Un enlace cubierto de sangre: la boda Alfonso XIII y Victoria Eugenia

Él afirmó que no se casaría si no era por amor. Ella le definió como “alegre como un latino, caballeroso como un Habsburgo, buen deportista como un inglés, y orgulloso y poeta como un español. Pero también egoísta como un hombre”. Esta es la historia de una de las bodas españolas más importantes del siglo XX. 
El rey Alfonso XIII  y la reina Victoria Eugenia
El rey Alfonso XIII (1886-1941) y la reina Victoria Eugenia en la época en la que se casaron en 1906.©Rue des Archives/PVDE / Cordon Press

El 31 de mayo de 1906, en Madrid, se celebró una de las primeras “bodas del siglo”. La ciudad y el país echaron los restos para festejar la unión de su rey, Alfonso XIII, con Victoria Eugenia de Battenberg. Pocos podían imaginar que durante aquella jornada el vestido de la novia, ya la reina, acabaría manchado de sangre ajena. Fue un siniestro presagio de lo que llegaría después, entre la tragedia griega y el vodevil; el desmoronamiento de una familia por enfermedades crueles, traiciones, desafíos, cuernos, hijos ilegítimos, hasta llegar a la pérdida de la corona, la ruptura y el exilio. 

“Es una verdad universalmente reconocida que un hombre soltero en posesión de una buena fortuna necesita una esposa”. Y si el hombre soltero es nada menos que un rey, la frase con la que Jane Austen empezaba Orgullo y prejuicio se convierte en un mandato, tan válido a principios del siglo XIX como del XX. Así pasó con Alfonso XIII, rey de España desde su nacimiento como hijo póstumo de Alfonso XII, fallecido de forma prematura por culpa de la tuberculosis. El nuevo rey todavía tenía 18 años cuando en 1904 Maura, el presidente del consejo de ministros, tomó cartas en el asunto empezando a mover los hilos de la diplomacia entre el ramillete de jóvenes princesas disponibles en el Gotha europeo. Elegir a la adecuada obligaba a tomar decisiones tácticas desde el principio. En esencia, se trataba de optar por el mundo centroeuropeo y germanófilo, que era la tendencia de la reina madre, María Cristina (su candidata ideal era Gabriela de Austria, aunque la que llegó más lejos fue María Antonieta de Mecklemburgo, “Manette”), o tirar más bien por el eje franco-británico, que entonces se consideraba más liberal y moderno. Escoger a una u otra implicaba decantarse por el eje más conservador, ranciamente católico, o apostar por nuevos aires. Y estaba, por supuesto, el tema de la voluntad del rey, que había expresado su deseo de casarse por amor o, por lo menos, con alguien que le gustara de verdad. Lo consiguió. Y el resultado fue fatal.

El juego de colocar a una princesa de su casa que llevaron a cabo el káiser Guillermo (visita a España llegando a Vigo mediante) e Inglaterra ha sido desgranada por Ricardo Mateos Sáinz de Medrano en su libro Alfonso y Ena. La boda del siglo: Génesis y apoteosis de un gran amor fracasado. Por su parte, Maura tampoco se quedó quieto, y escribió al embajador español en Londres, el duque de Mandas, para que le contase cómo estaba el panorama de las jóvenes casaderas en la corte. Su mujer llevaba un álbum de fotografías de princesas que resultaba muy útil para la encomienda. De las que se habló primero fue de las hijas del duque de Connaught, Patricia y Victoria, “no bellezas deslumbradoras pero sí muy graciosas, guapas”. Pero pronto hizo su aparición otra opción. Así escribía Mandas: “Hace unos días vi en un almuerzo que la princesa Victoria Eugenia, hija de la princesa Beatriz (princesa Henry of Battenberg), hermana del Rey, es más bonita y más simpática todavía que las hijas de Connaught… su madre la hace ver poco aún en el mundo”. Victoria Eugenia, apodada familiarmente Ena, era la nieta número 32 de la reina Victoria y el primer miembro de la familia real nacido en Balmoral. Tenía solo un año menos que el rey Alfonso XIII y se la describía como “bien educada, inteligente y totalmente carente de ambición”. También era rubia y atractiva, valores a tener en cuenta en una futurible esposa. De hecho, durante uno de los veranos familiares en Osborne House, en la isla de Wight, el príncipe Boris de Rusia, primo del zar, se había prendado de ella, aunque el compromiso no llegó a hacerse oficial. 

Alfonso XIII y Victoria Eugenia en Osborne House, en la isla de Wight. © Cordon Press

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Con estos elementos sobre el tablero, se montó un viaje del rey Alfonso XIII a Inglaterra para junio de 1905. Era la primera visita de un monarca español a Inglaterra desde que Felipe II había llegado para casarse con María Tudor (y todos sabemos lo mal que acabó aquello). Ena acababa de ser presentada de forma oficial en la corte, dando el pistoletazo de salida para que se iniciase el proceso de cortejo, planes, intrigas y flirts espontáneos que había de terminar forzosamente en su boda, aunque en aquel momento, no estaba claro que fuese con el rey. La candidata favorita entonces era Patricia de Connaught, “Patsy”, pero la cosa no prosperó. Según escribe Juan Balansó en La familia real y la familia irreal, “se ha comprobado que quedó espantada de la mandíbula borbónica y se negó en redondo al sacrificio. Con típico orgullo español, Alfonso encajó el golpe borrándola ipso facto de su mente, y dedicó sus atenciones a Ena, que, por otra parte, era mucho más guapa”.

Aquí entra la idea romántica del flechazo, alimentada por los propios protagonistas, porque, fuese por despecho o de forma espontánea, es cierto que el joven rey se enamoró de Ena. Así lo contaría una de sus hijas, la infanta Beatriz, en su biografía Cinco días con la Infanta Beatriz de Borbón y Battenberg, escrita por Pilar García Louapre. Esto relató sobre el primer encuentro en el palacio de Buckingham: “Mi padre buscó con la mirada a Patsy, como llamaban a Patricia de Connaught, pero esta pareció ignorarle, por lo que siguió mirando a las jóvenes comensales, muchas de las cuales esperaban ser la elegida por el rey, como en un cuento. Al fondo de la mesa, en el extremo izquierdo, distinguió a una jovencita muy rubia con ojos azules como dos aguas marinas, de una belleza extraordinaria. Preguntó a la princesa Elena quién era. Mi padre no le quitó ojo en toda la cena, de lo que mi madre se dio perfecta cuenta, máxime cuando al final se acercó y le habló en francés, excusándose porque su inglés era muy pobre. Así trataba de acercarse a ella”. La propia Victoria Eugenia evocaría muchos años después en una polémica entrevista aquel primer encuentro: “Se veía que yo le había gustado. Fue una 'corte rápida'”. Y describía al rey como “muy delgado, muy meridional, muy alegre, muy simpático; guapo no era en aquella época”. Como contaría su futura hija Beatriz, “se volvieron a ver en la Ópera, en el Covent Garden, parece ser que mi padre no cesó de mirar a mi madre a través de unos prismáticos. La víspera de su partida, en una fiesta, ya sin rodeos, mi padre bailó con ella y decidieron escribirse. Pienso que su relación, según los ritos de su época, había dado comienzo”.

El marqués de Villalobar, diplomático centrado en esta misión casamentera más todavía que el embajador Mandas, escribía sobre Ena: “desde que se fue el rey en vez de ponernos a los españoles cara de palo como la Connaught, nos distingue y es un encanto”. Estaba claro que Patsy había salido de la ecuación por su propio deseo. Según la infanta Eulalia, tía de Alfonso XIII, la madre de Patricia le había escrito presurosa para advertirle que su hija no tenía ningún interés en ser reina de España. A la joven le parecía mucho más atractivo casarse con el marqués de Anglesey, a quién al fin y al cabo sí conocía previamente. Claro que el testimonio de Eulalia debe cogerse con pinzas. Según defiende Ricardo Mateos Sáinz de Medrano, la madre de Patsy en realidad estaba muy disgustada porque su hija hubiese rechazado al rey, y la infanta Eulalia, que era, como poco, un verso suelto de la familia real y, como mucho, una lianta, se dedicaba a esparcir rumores que sembraban confusión en Inglaterra y entorpecían el matrimonio. En cualquier caso, en ese convulso año 1905 el marqués de Anglesey podría no ser tan buen partido para Patricia, porque se supo que la viuda del anterior marqués, Lilian Paget, estaba embarazada (la paternidad de ese bebé sorprendía a propios y extraños, pues el finado marqués era un reconocido homosexual). Al final la viuda dio a luz a una niña, el vigente marqués mantuvo el título y Patsy de Connaught tardaría todavía años en casarse. Cuando lo hizo, fue por amor, con alguien que no pertenecía a la aristocracia, el capitán Alexander Ramsay

Mientras, en España, la elección del monarca parecía cosa hecha. Según recogen Javier Tusell y Genoveva G. Queipo de Llano en su biografía Alfonso XIII. El rey polémico, en septiembre de 1905, ABC hizo una encuesta entre sus lectores para elegir a la candidata favorita. Victoria Eugenia salió muy oportunamente elegida por encima de su prima Patricia y a mucha distancia de las candidatas centroeuropeas. Era una mezcla perfecta de matrimonio por amor y por conveniencia, al vincularse a la monarquía británica, aunque los Battenberg no fuesen los más ilustres de la amplísima familia real británica. De este modo, la boda del rey parecía unir las dos de su padre, la de María de las Mercedes, por amor, y la de María Cristina, por deber.

Pero no todo era óptimo en Ena. Primero estaba el problema de que era anglicana y no católica, aunque esto era algo bien fácil de solucionar. Ella se convirtió de buena gana, aunque luego confesaría: “después he sido muy feliz en la religión católica, pero la entrada fue dura, muy dura. Me lo hicieron lo más antipático que pudieron”. El segundo problema era bastante más serio: la hemofilia. Por herencia de la reina Victoria, esta enfermedad había entrado en las casas reales europeas, y por supuesto en la británica. La hemofilia provocaba que la sangre no se coagulase, y así cualquier herida, por sencilla que fuera, podía ser mortal. No tenía cura, era congénita y, aunque la sufrían los varones, la transmitían las mujeres. En aquella época, por supuesto, no se podía detectar si la mujer en cuestión era portadora o no, pero había indicios para sospecharlo: dos de los tres hermanos de la joven Ena eran hemofílicos. Después se discutiría mucho si el rey conocía este dato, pero la infanta Eulalia asegura sin género de dudas que sí, La reina madre, María Cristina, intentó disuadir a su hijo, pero Alfonso confió en su buena suerte, que apenas le había fallado. Al fin y al cabo, era el rey. 

“Mi padre nació rey y desde muy niño fue tratado como tal”, diría su propia hija, Beatriz. Crecer entre semejantes cuidados, adulación y reverencias, había marcado de forma honda su personalidad. La infanta Eulalia escribiría en sus memorias que la infanta Isabel, “la chata”, su hermana y tía de Alfonso, era la que más le mimaba en la casa, tratándole como a un pequeño Dios: “Lo que mandes se hará”, era siempre el comentario de Isabel a la más pequeña orden o capricho o el capricho más menudo de Alfonso XIII. Un día dijo que no le gustaban las sombrillas abiertas en los paseos que dábamos en el Campo del Moro, y eso fue suficiente para que mi hermana las proscribiera en la Corte”. Educado por militares y apasionado de los uniformes y la vida militar sin haber estado jamás en un combate, simpático, de buen carácter, con cierta tendencia a la melancolía y esa llaneza en el trato que le llevaba a tratar de tú fácilmente, nada encorsetado, muy “Borbón”, como lo había sido su padre, dependiente de su madre, a la que adoraba, Alfonso, llamado familiarmente “Bubi”, tenía motivos para confiar en su suerte: se había librado de todos los atentados en su contra –el último ocurrido en Francia cuando iba hacia Inglaterra a conocer a Ena–, así que no le importó la posible hemofilia de su elegida, y arriesgó. Pero pronto descubriría que en esa ocasión la suerte no le había acompañado. 

Victoria Eugenia con sus hijos, la infanta Beatriz y Alfonso. © Cordon Press

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La petición de mano se produjo en Villa Mouriscot, en Biarritz. Luego los prometidos se vieron en la isla de Wight, donde ella le enseñó a jugar al golf. Tras convertirse al catolicismo, se puso en marcha la boda, descrita por Ricardo Mateos como “la más fastuosa representación pública de la monarquía española en el siglo XX. Una representación maravillosa y estéticamente irrepetible”. Tuvo lugar el 31 de mayo de 1906 en Madrid, en los Jerónimos. El rey tenía 20 años y su prometida, 18. César Andrés Baciero recoge las declaraciones de Victoria Eugenia en ABC: “El vestido de novia me lo regaló el rey, según la costumbre española. Era blanco, todo de encaje. Como todas las novias. Solamente que el mío era enorme, larguísimo”. Representantes de todas las casas reales y cientos de miles de curiosos entusiastas se habían reunido en Madrid para asistir a “la boda del siglo”. Pero el boato y los fastos que celebraban, en el fondo, a un país y una monarquía, se vieron interrumpidos de forma dramática por la realidad. Después de la ceremonia, cuando el cortejo se dirigía hacia el Palacio Real para la recepción, a la altura del número 88 de la calle Mayor –hoy el 84–, cayó un ramo de flores de un balcón que contenía una bomba de tipo Orsini. Y estalló. La reina Victoria recordaría ese momento así en una entrevista con la televisión francesa, como recoge César Andrés Baciero: “Sólo fue al final de la calle cuando me arrojaron flores. Mi marido me dijo que había prohibido que echaran flores pero que ya no había peligro. No tuve ni tiempo de preguntar ¿qué peligro?, cuando ocurrió. Les puedo asegurar que no fue agradable bajar y ver toda aquella sangre. Vi a un pobre soldado con las piernas así (dibuja una equis con sus dedos) ¡Qué horror! Otro que puede ver estaba completamente destrozado”.

La bomba del anarquista Mateo Morral ocasionó 25 muertos y un centenar de heridos, aunque los reyes salieron ilesos. El fastuoso vestido de la novia se manchó de sangre, y Alfonso la conmino a mantener la calma hasta que, llegados al Palacio Real, ella se derrumbó en lágrimas. “Gages del oficio”, comentó resignado el rey. Morral consiguió huir pero fue atrapado el 2 de junio en Torrejón de Ardoz, en un altercado todavía no esclarecido que se saldó con la muerte del guarda que le detuvo y con la suya propia. Desde luego, había proporcionado un comienzo de matrimonio para el recuerdo. El final estaría a la altura.

“Yo sé que mis padres fueron muy felices al principio de su matrimonio y durante varios años. Mi padre se casó enamorado de mi madre, no como sucede en ciertos matrimonios reales, por no decir en casi todos”, escribiría la infanta Beatriz. Si bien lo del amor parece ser cierto, la duración exacta de la felicidad del matrimonio parece demasiado alargada. La nueva reina encontró la corte española “muy cerrada”, e introdujo aires más modernos, que incluían una nueva silueta en el vestir y detalles como que las damas podían fumar en público (Victoria Eugenia era una fumadora contumaz), para disgusto de los sacerdotes más recalcitrantes. Dos años después de su boda, según refiere un embajador, no parecía muy adaptada a su nuevo país: todavía no hablaba castellano (se comunicaba en francés con su marido), en palacio se servía comida inglesa y no le gustaba ni Madrid ni San Sebastián, donde veraneaba la familia real y la corte con ella. Prefería lugares más campestres que le recordaban a Inglaterra, como La Granja, donde nacerían tres de sus hijos, Jaime, Juan y Beatriz. De hecho, en 1908, por suscripción popular le regalaron al rey la península de la Magdalena, donde construyeron un palacio, y los veraneos cambiaron de San Sebastián a Santander. La reina encontraba la ciudad de Madrid tan atrasada que no había habido en ella ni hoteles dignos en los que alojar a los invitados de su boda. En cuanto a las costumbres más populares, siempre que se veía obligada a acudir a los toros, lo hacía con gafas o con unos prismáticos que usaba al revés, para distorsionar la imagen. 

Victoria Eugenia y Alfonso de Borbón, el día de su boda. © Cordon Press. 

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Pero el principal motivo de su desdicha era mucho más amargo que su falta de adaptación a la vida española. Casi un año exacto tras la boda, nacía su primer hijo, Alfonso, príncipe de Asturias y heredero al trono. Según se diría después, porque en este tema existió mucho secretismo, fue durante su circuncisión cuando el médico comprobó, horrorizado, que la herida no dejaba de sangrar: el bebé era hemofílico. No solo eso, sino que su salud fue muy débil y quebradiza, algo de lo que no se informaba entonces. El niño tenía que pasar días enteros encamados y lo trasladaban en brazos de un lugar a otro, porque era incapaz de andar por debilidad. La idea que se ha impuesto es que este golpe familiar acabó con el amor de Alfonso XIII por su esposa, al considerarla culpable de haber introducido en la familia ese mal congénito. En cualquier caso, ni la familia ni el gobierno supieron reaccionar, y Alfonso siguió siendo heredero y educado –de forma deficiente– para ser rey algún día. La impotencia de su situación produjo situaciones extrañas. Alfonso prefería pasar tiempo en La Quinta, entre el Pardo y Madrid, donde se dedicaba a criar gallinas y cerdos, lo que de verdad le entusiasmaba y por lo que le llamaban “el porquerizo de la Corte”. En 1922 empezó un diario donde comentaba peripecias como “quise sisar una ristra de chorizos, uno de los encargados me preguntó si los había pagado y yo dije que no y me los quitó”. Escribía con faltas de ortografía –hiban en vez de iban– que escandalizaban incluso a su madre, que no dominaba el castellano. Y su salud, según iba cumpliendo años, no mejoraba sino que iba a peor. 

Jaime, el segundo hijo de los reyes nació con puntualidad británica en 1908. Se diría después que era sordo de nacimiento, aunque en realidad perdió la audición por una doble mastoiditis que sufrió a los dos años. La familia no se resignó e intentaron operarle y curarle para que volviera a oír, pero nada funcionó. Según recoge Balansó, el infante contaría la cruz por la que pasó: “Ese es mi tormento, mi martirio. Operaciones, dolores en los oídos, que son terribles. ¡Lo que ha hecho sufrir ese sabio doctor Moore en su clínica de Burdeos! ¡Qué curas! Nunca las olvidaré. Y lo peor era que todo aquello no sería para maldita de Dios la cosa”. Aunque después se diría que el infante poseía algún tipo de discapacidad mental, nada de esto era cierto. Sabía leer los labios, y hablaba a su manera. 

La infanta Beatriz nació en 1909, y al año siguiente la reina dio a luz a un bebé nacido muerto al que habían previsto llamar Fernando. En 1911 nació María Cristina, otra niña. Sobre ambas pendía la duda de si portarían también la hemofilia, y como eran niñas, “Baby” y “Crista”, como tituló su biografía novelada Martín Bianchi Tasso, estaban excluidas de la sucesión. No fue hasta 1913 cuando nació Juan, un niño varón y sano. Al año siguiente nació Gonzalo, el último hijo del matrimonio, que resultó ser también hemofílico. No tenía tan mala salud como su hermano mayor, pero con resignación, comentaba a uno de sus amigos “soy el ser más involuntariamente inoportuno que existe. Si alguien quiere que se malogre el plan de fiesta mejor proyectada, no tiene más que invitarme a ella. Matemáticamente, aquel día me pondré enfermo”. De seis hijos, solo uno válido para la sucesión al trono; el drama dinástico y familiar estaba servido. Sin embargo, la infanta Beatriz diría sobre su padre: “Conservo un recuerdo maravilloso. Trataba de no hacer diferencias entre sus hijos y sus hijas. Cuando estaba en Madrid, le veíamos por la mañana, pero no nos permitía llegar solos o todos al mismo tiempo, por lo que entrábamos de dos en dos, entonces aparecían los dos mayores, Alfonso y Jaime, luego mi hermana Cristina y yo, y por último los dos pequeños, Juan y Gonzalo. Formábamos un grupo bastante igual pues sólo había un año de diferencia entre cada uno de nosotros, dos entre mi hermana y yo, dos entre Cristina y Juan. Tenía un carácter muy alegre, allí donde estaba ponía un ambiente muy agradable”. 

La visión de la reina Ena, publicada en sus discutidas memorias, es bastante más amarga. Así describiría a su marido: “alegre como un latino, caballeroso como un Habsburgo, buen deportista como un inglés, y orgulloso y poeta como un español. Pero también egoísta como un hombre”. El borbonismo de Alfonso XIII pronto se hizo manifiesto en su gusto por las mujeres que médicos como Marañón etiquetaron de “priapismo”. Menos técnicos, otros biógrafos señalan que el monarca necesitaba, en sus buenos tiempos, tener relaciones sexuales al menos tres veces al día. Había perdido la virginidad a los 14 años con Sol Fitz James Stuart, hermana del duque de Alba, Jacobo Fitz James Stuart, “Jimmy Alba” para abreviar. Después conocida como Sol Santoña, le uniría al rey una relación de camaradería y complicidad durante el resto de su vida. Por supuesto, fue la primera de las muchas aristócratas y personalidades de la corte que se acostarían con el rey en distintos momentos de su vida. Pese a que sufría halitosis y piorrea y sus labios siempre estaban húmedos, su donjuanismo era proverbial, y se veía casi con simpatía en la sociedad. Juan Balansó citaba a una duquesa que comentaba sardónica: “A la mayoría de las mujeres les resultaba que ir a la cama con su majestad era algo interesante, pero solo por una vez”. De algunas nos ha llegado el nombre, como Leticia Bosch Labrús, duquesa de Dúrcal. Otros rumores son más comprometidos, como el que aseguraba que también tuvo un affaire con Beatriz “Bee” de Sajonia Coburgo, prima de Victoria, que estaba a su vez casada con Alfonso de Orleans, primo del rey. Esta traición tan íntima rompió la amistad de “Bee” y “Ena”. Sin embargo, según defiende Ana de Sagrera en su libro Ena y Bee, historia de una amistad, nunca se enfadaron y siempre fueron fieles confidentes la una de la otra. 

Rompiera lazos con su prima Bee o no, Ena no podía ignorar los abundantes cuernos que su marido le ponía, culpándola además de las enfermedades de sus hijos. La ruptura de su vida matrimonial se fecha en un año tan temprano como 1911. Justo en ese año, la infanta doña Eulalia publicó su polémico libro de memorias que la alejó de la Casa Real por sus indiscreciones. Para 1914, los reyes aparecían juntos solo en actos oficiales. Además, durante la gran guerra, tras la neutralidad de España, se vivía un auténtico choque de conflictos en el palacio, pues la madre del rey, María Cristina, pertenecía por nacimiento y crianza a la Triple Alianza, mientras que la reina Ena sufría por el destino de la Triple Entente. Pronto Victoria Eugenia pasó a viajar sola a Inglaterra o en compañía de sus hijos, aunque en los testimonios de ellos mismos se deduce que quién de verdad cuidaba de ellos era su abuela, la reina Madre María Cristina, “Doña Virtudes”. 

Por supuesto, la promiscuidad del rey no se limitaba a la sangre noble. Demostraba notable afición por las actrices y cupletistas –que no tanto por el teatro ni por la música-, lo que nos deja una lista de amantes ilustres como La Chelito, Raquel Meller o la misma Pastora Imperio. También nombres exóticos como la misma Mata Hari, Mistinguett o la actriz Lili Damita (futura esposa de Errol Flynn, reabutizada “Dinamita” por el gracejo español), que había sido a su vez corista de Mistinguett. La historia se vuelve todavía más jugosa pues al parecer Mistinguett empleó su influencia con el monarca para liberar a su pareja, el cantante Maurice Chevalier, prisionero de los alemanes durante la segunda guerra mundial; bien es cierto que el rey de España fue a través de su Oficina pro cautivos uno de los principales valedores del bienestar de los presos y desaparecidos, luchando por localizarlos y, si fuera posible, liberarlos en medio del caos de la Gran Guerra. José María Zavala en su libro Bastardos y Borbones: Los hijos desconocidos de la dinastía ofrece más nombres a una lista interminable: la cantante Geneviève Vix, la gallega La Bella Otero, la cupletista Celia Gámez… Era una mera cuestión de probabilidad que alguna de estas relaciones adúlteras acabase por dar su fruto.

Y estaba tan claro que el primer bastardo real nació incluso antes de la boda de Alfonso y Victoria Eugenia. Poco antes de su matrimonio, el rey tuvo una relación con la aristócrata francesa Mélanie de Vilmorin. En 1905 nacía Roger Lévêque de Vilmorin, que recibiría los apellidos del marido de su madre, el millonario Philippe de Vilmorin, y se criaría con el resto de sus hermanos en Francia como uno más. Roger llegaría ser un destacado botánico y presidente de la academia de agricultura francesa. Por su comportamiento ejemplar hacia los judíos durante la segunda guerra mundial, tanto Roger como su hermano Olivier serían considerados “justos entre las naciones” por el estado de Israel. Se trataba, pues, del verdadero primogénito del rey, pero nunca osó hacer ninguna reivindicación en ese sentido, y no consta que haya mantenido relación con su verdadero padre. Más dramático tuvo que ser en el seno de la familia saber que Alfonso había dejado embarazada a una de las nannies de sus hijos Juan y Gonzalo. La niña que nació fue abandonada en un convento de Madrid, y no nos ha llegado el nombre de ninguna de ellas. Sí sabemos que esto se repitió de nuevo, en esta ocasión con otra nanny llamada Beatrice Noon, escocesa de ascendencia irlandesa, que tenía a su cargo al príncipe de Asturias. Betrice fue expulsada de la corte y dio a luz a una niña en París en 1916, protegida por el embajador de España, José Quiñones de León. Se la llamó Juana Alfonsa Milán, ese apellido por ser el ducado de Milán uno de los numerosos títulos del rey. 

El rey tuvo con Juana Alfonsa la relación que no había tenido con Roger. La trató de hija, se preocupó de su manutención, y cuando le llegó la hora del exilio, paseaba con ella por las calles de París, dando pábulo a especulaciones con que la joven era su nueva amante. Y Juana Alfonsa fue protagonista de su propio culebrón familiar, pues tendría una relación con un príncipe ruso (según ella misma) y acabaría abandonando a sus tres hijos. Así lo contaba su nieto, Juan Alfonso Milán, definido en sus propias palabras como “un modelo de 30 años, que vive en Londres y que vive de la moda, del arte, de la música y de los viajes”. “Cuando mi abuela Juana Alfonsa abandona a mi padre en un orfanato (a los cinco años), ella le deja dicho a su mejor amiga, Madame Badin, una mujer multimillonaria familia de los fundadores de Carrefour, que le haga a mi padre una cuenta bancaria y le diera las claves y todo el dinero acumulado durante esos años cuando él tuviera 18. Cuando mi padre cumple la mayoría de edad y Madame Badin le da acceso a ese dinero, se da cuenta de que lo que hay ahí es un dineral con el que empieza a disfrutar de su vida”. Pierre Emmanuel acabaría dedicándose con éxito a la hostelería, como propietario de varios restaurantes. “Él no supo nada de su origen real español hasta muy mayor”, contaría su hijo Juan. “En 1991 tuvo una única reunión con su madre, en un bar. Ella se pidió un coñac, le gustaba mucho beber, y él le echó en cara que ni una perra abandona a sus cachorritos. Durante mucho tiempo estuvo muy obsesionado con ella”. Juana Alfonsa Milán vivió hasta el año 2005, pero su figura permanece en el semi olvido y el misterio.

No es este el caso de la relación sentimental que unió durante años al rey con Carmen Ruiz Moragas, considerada para muchos el verdadero amor de su vida, y un secreto a voces durante su reinado. Carmen era una actriz teatral relevante de su época que ya había estado casada con el torero mexicano Rodolfo Gaona. Esto se había saldado con un escándalo al separarse la pareja apenas a los dos meses de casarse. En su libro Carmen, la rebelde, Pilar Eyre noveliza la vida de la actriz y se hace eco de los rumores de que Rodolfo maltrataba a Carmen, aparte de haberse casado con ella para tapar su homosexualidad. Fue un suceso tan sonado que se escribió una obra de teatro inspirada sin mucha sutileza en su historia, La malcasada, adaptada al cine en 1926 con un reparto que incluía, ojo, a Millán Astray y Francisco Franco

Alfonso XIII y la actriz tuvieron una bien documentada relación de años, durante la que ella dejó el teatro durante épocas y él acabó poniéndole un palacete a todo tren en la avenida del Valle, en el entonces llamado parque Metropolitano. El rey llegó incluso a ausentarse del país para acudir a Florencia en 1925, donde Carmen dio a luz a su hija María Teresa. Según defiende Pilar Eyre, el rey llegó a plantearse repudiar a su esposa por el asunto de la hemofilia y poder vivir –es difícil pensar que casarse– de forma abierta con Carmen. Sin embargo, existen motivos para creer que su relación, que no se apagó del todo hasta que el rey tuvo que exiliarse, no fue tan armoniosa durante los años siguientes. En 1929 nació el segundo hijo de Carmen y el rey, Leandro, pero por aquel entonces Carmen ya había iniciado un romance con Juan Chabás. Escritor, licenciado en derecho y prominente figura del mundillo cultural de la época, Juan Chabás es una figura no tan conocida de la generación del 27, y de hecho, en la famosa foto que suele utilizarse para ilustrar el movimiento, homenaje a Góngora en el Ateneo de Sevilla, figura también Chabás al lado de Federico García Lorca. Existen sospechas de que el pequeño Leandro no era hijo del rey, sino de Juan Chabás, pero a todos los efectos, el monarca lo trató tan de hijo natural como a María Teresa. Con la llegada de la República, Carmen Ruiz de Moragas se unió a la causa de su pareja, y juntos se declararon abiertamente republicanos. Pero ella moriría de un cáncer de útero, un mes antes del estallido de la guerra civil. Chabás acabaría exiliándose en Cuba, se casó varias veces y tras incontables avatares políticos y privados, falleció en la Habana en 1954. Si la historia de los hijos de Carmen es tan popular –aunque siempre fue un secreto a voces- es porque Leandro, ya adulto y muchas décadas después, escribiría sus memorias anunciando ser hijo de Alfonso XIII, y llegaría a presentar una demanda de paternidad, que le fue reconocida en 2004. Convertido en un personaje pintoresco del panorama español, falleció en 2016, dejando numerosa descendencia y sus propios líos familiares. Su hermana, María Teresa, se había casado con Arnoldo Bürgisser, y había tenido dos hijos, que se mantuvieron en un plano mucho más discreto que su tío.

Estos hijos de Beatrice Noon –Juana Alfonsa– y los dos de Carmen Ruiz Moragas –María Teresa y Leandro– fueron durante décadas los únicos considerados “bastardos reales” (más allá de los hijos que había tenido Alfonso XII con Elena Sanz). Alfonso XIII les dejó dinero de una cuenta en Suiza y se encargó de que aristócratas cercanos a él proveyesen por ellos. Pero además de ellos y la niña abandonada, existen otros hijos naturales. José María Zavala menciona los rumores de que el actor Ángel Picazo, nacido en 1917, también era hijo del rey –se le parecía mucho, de hecho-, y recientemente se ha descubierto una hija más, la cantante Carmen Gravina, nacida en 1926, hija de Carmen Navascués. Esta apasionante historia permaneció oculta durante décadas hasta que fue descubierta por Rosa Sala Rose y Plàcid García Planas durante su investigación sobre las relaciones entre César González Ruano y los nazis en su libro El marqués y la esvástica. De ahí la capciosa frase “Yo soy cuñado de Alfonso XIII por la mano izquierda”, de Ruano, que fue pareja de Mary de Navascués, hermana de Carmen Navascués. Hermana oficialmente, ya que en realidad Mary no era hija de su “padre”, sino de su “hermano”. El periodista Hernán Navascués tuvo una hija siendo muy joven, por lo que su padre, el general Felipe Navascués, la hizo pasar por su hija. Por tanto, Mary sería en realidad tía de Carmen. Una nueva línea de guion al ya bastante intrincado culebrón genealógico. Carmen Navascués, actriz y notable belleza de su época, se casó con Fernando Gravina Castelli, y tuvieron a Carmen Gravina, apodada “Mimito”. Según los servicios secretos de la Italia de Mussolini, era hija en realidad de Alfonso XIII, aunque el rey no le dio la misma consideración que sus otros hijos ilegítimos.

Con semejante percal, no es de extrañar que Victoria Eugenia declarase en su día “cuando estaba en Madrid, me repetía cada mañana “ríe y el mundo reirá contigo; llora, y llorarás sola”. En consecuencia, organizaba mi vida de manera que los que me rodeaban pudieran al menos sonreír, ya que reír no resultaba posible”. Culpaba de la casquivanía de su marido, además de a él mismo, a su acólito el marqués de Viana, compañero de juergas y carabina en todas sus tropelías (incluida su labor como productor de películas porno, arte del que fue un gran impulsor en España). Cuando Viana le comunicó que se estaba estudiando que el rey se divorciase de ella, la reina tuvo un arranque de ira y cargó contra él, acusándole: “No está en mis manos castigarle como se merece. Solo Dios puede hacerlo. Su castigo le espera en la otra vida”. Viana retrocedió espantado, como si le hubiese echado una maldición, y no debía estar desencaminado porque al día siguiente, 5 de abril de 1927, el marqués murió de un ataque al corazón.

Tampoco es que la situación del matrimonio de la reina mejorase mucho tras la desaparición de Viana. Muy infeliz, aislada, sin ser de verdad popular entre la corte, era más admirada que amada. Mantenía las formas y el respeto por su marido, pero en privado desaprobaba muchas de sus decisiones, no solo las íntimas. En el verano de 1922, en plena sangría de jóvenes españoles en la guerra de Marruecos, el rey se fue 15 días a Deauville a jugar al polo y disfrutar del ocio aristocrático, contra las recomendaciones de su esposa y de su madre. Cuando se supo, esto provocó el “descontento general”, gobierno incluido. Ni la reina ni la reina madre eran tampoco partidarias de la dictadura de Primo de Rivera que el rey apoyó con decisión. María Cristina por haber aprendido muy bien la lección de respeto a la constitución de su difunto marido, Victoria Eugenia por venir de Inglaterra, donde un golpe militar de ese tipo parecía impensable. La reina madre María Cristina no llegaría a ver el final de la dictadura; falleció en 1929, dejando a su hijo, en sus propias palabras, “hundido en la oscuridad”. Cuando cayó Primo y con él, la monarquía en las elecciones municipales, y la república fue proclamada el 14 de abril del 31, todo saltó por los aires. La infanta Beatriz lo reconoció: “Hasta la salida de España en 1931 formábamos, al menos en apariencia, una familia unida”. 

Ella misma lo había dicho, “en apariencia”. El exilio llegó el 15 de abril, al día siguiente de la proclamación de la República, y la familia abandonó el país por separado. La reina en tren hasta Hendaya, y de ahí a París, y el rey del puerto de Cartagena rumbo a Marsella, antes de recalar también en la capital francesa. Primero se instalaron en el hotel Meurice, y después, como el hotel era demasiado caro, en una casa en Fontainebleau. A Victoria Eugenia la acompañaban sus máximos apoyos ya desde tiempo atrás, los duques de Lécera. Balansó escribe, sutil, que la reina “notablemente leal a su marido”, “buscaba refugio a sus penas entre los brazos de su amiga, la duquesa de Lécera”. A esta camarilla se la conocía como “los elegantes” por sus formas cultas, refinadas y anglófilas. Rosario, la duquesa, donó su palacete de la calle San Bernardo a la Cruz Roja Francesa durante la Gran Guerra, por lo que se le concedió la Legión de Honor. Según se recoge en la Real Academia de la Historia, “durante los años veinte la intimidad de los Lécera con la reina no hizo sino incrementarse, dando lugar a numerosos rumores de índole maledicente en Madrid, según los cuales tanto el duque como la duquesa estarían ambos enamorados de la soberana. Se habló de la pasión de la duquesa por la reina, nunca correspondida por ésta en términos amorosos, y también de que el duque era amante de la soberana, acusaciones nunca probadas, creciendo la incomodidad en el seno de la Familia Real”.

Paul Preston escribe que al instalarse en Fontainebleau, el rey “reprochó a la reina la intimidad de su relación con el duque y la duquesa de Lécera. El matrimonio del duque, Jaime de Silva Mitjans, con la lesbiana duquesa, Rosario Agrelo de Silva, era una farsa, pero lo mantuvieron porque ambos estaban enamorados de la reina”. La idea de que la reina desterrada vivía en un ménage à trois con un matrimonio era lo bastante escandalosa, todavía a día de hoy, como para herir el orgullo del rey. Pese a todo, recoge Preston que “la reina negó siempre con vehemencia que ella y el duque hubieran sido amantes”. El espía Tom Burns definía a la duquesa como “una dama diminuta y dinámica con el pelo corto, que llevaba una gorra en punta y un uniforme caqui. Hablaba un inglés perfecto. Se rumoreaba que su marido, algo bovino, tenía un romance platónico –cuando menos– con la reina Ena. Más adelante comprendí que los aristócratas españoles se sentían desnudos si no vivían rodeados de una atmósfera cargada de escándalos”.

La naturaleza exacta de sus relaciones, el quién amaba a quién, es todavía objeto de especulación, pero de lo que no hay duda es de que la reina dependía de los duques hasta el punto de que ellos eran mucho más su familia y su apoyo que su propio marido, que por supuesto en esta etapa francesa contaba ya con su propia amante. Cuando en medio de una discusión provocada por este motivo, Alfonso le exigió que eligiera entre él y los Lécera, según la propia Victoria Eugenia, su respuesta fue el célebre: “Los elijo a ellos y no quiero volver a ver tu fea cara en la vida”

Mary Evans P.L. / Cordon Press

Cumplió durante bastante tiempo, pero según los propios miembros de la familia real, la influencia de los Lécera en la reina en el exilio era demasiado fuerte, provocando la incomodidad no solo de su todavía marido sino de sus hijos. Al final, como recoge la academia de Historia, “la asfixia producida por la pareja ducal llevó a doña Victoria Eugenia a romper de manera completa su relación con ellos, regresando doña Rosario y su esposo a sus propiedades españolas en Andalucía”. Rosario falleció en Madrid en 1953; Jaime, también en la capital, en 1975. 

El exilio trajo consigo también una serie de sinsabores familiares protagonizados por los niños Borbón, ya no tan niños. De hecho se había hablado de casar al mayor, Alfonso, con la princesa Ileana de Rumanía, pero el plan quedó en nada. El príncipe de Asturias estaba tan débil durante la proclamación de la República que tuvieron que sacarlo de palacio como un fardo y trasladarlo en camilla a raíz de un hematoma en el hombro provocado por el retroceso de un arma durante una cacería. Desde París, se decidió enviarle a un sanatorio en Lausana para recuperarse. Y allí conoció a “la mujer de su vida”, como escribió a los suyos. No podría haber sido un enamoramiento más inconveniente: Edelmira Sampedro Robato era cubana, su familia se había hecho rica con el negocio de la caña de azúcar, aunque ya no nadaban en la abundancia, y su fama era la de ser un poco “ligera de cascos”, como la define Balansó. Que un príncipe se casase con alguien de un rango inferior conllevaba la pérdida de sus derechos dinásticos, y aunque parecía obvio que Alfonso no estaba en condición de ser el heredero al trono (que por otro lado ya no existía), seguía siendo el príncipe de Asturias. Desde Suiza, Alfonso escribió a su padre en Fontainebleau renunciando a sus derechos por amor, y el 21 de junio del 33 se casaba con Edelmira en Lausana. Eligió el título –imaginario– de conde de Covadonga y la pareja se instaló en París presta a darse la gran vida gracias al interés que supuestamente despertaban. Duró poco, y en breve vivían sin pagar en un hotel a cambio de dejarse ver en el comedor, como reclamos publicitarios. El amor también duró poco y tras una discusión llena de reproches sobre lo mucho que gastaba, Edelmira dejó a su esposo para irse a América. Entre Nueva York y América, concedían algunas entrevistas que daban una imagen más bien patética, conmovedora pero poco digna. Se divorciaron en el 37, y en un par de meses, Alfonso ya se había casado con otra cubana, la modelo Marta Rocafort y Altuzarra. El matrimonio duró dos meses. El 6 de septiembre de 1938, Alfonso empotró su coche contra un poste telefónico en Miami. Tuvo una hemorragia y falleció por causa de la hemofilia. Solo asistió a su funeral su novia de entonces, una cigarrera de un club llamada Mildred Gaydon, que había estado presente en el accidente y había visto, impotente, como el príncipe moría desangrado. Edelmira, pese a todo, siguió teniendo una buena relación con la familia real española. Se estableció en Miami tras la revolución de Castro, nunca volvió a casarse y falleció en 1994.

El mismo día de la boda de Alfonso y Edelmira, se obligó a renunciar a sus derechos –o se le convenció– al segundo hijo de Alfonso y Victoria Eugenia, Jaime. Años después, se retractaría de su renuncia, dando lugar a un embrollo dinástico que implicaba a sus hijos, el mayor de los cuales, Alfonso, se casaría con Carmen Martínez Bordiú, nieta de Franco. Alfonso escribiría muchos años después: “Las renuncias arrancadas a mi padre no son válidas. No se renuncia a un trono en la habitación de un hotel. En lo que a mí concierne, la invalidez de las renuncias de mi padre es todavía más absoluta: un hijo no nace sin derechos”. En realidad, la renuncia de su padre ocurrió en 1933, y Jaime y su esposa Manuela Dampierre no se casaron hasta un año y medio después. Se les concedió el ducado de Segovia, pero pronto quedó claro que las posibles pretensiones de nobleza de Manuela eran de opereta, y aquel matrimonio, según dirían ellos mismos, amañado por otros, fracasó de forma estrepitosa. Ella comenzó un romance con Tonino Sozzani y él se casaría con la cantante alemana Carlota Tiedermann. Durante muchos años, Jaime jugaría al enredo asegurando que su renuncia no era válida, pero cuando falleció, en 1975, ya estaba claro que la corona le había pasado por delante.

Con la renuncia de sus dos hermanos mayores, Juan asumió que era el heredero al trono a los 20 años. Estaba entonces en Bombay, enrolado en la Royal Navy, a bordo del Enterprise. Le encantaba la vida naval, hubiera querido dedicarse a ella de no ser porque le surgió la posibilidad de ser rey, y hasta estaba tatuado. Ese verano del 33 la familia recibió un golpe durísimo: el más pequeño de los hijos, don Gonzalo, sufrió un accidente de coche y como era hemofílico, murió de una hemorragia, justo lo que le pasaría a su hermano mayor años después. Muchos años después, Victoria Eugenia escribiría: “las cargas de la posición en el estado, la dificultad de vivir con un rey cuyos defectos como hombre eran tan extremados, no fueron nada comparadas con mi dolor al perder dos hijos. Hoy día a veces me veo obligada a cerrar los ojos y a no recordar”. 

Don Juan, el heredero, sí estuvo a la altura de la responsabilidad, empezando por casarse como convenía en 1935, con María de las Mercedes Borbón Orleans, que era princesa, católica, española y una muchacha como Dios manda. Tuvieron cuatro hijos, de los cuales “Juanito” se convertiría en el rey Juan Carlos I. Ese mismo año, su hermana Beatriz se casó con Alessandro Torlonia (su hija mayor, Sandra, sería la madre de Alessandro Lecquio). Fue muy criticado desde España que su madre, la ex reina Ena, no acudiera al enlace, por ser este un matrimonio morganático con un hombre de rango inferior. También lo fue el de María Cristina, Crista, con Enrico Marone-Cinzano, de los Cinzano del vermut, ocurrido en 1940. Entre esas bodas había estallado la guerra civil y las ilusiones de Alfonso XIII de volver a reinar por su decidido apoyo a Franco (incluso don Juan quiso enrolarse en el bando nacional) habían sido hechas añicos. 

Alfonso XIII nunca volvería a España. Pasó los 10 años de su exilio viajando incansablemente por el mundo, entre el golf en Inglaterra, las cacerías en la India y las intrigas en París. Victoria Eugenia y él no volvieron a vivir juntos, aunque sí coincidieron en ocasiones, cada uno dedicado a su destino errante entre Italia, Inglaterra y Suiza. El rey acabó residiendo en el Gran Hotel de Roma. Fue allí donde el 15 de enero del 41, abdicó en los siguientes términos “quede automáticamente designado, sin discusión posible en cuanto a la legitimidad, mi hijo don Juan”. Apenas un mes después, sufrió una angina de pecho, y el 28 de febrero falleció. Algunos historiadores señalan que se negó a que su esposa, Victoria Eugenia, le visitase en su lecho de muerte. Sus últimas palabras, para los monárquicos, fueron “España… ¡Dios mío!”, aunque ese último alarde de patriotismo parece demasiado bueno para ser verdad.

La reina Victoria Eugenia se estableció a partir de 1948 en Vieille Fontaine, en Lausana, una mansión comprada con una de sus joyas. No tenía problemas económicos, pero a partir de los años 50, la dictadura de Franco le pasó una pensión. Se convirtió en una especie de reliquia viviente y símbolo de legitimidad monárquica, rodeada de las visitas ocasionales de sus hijos y nietos, ninguno de los cuales padecía hemofilia. Allí se celebró la pedida de mano de don Juan Carlos y Sofía; cuando su bisnieto, el infante Felipe, nació en 1968, se encontró el pretexto perfecto para que volviera a España, a ejercer de madrina. Según contaba Cayetana de Alba en sus memorias, pese a que el gobierno de Franco deseaba que el regreso de la reina pasase lo más desapercibido posible, en el aeropuerto de Barajas se congregó una muchedumbre que deseaba recibir al vestigio de una época ya pasada. Durante los cuatro días que duró su visita, Ena quedó impresionada; habían pasado 37 años y nunca se había sentido muy querida por los españoles, pero ahora el recibimiento era emocionante. “No nos han olvidado”, le dijo a su hijo Juan, padrino de su nieto Felipe. Un año después, el 15 de abril del 69, Victoria Eugenia de Battenberg fallecía en su casa de Lausana. En sus memorias, publicadas un año antes, había escrito: “No echo de menos nada de lo que dejé atrás en España. Pero ocasionalmente recuerdo mis paseos por los maravillosos bosques y jardines que rodean el palacio de La Granja, y en esos momentos me digo a mí misma cuán acertada estuve en disfrutar las cosas mientras pude, porque el viento huye y las nubes pasan”.

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