Ayuda

Pedro II de Aragón

Biografía

Pedro II de Aragón. El Católico. Huesca, c. 1178 – Muret (Francia), 12.IX.1213. Rey de Aragón y conde de Barcelona (1196-1213).

Hijo primogénito de Alfonso II de Aragón y de Sancha, hija de Alfonso VII de Castilla, debió de nacer en Huesca hacia 1178 y educarse con su hermano Alfonso, que heredaría Provenza. Armado caballero en Sigena por su padre en 1188 antes de alcanzar la mayoría de edad, su formación militar condicionó en buena medida su trayectoria vital, pues en su corta vida combatió personalmente contra los almohades y en defensa del rey de Castilla, en el Midi francés a favor de sus vasallos, los señores de aquellas tierras, en las Navas de Tolosa de 1212 con los reyes de Castilla y de Navarra, y en Muret contra los cruzados del Papa y del rey de Francia, donde encontró finalmente la muerte.

Poco se sabe, no obstante, de su vida antes de acceder al Trono tras la muerte de su padre, Alfonso II, en 1196, cuando apenas contaba con dieciocho años de edad. Pero, según el testamento de su progenitor, expedido en 1194 y ratificado poco antes de su muerte, debía heredar el Reino de Aragón y los condados de Barcelona y otros varios en el sur de Francia y en Cataluña; quedando, en cambio, para su hermano Alfonso los dominios de Provenza, Millau, Gavaudán y Rouergue; permaneciendo la reina Sancha, su madre, a su cuidado hasta cumplir los veinte años, con quien mantuvo una especial relación, a pesar de tener varios hermanos, aparte del mencionado Alfonso conde de Provenza: Dolça, profesa en Sigena; Constanza, casada primero con Aymeric de Hungría y, al enviudar, con Federico II de Sicilia, futuro Emperador; Leonor, unida al conde de Tolosa Ramón VI; Sancha, casada con Ramón VII, hijo de aquél; y el que fue abad de Montearagón, Fernando.

No obstante mantuvo unas buenas relaciones con todos ellos, gracias, posiblemente, a su especial unión con su madre Sancha, a pesar de algunas diferencias surgidas entre ambos por la disputa de algunas fortalezas en la frontera con Castilla y que quedaron solventadas a comienzos del siglo XIII; relación que propició el acercamiento a Castilla y la fijación de fronteras entre los dos reinos, su relación con la Santa Sede, que le llevaría a ser coronado en 1205 por el Papa, y su prodigalidad con Sigena, en donde quiso ser enterrado finalmente, cuando antes había manifestado su deseo de serlo en Poblet o incluso en El Puig, si se hubiese conquistado Valencia.

Mas, si bien se desconoce en buena parte la época de su vida anterior a la llegada al Trono de Aragón, los restantes años comprendidos entre 1196 y 1213, apenas diecisiete, fueron de gran actividad y desplazamientos continuos por sus dominios; comenzando por cumplir de inmediato con el juramento regio ante los aragoneses e iniciando una política de recuperación económica y protección monetaria al tratar de frenar la crisis financiera de la Corona y del mismo Reino de Aragón; visitando ciudades y villas de ambas vertientes pirenaicas, con su reducida Corte constituida por su mayordomo, Guillem de Castillazuelo, su alférez, Miguel de Luesia, y algunos señores de confianza: Pedro Ladrón, Jimeno Cornel, Jimeno de Luesia; así como con el sacristán de Vic y los señores catalanes Guillem Durfort y Guillem de la Granada.

Su matrimonio en 1204 con María de Montpellier, y en aquella ciudad en la que se pactaron las capitulaciones dentro de las casas de la Orden del Temple, muy favorecida por el Monarca, siguiendo una tradición heredada de su padre el rey Alfonso, significó el afianzamiento de la política ultrapirenaica de la Corona del rey de Aragón que le supuso el entrar en el juego de intereses continentales de las Monarquías feudales del momento: la de los Capetos franceses y la de los Plantagenet ingleses. Aunque las relaciones matrimoniales no fueron precisamente cordiales ni estables, pues María venía de dos anteriores enlaces y tampoco en esta ocasión encontró la correspondencia, tal y como, incluso, lo confesó después el hijo de ambos, Jaime I el Conquistador en el Llibre des Feits, nacido en 1208. En efecto, Pedro II quiso repudiar a María con la oposición del papa Inocencio III, que no accedió a la anulación del matrimonio y al pretendido casamiento del Rey con María de Monferrato, heredera del Reino de Jerusalén, que hubiese introducido a Aragón en el Mediterráneo Oriental.

Sin embargo, Pedro II superó la mayor parte de las dificultades surgidas en su camino, las cuales se debieron, por un lado, a la propia presencia de Aragón entre las grandes potencias europeas continentales, como Francia e Inglaterra, con serios intereses en el Midi; y, por otro, a la política peninsular sobre al-Andalus, que se vería amenazada tras la derrota cristiana de Alarcos ante los almohades en 1196. Encontrándose, además, en medio de la disputa cátara que obligó, finalmente, al Rey a intervenir, a pesar de su ideal católico, en defensa de sus vasallos del Midi francés y en contra de la campaña-cruzada emprendida por la Monarquía Capeta, para anexionarse el territorio en cuestión, y bajo la protección del papa Inocencio III, que también buscaba acabar con la herejía albigense, aún siendo dicho Pontífice quien había coronado en Roma al rey Pedro de Aragón en 1205. Todo ello un año después de la batalla triunfal para los cristianos de las Navas de Tolosa en 1212, aunque la campaña sobre el Midi le llevó finalmente a la muerte en la batalla de Muret en 1213.

Aparte, pues, de lo familiar y dinástico, tres son los hitos en los que la historiografía se ha centrado más en la trayectoria vital de Pedro II de Aragón, Pedro el Católico: la solemne coronación en Roma en 1205, su participación en las Navas de Tolosa en 1212 —que ha oscurecido otros episodios militares anteriores— y la derrota en Muret en 1213, que supuso su muerte y el inicio del reinado de su sucesor, Jaime I, en minoría de edad. Y ello sin relegar las vicisitudes de la mala relación con su esposa María de Montpellier, que conllevó una maraña de hechos con repercusiones políticas y familiares que afectaron al conjunto europeo de los príncipes del momento; en lo que coincide la historiografía al uso, al menos mucho más que en lo referente a la relación del Rey con su madre, que para algunos fue, por parte de Pedro II, filial por encima de todo, y para otros fluctuante, según los intereses conjugados.

En cuanto a la coronación, supuso, en primer lugar que de nuevo un rey de Aragón viajaba hasta Roma para presentarse ante el Papa, si se considera el viaje que Sancho Ramírez había llevado a cabo igualmente en 1068 para enfeudar el Reino al Pontífice y ponerlo bajo la protección de san Pedro. Y, en segundo lugar, iniciaba una tradición, seguida por algunos de sus sucesores, de coronarse solemnemente en la Catedral de El Salvador de Zaragoza, como capital del Reino cabeza de la Corona.

Pero el viaje a la Ciudad Eterna debió de iniciarlo el Rey con su séquito en noviembre de 1204, para ser coronado el día 11 de dicho mes, mediante una ceremonia en la que el Papa, con los cardenales, obispos, eclesiásticos en general y notables de la curia pontificia y de la ciudad de Roma, acudió al Monasterio de San Pancracio, en el Trastévere, en donde le esperaba el Monarca, para ser allí ungido por el obispo de Porto y luego coronado por el propio Inocencio III, que le impuso las insignias reales, el cetro, el manto y la corona, jurando el Rey a continuación el vasallaje de fidelidad a la Santa Sede. Precisamente con un Papa de la categoría y trascendencia histórica de Inocencio III, con quien la teocracia pontificia llegó a su máximo desarrollo desde la reforma de Gregorio VII y el Dictatus Papae de 1075; en el que se consagraba la supremacía del poder espiritual de la Iglesia, a través del Pontífice, sobre los poderes terrenales de los príncipes.

De cualquier forma, la repercusión de este trascendente gesto alimentó la imaginación de los cronistas que, en algún caso, recogieron la tradición de que, excepcionalmente, Inocencio III había coronado a Pedro II con sus manos, cuando debería haberlo hecho con los pies para indicar la sumisión del poder temporal al espiritual; explicándose la novedad con el recurso de utilizar una corona de pan ácimo con piedras preciosas engastadas, para evitar, por su fragilidad, que pudiera ser manejada sin romperse; justificándose el hecho por no querer doblegarse el Rey, ni siquiera ante el sucesor de Pedro. Y anécdota que reforzaría después la costumbre de que los reyes de Aragón que se coronaron ante la dignidad eclesiástica principal de sus estados peninsulares (el arzobispo de Tarragona o, en su defecto, el arzobispo de Zaragoza o el obispo que le correspondiera), lo hicieran con sus propias manos, ciñéndose la corona personalmente; tal y como se atribuye, por ejemplo, al mismo Jaime I.

En el fondo de la cuestión existían, no obstante, intereses mutuos, sobre todo por las tierras occitanas que interesaban al Papa desde el punto de vista eclesiástico como territorios feudatarios de la Santa Sede y a Pedro II para garantizarse, a través de ello, la fidelidad de sus vasallos en el Midi. Aunque, en realidad, en este juego de intereses prevaleció la política universal de Inocencio III, que había conseguido el vasallaje de otros monarcas y príncipes europeos y se vio también implicado, como mediador, en la sucesión imperial que se disputaba la Corona alemana. Con el fondo de la gran preocupación por la cuestión albigenese que amenazaba con extenderse al sur de Francia, por tierras de Provenza.

Pero, junto a la amenaza albigense en el corazón de la Europa cristiana, el otro peligro que acechaba a la cristiandad, aunque en este caso por las fronteras meridionales, era el de los almohades que habían infligido una gran derrota en 1195 a Alfonso VIII de Castilla en Alarcos; viéndose reforzados en 1211 por un gran Ejército desembarcado en Tarifa para asegurarse el dominio de al-Andalus. Situación en la que se vería involucrado y comprometido el rey de Aragón a raíz de la predicación en Provenza de una cruzada contra los infieles, a los que se les consideraba, al menos de momento, un peligro mayor que el surgido con el catarismo en el seno de la propia Iglesia romana.

Para conseguir la alianza en la empresa de los príncipes cristianos hispánicos, el arzobispo de Toledo, Rodrigo Jiménez de Rada, acudió a Roma para conseguir del Papa las bulas necesarias para la predicación de la cruzada; captando a su regreso por Provenza el compromiso de muchos caballeros para colaborar en Hispania y frenar la amenaza almohade.

Asegurada la colaboración, concentradas las tropas en Toledo partieron de la emblemática ciudad el 20 de junio de 1212. La descripción de las operaciones previa a la batalla final por el arzobispo toledano en su crónica, informa puntualmente de los movimientos que condujeron, finalmente, al triunfo cristiano del 16 de julio, protagonizado, sobre todo, por Alfonso VIII de Castilla, Sancho VII el Fuerte de Navarra y Pedro II de Aragón, quien se contaba entre los componentes del ala izquierda del contingente armado con aragoneses y catalanes.

Según el cronista Desclot, la actuación personal del rey de Aragón, en una estratagema llevada a cabo por su propia iniciativa, favoreció el triunfo cristiano, sorprendiendo al caudillo musulmán al aparecer en la vanguardia cuando se le había destinado a la retaguardia; si bien el arzobispo Rada no recoge precisamente dicha acción.

No obstante, en la memoria de Aragón permaneció el protagonismo del rey Pedro el Católico, pues, cuando Jaime I el Conquistador inició la conquista de Mallorca anunció que él era hijo de aquél que venció en la batalla a la hueste de Úbeda, y, en todo caso, la colaboración en el gran triunfo cristiano aumentó el prestigio y la fama del rey de Aragón por toda Europa, lo que le permitió intervenir, poco después, en la cuestión albigense; aunque entonces para contrarrestar otra cruzada, en este caso, la lanzada por el Papa y el rey Capeto de Francia, estando al frente Simón de Monfort, y defender a sus vasallos que habían seguido la herejía cátara. Lo que le costó la vida en la lucha emprendida el 12 de septiembre de 1213.

Su cadáver fue recogido, al parecer, por los caballeros del Hospital de San Juan, a quienes había entregado su vida, y llevado a su casa de Tolosa; para pocos años después, en 1217, una autorización del papa Honorio III permitiera a su hijo Jaime llevar los restos de su padre al monasterio sanjuanista de Sigena, junto con los de su madre Sancha, su fundadora, y dos de sus hermanas.

 

Bibl.: E. Bagué, “Pere el Catòlic”, en E. Bagué, J. Cabestany y P. E. Schramm, Els primers comtes-reis, Barcelona, Vicens- Vices, 1980 (2.ª ed.) (col. Historia de Catalunya. Biografíes catalanes, vol. 4), págs. 105-152; J. F. Utrilla Utrilla, Pedro II, Los Reyes de Aragón, Zaragoza, Caja de Ahorros de la Inmaculada, 1993, págs. 73-80; M. Alvira Cabrer, 12 de Septiembre de 1213. El jueves de Muret, Barcelona, Universitat, 2002; J. Laínz, La Nación Falsificada, Madrid, Encuentro, 2006, págs. 31-35.

 

Esteban Sarasa Sánchez