LUCILIA –
19/04/2024
Lucilia Ribeiro
dos Santos, madre de Plinio Correa de Oliveira, nació en 1876 en el Estado
brasileño de San Pablo. Su infancia se desarrolló en un ambiente doméstico
tranquilo y aristocrático, iluminado por la figura de sus padres Antonio,
destacado abogado, y Gabriela. A la edad de treinta años, contrajo matrimonio
con el abogado Juan Pablo Correa de Oliveira.
Mientras doña
Lucilia esperaba el nacimiento de Plinio, el médico le anunció que el parto
sería arriesgado y que probablemente ella o el niño morirían. Le preguntó
entonces si no preferiría abortar para evitar poner en riesgo la propia vida.
Ella respondió de manera tranquila pero firme: “¡Doctor, ésta no es una
pregunta que se pueda hacer a una madre! Vd. ni siquiera debería haberla
pensado”.
Plinio afirmó:
Mi madre me enseñó a amar a Nuestro Señor Jesucristo, me enseñó a amar la santa
Iglesia católica. Yo recibí de ella, como algo que debe ser tomado
profundamente en serio, la fe católica, apostólica y romana, la devoción al
Sagrado Corazón de Jesús y a Nuestra Señora.
En una época en
la cual León XIII había exhortado a colocar en el Sagrado Corazón de Jesús toda
esperanza y a Él pedir y en Él esperar la salvación, fue la devoción que
caracterizó su vida, devoción por excelencia de entonces. Había una iglesia
dedicada a Él no lejos de su casa y la joven madre allí se dirigía cada día
llevando a Plinio y su hija Rosé. Fue allí, en el clima sobrenatural que
caracterizaba los templos de otrora, observando a su madre en oración, como se
formó en el espíritu del niño aquella visión de la Iglesia que le marcaría en
profundidad: “Yo percibía que la fuente de su modo de ser estaba en la devoción
a Nuestro Señor, por medio de Nuestra Señora”. Siempre permaneció fiel a la
devoción de su juventud. En los últimos años de vida, pasaba largas horas en
oración delante de una imagen de alabastro del Corazón de Jesús entronizada en
el salón principal de su casa.
La nota
predominante de su alma era la de piedad y misericordia. Su espíritu se
caracterizaba por una inmensa capacidad de afecto, de bondad, de amor materno
que se proyectaba más allá de los dos hijos que le había dado la Providencia.
Una frase suya era: “Vivir es estar juntos, mirarse y quererse bien”. Poseía
una enorme ternura, fue afectuosísima como hija, como hermana, como esposa,
como madre, como abuela y hasta como bisabuela. Ella llevó su afecto hasta
donde le fue posible. Pero la tónica de todos esos afectos era el hecho de ser,
sobre todo, madre.
El 21 de abril
de 1968, tras hacer una solemne señal de la cruz, falleció a los 92 años y
desde entonces sus devotos le atribuyen señaladas gracias, especialmente en lo
referente a la mitigación de los desórdenes temperamentales, tan frecuentes en
las generaciones de hoy.