El suicidio de Nicolás - Eje21
8 de abril de 2024

El suicidio de Nicolás

8 de junio de 2022
Por Juan Alvaro Montoya
Por Juan Alvaro Montoya
8 de junio de 2022

Es inexplicable la empatía que sembró el Zar Nicolás II en la historia. Perteneciente a la dinastía Romanov, su legado ha perdurado a través de los años dejando profundas lecciones que permiten hacer cábalas después de un siglo de su trágica muerte.

Nicolás no heredó un reino sin importancia u olvidado en la última esquina del planeta. Por el contrario. El imperio ruso se prolongaba sobre una extensa región euroasiática que al disolverse dio lugar al nacimiento de 36 países en 11 husos horarios que se encuentran amalgamados por estrechos lazos históricos, culturales, sociales y económicos. Sus gentes poseen características comunes que las han unido por siglos como un solo pueblo orgulloso de sus raíces. Si hoy Rusia se levanta ante el mundo como un imponente oso pardo, el imperio zarista era un águila portentosa cuyas alas cubrían un décimo de la población global bajo la voluntad de un solo hombre. La autocracia era su sello distintivo y los lazos que lo unían a sus ciudadanos tenían vínculos difíciles de disolver caracterizados por trescientos años de dominio familiar. Un gran sector del estamento amaba la monarquía y estuvieron dispuestos a luchar y morir por ella. Para acabar la dinastía de los Romanov era necesario que el gobierno zarista lo asumiera una persona incompetente, sumisa, insegura, débil y que además acertara para tomar la decisión equivocada en cada momento de su vida. Una combinación mortal difícil de alcanzar que infelizmente Nicolás superó.

Finalmente, la tormenta perfecta llegó y Nicolás II sucumbió al ser inferior al reto que comportaba dirigir el imperio más grande del mundo. La marcada desconexión del régimen con las desigualdades que abrumaban una población que, famélica, desfallecía en las calles; la represión autoritaria de las protestas ciudadanas; el débil control del Zar sobre las instituciones imperiales que eran comandadas por su esposa influenciada por un oscuro Rasputín que tenía su propia agenda para llenar sus bolsillos y acumular poder en torno a la opaca luz de la familia real; la incapacidad del régimen para entender el cambio de las condiciones políticas y la influencia socialista de los bolcheviques en las clases trabajadoras; la inestabilidad generada y no resuelta por la pérdida del conflicto con Japón y una irresponsable gestión en el frente occidental durante la primera guerra mundial que llevó al desespero y al hambre en general, devinieron en la abdicación irresponsable a su título como Zar y el final de la dinastía que gobernó Rusia por mas de tres siglos.

Nicolás II murió a manos de Yákov Yurovski, quien disparó sin parar contra el cuerpo de quién fuera el monarca más rico de Europa. Fue un asesinato calculado, premeditado y ordenado por la jerarquía bolchevique que había tomado el poder. Al destruir la familia real se terminaba una época. Sin embargo, la estupidez de Nicolás II fue de tal envergadura que, en lugar de homicidio, sus actos son dignos de un suicida que desprecia su vida pues la extrema negligencia de sus actuaciones resulta inexplicable.

La historia de Nicolás II no se limita al desaparecido Zar. Por todo el mundo abundan reyezuelos que, embebidos por los elogios que les propinan sus obsecuentes áulicos, terminan sucumbiendo ante el peso de sus propios errores enterrando consigo el destino de carreras y castas políticas heredadas. Parece que la fórmula del fracaso se repite en todas las latitudes de nuestro orbe: incapacidad manifiesta, megalomanía mayestática, ceguera crónica para observar los cambios sociales, sordera irremediable para escuchar las voces de sus críticos y una desconexión con su pueblo de tal magnitud que le hace creer que dirige un país diferente al suyo. Estos yerros de los gobernantes terminan en guerras absurdas con sus vecinos, en conquistas pírricas que exacerban para elevar virtudes que le son desconocidas, en el afán de mostrarse como líder regional cuando ni siquiera puede dirigir su propio equipo de trabajo o, inclusive, en ejercer su derecho al voto sobre una cómoda alfombra roja en un país que posee una inmensa población por debajo de la línea de pobreza y que debe mojar sus pies para ejercer el mismo derecho que su gobernante de turno. Tales dignatarios abren su propia fosa creyendo que la política está en los números y no en las personas.

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