La vida de la reina Sofía está marcada por muchos acontecimientos. Su biografía está salpicada de grandes cambios que ha vivido en primera persona. Pero quizá una de las mayores constantes en su vida ha sido la disciplina. Hija de rey Pablo I de Grecia y de la reina Federica, aprendió a ser reina desde su primer día de vida.

Nació el 2 de noviembre de 1938 en el Palacio de Psychikó, en el área metropolitana de Atenas, con el nombre de Sofía Margarita Victoria Federica. Tuvo que abandonar su Grecia natal con menos de dos años, en la primavera de 1941, debido a la invasión alemana desde Bulgaria en el marco de la Segunda Guerra Mundial. Aquello marcó su infancia y, según sus biógrafos, forjó su carácter. La familia real griega permaneció cinco años en el exilio, durante los cuales vivió en Creta, Alejandría, El Cairo y finalmente Ciudad del Cabo. En 1946, una vez hubo acabado el conflicto armado, la familia regresó a Grecia. En septiembre de ese año se convocó un plebiscito, por el cual el rey Jorge II (su padre) regresó al trono.

Entre 1951 y 1955, Sofía de Grecia fue enviada al internado de Schule Schloss Salem, a orillas del lago Constanza, al sur de Alemania. Un centro que también fue el alma mater de otros royals europeos, como el duque de Edimburgo. Allí recibió la formación del afamado Kurt Hahn (1886-1974), el fundador del internado cuyo método de aprendizaje incluía someter a los menores a retos mentales y físicos (duchas de agua fría incluidas, aunque los castigos eran el último recurso).

Después de aquello regresó a Grecia, donde trabajó en un orfanato en Atenas durante dos años. Fue en 1954 cuando conoció a Juan Carlos I, a bordo del crucero Agamenón, que recorría las islas griegas. El crucero había sido organizado por la reina Federica de Grecia para reunir a los jóvenes royals europeos después de los duros años de guerra, y lo cierto es que surtió efecto, porque de ahí salieron algunas parejas más adelante. Sin embargo, no fue entonces cuando doña Sofía y don Juan Carlos comenzaron su noviazgo. “Me pareció un chico mono y joven, nada más, otro de mis primos”, dijo ella en un documental para la BBC grabado en 1981. Uno de los obstáculos que se interpuso entre ambos en aquel momento fue el idioma. “Era muy difícil hablar con ella; yo no sabía inglés demasiado bien y griego, menos, claro”, decía sonriente el rey en el citado documental. “Ella no sabía español y se nos hacía muy difícil tener una conversación”.

En realidad, la relación comenzó más tarde. Volvieron a coincidir en 1960 dos veces: la primera, en una fiesta que celebraron los duques de Wüttemberg en Stturgart, y la segunda durante los Juegos Olímpicos de Roma. Las regatas tenían lugar en Nápoles, y ellos se hospedaron en el mismo hotel. La presentación oficial se hizo al año siguiente, en junio de 1961, en la boda de los duques de Kent, en la catedral de York. “Fue entonces cuando empezamos a sentir el tirón del atractivo”, decía la reina Sofía en el libro La reina muy de cerca (2008), de Pilar Urbano.

La petición de mano fue en septiembre de 1961 en el hotel Beau Rivage de Lausana. Unos meses más tarde, el 14 de mayo de 1962, don Juan Carlos y doña Sofía se casaron en Atenas. La ceremonia tuvo lugar por dos ritos diferentes: el católico y el ortodoxo. Doña Sofía, entonces princesa, lució una tiara prusiana que en 2004 llevó Letizia Ortiz en su boda con Felipe VI.

La última reina es el libro de Carmen Gallardo editado por La Esfera de los Libros que salió a la venta el pasado 28 de abril. En él, la periodista y escritora ahonda en la figura de doña Sofía, “la última de una estirpe, la última de un linaje, que determina un carácter, una personalidad y una forma de entender el mundo muy diferente al de las reinas presentes o venideras”, en sus palabras. He aquí algunos extractos del libro en las diferentes áreas que ayudan a trazar su perfil.

Biografía de la reina Sofía: su vida en 50 imágenes
reina sofía rey juan carlos 1961

Infancia

Otras veces, se sentaban junto a él cuando interpretaba al piano sus piezas favoritas de Bach, Beethoven o el propio Chopin. A veces, observaba a sus padres en el porche, cada uno en su mecedora, contemplando el cielo estrellado del bosque de Tatoi mientras escuchaban sus piezas musicales favoritas. Nunca olvidaría esas estampas. El privilegio no era ser la hija de un rey, privilegio era ver y compartir el amor que sentían sus padres, el amor de Pablo por Federica, el que sentía Federica por Pablo y ambos por cada uno de sus tres hijos. Guardaría para sí a lo largo de la vida las sensaciones, el aprendizaje, la complicidad que emanaba en aquellas reuniones en el despacho del rey, reconvertido en sala de estar, las charlas, la música, la convivencia, en eso consistía formar una familia.

La primogénita había llorado a los pies de la cama del padre. Su amado padre, el hombre elegante y galán, solícito y educado, el hombre culto, gentil y refinado de ojos claros y apuesta presencia; el papá más guapo del mundo, así le sentía cuando le contemplaba al piano o con un periódico en sus manos, ese hombre tan querido, tan admirado, se había ido seis días antes del funeral de Estado.

Pablo de Grecia fue un hombre poco dado a los excesos, de conductas simples y un estilo de vida reposado y marcado por el amor a la familia. Discreto, capaz de trabajar duro sin colgarse medallas; sin embargo, su cadáver recibió los honores propios de un monarca de antaño, honores de un káiser, honores de un zar, según deseo de su viuda, incapaz de analizar la realidad: la monarquía griega caería apenas tres años más tarde.

Ser reina

Tenían que demostrar el valor de la institución monárquica. Explicar con su actitud qué es ser un rey, una reina, en qué consiste la realeza. Ambos lo sabían desde niños. Sobre todo Sofía que, educada por los reyes de Grecia, conoce desde niña, y por los años del exilio, el valor y el peligro de ceñir la corona.

Ha recibido una educación estricta basada en normas diferentes a las que rigen al resto de los humanos. Las reinas no sudan, las reinas no lloran. Las reinas solo están tristes si las circunstancias son tristes. La reinas, depositarias de la tradición. Las reinas, continuadoras de la dinastía. La reina, siempre al servicio de los demás. A cualquier hora del día y cualquier día del año. ¿Es, quizás, un símil de sacerdocio? No. Es la condición real entendida como una segunda naturaleza, la que impulsa de manera natural gestos propios de realeza.

¿Cómo se aprende a ser reina?

Ser reina era un desafío, no una improvisación. Porque el reinado tiene una fecha de comienzo, pero se es rey, se es reina desde la concepción. No se aprende en una escuela, ni en aulas universitarias. Se aprende desde niña, observando el entorno familiar de autodisciplina, de respeto a las reglas regias que exigen renunciar a las amistades, a los confidentes, a la vida privada y hasta a la felicidad por preservar la Corona.

Su trabajo solidario y aprendizaje

Siempre tuvo la inquietud por averiguar el porqué de las cosas, por saber del pasado, por intuir el futuro, por conocer otras culturas y otros mundos. Había intentado matricularse en un curso universitario reglado, pero no fue posible. Las clases de los sábados calmaban las inquietudes culturales y la permitían estar en contacto con jóvenes universitarios, sabía que la universidad era uno de los focos de contestación al régimen. Necesitaba saber de primera mano, qué pensaban los ciudadanos que habrían de vivir bajo su reinado. Y no era tarea sencilla.

Moda

Los vestidos de una reina no debían resaltar las formas y hechuras de la mujer, convertirla en objeto de deseo. Sofía había aprendido desde niña que los destellos de las telas de sus trajes no debían sucumbir al halago fácil, semejarse al desfile de las artistas; que siempre serían acordes al rigor o desenfado del acto que presidía. Su presencia otorgaba valor, era el respaldo de la Corona ¿cómo iba a sucumbir tras el atuendo? Aprendió que siempre habría de ser respetuosa con el entorno y la etiqueta, y jamás infringir el protocolo. Sofía también había aprendido de su madre que sus trajes formaban parte del lenguaje, por tanto no habrían de desviarse del mensaje de la corona. Había aprendido que con sus vestidos podría enviar mensajes y lanzar reconocimientos: desde niña la había visto brillar en los palacios con sus faldas amplias y cuerpo entallado, como las figuras de los relojes de arena; ropas tejidas con encajes y brocados y que jamás hicieron sombra a Federica de Hannover.

La última reina

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Crédito: D.R.
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    La relación con su hijo

    Habría de pasar tiempo para reflexionar en profundidad acerca de las diferencias en la educación impartida a sus tres hijos. A las infantas fue mostrándoles el camino, con rigor, enseñándoles lo que debían hacer. Olvidó decirles lo que no habían de hacer. Con su hijo fue distinto.

    Recibiría la formación de un rey. Felipe era su hijo querido, el heredero, su nacimiento había reforzado su propio papel en la institución. Felipe sería su obra. Conseguía disculpar hasta su indolencia, el remoloneo, incluso los momentos huidizos y retraídos con la familia.

    Discretamente, al entrar en el salón de Columnas esa tarde junio, Sofía de Grecia observó de refilón los frescos que adornaban la bóveda, no había tiempo para fijar la mirada, pero conocía muy bien la historia, la alegoría de las pinturas de Corrado Giaquinto. El pintor italiano recreaba la imagen de Apolo, dios del Sol, avanzando en su carro; la deidad representando la figura del rey: ante él se animan y pliegan el resto de fuerzas de la naturaleza. Eso debía pensar ella esa tarde de junio: la fuerza del rey, del nuevo rey, de su hijo Felipe, para él salvaba la corona.