Ingrid Bergman y Roberto Rossellini: el romance adúltero y la boda que enfurecieron al mundo

Ella estaba casada y tenía una hija. Él estaba casado, tenía una hija y mantenía una relación con Anna Magnani. Pero después de que la actriz sueca le mandara una carta la vida de ambos cambió para siempre.

Ingrid Bergman y Roberto Rossellini en 1957.

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Estaban metidos en tal embrollo que su boda tuvo que ser por poderes, a través de abogados y a miles de kilómetros de distancia de donde se encontraban. El romance entre la actriz Ingrid Bergman y el director Roberto Rossellini marca un antes y un después en la historia de los escándalos del siglo XX. Eran solo dos personas casadas que se habían enamorado y embarcado en una relación adúltera, nada que no se hubiese visto antes y más en la siempre agitada industria del cine, pero algo en ellos provocó que el resorte de la indignación internacional se encendiera con una virulencia pocas veces vista. Hubo condenas del Vaticano, quejas en el Senado de Estados Unidos, insultos de todo tipo y un interés de prensa y público ávido y destructivo. También hubo gloria, volcanes en erupción, platos de espaguetis volando por los aires, té y simpatía.

  • “Querido señor Rossellini: He visto sus dos filmes, Roma, ciudad abierta y Paisà, que me han gustado mucho. Si necesita una actriz sueca, que habla el inglés perfectamente, que no ha olvidado el alemán, a quien apenas se entiende en francés y que del italiano solo sabe decir “Ti amo”, estoy dispuesta a acudir para hacer una película con usted. Ingrid Bergman”*

Esta carta ya legendaria forma parte de la historia del cine. No es extraño que dos sensibilidades artísticas de la talla de Ingrid Bergman y Rossellini conectaran a través de las películas del segundo, obras capitales del neorrealismo italiano que provocaron en Ingrid un cataclismo emocional e intelectual. “El realismo la sencillez de Roma, ciudad abierta eran sobrecogedores”, recuerda ella en sus memorias. “Nadie parecía actor y nadie hablaba como tal. Había oscuridad y sombras, algunas veces no se oía, y otras resultaba imposible incluso ver. Pero así es la vida… No siempre se ve y se oye, y, no obstante, se sabe que acontece algo que está casi más allá de lo comprensible”. Ingrid salió conmovida del cine aquella noche de primavera de 1948. No lo sabía, pero su vida acaba de cambiar para siempre.

Como el mundo hace 70 años era muy distinto al de ahora, a la actriz le costó dar con las señas del director, casi desconocido en Hollywood. Cuando lo consiguió, comenzó una correspondencia de rendida admiración en la que resolvieron trabajar juntos en un guion que Rossellini estaba preparando, la futura Stromboli. La presencia de una persona de la fama y talento de Ingrid facilitaba, en teoría, la financiación de otra obra de un director tan arriesgado como el italiano. Ella era la exportación sueca más exitosa desde Greta Garbo, la Ilsa de Casablanca, galardonada con un Oscar por Luz que agoniza, admirada por su naturalidad y belleza en todo el mundo. Tan popular era que hasta se produjo un repunte de vocaciones después de su papel de monja en Las campanas de Santa María, para disgusto de un montón de padres que veían a sus hijas marcharse al convento inspiradas por aquella ficción. Por su parte, Roberto sería casi desconocido en la meca del cine, pero su revolucionaria forma de plasmar la realidad le había valido una Palma de oro en Cannes y la admiración de los más selectos círculos cinematográficos. También había protagonizado sus propias crónicas de los incipientes paparazzis de su país. Casado desde hacía más de una década, mantenía una relación sabida por todos con su amante y musa, la espectacular actriz Anna Magnani. Juntos formaban una tumultuosa y popular pareja. Hasta que apareció Ingrid con su carta.

Anna Magnani y Roberto Rossellini en 1948

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La relación entre ambos era todavía epistolar, pero algo debían traslucir en lo que escribían porque al llegar al hotel Luna Convento en Amalfi junto a Anna, Roberto pidió que cualquier telegrama o carta con sello británico debería serle entregado a él con máxima discreción. Los empleados pensaron que esto no se aplicaba a su conocida pareja, así que cuando estaban en el comedor del hotel, un camarero se acercó y le dijo, a la vista de Anna: “Me encargó que si se recibía un telegrama de Inglaterra para usted, se lo diese en privado. Aquí lo tiene”. Anna ya había empezado a oír rumores sobre las conversaciones entre su amado y la famosa actriz sueca, a la que se decía que pensaba ofrecer un papel que había sido escrito para ella. “¿No te parece que ya está bien, Roberto?”, preguntó de forma amable sirviéndose más espaguetis con salsa de tomate. “Ah, sí, sí, grazie”, respondió él distraído. “Muy bien, tenlo entonces”, y le tiró la fuente de espaguetis encima.

La intuitiva Magnani no se equivocaba. Cuando Ingrid llegó a Roma por primera vez para recorrer el sur del país de camino hacia Estrómboli, la isla de las Lípari en la que iba a rodarse la película –que entonces se llamaba todavía Tierra de Dios–, Roberto y ella se convirtieron en amantes: “Me enamoré de él porque era tan singular. No había conocido a nadie como él, tan libre. Daba nuevas dimensiones a la vida, límites nuevos, emociones y horizontes nuevos. Y me proporcionó una valentía desconocida”. La actriz llevaba más de diez años casada con el médico sueco Petter Lindström, su primer amor, pero hacía tiempo que no era feliz, ni en su relación ni en la jungla de Hollywood. De hecho, le había pedido el divorcio tiempo atrás, él se negó a concedérselo y, como tenían una hija pequeña, Pia, y la convivencia se resolvía sin sobresaltos, siguieron viviendo juntos bajo el mismo techo y ejerciendo a ojos del mundo como marido y mujer. Pero poco antes de conocer a Roberto, Ingrid había mantenido un romance con otra personalidad artística atormentada, el fotógrafo Robert Capa. Como aquello no tuvo mayores consecuencias, Petter se hizo el sueco (nunca mejor dicho). La historia con Roberto iba a ser completamente diferente. En él vio una salida para huir de un matrimonio y una industria en la que se sentía atrapada. “Había pasado tantos años esperando a alguien que me obligara a partir. Roberto fue ese alguien. No pensé que trastocase el mundo…”.

Italia fue una revelación para Ingrid. Roberto le presentó a su círculo de amigos, personalidades como Fellini, y ejerció del mejor cicerone posible en su camino hacia Nápoles, Amalfi, Sorrento y Messina. En Amalfi la actriz resolvió que aquello era más que un affaire pasajero, que era un amor lo bastante intenso como para romper su matrimonio y dejar Estados Unidos. Escribió a Petter desde el mismo Albergo Luna Convento en el que Anna había dejado plantado a Roberto, contándole que se había enamorado y se quedaba a vivir en Italia. Su marido no lo aceptó. Le era imposible creerlo. De esa negación nacerían gran parte de los dramas que estaban a punto de ocurrir.

Mientras, la feliz pareja recorría en coche las carreteras del país, aún con las huellas de la segunda guerra mundial bien visibles, en lo que es quizá uno de los paisajes más espectaculares de la tierra. Por todas partes, al paso del equipo de rodaje, les aplaudían las multitudes, encantadas con que la actriz más famosa del mundo hubiese decidido hacer una película en su país. En uno de los hoteles en los que se alojaron, Ingrid tuvo que salir de la habitación para ir al baño, que se encontraba en el exterior. Los fans la aplaudieron tanto en el camino de ida como en el de vuelta del retrete.

Pronto quedó claro que aquellos dos tenían algo más que una mera asociación artística. La revista Life les fotografió cogidos de la mano y las imágenes dieron la vuelta al mundo. Para cuando llegaron a la pequeña isla de Estrómboli, a los pies de un volcán activo, su situación se parecía bastante al paisaje telúrico y mineral, casi extraterrestre que les rodeaba. El rodaje, complejo y con actores no profesionales, se llenó de prensa llegada de todas partes del mundo ansiosa por retratar a los amantes. El personaje de la refugiada que se casa sin amor buscando una salida y acaba atrapada en un mundo ajeno, tan opresivo como del que intenta huir, le sentaba como un guante a Ingrid y su estado presente, a medias entre la dicha de estar enamorada, la culpabilidad por dejar a su esposo y las dudas y el dolor por su hija Pia, de diez años de edad, que seguía en Estados Unidos. Relata en su biografía **“Estaba en el infierno. Lloré tanto que pensé que me quedaría sin lágrimas. Los periódicos tenían razón: había abandonado a mi marido y mi hija. Era una mala pécora, pero no había deseado serlo”. **

Existen unas imágenes del rodaje en las que se ve a Ingrid en primer plano bajo la sombra de varias mujeres enlutadas que funcionan como un elemento opresivo y amenazante. Eso es justo lo que le sucedió a ella. El mundo estalló, y lo hizo de forma violenta contra su antaño estrella favorita. Ahora era una mujer perdida, una puta y un insulto a toda la buena sociedad. El por qué aquel romance galvanizó tanto a la gente tiene que ver con la popularidad anterior de Ingrid y su imagen casi intachable, limpia, de recta moral luterana, de mujer sincera y honrada (Petter se despacharía años después diciendo que en realidad era una gran bebedora y fumadora, además de promiscua y de solo importarle su carrera, no su familia). Que esa presencia casi seráfica lo dejase todo para irse a retozar con un director poco atractivo, latino y tempestuoso, parecía un insulto a América y a toda lógica. Se le sumaba el morbo añadido de que ella fuera ahora su nueva musa, después de las películas capitales rodadas con Anna Magnani. También estaba, por supuesto, la compleja situación de Pia. Roberto impedía a Ingrid volver a Estados Unidos, temeroso de que no volviera con él, y Petter se negaba a que la niña fuese a Italia. El litigio por el divorcio y la custodia se volvió cruento, lleno de acusaciones cruzadas y de falta de colaboración entre ambos. La consecuencia fue que madre e hija pasaron dos años sin verse. Y luego otros seis. Así recordaría aquellos tiempos Pia, la principal damnificada de la historia de amor: “Yo me quedé con él (con su padre Petter Lindström) y mi madre se fue. Se le ofrecía una existencia dramática, llena de gloria, con unas relaciones amorosas románticas, maravillosas. Fue magnífico para ella. Pero no lo que se derivó de ello. Yo no conocí el aspecto espléndido de la situación, es decir, me dejaron con lo que abandonó. Por ello, tengo un criterio distinto. Fui parte de lo abandonado”.

La famosa fotografía de Ingrid Bergman durante el rodaje de 'Stromboli'.

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Por si eran pocos elementos de escándalo, pronto se sumó el hecho inaplazable de que tras tanta pasión adúltera, Ingrid estaba embarazada. Fue tal vez el pico de escándalo de su relación. El senador Edwin C. Johnson se refirió a ella en el Senado como “Una poderosa influencia en pro del mal”. Algunos de sus amigos salieron en su defensa: Ernest Hemingway apareció en portadas de periódicos declarando: “¿A qué viene tanta estupidez? Tendrá un hijo, de acuerdo. ¿Y qué? Las mujeres los tienen. Me enorgullezco de ella y me alegro. Ama a Roberto y Roberto la ama, y quieren un hijo. Deberíamos felicitarla en vez de condenarla”.

La noche en la que Ingrid se puso de parto coincidió con el estreno de Volcano, una película de argumento similar a Stromboli creada por Anna Magnani para competir con la de su ex, dirigida por un americano. En medio del pase, la prensa comenzó a abandonar la sala al enterarse de que Ingrid estaba ingresada en una clínica para tener a su bebé. Anna se resignó, sabiendo que su película no podía competir contra aquel recién nacido en interés ante los demás. Volcano fue un fracaso de crítica y comercial. Así llegó al mundo en 1950 el niño, al que llamaron Robertino. El acoso de la prensa en el hospital era constante: hubo un fotógrafo que hizo pasar a su mujer embarazada por parturienta rellenándole más la barriga, otro que gateó por una cañería hasta el balcón de la actriz, otros intentaron sobornar a las monjas con un millón de liras y otros, resignados a no poder obtener la foto, hicieron montajes con las caras de Ingrid y Roberto y las publicaron sin más problemas.

El nacimiento del bebé era una cuestión peliaguda. Legalmente, el niño podía ser reclamado por Petter por no estar resuelto el divorcio de Ingrid, algo que hubiera enloquecido a Rossellini, así que lo registraron a su nombre y a nombre de “una madre cuya identidad se revelaría posteriormente”. El divorcio entre los suecos se resolvió al final en un juzgado de México, donde también decidieron casarse… por poderes. Un productor amigo de la pareja y un abogado representaron el papel, mientras en las afueras de Roma, los auténticos Ingrid y Roberto se acercaron una pequeña iglesia cerca de la Via Appia. “Me arrodillé en ella y Roberto me cogió de la mano. Volvimos a casa, comunicamos a nuestros amigos que nos habíamos casado y bebimos champaña”.

La pareja se había establecido en el Viale Bruno Buozi, en Roma, y pasaban los veranos en Santa Marinella. Después de hablar una mezcla de inglés y francés chapurreado, Ingrid logró aprender italiano. Llegaron las gemelas, Isotta-Ingrid e Isabella, y hubo momento de intensa felicidad. Pero no terminaron ahí los problemas, por supuesto. Nada podía opacar el hecho de que su hija mayor se estaba convirtiendo en adolescente con una relación con su madre solo por carta. La convivencia con Roberto tampoco era fácil. En los momentos de mayor tensión en el triángulo con Petter, el director había amenazado con suicidarse de un tiro o chocando alguno de sus coches deportivos contra un árbol. Además, era celoso, dominante (solo la dejaba trabajar con él) y en ocasiones, violento, en lo que Ingrid parecía disculpar como una característica del temperamento italiano. Así describe ella un episodio: “En su siguiente acceso de furor, cuando las cosas volaban por el aire, me abalancé sobre él, le rodeé con los brazos y empecé a suplicarle… ¡Bum! Me arrojó contra la pared con una fuerza que casi me deshizo. Era incorregible. Incluso ponerse en sus inmediaciones significaba arriesgar la integridad física”.

Roberto Rossellini e Ingrid Bergman en 1956.

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Y estaba el asunto del dinero. Roberto, criado en la abundancia, estaba acostumbrado a vivir a lo grande, pero todas y cada una de las películas en las que trabajó junto a su esposa Ingrid fueron fracasos comerciales. En el 56 apareció el director Jean Renoir para ofrecerle a la actriz un papel en Elena y los hombres. Rossellini admiraba tanto a Renoir que le permitió a su esposa rodar con él, en lo que acabó con la frustrante racha laboral en la que llevaba años inmersa. Después de eso le ofrecieron protagonizar una obra de teatro en francés, Té y simpatía. Así cuenta Bergman lo que sucedió: “Té y simpatía cuenta la historia de un estudiante interno que teme ser homosexual. La homosexualidad había preocupado siempre a mi marido. Cuando le propuse internar a Robertino en un colegio suizo o británico, estalló. “¿Qué? ¡En lo internados es donde empiezan esas cosas!”. La trama le repugnaba. No le molestaba ni el desarrollo, ni el autor, sino todo en general. Le encrespaba el hecho de que yo demostrase al muchacho que no era homosexual iniciándole en el conocimiento del sexo. Aquello trastornaba a mi marido”. Rossellini intentó prohibir a su esposa que interpretase la obra, pero ella se negó, esgrimiendo que había firmado un contrato y que a ella le encantaba el texto. Roberto contratacó machacándola con que se iban a reír de ella y que iba a ser un fracaso. La noche del estreno le espetó “Prepárate, porque en el primer entreacto, la mitad de los espectadores se irá de la sala”. No sucedió así. Fue aplaudida con una ovación estruendosa. “El público había enloquecido. No había manera de interrumpirle. Puesto en pie, gritaba, aplaudía y vitoreaba. Me incliné sola en el centro de la escena y, al doblar el cuerpo, volví la cabeza para mirar a Roberto. Nuestros ojos se encontraron. Nos observamos de hito en hito. Supe entonces que nuestro matrimonio se había deshecho, aunque continuáramos viviendo juntos”.

Él, por su parte, declaró: “Me separé de Ingrid Bergman porque me era imposible continuar. Nos queríamos mucho, teníamos tres hijos… ella podía volver a la industria, pero yo no me sentía cómodo en el papel del hombre cuya mujer trae el dinero a casa. Decidimos separarnos y por eso me fui a la India, lo más lejos posible de ella”. En la India Roberto inició un romance con la mujer del productor de su película, Sonali Dasgupta. Ingrid no se indignó al saberlo, sino que le propuso el divorcio con tranquilidad. Roberto exigió dos condiciones: que los niños no viajasen a Estados Unidos y que Ingrid no volviese a casarse. Ella se río ante lo absurdo de la petición, y se negó con un “así era Roberto” (al poco inició una relación con el productor teatral también sueco Lars Schmidt, con el que se casó en el 58). La custodia de los niños Rossellini también fue violenta, casi tanto como la de Pia. Hubo acusaciones de secuestro y mala fe mutuas, y al final ella le cedió la custodia a Rossellini. Los niños vivían entre Roma y París e Ingrid se desplazaba con frecuencia entre ambas ciudades para estar con sus hijos. Nunca salieron del todo uno de la vida del otro, unidos por algunos problemas de salud de Isabella (una operación de espalda que estuvo a punto de dejarla parapléjica) y el lazo mutuo que les unía.

Roberto Rossellini e Ingrid Bergman en Nápoles en 1953.

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El mundo cambió muy rápido y la anterior persona non grata obtenía en el 56 un segundo Oscar por su papel en Anastasia, recogido por su amigo Cary Grant. Ingrid se enteró por la radio, mientras se bañaba en su hotel de París donde vivía mientras representaba Té y simpatía. Lloró de felicidad ante su hijo Robertino y al poco regresó a Estados Unidos para volver a rodar. Su rehabilitación ante la industria fue total. Se convirtió en uno de los nombres respetados del cine en varios idiomas y nacionalidades, en una leyenda viva. Llegó también la rectificación del Senado, que le pidió disculpas por lo allí dicho en su contra. Declaró ella “Cuando me marché a Italia, un senador pronunció un discurso contra mí y lo concluyó asegurando que de las cenizas de Hollywood resurgiría un Hollywood mejor”… se había equivocado. En vez de “las cenizas de Hollywood habría tenido que decir “de las cenizas de Ingrid Berman”. No se dio cuenta hasta escuchar la grabación, que la hizo estallar en carcajadas y soltar: “Espero veintidós años para vengarme y me equivoco”.

La venganza tampoco formó parte de la vida de Anna Magnani más allá del plato de pasta. Continuó su carrera trabajando con los mejores directores italianos e incluso ganó un Oscar el año antes de que Ingrid consiguiese su segunda estatuilla; cuando enfermó de cáncer, Roberto le envió flores pese a los años transcurridos, ella le escribió pidiéndole que fuese a verla y desde entonces volvieron a verse con regularidad. Recuerda Ingrid “Cuando lo supe, le llamé para comunicarle que me alegraba de lo que hacía. El círculo se había cerrado: tuvo cerca al hombre al que había querido por encima de todo”. Cuando Anna murió en el 73, Roberto aceptó que fuese enterrada en su panteón familiar, y ahí reposa todavía, en compañía de Roberto, que falleció en el 77.

Petter Lindström volvió a casarse en el 56 con la doctora Agnes Ronavec, con la que tuvo otros cuatro hijos. Siguió con su carrera de reputado cirujano cerebral y murió en el año 2000 a los 93 años.

Ingrid Bergman junto a sus cuatro hijos, Isabella e Isotta, Pia y Robertino.

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Con el tiempo, Ingrid también recuperaría a Pia tras tantos años alejadas. A los veinte años y tras un matrimonio fallido, la joven, perdida y sin saber qué hacer con su vida, se fue a París a vivir con su madre y Lars. “Llegué a conocer a mamá bajo otra luz y me enamoré de ella. Pocas jóvenes tienen una madre tan extraordinaria, alegre, divertida, dispuesta a salir y actuar, ver esto o aquello, asistir al cine y el teatro, cenar fuera de casa, corretear, madrugar e ir de compras. Le sobraban energías. Asombraba”. Poco después de esto, murió la abuela de sus hermanos, Ingrid, Isabella (la futura actriz) y Robin (Robertino), así que decidió ir a Roma sin hablar una palabra de italiano y hacerse cargo de la casa con cocinera e institutriz, para conocerles y encontrarse a sí misma. “Así haría algo e importaría a alguien. Estuve tres años con ellos. Mamá me enviaba dinero, yo pagaba los sueldos y llevaba a mis hermanos al dentista, a montar a caballo y a estudiar. Fue una buenísima experiencia que, en cierto modo, necesitaba. No tenía sitio preciso en el mundo, no concebía una profesión para la que me sintiera llamada, me hallaba desorientada. Debía echar raíces, descubrir un lugar en que vivir, convencerme de que era útil, ayudar a alguien y llevar a cabo algo que no fuese gratuito”. Roberto les visitaba a la hora de comer, se ponía a hablar por teléfono sobre negocios, películas y dinero y se iba repartiendo besos a todos. Prosigue Pia: “Me agradaba Italia. Me alegraba de estar en ella. Me felicitaba de haberlos conocido, de haber conocido a Roberto con mis propios ojos, sin depender de las opiniones o ideas ajenas sobre cómo él era; me felicito de haber conocido a Sonali y a todos, porque me benefició observar y comprender cuanto ocurría, para tener una noción de cómo había sucedido lo anterior”.

Y sobre lo anterior, concluye Ingrid Bergman en su biografía: “Se ha escrito sobre mi vida con Roberto que junto a él descubrí un mundo mucho mejor que el que conoce la mayor parte de la gente. Es cierto. Mi dicha a su lado fue tan intensa como los disgustos. Pero las penas componen también nuestra existencia. Nadie paladea la felicidad continuamente. El individuo en estado constante de felicidad debe de ser un latazo. Y Roberto desde luego no lo era”.