Suave es la noche | Cultura | EL PAÍS
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CAFÉ PEREC
Columna
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Suave es la noche

No creo que haya mejor título que Tender is the night (Suave es la noche) para un libro, para una película, no sé si para un artículo. La novela de Francis Scott Fitzgerald empezó a trasladarla al cine Henry King en abril de 1961, de modo que 50 años contemplan aquel inicio de rodaje. La película no había querido verla nunca, imagino que confundido por quienes me insistían en que el pobre Fitzgerald no tuvo jamás suerte en las adaptaciones al cine. Pero el sábado pasado encontré en unos almacenes el DVD de la película y recordé que Ricardo Piglia, que hacía unos minutos acababa de ganar el Premio de la Crítica, había publicado en 1967 un cuento, Tierna es la noche, que dedicaba a Fitzgerald y en el que aparecía por primera vez Renzi, personaje recurrente después en sus libros. Compré el DVD y por la noche me enteré de que King había sido un pionero en la defensa en Hollywood del rodaje de exteriores. Y entonces me acordé de que precisamente un exterior de King (la cena al aire libre de Ava Gardner y Gregory Peck con la gran montaña al fondo en Las nieves del Kilimanjaro) era uno de mis recuerdos más antiguos de infancia.

Su versión en cine careció de la menor suerte, igual que la novela, que fue recibida con indiferencia

Como novela, Suave es la noche está casi a la altura de El gran Gatsby, su obra maestra, publicada por un Fitzgerald muy joven, en 1925, en los momentos de mayor plenitud de su genialidad narrativa. Suave es la noche, melodrama que refleja los problemas personales que fueron hundiendo a su autor a lo largo de los ocho años que tardó en escribirla, relata una historia de amor con psiquiatra y paciente y cambio de papeles en un momento determinado: una pareja con todo para ser feliz (como Scott con Zelda), pero que pronto verá cómo sus destinos se deslizan sutilmente hacia el abismo, hacia lo que Fitzgerald llamó "la pura bancarrota emocional".

Al final, me pareció evidente que el filme de King, que interpretan Jennifer Jones y Jason Robards Jr., estaba muy lejos de ser el desastre que tantos cinéfilos, a lo largo del tiempo, habían pretendido hacerme creer. Habrá que empezar a reivindicarlo, pensé, buscarle una mejor vida lejos de su mala fama. Es curioso observar cómo la película, cuando se estrenó, careció de la menor suerte, lo mismo que le había ocurrido a la novela cuando, al ser publicada en 1934, fue recibida con indiferencia, pues en aquellos días los lectores se habían olvidado del mundo rutilante de los años veinte y estaban en plena crisis económica y, para colmo, creyeron que volvía el escritor de las burbujas de champán y el charlestón cuando este, ya muy lejos de los años felices, lo que había escrito era una desoladora crónica de las miserias y trampas del amor.

Es probable que ese filme de Henry King fuera víctima del periodo glorioso del cine en el que la película se estrenó. Había en 1962 tan grandes películas y tantos clichés asfixiantes sobre directores como King que quizás no se examinó su película con el suficiente interés. Aunque supongo que es discutible, ese periodo, el más glorioso de toda la historia del cine, abarca de 1959 a 1963. Empieza con Río Bravo, de Howard Hawks, y concluye con el último puñetazo de La taberna del irlandés, de John Ford. Es la época de mayor fertilidad creativa que ha conocido el cine y contiene obras magnas de Minnelli, Buñuel, Cassavetes, Huston, Bresson, Welles, Hitch-cock, Antonioni, Truffaut, Sirk, Resnais, Kazan, Godard, Mekas, Kubrick, entre otros. Como imperaba la primacía del cine de autor en detrimento de todo lo demás, un malentendido pudo impedir que se valorara con mayor rigor ese filme de King, narrado con densidad e inteligencia, sobre todo cuando se detiene a examinar aquello que más atraía a Fitzgerald y que ahora podríamos llamar, por llamarlo de algún modo, las fronteras de la conciencia. De todo hace ya 50 años.

www.enriquevilamatas.com

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