramente por la pequeña entidad de muchos de ellos. Estos emplazamientos tendrían su importancia estratégica a la hora de entablar relaciones con otras ciudades-estado o grupos pobla- cionales, pero igualmente como unidades de producción y recursos para el núcleo toledano, aparte de como establecimiento o surgimien- to de grupos aristocráticos adscritos a esos territorios. Del mismo modo, surgirían pequeños enclaves de carácter religioso que depende- rían de Toledo.

En el siglo iii a. C. los carpetanos de Toledo, así como todos los carpetanos en general y el resto de tribus prerromanas iban a ver cómo su escenario político quedaba totalmente condicionado por dos esta- dos en plena expansión mucho más allá de sus límites originarios. El carácter aguerrido y la profunda identificación con su territorio de celtas, celtíberos e iberos no serían suficientes para frenar la maquinaria bélica que se les venía encima y acabarían sucumbiendo para en mu- chos casos adaptarse, podríamos decir de manera exitosa, a la nueva realidad imperante.

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Comienza la épica: la conquista romana

Según ese manual tan imprescindible como es el Diccionario de la lengua española, la palabra épico o épica en su primera acepción se define como: «Perteneciente o relativo a la epopeya o a la poesía heroica». Pues bien para nosotros la épica es una fuerza espiritual que ha acompañado y movido al hombre desde tiempos remotos, le ha hecho capaz de ac- tuar de manera sublime y heroica en situaciones adversas independien- temente del resultado posterior. Alejados de los preceptos positivistas, podríamos ver épica cuando en el momento preciso del acontecer emerge la figura del líder para dar un paso al frente, marcando o defi- niendo el momento histórico. Así, como vemos en la historia y como bellamente reflejan las leyendas, los mitos o en este caso la poesía heroi- ca, que no son meros productos artístico-literarios (nos adscribimos a los postulados del estudioso de la materia Joseph Campbell), existe una tradición épica y, sin ningún género de duda, Toledo forma parte de esta. Nosotros consideramos que ese Toledo épico se abre con la llegada de los cartaginenses, primero, y seguidamente de los romanos.

El choque entre cartaginenses y romanos en la Península Ibérica no fue un hecho casual o que surgiese por generación espontánea, el conflicto entre ambas potencias venía de lejos. Entre los años 264 y 241 a. C. aconteció la llamada Primera Guerra Púnica que enfrentó de manera cruenta durante más de veinte años a Cartago y Roma. Evi- dentemente, no vamos a analizar ni la primera ni las otras dos guerras púnicas, sin embargo el lector puede inferir que motivos como la in- fluencia política, la ampliación del radio de dominio, el control del mar Mediterráneo, central y occidental, o la importancia del comercio fueron razones más que de peso para justificar dicho conflicto. A pesar de contar con una poderosa flota cuyo núcleo se hallaba en la actual Túnez, Cartago tuvo que asumir su derrota frente a Roma y retirarse a lamer sus heridas esperando el día de la venganza.

Cartago entró en crisis, incluso llegó a sufrir una guerra civil, al perder una parte muy sustancial de su imperio colonial y al tener que hacer frente a los pagos correspondientes a Roma. En esta coyuntura de inestabilidad y con la honra herida, emergió el clan de los Barca

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para dar de nuevo luz a los cartaginenses. Y fue aquí donde la Penín- sula Ibérica jugó su papel protagonista y donde los carpetanos volvie- ron a aparecer en escena. En su necesidad de recuperarse económica, política, militar e incluso moralmente, Amílcar, el cabeza de la familia de los Barca o Bárquidas y vencedor de la guerra civil que puso contra las cuerdas a Cartago (la conocida como Guerra de los Mercenarios), dispuso que la expansión por las tierras ibéricas era la mejor opción.

Así, en el año 237 a. C. las huestes cartaginenses llegaron a Gades, la actual Cádiz, y esto solo fue la punta de lanza, porque a partir de allí, el área de control de los recién llegados fue en aumento. Tanto es así, que la República romana en el año 226 a. C. consideró oportuno po- ner un límite a la expansión cartaginesa reflejada en un pacto o tratado que delimitaba el río Ebro como punto máximo de expansión. Co- menzaba a fraguarse lo que en pocos años iba a ser la Segunda Guerra Púnica y de esto tuvo mucha culpa uno de los mayores y mejores generales que nos ha dado la historia. Indudablemente, nos referimos a Aníbal.

En el año 228 a. C. murió Amílcar Barca, quedando el liderazgo militar de Cartago en la Península Ibérica en manos de su yerno Asdrú- bal el Bello, quien pasó a la historia por la fundación de Qart Hadasht, conocida por los romanos como Carthago Nova y actualmente como Cartagena. Asdrúbal no pudo disfrutar mucho de sus logros, la consoli- dación de las conquistas de Cartago en Iberia (más por obra de tratados que por la fuerza de las armas), el Tratado del Ebro y la fundación de ese nuevo referente en el Mediterráneo que fue Qart Hadast, ya que en el año 221 a. C. murió asesinado. En ese momento fue cuando el hijo de Amílcar Barca, Aníbal, quien según la leyenda había jurado odio eterno a Roma, tomó las riendas y sacó a relucir su genio militar.

El nuevo líder cartaginés decidió avanzar hacia el centro peninsu- lar llegando hasta el río Duero para enfrentarse a las tribus de los olca- des y los vacceos. Estos movimientos conllevaron la penetración en tierras carpetanas, lo que no fue del gusto de sus habitantes, como evidencia el enfrentamiento que se produjo en un paso indeterminado del Tajo. Hasta hace poco tiempo se consideraba que la ciudad de To- ledo pudo haber tenido algo que ver con este choque, pero las últimas

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y recientes investigaciones3 han ubicado la llamada «batalla del Tajo»

recogida por los historiadores Tito Livio y Polibio en Driebes (Gua- dalajara). El genio del general cartaginés permitió la victoria a su ejér- cito conformado por unos veinticinco mil hombres y varios elefantes de guerra, frente a una alianza de carpetanos, olcades, vacceos y veto- nes, quienes reunieron una tropa de casi cien mil guerreros, aunque hay autores que rebajan ostensiblemente esta cifra. Toledo nunca fue tomada por la hueste de Cartago pero, al igual que gran parte del te- rritorio carpetano asociado a las orillas del río Tajo, era un punto es- tratégico y los cartaginenses en su proyecto para la Península Ibérica no podían dejar de lado su paso y su control más o menos directo. Esta coyuntura derivó en que inevitablemente los carpetanos, y por ende Toledo, pasaran a tener un contacto más o menos intenso con el mun- do cartaginés.

En los años 219-218 a. C. los acontecimientos se precipitaron a consecuencia del férreo y posterior asalto de la ciudad de Sagunto por parte de las huestes de Aníbal, lo que justificó la entrada en guerra de Roma, arrancando así la Segunda Guerra Púnica. Aníbal consiguió reunir un fastuoso ejército en el que aparte de sus afamados elefantes de guerra y de una potente caballería, había un gran número de mer- cenarios, algo habitual en la tropa cartaginense. De hecho, sabemos que en este ámbito mercenario de la hueste de Aníbal hubo guerreros carpetanos y por qué no pensarlo, algunos bien pudieron haber prove- nido de la mismísima urbe toledana. Sin embargo, el vínculo entre Aníbal y los carpetanos o bien no fue muy fuerte o por algún motivo debió de romperse, dado que la tropa carpetana desertó de su empresa de invadir la Península Itálica cruzando los Alpes.

Dadas las características de este libro, no podemos detenernos en los pormenores de la Segunda Guerra Púnica, ya que excede los obje- tivos del trabajo, por lo que recomendamos al lector interesado que acuda a la bibliografía. Sí debemos señalar que dicho conflicto bélico supuso el desembarco del ejército romano en Iberia, abriéndose un nuevo escenario para las poblaciones indígenas, entre las que se inclu- yen los carpetanos. Mientras que Aníbal penetraba en la Península Itá- lica y vencía en la batalla de Cannas del año 216 a. C., en la Ibérica los

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enfrentamientos entre cartagineses y romanos se sucedían. Aníbal, en una de esas decisiones que marcan la historia, no tomó Roma mientras en los territorios ibéricos, a pesar de algunas derrotas y de duras pérdi- das, poco a poco la maquinaria romana se iba imponiendo, máxime a partir de la llegada de otro gran general, Publio Cornelio Escipión, conocido tiempo después como el Africano, en el año 210 a. C.

Los cartagineses perdieron su joya ibérica, Cartagena, y Aníbal perdió a su querido hermano Asdrúbal. Para el año 205 a. C. ya no quedaba ni rastro del dominio cartaginés en la Península Ibérica. En el año 202 a. C. se ponía fin a la Segunda Guerra Púnica con la victoria romana en la batalla de Zama. El tiempo de la conquista romana de Toledo y de toda Hispania había llegado.

Desde el año 218 a. C. las tropas romanas ya comenzaron a mo- verse por la Península Ibérica con las derrotas y, sobre todo, victorias señaladas. Tras el escenario establecido una vez concluida la Segunda Guerra Púnica, la maquinaria de Roma se puso en marcha en pos de la conquista de Hispania y tanto la Carpetania como una de sus urbes más destacadas, Toledo, se vieron afectadas. En el año 197 a. C. la Re- pública romana se dispuso a dividir en dos provincias los primeros territorios hispanos que pasaron a estar bajo su dominio directo. Por un lado, la provincia Citerior con capital en Tarraco, la actual Tarrago- na, y por otro lado, la provincia Ulterior con capital en Corduba, la actual Córdoba, quedando Cartagena como punto divisorio entre am- bas provincias. A partir de aquí se articuló la conquista romana de Hispania, la cual fue una ardua tarea que abarcó casi dos siglos en su totalidad. El proceso de expansión romana vino de alguna manera a cubrir el vacío dejado por la caída de los cartagineses y a iniciar un nuevo proyecto que, al igual que había sucedido con la llegada a la Península Ibérica de la potencia norteafricana, volvía a suponer un riesgo y un peligro para muchas tribus celtas, celtíberas e iberas. La victoria romana en su frontera en el sur y en el frente oriental, tierras griegas y balcánicas, junto con la llegada a Hispania del famoso cónsul Catón, que trajo su férreo y conquistador carácter reflejado en la fa- mosa frase atribuida a su persona en el contexto de la Tercera Guerra Púnica y que acabó definitivamente con Cartago, Carthago delenda est,

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a la Península Ibérica supusieron un espaldarazo para el proyecto ro- mano en Hispania.

Roma estableció una especie de sistema de estatus para las ciudades conquistadas según hubiese sido su comportamiento y la negociación con ellas. La gran mayoría tuvieron la categoría de ciudades estipen- diarias o stipendiaria, es decir, su oposición violenta a la conquista les acarreaba el pago del stipendium o tributo de carácter anual, bien mo- netario o bien en especie, y la subordinación total a las directrices de Roma, aunque pudieron mantener un gobierno propio para asuntos locales. Muy pocas ciudades quedaron fuera de este pago. Y es que la política romana era clara: diplomacia o golpe de legionario. Sin em- bargo, los romanos se encontraron con tribus que no aceptaban ni una cosa, ni por supuesto la otra, como los lusitanos o algunas tribus celti- béricas. Así, sabemos que antes de los choques en las cercanías de To- ledo y en los propios muros de la urbe carpetana, los romanos tuvieron duros enfrentamientos con dichos nativos.

La maquinaria romana no podía detenerse, las posibilidades eco- nómicas que ofrecía Hispania eran demasiado ricas para ello y la ne- cesidad de avanzar en la conquista del centro peninsular y de fijar y fortalecer fronteras ante las tribus más levantiscas y belicosas, hacían que Toledo tuviese que ser de Roma a toda costa. El interés romano por nuestra ciudad protagonista aumentó al necesitar controlar el valle del Tajo, los vados que permitían su paso y un punto que facilitaba todo en su conjunto como era la propia ciudad de Toledo.

Así llegamos a dos años fundamentales: 193 y 192 a. C. En el pri- mero de ellos el pretor Marco Fulvio Nobilior, avanzando desde el sur y cruzando la tierra de los oretanos para internarse en la Carpetania, en concreto en el valle medio del Tajo, en las proximidades de Toledo sin que, desgraciadamente sepamos el punto exacto, y acompañado de un poderoso ejército, derrotó a una coalición de tribus indígenas com- puesta por celtíberos, vetones, vacceos y carpetanos. Todos ellos eran conscientes del valor estratégico y económico de Toledo. Más allá de la victoria romana, la batalla es significativa porque supuso la captura del llamado por los cronistas romanos rex/rey carpetano, aunque esta- ríamos realmente ante un destacado líder o caudillo, de nombre Hi-

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lerno, cuyo liderazgo no se circunscribiría únicamente a los carpeta- nos, sino que por mor de cuestiones vinculadas al tradicionalismo guerrero, el prestigio militar y la correcta estrategia frente a un pode- roso enemigo exterior, podría haber ejercido en la contienda un man- do único, de ahí que el historiador romano Tito Livio resalte su figura como rex y destaque su captura. Tristemente, desconocemos el destino de Hilerno tras su captura, pero resulta obvio que los carpetanos de Toledo tuvieron que echar mucho de menos su prestigioso liderazgo ante el último envite. Obviamente, consideramos que Hilerno estaría directamente vinculado con Toledo.

El segundo año clave en la «biografía» de Toledo, el señalado año 192 a. C., la definida como parva urbs por Tito Livio cayó en poder roma- no, no sin oponer una férrea resistencia, tanto desde el interior de la urbe carpetana, los romanos tuvieron que hacer uso del arte de la poliorcé- tica, como desde fuera, puesto que celtíberos, vetones y vacceos, insis- timos, conscientes del valor de Toledo tanto para los carpetanos como para ellos mismos, acudieron en auxilio de la urbe carpetana sin éxito.

Toledo y todo su entorno pasaban definitivamente al control romano.

Creemos que los hechos descritos en estas últimas líneas justifican el título elegido para este apartado, «comienza la épica», y no porque nos haya dejado llevar el manifestado y profesado amor hacia Toledo.

Por supuesto, asumimos que hubo episodios de una mayor relevancia épica en la conquista romana de Hispania y que el caso de Toledo no es comparable, por ejemplo, con la lucha y resistencia prácticamente sin parangón de Numancia. Y sabemos que no contamos con los suficien- tes datos, más allá de los expuestos, para hacer de Hilerno un Viriato a lo «carpetano-toledano» o que este tuviese una simbólica y singular muerte como el líder arévaco de Numancia, Retógenes, el cual ordenó a sus hombres que prendiesen una gran hoguera y que estos, «herma- nos de armas», combatiesen entre ellos en parejas hasta la muerte, sien- do sus cuerpos arrojados al fuego, e inmolándose Retógenes en último lugar. Lo que sí sostenemos dentro de este escenario épico es que en el contexto de la batalla del año 193 a. C. y de la conquista de Toledo en el año 192 a. C. pudieron darse escenas como la descrita por el poeta romano Silio Itálico cuando dice: «Llegan también los celtas, cuyo

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nombre está ligado al de los iberos. Sucumbir en combate es para ellos un honor, pero consideran un crimen incinerar el cadáver de un gue- rrero así abatido. Creen que irán junto a los dioses en el cielo si los buitres hambrientos despedazan su cuerpo tendido».4 Una espectacular escena que distintos estudiosos han querido ver representada, junto a otros rasgos simbólicos correspondientes a la aristocracia y magia gue- rreras,5 en la estela de Zurita (Cantabria), en la cual aparece un guerre- ro caído en combate junto a dos buitres, uno a su lado y otro descen- diendo desde los cielos, un caballo y dos guerreros armados y ataviados o cubiertos con pieles de animales que bien podrían ser de lobos. Una clara conexión del plano horizontal y del vertical, y una rotunda mues- tra de la sacralidad de la guerra, de la muerte en combate, de los anima- les y de la figura del héroe; todo ello como elementos propios de muchos pueblos de la Hispania prerromana entre los que incluimos a los carpetanos y, por consiguiente, a Toledo.

Toledo y sus habitantes no volvieron a verse inmersos, al menos de manera directa, en otros enfrentamientos que se dieron en los terri- torios carpetanos, que antes dependían de la propia Toledo en algunos casos, hasta varios años después. En el año 186 a. C., y no a una exce- siva distancia de Toledo, los romanos fueron duramente derrotados a manos de una confederación de lusitanos, vetones, celtíberos y carpe- tanos. No obstante, la alegría del bando indígena duró poco, debido a que al año siguiente el ejército romano aplastó, también cerca de Toledo, a una poderosa fuerza combativa de tribus indígenas conformada por unos treinta y cinco mil guerreros. Alrededor del año 180 a. C. se testi- monian más luchas, destacando la victoria de Tiberio Sempronio Graco sobre los celtíberos y la rendición de Turro o Thurrus, un poderoso y destacado líder carpetano que ante la ofensiva romana y ante el temor de perder a su familia, su pueblo y sus dominios se unió a la causa ro- mana participando activa y provechosamente a favor de la misma. Para estas fechas gran parte de la Carpetania estaba bajo dominio romano, y el control del centro peninsular y la nueva realidad política, social, administrativa, etc. de la ciudad ahora llamada Toletum (incluida ya en la provincia de la Citerior), eran más que evidentes. El pretor Sempro- nio Graco, a través de los éxitos militares y de una efectiva política de

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pactos, estabilizó la nueva frontera en la que ahora estaban incluidos los carpetanos y fuera de la misma los lusitanos, vetones y vacceos, entre otros, junto a las tribus del norte peninsular. Llegaban tiempos de una paulatina integración en la órbita romana.

Marco legendario: Toledo, mitología y fundaciones

Ya hemos señalado tanto en este como en otros trabajos que nos sen- timos cercanos a los postulados ofrecidos, estudiados y defendidos por autores de la talla de J. R. Tolkien o de Joseph Campbell en lo que al análisis y visión de los mitos y de las leyendas se refiere. No en vano, el propio Joseph Campbell señala en el libro El poder del mito, derivado de la deliciosa y altamente enriquecedora conversación-entrevista que tuvo el estudioso de la materia con el periodista Bill Moyers, que «los mitos son pistas de las potencialidades espirituales de la vida humana».

Toda una declaración de intenciones.

Aunque en la introducción ya hemos señalado cuál es el objetivo que tendrán estos apartados que cerrarán cada capítulo de este libro, nos parece conveniente remarcar su carácter imprescindible para en- tender la historia y la idiosincrasia de Toledo, y no solo de eso que en los últimos años se viene llamando el «Toledo mágico» y que ha hecho correr ríos de tinta en publicaciones, en algunos casos serias y valiosas y en otros totalmente prescindibles, además de ocupar muchos minutos en programas de radio, en populares podcast o en documentales y reportajes de televisión, junto con la proliferación de muchas y variadas rutas tu- rísticas.6 El riquísimo marco legendario toledano es mucho más y bebe de la propia esencia de la ciudad. Igual que no podemos entender la

«biografía de Toledo» sin el río Tajo, sin su ubicación sobre el peñón, sin su condición de urbs regia en época visigoda, sin la Reconquista o sin su efervescencia cultural, no podemos hacerlo sin sus leyendas.

De esta manera y partiendo de estos postulados, no pretendemos escribir una especie de libro anexo a cada capítulo que por separado pudiese configurarse en otra monografía más sobre leyendas toledanas.

Sobre esta cuestión se han escrito trabajos sencillamente espectaculares

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desde ni más ni menos que finales del siglo xix —desde tantos años atrás viene generando interés el marco legendario de esta ciudad— y el lector interesado encontrará en la bibliografía contenida al final de esta obra una buena cantidad de referencias para cubrir su interés en profun- dizar en la materia.7 Por esta razón, seleccionaremos en cada apartado correspondiente una o varias leyendas que consideremos de interés para completar el capítulo, añadiendo una breve narración escrita (siempre hemos considerado que las leyendas en Toledo no se cuentan, sino que se narran, y siempre se aprende algo, siempre hay una moraleja) y un comentario-análisis sobre la leyenda o las leyendas tratadas.

Así como queda suficientemente probado y lo confirman todos los que de la primera población de España hablan. El primero que a ella después del diluvio de Noé vino, y fue su primer poblador, fue Tubal quinto hijo de Iaphet (Jafet), hijo tercero de Noé, y los que con el vinieron a ella. A donde escriben que llegó a 143 años del diluvio que fue 2.166 años antes del advenimiento de Christo (Cristo).

Estas líneas extraídas de la historia de Toledo del citado Pedro de Alcocer intentaban dar luz a mediados del siglo xvi al primer pobla- miento de España a partir de la prestigiosa progenie del bíblico Noé e ir abriendo camino para presentar la fundación de Toledo. En este sen- tido y siguiendo la descendencia de Noé, Alcocer continúa y señala:

En cuyo lugar, succedió su hijo Tago, que reynó 30 años, que dizen que puso nombre al río famosíssimo de Tajo, porque fue el primero que llegó a él y al lugar donde después fue fundada esta ciudad de Toledo.

Adonde algunos creen que puso de la gente que consigo traya, que poblaron en ella por su fuerte y excelente sitio, templança.

A partir de aquí tendríamos la supuesta y mítica primera funda- ción de Toledo, porque para Alcocer habría una segunda fundación que estaría acompañada de múltiples opiniones en los escritos de los cronistas, como sucede con Roma, a pesar de lo cual asume que el hecho de que se conjeture con la fundación de una ciudad, en este

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