Así vivían los griegos

La Atenas de Pericles, el día a día en la Grecia Clásica

Dos niños observan una pelea de gallos en esta terracota griega del 300 a.C. Walters Art Museum, Maryland

Foto: Wikimedia Commons

En el siglo V a.C., Atenas era la potencia dominante en el mar Egeo. En la ciudad florecían a la par las riquezas y la industria, los genios del arte, la literatura y el pensamiento, todo en el marco de un régimen democrático que constituía una excepción en la Grecia antigua. Los atenienses sentían ilimitado orgullo por el poder y el brillo de su ciudad, cuyo dominio sobre el mundo griego se había encarnado en la nueva Acrópolis, auspiciada por Pericles.

No todos los habitantes de Atenas tenían, sin embargo, los mismos derechos. En el nivel inferior estaban los metecos, extranjeros (la mayoría, griegos de otras ciudades) con carta de residencia, que se dedicaban al comercio o la industria, así como esclavos públicos y privados que realizaban los más diversos trabajos. Por encima estaban los ciudadanos, los únicos que recibían el nombre de atenienses y los únicos que disfrutaban de derechos políticos y jurídicos, como poseer tierras, actuar en los tribunales, ostentar cargos públicos y casarse con una mujer de Atenas. Ellos eran los sujetos de derechos y obligaciones en la democracia ateniense, la cual dejaba claramente de lado a mujeres, extranjeros y esclavos. En Atenas, bajo el régimen democrático, todos los hombres, sin distinción de clase o fortuna, hijos de padre ateniense y mayores de edad, eran ciudadanos; en 451 a.C. Pericles restringió el derecho de ciudadanía a los hijos de padre y madre atenienses.

La acrópolis de Atenas era el centro religioso de la ciudad, a sus pies la política y los negocios se decidían en el ágora.

Foto: Wikimedia Commons

Gozar de la ciudadanía ateniense no significaba vivir en la opulencia. Los barrios residenciales de la capital del Ática eran sombríos e insalubres y las calles estrechas y tortuosas. Sólo el puerto de El Pireo, unido a la ciudad por un corredor fortificado, fue construido de forma planificada. Las casas tenían paredes de ladrillo o adobe, tan poco resistentes que los ladrones no se molestaban en forzar las puertas y se limitaban a hacer un agujero en los muros (por eso se les llamaba «perforamuros»). Las viviendas no eran cómodas ni amplias y tenían escaso mobiliario: arcones para guardar la ropa, cofres para las joyas y el dinero, mesas, sillas y divanes. El esfuerzo monumental realizado por Pericles y otros dirigentes se centró en los edificios públicos y en los templos; las casas de los políticos de buena familia como Temístocles o Cimón no eran más lujosas que las de sus vecinos. La vida cotidiana de los ciudadanos de Atenas estaba marcada por costumbres muy arraigadas en la mentalidad tradicional, en los mitos y en la religión, que regían las etapas de la vida de los ciudadanos, desde el nacimiento y la pubertad hasta el matrimonio y la muerte. Dos rasgos caracterizaban este modo de vida: la separación entre hombres y mujeres, y el gusto de los varones por la vida social.

LOS PRIMEROS PASOS

El nacimiento de un futuro ciudadano era en Atenas un motivo de celebración. Cuando venía al mundo un niño, encima de la puerta de la casa se colocaba una rama de olivo, y una banda de lana, si era una niña. A los siete días, con la familia reunida, se purificaba la casa y el padre, con el niño en brazos, corría alrededor del hogar para indicar que lo admitía como miembro de la familia. Al décimo día se celebraba otra fiesta en la que se le colgaban amuletos contra el mal de ojo y se le ponía nombre (a un niño, por lo general, el de su abuelo). Pero el padre también podía abandonar al recién nacido a su suerte si lo consideraba oportuno. Esta «exposición» afectaba principalmente a las niñas, a los niños con alguna tara de nacimiento y a los hijos bastardos (producto de relaciones de ciudadanos con esclavas y concubinas). El niño rechazado era recogido por otros atenienses que, por regla general, lo destinaban a la servidumbre.

Madre e hijo adornan este Lekythos de figuras rojas pintado hacia el 460 a.C. Allard Pierson Museum.

Foto: Wikimedia Commons, DICK OSSEMAN

La crianza de los hijos era tarea de la madre, aunque las mujeres de buena posición tenían una niñera que ayudaba en las tareas más pesadas. Las criaturas crecían bajo la autoridad de sus madres y jugaban con pelotas, carracas y figuritas de barro. Las niñas jugaban con muñecas, mientras que los niños se entreteni��an haciendo figuras con barro o tallando trozos de madera. Madres y abuelas les contaban cuentos, relatos mitológicos y fábulas.

Estatuilla de mármol de un pequeño esclavo sujetando una linterna. Siglo II a.C. Metropolitan Museum of Art.

Foto: Wikimedia Commons

«¿A quién confiaremos los niños para educarlos, a quién las vírgenes para que sean custodiadas?» Esta pregunta que se hacía el escritor y político Jenofonte resume los caminos bien diferentes que tomaban niños y niñas. Éstas pasaban su infancia bajo una severa y atenta vigilancia, encerradas en el interior de la casa, con el objeto de preservar su virginidad. Una muchacha que perdiera esta condición tenía cerrado el camino al matrimonio y, de hecho, en las leyes de Solón se establecía que un padre podía vender a una hija que quedase deshonrada. No aprendían más que a tejer y a cocinar, pues su educación se dirigía principalmente a modelar el carácter de modo que fuesen modestas y recatadas.

LA EDUCACIÓN Y EL GIMNASIO

Los niños, por su parte, iban a la escuela desde los siete años, acompañados por un fiel esclavo de la casa, el pedagogo («el que lleva al niño»), que debía proteger y ayudar a su pupilo. Asistían a clase en grupos de la misma edad, tras recorrer al amanecer las calles en buen orden, sin importar el tiempo que hiciera. Desde los doce años frecuentaban los gimnasios para ejercitar sus cuerpos a las órdenes del pedotriba. La palabra «gimnasio» deriva de gymnós, «desnudo», ya que así se realizaba el ejercicio físico. La propia ciudad los construía con la finalidad de que los jóvenes pudieran mantenerse en forma y estuviesen preparados para tiempos de guerra. Esclavos y extranjeros tenían prohibida la entrada.

Un joven griego se prepara para lanzar la jabalina, a su espalda se puede apreciar un par de pesas para el salto de longitud. Colección del Petit Palais.

Foto: Wikimedia Commons

En los gimnasios, aprovechando la desnudez de los cuerpos, tenían lugar los primeros acercamientos entre hombres adultos y muchachitos. Cierta clase de pederastia, considerada parte de la educación aristocrática, era practicada entre las clases elevadas de Atenas, como una costumbre antigua que ponía al joven bajo la tutela de un hombre. También estaba favorecida por la separación entre sexos y por la escasa consideración de la mujer. Los pedagogos acompañaban a los niños al gimnasio y recibían de forma especial el encargo de protegerlos del acoso de los adultos. Los hijos de los pobres salían pronto de la escuela para ayudar en el trabajo de sus padres, mientras que la educación de los hijos de los ricos empezaba antes y terminaba más tarde.

Frente a la educación del varón, la verdadera escuela de las niñas era el matrimonio. En cuanto cumplían 14 o 15 años llegaba el momento de casarse, aunque, por lo general, se habían comprometido años antes. El padre concertaba el matrimonio con un hombre soltero de Atenas, que rondara la treintena, a quien debía entregarle una dote. Para evitar esta carga económica no se solía criar más de una hija; por eso el abandono de niñas fue más frecuente. La dote siempre era propiedad de la mujer, aunque el marido la administraba, y se la restituía a aquella en caso de divorcio.

A los 16 la mayoría de las atenienses ya eran madres. Estatuilla de terracota del Metropolitan Museum of Art.

Foto: Wikimedia Commons

El marido actuaba como protector de su mujer, cuyo ámbito de vida se limitaba al ámbito doméstico. Dentro de la casa la mujer quedaba confinada a una parte retirada llamada gineceo, lejos de la calle o de las zonas comunes. Si la casa contaba con dos pisos, el de arriba se reservaba para las habitaciones de las mujeres. A mayor nivel económico las mujeres estaban más encerradas en sus casas, ya que los esclavos podían realizar todas las tareas necesarias fuera, como ir a comprar o acudir a la fuente por agua. La mujer era la responsable de organizar el funcionamiento de la casa, la crianza de los hijos y las faenas propiamente femeninas de hilar y tejer. También era competencia suya controlar a los esclavos domésticos, a los que atendía si caían enfermos.

ADÚLTEROS Y DIVORCIADOS

Los motivos que empujaban a un hombre al matrimonio eran ciertamente prácticos: tener hijos legítimos que continuasen la familia y asegurarse un sostén para la vejez (la ciudad establecía penas para los que desatendían a sus progenitores). «No supongas que los hombres engendramos hijos por el placer sexual. Si fuera por eso, las calles y las casas están llenas de medios de satisfacerlos», explica Jenofonte. De ahí que, mientras la honestidad de las esposas era celosamente guardada, a los maridos se les permitiera tener relaciones con esclavas, concubinas y cortesanas.

Un hombre se divierte con una prostituta durante un banquete. Kylix de principios de siglo IV a.C., Yale University Art Gallery New Haven.

Foto: Wikimedia Commons

Al mismo tiempo, las mujeres estaban bastante desatendidas de sus maridos, circunstancia que aprovechaban muchos donjuanes para seducirlas. Las veían con ocasión de funerales, bodas y festivales religiosos (únicos momentos en que una mujer decente podía salir de casa) y, tras informarse adecuadamente, las asediaban con ayuda de alcahuetas que podían moverse con más libertad y entrar en las casas. Por lo que parece, el adulterio fue común en Atenas, y ello a pesar de los riesgos que comportaba, pues las mujeres adúlteras eran repudiadas y quedaban excluidas de las ceremonias religiosas (no podían entrar en templos y santuarios), mientras que los seductores pagaban fuertes compensaciones económicas y la ley incluso permitía a los maridos matarlos si eran descubiertos in flagranti delicto. En una ocasión, al ver a un adúltero que iba huyendo por la calle, el filósofo Antístenes exclamó: «¡De qué peligro podía haberse librado por el precio de un óbolo!» Un óbolo era lo que costaba una prostituta barata de El Pireo. Por iniciativa de Solón y con el fin de calmar la fogosidad de la juventud se habían abierto allí burdeles de propiedad estatal con esclavas traídas de fuera del Ática.

Lekythos de mármol con talla de una pareja griega. Mediados de siglo IV a.C., Gliptoteca de Múnich. 

Foto: Wikimedia Commons

El divorcio, por lo demás, se obtenía fácilmente, tanto de mutuo acuerdo como por iniciativa de uno de los cónyuges. No suponía un estigma social: el marido simplemente hacía volver a su mujer con sus parientes, mien tras que la esposa debía llevar su caso ante un magistrado por medio de su padre o un hombre de la familia. Cuando se producía un divorcio, la mujer gozaba de total libertad para contraer un nuevo enlace, ya que los hijos siempre quedaban a cargo del padre. En ocasiones era incluso el marido quien se encargaba de casar de nuevo a su esposa, como sabemos que hizo Pericles cuando abandonó a su mujer legítima y se fue a vivir con Aspasia.

Los ciudadanos de buena posición frecuentaban el gimnasio para mantenerse en forma y acudían a diario al ágora para relacionarse socialmente. El ágora, además de la plaza del mercado, era también el centro político de la ciudad, ya que se hallaban allí los edificios públicos. Estaba especialmente concurrida a media mañana. A los lados había paseos porticados que protegían del sol o de la lluvia y que los ciudadanos frecuentaban para pasear, negociar o simplemente pasar el tiempo.

LOS PLACERES DEL SIMPOSIO

Durante el paseo por el ágora era corriente recibir invitaciones para cenar en casa de algún amigo.Tras la cena llegaba la hora del symposion, la «bebida en común». El simposio o banquete era una costumbre aristocrática, ligada a la forma de vida de la nobleza. Por eso Pericles, que cuidaba mucho su imagen de amigo del pueblo, no tomaba parte en ellos, aunque pertenecía a una familia de alcurnia de Atenas. Se celebraba en una estancia especial de la casa llamada andrón («sala de los hombres»), nombre que habla por sí solo del carácter del simposio, vetado a las mujeres libres. Junto a las paredes se disponían los divanes donde se recostaban los convidados, coronados con mirto y flores, engalanados y perfumados para la ocasión; Sócrates,que era tan desaliñado, se arreglaba un poco cuando acudía a los banquetes de sus amigos. Era el momento para brillar socialmente mostrando una elevada cultura y una refinada conversación, pero, sobre todo, servía para olvidarse de los asuntos serios y dedicarse al gozo y la alegría. Había una máxima cuando llegaba la hora de pasar al simposio: «Bebe o retírate».

Una flautista entretiene a los invitados durante un banquete, a menudo estas mujeres eren prostitutas que se subastaban al final de la velada. Museo Arqueológico Nacional.

Foto: Wikimedia Commons

Uno de los juegos más habituales en el simposio era el cótabo: una vez vaciada su copa, el invitado la cogía con un dedo por el asa y le daba vueltas con la intención de lanzar los restos de vino que quedaban hacia un blanco fijado previamente, al tiempo que pronunciaba el nombre de la persona amada. Una vez un ateniense condenado a muerte por el procedimiento de beber la cicuta hizo gala de su serenidad jugando al cótabo con la copa del veneno mientras decía: «por el bello Critias», que era el precisamente el nombre de quien lo había sentenciado a morir. Como al principio del simposio se guardaban las formas y se bebía el vino mezclado con agua, para no emborracharse de inmediato, había tiempo para disfrutar con historias, canciones y poesías.

Las únicas mujeres que asistían al simposio eran flautistas y heteras. La hetera –que en griego significa literalmente «compañera»– era una prostituta de cierto nivel, educada para agradar y entretener a los hombres con su belleza y su culta conversación. Las heteras eran las únicas que podían alcanzar la educación que se les negaba a las mujeres libres y, si lograban la libertad, llegaban incluso a acumular y manejar riquezas. La función que cumplía cada clase de mujeres en Atenas estaba clara, como se lee en un discurso atribuido a Demóstenes: «Tenemos heteras para el placer, concubinas para el servicio diario, pero esposas que nos den hijos legítimos y velen fielmente en el interior de la casa».

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