El gran maestro del Renacimiento

Rafael Sanzio, el artista universal

No solo su excepcional talento convirtió a Rafael Sanzio en uno de los grandes genios de su tiempo, sino que también encarnó los ideales del humanismo renacentista. Amado y admirado por sus contemporáneos, su legado es uno de los más importantes de la historia del arte.

Rafael Sanzio

Rafael Sanzio

Polo Museale Fiorentino

La trayectoria de Rafael Sanzio -también conocido como Rafael de Urbino o simplemente Raffaello- es una de las más brillantes de entre los artistas del Renacimiento: no solo su nombre ha alcanzado tanta fama como la de otros grandes maestros, sino que la logró en poco más de veinte años de carrera. Su prematura muerte a los 37 -el mismo día de su cumpleaños- privó al Renacimiento del que habría podido ser el mayor pintor de todos los tiempos; un genio que, a pesar de su juventud, logró sentar escuela de un modo que otros grandes artistas no lograron y avanzarse a los movimientos artísticos sucesivos.

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Considerado por muchos de sus contemporáneos como un niño prodigio, su extraordinaria capacidad de asimilación unida a su propia creatividad se vieron reforzadas por su personalidad: Rafael es recordado como un hombre noble y amable, amado por sus discípulos y mecenas, lo que le diferencia de otros artistas de perfil más individualista, como su gran rival Miguel Ángel. Es por ello que el genio de Urbino encarna como ningún otro el ideal del humanismo renacentista.

Niño prodigio en el Renacimiento

Según la narración de Giorgio Vasari -historiador y también artista-, Rafael vino al mundo en un día destacado, el Viernes Santo del año 1483, fecha que se corresponde con el 28 de marzo. Sin embargo, el cardenal Pietro Bembo, autor del epitafio del artista, escribe que “murió en el mismo día que nació”, es decir, el 6 de abril. Aunque esta última suele tomarse como fecha oficial, cabe decir que no se sabe con certeza ya que en las fuentes contradictorias juega un papel importante la mistificación del personaje, por lo que se especula que se quiso hacer coincidir su nacimiento en Viernes Santo con la muerte de Jesús de Nazaret.

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A pesar de esta buena estrella, su niñez no fue precisamente idílica: quedó huérfano de madre a los ocho años y de padre a los once. Como hijo único de Giovanni Santi (el apellido con el que es conocido, Sanzio, es una derivación dialectal de Santi), también pintor y su primer maestro, heredó a esa joven edad el negocio paterno, una carga más pesada aún si se considera la ciudad donde vivía: Urbino era en esos momentos uno de los centros artísticos más importantes de Italia central, rivalizando con ciudades de la talla de Roma y Florencia. Sin embargo, el adolescente Rafael supo transformar esa dificultad en una oportunidad, aprovechando el renombre de su padre para entrar en contacto con el que era considerado “el mejor maestro de pintura de Italia”, Pietro Perugino, quien le aceptó en su taller con solo catorce años.

Rafael pronto dio muestras de su extraordinario talento: fue discípulo de Perugino y consiguió sus primeros encargos son solo 16 años

Rafael pronto dio muestras de su extraordinario talento: en cinco años logró no solo trabajar codo a codo con Perugino, sino realizar sus primeros trabajos en solitario hacia 1499. En los siguientes años su fama se extendió rápidamente y se convirtió en un pintor muy solicitado. Emprendió viajes a las ciudades en plena ebullición artística como Perugia, Siena, Florencia y Roma, entrando en contacto con los grandes artistas del momento: el gran talento del joven Rafael era, de hecho, el de empaparse del arte de otros para después mejorarlo. Eso podría haberle valido recelos y envidias, pero su afable personalidad le granjeó la estima de mecenas y artistas consagrados como el veterano Pinturicchio, con quien le unió una sincera amistad y admiración a pesar de la diferencia de edad -el maestro tenía cincuenta años, Rafael apenas veinte-, una relación que le iba a abrir la puerta a posibilidades aún mayores.

Aprendiendo de los grandes maestros

Fue Pinturicchio, ya entrado en la mediana edad, quien en 1503 lo llamó para ayudarle en la decoración de la Librería Piccolomini, una parte de la Catedral de Siena destinada a conservar los ricos manuscritos del papa Pío II. Rafael trabajó junto con su amigo durante dos años en lo que sería su último trabajo de juventud: en 1504 demostraría que su talento había sobrepasado al de sus maestros al realizar su pintura Los desposorios de la Virgen, una escena casi idéntica a la que había pintado Perugino poco antes, pero con una novedad que será la gran seña de identidad de Rafael: el dominio de la composición y el espacio en sus pinturas, creando una sensación de extraordinaria tridimensionalidad que llevaría a su plenitud en pocos años.

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Mientras la decoración de la Librería Piccolomini seguía su curso, Rafael recibió una invitación imposible de rechazar: Giovanna da Montefeltro, hermana del duque de Urbino para quien el artista había trabajado en su adolescencia, lo recomendó personalmente al gonfaloniero -magistrado que presidía del consejo municipal- de Florencia. Pero las arcas de la ciudad no rebosaban de dinero precisamente, ya que en los últimos tiempos se habían encargado varias obras para la decoración del Palazzo Vecchio, de modo que Rafael realizó principalmente encargos privados en los cuatro años que pasó en Florencia.

Su estancia en Florencia le brindó la posibilidad de conocer a Leonardo da Vinci y Miguel Ángel Buonarroti.

No obstante, su estancia en la ciudad le brindó la posibilidad de conocer los avances realizados por los mayores artistas de Florencia en aquellos tiempos: Leonardo da Vinci y Miguel Ángel Buonarroti, dos genios enfrentados por una gran rivalidad. De Leonardo perfeccionó la composición de las figuras, mientras que de Miguel Ángel aprendió a dar vida a sus personajes con el uso del claroscuro y el dinamismo en los movimientos. Con ello convirtió sus obras en escenas vivaces que dejaban atrás la impresión estática de sus primeras etapas. Con solo 25 años, Rafael era ya un artista maduro a punto de dar el paso hacia la gloria eterna.

Camino hacia la gloria

Rafael ya había estado en Roma en 1503, con motivo de la elección del papa Julio II. Este pertenecía al linaje de los Della Rovere, una de las dinastías italianas más importantes de la época, duques de Urbino y emparentados con los Montefeltro, los mecenas que habían patrocinado a Rafael en sus primeros años de trabajo como artista independiente. El nuevo papa había inaugurado su pontificado con grandes proyectos de renovación urbanística de Roma y en particular del Vaticano, dando inicio a lo que sería la fundación de los Museos Vaticanos. Para ello llamó a los mejores artistas de Italia y fue uno de ellos, Donato Bramante -supervisor de la construcción de la actual Basílica de San Pedro, que sustituyó la antigua basílica paleocristiana-, quien le sugirió que contara también con el joven Rafael, cuyo nombre no le era ciertamente desconocido a causa de la excelente reputación que le precedía entre sus parientes de Urbino.

El ya consagrado artista llegó a la Ciudad Eterna en 1508 y le fueron encargados los frescos para cuatro salas que hoy en día son conocidas como “las estancias de Rafael”: la del Sello, la de Heliodoro, la del Incendio del Borgo y la de Constantino. Esta última sería realizada casi por completo por sus discípulos en base a los diseños de su maestro, ya que se empezó a pintar en el mismo año de la muerte de Rafael. Al principio fue contratado como parte de un equipo de pintores -de hecho, los trabajos ya habían empezado-, pero apenas el papa vio los primeros trazos del artista de Urbino, decidió despedir al resto y encargar en exclusiva a Rafael la decoración de las cuatro salas que hoy llevan su nombre. Julio II era un hombre muy temperamental que se fiaba ciegamente de sus intuiciones y vio el talento excepcional de aquel joven maestro que, bajo su mecenazgo, tuvo la oportunidad de trabajar finalmente en un formato monumental que le permitía una mayor riqueza de detalles y composición.

La escuela de Atenas

La escuela de Atenas

En la Sala del Sello encontramos una de las obras más famosas del genio de Urbino: 'La escuela de Atenas', realizada entre 1509 y 1510. La escena muestra a más de veinte grandes personajes desde la Antigüedad hasta el Renacimiento, con Platón y Aristóteles en el centro. En esta obra Rafael imprime un gran contenido alegórico -una facultad aprendida de Leonardo- dotándola de un fuerte simbolismo, otra característica propia de su madurez artística.

En 1513 Julio II murió y le sucedió como papa León X, de nombre Giovanni de Medici. Era el segundogénito de Lorenzo el Magnífico, el gran mecenas del Renacimiento florentino, y había heredado de su padre su amor por las artes: no solo mantuvo a Rafael en todos los cargos que le había confiado Julio II sino que además, tras la muerte de Bramante en 1514, le encargó la supervisión de los trabajos de la Basílica de San Pedro y una colección de diez tapices para la Capilla Sixtina, encargos que le ocuparían hasta el final prematuro de su vida. Gracias a su don de gentes, se rodeó de un equipo de ayudantes y discípulos de quienes supo valorizar los puntos fuertes, poniendo a cada uno a trabajar en la tarea específica que mejor desarrollara.

Los papas Julio II y León X confiaron a Rafael grandes responsabilidades en la decoración de las estancias vaticanas y la Basílica de San Pedro.

La última obra maestra de Rafael

Al poco tiempo de su llegada a la ciudad Rafael ya se había convertido en uno de los artistas más famosos de Roma, involucrado en una rivalidad intensa con el genial Miguel Ángel. El talento que había demostrado al servicio del Papa llamó la atención también de los privados, entre los primeros el banquero Agostino Chigi: un famoso mecenas de la Roma de aquel tiempo que se había hecho construir una villa a orillas del Tíber, la cual en 1580 sería comprada por el cardenal Alessandro Farnese y de él tomaría su nombre actual, Villa Farnesina.

Para la decoración de la villa, Chigi hizo llamar a algunos de los mejores artistas de la ciudad, incluyendo a Rafael y los ayudantes con quienes ya contaba. Se ocuparon de pintar con frescos la Logia de Cupido y Psique, un ciclo en el que volcaría toda la técnica aprendida hasta entonces junto con su amor por la antigua cultura grecorromana: esta le había apasionado desde su primera visita a Roma y la había podido estudiar en profundidad gracias a León X, que le confió el encargo de catalogar la colección de mármoles antiguos del Vaticano. La logia sería la última gran obra del maestro y le ocupó entre 1511 y 1518, paralelamente a sus trabajos en el Vaticano. Libre de los corsés de los temas históricos o religiosos y de la exactitud de los retratos, en esta ocasión se entregó a la imaginación, dando a luz su obra más original, exuberante e idílica.

El triunfo de Galatea

El triunfo de Galatea

Los frescos de Villa Farnesina -en la imagen, 'El triunfo de Galatea'- representan el culmen del estilo de Rafael, desarrollado contemporáneamente en las estancias vaticanas: el uso del color y el dinamismo de los cuerpos dan a las escenas una impresión vívida. Las imágenes están distribuidas en pechinas enmarcadas con motivos vegetales, que simulan continuidad con el jardín adyacente. El estilo de Rafael sería una de las grandes inspiraciones para el arte manierista.

 

La desaparición de un genio

La muerte de Rafael el 6 de abril de 1520 cayó como un relámpago: el maestro contaba solo 37 años -si nos fiamos de la crónica de Vasari, cumplidos ese mismo día- y no tenía problemas de salud conocidos. El artista empezó a sentir una fiebre aguda, resultado según Vasari de sus “excesos amorosos”; se le intentó bajar por medio de sangrías -muy comunes hasta el siglo XIX, a pesar de su ineficacia y de suponer un riesgo mayor que el presunto beneficio- pero finalmente murió al cabo de quince días.

Las causas de su súbita muerte nunca han sido esclarecidas, pero es posible que se debiera a alguna enfermedad venérea. Con su deslumbrante personalidad Rafael no era solo cotizado entre los mecenas, sino también entre las mujeres. Su supuesta amante era Margherita Luti, la hija adolescente de un panadero del barrio de Trastevere, a la que se considera la musa de su retrato La Fornarina (1518). Sin embargo, hoy en día se presume que habría podido tener varias aventuras, en una de las cuales habría podido contraer una sífilis aguda.

Rafael murió el 6 de abril de 1520 con solo 37 años, a causa de una fiebre provocada posiblemente por una enfermedad venérea.

Su desaparición causó un gran estupor en Roma, pues era un personaje conocido y muy amado, hasta el punto que algunos lo consideraban casi divino. Según su deseo expreso, su cuerpo fue enterrado en el Panteón con el siguiente epitafio: “Aquí descansa Rafael, por quien la Naturaleza, madre de todas las cosas, temió ser vencida y morir con su muerte”.