La trágica vida de la mujer que fingió ser Anastasia Romanov

Anna Anderson falleció el 12 de febrero de 1984 rodeada de toneladas de basura. Más de medio siglo después de aparecer flotando en un río berlinés, seguía afirmando ser la heredera de la dinastía Romanov. Durante muchos años el mundo entero la creyó.

Anna Anderson contemplando una imagen de "su madre" Alejandra Románov.

© Getty Images

Durante la madrugada del 17 de julio de 1918 toda la familia real rusa fue asesinada en el sótano de la Casa Ipatiev, en Ekaterimburgo. La dinastía Romanov, –que había ascendido al poder 300 años en otro lugar de nombre Ipatiev, un monasterio al lado del río Kostrova a 2.000 kilómetros y había gobernado con mano de hierro un reino que parecía inabarcable– desaparecía por completo a manos de un grupo de soldados borrachos. Todos sus miembros: el zar Nicolás II ; su mujer, la beata y enfermiza Alejandra, cuyo fervor por el vividor Rasputín dio alas al desastre al que ahora se enfrentaba el país; su heredero, el príncipe Alexei y sus cuatro hijas: Olga, Tatiana, María y Anastasia.

Esa era la creencia oficial y popular hasta que dos años después, durante una fría noche de febrero, una joven suicida era rescatada del río Spree por la policía berlinesa. Aunque en aquel momento ni la “señorita desconocida”, como fue registrada en el hospital Hospital Elisabeth de Lützowstrasse al que fue trasladada, ni el policía que la rescató podían imaginarlo, ese acto fortuito haría temblar a las monarquías europeas y a un buen puñado de bancos suizos, guardeses de la fortuna de los Romanov.

En un estado casi catatónico y sin que nadie la reclamase, la desconocida pasó del hospital a una institución mental, el asilo Dalldorf. Allí, una enfermera rusa que había huido a Alemania escapando de los bolcheviques reparó en su enorme parecido con las hijas de los Romanov. Un día la mujer cogió un periódico donde había una foto de la familia real y se la mostró. “Sé quién eres”, le dijo. “Cállate”, respondió la desconocida en un perfecto alemán.

El rumor de que uno de los Romanov había sobrevivido llegó a todos los rincones de Europa y la señorita desconocida empezó a recibir visitas de allegados de la familia real que querían comprobar la verdad del suceso. A pesar de que sólo habían pasado dos años, nadie parecía tener la certeza de si es mujer era o no la hija de Nicolás y Alejandra. Para unos no había ningún parecido, pero para otros era la viva imagen de Anastasia. Los que no se creían el parentesco real de la desconocida se aferraban a que aquella muchacha no hablaba ni una palabra de ruso, aunque sí lo entendía; los que veían en ella a la hija menor del último zar lo achacaban a un trauma que le hacía rechazar todo lo ruso y una necesidad de huir de ello para sobrevivir. También se aferraban a su parecido físico, una curiosa malformación en los dedos gordos de sus pies (los pies reales de Anastasia sufrían una afección muy poco glamurosa: juanetes) y el conocimiento que la joven tenía de la historia familiar.

Aquella joven de mente errática conocía a la perfección los nombres de los que aparecían en el hospital y recordaba las fechas y los lugares en las que se habían visto e incluso era capaz de describir el interior de los suntuosos palacios en los que había pasado su vida. Desde aquella trágica madrugada habían aparecido por Europa muchos presuntos Romanov, pero ninguna historia tenía tantos visos de realidad como la de aquella muchacha. Cuando fue reconocida por su nodriza y por la hija del doctor Evgeni Bótkin, médico de la familia imperial y una de las víctimas de la masacre de la casa Ipatiev –aquella noche además de los Romanov habían fallecido su médico personal y cuatro sirvientes–, las familias reales europeas empezaron a tomarse en serio la historia. ¿Estaba viva Anastasia?

¿Cómo había podido escapar aquella adolescente de aquel infierno de sangre y bayonetas que fue la casa Ipatiev el 17 de julio de 1918? Tras la renuncia del Zar, la familia real al completo había sido obligada a peregrinar durante casi un año a lugares cada vez más modestos y deprimentes, siempre custodiada por el ejército bolchevique que temía que Nicolás II fuese rescatado por los rusos blancos y reinstaurado el trono. La casa Ipatiev había sido su última parada. Aquella noche de julio fueron despertados de madrugada, lo tomaron como un nuevo y fatigoso traslado y se vistieron antes de dejar sus habitaciones. Tal como les había instruido la zarina, sus ropas llevaban cosidas todas las joyas imperiales, su salvoconducto en caso de salir de las garras de los bolcheviques. Bajaron somnolientos y resignados y los apelotonaron en un pequeño cuarto a esperar el traslado. Lo que desconocían es que lo que esperaban era la muerte. El batallón improvisado los disparó, pero estaban tan borrachos que pocas balas acertaron y las que lo hicieron se encontraron con aquellos inesperados chalecos de joyas que salvaron sus vidas. Para rematarlos, los soldados les clavaron las bayonetas y para asegurarse de que estaban muertos les dispararon en la cabeza, también al pequeño Alexei, también a Anastasia, quien según la crónica de los asesinos había sido la última en morir.

Lo que trascendió de la historia es que tras la matanza los verdugos habían llevado los cuerpos a una mina abandonada y allí los habían quemado y enterrado, nadie había sobrevivido. Después de todo, la historia la escriben los vencedores y a los bolcheviques no les interesaba una heredera viva reclamando el trono, pero ¿habían dicho la verdad? ¿O, como contaba “la chica desconocida”, un soldado arrepentido la había rescatado del maremagnum de cuerpos ensangrentados y la había ayudado a salir del país? Según la historia de aquella mujer, el soldado y ella se habían enamorado y habían sido felices hasta que él había sido asesinado en las calles de Rumanía. Así acabó en Berlín y así, incapaz de superar su tragedia, había intentado acabar con su vida en el río Spree.

Anastasia, la más joven de las hijas del zar Nicolas II y su esposa Alejandra.

© Getty Images

A la solidez de sus recuerdos y el hecho de ser reconocida por algunas personas relevantes de la vida de Anastasia, se sumaba su belleza y las ansias de los miles de inmigrantes, que habían huido de Rusia tras la guerra, de una bonita historia. La “señorita desconocida” como la llamaban en los titulares se convirtió en toda una celebridad a la que se le dedicaron canciones, chocolatinas y hasta cigarrillos. Cuando viajó a Nueva York a finales de los años veinte fue recibida por muchos inmigrantes como “alteza” y en su honor se celebraron bailes y galas benéficas. En América empezó su plan para reclamar sus derechos dinásticos y el dinero familiar que esperaba en los bancos suizos.

La exótica desconocida empezaba a ser molesta y su séquito, liderado por Gleb Bótkin, hijo del médico real, a incrementarse. Entre sus apoyos se contaba el pianista y compositor Sergei Rachmaninoff, quien había pagado el alojamiento de la joven en el Garden City Hotel en Long Island donde firmó por primera vez como Anna Anderson.

Entre los que no encontraban tan romántica la historia de Anastasia estaba el Gran Duque de Hesse, hermano de Alexandra y tío de Anastasia. Alarmado por la facilidad con la que todo el mundo estaba ignorando partes fundamentales de la historia que no era verdad, pero estaba siendo muy bien contada. contrató a un detective privado que llegó a la conclusión de que la presunta Anastasia era realmente Franziska Schanzkowska, una mujer polaca con problemas mentales que había sobrevivido a una explosión en la fábrica de material pirotécnico en la que trabajaba, de ahí aquellas extrañas cicatrices. Aquella historia era más sensata, pero menos atractiva para el gran público y no tuvo demasiada repercusión. Anna mientras tanto se disponía a iniciar diversos pleitos para recuperar sus derechos, el zar nunca había sido dado por muerto oficialmente y su fortuna sólo se podía repartir tras diez años desde su desaparición, que ya habían pasado.

Aunque los allegados de los Romanov acusaron a Bótkin de estar utilizando a una mujer con claros problemas mentales para lucrarse, se inició una batalla legal que a día de hoy sigue siendo la más larga de la historia judicial de Alemania. Mientras continuaba la batalla por unos títulos y un dinero que nadie parecía tener claro dónde estaba la salud de Anna, Anastasia o Franziska empezaba a deteriorarse seriamente. Seguía siendo un juguete de aristócratas venidos a menos y eso le proporcionaba techo y comida, pero cada cierto tiempo era ingresada en centros de salud mental por episodios que la llevaron a salir desnuda al tejado o encerrarse durante días en una habitación. De vuelta a Alemania su salud no mejoró y tras ser denunciada por un caso de síndrome de Noé –acumular en una casa decenas de animales en condiciones penosas– acabó regresando a Estados Unidos donde se casó con uno de los pocos que seguían creyendo en el cuento de hadas, el historiador Jack Manahan, un amigo de Bótkin veintiún años más joven que ella. Manahan era rico, no necesitaba el dinero invisible de los Romanov, pero le divertía la idea de ser conocido como “el yerno del Zar” –anteriormente ya se había autoproclamado Arzobispo de La Iglesia de Afrodita que él mismo había creado–.

La extraña vida de la pareja los llevó a ser conocidos como “los zares excéntricos de Charlotesville", como relata en The Hook William O. Tucker Jr., Jack y Anna vivían rodeados de toneladas de basura y de gatos, tenían cientos de kilos de patatas por toda la casa y a pesar del frío vivían con las puertas abiertas. Anna, obsesionada con que la KGB intentaba matarla nunca utilizaba metal y su casa y su coche eran un vertedero de polietileno. Cuando le preguntaban a Jack por qué vivían así, él respondía: “ya sabes cómo son los rusos, sólo son felices cuando son miserables”.

Anna Anderson fotografiada en 1931.

© Getty Images

Las denuncias de los vecinos acabaron con Jack en el hospital y Anna recluida en una institución mental. No duro mucho. Allí, pocos días después su historia dio otro giro esperpéntico, Jack la "secuestró" y durante tres días vagaron en una furgoneta pestilente llena de basura y heces hasta que la policía los encontró entre unos matorrales. Anna volvió a la institución de la que no volvería a salir, falleciendo tres meses después. Jack intentó sobornar a los enfermeros para sacarla de allí.

Pero, ¿quién había muerto realmente aquel 12 de febrero de 1984? Su largo litigio contra los herederos de los Romanov había llegado a su fin en 1970 con un inconcluyente “sus demandas no podían ser establecidas ni refutadas”, nadie podía afirmar o desmentir con rotundidad si aquella mujer frágil y atormentada era o no la última heredera del trono ruso. Tras juicios interminables expertos antropólogos afirmaron que eran la misma persona; Minna Becker, la grafóloga más reputada de su época no tuvo duda, como se recoge en The Romanovs: The Final Chapter: The Terrible Fate of Russia's last Tsar and his Family de Robert K. Massie “No hay ningún error. Después de 34 años como perito oficial de los tribunales alemanes, estoy dispuesta a declarar bajo juramento y por mi honor, que la señora Anderson y la Gran Duquesa Anastasia son la misma persona”, pero un número igual de expertos dijeron lo contrario. Anna podría haber apelado, pero para entonces ya sólo quería vivir tranquila en Estados Unidos

El misterio prevaleció hasta que en 1991 los cuerpos del zar Nicolás, su esposa Alejandra y tres de sus hijas fueron exhumados de la fosa común en la que habían sido enterrados y su ADN contrastado con el de el Duque de Edimburgo –el marido de la reina Isabel, era sobrino nieto de la zarina–, hubo coincidencia, aquellos restos pertenecían a los Románov. Sin embargo faltaban dos cuerpos, el zarevich y una de las niñas. ¿Había sido real la historia de Anna Anderson? El material orgánico de Anna que se había recuperado de su paso por diversos hospitales dio un resultado negativo en las pruebas de ADN y cuando en 2007 aparecieron los restos de los últimos Románov se cerró por fin uno de los últimos grandes misterios del siglo XXI: toda la familia real había sido asesinada aquella noche de 1918. Los restos de Anderson se compararon con los de un nieto de la hermana de Franziska Schanzkowska y el resultado fue positivo. La que se tiró al canal aquella noche de febrero era una mujer polaca harta de sus miserias, la que salió de aquellas aguas era "la muchacha desconocida". La que el mundo conoció fue Anna Anderson la más famosa de las falsas Anastasias, la que falleció en Charlotesville era una mujer con serios problemas mentales que nunca tuvo la ayuda que habría necesitado, pero sí un musical de animación, una canción de Tori Amos y varias películas, una de ellas tan célebre que aquel día de 1984 muchos al oír su nombre pensaron en Ingrid Bergman, pero la triste vida de la verdadera Anna Anderson había sido mucho menos glamurosa de lo que el cine nos había enseñado.