(PDF) Nassim Taleb- El cisne negro | Sandra Garcia - Academia.edu
EL CISNE NEGRO Nuestro cerebro está hecho para ver más orden del que realmente hay. Y aunque esto pudo ser de mucha ayuda en las circunstancias dentro de las que vivieron nuestros más remotos antepasados, no nos sirve de mayor cosa a la hora de predecir, por ejemplo, una drástica caída de los precios accionarios. Estamos programados para crear historias simples sobre fenómenos muy complejos y variados; de modo que siempre terminamos falseando la realidad. El resultado de esto es que perdemos control de la realidad y nos volvemos incapaces para predecir cualquier anomalía estadística. En este texto, el autor presenta su teoría de los cisnes negros para ilustrar el modo en que la mayoría de nosotros cae en la trampa de pasar por alto las anomalías con el fin de uniformar cualquier modelo mental o teoría. Entre los temas tratados están: la falacia narrativa, pronósticos falsos y cómo entablar amistad con los cisnes negros. Título Original: The Black Swan: The Impact of the Highly Improbable ©2007, Taleb, Nassim Traductor: Filella Escolà, Roc Editorial: Ediciones Paidós Ibérica S.A. ISBN: 9788449321894 Corregido: Silicon, 02/12/2010 PRÓLOGO Del plumaje de las aves Antes del descubrimiento de Australia, las personas del Viejo Mundo estaban convencidas de que todos los cisnes eran blancos, una creencia irrefutable pues parecía que las pruebas empíricas la confirmaban en su totalidad. La visión del primer cisne negro pudo ser una sorpresa interesante para unos pocos ornitólogos (y otras personas con mucho interés por el color de las aves), pero la importancia de la historia no radica aquí. Este hecho ilustra una grave limitación de nuestro aprendizaje a partir de la observación o la experiencia, y la fragilidad de nuestro conocimiento. Una sola observación puede invalidar una afirmación generalizada derivada de milenios de visiones confirmatorias de millones de cisnes blancos. Todo lo que se necesita es una sola (y, por lo que me dicen, fea) ave negra.1 Doy un paso adelante, dejando atrás esta cuestión lógicofilosófica, para entrar en la realidad empírica, la cual me obsesiona desde niño. Lo que aquí llamamos un Cisne Negro obsesiona desde niño. Lo que aquí llamamos un Cisne Negro (así, en mayúsculas) es un suceso con los tres atributos que siguen. Primero, es una rareza, pues habita fuera del reino de las expectativas normales, porque nada del pasado puede apuntar de forma convincente a su posibilidad. Segundo, produce un impacto tremendo. Tercero, pese a su condición de rareza, la naturaleza humana hace que inventemos explicaciones de su existencia después del hecho, con lo que se hace explicable y predecible. Me detengo y resumo el terceto: rareza, impacto extremo y predictibilidad retrospectiva (aunque no prospectiva).2 Una pequeña cantidad de Cisnes Negros explica casi todo lo concerniente a nuestro mundo, desde el éxito de las ideas y las religiones hasta la dinámica de los acontecimientos históricos y los elementos de nuestra propia vida personal. Desde que abandonamos el Pleistoceno, hace unos diez milenios, el efecto de estos Cisnes Negros ha ido en aumento. Empezó a incrementarse durante la Revolución industrial, a medida que el mundo se hacía más complicado, mientras que los sucesos corrientes, aquellos que estudiamos, de los que hablamos y que intentamos predecir por la lectura de la prensa, se han hecho cada vez más intrascendentes. Imaginemos simplemente qué poco de nuestra comprensión del mundo en las vísperas de los sucesos de 1914 nos habría ayudado a adivinar lo que iba a suceder a continuación. (No vale engañarse echando mano de las repetidas explicaciones que el aburrido profesor del instituto nos metió a machamartillo en la cabeza.) ¿Y del ascenso de Hitler y la posterior guerra? ¿Y de la precipitada desaparición del bloque soviético? ¿Y de la aparición del fundamentalismo islámico? ¿Y la difusión de Internet? ¿Y de la crisis bursátil de 1987 (y de la más inesperada recuperación)? Las tendencias, las epidemias, la moda, las ideas, la emergencia de las escuelas y los géneros artísticos, todos siguen esta dinámica del Cisne Negro. Prácticamente, casi todo lo importante que nos rodea se puede matizar. Esta combinación de poca predictibilidad y gran impacto convierte el Cisne Negro en un gran rompecabezas; pero no está ahí aún el núcleo de lo que nos interesa en este libro. Añadamos a este fenómeno el hecho de que tendemos a actuar como si eso no existiera. Y no me refiero sólo al lector, a su primo Joey o a mí, sino a casi todos los «científicos sociales» que, durante más de un siglo, han actuado con la falsa creencia de que sus herramientas podían medir lo incierto. Y es que la aplicación de la ciencia de la incertidumbre a los problemas del mundo real ha tenido unos efectos ridículos. Yo he tenido el privilegio de verlo en las finanzas y la economía. Preguntémosle a nuestro corredor de Bolsa cómo define «riesgo», y lo más probable es que nos proporcione una medida que excluya la posibilidad del Cisne Negro y, por tanto, una definición que no tiene mejor valor predictible que la astrología para valorar los riesgos totales (ya veremos cómo disfrazan el fraude intelectual con las matemáticas). Este problema es endémico en las cuestiones sociales. sociales. La idea central de este libro es nuestra ceguera respecto a lo aleatorio, en particular las grandes desviaciones: ¿por qué nosotros, científicos o no científicos, personas de alto rango o del montón, tendemos a ver la calderilla y no los billetes? ¿Por qué seguimos centrándonos en las minucias, y no en los posibles sucesos grandes e importantes, pese a las evidentes pruebas de lo muchísimo que influyen? Y, si seguimos con mi argumentación, ¿por qué de hecho la lectura del periódico disminuye nuestro conocimiento del mundo? Es fácil darse cuenta de que la vida es el efecto acumulativo de un puñado de impactos importantes. No es tan difícil identificar la función de los Cisnes Negros desde el propio sillón (o el taburete del bar). Hagamos el siguiente ejercicio. Pensemos en nuestra propia existencia. Contemos los sucesos importantes, los cambios tecnológicos y los inventos que han tenido lugar en nuestro entorno desde que nacimos, y comparémoslos con lo que se esperaba antes de su aparición. ¿Cuántos se produjeron siguiendo un programa? Fijémonos en nuestra propia vida, en la elección de una profesión, por ejemplo, o en cuando conocimos a nuestra pareja, en el exilio de nuestro país de origen, en las traiciones con que nos enfrentamos, en el enriquecimiento o el empobrecimiento súbitos. ¿Con qué frecuencia ocurrió todo esto según un plan preestablecido? Lo que no sabemos La lógica del Cisne Negro hace que lo que no sabemos sea más importante que lo que sabemos. Tengamos en cuenta que muchos Cisnes Negros pueden estar causados y exacerbados por el hecho de ser inesperados. Pensemos en el atentado terrorista del 11 de septiembre de 2001: si el riesgo hubiera sido razonablemente concebible el día 10, no se habría producido el atentado. Si una posibilidad como ésa se hubiera considerado digna de atención, aviones de combate habrían sobrevolado las Torres Gemelas, las aeronaves hubiesen dispuesto de puertas antibalas y el atentado no habría tenido lugar, y punto. Podría haber ocurrido otra cosa. ¿Qué? No lo sé. ¿No es extraño ver que un suceso se produce precisamente porque no se esperaba que fuera a ocurrir? ¿Qué tipo de defensa tenemos contra ello? Cualquier cosa que se nos ocurra (que Nueva York es un blanco fácil para los terroristas, por ejemplo) puede resultar ineficaz si el enemigo sabe que lo sabemos. Quizá parezca raro que, en un juego estratégico de este tipo, lo que sabemos pueda ser por completo intrascendente. Esto se aplica a toda clase de sucesos y negocios. Pensemos en la «receta secreta» para forrarse en el negocio de la restauración. Si fuera conocida y obvia, entonces algún vecino habría dado con la idea y ésta se habría convertido en algo corriente. El siguiente gran negocio en la industria de la restauración debe ser una idea que no se le ocurra fácilmente a la actual población de restauradores. Debe estar a cierta la actual población de restauradores. Debe estar a cierta distancia de las expectativas. Cuanto más inesperado sea el éxito de esa empresa, menor será el número de competidores, y mayor éxito tendrá el emprendedor que lleve la idea a la práctica. Lo mismo se puede decir del negocio del calzado, de la edición o de cualquier tipo de empresa. Y lo mismo cabe decir de las teorías científicas: a nadie le interesa oír trivialidades. El beneficio de una empresa humana es, en general, inversamente proporcional a lo que se esperaba que fuera. Pensemos en el tsunami que se produjo en el Pacífico en diciembre de 2004. De haber sido esperado, no hubiera causado los daños que causó: las zonas afectadas hubieran estado menos pobladas, se habría instalado un sistema de alarma preventiva. Lo que sabemos realmente no nos puede hacer daño. Expertos y «trajes vacíos» (farsantes) La incapacidad de predecir las rarezas implica la incapacidad de predecir el curso de la historia, dada la incidencia de estos sucesos en la dinámica de los acontecimientos. Pero actuamos como si fuéramos capaces de predecir los hechos o, peor aún, como si pudiésemos cambiar el curso de la historia. Hacemos proyecciones a treinta años del déficit de la seguridad social y de los precios del petróleo, sin darnos cuenta de que ni siquiera podemos prever unos y otros para el verano que viene. Nuestros errores de previsión acumulativos sobre los sucesos políticos y económicos son tan monstruosos que cada vez que observo los antecedentes empíricos tengo que pellizcarme para verificar que no estoy soñando. Lo sorprendente no es la magnitud de nuestros errores de predicción, sino la falta de conciencia que tenemos de ellos. Y esto es aún más preocupante cuando nos metemos en conflictos mortales: las guerras son fundamentalmente imprevisibles (y no lo sabemos). Debido a esta falsa comprensión de las cadenas causales entre la política y las acciones, es fácil que provoquemos Cisnes Negros gracias a la ignorancia agresiva, como el niño que juega con un kit de química. Nuestra incapacidad para predecir en entornos sometidos al Cisne Negro, unida a una falta general de conciencia de este estado de las cosas, significa que determinados profesionales, aunque creen que son expertos, de hecho no lo son. Si consideramos los antecedentes empíricos, resulta que no saben sobre la materia de su oficio más que la población en general, pero saben contarlo mejor o, lo que es peor, saben aturdimos con complicados modelos matemáticos. También es más probable que lleven corbata. Dado que los Cisnes Negros son impredecibles, tenemos que amoldarnos a su existencia (más que tratar ingenuamente de preverlos). Hay muchas cosas que podemos hacer si nos centramos en el anticonocimiento, o en lo que no sabemos. Entre otros muchos beneficios, uno puede dedicarse a buscar Cisnes Negros (del tipo positivo) con el método de la serendipidad, Negros (del tipo positivo) con el método de la serendipidad, llevando al máximo nuestra exposición a ellos. En efecto, en algunos ámbitos —como el del descubrimiento científico y el de las inversiones de capital en empresas conjuntas— hay una compensación desproporcionada de lo desconocido, ya que lo típico es que, de un suceso raro, uno tenga poco que perder y mucho que ganar. Veremos que, contrariamente a lo que se piensa en el ámbito de la ciencia social, casi ningún descubrimiento, ninguna tecnología destacable surgieron del diseño y la planificación: no fueron más que Cisnes Negros. La estrategia de los descubridores y emprendedores es confiar menos en la planificación de arriba abajo y centrarse al máximo en reconocer las oportunidades cuando se presentan, y juguetear con ellas. De modo que no estoy de acuerdo con los seguidores de Marx y los de Adam Smith: si los mercados libres funcionan es porque dejan que la gente tenga suerte, gracias al agresivo método del ensayo y error, y no dan a las personas recompensas ni «incentivos» por su destreza. Así pues, la estrategia es juguetear cuanto sea posible y tratar de reunir tantas oportunidades de Cisne Negro como se pueda. Aprender a aprender Otro defecto humano afín procede de la concentración excesiva en lo que sabemos: tendemos a aprender lo preciso, no lo general. ¿Qué aprendimos de lo ocurrido el 11-S? ¿Aprendimos que algunos sucesos, debido a su dinámica, se sitúan en gran parte fuera del ámbito de lo predecible? No. ¿Descubrimos el defecto inherente de la sabiduría convencional? No. ¿Qué es lo que averiguamos? Aprendimos unas reglas precisas para evitar a los prototerroristas islámicos y los edificios altos. Muchas personas siguen recordándome que es importante ser prácticos y dar pasos tangibles, en vez de «teorizar» sobre el conocimiento. La historia de la línea Maginot demuestra que estamos condicionados por lo específico. Al concluir la Gran Guerra, los franceses construyeron un muro siguiendo la ruta de la anterior invasión alemana para prevenir una nueva invasión; Hitler no hizo sino limitarse, (casi) sin esfuerzo alguno, a rodearla. Los franceses habían sido unos excelentes estudiantes de historia; lo que ocurrió es que aprendieron con excesiva precisión. Fueron demasiado prácticos y se centraron de forma exagerada en su propia seguridad. No aprendemos espontáneamente que no aprendemos que no aprendemos. El problema radica en la estructura de nuestra mente: no aprendemos reglas sino hechos, y sólo hechos. Parece que no somos muy dados a elaborar metarreglas (como la regla de que tenemos tendencia a no aprender reglas). Desdeñamos lo abstracto; lo despreciamos con pasión. ¿Por qué? En este punto es necesario, como lo es en mis planes para el resto del libro, poner boca abajo la sabiduría convencional y demostrar que es inaplicable para nuestro entorno moderno, complejo y cada vez más recursivo.3 Pero hay una pregunta de mayor calado: ¿para qué está hecha Pero hay una pregunta de mayor calado: ¿para qué está hecha nuestra mente? Se diría que disponemos del manual del usuario equivocado. No parece que nuestra mente esté hecha para pensar ni practicar la introspección; de ser así, las cosas nos serían hoy día más fáciles, pero entonces no estaríamos aquí hoy, ni yo me hallaría aquí para hablar de ello: mi ancestro contrafactual, introspectivo y profundamente reflexivo habría sido devorado por un león, al tiempo que su primo no reflexivo, pero de mayor velocidad en sus reacciones, habría corrido a protegerse. Consideremos que pensar requiere tiempo y, normalmente, un gran desperdicio de energía; que nuestros predecesores pasaron más de cien millones de años como mamíferos no pensantes, y que en ese instante que ha sido nuestra historia y durante el que hemos empleado nuestro cerebro, lo hemos utilizado para ocuparnos de temas demasiado secundarios como para ser importantes. Las pruebas demuestran que pensamos mucho menos de lo que creemos, a excepción, quizá, de cuando pensamos en esta misma realidad. Un nuevo tipo de ingratitud Entristece bastante pensar en las personas a quienes la historia ha maltratado. Los poetes maudits, como Edgar Allan Poe o Arthur Rimbaud, fueron despreciados por la sociedad y posteriormente adorados y de consumo obligado para los posteriormente adorados y de consumo obligado para los escolares. (Incluso hay escuelas que llevan el nombre de quienes en su día fueron unos malísimos estudiantes.) Lamentablemente, ese reconocimiento le llegó al poeta demasiado tarde para que le aprovechara como podrían haberle aprovechado unos tragos de serotonina, o para apuntalar su romántica vida en la Tierra. Pero hay héroes aún peor tratados: la muy triste categoría de aquellos que no saben que fueron héroes, que nos salvaron la vida, que nos ayudaron a evitar desastres. No dejaron rastro y ni siquiera supieron que estaban haciendo una aportación. Recordamos a los mártires que murieron por una causa conocida, pero nunca a aquellos cuya contribución fue igual de efectiva, pero de cuya causa nunca fuimos conscientes, precisamente porque tuvieron éxito. Nuestra ingratitud hacia los poetes maudits se diluye completamente ante este otro tipo de desagradecimiento. Es una ingratitud mucho más despiadada: la sensación de inutilidad por parte de un héroe silencioso. Lo ilustraré con el siguiente experimento del pensamiento. Imaginemos que un legislador con coraje, influencia, inteligencia, visión de futuro y perseverancia consigue hacer aprobar una ley que va a entrar en vigor el 10 de septiembre de 2001; la ley obliga a colocar puertas a prueba de bala, y que estén permanentemente cerradas, en todas las cabinas de los aviones (lo cual supone unos gastos enormes para las batalladoras compañías aéreas), sólo por si los terroristas decidieran utilizar aviones para atacar el World Trade Center de Nueva York. Ya sé que es una locura, pero sólo se trata de un experimento del pensamiento (soy consciente de que es posible experimento del pensamiento (soy consciente de que es posible que no exista un legislador con inteligencia, coraje, visión de futuro y perseverancia; ahí está el quid del experimento). Tal ley no sería muy popular entre el personal de vuelo, pues les complica la vida. Pero no hay duda de que hubiera evitado el 11-S. La persona que impuso cerraduras en las puertas de las cabinas no tiene estatua en las plazas públicas, tan sólo una breve mención de su aportación en el obituario: «Joe Smith, que ayudó a evitar el 11-S, murió a consecuencia de una enfermedad hepática». Al ver lo superflua que fue su medida, y los gastos que generó, bien pudiera ser que el público, con gran ayuda de los pilotos de líneas aéreas, lo alejara del poder. Vox clamantis in deserto. Se jubilará deprimido, con una gran sensación de fracaso. Morirá con la impresión de no haber hecho nada útil. Quisiera poder asistir a su entierro, pero, querido lector, no sé dónde está. Y sin embargo, el reconocimiento puede ser todo un incentivo. Créame, incluso quienes dicen sinceramente que no creen en el reconocimiento, y que separan el trabajo de los frutos del mismo, en realidad éste les supone un trago de serotonina. Pensemos cómo se recompensa al héroe silencioso: hasta su propio sistema hormonal conspirará para no ofrecerle recompensa alguna. Ahora pensemos en lo sucedido el 11-S. Una vez acaecido lo acaecido, ¿quién se llevó el reconocimiento? Aquellos a quienes vimos en los medios de comunicación, en la televisión realizando actos heroicos, y aquellos a quienes vimos que intentaban darnos la impresión de que estaban realizando actos heroicos. En esta última categoría se incluye a alguien como el director de la Bolsa de Nueva York, Richard Grasso, que «salvó la Bolsa» y recibió una muy considerable prima por su aportación (el equivalente a varios miles de salarios medios). Todo lo que tuvo que hacer fue estar ahí para hacer sonar la campanilla de apertura de la sesión por televisión, y la televisión, como veremos, transporta la injusticia y es una causa importante de la ceguera del Cisne Negro. ¿A quién se recompensa, al banquero central que evita una recesión o al que acude a «corregir» los fallos de su predecesor y resulta que está ahí durante cierta recuperación económica? ¿Quién tiene mayor valor, el político que evita una guerra o el que empieza una nueva (y tiene la suerte de ganarla)? Se trata del mismo revés lógico que veíamos antes respecto al valor de lo que no sabemos; todo el mundo sabe que es más necesaria la prevención que el tratamiento, pero pocos son los que premian los actos preventivos. Glorificamos a quienes dejaron su nombre en los libros de historia a expensas de aquellos contribuyentes de quienes la historia nada dice. Los seres humanos no sólo somos un género superficial (algo que, en cierta medida, se puede curar), somos un género muy injusto. La vida es muy inusual Este libro trata de la incertidumbre; para este autor, el suceso raro equivale a la incertidumbre. Puede parecer una declaración categórica —la de que debemos estudiar principalmente los sucesos raros y extremos para poder entender los habituales—, pero me voy a explicar como sigue. Hay dos formas posibles de abordar el fenómeno. La primera es descartar lo extraordinario y centrarse en lo «normal». El examinador deja de lado las «rarezas» y estudia los casos corrientes. El segundo enfoque es considerar que, para entender un fenómeno, en primer lugar es necesario considerar los extremos, sobre todo si, como ocurre con el Cisne Negro, conllevan un efecto acumulativo extraordinario. No me importa particularmente lo habitual. Si queremos hacernos una idea del carácter, los principios éticos y la elegancia personal de un amigo, debemos observarle en la prueba que supone pasar por momentos difíciles, no durante el esplendor rosado de la vida cotidiana. ¿Podemos adivinar el peligro de un criminal con sólo observar lo que hace en un día corriente? ¿Podemos entender la salud sin considerar las tremendas enfermedades y epidemias? No hay duda de que, a menudo, lo normal es irrelevante. Casi todo lo concerniente a la vida social es producto de choques y ciertos saltos raros pero trascendentales; y pese a ello, casi todo lo que se estudia sobre la vida social se centra en lo «normal», especialmente en los métodos de inferencia de la campana de Gauss, la «curva de campana», que no nos dicen casi nada. ¿Por qué? Porque la curva de campana ignora las grandes desviaciones, no las puede manejar, y sin embargo nos hace confiar en que hemos domesticado la incertidumbre. A este fraude lo denominaremos GFI, «gran fraude intelectual». Platón y el estudioso obsesivo En los inicios de la revuelta de los judíos en el siglo I de nuestra era, la causa de gran parte de la ira de éstos fue la insistencia de los romanos en colocar una estatua de Calígula en el templo de Jerusalén, a cambio de levantar una estatua del dios judío Yahvé en los templos romanos. Los romanos no se daban cuenta de que lo que los judíos (y los posteriores monoteístas de Oriente) querían decir con dios era algo abstracto, que lo abarcaba todo, y que nada tenía que ver con la representación antropomórfica y excesivamente humana en que ellos pensaban cuando decían deus. Lo fundamental era que el dios judío no se prestaba a la representación simbólica, Asimismo, la que mucha gente convierte en mercancía y etiqueta como «desconocido», «improbable» o «incierto» no es para mí lo mismo; no es una categoría de conocimiento concreta y precisa, un campo hecho para el estudioso obsesivo, sino todo lo contrario: posee la carencia (y las limitaciones) del conocimiento. Es exactamente lo contrario del conocimiento; uno debería aprender a evitar el uso de términos aplicados al conocimiento para describir su contrario. Lo que llamo platonicidad, siguiendo las ideas (y la personalidad) de Platón, es nuestra tendencia a confundir el mapa con el territorio, a centramos en «formas» puras y bien definidas, sean objetos, como los triángulos, o ideas sociales, como las utopías (sociedades construidas conforme a algún proyecto de lo que «tiene sentido»), y hasta las nacionalidades. Cuando estas ideas y nítidos constructos habitan en nuestra mente, les damos prioridad sobre otros objetos menos elegantes, aquellos que tienen estructuras más confusas y menos tratables (una idea que iré desarrollando a lo largo de este libro). La platonicidad es lo que nos hace pensar que entendemos más de lo que en realidad entendemos. Pero esto no ocurre en todas partes. No estoy diciendo que las formas platónicas no existen. Los modelos y las construcciones, estos mapas intelectuales de la realidad, no siempre son erróneos; lo son únicamente en algunas aplicaciones específicas. La dificultad reside en que: a) no sabemos de antemano (sólo después del hecho) dónde estará equivocado el mapa; y que b) los errores pueden llevarnos a consecuencias graves. Estos modelos son como medicinas potencialmente útiles que tienen unos efectos secundarios aleatorios pero muy graves. El redil platónico es la explosiva línea divisoria donde la mentalidad platónica entra en contacto con la confusa realidad, donde la brecha entre lo que sabemos y lo que pensamos que sabemos se ensancha de forma peligrosa. Es aquí donde sabemos se ensancha de forma peligrosa. Es aquí donde aparece el Cisne Negro. Demasiado soso para escribir sobre ello Dicen que el genial cineasta Luchino Visconti se aseguraba de que, cuando los actores señalaban una caja cerrada que debía contener joyas, hubiera dentro de ella joyas de verdad. Podía ser una forma eficaz de hacer que los actores vivieran el papel que representaban. Creo que el gesto de Visconti puede proceder también de un simple sentido de la estética y de un deseo de autenticidad; en cierto modo, pudiera parecer incorrecto engañar al espectador. Este libro es un ensayo que expone una idea fundamental; no recicla ni presenta en un nuevo envoltorio pensamientos de otras personas. Un enervo es una meditación impulsiva, no un informe científico. Pido disculpas si dejo de lado algunos temas evidentes, pues estoy convencido de que lo que a mí me resulta aburrido de escribir podría ser demasiado aburrido de leer para el lector. (Además, para evitar el aburrimiento puede sernos de gran ayuda filtrar todo lo que no sea esencial.) Hablar es barato. Quien haya recibido demasiadas clases de filosofía en la universidad (o quizá no las suficientes) podría objetar que la visión de un Cisne Negro no invalida la teoría de que todos los cisnes son blancos, ya que esa ave negra no es técnicamente un cisne, pues el hecho de ser de color blanco sería la propiedad esencial del cisne. Es verdad que quienes lean a Wittgenstein en exceso (y comentarios acerca de Wittgenstein) pueden tener la impresión de que los problemas del lenguaje son importantes. No hay duda de que pueden ser de importancia para hacerse con un sitio en los departamentos de filosofía, pero son algo que nosotros, los profesionales y los que tomamos decisiones en el mundo real, dejamos para el fin de semana. Como explico en el capítulo titulado «La incertidumbre del farsante», estas sutilezas, con todo su atractivo intelectual, no tienen implicaciones importantes de lunes a viernes, si se comparan con cuestiones más sustanciales (pero más olvidadas). Las personas de aula, que no se han enfrentado a muchas situaciones auténticas de toma de decisiones en un ambiente de incertidumbre, no se dan cuenta de qué es importante y qué no lo es; ni siquiera aquellos que son eruditos de la incertidumbre (o especialmente aquellos que son eruditos de la incertidumbre). Lo que llamo la práctica de la incertidumbre puede ser piratería, especulación de bienes, juego profesional, trabajar en alguna rama de la Mafia, o sencillamente una simple acción empresarial en serie. De ahí que clame contra el «escepticismo estéril», ese sobre el que nada podemos hacer, y contra los problemas excesivamente teóricos del lenguaje que han convertido a gran parte de la filosofía moderna en irrelevante para lo que burlonamente se llama el «público en general». (Antes, para bien o para mal, esos raros filósofos y pensadores que no destacaban por sí mismos dependían del apoyo de un patrón. Hoy día, los por sí mismos dependían del apoyo de un patrón. Hoy día, los académicos especializados en disciplinas abstractas dependen mutuamente de sus respectivas opiniones, sin comprobaciones externas, con el grave resultado patológico de que en ocasiones convierten sus objetivos en limitados concursos de demostración de habilidad. Cualesquiera que fueran las deficiencias del antiguo sistema, al menos obligaba a tener cierto nivel de importancia.) La filósofa Edna Ullmann-Margalit detectó una incoherencia en este libro, y me pidió que justificara el uso de la exacta metáfora del Cisne Negro para describir lo desconocido, lo abstracto y lo incierto impreciso: cuervos blancos, elefantes de color rosa o vaporosos habitantes de un planeta remoto que órbita alrededor de Tau Ceti. Admito que me cogió con las manos en la masa. Efectivamente, hay una contradicción; este libro es una historia, y prefiero usar historias y viñetas para ilustrar nuestra credibilidad sobre las historias y nuestra preferencia por la peligrosa compresión de las narraciones. Para desplazar una historia se necesita otra historia. Las metáforas y las historias tienen muchísima más fuerza (lamentablemente) que las ideas; también son más fáciles de recordar y más divertidas de leer. Si tengo que ir tras lo que yo denomino las disciplinas narrativas, mi mejor herramienta es la narración. Las ideas van y vienen; las historias permanecen. Resumen El complejo asunto de este libro no es simplemente la curva de campana, ni el estadístico que se engaña a sí mismo, ni tampoco el erudito platonificado que necesita las teorías para autoengañarse. Es el impulso a «centrarse» en lo que tiene sentido para nosotros. Vivir en nuestro planeta, hoy día, requiere muchísima más imaginación de la que nos permite nuestra propia constitución. Carecemos de imaginación y la reprimimos en los demás. Observe el lector que en este libro no me baso en el horroroso método de reunir «pruebas corroborativas» selectivas. Por razones que explico en el capítulo 5, a esta sobrecarga de ejemplos la llamo empirismo ingenuo: las sucesiones de anécdotas seleccionadas para que se ajusten a una historia no instituyen una prueba. Cualquiera que busque la confirmación enconará la suficiente para engañarse a sí mismo, y sin duda a sus iguales.4 La idea del Cisne Negro se basa en la estructura de lo aleatorio en la realidad empírica. En resumen: en este ensayo (personal), yergo la cabeza y proclamo, en contra de muchos de nuestros hábitos de pensamiento, que nuestro mundo está dominado por lo extremo, lo desconocido y lo muy improbable (improbable según nuestros conocimientos actuales), y aun así empleamos el tiempo en dedicarnos a hablar de menudencias, centrándonos en lo conocido y en lo repetido. Esto implica la necesidad de usar el suceso extremo como punto de partida, y no tratarlo como una suceso extremo como punto de partida, y no tratarlo como una excepción que haya que ocultar bajo la alfombra. También proclamo con mayor osadía (y mayor fastidio) que, a pesar de nuestro progreso y crecimiento, el futuro será progresivamente menos predecible, mientras parece que tanto la naturaleza humana como la «ciencia» social conspiran para ocultarnos tal idea. Los capítulos La secuencia de este libro sigue una lógica simple: va desde lo que se puede etiquetar como puramente literario (en el tema y en el trato) a lo que se puede considerar enteramente científico (en el tema, aunque no en el trato). En la primera parte y el principio de la segunda aparecerá sobre todo la psicología; en el resto de la segunda parte y en la tercera nos ocuparemos principalmente de los negocios y de la ciencia natural. La primera parte, «La antibiblioteca de Umberto Eco», se ocupa en especial de cómo percibimos los sucesos históricos y actuales, y de qué distorsiones aparecen en esa percepción. La segunda parte, «Simplemente no podemos predecir», trata de los errores que cometemos al ocuparnos del futuro y de las limitaciones inadvertidas de algunas «ciencias», y de qué podemos hacer al respecto. La tercera parte, «Aquellos cisnes grises de Extremistán», profundiza en el tema de los sucesos extremos, explica cómo se genera la curva de campana (ese gran fraude intelectual) y revisa las ideas de las ciencias naturales y sociales vagamente agrupadas con la etiqueta de «complejidad». La cuarta parte, «Fin», será muy breve. Al escribir este libro disfruté mucho más de lo que había esperado —en realidad se escribió solo— y confío en que el lector tenga la misma experiencia al leerlo. Confieso que me enganché a esta incursión en las ideas puras después de las limitaciones que me impuso una vida activa y dedicada a los negocios. Cuando se haya publicado este libro, mi objetivo es alejarme del ajetreo de las actividades públicas para poder pensar con toda tranquilidad sobre mi idea científico-filosófica. PRIMERA PARTE La antibiblioteca de Umberto Eco, o de cómo buscamos la validación El escritor Umberto Eco pertenece a esa reducida clase de eruditos que son enciclopédicos, perspicaces y amenos. Posee una extensa biblioteca personal (con más de treinta mil libros), y divide a los visitantes en dos categorías: aquellos que reaccionan con un «¡Oh! Signore professore dottore Eco, ¡vaya biblioteca tiene usted! ¿Cuántos libros de éstos ha leído?», y los demás — una minoría muy reducida—, que saben que una biblioteca privada no es un apéndice para estimular el ego, sino una herramienta para la investigación. Los libros leídos tienen mucho menos valor que los no leídos. Nuestra biblioteca debería contener tanto de lo que no sabemos como nuestros medios económicos, la hipoteca y el actual mercado activo, competitivo y con escasa variación de precios de la propiedad inmobiliaria nos permitieran colocar. Acumularemos más conocimientos y nos permitieran colocar. Acumularemos más conocimientos y más libros a medida que nos hagamos mayores, y el número creciente de libros no leídos sobre los estantes nos mirará con gesto amenazador. En efecto, cuanto más sabemos, más largas son las hileras de libros no leídos. A esta serie de libros no leídos la vamos a llamar antibiblioteca. Tendemos a tratar nuestros conocimientos como una propiedad personal que se debe proteger y defender. Es un adorno que nos permite ascender en la jerarquía social. De modo que esta tendencia a herir la sensibilidad de la biblioteca de Eco al centrarse en lo conocido es un sesgo humano que se extiende a nuestras operaciones mentales. Las personas no van por ahí con anticurrículum vítae en que se nos cuente lo que no han estudiado ni experimentado (una tarea que corresponde a sus competidores), pero sería bonito que lo hicieran. Del mismo modo que necesitamos darle la vuelta a la lógica de la biblioteca, nos ocuparemos de dársela al propio conocimiento. Observemos que el Cisne Negro procede de nuestra falsa comprensión de la probabilidad de las sorpresas, de esos libros no leídos, porque nos tomamos un poco demasiado en serio lo que sabemos. En los capítulos de este apartado abordaremos la cuestión de cómo los seres humanos nos ocupamos del conocimiento, y de nuestra preferencia por lo anecdótico sobre lo empírico. El capítulo 1 expone al Cisne Negro asentado en la historia de mi propia obsesión. Haré una distinción fundamental entre dos variedades de lo aleatorio en el capítulo 3. A continuación, en el capítulo 4, volveré brevemente al problema del Cisne Negro en su forma original: cómo tendemos a generalizar a partir de lo que vemos. Luego expongo tres facetas del mismo problema del Cisne Negro: a) el error de la confirmación, o de cómo tendemos a desdeñar sin motivo la parte virgen de la biblioteca (la costumbre de fijarnos en lo que confirma nuestros conocimientos, no nuestra ignorancia), en el capítulo 5; b) la falacia narrativa, o de cómo nos engañamos con historias y anécdotas (capítulo 6); c) de cómo los sentimientos se entrometen en nuestras inferencias (capítulo 7); y d) el problema de las pruebas silenciosas, o los trucos que la historia emplea para ocultarnos los Cisnes Negros (capítulo 8). El capítulo 9 se ocupa de la letal falacia de construir el conocimiento a partir del mundo de los juegos. 1 - EL APRENDIZAJE DE UN ESCÉPTICO EMPÍRICO Este libro no es una autobiografía, de modo que me voy a saltar las escenas de guerra. En realidad, aun en el caso de que fuese una autobiografía, me saltaría igualmente esas escenas. No puedo competir con las películas de acción ni con las memorias de aventureros más consumados que yo, así que me voy a ceñir a mis especialidades: la oportunidad y la incertidumbre. Anatomía de un Cisne Negro Durante más de un milenio, la costa mediterránea oriental llamada Syria Libanensis, o Monte Líbano, supo albergar al menos una docena de sectas, etnias y creencias diferentes (fue algo parecido a la magia). Aquel territorio se parecía más a las principales ciudades del Mediterráneo oriental (llamado Levante) que a otras partes del interior de Oriente Próximo (era más fácil moverse en barco que por tierra, atravesando el montañoso terreno). Las ciudades levantinas eran mercantiles por naturaleza; las personas negociaban entre ellas de acuerdo con un protocolo claro, preservando así una paz que alentaba el comercio, y la socialización entre las comunidades era notable. Esos mil años de paz sólo fueron interrumpidos por alguna pequeña fricción ocasional acaecida dentro de las comunidades musulmana y cristiana, raramente entre musulmanes y cristianos. Las ciudades eran mercantiles y ante todo helenistas; en cambio en las montañas se habían asentado múltiples minorías religiosas que decían haber huido tanto de la ortodoxia bizantina como de la musulmana. Un territorio montañoso es el refugio ideal para quienes se salen de lo común, con la salvedad de que el enemigo es el otro refugiado que compite por el mismo tipo de escarpada propiedad inmobiliaria. El mosaico de culturas y religiones de la zona se consideraba un ejemplo de coexistencia: cristianos de todas las variedades (maronitas, armenios, ortodoxos bizantinos greco-sirios, incluso católicos bizantinos, además de los pocos católicos romanos que habían dejado las Cruzadas), musulmanes (chiitas y sunitas), drusos y algunos judíos. Se daba por supuesto que allí la gente aprendía a ser tolerante; recuerdo que en la escuela nos enseñaban que nosotros éramos mucho más civilizados y sabios que las comunidades de los Balcanes, cuyos habitantes no sólo no se bañaban, sino que eran presa de luchas facciosas. Parecía que estábamos en una situación de equilibrio estable, debido a una tendencia histórica hacia la mejora y la tolerancia. Los términos equilibrio y calma eran de uso habitual. Las dos ramas de mi familia procedían de la comunidad Las dos ramas de mi familia procedían de la comunidad greco-siria, el último asentamiento bizantino del norte de Siria, que incluía lo que hoy se llama Líbano. Tengamos en cuenta que los bizantinos se referían a sí mismos como «romanos», roumi (plural roum) en las lenguas locales. Somos originarios de la zona de olivares que se extiende a los pies del Monte Líbano (perseguíamos a los cristianos maronitas por las montañas en la famosa batalla de Amioun, el pueblo de mis ancestros). Desde la invasión árabe del siglo VII, habíamos vivido en paz mercantil con los musulmanes, aunque sufrimos algún ataque esporádico por parte de los cristianos maronitas libaneses asentados en las montañas. Gracias a cierto acuerdo (literalmente) bizantino entre los gobernantes árabes y los emperadores bizantinos, nos las arreglamos para pagar impuestos a ambas partes y contar con la protección de una y otra. Así conseguimos vivir en paz durante más de mil años prácticamente sin sufrir baños de sangre: nuestro último problema grave fueron los alborotadores cruzados finales, no los árabes musulmanes. Los árabes, quienes parecían estar interesados sólo en la guerra (y la poesía) y, después, los turcos otomanos, a quienes parecía que únicamente les interesaba la guerra (y el placer), nos legaron el poco interesante objetivo del comercio y el menos peligroso de la erudición (como la traducción de textos arameos y griegos). Fuera como fuese, el país llamado Líbano, al que de repente nos vimos incorporados tras la caída del Imperio otomano a principios del siglo XX, parecía un paraíso estable; además, estaba configurado de forma que fuera predominantemente cristiano. De repente a la gente les lavaron el cerebro para que creyeran en el Estado-nación como una entidad.5 Los cristianos se convencieron a sí mismos de que estaban en el origen y el centro de lo que en sentido amplio se llama cultura occidental, aunque con una ventana hacia Oriente. En un caso clásico de pensamiento estático, nadie tuvo en cuenta las diferenciales en la tasa de natalidad entre las comunidades, y se dio por supuesto que aquella pequeña minoría cristiana sería permanente. A los levantinos se les había concedido la ciudadanía romana, lo cual permitió a un sirio como san Pablo viajar libremente por el mundo antiguo. La gente se sentía unida a todo aquello a lo que merecía la pena estar unido; el lugar estaba exageradamente abierto al mundo, tenía un modo de vida muy sofisticado, una economía próspera y un clima semejante al de California, con unas montañas cubiertas de nieve que se levantaban sobre el Mediterráneo. Esa tierra atrajo a una serie de espías (tanto soviéticos como occidentales), prostitutas (rubias), escritores, poetas, traficantes de drogas, aventureros, jugadores empedernidos, tenistas, esquiadores y comerciantes; profesiones todas ellas que se complementan mutuamente. Mucha gente se comportaba como si estuviera en una película de James Bond, o en los tiempos en que los playboys fumaban, bebían y, en vez de acudir al gimnasio, cultivaban sus relaciones con los buenos sastres. Allí estaba el principal atributo del paraíso: se decía que los taxistas eran educados (aunque, por lo que yo recuerdo, conmigo no lo fueran). Es verdad que, visto con la sabiduría que conmigo no lo fueran). Es verdad que, visto con la sabiduría que da la experiencia, aquel territorio parecía, en el recuerdo de las personas, más elíseo de lo que realmente era. Yo era demasiado joven para degustar los placeres de aquel lugar, pues me convertí en un idealista rebelde y, muy pronto, desarrollé un gusto ascético, contrario a las ostentaciones que demostraban riqueza, alérgico a la evidente persecución del lujo de la cultura levantina y a su obsesión por todo lo monetario. Ya de adolescente, estaba ansioso por mudarme a una metrópoli donde pulularan menos tipos al estilo James Bond. Pero recuerdo algo que se tenía por especial en el ámbito intelectual. Asistí al liceo francés, que tenía una de las tasas de éxito más elevadas en la obtención del baccalauréat francés (el título de educación secundaria postobligatoria), incluso en la asignatura de Francés. Allí se hablaba el francés con bastante corrección; como en la Rusia prerrevolucionaria, la clase patricia cristiana y judía (desde Estambul a Alejandría) hablaba y escribía en francés formal como signo de distinción lingüística. A los más privilegiados se les mandaba a estudiar a Francia, como ocurrió con mis dos abuelos: mi homónimo paterno en 1912, y el padre de mi madre en 1929. Doscientos años antes, por el mismo instinto de distinción lingüística, los esnobs patricios levantinos escribían en griego, y no en el arameo propio del lugar. (El Nuevo Testamento fue escrito en el mal griego que hablaban los patricios de nuestra capital, Antioquia, lo que llevó a Nietzsche a clamar: «Dios hablaba un mal griego».) Y, con el declive del helenismo, recurrieron al árabe. Así pues, además de considerarlo un «paraíso», del lugar se decía también que era un considerarlo un «paraíso», del lugar se decía también que era un milagroso cruce de caminos de las que con mucha superficialidad se denominan culturas «oriental» y «occidental». De sabérselas ingeniar Mis principios quedaron configurados cuando, a los quince años, fui encarcelado por (presuntamente) atacar a un policía con un trozo puntiagudo de cemento durante unos disturbios estudiantiles; un incidente que tuvo extrañas ramificaciones, ya que en aquel entonces mi abuelo era ministro del Interior y, por tanto, la persona que firmó la orden de aplastar nuestra revuelta. Uno de los alborotadores murió abatido por un policía que presa del miedo, al ser herido con una piedra en la cabeza, empezó a disparar contra nosotros. Recuerdo que estaba en el centro de los disturbios, y que me sentí muy satisfecho cuando me detuvieron, mientras que mis amigos temían por igual la prisión y a sus padres. Atemorizamos al gobierno hasta el punto de que se nos amnistió. Demostrar la capacidad de actuar según los propios principios, y no ceder ni un milímetro para evitar «ofender» o molestar a los demás, tenía algunas ventajas evidentes. Yo estaba enfurecido y no me importaba lo que mis padres (y mi abuelo) pensaran de mí. Esto hizo que me tuvieran cierto miedo, de modo que no podía permitirme echarme atrás, ni siquiera titubear. Si hubiera ocultado mi participación en los disturbios (como hicieron muchos amigos) y me hubiesen descubierto, en (como hicieron muchos amigos) y me hubiesen descubierto, en vez de mostrarme abiertamente desafiante, estoy seguro de que me habrían tratado como a una oveja negra. Una cosa es desafiar superficialmente a la autoridad vistiéndose de forma poco convencional —lo que los científicos y economistas llaman «fácil señalización»— y otra es mostrarse dispuesto a llevar las ideas a la acción. A mi tío paterno no le preocupaban demasiado mis ideas políticas (unas ideas que van y vienen); lo que le desesperaba era que las utilizara como excusa para vestir de cualquier manera. Para él, la falta de elegancia en un familiar cercano era una ofensa mortal. El conocimiento público de mi detención generó otro beneficio importante: me permitió evitar los habituales signos externos de la rebelión adolescente. Descubrí que es más efectivo comportarse como un buen chico y ser «razonable» si demuestras que quieres ir más allá de la simple verborrea. Te puedes permitir ser compasivo, poco estricto y educado si, alguna que otra vez, cuando menos se espera de ti, pero con plena justificación, demandas a alguien o atacas con fiereza a un enemigo, sólo para demostrar que sabes arreglártelas. El «paraíso» esfumado El «paraíso» libanés se esfumó de repente, después de unas cuantas balas y obuses. Pocos meses después de mi episodio carcelario, con cerca de trece siglos de una destacada coexistencia étnica, un Cisne Negro, salido de la nada, transformó el cielo en un infierno. Se inició una terrible guerra civil entre cristianos y musulmanes, incluidos los refugiados palestinos, que se unieron al bando musulmán. Fue algo brutal, ya que los combates se libraban en el centro de las ciudades y la mayor parte de los enfrentamientos tenían lugar en zonas residenciales (mi instituto estaba a sólo unos cientos de metros de la zona de guerra). El conflicto se prolongó más de quince años; no voy a entrar en detalles. Puede que la invención de la artillería pesada y las armas potentes convirtiera lo que en la época de la espada hubiera sido sólo una situación tensa en una espiral incontrolable de represalias bélicas. Aparte de la destrucción física (que resultó ser de fácil solución gracias a unos cuantos contratistas motivados, políticos sobornados y accionistas ingenuos), la guerra se llevó gran parte de la corteza de sofisticación que había hecho de las ciudades levantinas un centro permanente de gran refinamiento intelectual durante tres mil años. Los cristianos habían ido abandonando aquella tierra desde los tiempos de los otomanos; los que se fueron a Occidente se bautizaron con nombres occidentales y se fusionaron con la nueva sociedad. Su éxodo se aceleró. La cantidad de personas cultas bajó hasta un nivel crítico. Súbitamente, aquel territorio se convirtió en un vacío. Es difícil recuperarse de la fuga de cerebros, y es posible que parte del antiguo refinamiento se haya perdido para siempre. La noche estrellada La próxima vez que el lector sufra un apagón, aprovéchelo para gozar del cielo estrellado. No lo reconocerá. Durante la guerra, los apagones eran frecuentes en Beirut. Antes de que la gente se comprara sus propios generadores, una parte del cielo estaba despejada por la noche, gracias a la ausencia de contaminación lumínica. Era la parte de la ciudad más alejada de la zona de combate. No existía la televisión, y las personas iban en coche a contemplar la erupción de luces de las batallas nocturnas. Se diría que preferían arriesgarse a que un obús las hiciera saltar por los aires al aburrimiento de toda una noche sin aliciente alguno. Así que se podían ver las estrellas con toda claridad. En el instituto me habían dicho que se encuentran en un estado llamado de equilibrio, de manera que no teníamos por qué temer que se nos vinieran encima inesperadamente. Para mí, aquello tenía una inquietante semejanza con las historias que nos contaban sobre la «singular estabilidad» de Líbano. La propia idea de un supuesto equilibrio me preocupaba. Miraba las constelaciones del cielo y no sabía qué pensar. La historia y el terceto de la opacidad La historia es opaca. Se ve lo que aparece, no el guión que La historia es opaca. Se ve lo que aparece, no el guión que produce los sucesos, el generador de la historia. Nuestra forma de captar estos sucesos es en buena medida incompleta, ya que no vemos qué hay dentro de la caja, cómo funcionan los mecanismos. Lo que denomino generador de sucesos históricos no equivale a los propios sucesos, del mismo modo que para leer la mente de los dioses no basta con ser testigos de sus actos. Es muy probable que estemos engañados en lo que a sus intenciones se refiere. Esta desconexión se asemeja a la diferencia que existe entre la comida que vemos sobre la mesa de un restaurante y el proceso que podamos observar en la cocina. (La última vez que fui a almorzar a cierto restaurante chino de Canal Street, en el centro de Manhattan, vi salir una rata de la cocina.) La mente humana padece tres trastornos cuando entra en contacto con la historia, lo que yo llamo el terceto de la opacidad. Son los siguientes: 1. la ilusión de comprender, o cómo todos pensamos que sabemos lo que pasa en un mundo que es más complicado (o aleatorio) de lo que creemos; 2. la distorsión retrospectiva, o cómo podemos evaluar las cosas sólo después del hecho, como si se reflejaran en un retrovisor (la historia parece más clara y más organizada en los libros que en la realidad empírica); y 3. la valoración exagerada de la información factual y la desventaja de las personas eruditas y con autoridad, en particular cuando crean categorías, cuando particular cuando «platonifican». crean categorías, cuando Nadie sabe qué pasa El primer componente del terceto es el vicio de pensar que el mundo en que vivimos es más comprensible, más explicable y, por consiguiente, más predecible de lo que en realidad es. Los adultos no dejaban de decirme que la guerra, que terminó al cabo de casi diecisiete años, iba a acabar «en cuestión de días». Parecían muy convencidos de sus predicciones sobre la duración de la guerra, como lo evidenciaba la cantidad de personas que se sentaban en las habitaciones de los hoteles y otros cuarteles temporales de Chipre, Grecia, Francia y otros sitios, a esperar que la guerra terminara. Uno de mis tíos me repetía una y otra vez que, treinta años antes, cuando los palestinos ricos huyeron hacia Líbano, pensaban que se trataba de una solución temporal (muchos de aquellos que siguen vivos están aún allí, seis décadas después). Pero cuando le preguntaba si iba a pasar lo mismo con nuestro conflicto, replicaba: «No, claro que no. Este lugar es diferente; siempre ha sido diferente». Al parecer, lo que detectaba en los demás no era aplicable a su caso. Esta ceguera sobre la duración en los exiliados de mediana edad es una enfermedad muy extendida. Más tarde, cuando decidí evitar la obsesión del exiliado por sus raíces (las raíces del exiliado ahondan demasiado en su personalidad), estudié la literatura del exilio, precisamente para evitar la trampa de una nostalgia obsesiva y corrosiva. Parecía que estos exiliados se habían convertido en prisioneros del recuerdo de unos orígenes idílicos: se sentaban junto a otros prisioneros del pasado y hablaban del viejo país; comían sus platos típicos mientras de fondo se oía su música tradicional. Su mente no dejaba de concebir situaciones contrafactuales, de generar escenarios alternativos que podrían haber acontecido y haber evitado esas rupturas históricas; posibilidades del estilo «si el sha no hubiese nombrado primer ministro a aquel incompetente., aún estaríamos allí». Era como si la ruptura histórica tuviera una causa específica, y que la catástrofe se hubiese podido evitar eliminando esa causa concreta. Así que yo intentaba sonsacar a toda persona desplazada con quien me encontrara información sobre su conducta durante el exilio. Casi todos actúan de la misma forma. Se oyen historias interminables de refugiados cubanos con la maleta aún medio hecha, que llegaron a Miami en la década de 1960 huyendo de una situación cuya solución era «cuestión de días», después de que se instalara el régimen de Castro. Y de refugiados iraníes de París y Londres que huyeron de la República islámica de 1978, pensando que su ausencia no sería más que unas breves vacaciones. Algunos, más de veinticinco años después, siguen esperando el regreso. Muchos rusos que abandonaron el país en 1917, como el escritor Vladimir Nabokov, se asentaron en Berlín, tal vez para estar cerca cuando pudieran regresar, lo cual creían que sucedería muy cuando pudieran regresar, lo cual creían que sucedería muy pronto. El propio Nabokov vivió toda su vida en lugares provisionales, tanto en momentos de indigencia como en otros de abundancia y lujo, y acabó sus días en el hotel Montreux Palace, junto al lago de Ginebra. En todos estos errores de previsión había, claro está, un poco más de ilusión que de realidad, la ceguera de la esperanza, pero también un problema de conocimiento. Era evidente que la dinámica del conflicto libanés había sido imprevisible; sin embargo, el razonamiento de las personas, cuando analizaban los acontecimientos, mostraba una constante: casi todos los que se preocupaban parecían convencidos de que entendían lo que pasaba. Día tras día conocían sucesos que quedaban completamente fuera de lo previsto, pero aquellas personas no podían imaginar que no los habían previsto. Gran parte de lo que sucedió se habría considerado una auténtica locura respecto al pasado. Pero no parecía tan disparatado después de que ocurriera lo que ocurrió. Esta verosimilitud retrospectiva produce una disminución de la rareza y el carácter concebible del suceso. Más tarde, observé esa misma ilusión de comprender en el éxito de los negocios y mercados financieros. La historia no gatea: da saltos Más adelante, cuando proyectaba de nuevo en mi memoria aquellos tiempos de guerra, al tiempo que formulaba mis ideas sobre la percepción de los sucesos aleatorios, desarrollé la imperiosa percepción de que nuestra mente es una magnífica máquina de explicación, capaz de dar sentido a casi todo, hábil para ensartar explicaciones para todo tipo de fenómenos, y generalmente incapaz de aceptar la idea de la impredecibilidad. Esos sucesos eran inexplicables, pero las personas inteligentes pensaban que podían aportar explicaciones convincentes, a posteriori. Además, cuanto más inteligente era la persona, más sólida parecía la explicación. Lo que resulta más inquietante es que todas estas creencias y versiones parecían ser lógicamente coherentes, sin visos de incongruencia alguna. Abandoné aquel lugar llamado Líbano siendo aún adolescente, pero puesto que allí permanecía una gran cantidad de amigos y familiares, regresaba a menudo de visita, en especial durante los conflictos bélicos. La guerra no era continua: había períodos de enfrentamientos que soluciones «permanentes» interrumpían. Me sentía más próximo a mis raíces en épocas de conflicto y experimentaba la necesidad imperiosa de regresar y mostrar mi apoyo a los que había dejado atrás, que a menudo se sentían deprimidos por la partida de los demás; envidiaban a los amigos de los buenos tiempos, que disfrutaban de seguridad económica y personal, y podían regresar sólo de vacaciones durante aquellos períodos de calma. Yo me sentía incapaz de leer o escribir cuando estaba fuera de Líbano, mientras mis compatriotas morían; en cambio, paradójicamente, me afectaban menos los sucesos y me sentía con más ánimo para perseguir mis intereses intelectuales sin sentimiento de culpa cuando estaba en Líbano. Lo interesante era que las personas se divertían mucho Líbano. Lo interesante era que las personas se divertían mucho durante la guerra y desarrollaron un gusto mayor aún por el lujo, lo cual hacía que las visitas, pese a la guerra, fueran muy atractivas. Había algunas preguntas difíciles. ¿Cómo podían haber vaticinado que aquellos que parecían ser modelo de tolerancia se convertirían, de la noche a la mañana, en unos bárbaros sin escrúpulos? ¿Por qué el cambio era tan drástico? Al principio pensaba que quizá la guerra libanesa era realmente imposible de predecir, a diferencia de otros conflictos, y que los levantinos eran una raza demasiado compleja para poder entenderla. Después, poco a poco, y a medida que consideraba los grandes acontecimientos de la historia, me di cuenta de que la regularidad de éstos no es una característica local. El Levante ha sido una especie de productor en masa de sucesos trascendentales que nadie vio cómo se aproximaban. ¿Quién predijo el auge del cristianismo como religión dominante en la cuenca mediterránea y, más adelante, en el mundo occidental? Los cronistas romanos de aquella época ni siquiera citaban la nueva religión; a los historiadores de la cristiandad les asombra la ausencia de menciones contemporáneas de aquellos tiempos. Al parecer, algunos peces gordos asumieron las ideas de un judío aparentemente herético con la suficiente seriedad para pensar que iba a dejar rastro en la posteridad. Sólo disponemos de una única referencia contemporánea a Jesús de Nazaret —en La guerra de los judíos, de Flavio Josefo—, que bien pudo haber añadido más tarde algún devoto copista. ¿Y la religión competidora que surgió siete siglos después? ¿Quién predijo que una serie de jinetes iban a extender su imperio y la ley islámica desde el subcontinente indio hasta España en tan sólo unos años? Más que el auge de la cristiandad, el fenómeno que conllevaba mayor impredecibilidad era la expansión del islamismo (la tercera edición, por decirlo de algún modo); a muchos historiadores les ha sorprendido la contundencia del cambio. George Duby, por ejemplo, manifestó su sorpresa por la rapidez con que casi diez siglos de helenismo levantino fueron borrados «con un solo golpe de espada». Un posterior titular de la misma cátedra en el Collège de France, Paul Veyne, comparaba con toda autoridad la difusión de las religiones a los «éxitos de ventas», una comparación que indica impredecibilidad. Estos tipos de discontinuidades en la cronología de los acontecimientos no hacían de la historia una profesión fácil: el análisis aplicado y minucioso del pasado no nos dice gran cosa sobre el espíritu de la historia; sólo nos crea la ilusión de que la comprendemos. La historia y las sociedades no gatean: avanzan a saltos. Van de fisura en fisura, con pocas vibraciones intermedias. Sin embargo, nos gusta (como a los historiadores) creer en lo impredecible, en la pequeña progresión incremental. Para mí supuso un gran golpe, una creencia que nunca me ha abandonado desde entonces, que no seamos más que una gran máquina que mira hacia atrás, y que los seres humanos sepamos engañarnos con tanta facilidad. Con cada año que pasa, aumenta mi creencia en esta distorsión. mi creencia en esta distorsión. Querido diario: de la historia en sentido inverso Los sucesos se nos presentan de forma distorsionada. Pensemos en la naturaleza de la información: de los millones, quizá miles de millones, de pequeños hechos que acaecen antes de que se produzca un suceso, resulta que sólo algunos serán después relevantes para nuestra comprensión de lo sucedido. Dado que nuestra memoria es limitada y está filtrada, tenderemos a recordar aquellos datos que posteriormente coincidan con los hechos, a menos que seamos como Funes el memorioso, el protagonista del relato de Jorge Luis Borges, que no se olvida de nada y parece condenado a vivir con la carga que supone la acumulación de información no procesada. (No consigue vivir mucho tiempo.) Mi primer encuentro con la distorsión retrospectiva se produjo como sigue. Durante mi infancia fui un lector voraz, aunque nada sistemático; me pasé la primera parte de la guerra en un sótano, sumergiendo cuerpo y alma en todo tipo de libros. La escuela estaba cerrada y llovían obuses mortales. Vivir en un sótano es terriblemente aburrido. Al principio lo que más me preocupaba era cómo combatir el aburrimiento y qué libro leer cuando acabara el que estuviese leyendo,6 aunque estar obligado a leer por carecer de otras actividades no supone el mismo placer que leer por propia voluntad. Quería ser filósofo (y estoy aún en ello), así que pensaba que tenía que hacer una inversión y obligarme a estudiar las ideas de los demás. Las circunstancias me motivaron a estudiar versiones teóricas y generales de guerras y conflictos, intentando penetrar en las entrañas de la historia, introducirme en los mecanismos de esa gran máquina que genera los acontecimientos. Podrá parecer extraño, pero el libro que me influyó no fue escrito por alguien dedicado a la empresa del pensamiento, sino por un periodista: Mi diario en Berlín: notas secretas de un corresponsal extranjero, 1934-1941, de William Shirer. Este era corresponsal de radio, famoso por su libro Auge y caída del Tercer Reich. Me pareció que su Diario ofrecía una perspectiva fuera de lo habitual. Yo había leído las obras de Hegel, Marx, Toynbee, Aron y Fiebre (o libros sobre ellos), sobre la filosofía de la historia y sus propiedades, y pensaba que tenía una vaga idea del concepto de dialéctica, en la medida en que había algo que entender en esas teorías. No capté gran cosa, excepto que la historia tenía cierta lógica y que los sucesos evolucionaban a través de la contradicción (o los opuestos), de tal forma que elevaban la humanidad a formas superiores de sociedad (o algo así). Esto me parecía muy similar a las teorías que había oído acerca de la guerra de Líbano. Hoy, cuando alguien me hace la ridícula pregunta de qué libros «configuraron mí pensamiento», sorprendo al público al decir que ese libro me enseñó (de forma inadvertida) la mayor parte de lo que sé y pienso sobre la filosofía y la historia; y, como veremos, también sobre la ciencia, pues aprendí la diferencia que existe entre los procesos que van pues aprendí la diferencia que existe entre los procesos que van hacia delante y los que van hacia atrás. ¿Por qué? Sencillamente, porque en aquel diario se describían los sucesos mientras tenían lugar, no después. Yo estaba en un sótano, con la historia que se estaba desarrollando sobre mi cabeza (el estallido de los obuses me mantenía despierto toda la noche). Era un adolescente que asistía al entierro de sus compañeros de clase. Experimentaba un desarrollo de la historia que nada tenía de teórico, y estaba leyendo sobre alguien que experimentaba la historia a medida que avanzaba. Me esforzaba por producir mentalmente una representación tipo película del futuro, y me percataba de que no era tan fácil. Me daba cuenta de que si escribía sobre los acontecimientos más adelante, parecerían más... históricos. Había una diferencia entre el antes y el después. Supuestamente, Shirer escribía su diario sin que supiera qué iba a suceder a continuación, cuando la información de que disponía no estaba corrompida por los posteriores resultados. Algunos comentarios resultaban muy ilustradores, en particular los que se referían a la creencia de los franceses de que Hitler era un fenómeno transitorio, lo cual explicaba la falta de preparación de aquéllos y la rápida capitulación posterior. En ningún momento se pensó que fuera posible el grado de devastación que llegó a producirse. Nuestra memoria es altamente inestable, de ahí que el diario ofrezca unos hechos indelebles registrados de forma más o menos inmediata; así que nos permite fijar una percepción no revisada y, más adelante, estudiar los sucesos en su propio contexto. Una vez más, lo importante era el supuesto método de la descripción del suceso, no su ejecución. De hecho, es probable que Shirer y sus editores hicieran algunas trampas, ya que el libro se publicó en 1941 y, según me han dicho, a los editores les interesan textos dirigidos al público en general, más que imágenes fidedignas de lo que el autor pensara, unas imágenes racheadas de distorsiones retrospectivas. (Cuando hablo de «trampas», me refiero a eliminar, en el momento de la publicación, elementos que no fueron relevantes para lo que ocurrió, mejorando así aquellos que puedan interesar al público. En efecto, el proceso de edición puede ser gravemente distorsionador, en especial cuando al escritor se le asigna lo que se llama un «buen corrector».) Pese a todo, el encuentro con el libro de Shirer afinó mi intuición sobre el funcionamiento de la historia. Se diría que las personas que vivieron los inicios de la Segunda Guerra Mundial tuvieron el presentimiento de que se estaba produciendo algo de capital importancia. En absoluto.7 De ese modo el diario de Shirer se convirtió en un programa de formación sobre la dinámica de la incertidumbre. Yo quería ser filósofo, aunque en aquellos momentos no sabía qué hacen los filósofos profesionales para ganarse la vida. Tal idea me llevó a la aventura (o, mejor dicho, a la práctica aventurada) de la incertidumbre, así como al interés matemático y científico. Educación en un taxi Voy a introducir el tercer elemento del terceto, la maldición del aprendizaje, como sigue. Yo observaba atentamente a mi abuelo, que fue ministro de Defensa y, más tarde, ministro del Interior y viceprimer ministro al comienzo de la guerra, antes de que se eclipsara su relevancia política. A pesar de su posición, parecía que no sabía lo que iba a suceder más de lo que pudiera saberlo su chófer, Mijail. Pero éste, a diferencia de mi abuelo, solía repetir «¡Dios sabrá!» como máximo comentario de los acontecimientos, elevando así a las alturas la tarea de comprender. Yo observaba que personas muy inteligentes e informadas no tenían ventaja alguna sobre los taxistas en sus predicciones, pero había una diferencia crucial. Los taxistas no pensaban que comprendieran las cosas mejor que las personas con estudios; ellos no eran los especialistas, y lo sabían. Nadie sabía nada, pero los pensadores de élite estaban convencidos de que sabían más que los demás porque eran pensadores reputados, y cuando se es miembro de la élite, automáticamente se sabe más que los que no son tal. No sólo el conocimiento puede tener un valor dudoso, sino también la información. Llegó a mis oídos que casi todo el mundo estaba familiarizado hasta el mínimo detalle con los acontecimientos que se producían. El solapamiento entre los periódicos era tal que, cuanto más leía uno, menos se informaba. Pero todo el mundo tenía tantas ganas de conocer lo que ocurría, que leían cualquier documento recién impreso y escuchaban todas las emisoras de radio, como si la gran respuesta les fuera a ser revelada en el boletín de noticias siguiente. La gente se convirtió en enciclopedias de quién se había reunido con quién y qué político había dicho qué a qué otro político (y con qué tono de voz: «¿Se mostró más amable de lo habitual»?). Pero no sirvió de nada. Los grupos Durante la guerra libanesa también observé que los periodistas no solían compartir las mismas opiniones, sino el mismo esquema de análisis. Asignaban la misma importancia a los mismos conjuntos de circunstancias y dividían la realidad en las mismas categorías; una vez más, la manifestación de la platonicidad, el deseo de dividir la realidad en piezas nítidas. Lo que Robert Frisk llama «periodismo de hotel» aumentaba aún más el contagio mental. Mientras en el periodismo anterior Líbano formaba parte de Levante, es decir, del Mediterráneo occidental, ahora se convertía de repente en parte de Oriente Próximo, como si alguien hubiera conseguido acercarlo a las arenas de Arabia Saudí. La isla de Chipre, a unos noventa kilómetros de mi pueblo, situado en el norte de Líbano, y casi con el mismo tipo de alimentación, iglesias y costumbres, de súbito pasó a formar parte de Europa (por supuesto, los ciudadanos de ambas partes quedaron posteriormente ciudadanos de ambas partes quedaron posteriormente condicionados). Si antes se había establecido una distinción entre mediterráneo y no mediterráneo (es decir, entre el aceite de oliva y la mantequilla), en la década de 1970 la distinción se estableció súbitamente entre europeo y no europeo. El islamismo era la cuña que separaba a ambos, de ahí que uno no sepa dónde situar en esta historia a los nativos cristianos (o judíos) que hablaban árabe. Los seres humanos necesitamos la categorización, pero ésta se hace patológica cuando se entiende que la categoría es definitiva, impidiendo así que los individuos consideren las borrosas fronteras de la misma, y no digamos que puedan revisar sus categorías. El contagio era el culpable. Si se escogieran cien periodistas independientes capaces de ver los factores aislados entre sí, nos encontraríamos con cien opiniones diferentes. Pero al hacer que esas personas informaran hombro con hombro, en marcha cerrada, la dimensionalidad de la opinión se vio reducida considerablemente: coincidían en las ideas y utilizaban los mismos temas como causas. Por ejemplo, para alejarnos un momento de Líbano, hoy día todos los periodistas se refieren a los «convulsos años ochenta», dando por supuesto que hubo algo particularmente distintivo en esa década. Y cuando apareció la llamada burbuja de Internet a finales de la década de 1990, los periodistas coincidían en que índices disparatados habían determinado la calidad de empresas que no tenían valor alguno y a las que todo el mundo deseaba todos los males.8 Si el lector quiere entender a qué me refiero cuando hablo de la arbitrariedad de las categorías, considere la situación de la política polarizada. La próxima vez que un marciano visite la Tierra, intente el lector explicarle por qué quienes están a favor del aborto también se oponen a la pena de muerte. O intente explicarle por qué se supone que quienes aceptan el aborto están a favor de los impuestos elevados pero en contra de un ejército fuerte. ¿Por qué quienes prefieren la libertad sexual tienen que estar en contra de la libertad económica individual? Me di cuenta de lo absurdo de los grupos cuando era muy joven. Por algún ridículo vaivén de los acontecimientos en aquella guerra civil que sufría mi país, los cristianos se convirtieron en adeptos del mercado libre y el capitalismo —es decir, de lo que un periodista llamaría «la derecha»— y los islamistas se hicieron socialistas, por lo que contaron con el apoyo de los regímenes comunistas (Pravda, el órgano del régimen comunista, los llamaba «luchadores contra la opresión», aunque posteriormente, cuando los rusos invadieron Afganistán, fueron los estadounidenses quienes trataron de asociarse con Bin Laden y sus acólitos musulmanes). La mejor forma de demostrar el carácter arbitrario de estas categorías, y el efecto de contagio que producen, es recordar con qué frecuencia esos grupos cambian por completo a lo largo de la historia. No hay duda de que la actual alianza entre los fundamentalistas cristianos y el lobby israelí sería incomprensible para un intelectual del siglo XIX: los cristianos eran antisemitas, y los musulmanes protegían a los judíos, a quienes preferían sobre los cristianos; los libertarios eran de izquierdas. Lo que me los cristianos; los libertarios eran de izquierdas. Lo que me resulta interesante como probabilista que soy es que un determinado suceso aleatorio hace que un grupo que inicialmente apoya un determinado tema se alíe con otro grupo que apoya otro tema, causando así que ambos asuntos se fusionen y unifiquen... hasta que se produce la sorpresa de la separación. El hecho de categorizar siempre produce una reducción de la auténtica complejidad. Es una manifestación del generador del Cisne Negro, esa platonicidad inquebrantable que definía en el prólogo. Cualquier reducción del mundo que nos rodea puede tener unas consecuencias explosivas, ya que descarta algunas fuentes de incertidumbre, y nos empuja a malinterpretar el tejido del mundo. Por ejemplo, podemos pensar que el islamismo radical (y sus valores) son nuestros aliados contra la amenaza del comunismo, y de este modo podemos contribuir a que se desarrollen, hasta que estrellan dos aviones en el centro de Manhattan. Pocos años después del inicio de la guerra libanesa, mientras estudiaba en la Wharton School, a mis veintidós años, di con la idea de los mercados eficientes, según la cual no hay forma de obtener beneficios de la compraventa de valores, ya que éstos incorporan automáticamente toda la información disponible. Por consiguiente, la información pública puede resultar inútil, en particular para el hombre de negocios, ya que los precios «incluyen» toda esa información, y las noticias compartidas con millones de personas no dan beneficio alguno. Es probable que uno o más de los cientos de millones de lectores de esa información hayan comprado el valor, haciendo así que el precio suba. Así pues, dejé de leer la prensa y de ver la televisión, lo cual liberaba una cantidad considerable de tiempo (pongamos que una hora o más al día, tiempo suficiente para leer más de cien libros adicionales al año, lo cual, al cabo de veinte años, supone una cantidad muy considerable). Pero esta argumentación no fue la única razón de que proponga en este libro dejar de lado la prensa, pues luego veremos los beneficios que conlleva evitar la toxicidad de la información. Al principio fue una muy buena excusa para evitar tener que mantenerme al día sobre las menudencias del mundo de los negocios, un mundo nada elegante, soso, pedante, codicioso, ajeno a lo intelectual, egoísta y aburrido. ¿Dónde está el espectáculo? Sigo sin entender por qué alguien que abriga planes de convertirse en «filósofo» o en «filósofo científico de la historia» se matrícula en una escuela de ciencias empresariales, nada menos que en la Wharton School. Allí me di cuenta de que no se trataba solamente de que un político incongruente de un país pequeño y antiguo (y su filosófico chófer, Mijail) no supiera qué estaba pasando. Al fin y al cabo, se supone que las personas oriundas de países pequeños no saben qué pasa. Lo que veía es que en una de las escuelas de ciencias empresariales más prestigiosas del mundo, situada en el país más poderoso de la historia, los ejecutivos de las empresas con mayor poder nos historia, los ejecutivos de las empresas con mayor poder nos exponían qué hacían para ganarse la vida, y que era posible que tampoco ellos supieran qué estaba pasando. De hecho, en mi mente eso era mucho más que una posibilidad. Sentía sobre mis espaldas el peso de la arrogancia epistémica del género humano.9 Caí en la obsesión. Por aquel tiempo, empecé a ser consciente de mi tema: el suceso trascendental altamente improbable. Y además esta suerte concentrada no sólo engañaba a ejecutivos empresariales bien vestidos y cargados de testosterona, sino a personas con muchos estudios. Tal percepción hizo que mi Cisne Negro pasara de ser un problema de personas con o sin suerte a un problema de conocimiento y ciencia. Mi idea es que algunos resultados científicos no sólo son inútiles en la vida real, porque infravaloran el impacto de lo altamente improbable (o nos llevan a ignorarlo), sino que es posible que algunos de ellos estén creando en realidad Cisnes Negros. Éstos no son únicamente errores taxonómicos que pueden hacer que reprobemos una clase de la ornitología. Así empecé a ver las consecuencias de mi idea. Cuatro kilos y medio después Cuatro años y medio después de mi graduación en Wharton (y con cuatro kilos y medio adicionales), el 19 de octubre de (y con cuatro kilos y medio adicionales), el 19 de octubre de 1987, me dirigía andando a casa desde las oficinas del banco de inversión Credit Suisse First Boston, situadas en la periferia de Manhattan. Caminaba despacio, y me sentía perplejo. Aquel día había sido testigo de un suceso económico traumático: la mayor crisis bursátil de la historia (moderna). Fue quizá más traumática porque tuvo lugar en un momento en que pensábamos que, con todos aquellos economistas platonificados y de discurso interesante (con sus ecuaciones basadas en la falsa curva de campana), nos habíamos hecho lo bastante sofisticados como para evitar, o al menos prevenir y controlar, los grandes batacazos. La respuesta ni siquiera fue la reacción a alguna noticia discernible. El hecho de que se produjera tal suceso quedaba al margen de cualquier cosa que uno hubiese podido imaginar el día anterior; de haber señalado yo esa posibilidad, me habrían tachado de lunático. Tenía todos los componentes de un Cisne Negro, pero por entonces desconocía esta expresión. Me fui corriendo en busca de un colega, Demetrius, que vivía en Park Avenue, y cuando empecé a hablarle, una mujer que parecía muy preocupada, despojándose de toda inhibición, intervino en la conversación: «Escuchad, ¿sabéis vosotros dos qué es lo que está pasando?». La gente que caminaba por la acera parecía aturdida. Antes había visto a algunas personas mayores lloriqueando en silencio en el salón de compraventas del First Boston. Había pasado el día en el epicentro de los acontecimientos, con gente víctima de una especie de colapso corriendo a mi alrededor como conejos ante unos faros. Al llegar a casa, mi primo Alexis llamó para decirme que su vecino llegar a casa, mi primo Alexis llamó para decirme que su vecino se había suicidado tirándose al vacío desde lo alto de su apartamento. Yo ni siquiera me sentía inquieto. Me sentía como pudiera sentirse Líbano, con una diferencia: habiendo visto lo uno y lo otro, me desconcertaba que la desazón económica pudiera ser más desmoralizante que la guerra (pensemos simplemente que los problemas económicos y las consiguientes humillaciones pueden llevar al suicidio, pero no parece que la guerra lo haga de forma tan directa). Temía una victoria pírrica: había ganado intelectualmente, pero tenía miedo de tener excesiva razón y de ver cómo el sistema se desmoronaba bajo mis pies. Realmente no quería tener tanta razón. Siempre recordaré al difunto Jimmy P., quien, al ver cómo se iba evaporando su patrimonio, seguía suplicando medio en broma que el precio que aparecía en las pantallas dejara de moverse. Pero entonces me di cuenta de que el dinero me importaba un rábano. Experimenté el sentimiento más extraño que jamás había tenido en la vida, esa ensordecedora trompeta que me apuntaba porque tenía razón, en tono tan fuerte que hacía que mis huesos se estremecieran. Nunca he vuelto a tener esa sensación desde entonces, y jamás sabré explicarla a quienes nunca la hayan sentido. Era una sensación física, tal vez una mezcla de alegría, orgullo y pánico. ¿Me sentía confirmado? ¿Por qué? Durante el año o los dos años posteriores a mi llegada a Wharton, había desarrollado una especialidad precisa pero extraña: apostar por los sucesos raros e inesperados, aquellos que se encontraban en el redil platónico, y que los «expertos» platónicos consideraban «inconcebibles». Recordemos que el redil platónico es donde nuestra representación de la realidad deja de aplicarse, aunque no lo sabemos. Pronto iba a dedicarme, como trabajo para mi sustento, a la profesión de la «economía cuantitativa». Me convertí en quant (experto en datos cuantitativos) y operador de Bolsa al mismo tiempo. El quant es un tipo de científico industrial que aplica los modelos matemáticos de la incertidumbre a los datos económicos (o socioeconómicos) y a los complejos instrumentos financieros, con la salvedad de que yo era un quant a la inversa: estudiaba los fallos y los límites de esos modelos, buscando el redil platónico donde se rompían. También me dediqué a especular en Bolsa, no sólo a «pequeñas rarezas», algo no muy propio de los quants ya que les estaba vetado «asumir riesgos»: su función se reducía al análisis, no a la toma de decisiones. Estaba convencido de que era totalmente incapaz de predecir los precios de la Bolsa; pero también de que los demás eran igualmente incompetentes, aunque no lo sabían, o no sabían que asumían unos riesgos enormes. La mayoría de los operadores de Bolsa se limitaban a «recoger calderilla delante de una apisonadora», exponiéndose al raro suceso de gran impacto, pero sin dejar de dormir como bebés, inconscientes de ello. Mi trabajo era el único que podía realizar si uno se considera una persona que odia el riesgo, que es consciente de él y es, además, muy ignorante. además, muy ignorante. Por otra parte, los conocimientos técnicos que maneja un quant (una mezcla de matemáticas aplicadas, ingeniería y estadística), junto a la inmersión en la práctica, resultaron muy útiles para alguien que quería ser filósofo.10 En primer lugar, cuando uno emplea veinte años en realizar un trabajo empírico a escala masiva y basado en datos, y asume riesgos basados en esos estudios, es muy fácil que vea ciertos elementos en la textura del mundo que el «pensador» platonificado, a quien se le ha lavado el cerebro o se le ha amenazado, no es capaz de ver. En segundo lugar, me permitían ser más formal y sistemático en mi modo de pensar, en vez de regodearme en lo anecdótico. Por último, tanto la filosofía de la historia como la epistemología (la filosofía del conocimiento) parecían inseparables del estudio empírico de datos procedentes de series temporales, que es una sucesión de números en el tiempo, una especie de documento histórico que contiene números en vez de palabras. Y con los ordenadores es fácil procesar los números. El estudio de los datos históricos nos hace ser conscientes de que la historia marcha hacia delante, no hacia atrás, y que es más confusa que los hechos que se narran. La epistemología, la filosofía de la historia y la estadística tienen como fin entender las verdades, investigar los mecanismos que las generan y separar la regularidad de lo coincidente en los asuntos históricos. Las tres abordan la pregunta de qué es lo que uno sabe, con la salvedad de que hay que buscar a cada una en un edificio distinto, por decirlo de alguna manera. La palabra independencia malsonante de la Aquella noche del 19 de octubre de 1987 dormí doce horas seguidas. Me resultaba difícil contar a los amigos, todos ellos heridos de un modo u otro por el crac, esa sensación de confirmación. En aquella época las primas salariales eran mucho menores de lo que son hoy, pero si mi empleador, el First Boston, y el sistema financiero sobrevivían hasta fin de año, yo iba a recibir lo equivalente a una beca de investigación. A esto se le llama a veces «jo** tu dinero», lo cual, pese a su ordinariez, significa que podrás actuar como un caballero Victoriano, libre de la esclavitud. Es un parachoques psicológico: ese capital no es tan grande como para hacerte condenadamente rico, pero es el suficiente para darte la libertad de escoger una nueva ocupación sin excesiva consideración de las recompensas económicas. Te evita tener que prostituir tu mente y te libra de la autoridad exterior, de cualquier autoridad exterior. (La independencia es específica de la persona: siempre me ha desconcertado el elevado número de personas a quienes unos ingresos considerables les llevan a una mayor adulación servil, porque se convierten en más dependientes de sus clientes y jefes, y más adictas a acumular aún más dinero.) Aunque según algunos criterios no se trataba de nada sustancial, a mí me curó literalmente de toda ambición económica: hizo que me sintiera avergonzado cada vez que restaba tiempo al estudio para dedicarlo a la búsqueda de riqueza material. Obsérvese que la expresión a la mier** se corresponde con la hilarante habilidad de pronunciar esta sucinta frase antes de colgar el teléfono. En aquellos días era muy habitual que los operadores de Bolsa rompieran el teléfono cuando perdían dinero. Algunos recurrían a romper sillas, mesas o cualquier cosa que pudiera hacer ruido. En cierta ocasión me hallaba en la Bolsa de Chicago cuando de pronto un operador trató de estrangularme; hicieron falta cuatro guardias de seguridad para quitármelo de encima. Estaba enfurecido porque yo me encontraba en lo que él consideraba su «territorio». ¿Quién podría desear un entorno así? Comparémoslo con los almuerzos en una anodina cafetería universitaria donde profesores de modales refinados debaten la última intriga departamental. De modo que me quedé como quant en el negocio de los operadores bursátiles (y ahí sigo), pero me organicé para hacer el trabajo mínimo pero intenso (y entretenido); para ello me centré en los aspectos más técnicos, no asistía nunca a «reuniones» de negocios, evitaba la compañía de aquellos que siempre obtienen «excelentes resultados» y de las personas de traje y corbata que no leen libros, y decidí tomarme un año sabático aproximadamente cada tres, para llenar las lagunas de mi cultura científica y filosófica. Para decirlo de forma breve, quería convertirme en «errante», en meditador profesional, sentarme en cafés y salones, despegado de mesas de trabajo y de estructuras organizativas, dormir todo lo que necesitara, leer vorazmente y no deber explicación alguna a nadie. Quería que me dejaran solo para poder construir, pasito a pasito, todo un sistema de pensamiento basado en mi idea del Cisne Negro. Filósofo de limusina La guerra de Líbano y el crac de 1987 parecían fenómenos idénticos. Consideraba evidente que casi todo el mundo tenía un punto ciego mental a la hora de reconocer el papel de ese tipo de sucesos: era como si no fueran capaces de ver esos mamuts, o como si se olvidaran rápidamente de ellos. La razón de tal proceder la hallé en mí mismo: era una ceguera psicológica, quizá hasta biológica; el problema no estaba en la naturaleza de los sucesos, sino en la forma en que los percibimos. Concluyo este preámbulo autobiográfico con la siguiente historia. No tenía yo una especialidad concreta (fuera del trabajo del que me alimentaba) y no deseaba ninguna. Cuando en alguna fiesta me preguntaban cómo me ganaba la vida, sentía la tentación de responder: «Soy empírico escéptico, lector-errante, alguien empeñado en llegar a lo más profundo de una idea», pero para facilitar las cosas decía que era conductor de limusinas. Una vez, en un vuelo transatlántico, me sentaron en primera clase, junto a una enérgica señora que lucía un vestido caro, en quien tintineaban el oro y las joyas, que comía frutos secos sin parar (tal vez seguía una dieta baja en hidratos de carbono), insistía en beber únicamente agua mineral Évian, y no dejaba de leer la edición europea del Wall Street Journal. Se empeñó en iniciar una conversación en su mal francés, pues vio que yo estaba leyendo un libro (en francés) del sociólogo y filósofo Pierre Bourdieu, que, cosas de la ironía, trataba de los signos de distinción social. Le informé (en inglés) de que era conductor de limusinas, y subrayé orgulloso que sólo llevaba automóviles de muy primerísima clase. Un gélido silencio se impuso durante el resto del vuelo y, aunque yo podía sentir la tensión, me permitió leer en paz. 2 - EL CISNE NEGRO DE YEVGUENIA Hace cinco años, Yevguenia Nikoláyevna Krasnova era una novelista poco conocida y sin ninguna novela publicada, con una carrera literaria fuera de lo común. Era neurocientífica y sentía interés por la filosofía (sus tres primeros maridos habían sido filósofos), pero se le había metido en su testaruda cabeza francorrusa expresar sus investigaciones e ideas en forma literaria. Presentaba sus teorías como si de historias se tratara, y las mezclaba con todo tipo de comentarios autobiográficos. Evitaba los engaños periodísticos de la narrativa contemporánea de no ficción (»Un claro día de abril, John Smith salió de casa...»). Transcribía siempre los diálogos extranjeros en la lengua original, con la traducción a modo de subtítulos. Se negaba a doblar a un mal inglés conversaciones que se producían en un mal italiano.11 Ningún editor le habría dado siquiera la hora, a no ser porque, en aquella época, había cierto interés por esos raros científicos que conseguían expresarse con frases medio comprensibles. Algunos se dignaron a hablar con ella; confiaban en que maduraría y escribiría un «libro de ciencia popular sobre la conciencia». La atendieron lo suficiente como para que recibiera educadas cartas de rechazo y algún que otro comentario ofensivo, en lugar del silencio, muchísimo más insultante y degradante. Los editores se sentían confusos ante el borrador de su libro. Ella no podía siquiera contestar la primera pregunta que le planteaban: «¿Es ficción o no ficción?». Tampoco sabía cómo responder a la pregunta de «¿para quién está escrito su libro?», cuestiones que aparecían invariablemente en los formularios de propuesta de contrato editorial. Le decían: «Debe saber usted quién es su público» y «los aficionados escriben para sí mismos, los profesionales lo hacen para los demás». También le dijeron que se ajustara a un género preciso, porque «a las libreros no les gusta que se les confunda, y necesitan saber en qué estante deben colocar cada libro». Un editor añadió con aire protector: «Su libro, querida amiga, no venderá más de diez ejemplares, incluidos los que compren sus ex maridos y su propia familia». Yevguenia había asistido a un famoso taller de escritura cinco años antes, y salió asqueada. Parecía que «escribir bien» significaba seguir unas reglas arbitrarias que se habían convertido en palabra de Dios, con el refuerzo confirmatorio de lo que llamamos «experiencia». Los escritores que conoció aprendían a recomponer lo que se consideraba de éxito: todos intentaban imitar historias que habían aparecido en números atrasados del New Yorker, sin darse cuenta de que, por definición, la mayor parte de lo nuevo no se puede ajustar al modelo de los números parte de lo nuevo no se puede ajustar al modelo de los números atrasados del New Yorker. Incluso la idea de «cuento corto» era para Yevguenia un concepto copiado. El profesor del taller, amable pero rotundo en sus afirmaciones, le aseguró que su caso no tenía remedio. Yevguenia acabó por colgar en la Red el original completo de su libro principal, Historia de la recurrencia. Ahí encontró un pequeño público, entre el que estaba el sagaz propietario de una minúscula y desconocida editorial, que lucía gafas con montura color de rosa y hablaba un ruso primitivo (convencido de que lo hacía con fluidez). Se ofreció a publicar la obra de Yevguenia, y aceptó la condición que ésta impuso: no tocar ni una coma del original. Le ofreció una parte de los derechos de autor habituales a cambio de sus estrictas condiciones editoriales (el editor tenía poco que perder). Ella aceptó, pues no tenía más alternativa. A Yevguenia le costó cinco años desprenderse de la categoría de «egomaníaca sin nada que lo justifique, testaruda y de trato difícil», y pasar a la de «perseverante, resuelta, sufrida y tremendamente independiente». Y es que su libro pronto prendió como el fuego, y se convirtió en uno de los más extraños éxitos de la historia literaria: se vendieron millones de ejemplares y recibió el llamado aplauso de la crítica. Aquella editorial que estaba en sus comienzos se convirtió en una gran empresa, con una (educada) recepcionista que saludaba a los visitantes al entrar en el despacho principal. El libro de Yevguenia fue traducido a cuarenta idiomas (incluido el francés). La foto de la autora se puede ver por doquier. Se dice que es la pionera de algo llamado la «escuela consiliente». Hoy en día los editores algo llamado la «escuela consiliente». Hoy en día los editores tienen la teoría de que «los camioneros que leen libros no leen libros escritos para camioneros» y que «los lectores desprecian a los escritores que les consienten sus caprichos». Un artículo científico, según sostienen algunos, puede esconder trivialidades o algo irrelevante mediante ecuaciones y argot; la prosa consiliente, al exponer una idea en su forma primaria, permite que el público la juzgue. En la actualidad, Yevguenia ha dejado de casarse con filósofos (discuten demasiado), y huye de la prensa. En las aulas, los especialistas en literatura hablan de los muchos indicios que apuntan a la inevitable extensión del nuevo estilo. Se considera que la distinción entre ficción y no ficción es demasiado arcaica para poder aceptar los retos de la sociedad moderna. Era evidente que necesitábamos poner remedio a la fragmentación que existía entre el arte y la ciencia. A posteriori, el talento de Yevguenia era completamente obvio. Muchos de los editores a los que conoció después le recriminaron que no hubiera acudido a ellos, convencidos de que se habrían percatado enseguida de los méritos de su obra. Dentro de pocos años, algún estudioso escribirá un artículo titulado «De Kundera a Krasnova», en el que demostrará que la semilla de la obra de esta última se encontraba en Kundera, un precursor que mezclaba el ensayo con el metacomentario (Yevguenia nunca leyó a Kundera, pero sí que vio la versión cinematográfica de uno de sus libros; en la película no había comentario alguno). Un destacado erudito mostrará que en todas las páginas de Yevguenia se puede apreciar perfectamente la influencia de Gregory Bateson, quien insertaba escenas autobiográficas en sus artículos de investigación académica (Yevguenia nunca ha leído a Bateson). El libro de Yevguenia es un Cisne Negro. 3 - EL ESPECULADOR Y LA PROSTITUTA El ascenso de Yevguenia desde un segundo sótano al estrellato sólo es posible en un entorno determinado, al que llamaré Extremistán.12 A continuación expondré la diferencia fundamental entre la provincia generadora de Cisnes Negros de Extremistán y la provincia insulsa, tranquila y en la que nunca pasa nada de Mediocristán. El mejor (peor) consejo Cuando paso de nuevo por mi mente la película de todos los «consejos» que he recibido, observo que sólo hay un par de ideas que se hayan quedado conmigo durante toda la vida. El resto no son más que palabras, y me alegro de no haber considerado muchas de ellas. La mayor parte consistía en recomendaciones del tipo «sé comedido y razonable en lo que digas», algo que contradice la idea de Cisne Negro, ya que la digas», algo que contradice la idea de Cisne Negro, ya que la realidad empírica no es «comedida», y su propia versión de la «racionabilidad» no se corresponde con la definición convencional que sostienen personas intelectualmente poco cultivadas. Ser un genuino empírico significa reflejar la realidad con la máxima fidelidad posible; ser honrado implica no tener miedo a parecer extravagante ni a las consecuencias de ello. La próxima vez que alguien le dé la laca con unos consejos innecesarios, recuérdele el destino del monje a quien Iván el Terrible condenó a muerte por dar consejos que nadie le había pedido (y además moralizantes). Como cura a corto plazo, funciona. Visto desde la distancia, el consejo más importante resultó ser malo, pero también fue el más trascendente, porque me incitó a profundizar en la dinámica del Cisne Negro. Me llegó cuando tenía veintidós años, una tarde de febrero, en el pasillo de un edificio del número 3400 de Walnut Street, en Filadelfia, donde por entonces vivía. Un alumno de segundo curso de Wharton me dijo que debía escoger una profesión que fuera «escalable», es decir, una profesión en que no te pagan por horas y, por consiguiente, no estás sometido a las limitaciones de la cantidad de tu trabajo. Era una forma muy sencilla de discriminar entre las profesiones y, a partir de ello, generalizar una separación entre tipos de incertidumbre; algo que me llevó a un importante problema filosófico, el de la inducción, que es el nombre técnico del Cisne Negro. Con ello podía sacar al Cisne Negro de un punto muerto y llevarlo a una solución fácil de implementar y, como veremos en los capítulos siguientes, asentarlo en la textura como veremos en los capítulos siguientes, asentarlo en la textura de la realidad empírica. ¿Que cómo me llevó tal consejo profesional a esas ideas sobre la naturaleza de la incertidumbre? Bien, algunas profesiones, como la de dentista, consultor o masajista, no se pueden escalar: hay un tope en el número de pacientes o clientes que se pueden atender en un determinado tiempo. La prostituta trabaja por horas y (normalmente) se le paga también por horas. Además, la presencia de uno es (supongo) necesaria para el servicio que presta. Si abrimos un restaurante de moda, a lo máximo que podemos aspirar es a llenar el comedor todos los días (a menos que creemos una franquicia). En estas profesiones, por muy bien pagadas que estén, los ingresos están sometidos a la gravedad: dependen de los esfuerzos continuos de uno, más que de la calidad de sus decisiones. Además, este tipo de trabajo es predecible en gran medida: variará, pero no hasta el punto de hacer que los ingresos de un día sean más importantes que los del resto de nuestra vida. En otras palabras, no estarán impulsados por un Cisne Negro. Yevguenia Nikoláyevna no hubiera podido salvar de la noche a la mañana el abismo que media entre el personaje desvalido y el héroe supremo si hubiese sido consultora financiera o especialista en hernias (pero tampoco habría sido una desvalida). Otras profesiones permiten añadir ceros a tus resultados (y a tus ingresos), si trabajas bien, con poco o ningún esfuerzo. Como soy una persona perezosa, que considera la pereza como un activo, y que además está ansiosa por liberar el máximo de tiempo posible al día para meditar y leer, de inmediato (pero erróneamente) saqué una conclusión. Separé la persona «idea», que vende un producto intelectual en forma de una transacción o un determinado trabajo, de la persona «trabajo», que te vende su trabajo. Si se es persona «idea», no hay que trabajar duro, sólo pensar con intensidad. Se hace el mismo trabajo tanto si se producen cien unidades como si se producen mil. En el caso del operador quant, se requiere la misma cantidad de trabajo para comprar cien acciones que para comprar mil, o incluso un millón. Es la misma llamada telefónica, el mismo proceso de computación, el mismo documento legal, el mismo gasto de células cerebrales, el mismo esfuerzo por verificar que la transacción es correcta. Además, se puede trabajar desde la bañera o desde un bar de Roma. El trabajo sería como la inversión a crédito. Bien, es cierto que estaba un tanto equivocado en lo que al operador de Bolsa se refiere: no se puede trabajar desde la bañera pero, si se hace bien, el trabajo deja una considerable cantidad de tiempo libre. La misma propiedad se aplica a los cantantes y los actores: se deja que los ingenieros de sonido y los operadores hagan el trabajo; no es necesario estar presente en cada actuación. Asimismo, el escritor, para atraer a un solo lector, realiza el mismo esfuerzo que realizaría si quisiera cautivar a varios cientos de millones. J. K. Rowling, la creadora de Harry Potter, no tiene que escribir de nuevo sus novelas cada vez que alguien quiere leerlas. Pero no le ocurre lo mismo al panadero: éste tiene que leerlas. Pero no le ocurre lo mismo al panadero: éste tiene que hacer todas y cada una de las barras de pan para atender a todos y cada uno de los clientes. Así pues, la distinción entre el escritor y el panadero, el especulador y el médico, el estafador y la prostituta, es una buena forma de observar el mundo del trabajo. Permite diferenciar las profesiones en que uno puede añadir ceros a sus ingresos sin gran esfuerzo frente a aquellas en que se necesita añadir trabajo y tiempo (cosas, ambas, de reservas limitadas); en otras palabras, están sometidas a la gravedad. Cuidado con lo escalable Pero ¿por qué fue malo el consejo que me dio mi compañero de estudios? Si bien el consejo era útil para crear una clasificación de los grados de incertidumbre del conocimiento, en cambio resultó equivocado en lo que a la elección de trabajo se refiere. Pudiera haber sido beneficioso en mi caso, pero sólo porque yo era afortunado y resultaba que estaba «en el lugar correcto en el momento preciso», como se suele decir. Si fuese yo quien tuviera que aconsejar, recomendaría escoger una profesión que no sea escalable. Una profesión escalable es buena sólo para quien tiene éxito; son profesiones más competitivas, producen desigualdades monstruosas y son mucho más aleatorias, con disparidades inmensas entre los esfuerzos y las recompensas: unos pocos se pueden llevar una gran parte del pastel, dejando a los demás marginados, aunque no tengan ninguna culpa. Una categoría de profesión está impulsada por lo mediocre, el promedio y la moderación. En ella, lo mediocre es colectivamente trascendental. La otra tiene gigantes o enanos; más exactamente, un pequeño número de gigantes y un grandísimo número de enanos. Veamos qué hay detrás de la formación de gigantes inesperados: la formación del Cisne Negro. La llegada de la escalabilidad Consideremos el caso de Giaccomo, un cantante de ópera de finales del siglo XIX, cuando no se había inventado aún la grabación del sonido. Supongamos que actúa en una ciudad pequeña y remota del centro de Italia. Está a salvo de los grandes cantantes que trabajan en La Scala de Milán y en otros importantes centros operísticos. Se siente seguro, ya que siempre habrá demanda de sus cuerdas vocales en algún sitio de la zona. No hay forma de exportar su canto, como no la hay de que los peces gordos exporten el suyo y amenacen su franquicia local. No se puede aún almacenar su trabajo, de ahí que su presencia sea necesaria en cada actuación, del mismo modo que el barbero es (aún) necesario en cada corte de pelo. De modo que la totalidad del pastel queda repartida de forma injusta, pero sólo ligeramente injusta, algo muy parecido a nuestro consumo de calorías. El pastel está cortado en varios trozos y todos reciben su parte; los peces gordos tienen públicos mayores que ese tipo insignificante, pero esto no tiene por qué preocupar demasiado. Las desigualdades existen; pero vamos a llamarlas ligeras. No existe aún la escalabilidad, la forma de duplicar el número de personas que componen un público sin tener que cantar dos veces. Ahora pensemos en el efecto de la primera grabación musical, un invento que introdujo un elevado grado de injusticia. Nuestra capacidad de reproducir y repetir actuaciones me permite escuchar en mi portátil horas de música de fondo del pianista Vladimir Horowitz (muerto hace ya tiempo) interpretando los Preludios de Rachmaninov, en vez de al músico ruso emigrado local (vivo aún), que hoy se limita a dar clases de piano a niños generalmente poco dotados por un salario cercano al mínimo, Horowitz, pese a estar muerto, deja a ese pobre hombre fuera del negocio. Prefiero escuchar a Horowitz o a Arthur Rubinstein en un CD de 10,99 dólares a pagar 9,99 por otro de algún desconocido (aunque de mucho talento) graduado en la Juilliard School o el Conservatorio de Praga. Si el lector me pregunta por qué escojo a Horowitz, le responderé que es debido al orden, el ritmo o la pasión, aunque probablemente existe toda una legión de personas de las que nunca he oído ni oiré hablar —aquellas que no llegaron a los escenarios— pero que sabían tocar igual de bien. tocar igual de bien. Algunas personas creen ingenuamente que el proceso de la injusticia empezó con el gramófono, según la lógica que acabo de exponer. No estoy de acuerdo. Estoy convencido de que el proceso se inició mucho, pero que mucho antes, con nuestro ADN, que almacena información sobre nuestro yo y nos permite repetir nuestra actuación sin necesidad de estar presentes, con la simple difusión de nuestros genes de generación en generación. La evolución es escalable, el ADN que gana (sea por suerte o por el beneficio de la supervivencia) se reproducirá a sí mismo, como un libro o un disco de éxito, y lo invadirá todo. Otros ADN se esfumarán. Basta con que pensemos en la diferencia entre nosotros los humanos (excluidos los economistas financieros y los hombres de negocios) y otros seres vivos de nuestro planeta. Además, creo que la gran transición en la vida social no llegó con el gramófono, sino cuando alguien tuvo la brillante aunque injusta idea de inventar el alfabeto, que nos permitió almacenar información y reproducirla. El proceso se aceleró cuando otro inventor tuvo la idea aún más peligrosa e injusta de empezar a usar la imprenta, con lo que los textos cruzaban las fronteras y surgía lo que en última instancia se convirtió en una ecología del estilo «el ganador se lo lleva todo». Pero ¿qué tenía de injusta la difusión de los libros? El alfabeto hacía posible que las historias y las ideas se duplicaran con alta fidelidad y sin límite, sin ningún gasto adicional de energía por parte del autor en las actuaciones posteriores. El autor ni siquiera tenía que estar vivo en esas actuaciones (la muerte a menudo es un buen paso profesional actuaciones (la muerte a menudo es un buen paso profesional para el escritor). Esto implica que aquellos que, por alguna razón, empiezan a recibir cierta atención pueden alcanzar enseguida más mentes que otros y desplazar de los estantes de las bibliotecas a los competidores. En los días de bardos y trovadores, todos tenían su público. El cuentacuentos, como el panadero y el herrero, tenía su mercado, y la seguridad de que nadie que llegara de lejos iba a desalojarle de su territorio. Hoy día, unos pocos lo ocupan casi todo; el resto, casi nada. En virtud del mismo mecanismo, la llegada del cine desplazó a los actores de barrio, que se quedaron sin trabajo. Pero hay una diferencia. En los objetivos que tienen un componente técnico, como el de ser pianista o cirujano cerebral, el talento es fácil de distinguir, y la opinión subjetiva desempeña un papel relativamente pequeño. La desigualdad se produce cuando alguien a quien se considera mejor sólo marginalmente se lleva todo el pastel. En las artes —por ejemplo, el cine— las cosas son mucho más despiadadas. Lo que generalmente llamamos «talento» es fruto del éxito, y no al contrario. Se han elaborado muchos estudios empíricos sobre el tema, en especial por parte de Art De Vany, pensador original y perspicaz que con gran determinación estudió la inmisericorde inseguridad de las películas. Demostró que, lamentablemente, gran parte de lo que asignamos a las destrezas es una atribución posterior a los hechos. La película hace al actor, dice; y una gran dosis de suerte no lineal hace la película. El éxito de las películas depende mucho del contagio. Tal contagio no sólo se aplica al cine: parece que afecta a una amplia variedad de productos culturales. Nos es difícil aceptar que las personas no se enamoran de las obras de arte por ellas mismas, sino también para sentir que pertenecen a la comunidad. Mediante la imitación, nos aproximamos a los demás, es decir, a otros imitadores. Así se combate la soledad. Este debate nos muestra lo difícil que resulta predecir resultados en un entorno de éxito concentrado. Así que, de momento, señalaremos que la división entre las profesiones se puede utilizar para entender la división entre los tipos de variables aleatorias. Avancemos ahora un poco más en el tema del conocimiento, de la inferencia sobre lo desconocido y de las propiedades de lo conocido. La escalabilidad y la globalización Cada vez que un europeo altanero (y frustrado) medianamente cultivado expone sus estereotipos sobre los estadounidenses, suele describir a éstos como «faltos de cultura», «carentes de inteligencia» y «malos matemáticos» porque, a diferencia de sus iguales, los estadounidenses no saben mucho de ecuaciones ni de las construcciones que las personas de nivel intelectual medio denominan «alta cultura», como el conocimiento del viaje inspirador (y fundamental) de como el conocimiento del viaje inspirador (y fundamental) de Goethe a Italia, o la familiaridad con la escuela pictórica de Delft. Sin embargo, es previsible que quien hace estas afirmaciones sea un adicto a su iPod, vista téjanos y utilice Microsoft Word para dar forma a sus declaraciones «culturales» en su ordenador, con algunas búsquedas ocasionales en Google que le interrumpen en su redacción. Pues bien, ocurre que Estados Unidos actualmente es mucho, muchísimo más creativo que esos países de personas obsesionadas por los museos y la resolución de ecuaciones. También es mucho más tolerante y buscador de soluciones de abajo arriba y del método no dirigido del ensayo y el error. Y la globalización ha hecho posible que Estados Unidos se especialice en el lado creativo de las cosas, la producción de conceptos e ideas, es decir, la parte escalable de los productos, y cada vez más, con la exportación de empleo, en separar los componentes menos escalables y asignarlos a quienes se sienten satisfechos con que se les pague por horas. Se invierte más dinero en el diseño de un zapato que en su fabricación: a Nike, Dell y Boeing se les puede pagar por el mero hecho de pensar, organizar e implementar sus conocimientos, experiencia e ideas. Mientras que fábricas subcontratadas de países en vías de desarrollo hacen el trabajo sucio y pesado, los ingenieros de los países industrializados hacen las matemáticas y el aburrido y nada creativo trabajo técnico. La economía estadounidense ha invertido muchísimo en la generación de ideas, lo cual explica por qué la pérdida de puestos de trabajo en manufacturación se compagina con un nivel de vida progresivamente superior. Es evidente que el resultado en la economía mundial, donde los beneficios van a las ideas, es la mayor desigualdad entre los generadores de ideas, además de otorgar un papel más importante tanto a la oportunidad como a la suerte; pero voy a dejar el debate socioeconómico para la tercera parte, centrándome aquí en el conocimiento. Viajes al interior de Mediocristán Esta distinción entre escalable y no escalable nos permite diferenciar claramente entre dos variedades de incertidumbre, dos tipos de azar. Hagamos el siguiente experimento del pensamiento. Supongamos que reunimos a mil personas seleccionadas al azar de entre la población general, y las ponemos de pie, una al lado de otra, en un estadio. Podríamos incluir franceses (pero, por favor, no demasiados, por consideración al resto del grupo), miembros de la Mafia, personas ajenas a la Mafia y vegetarianos. Pensemos en la persona más obesa que se nos ocurra y añadámosla a esa muestra. Suponiendo que pese tres veces más que el peso medio, entre doscientos y doscientos cincuenta kilos, no representará más que una fracción muy pequeña del peso de toda la población (en este caso, un 0,5%). Podemos ser aún más contundentes. Si escogiéramos al ser humano biológicamente más pesado posible del planeta (y que, pese a ello, se pudiera seguir llamando humano), no representaría más del, supongamos, 0,6% del total, un incremento insignificante. Y si tuviéramos diez mil personas, su contribución sería pequeñísima. En la provincia utópica de Mediocristán, los sucesos particulares no aportan mucho individualmente, sólo de forma colectiva. Puedo formular la regla suprema de Mediocristán en estos términos: Cuando la muestra es grande, ningún elemento singular cambiará de forma significativa el total. La observación mayor seguirá siendo impresionante pero, en última instancia, será insignificante respecto a la suma. Presentaré ahora otro ejemplo que tomo de mi amigo Bruce Goldberg: nuestro consumo de calorías. Pensemos en las muchas calorías que consumimos al año: si pertenecemos a la clase de los humanos, cerca de ochocientas mil. Ningún día concreto, ni siquiera el de Acción de Gracias en casa de la tía abuela, supondrá una gran parte de esa cantidad. Aun en el caso de que decidiéramos suicidarnos de tanto comer, las calorías de ese infausto día no afectarían gravemente a nuestro consumo anual. Pero si le dijera al lector que existe una persona que pesa varias toneladas, o que mide varios cientos de kilómetros de alto, estaría plenamente justificado que aquél me obligara a examinarme el lóbulo frontal, o que sugiriera que me dedique a examinarme el lóbulo frontal, o que sugiriera que me dedique a escribir relatos de ciencia ficción. Sin embargo, no se pueden descartar tan fácilmente las variables extremas con diferentes tipos de cantidades, de lo cual nos ocuparemos a continuación. El extraño país de Extremistán Consideremos por comparación el valor neto de las mil personas que alineamos en el estadio. Añadámosles a la persona más rica que se pueda encontrar en el planeta, Bill Gates, por ejemplo, fundador de Microsoft. Supongamos que su patrimonio se acerca a los 80.000 millones de dólares, siendo el capital de todos los demás unos cuantos millones. ¿Cuánto representaría respecto a la riqueza total?, ¿el 99,9%? En efecto, todos los demás no serían más que un error de redondeo del patrimonio de Gates, la variación de su cartera de valores durante el último segundo. Para que el peso de alguien represente tal porcentaje, esa persona tendría que pesar unos 50 millones de kilos. Probemos de nuevo, pero ahora con libros. Alineemos a mil autores (o personas que ruegan que se les publique, pero que se llaman a sí mismas autores en vez de escritores), y comprobemos sus ventas. Luego añadamos al escritor vivo que (actualmente) tiene más lectores. J. K. Rowling, autora de la serie de Harry Potter, con varios cientos de millones de libros vendidos, dejaría como enanos a los mil autores restantes, que tendrían, por decir algo, unos cientos de miles de lectores en el mejor de los casos. Probemos también con citas académicas (la mención de un académico por otro en una publicación científica), las referencias en los medios de comunicación, los ingresos, el tamaño de una empresa, etc. Llamaremos a todo esto cuestiones sociales, pues son obra del hombre, en oposición a las físicas, por ejemplo, la medida de la cintura. En Extremistán, las desigualdades son tales que una única observación puede influir de forma desproporcionada en el total. Así pues, el peso, la altura y el consumo de calorías pertenecen a Mediocristán; pero la riqueza no. Casi todos los asuntos sociales son de Extremistán. Dicho de otro modo, las cantidades sociales son informativas, no físicas: no se pueden tocar. El dinero de una cuenta bancaria es importante, pero desde luego no es algo físico. Como tal puede asumir cualquier valor sin que sea necesario emplear energía alguna. No es más que un número. Señalemos que antes de la llegada de la tecnología moderna, las guerras solían pertenecer a Mediocristán. Es difícil masacrar a muchas personas si hay que matarlas una a una. Hoy, con las armas de destrucción masiva, todo lo que se necesita es un botón, o un pequeño error, para hacer que nuestro planeta desaparezca. Fijémonos en la implicación que ello tiene para el Cisne Negro. Extremistán puede producir Cisnes Negros, y de hecho lo hace, ya que unas cuantas ocurrencias han influido colosalmente en la historia. Esta es la principal idea de este libro. colosalmente en la historia. Esta es la principal idea de este libro. Extremistán y el conocimiento Esta distinción (entre Mediocristán y Extremistán) tiene unas ramificaciones fundamentales tanto para la justicia social como para la dinámica de los acontecimientos, pero veamos antes su aplicación al conocimiento, que es donde reside la mayor parte de su valor. Si un marciano llegara a la Tierra y se dedicara al negocio de medir la altura de los moradores de este feliz planeta, le bastaría con observar a cien humanos para hacerse una idea de la altura media. Si uno vive en Mediocristán, puede sentirse cómodo con lo que haya medido, suponiendo que esté completamente seguro de que procede de Mediocristán. También puede sentirse tranquilo con lo que haya averiguado a partir de los datos. La consecuencia epistemológica es que con el azar al estilo de Mediocristán no es posible encontrarse con la sorpresa de un Cisne Negro, la sorpresa de que un único suceso pueda dominar un fenómeno. Primo, los cien primeros días desvelarían todo lo que necesitamos saber sobre los datos. Secondo, aun en el caso de que tuviéramos una sorpresa, como veíamos en el ejemplo del humano de mayor peso, no sería trascendente. Si manejamos cantidades de Extremistán, tendremos problemas para averiguar la media de una muestra, ya que puede depender muchísimo de una única observación. La idea no tiene mayor dificultad que ésta. En Extremistán, una unidad puede afectar fácilmente al total de forma desproporcionada. En este mundo, hay que sospechar siempre del conocimiento derivado de los datos. Es un test muy fácil de la incertidumbre, que nos permite distinguir entre los dos tipos de aleatoriedad. Capish? Lo que en Mediocristán se puede saber a partir de los datos aumenta con mucha rapidez a medida que se acumula información. Sin embargo, en Extremistán el conocimiento crece muy despacio y de forma errática con la acumulación de datos —algunos de ellos extremos—, posiblemente a un ritmo desconocido. Salvaje y suave Si seguimos con mi distinción entre lo escalable y lo no escalable, podemos ver claramente las diferencias que existen entre Mediocristán y Extremistán, Veamos algunos ejemplos. Cosas que parecen pertenecer a Mediocristán (sometidas a lo que denominamos aleatoriedad de tipo 1): la altura, el peso, el consumo de calorías; los ingresos del panadero, del propietario de un pequeño restaurante, de la prostituta o del odontólogo; los beneficios del juego (en el caso muy especial de la persona que va al casino y se ciñe a una apuesta constante); los accidentes de tráfico, los índices de mortalidad, el coeficiente intelectual (tal como se mide actualmente). Cosas que parecen pertenecer a Extremistán (sometidas a lo que llamamos aleatoriedad de tipo 2): la riqueza, los ingresos, las ventas de libros por autor, las citas bibliográficas por autor, el reconocimiento de nombres como «famosos», el número de referencias en Google, la población de las ciudades, el uso de las palabras de un idioma, el número de hablantes de una lengua, los daños producidos por un terremoto, las muertes en las guerras, los fallecimientos en atentados terroristas, el tamaño de los planetas, el tamaño de las empresas, la propiedad de acciones, la altura entre las especies (pensemos en el elefante y el ratón), los mercados financieros (pero nuestro gestor de inversiones no lo sabe), el precio de los productos, el índice de inflación, los datos económicos. La lista de Extremistán es mucho más larga que la anterior. La tiranía del accidente Otro modo de formular la distinción general es el siguiente: Mediocristán es donde tenemos que soportar la tiranía de lo colectivo, la rutina, lo obvio y lo predicho; Extremistán es donde estamos sometidos a la tiranía de lo singular, lo accidental, lo imprevisto y lo no predicho. Por mucho que lo intentemos, nunca perderemos mucho peso en un solo día; necesitamos el efecto colectivo de muchos días, semanas, incluso meses. Asimismo, si uno trabaja de dentista, nunca se hará rico en un solo día; pero las cosas le pueden ir muy bien en treinta años de asistencia motivada, diligente, disciplinada y regular a sesiones de tratamiento odontológico. Sin embargo, si estamos sometidos a tratamiento odontológico. Sin embargo, si estamos sometidos a la especulación de base extremistana, podemos ganar o perder nuestra fortuna en un solo minuto. La tabla 1 resume las diferencias entre las dos dinámicas, a las que me referiré en lo que resta del libro; confundir la columna izquierda con la derecha puede llevar a unas consecuencias funestas (o extremadamente afortunadas). Este esquema, en el que se muestra que la mayor parte de la acción del Cisne Negro se sitúa en Extremistán, no es más que una mera aproximación; les ruego que no la platonifiquen, no la simplifiquemos más de lo que sea necesario. Extremistán no siempre implica Cisnes Negros. Algunos sucesos pueden ser raros y trascendentales, aunque de algún modo predecibles, sobre todo para aquellos que están preparados para ellos y disponen de las herramientas para comprenderlos (en vez de escuchar a los estadísticos, los economistas, los charlatanes de la variedad de la curva de campana). Son casi Cisnes Negros. En cierto modo pueden ser tratados científicamente: conocer su incidencia debería mitigar la sorpresa, ya que estos sucesos son raros pero esperados. A este caso especial de cisnes «grises» lo llamo aleatoriedad mandelbrotiana. Esta categoría comprende el azar que produce fenómenos comúnmente conocidos por los términos de escalable, escala invariable, leyes potenciales (power laws), leyes de Pareto-Zipf, ley de Yule, procesos paretianos estables, estable de Levy y leyes fractales; de momento vamos a dejarlos de lado, ya que nos ocuparemos de ellos con cierta extensión en la tercera parte. Según la lógica de este capítulo, son escalables, pero podemos saber un poco más sobre cómo escalan, ya que tienen mucho en común con las leyes de la naturaleza. Tabla 1 Mediocristán Extremistán No escalable. Escalable. Aleatoriedad Aleatoriedad salvaje (incluso más que moderada o de tipo 1. salvaje) o de tipo 2. El más «típico» es un gigante o un El miembro más típico enano, es decir, no hay un miembro es mediocre. típico. Los ganadores reciben un pequeño Efectos de «el ganador se lo lleva segmento del total del todo». pastel. Ejemplo: el caso de un cantante de ópera El público actual de un artista. antes de la invención del gramófono. Mayores probabilidades de que Mayores probabilidades de que se se encuentre en encuentre en nuestro entorno actual. nuestro entorno ancestral. ancestral. Impermeable al Cisne Vulnerable al Cisne Negro. Negro. Sometido a la No existen limitaciones físicas en lo que gravedad. pueda ser un número. Corresponde Corresponde a números, por ejemplo, (generalmente) a cantidades físicas, por la riqueza. ejemplo, la altura. Tan cercano a la igualdad utópica como Dominado por una extrema desigualdad al estilo de «el ganador se la realidad pueda lo lleva todo». permitir de forma espontánea. El total no está determinado por un El total estará determinado por un pequeño número de sucesos extremos. solo caso u observación. Si se observa durante un rato, se puede Lleva mucho tiempo saber qué pasa. llegar a saber qué pasa. Tiranía de lo Tiranía de lo accidental. colectivo. Fácil de predecir a partir de lo que se ve Difícil de predecir a partir de y de extenderlo a lo información pasada. que no se ve. La historia gatea. La historia da saltos. La distribución de la probabilidad es Los sucesos se distribuyen según la como cisnes «grises» mandelbrotianos curva de campana (el (científicamente tratables) o como Cisnes Negros completamente GFI) o sus variables.13 intratables. No obstante, se pueden experimentar graves Cisnes Negros en Mediocristán, aunque no es fácil. ¿Cómo? Podemos olvidar que algo es aleatorio, pensar que es determinante, con lo que generamos una sorpresa. O podemos abrirle un túnel a una fuente de información y permitir que se escape, sea una fuente moderada o disparatada, todo lo cual sucede debido a la falta de imaginación. La mayor parte de los Cisnes Negros son el resultado de este trastorno de los «túneles», del que me ocuparé en el capítulo 9. Hemos trazado una visión general de carácter «literario» sobre la distinción fundamental que expone este libro, y hemos ofrecido un truco para distinguir entre lo que pertenece a Mediocristán y lo que pertenece a Extremistán. Decía antes que Mediocristán y lo que pertenece a Extremistán. Decía antes que en la tercera parte me extenderé sobre estos temas, de modo que, por el momento, nos vamos a centrar en la epistemología y en ver cómo tal distinción afecta a nuestro conocimiento. 4 - LOS MIL Y UN DÍAS, O DE CÓMO NO SER IMBÉCIL La cuestión tratada anteriormente nos lleva al problema del Cisne Negro en su forma original. Imaginemos a alguien con autoridad y rango, que actúa en un lugar donde el rango importa, por ejemplo, una agencia estatal o una gran empresa. Podría ser un ampuloso comentarista político de Fox News que está ante nosotros en el gimnasio (es imposible no mirar la pantalla), el presidente de una empresa que habla del «brillante futuro que tenemos por delante», un médico platónico que ha descartado categóricamente la leche materna (porque no veía nada especial en ella) o un profesor de la Facultad de Empresariales de Harvard que no se ríe de nuestros chistes. Se trata de alguien que se toma lo que sabe demasiado en serio. Imaginemos que un bromista lo sorprende cierto día y le desliza subrepticiamente una fina pluma por la nariz, en un momento de relax. ¿En qué estado quedaría su circunspecta pomposidad después de la sorpresa? Comparemos su conducta autoritaria con el impacto de verse sorprendido por algo totalmente inesperado y que no entiende. Durante un breve momento, antes de recuperar la compostura, veríamos la confusión en su cara. Confieso que desarrollé un gusto incorregible por este tipo de travesuras durante mi primer campamento de verano. Una pluma introducida en el orificio nasal de un campista producía un pánico repentino. Me pasé parte de mi infancia practicando variaciones de esta travesura: en vez de una pluma fina se puede enrollar el extremo de un pañuelo de papel hasta convertirlo en un bastoncillo. Alcancé cierta práctica con mi hermano pequeño. Una travesura igualmente eficaz sería soltar un cubito de hielo por la espalda de alguien cuando menos se lo espere, por ejemplo, durante una cena oficial. Tuve que dejar esas diabluras a medida que iba entrando en la madurez, claro está, pero a veces me llegan involuntarios recuerdos de esas imágenes, sobre todo cuando estoy profundamente hastiado, asistiendo a reuniones con hombres de negocios de aire circunspecto (traje oscuro y mentes estandarizadas) que teorizan, explican cosas o hablan de sucesos aleatorios con muchos «porque» en su conversación. Me concentro en uno de ellos y me imagino que el cubito le va bajando por la espalda; sería menos moderno, aunque sin duda más espectacular, si le colocáramos un ratón vivo, sobre todo si la persona en cuestión tiene cosquillas y lleva corbata, la cual bloquearía la ruta de huida del roedor.14 Las travesuras también pueden ser compasivas. Recuerdo los primeros días de mi trabajo como operador de Bolsa, a mis veinticinco años, más o menos, cuando el dinero empezaba a veinticinco años, más o menos, cuando el dinero empezaba a entrar fácilmente. Solía coger taxis y, si el chófer hablaba un inglés raquítico y parecía muy deprimido, le daba cien dólares de propina, simplemente para impresionarlo un poco y deleitarme con su sorpresa. Observaba cómo desplegaba el billete y lo miraba con cierto grado de consternación (no hay duda de que un millón de dólares hubiera sido mejor, pero no estaba a mi alcance). Era también una sencilla experiencia hedonista: alegrarle a alguien el día con sólo cien dólares resultaba edificante. Al final dejé de hacerlo; todos nos hacemos tacaños y calculadores cuando nuestra riqueza va en aumento y empezamos a tomarnos el dinero en serio. No necesito gran ayuda de los hados para entretenerme a mayor escala: la realidad ofrece esas revisiones obligadas de las creencias con una frecuencia bastante elevada. Muchas son espectaculares. De hecho, todo el empeño de búsqueda del conocimiento se basa en tomar la sabiduría convencional y las creencias científicas aceptadas y hacerlas añicos con nuevas pruebas contraintuitivas, sea a pequeña escala (todo descubrimiento científico es un intento de producir un diminuto Cisne Negro) o a gran escala (como en el caso de la relatividad de Poincaré y de Einstein). Los científicos pueden mofarse de sus predecesores pero, debido a una serie de disposiciones mentales humanas, pocos se dan cuenta de que alguien se reirá de sus creencias en el (descorazonadamente cercano) futuro. En este caso, mis lectores y yo nos reímos del estado actual del conocimiento social. Estos peces gordos no ven la inevitable revisión que algún día sufrirá su trabajo, lo cual significa que revisión que algún día sufrirá su trabajo, lo cual significa que podemos dar por supuesto que se llevarán una sorpresa. Cómo aprender del pavo El superfilósofo Bertrand Russell expone una variante especialmente tóxica de aquel juego mío con los taxistas cuando ilustra lo que las personas que están en su onda llaman el Problema de la Inducción o Problema del Conocimiento Inductivo (en mayúsculas, dada su seriedad), sin duda la madre de todos los problemas de la vida. ¿Cómo podemos pasar lógicamente de los casos específicos a las conclusiones generales? ¿Cómo sabemos lo que sabemos? ¿Cómo sabemos que lo que hemos observado en unos objetos y sucesos dados basta para permitirnos entender sus restantes propiedades? Todo conocimiento al que se ha llegado mediante la observación lleva incorporadas ciertas trampas. Pensemos en el pavo al que se le da de comer todos los días. Cada vez que le demos de comer el pavo confirmará su creencia de que la regla general de la vida es que a uno lo alimenten todos los días unos miembros amables del género humano que «miran por sus intereses», como diría un político. La tarde del miércoles anterior al día de Acción Gracias, al pavo le ocurrirá algo inesperado. Algo que conllevará una revisión de su creencia.15 En el resto de este capítulo esbozaré el problema del Cisne En el resto de este capítulo esbozaré el problema del Cisne Negro en su forma original: ¿cómo podemos conocer el futuro teniendo en cuenta nuestro conocimiento del pasado; o de forma más general, cómo podemos entender las propiedades de lo desconocido (infinito) basándonos en lo conocido (finito)? Pensemos de nuevo en la alimentación del pavo. ¿Qué puede aprender éste sobre lo que le aguarda mañana a partir de los sucesos acaecidos ayer: Tal vez mucho, pero sin duda un poco menos de lo que piensa, y es precisamente este «un poco menos» lo que puede marcar toda la diferencia. El problema del pavo se puede generalizar a cualquier situación donde la misma mano que te da de comer puede ser la que te retuerza el cuello. Consideremos el caso de los judíos alemanes progresivamente integrados en la década de 1930, o la exposición que hacía en el capítulo 1 sobre cómo la población libanesa quedó adormecida por una falsa sensación de seguridad, fruto de las aparentes amistad y tolerancia mutuas. Demos un paso más y pensemos en el aspecto más inquietante de la inducción: el «retroaprendizaje». Pensemos que la experiencia del pavo, más que no tener ningún valor, puede tener un valor negativo. El animal aprendió de la observación, como a todos se nos dice que hagamos (al fin y al cabo, se cree que éste es precisamente el método científico). Su confianza aumentaba a medida que se repetían las acciones alimentarias, y cada vez se sentía más seguro, pese a que el sacrificio era cada vez más inminente. Consideremos que el sentimiento de seguridad alcanzó el punto máximo cuando el riesgo era mayor. Pero el problema es incluso más general que todo esto, sacude la naturaleza del propio conocimiento empírico. Algo ha funcionado en el pasado, hasta que... pues, inesperadamente, deja de funcionar, y lo que hemos aprendido del pasado resulta ser, en el mejor de los casos, irrelevante o falso y, en el peor, brutalmente engañoso. La figura 1 representa el caso prototípico del problema de la inducción tal como se encuentra en la vida real. Figura 1. Mil y un días de historia. El pavo antes y después del día de Acción de Gracias. La historia de un proceso a lo largo de mil días no nos dice nada sobre lo que ocurrirá a continuación. Esta ingenua proyección del futuro a partir del presente se puede aplicar a cualquier cosa. Observamos una variable hipotética durante mil días. Puede tratarse de cualquier cosa (con leves modificaciones): las ventas de un libro, la presión sanguínea, los delitos, nuestros ingresos personales, unas determinadas acciones, los intereses de un préstamo o la asistencia dominical a un determinado templo de la Iglesia ortodoxa griega. Posteriormente, y sólo a partir de los datos pasados, sacamos algunas consecuencias referentes a las propiedades del modelo, con proyecciones para los próximos mil, y hasta cinco mil, días. El día mil uno ¡boom!, se produce un gran cambio que el pasado no había previsto en modo alguno. Pensemos en la sorpresa de la Gran Guerra. Después de los conflictos napoleónicos, el mundo había experimentado un período de paz que llevó a cualquier observador a pensar en la desaparición de los conflictos gravemente destructivos. Pero, ¡sorpresa!, la Gran Guerra resultó ser el conflicto más mortífero hasta entonces de la historia de la humanidad. Observemos que, una vez sucedido lo sucedido, se empiezan a predecir posibilidades de que se vayan a producir otras rarezas en el ámbito local, es decir, en el proceso que nos acaba de sorprender, pero no en otras partes. Después de la crisis bursátil de 1987, la mitad de los operadores estadounidenses se preparaban para sufrir un nuevo cataclismo todos los meses de octubre, sin tener en cuenta que el primero no tuvo ningún antecedente. Nos preocupamos demasiado tarde, es decir, expost. Confundir una observación ingenua del pasado con algo definitivo o representativo del futuro es la sola y única causa de nuestra incapacidad para comprender el Cisne Negro. Al aficionado a las citas —es decir, uno de esos escritores y estudiosos que llenan sus textos de frases pronunciadas por alguna autoridad ya difunta— podría parecerle que, como decía Hobbes, «de los mismos antecedentes se siguen las mismas consecuencias». Quienes creen en los beneficios incondicionales de la experiencia pasada deberían considerar esta perla de la sabiduría, que pronunció, según se dice, el capitán de un famoso barco: Pero con toda mi experiencia, nunca me he encontrado en un accidente [...] de ningún tipo que sea digno de mención. En todos mis años en el mar, sólo he visto un barco en situación difícil. Nunca vi ningún naufragio, nunca he naufragado ni jamás me he encontrado en una situación que amenazara con acabar en algún tipo de desastre. E. J. Smith, 1907, capitán del RMS Titanic El barco del capitán Smith se hundió en 1912: su naufragio se convirtió en el más famoso de la historia.16 Formados para ser sosos Asimismo, pensemos en el director de un banco que lleve mucho tiempo acumulando beneficios, y que, por un único revés de la fortuna, lo pierde todo. Por regla general, los banqueros de crédito tienen forma de pera, van perfectamente afeitados y visten de la forma más cómoda y aburrida posible, con traje oscuro, camisa blanca y corbata roja. En efecto, para su negocio del préstamo, los bancos contratan a personas aburridas y las forman para que sean aún más sosas. Pero lo hacen para despistar. Si tienen el aspecto de personas conservadoras es porque sus préstamos sólo caen en la bancarrota en muy rarísimas ocasiones. No hay forma de calcular la eficacia de su actividad prestamista con la simple observación de la misma durante un día, una semana, un mes o... incluso un siglo. En verano de 1982, los grandes bancos estadounidenses perdieron casi todas sus ganancias anteriores (acumuladas), casi todo lo que habían reunido en la historia de la banca estadounidense. Habían estado concediendo préstamos a países de América Central y del Sur, que dejaron de pagar todos al mismo tiempo, «un suceso de carácter excepcional». Así que bastó con un verano para comprender que ése era un negocio de aprovechados y que todas sus ganancias provenían de un juego muy arriesgado. Durante ese tiempo, los banqueros hicieron creer a todo el mundo, ellos los primeros, que eran «conservadores». No son conservadores, sólo fenomenalmente diestros para el autoengaño y para ocultar bajo la alfombra la posibilidad de una pérdida grande y devastadora. De hecho, la parodia se repitió diez años después con los grandes bancos «conscientes del riesgo», que nuevamente se hallaban bajo presión económica, muchos de ellos a punto de quebrar, tras la presión económica, muchos de ellos a punto de quebrar, tras la caída del precio de las propiedades inmobiliarias a principios de la década de 1990, cuando la hoy desaparecida industria del ahorro y el préstamo necesitó un rescate a cargo del contribuyente de más de medio billón de dólares. El banco de la Reserva Federal los protegió a nuestras expensas: cuando los banqueros «conservadores» obtienen beneficios, ellos son quienes se llevan las ganancias; cuando caen enfermos, nosotros nos hacemos cargo de los costes. Después de graduarme en Wharton, empecé a trabajar para Bankers Trust (hoy desaparecido). Allí, la oficina del director, olvidando rápidamente lo sucedido en 1982, publicaba los resultados de cada trimestre junto con un anuncio donde se explicaba lo valientes, provechosos, conservadores (y guapos) que eran. Era evidente que sus beneficios no eran más que activo tomado prestado al destino con alguna fecha de devolución aleatoria. A mí no me importa asumir riesgos, pero por favor, no nos llamemos conservadores y no actuemos con prepotencia frente a otros negocios que son más vulnerables a los Cisnes Negros. Otro suceso reciente es la bancarrota casi instantánea, en 1998, de una compañía de inversiones financieras (fondo de protección) llamada Long-Term Capital Management (LTCM, Gestión de Capital a Largo Plazo), que empleaba los métodos y la experiencia en riesgo de dos «premios Nobel de Economía», a los que llamaban «genios» pero que en realidad empleaban las falsas matemáticas al estilo de la curva de campana, mientras conseguían convencerse de que era ciencia de la buena y conseguían convencerse de que era ciencia de la buena y convertían a todos los empleados en unos redomados imbéciles. Una de las mayores pérdidas bursátiles de la historia tuvo lugar en un abrir y cerrar de ojos, sin ningún signo premonitorio (más, mucho más, en el capítulo 17).17 El Cisne Negro guarda relación con el conocimiento Desde el punto de vista del pavo, el hecho de que el día mil uno no le den de comer es un Cisne Negro. Para el carnicero, no, ya que no es algo inesperado. De modo que aquí podemos ver que el Cisne Negro es el problema del imbécil. En otras palabras, ocurre en relación con nuestras expectativas. Uno se da cuenta de que puede eliminar un Cisne Negro mediante la ciencia (si sabe hacerlo), o manteniendo la mente abierta. Naturalmente, al igual que el personal de LTCM, también podemos crear Cisnes Negros con la ciencia, dando esperanzas a los demás de que no se producirá el Cisne Negro; y así es como la ciencia convierte a los ciudadanos normales en imbéciles. Observemos que estos sucesos no tienen por qué ser sorpresas instantáneas. Algunas de las fracturas históricas a las que aludía en el capítulo 1 se han prolongado durante décadas, como, por ejemplo, el ordenador, que produjo efectos trascendentales en la sociedad sin que la invasión que suponía en nuestras vidas se observara día tras día. Algunos Cisnes Negros nuestras vidas se observara día tras día. Algunos Cisnes Negros proceden de la lenta configuración de cambios incrementales en el mismo sentido, como en el caso de los libros que se venden en grandes cantidades a lo largo de los años, y que nunca aparecen en las listas de éxitos de ventas, o de las tecnologías que se nos acercan de forma lenta pero inexorable. Asimismo, la subida de las acciones en el índice Nasdaq a finales de la década de 1990 requirió varios años; pero dicho incremento hubiera parecido más claro si hubiéramos tenido que trazarlo sobre una larga línea histórica. Las cosas deben verse en una escala de tiempo relativa, no absoluta: los terremotos duran minutos, el 11S duró horas, pero las cambios históricos y las aplicaciones tecnológicas son Cisnes Negros que pueden requerir décadas. En general, los Cisnes Negros positivos exigen tiempo para mostrar su efecto, mientras que los negativos ocurren muy deprisa: es mucho más fácil y rápido destruir que construir. (Durante la guerra libanesa, la casa de mis padres en Amioun y la de mi abuelo en un pueblo de los alrededores quedaron destruidas en sólo unas horas, dinamitadas por los enemigos de mi abuelo, que controlaban la zona. Se tardó siete mil veces más —dos años— en reconstruirlas. Esta asimetría en las escalas de tiempo explica la dificultad de invertir el tiempo.) Breve historia del problema del Cisne Negro Negro El problema del pavo (alias, problema de la inducción) es muy antiguo pero, por alguna razón, es probable que nuestro particular profesor de filosofía lo denomine «problema de Hume». La gente cree que los escépticos y los empíricos somos taciturnos, paranoicos y angustiados en nuestra vida privada, que puede ser exactamente todo lo contrario de lo que la historia (y mi experiencia personal) señala. Al igual que muchos escépticos, gozo de la compañía de los demás; Hume era jovial y un bon vivant, deseoso de la fama literaria, la compañía de salón y la conversación agradable. Su vida no estuvo exenta de anécdotas. En cierta ocasión se cayó en una ciénaga cerca de la casa que se estaba construyendo en Edimburgo. Dada la fama de ateo que tenía entre sus vecinos, una mujer se negó a sacarlo de allí mientras no recitara el Padrenuestro y el Credo, lo cual, como persona sensata que era, hizo enseguida. Pero no antes de que discutiera con la mujer si los cristianos estaban obligados a ayudar a sus enemigos. Hume era de aspecto poco atractivo. «Mostraba esa mirada preocupada del estudioso meditabundo que tan a menudo hace pensar a quien no la conoce que se encuentra ante un imbécil», dice un biógrafo. Lo curioso es que a Hume no se le conocía en su época por las obras que dieron lugar a su reputación actual: se hizo rico y famoso con una historia de Inglaterra que fue todo un éxito. Paradójicamente, mientras vivió, sus obras filosóficas, hoy tan famosas, «nacían muertas de la imprenta», mientras que las que le hicieron famoso en su época son hoy día difíciles de encontrar. Escribía con tal claridad que pone en evidencia a los pensadores actuales, y desde luego a todo el programa de licenciatura alemán. A diferencia de Kant, Fichte, Schopenhauer y Hegel, Hume es el tipo de pensador a quien a veces lee la persona que habla de su obra. Oigo hablar con cierta frecuencia del «problema de Hume» en relación con el problema de la inducción, pero se trata de un problema antiguo, más antiguo que el interesante escocés, tal vez más que la propia filosofía, y quizá tan antiguo como las conversaciones por los campos de olivos. Retrocedamos al pasado, pues los antiguos lo formularon con no menor precisión. Sexto el (lamentablemente) Empírico El escritor violentamente antiacadémico y activista antidogma Sexto Empírico vivió cerca de mil quinientos años antes de Hume, y formuló el problema del pavo con gran precisión. Poco sabemos del personaje; desconocemos si fue un auténtico filósofo o un simple copista de textos filosóficos de autores que hoy nos resultan oscuros. Suponemos que vivió en Alejandría en el siglo II. Pertenecía a una escuela de medicina llamada «empírica», pues sus practicantes dudaban de las teorías y de la causalidad; preferían basarse en la experiencia pasada como guía de sus tratamientos, aunque no ponían en ella excesiva confianza. Además, no creían que la anatomía revelara de forma confianza. Además, no creían que la anatomía revelara de forma clara la función. Del defensor más famoso de la escuela empírica, Menodoto de Nicomedia, que mezclaba el empirismo con el escepticismo filosófico, se decía que consideraba la medicina un arte, no una «ciencia», y que aislaba su práctica de los problemas de la ciencia dogmática. La práctica de la medicina explica la adición de Empírico al nombre de Sexto. Sexto representaba y compiló las ideas de la escuela de los escépticos pirronianos, que iban en pos de alguna forma de terapia intelectual resultante de la suspensión de la creencia. ¿Te enfrentas a la posibilidad de un suceso adverso? No te preocupes. Quién sabe, quizá sea bueno para ti. Dudar de las consecuencias de un suceso nos permitirá seguir imperturbables. Los escépticos pirronianos eran dóciles ciudadanos que seguían las costumbres y las tradiciones siempre que era posible, pero se enseñaron a sí mismos a dudar sistemáticamente de todo, por lo que se mostraban virulentos en su lucha contra el dogma. Entre las obras conservadas de Sexto figura una diatriba que lleva el hermoso título de Adversas mathematicos, traducida a veces como Contra los profesores. La mayor parte de la obra se podría haber escrito hace un par de días. Lo más interesante de Sexto en lo que concierne a mis ideas es la rara mezcla de filosofía y toma de decisiones en su práctica. Era una persona emprendedora y activa, de ahí que los eruditos clásicos no hablen muy bien de él. Los métodos de la medicina empírica, que se basan en el sistema aparentemente gratuito del ensayo y el error, serán fundamentales en mis ideas sobre la planificación y la predicción, sobre cómo sacar provecho del Cisne Negro. En 1998, cuando empecé a trabajar por mi cuenta, puse el nombre de Empírica a mi laboratorio de investigación y a mi sociedad comercial, no por las mismas razones antidogmáticas que Sexto, sino por el recuerdo mucho más deprimente de que fueron necesarios al menos catorce siglos después de la aparición de la escuela de medicina empírica para que la medicina cambiara y, por fin, se hiciera adogmática, sospechosa de teorizante, profundamente escéptica y basada en pruebas. ¿Lección? Que la conciencia de un problema no significa mucho, sobre todo cuando están en juego intereses personales o instituciones interesadas. Algazel El tercer pensador importante que abordó el problema fue AlGhazali, escéptico de lengua árabe del siglo XI, conocido en latín como Algazel. Llamaba a los eruditos dogmáticos ghabi, literalmente «imbéciles», una forma árabe más divertida que «tarado» y más expresiva que «oscurantista». Algazel escribió su propio Contra los profesores, una diatriba llamada Tahafut alfalasifa, que yo traduzco como «La incompetencia de la filosofía». Iba dirigida contra la escuela llamada falasifah; la clase intelectual árabe era la heredera directa de la filosofía clásica de la Academia, pero consiguieron reconciliarla con el islamismo la Academia, pero consiguieron reconciliarla con el islamismo mediante la argumentación racional. El ataque de Algazel al conocimiento «científico» dio lugar a un debate con Averroes, el filósofo medieval que acabó por ejercer más influencia en todos los pensadores medievales (influyó a judíos y cristianos, pero no a los musulmanes). Por desgracia, el debate entre Algazel y Averroes lo ganaron finalmente los dos. En sus ramificaciones, muchos pensadores religiosos árabes integraron y exageraron el escepticismo de Algazel respecto al método científico, dejando las consideraciones causales a Dios (en realidad se trataba de una prolongación de la idea de Algazel). Occidente abrazó el racionalismo de Averroes, construido sobre el de Aristóteles, que sobrevivió a través de Tomás de Aquino y de los filósofos judíos, quienes se llamaron a sí mismos averroístas durante mucho tiempo. Muchos pensadores atribuyen el abandono posterior del método científico por parte de los árabes a la grandísima influencia de Algazel. Éste acabó por alimentar el misticismo sufí, en el que el orante intenta entrar en comunión con Dios eliminando toda conexión con los asuntos mundanos. Todo ello tuvo su origen en el problema del Cisne Negro. El escéptico, amigo de la religión Los antiguos escépticos abogaban por la ignorancia erudita como primer paso hacia las preguntas honestas sobre la verdad; en cambio, los posteriores escépticos de la Edad Media, tanto en cambio, los posteriores escépticos de la Edad Media, tanto musulmanes como cristianos, utilizaron el escepticismo como medio para evitar la aceptación de lo que hoy llamamos ciencia. La creencia en el problema del Cisne Negro, las preocupaciones sobre la inducción y la defensa del escepticismo pueden hacer que algunas discusiones religiosas sean más atractivas, aunque sea en forma deística, anticlerical y minimalista. Esta idea de confiar en la fe, y no en la razón, era conocida como fideísmo. Así pues, existe una tradición de escépticos del Cisne Negro que encontraron solaz en la religión, y cuyo mejor representante es Pierre Bayle, erudito, filósofo y teólogo protestante de habla francesa, que se exilió a Holanda y construyó un extenso entramado filosófico relacionado con los escépticos pirronianos. Bayle ejerció una influencia considerable en Hume, a quien introdujo en el escepticismo antiguo, hasta el punto de que Hume tomó multitud de ideas de sus obras. El Dictionnaire historique et critique de Bayle fue el texto erudito más leído del siglo XVIII pero, como muchos de mis héroes franceses (por ejemplo, Frederic Bastiat), no parece que Bayle forme parte del sistema de estudios francés, y de hecho resulta casi imposible encontrar sus obras en el idioma original. Algo similar ocurre con el algazelista Nicolás de Autrecourt. No es un hecho muy conocido que, hasta hace poco, la exposición más completa acerca del escepticismo era obra de un poderoso obispo católico que fue miembro de la Academia Francesa. Pierre-Daniel Huet escribió su Tratado filosófico sobre la debilidad de la mente humana en 1690, un libro notable que rompe los dogmas y cuestiona la percepción notable que rompe los dogmas y cuestiona la percepción humana. Huet expone argumentos de poderosa fuerza contra la causalidad: afirma, por ejemplo, que cualquier suceso puede tener una infinidad de causas posibles. Tanto Huet como Bayle eran eruditos y dedicaron su vida a la lectura. Huet, que llegó a cumplir noventa años, tenía un criado que le seguía con un libro y le leía durante las comidas y los recesos, con lo que evitaba la pérdida de tiempo. Se decía que era la persona más leída de su tiempo. Permítame el lector que insista en que para mí la erudición es muy importante. Es signo de una genuina curiosidad intelectual. Es compañera de la actitud abierta y del deseo de valorar las ideas de los demás. Ante todo, el erudito sabe sentirse insatisfecho de sus propios conocimientos, una insatisfacción que a la postre constituye un magnífico escudo contra la platonicidad, las simplificaciones del gestor de cinco minutos, o contra el filisteísmo del estudioso exageradamente especializado. No hay duda de que estudio que no va acompañado de erudición puede llevar al desastre. No quiero ser pavo Pero alentar el escepticismo filosófico no es exactamente lo que este libro se propone. Dado que la conciencia del Cisne Negro nos puede conducir al retraimiento y al escepticismo extremo, voy a tomar aquí el sentido opuesto. Mi interés reside en las acciones y el empirismo auténtico. Este libro no es obra de un sufí místico, ni de un escéptico en el sentido antiguo o de un sufí místico, ni de un escéptico en el sentido antiguo o medieval, ni siquiera (como veremos) en un sentido filosófico, sino de un profesional cuyo objetivo principal es no ser imbécil en cosas que importan, y punto. Hume era radicalmente escéptico de puertas adentro, pero abandonaba tales ideas cuando salía al exterior, ya que no las podía mantener. Yo hago aquí exactamente lo contrario: soy escéptico en asuntos que tienen implicaciones para la vida diaria. En cierto sentido, todo lo que me preocupa es tomar decisiones sin ser un pavo. En los últimos veinte años, muchas personas medianamente cultivadas me han preguntado: «¿Cómo es posible que usted, señor Taleb, cruce la calle dada su extrema conciencia del riesgo?»; o han manifestado algo más insensato: «Nos pide que no corramos riesgos». Naturalmente, no abogo por la fobia total al riesgo (luego veremos que estoy a favor de una forma agresiva de asumir riesgos): lo que voy a mostrar en este libro es cómo evitar cruzar la calle con los ojos vendados. Quieren vivir en Mediocristán Acabo de exponer el problema del Cisne Negro en su forma histórica: la dificultad fundamental de generalizar a partir de la información disponible, o de aprender del pasado, de lo desconocido y de lo visto. También he expuesto la lista de aquellos que, en mi opinión, constituyen las figuras históricas más relevantes. Observará el lector que nos es extremadamente conveniente asumir que vivimos en Mediocristán. ¿Por qué? Porque nos permite descartar las sorpresas del Cisne Negro. Si se vive en Mediocristán, el Cisne Negro o no existe o tiene escasas consecuencias. Este supuesto aleja mágicamente el problema de la inducción, que desde Sexto Empírico ha asolado la historia del pensamiento. El estadístico puede eliminar la epistemología. ¡No nos hagamos ilusiones! No vivimos en Mediocristán, de modo que el Cisne Negro necesita una mentalidad distinta. Como no podemos ocultar el problema debajo de la alfombra, tendremos que profundizar en él. No es ésta una dificultad irresoluble, y hasta nos podemos beneficiar de ella. Pero hay otros problemas que surgen de nuestra ceguera ante el Cisne Negro: 1. Nos centramos en segmentos preseleccionados de lo visto, y a partir de ahí generalizamos en lo no visto: el error de la confirmación. 2. Nos engañamos con historias que sacian nuestra sed platónica de modelos distintos: la falacia narrativa. 3. Nos comportamos como si el Cisne Negro no existiera: la naturaleza humana no está programada para los Cisnes Negros. 4. Lo que vemos no es necesariamente todo lo que existe. La historia nos oculta los Cisnes Negros y nos da una idea falsa sobre las probabilidades de esos sucesos: es la distorsión de las pruebas silenciosas. 5. «Tunelamos»: es decir, nos centramos en unas cuantas fuentes bien definidas de la incertidumbre, en una lista demasiado específica de Cisnes Negros (a expensas de aquellos que no nos vienen a la mente con facilidad). En los siguientes cinco capítulos me ocuparé de cada uno de estos puntos. Luego, en la conclusión de la primera parte, mostraré que, en realidad, son el mismo tema. 5 - LA CONFIRMACIÓN, LA DICHOSA CONFIRMACIÓN La confirmación, por muy arraigada que esté en nuestros hábitos y nuestra sabiduría convencional, puede ser un error peligroso. Supongamos que dijera al lector que tengo pruebas de que el jugador de fútbol americano O. J. Simpson (que fue acusado de asesinar a su esposa en la década de 1990) no era un criminal. Fíjese, el otro día desayuné con él y no mató a nadie. Lo digo en serio, no vi que matara a nadie. ¿No confirmaría esto su inocencia? Si dijera tal cosa, no hay duda de que el lector llamaría al manicomio, a una ambulancia o hasta a la policía, ya que podría pensar que paso demasiado tiempo en despachos de operadores bursátiles o en cafeterías pensando en el tema del Cisne Negro, y que mi lógica puede representar para la sociedad un peligro tan inmediato que es preciso que me encierren enseguida. La misma reacción tendría el lector si le dijera que el otro día me eché una siestecita sobre las vías del tren en New Rochelle, Nueva York, y no resulté muerto. Oiga, míreme, estoy vivo, diría, y esto es demuestra que acostarse sobre las vías del tren no supone ningún riesgo. Pero consideremos lo siguiente. Fijémonos de nuevo en la figura 1 del capítulo 4; alguien que hubiera observado los primeros mil días del pavo (pero no el impacto del día mil uno) diría, con toda razón, que no hay ninguna prueba sobre la posibilidad de los grandes sucesos, es decir, de los Cisnes Negros. Sin embargo, es probable que el lector confunda esta afirmación, sobre todo si no presta mucha atención, con la afirmación de que existen pruebas de no posibles Cisnes Negros. La distancia entre las dos aserciones, aunque de hecho es muy grande, parecerá muy corta a la mente del lector, hasta el punto de que una puede sustituir fácilmente a la otra. Dentro de diez días, si el lector consigue acordarse de la primera afirmación, es probable que retenga la segunda versión, mucho más imprecisa: la de que hay pruebas de no Cisnes Negros. A esta confusión la llamo falacia del viaje de ida y vuelta, ya que esas afirmaciones no son intercambiables. Tal confusión entre ambas afirmaciones forma parte de un error lógico trivial, muy trivial (pero fundamental): no somos inmunes a los errores lógicos triviales, ya que no somos profesores ni pensadores particularmente inmunes a ellos (las ecuaciones complicadas no tienden a cohabitar felizmente con la claridad de mente). A menos que nos concentremos mucho, es probable que, sin ser conscientes de ello, simplifiquemos el problema, porque así lo suele hacer nuestra mente, sólo que no nos damos cuenta. Merece la pena profundizar un poco en este punto. Merece la pena profundizar un poco en este punto. Muchas personas confunden la afirmación «casi todos los terroristas son musulmanes» con la de «casi todos los musulmanes son terroristas». Supongamos que la primera afirmación sea cierta, es decir, que el 99% de los terroristas sean musulmanes. Esto significaría que alrededor del 0,001% de los musulmanes son terroristas, ya que hay más de mil millones de musulmanes y sólo, digamos, diez mil terroristas, uno por cada cien mil. Así que el error lógico nos hace sobreestimar (inconscientemente) en cerca de cincuenta mil veces la probabilidad de que un musulmán escogido al azar (supongamos que de entre quince y cincuenta años) sea un terrorista. El lector podrá observar en esta falacia del viaje de ida y vuelta la injusticia de los estereotipos; las minorías de las zonas urbanas de Estados Unidos han sufrido la misma confusión: aun en el caso de que la mayor parte de los delincuentes procedieran de su subgrupo étnico, la mayoría de las personas pertenecientes a su subgrupo étnico no serían delincuentes, pero, pese a ello, son discriminados por parte de personas que deberían informarse mejor. «Nunca quise decir que los conservadores en general sean estúpidos. Me refería a que la gente estúpida normalmente es conservadora», se quejaba en cierta ocasión John Stuart Mili. Este problema es crónico: si decimos a las personas que la clave del éxito no siempre está en las destrezas, pensarán que les estamos diciendo que nunca está en las destrezas, que siempre está en la suerte. Nuestra maquinaria deductiva, esa que empleamos en la vida cotidiana, no está hecha para un entorno complicado en el que una afirmación cambie de forma notable cuando su formulación en palabras se modifica ligeramente. Pensemos que en un entorno primitivo no existe ninguna diferencia trascendental entre las afirmaciones «la mayoría de los asesinos son animales salvajes» y «la mayoría de los animales salvajes son asesinos». Aquí hay un error, pero apenas tiene consecuencias. Nuestras intuiciones estadísticas no han evolucionado en el seno de un hábitat en que las sutilezas de este tipo puedan marcar una gran diferencia. No todos los zoogles son boogles «Todos los zoogles son boogles. Has visto un boogle. ¿Es un zoogle?» No necesariamente, «ya que no todos los boogles son zoogles». Los jóvenes que responden mal este tipo de preguntas en su SAT (Scholastic Aptitude Test, «prueba de aptitud académica») es posible que no puedan acceder a la universidad. Sin embargo, otra persona puede obtener una nota muy alta en los SAT y no obstante sentir miedo cuando alguien de aspecto sospechoso entra con ella en el ascensor. Esta incapacidad para transferir de forma automática el conocimiento o la complejidad de una situación a otra, o de la teoría a la práctica, es un atributo muy inquietante de la naturaleza humana. Vamos a llamarlo la especificidad del dominio de nuestras reacciones. Cuando digo que es «específico del dominio» me reacciones. Cuando digo que es «específico del dominio» me refiero a que nuestras reacciones, nuestro modo de pensar, nuestras intuiciones dependen del contexto en que se presenta el asunto, lo que los psicólogos evolucionistas denominan el «dominio» del objeto o del suceso. La clase es un dominio; la vida real, otro. Reaccionamos ante una información no por su lógica impecable, sino basándonos en la estructura que la rodea, y en cómo se inscribe dentro de nuestro sistema social y emocional. Los problemas lógicos que en el aula se pueden abordar de una determinada forma, pueden ser tratados de modo diferente en la vida cotidiana. Y de hecho se tratan de modo diferente en la vida cotidiana. El conocimiento, incluso cuando es exacto, no suele conducir a las acciones adecuadas, porque tendemos a olvidar lo que sabemos, o a olvidar cómo procesarlo adecuadamente si no prestamos atención, aun en el caso de que seamos expertos. Se ha demostrado que los estadísticos suelen dejarse el cerebro en el aula y caen en los errores de inferencia más triviales cuando salen a la calle. En 1971, los psicólogos Danny Kahneman y Amos Tversky plantearon a profesores de estadística preguntas formuladas como cuestiones no estadísticas. Una era similar a la siguiente (he cambiado un tanto el ejemplo para mayor claridad): supongamos que vivimos en una ciudad que dispone de dos hospitales, uno grande y otro pequeño. Cierto día, el 60% de los bebés nacidos en uno de los dos hospitales son niños. ¿En qué hospital es más probable que haya ocurrido? Muchos estadísticos cometieron el error (como en una conversación informal) de escoger el hospital más grande, cuando de hecho la estadística se basa en que las muestras grandes son más estables y deberían fluctuar menos respecto al promedio a largo plazo — aquí, el 50% para cada sexo— que las muestras más pequeñas. Esos estadísticos hubieran suspendido sus propios exámenes. Durante mis tiempos de quant me encontré con centenares de errores deductivos graves cometidos por estadísticos que olvidaban que lo eran. Para ver otro ejemplo de cómo podemos ser ridículamente específicos en el dominio de la vida cotidiana, vayamos al lujoso Reebok Sports Club de Nueva York, y fijémonos en el número de personas que, después de subir varios pisos en el ascensor, se dirigen enseguida al aparato que simula las escaleras. Esta especificidad del dominio de nuestras inferencias y reacciones funciona en ambos sentidos: algunos problemas podemos entenderlos en sus aplicaciones pero no en los libros de texto; otros los captamos mejor en los libros de texto que en su aplicación práctica. Las personas pueden conseguir solucionar sin esfuerzo un problema en una situación social, pero devanarse los sesos cuando se presenta como un problema lógico abstracto. Tendemos a emplear una maquinaria mental diferente —los llamados módulos— en situaciones diferentes: nuestro cerebro carece de un ordenador central multiusos que arranque con unas regías lógicas y las aplique por igual a todas las situaciones posibles. Y, como he dicho, podemos cometer un error lógico en la realidad pero no en el aula. Esta asimetría se ve mejor en la realidad pero no en el aula. Esta asimetría se ve mejor en la detección del cáncer. Pensemos en los médicos que examinan a un paciente en busca de indicios de la existencia de cáncer; lo típico es que los análisis se realicen a pacientes que quieren saber si están curados o si hay una «reaparición». (En realidad, reaparición es un nombre poco adecuado; significa simplemente que el tratamiento no mató todas las células cancerígenas y que estas células malignas no detectadas han empezado a multiplicarse sin control.) En el estado actual de la tecnología, no es posible analizar todas las células del paciente para ver si alguna de ellas es maligna, de ahí que el médico tome una muestra escaneando el cuerpo con la máxima precisión posible. Luego establece un supuesto sobre lo que no observó. En cierta ocasión, me quedé desconcertado cuando un médico me dijo, después de un chequeo rutinario para detectar la posible existencia de un cáncer: «Deje de preocuparse, tenemos pruebas de que está curado». «¿Por qué?», pregunté. «Hay pruebas de que no tiene ningún cáncer», fue su respuesta. «¿Cómo lo sabe?», pregunté. El médico contestó: «El escanograma es negativo». ¡Y aún sigue haciéndose llamar médico! En la literatura médica se emplea el acrónimo NED, que significa «No Evidence of Disease» (sin pruebas de enfermedad). No existe nada del estilo END, «Evidence of No Disease» (pruebas de ausencia de enfermedad). Sin embargo, en mis charlas con médicos acerca de este tema, incluso con quienes publican artículos sobre sus resultados, muchos caen, durante la conversación, en la falacia del viaje de ida y vuelta. Los médicos que trabajaban en el ambiente de arrogancia Los médicos que trabajaban en el ambiente de arrogancia científica característico de la década de 1960 menospreciaban la lactancia materna como algo primitivo, como si se pudiera fabricar algo exactamente igual en sus laboratorios; pero no se percataban de que la leche materna puede incluir componentes útiles que podrían haber pasado desapercibidos a su conocimiento científico; confundían la ausencia de pruebas de los beneficios que supone la leche materna con las pruebas de ausencia de beneficios (otro caso de platonicidad, ya que «no tenía sentido» dar el pecho cuando se podían usar biberones). Mucha gente pagó el precio de esa ingenua inferencia: resultó que quienes no fueron amamantados por su madre corrían mayores riesgos de contraer enfermedades, incluida una elevada probabilidad de desarrollar determinados tipos de cáncer: al parecer, la leche materna contiene algunos nutrientes que aún desconocemos. Además, se olvidaban también los beneficios para las madres que dan el pecho, como la reducción del riesgo de padecer cáncer de mama. Lo mismo ocurría con las amígdalas: su extirpación puede provocar una mayor incidencia del cáncer de garganta, pero durante décadas los médicos nunca sospecharon que ese tejido «inútil» pudiera tener alguna utilidad que se les escapaba. Y lo mismo pasó con la fibra dietética que se encuentra en la fruta y la verdura: a los médicos de la década de 1960 les parecía inútil porque no observaban pruebas inmediatas de su necesidad, por lo que crearon una generación mal alimentada. Resulta que la fibra permite reducir la absorción de azúcares en la sangre y arrastra las posibles células precancerosas del tracto intestinal. No hay duda de que la medicina ha provocado mucho daño a lo largo de la historia, y todo por esa confusión deductiva tan simplista. Con esto no quiero decir que los médicos no deban tener creencias, únicamente que hay que evitar algunos tipos de creencias definitivas y absolutas; parece que Menodoto y su escuela, con su estilo de medicina escéptico-empírica que evitaba teorizar, defendían precisamente esta idea. La medicina ha ido a mejor; pero muchos tipos de conocimiento no. Las pruebas Debido a un mecanismo mental que yo llamo empirismo ingenuo, tenemos la tendencia natural a fijarnos en los casos que confirman nuestra historia y nuestra visión del mundo: estos casos son siempre fáciles de encontrar. Tomamos ejemplos pasados que corroboran nuestras teorías y los tratamos como pruebas. Por ejemplo, el diplomático nos hablará de sus «logros», no de aquello en que ha fracasado. Los matemáticos, en su intento de convencernos de que su ciencia es útil para la sociedad, nos señalarán los casos en que demostró ser útil, no aquellos en los que fue una pérdida de tiempo o, peor aún, las numerosas aplicaciones matemáticas que supusieron un elevado coste para la sociedad, debido a la naturaleza no empírica de las elegantes teorías matemáticas. Incluso cuando comprobamos una hipótesis, tendemos a Incluso cuando comprobamos una hipótesis, tendemos a buscar ejemplos en los que esa hipótesis demuestre ser cierta. Es evidente que podemos encontrar dicha confirmación con mucha facilidad; todo lo que tenemos que hacer es mirar, o disponer de un investigador que lo haga por nosotros. Podemos encontrar la confirmación de prácticamente todo, del mismo modo que el avispado taxista londinense sabe buscar los atascos para aumentar el precio del trayecto, incluso en días festivos. Algunas personas van más allá y me hablan de ejemplos de sucesos que hemos sabido prever con cierto éxito; hay unos cuantos reales, como el de llevar a un hombre a la Luna o el del crecimiento económico del siglo XXI. Se pueden encontrar multitud de «contrapruebas» para cada uno de los postulados de este libro, la mejor de las cuales es que los periódicos saben predecir a la perfección los programas de cine y teatro. Fíjese el lector: ayer predije que hoy saldría el sol, y así ha sido. El empirismo negativo La buena noticia es que a este empirismo ingenuo se le puede dar la vuelta. Es decir, que una serie de hechos corroborativos no constituye necesariamente una prueba. Ver cisnes blancos no confirma la no existencia de cisnes negros. Pero hay una excepción: sé qué afirmación es falsa, pero no necesariamente qué afirmación es correcta. Si veo un cisne negro puedo qué afirmación es correcta. Si veo un cisne negro puedo certificar que todos los cisnes no son blancos. Si veo a alguien matar, puedo estar seguro de que es un criminal. Si no lo veo matar, no puedo estar seguro de que sea inocente. Lo mismo se aplica a la detección del cáncer: el descubrimiento de un tumor maligno prueba que uno padece cáncer, pero la ausencia de tal descubrimiento no nos permite decir con certeza que estemos libres de tal enfermedad. Podemos acercarnos más a la verdad mediante ejemplos negativos, no mediante la verificación. Elaborar una regla general a partir de los hechos observados lleva a la confusión. Contrariamente a lo que se suele pensar, nuestro bagaje de conocimientos no aumenta a partir de una serie de observaciones confirmatorias, como la del pavo. Pero hay algunas cosas sobre las que puedo seguir siendo escéptico, y otras que con toda seguridad puedo considerar ciertas. Esto hace que las consecuencias de las observaciones sean tendenciosas. Así de sencillo. Esta asimetría resulta muy práctica. Nos dice que no tenemos por qué ser completamente escépticos, sólo semiescépticos. La sutileza de la vida real frente a los libros es que, en la toma de decisiones, sólo se necesita estar interesado en una parte de la historia: si se busca la certeza de que un paciente padece cáncer, no la certeza de si está sano, entonces uno se puede sentir satisfecho con la inferencia negativa, ya que le proporcionará la certeza que busca. Así pues, podemos aprender mucho de los datos, pero no tanto como esperamos. En ocasiones, muchos datos son irrelevantes; otras veces, una determinada información puede ser muy significativa. Es verdad que mil días no pueden demostrar que uno esté en lo cierto. Pero basta un día para demostrar que se está equivocado. La persona que alentó esta idea del semiescepticismo tendencioso es sir Doktor Professor Karl Raimund Popper, quien posiblemente es el único filósofo de la ciencia a quien leen y de quien hablan los actores del mundo real (aunque es posible que los filósofos profesionales no lo hagan con tanto entusiasmo). Mientras escribo estas líneas, en la pared de mi estudio cuelga un retrato suyo en blanco y negro. Fue un regalo que me hizo en Munich el ensayista Jochen Wegner, quien, como yo, considera que Popper es lo único que «tenemos» entre los pensadores modernos; bueno, casi. Cuando escribe se dirige a nosotros, no a los demás filósofos. «Nosotros» somos las personas empíricas que tomamos decisiones y que sostenemos que la incertidumbre es nuestra disciplina, y que el mayor y más acuciante objetivo humano es comprender cómo actuar en condiciones de información incompleta. Popper elaboró una teoría a gran escala en torno a esa asimetría, basada en una técnica llamada «falsación» (falsar es demostrar que se está equivocado) que está destinada a distinguir entre la ciencia y la no ciencia; pero algunos enseguida empezaron a buscarle fallos a sus detalles técnicos, si bien es empezaron a buscarle fallos a sus detalles técnicos, si bien es cierto que no es la idea de Popper la más interesante, ni la más original. Esta idea de la asimetría del conocimiento gusta tanto a los profesionales porque les resulta obvia; así es como dirigen sus negocios. El filósofo malaudit Charles Sanders Pierce, quien, como el artista, sólo gozó del respeto póstumo, también dio con una versión de esta solución del Cisne Negro cuando Popper iba aún en pañales; algunos llegaron a llamarlo el enfoque de PiercePopper. La idea de Popper, mucho más original y de muchísima más fuerza, es la sociedad «abierta», aquella que se asienta en el escepticismo como modus operandi, rechazando las verdades definitivas y oponiéndose a ellas. Popper acusaba a Platón de cerrarnos la mente, siguiendo los argumentos que he expuesto en el prólogo. Pero la idea principal de Popper fue su perspicacia respecto a la fundamental, grave e incurable impredecibilidad del mundo, lo cual voy a dejar para el capítulo sobre la predicción.18 Es evidente que no es fácil «falsar», es decir, afirmar con plena certeza que algo es un error. Las imperfecciones de nuestro método de comprobación pueden llevarnos a un «no» equivocado. Es posible que el médico que descubre células cancerosas usara unos aparatos deficientes que provocaban ilusiones ópticas; o podría ser uno de esos economistas que utilizan la curva de campana disfrazado de médico. Es posible que el testigo de un delito estuviera bebido. Pero sigue siendo válido que sabemos dónde está el error con mucha mayor confianza de la que tenemos sobre dónde está lo acertado. No todas las informaciones tienen la misma importancia. Popper expuso el mecanismo de las conjeturas y las refutaciones, que funciona como sigue: se formula una conjetura (osada) y se empieza a buscar la observación que demostraría que estamos en un error. Ésta es la alternativa a nuestra búsqueda de casos confirmatorios. Si pensamos que la tarea es fácil, quedaremos decepcionados: pocos seres humanos tienen la habilidad natural de hacerlo. Confieso que yo no soy uno de ellos; no es algo que me resulte natural. Contar hasta tres Los científicos cognitivos han estudiado nuestra tendencia natural a buscar únicamente la corroboración; a esta vulnerabilidad al error de la corroboración la llaman parcialidad de la confirmación. Hay algunos experimentos que demuestran que las personas se centran sólo en los libros leídos de la biblioteca de Umberto Eco. Una regla se puede comprobar directamente, fijándose en casos en que funcione, o bien indirectamente, fijándose en donde no funcione. Como veíamos antes, los casos de desconfirmación tienen mucha más fuerza para establecer la verdad. Sin embargo, tendemos a no ser conscientes de esta propiedad. El primer experimento del que tengo noticia sobre este fenómeno lo realizó el psicólogo P. C. Wason. Presentaba a los sujetos del experimento la secuencia de números 2, 4, 6, y les pedía que intentaran adivinar la regla que la generaba. El método de los sujetos para adivinaría era producir otras secuencias de de los sujetos para adivinaría era producir otras secuencias de tres números, a las que quien dirigía el experimento respondía «sí» o «no», en función de si las nuevas secuencias se ajustaban a la regla. En cuanto los sujetos se sentían seguros de sus respuestas, formulaban la regla. (Obsérvese la similitud de este experimento con lo que veíamos en el capítulo 1 sobre cómo se nos presenta la historia: si damos por supuesto que la historia se genera siguiendo cierta lógica, sólo vemos los sucesos, nunca las reglas, pero necesitamos saber cómo funciona.) La regla correcta era «números en orden ascendente», nada más. Pocos sujetos la descubrieron, porque para hacerlo tuvieron que proponer una serie en orden descendente (a la que el director del experimento decía «no»). Wason observó que los sujetos tenían una regla en la mente, pero daban ejemplos destinados a confirmarla, en vez de intentar proporcionar series que se ajustaran a sus hipótesis. Los sujetos intentaban una y otra vez confirmar las reglas que ellos habían elaborado. Este experimento inspiró toda una serie de pruebas similares, una de las cuales es la siguiente: se pedía a los participantes que formularan la pregunta correcta para averiguar si una persona era extrovertida o no, supuestamente para otro tipo de experimento. Se comprobó que los sujetos proponían sobre todo preguntas en las que una respuesta afirmativa apoyaría la hipótesis. Pero hay excepciones. Entre ellas están los grandes maestros del ajedrez, de quienes se ha demostrado que realmente se centran en dónde puede flaquear un movimiento especulativo; los principiantes, en cambio, buscan ejemplos confirmatorios en vez de falsificadores. Pero no se juega al ajedrez para practicar el escepticismo. Los científicos creen que lo que los hace buenos ajedrecistas es la búsqueda de sus propias debilidades: la práctica del ajedrez no los convierte en escépticos. Asimismo, el especulador George Soros, cuando hace una apuesta financiera, no deja de buscar ejemplos que demuestren que su teoría inicial es falsa. Tal vez sea esto la auténtica confianza en uno mismo: la capacidad de observar el mundo sin necesidad de encontrar signos que halaguen el propio ego.19 Lamentablemente, la idea de la corroboración hunde sus raíces en nuestros hábitos y discursos intelectuales. Consideremos el siguiente comentario del escritor y crítico John Updike: «Cuando Julián Jaynes [...] especula que hasta muy adelantado el segundo milenio a.C. los hombres no tenían conciencia, sino que obedecían automáticamente la voz de los dioses, nos sentimos aturdidos, pero también empujados a seguir esta notable tesis a través de todas las pruebas que la corroboran». Es posible que la tesis de Jaynes sea correcta, pero, señor Updike, el problema fundamental del conocimiento (y el tema de este capítulo) es que no existe ese animal de la prueba corroborativa. ¡Vi otro Mini rojo! Lo que sigue ilustra más aún lo absurdo de la confirmación. Si creemos que el hecho de ver otro cisne blanco es la creemos que el hecho de ver otro cisne blanco es la confirmación de que los cisnes negros no existen, entonces, por puras razones lógicas, debemos aceptar también la afirmación de que el hecho de ver un Mini Cooper rojo debería confirmar que no existen cisnes negros. ¿Por qué? Limitémonos a considerar que la afirmación «todos los cisnes son blancos» implica que todos los objetos no blancos no son cisnes. Lo que confirma la última afirmación debería confirmar la primera. Por consiguiente, la visión de un objeto no blanco que no sea un cisne debería aportar tal confirmación. Esta argumentación, conocida como la paradoja del cuervo de Hempel, la redescubrió mi amigo el matemático (reflexivo) Bruno Dupire durante uno de nuestros intensos paseos meditativos por Londres; uno de esos debates peripatéticos, y tan intenso que no nos percatamos de la lluvia. Él señaló un Mini rojo y gritó: «¡Mira, Nassim, mira! ¡No Cisne Negro!». No todo No somos tan ingenuos como para pensar que alguien es inmortal porque nunca le hemos visto morir, o que alguien es inocente porque nunca le hemos visto matar. El problema de la generalización ingenua no nos acosa por doquier. Pero esas pertinaces bolsas de escepticismo inductivo tienden a implicar los sucesos con que nos hemos encontrado en nuestro entorno natural, asuntos de los que hemos aprendido a evitar la insensata generalización. generalización. Por ejemplo, cuando a los niños se les muestra el dibujo de un solo miembro de un grupo y se les pide que adivinen las propiedades de los miembros que no se ven, son capaces de seleccionar qué atributos deben generalizar. Mostremos a un niño la fotografía de una persona obesa, digámosle que pertenece a una tribu, y pidámosle que describa al resto de la población: lo más probable es que no salte sin más a la conclusión de que todos los miembros de esa tribu son obesos. Pero reaccionará de diferente forma en las generalizaciones que afecten al color de la piel. Si le mostramos a personas de color oscuro y le pedimos que describa al resto de la tribu, dará por supuesto que también los demás tienen la piel oscura. Así pues, parece que estamos dotados de unos instintos inductivos específicos y refinados que nos orientan. En contra de la opinión del gran David Hume, y de la que ha sido la tradición empirista inglesa, según los cuales la creencia surge de la costumbre, pues suponían que aprendemos las generalizaciones únicamente a partir de la experiencia y las observaciones empíricas, diversos estudios sobre la conducta infantil han demostrado que llegamos al mundo equipados con una maquinaria mental que hace que generalicemos selectivamente a partir de la experiencia (es decir, que adquiramos el aprendizaje inductivo en algunos ámbitos, pero sigamos siendo escépticos en otros). Ahora bien, no aprendemos de digamos unos mil días, sino que, gracias a la evolución, nos beneficiamos del aprendizaje de nuestros ancestros, que dieron con los secretos de nuestra biología. de nuestra biología. Regreso a Mediocristán Y es posible que de nuestros ancestros hayamos aprendido cosas equivocadas. Pienso en la probabilidad de que heredáramos los instintos adecuados para sobrevivir en la región de los Grandes Lagos de África oriental, de donde supuestamente procedemos; pero es indiscutible que estos instintos no están bien adaptados al entorno actual, posterior al alfabeto, intensamente informativo y estadísticamente complejo. No hay duda de que nuestro entorno es un poco más complejo de lo que nosotros (y nuestras instituciones) percibimos. En el mundo moderno, siendo como es Extremistán, dominan los sucesos raros, muy raros. Se puede producir un Cisne Negro después de miles y miles de blancos, de modo que tenemos que retener tal juicio mucho más tiempo de lo que solemos hacer. Como decía en el capítulo 3, es imposible — biológicamente imposible— encontrarse con un ser humano que mida varios cientos de kilómetros de alto, así que nuestras intuiciones descartan estos sucesos. Pero las ventas de un libro o la magnitud de los sucesos sociales no siguen este tipo de restricciones. Cuesta mucho más de mil días aceptar que un escritor carece de talento, que no se producirá un crac en la Bolsa, que no estallará una guerra, que un proyecto no tiene futuro, que un país es «nuestro aliado», que una empresa no entrará en bancarrota, que el analista de seguridad de una entrará en bancarrota, que el analista de seguridad de una agencia de Bolsa no es un charlatán, o que un vecino no nos atacará. En el lejano pasado, los seres humanos podían hacer inferencias con mucha mayor precisión y rapidez. Además, hoy día las fuentes de los Cisnes Negros se han multiplicado más de lo que se puede medir. 20 En el entorno primitivo estaban limitadas al descubrimiento de nuevos animales salvajes, nuevos enemigos y cambios climáticos bruscos. Tales sucesos se repetían con la suficiente frecuencia como para que hayamos desarrollado un miedo innato a ellos. Este instinto de hacer inferencias de forma rápida, y de «tunelar» (es decir, de centrarse en un reducido número de fuentes de incertidumbre o de causas de Cisnes Negros conocidos) lo seguimos llevando como algo que nos es consustancial. Dicho de otro modo, este instinto es lo que nos pone en aprietos. 6 - LA FALACIA NARRATIVA De las causas de mi rechazo a las causas En el otoño de 2004 asistí a una conferencia sobre estética y ciencia que se celebraba en Roma, quizás el mejor lugar para una reunión de ese tipo, ya que la estética se halla por doquier, hasta en la conducta y en el tono de voz que uno adopta. Durante el almuerzo, un notable profesor de una universidad del sur de Italia me saludó con mucho entusiasmo. Aquella misma mañana había estado yo escuchando su apasionada ponencia; era tan carismático, tan convincente y estaba tan convencido que, aunque no conseguí entender gran cosa de lo que dijo, me daba cuenta de que coincidía con él en todo. Sólo podía entender alguna que otra frase, pues mi conocimiento del italiano funcionaba mejor en los cócteles que en los eventos intelectuales y académicos. En un determinado momento de su exposición, se puso rojo de ira, lo cual me convenció (y convenció al público) de que sin duda tenía razón. de que sin duda tenía razón. Me acosó durante todo el almuerzo para felicitarme por demostrar los efectos de esos vínculos causales que son más frecuentes en la mente humana que en la realidad. La conversación se animó tanto que no nos separábamos de la mesa del bufé, obstaculizando a los otros delegados que querían acercarse a la comida. Él hablaba un francés con mucho acento (gesticulando), y yo contestaba en italiano primitivo (gesticulando), y estábamos tan enfrascados que los otros invitados temían interrumpir una conversación de tanta importancia y tan animada. Él insistía en valorar mi anterior libro sobre lo aleatorio, una especie de enfurecida reacción del operador de Bolsa contra la ceguera en la vida y en las Bolsas, que en Italia se había publicado con el musical título de Giocati dal caso. Tuve la suerte de tener un traductor que sabía del tema casi más que yo, y el libro encontró cierta acogida entre los intelectuales italianos. «Soy un gran entusiasta de sus ideas, pero me siento desairado. En realidad también son mías, y usted ha escrito el libro que yo (casi) tenía planeado escribir», me dijo el profesor. «Es usted afortunado; ha expuesto de forma muy exhaustiva el efecto del azar en la sociedad y la excesiva valoración de la causa y el efecto. Demuestra usted cuan estúpidos somos al tratar de explicar sistemáticamente las destrezas.» Se detuvo y, luego, en un tono más tranquilo, añadió: «Pero, mon cher ami, permítame que le diga algo [hablaba muy despacio, con el dedo gordo golpeando los dedos índice y medio]: de haber crecido usted en una sociedad protestante, donde se predica que el esfuerzo va unido a la recompensa, y se subraya la responsabilidad individual, nunca habría visto el mundo de ese modo. Usted supo ver la suerte y separar las causas y el efecto gracias a su herencia ortodoxa del Mediterráneo oriental». Empleaba el francés a cause. Y era tan convincente que, durante un minuto, acepté su interpretación. Nos gustan las historias, nos gusta resumir y nos gusta simplificar, es decir, reducir la dimensión de las cosas. El primero de los problemas de la naturaleza humana que analizamos en este apartado, el que acabo de ilustrar más arriba, es lo que denomino la falacia narrativa. (En realidad, es un fraude pero, para ser más educado, lo llamaré falacia.) Tal falacia se asocia con nuestra vulnerabilidad a la interpretación exagerada y nuestra predilección por las historias compactas sobre las verdades desnudas, lo cual distorsiona gravemente nuestra representación mental del mundo; y es particularmente grave cuando se trata del suceso raro. Observemos que mi atento colega italiano compartía mi militancia contra la interpretación exagerada y contra la sobreestimación de la causa, pero era incapaz de ver mi obra y a mí mismo sin una razón, una causa, unidos a ambas, como algo distinto de una parte de una historia. Tenía que inventar una causa. Además, no era consciente de haber caído en la trampa causa. Además, no era consciente de haber caído en la trampa de la causalidad, y yo tampoco lo fui de forma inmediata. La falacia narrativa se dirige a nuestra escasa capacidad de fijarnos en secuencias de hechos sin tejer una explicación o, lo que es igual, sin forzar un vínculo lógico, uní flecha de relación sobre ellos. Las explicaciones atan los hechos. Hacen que se puedan recordar mucho mejor; ayudan a que tengan más sentido. Donde esta propensión puede errar es cuando aumenta nuestra impresión de comprender. Este capítulo, como el anterior, se ocupará de un único problema, pero que al parecer se plantea en diferentes disciplinas. El problema de la narratividad, aunque ha sido estudiado exhaustivamente por los psicólogos en una de sus versiones, no es tan «psicológico»: algo referente a la forma en que están diseñadas las disciplinas oculta la cuestión de que es más bien un problema de información. La narratividad nace de una necesidad biológica innata conforme a la cual tendemos a reducir la dimensionalidad; pero los robots también tenderían a adoptar ese proceso de reducción. La información quiere ser reducida. Para ayudar al lector a situarse, observe que al estudiar el problema de la inducción en el capítulo anterior, examinábamos qué se podía inferir a partir de lo no visto, lo que queda fuera de nuestro conjunto de informaciones. Aquí nos fijamos en lo visto, en aquello que se encuentra dentro del conjunto de información, y examinamos las distorsiones que se producen en el acto de procesarla. Hay mucho que decir sobre el tema, pero el ángulo desde el que lo abordo se refiere a la simplificación que la narratividad hace del mundo que nos rodea y de sus efectos sobre nuestra percepción del Cisne Negro y la incertidumbre disparatada. Partir el cerebro en dos Husmear entre la antilógica es una actividad excitante. Durante unos meses, uno experimenta la estimulante sensación de que acaba de entrar en un mundo nuevo. Después, la novedad se desvanece, y el pensamiento regresa a sus asuntos habituales. El mundo vuelve a ser aburrido, hasta que se encuentra otro tema con el que apasionarse (o se consigue colocar a otro personaje en un estado de ira total). Una de estas antilógicas me llegó con el descubrimiento — gracias a la literatura sobre la cognición— de que, contrariamente a lo que todo el mundo cree, no teorizar es un acto, y que teorizar puede corresponder a la ausencia de actividad deseada, la opción «por defecto». Se necesita un esfuerzo considerable para ver los hechos (y recordarlos) al tiempo que se suspende el juicio y se huye de las explicaciones. Y este trastorno teorizador raramente está bajo nuestro control: Y este trastorno teorizador raramente está bajo nuestro control: es en gran medida anatómico, parte de nuestra biología, de manera que luchar contra él supone luchar contra uno mismo. Por eso los preceptos de los antiguos escépticos acerca de la suspensión del juicio van contra nuestra naturaleza. Hablar es barato, un problema de la filosofía del consejo que veremos en el capítulo 13. Si intentamos ser auténticos escépticos respecto a nuestras interpretaciones nos sentiremos agotados enseguida. Nos sentiremos también humillados por oponernos a teorizar. (Existen trucos para alcanzar el auténtico escepticismo; pero hay que entrar por la puerta trasera, en vez de emprender a solas un ataque frontal.) Incluso desde una perspectiva anatómica, a nuestro cerebro le resulta imposible ver nada en estado puro sin alguna forma de interpretación. Hasta es posible que no siempre seamos conscientes de ello. La racionalización post hoc. En un experimento, varios psicólogos pedían a un grupo de mujeres que escogieran, de entre doce pares de calcetines de nailon, los que más les gustaran. Después les preguntaban las razones de su elección. La textura, el tacto y el color destacaban entre las razones aducidas. De hecho, todos los pares de calcetines eran idénticos. Las mujeres daban explicaciones actualizadas post hoc. ¿Indica esto que sabemos explicar mejor que comprender? Veamos. Se ha realizado una serie de famosos experimentos en pacientes de cerebro escindido, los cuales nos muestran pruebas pacientes de cerebro escindido, los cuales nos muestran pruebas físicas —es decir, biológicas— convincentes del aspecto automático del acto de la interpretación. Parece que hay en nosotros un órgano que se encarga de dar sentido, aunque tal vez no sea fácil centrarse en él con precisión. Veamos cómo se detecta. Los pacientes de cerebro escindido no tienen conexión entre los lados izquierdo y derecho de su cerebro, lo cual impide que los dos hemisferios cerebrales compartan la información. Estos pacientes son para los investigadores unas joyas raras y de valor incalculable. Son literalmente dos personas distintas, y podemos comunicarnos con cada una de ellas por separado: las diferencias entre los dos individuos nos dan alguna indicación sobre la especialización de los hemisferios cerebrales. Esta partición suele ser resultado de una intervención quirúrgica para remediar trastornos mayores, como la epilepsia grave; no, a los científicos de los países occidentales (y de la mayor parte de los orientales) ya no se les permite cortar el cerebro por la mitad, aunque pretendan aumentar los conocimientos y la sabiduría. Supongamos ahora que inducimos a una de estas personas a realizar un acto —levantar el dedo, reír o coger una pala— con el fin de asegurarnos de cómo adscribe una razón a su acto (cuando de hecho sabemos que no existe más razón que el hecho de que lo hayamos inducido). Si pedimos al hemisferio derecho, aquí aislado del lado izquierdo, que realice una acción, y luego pedimos una explicación al otro hemisferio, el paciente ofrecerá invariablemente alguna interpretación: «Señalaba al techo para...», «Vi algo interesante en la pared», o, si se techo para...», «Vi algo interesante en la pared», o, si se pregunta a este autor, ofreceré mi habitual «porque procedo del pueblo ortodoxo griego de Amioun, al norte de Líbano», etc. Ahora bien, si hacemos lo contrario, es decir, si ordenamos al hemisferio izquierdo aislado de una persona diestra que realice un acto y pedimos al hemisferio derecho que nos dé las razones, se nos responderá sencillamente: «No lo sé». Señalemos que el hemisferio izquierdo es donde generalmente residen el lenguaje y la deducción. Advierto al lector ávido de «ciencia» contra los intentos de construir un mapa neural: todo lo que intento demostrar es la base biológica de esta tendencia hacia la causalidad, no su ubicación exacta. Tenemos razones para sospechar de las distinciones entre «cerebro derecho/cerebro izquierdo» y las consiguientes generalizaciones de la ciencia popular sobre la personalidad. En efecto, es posible que la idea de que el cerebro izquierdo controla el lenguaje no sea tan precisa: parece más exacto suponer que el cerebro izquierdo es donde reside el reconocimiento de patrones, y que sólo puede controlar el lenguaje en la medida en que éste tenga un atributo de reconocimiento de patrones. Otra de las diferencias entre ambos hemisferios es que el derecho se ocupa de la novedad. Tiende a ver las series de hechos (lo particular, o los árboles), mientras que el izquierdo percibe los patrones, la figura (lo general, o el bosque). Para ver un ejemplo de nuestra dependencia biológica de una historia, consideremos este experimento. En primer lugar, lea el lector la frase siguiente: VALE MÁS PÁJARO EN MANO QUE QUE CIENTO VOLANDO ¿Observa algo raro? Inténtelo de nuevo.21 El científico residente en Sidney Alan Snyder (que tiene acento de Filadelfia) hizo el siguiente descubrimiento. Si se inhibe el hemisferio izquierdo de una persona diestra (técnicamente, se efectúa dirigiendo impulsos magnéticos de baja frecuencia a los lóbulos temporales frontales del lado izquierdo), disminuye el índice de error del sujeto al leer el refrán anterior. Nuestra propensión a imponer significado y conceptos nos bloquea la conciencia de los detalles que componen el concepto. Sin embargo, si anulamos el hemisferio izquierdo de una persona, ésta se convierte en más realista: sabe dibujar mejor y con mayor verosimilitud. Su mente ve mejor los objetos en sí mismos, sin teorías, narrativas ni prejuicio alguno. ¿Por qué resulta difícil evitar la interpretación? Fundamentalmente, porque, como veíamos en la historia del erudito italiano, las funciones del cerebro a menudo operan fuera de nuestra conciencia. Interpretamos de modo muy parecido a como realizamos otras actividades consideradas automáticas y ajenas a nuestro control, como la de respirar. ¿Qué es lo que hace que el no teorizar nos cueste muchísima más energía que el teorizar? En primer lugar, está la impenetrabilidad de la actividad. He dicho que gran parte de ella tiene lugar fuera de nuestra conciencia: si no sabemos que estamos haciendo la inferencia, no podremos detenernos, salvo estamos haciendo la inferencia, no podremos detenernos, salvo que estemos en un estado de alerta permanente. Pero si tenemos que estar continuamente al acecho, ¿no nos causa esto fatiga? Pruébelo el lector durante una tarde, y ya me dirá. Un poco más de dopamina Además de la historia del intérprete del cerebro izquierdo, contamos con más pruebas fisiológicas de nuestra búsqueda innata de patrones, gracias a nuestro creciente conocimiento del papel de los neurotransmisores, las sustancias químicas que, según se cree, transportan las señales entre las diferentes partes del cerebro. Parece que la percepción de patrones aumenta a medida que lo hace la concentración de dopamina química en el cerebro. La dopamina también regula los humores e introduce un sistema de recompensa interno en el cerebro (no es de extrañar que se encuentre en concentraciones ligeramente superiores en el lado izquierdo del cerebro de las personas diestras que en el lado derecho). Al parecer, una mayor concentración de dopamina disminuye el escepticismo y se traduce en una mayor vulnerabilidad a la detección de patrones; una inyección de Ldopa, sustancia que se emplea en el tratamiento de las personas que padecen Parkinson, puede aumentar esa actividad y disminuir la suspensión del juicio en el paciente. La persona se hace vulnerable a todo tipo de manías, como la astrología, las supersticiones, la economía y la lectura del tarot. De hecho, mientras escribo estas líneas, hay noticias de una De hecho, mientras escribo estas líneas, hay noticias de una demanda pendiente de resolución presentada por un paciente que reclama a su médico más de 200.000 dólares, la cantidad que presuntamente perdió en el juego. El paciente alega que el tratamiento de su Parkinson lo llevó a frecuentar los casinos, donde hacía apuestas descontroladas. Resulta que uno de los efectos secundarios de la L-dopa es que una cantidad reducida pero importante de pacientes se convierten en jugadores compulsivos. Esta actitud ante el juego se asocia con el hecho de que los pacientes ven lo que ellos creen que son patrones claros en los números aleatorios, lo cual ilustra la relación entre el conocimiento y la aleatoriedad. También demuestra que algunos aspectos de lo que llamamos «conocimiento» (y que yo denomino narrativa) son una enfermedad. Una vez más, advierto al lector de que no me estoy centrando en la dopamina como la razón de nuestra interpretación exagerada; lo que digo, por el contrario, es que existe una correlación física y neural con ese funcionamiento, y que nuestra mente es en gran medida víctima de nuestra encarnación física. Nuestra mente es como un preso, está cautiva de nuestra biología, a menos que consigamos dar con una ingeniosa escapatoria. Lo que subrayo es que no tenemos control sobre ese tipo de inferencias. Es posible que el día de mañana alguien descubra otra base química u orgánica de nuestra percepción de los patrones, o contradiga lo que he dicho sobre el intérprete del cerebro izquierdo, demostrando el papel que desempeña una estructura más compleja; pero ello no negaría la idea de que la estructura más compleja; pero ello no negaría la idea de que la percepción de la causalidad tiene una base biológica. La regla de Andrei Nikoláyevich Hay otra razón, aún más profunda, que explica nuestra inclinación a narrar, y no es psicológica. Tiene que ver con el efecto que el orden produce en la reserva de información y en cualquier sistema de recuperación de la misma, y merece la pena que la explique aquí debido a su relación con lo que yo considero los problemas fundamentales de la teoría de la probabilidad y la información. El primer problema es que cuesta obtener la información. El segundo problema es que también cuesta almacenar la información, como la propiedad inmobiliaria en Nueva York. Cuanto más ordenada, menos aleatoria, más conforme a patrones y narrada sea una serie de palabras o símbolos, más fácil es almacenarla en la propia mente o volcarla en un libro para que algún día la puedan leer nuestros nietos. Por último, cuesta manipular y recuperar la información. Con tantas células cerebrales —cien mil millones (y se siguen contando)—, el almacén debe ser muy grande, de modo que posiblemente los problemas no se planteen por falta de espacio de almacenamiento, sino que simplemente se trata de problemas de indexación. Nuestra memoria consciente, o de trabajo, la que usamos para leer estas líneas y extraer su significado, es considerablemente más pequeña que el almacén. Consideremos considerablemente más pequeña que el almacén. Consideremos que nuestra memoria de trabajo tiene problemas para retener un simple número de teléfono de más de siete dígitos. Cambiemos un poco las imágenes y pensemos que nuestra conciencia es una mesa de lectura de la Biblioteca del Congreso: no importa cuántos libros contenga la biblioteca y que sea capaz de recuperar, pues el tamaño de nuestra mesa impone ciertas limitaciones de procesado. La compresión es esencial para la actuación del trabajo consciente. Pensemos en una serie de palabras unidas para formar un libro de quinientas páginas. Si las palabras están escogidas al azar, tornadas del diccionario de forma totalmente impredecible, no podremos resumir, transferir ni reducir las dimensiones de ese libro sin perder algo importante de él. En nuestro próximo viaje a Siberia, necesitaremos llevarnos cien mil palabras para transmitir el mensaje exacto de unas cien mil palabras aleatorias. Ahora pensemos en lo contrario: un libro lleno de la siguiente frase repetida una y otra vez: «El presidente de (póngase aquí el nombre de la empresa en la que trabajemos) es un tipo con suerte que resultó que estaba en el sitio adecuado en el momento preciso, y que se atribuye el éxito de su empresa, sin hacer concesión alguna a la suerte»; una frase que se repite diez veces por página, a lo largo de 500 páginas. Todo el libro se puede sintetizar con exactitud, como acabo de hacerlo yo, en 37 palabras (de entre 100.000); de este grano podría germinar una reproducción del libro con total fidelidad. Si encontramos el patrón, la lógica de la serie, ya no tendremos que memorizarlo. Simplemente almacenamos el patrón. Y, como podemos ver aquí, un patrón es obviamente más compacto que la información pura y desnuda. Miramos dentro del libro y encontramos una regla. Siguiendo estos principios fue como el probabilista Andrei Nikoláyevich definió el grado de aleatoriedad, lo cual se denomina «complejidad de Kolmogórov». Nosotros, los miembros de la variedad humana de los primates, estamos ávidos de reglas porque necesitamos reducir la dimensión de las cosas para que nos puedan caber en la cabeza. O, mejor, y lamentablemente, para que las podamos meter a empujones en nuestra cabeza. Cuanto más aleatoria es la información, mayor es la dimensionalidad y, por consiguiente, más difícil de resumir. Cuanto más se resume, más orden se pone y menor es lo aleatorio. De aquí que la misma condición que nos hace simplificar nos empuja a pensar que el mundo es menos aleatorio de lo que realmente es. Y el Cisne Negro es lo que excluimos de la simplificación. Tanto las iniciativas artísticas como científicas son producto de nuestra necesidad de reducir las dimensiones e imponer cierto orden en las cosas. Pensemos en el mundo que nos rodea, lleno de billones de detalles. Si intentemos describirlo nos veremos tentados a entrelazar lo que digamos, una novela, una historia, un mito, un cuento, todos cumplen la misma función; nos ahorran la complejidad del mundo y nos protegen de su aleatoriedad. Los mitos ponen orden en el desorden de la percepción humana y en lo que se percibe como «caos de la experiencia humana».22 De hecho, muchos trastornos psicológicos graves van De hecho, muchos trastornos psicológicos graves van acompañados del sentimiento de pérdida de control del propio entorno, de la capacidad de «entenderlo». Aquí nos afecta una vez más la platonicidad, Resulta interesante que el propio deseo de orden se aplique a los objetivos científicos: lo que sucede es que, a diferencia del arte, el objetivo (declarado) de la ciencia es llegar a la verdad, y no el de proporcionarnos una sensación de organización ni el de hacer que nos sintamos mejor. Tendemos a usar el conocimiento como terapia. Una mejor forma de morir Para comprender el poder de la narración, fijémonos en la afirmación siguiente: «El rey murió y la reina murió». Comparémosla con: «El rey murió y, luego, la reina murió de pena». Este ejercicio, que expuso el novelista E. M. Forster, demuestra la distinción entre la mera sucesión de información y una trama. Pero observemos el problema que aquí se plantea: aunque en la segunda afirmación añadimos información, redujimos efectivamente la dimensión del total. La segunda frase es, en cierto sentido, mucho más ligera de llevar y mucho más fácil de recordar; ahora tenemos una sola secuencia de información en lugar de dos. Como la podemos recordar con menos esfuerzo, también la podemos vender a los demás, es decir, comerciar mejor con ella como una idea empaquetada. Ésta es, en pocas palabras, la definición y función de una narración. Para ver cómo la narración puede conducir a un error en la valoración de las probabilidades, hagamos el siguiente experimento. Demos a alguien una historia policíaca bien escrita, por ejemplo, una novela de Agatha Christie con unos cuantos personajes que nos hacen sospechar, con razón, que son culpables. Ahora preguntemos al sujeto de nuestro experimento por las probabilidades que hay de que cada uno de los personajes sea el culpable. A menos que anote los porcentajes para llevar un recuento exacto, deberían sumar bastante más del 100% (hasta un 200% en una buena novela). Cuanto mejor sea el autor de la novela, mayor será la cantidad de probabilidades. Recuerdo de las cosas no tan pasadas Nuestra tendencia a percibir —a imponer— la narratividad y la causalidad es síntoma de la misma enfermedad: la reducción de la dimensión. Además, al igual que la causalidad, la narratividad tiene una dimensión cronológica y conduce a la percepción del flujo del tiempo. La causalidad hace que el tiempo avance en un único sentido, y lo mismo hace la narratividad. Pero la memoria y la flecha del tiempo se pueden mezclar. La narratividad puede afectar muchísimo al recuerdo de los sucesos pasados, y lo hace del modo siguiente: tenderemos a recordar con mayor facilidad aquellos hechos de nuestro pasado que encajen en una narración, mientras que tendemos a olvidar otros que no parece que desempeñen un papel causal en esa narración. Imaginemos que recordamos los sucesos en nuestra memoria sabedores de la respuesta de qué ocurrió a continuación. Cuando se resuelve un problema, es literalmente imposible ignorar la información posterior. Esta simple incapacidad de recordar no ya la auténtica secuencia de los sucesos, sino una secuencia reconstruida, hará que, a posteriori, parezca que la historia sea mucho más explicable de lo que en realidad era o es. El saber popular sostiene que la memoria es como un dispositivo de grabación en serie, como el disquete del ordenador. En realidad, la memoria es dinámica —no estática —, como un periódico en el que, gracias al poder de la información posterior, se registren continuamente nuevos textos (o versiones nuevas del mismo texto). (Con una perspicacia digna de mención, el poeta parisino del siglo XIX Charles Baudelaire comparaba nuestra memoria con un palimpsesto, un tipo de pergamino en el que se pueden borrar textos antiguos y escribir sobre ellos documentos nuevos.) La memoria se parece más a una máquina de revisión dinámica interesada: recordamos la última vez que recordamos el suceso y, sin darnos cuenta, en cada recuerdo posterior cambiamos la historia. Así pues, empujamos los recuerdos a lo largo de vías Así pues, empujamos los recuerdos a lo largo de vías causales, revisándolos involuntaria e inconscientemente. No dejamos de renarrar sucesos pasados a la luz de lo que nuestro pensamiento ilumina, haciendo que tenga sentido después de acaecidos esos sucesos. Mediante un proceso llamado reverberación, un recuerdo se corresponde con el fortalecimiento de las conexiones mentales, lo cual sucede gracias al incremento de la actividad cerebral en un determinado sector del cerebro: cuanta mayor sea la actividad, más nítido será el recuerdo. Puede que pensemos que la memoria es algo fijo, constante y conectado; nada más lejos de la verdad. Lo que se asimile según la información obtenida posteriormente se recordará de forma más vivida. Por otra parte, inventamos algunos de nuestros recuerdos, un tema delicado en los tribunales de justicia, pues se ha demostrado que mucha gente inventa historias de malos tratos en la infancia a fuerza de escuchar teorías. La narración del loco Contamos con demasiadas formas posibles de interpretar en nuestro favor los sucesos pasados. Consideremos la conducta de los paranoicos. He tenido el privilegio de trabajar con colegas que padecen trastornos paranoicos ocultos y que de vez en cuando asoman. Cuando la persona es muy inteligente, nos puede dejar atónitos con las interpretaciones más rocambolescas, aunque completamente verosímiles, de la observación más inocua. Si les digo: «Me temo que...», refiriéndome a un estado indeseable del mundo, es posible que me interpreten literalmente y piensen que tengo miedo de verdad, lo cual origina un episodio de terror en la persona paranoica. Alguien que padezca este trastorno puede obtener el más insignificante de los detalles y elaborar una teoría precisa y coherente sobre por qué existe una conspiración contra él. Y si reunimos, pongamos por caso, a diez paranoicos, todos en el mismo estado de delirio episódico, los diez darán interpretaciones distintas, aunque coherentes, de los sucesos. Cuando tenía unos siete años, la maestra nos mostró un cuadro que representaba a un grupo de franceses pobretones de la Edad Media reunidos en un banquete organizado por uno de sus benefactores, algún rey benevolente, según recuerdo. Sostenían los cuencos de sopa sobre sus labios. La maestra me preguntó por qué tenían la nariz metida en el cuenco, y yo respondí: «Porque no les enseñaron buenos modales». Y ella respondió: «Mal. La razón es que tienen hambre». Me sentí un estúpido por no haber pensado en ello, pero no podía comprender qué era lo que hacía que una explicación fuera más probable que la otra, ni por qué no estábamos los dos equivocados (en aquella época no había, o había muy poca, vajilla de plata, lo cual parece la explicación más probable). Más allá de las distorsiones que nos provoca la percepción, hay un problema que tiene su propia lógica. ¿Cómo es posible que alguien, sin contar con pista alguna, sea capaz de tener una serie de puntos de vista perfectamente sensatos y coherentes, serie de puntos de vista perfectamente sensatos y coherentes, que se ajustan a las observaciones y respetan cualquier posible regla de la lógica? Pensemos que dos personas pueden mantener creencias incompatibles basándose exactamente en los mismos datos. ¿Significa esto que existen posibles familias de explicaciones y que cada una de ellas puede ser igualmente perfecta y sensata? Desde luego que no. Puede haber un millón de maneras de explicar las cosas, pero la explicación auténtica es única, esté o no a nuestro alcance. En una famosa argumentación, el lógico W. V. Quine demostró que existen familias de interpretaciones y teorías lógicamente coherentes que se pueden ajustar a una determinada serie de hechos. Tal idea nos debería advertir de que es posible que la mera ausencia del sinsentido no basta para que algo sea verdad. El problema de Quine guarda relación con los problemas con que se encontraba al traducir afirmaciones de unas lenguas a otras, ya que puede interpretarse cualquier frase en una infinidad de formas. (Observemos que alguien que hile demasiado fino podría encontrar un aspecto autoeliminatorio en la propia obra de Quine. Me pregunto cómo espera que comprendamos este preciso punto de formas no infinitas.) Esto no quiere decir que no podamos hablar de las causas: hay formas de escapar de la falacia narrativa. ¿Cómo? Mediante conjeturas y experimentos o, como veremos en la segunda parte, haciendo predicciones que se puedan comprobar. 23 Los experimentos de psicología de que hablo aquí así lo hacen: escogen una población y pasan un test. Sus resultados deberían ser válidos en Tennessee, en China y hasta en Francia. Narrativa y terapia Si la narratividad hace que veamos los sucesos pasados como más predecibles, más esperados y menos aleatorios de lo que en realidad eran, entonces deberíamos ser capaces de hacer que nos funcionaran también como terapia contra alguna de las espinas de lo aleatorio. Supongamos que un suceso desagradable, como un accidente de tráfico del que nos sintamos indirectamente responsables, nos deja con un persistente mal regusto. Nos tortura la idea de que hemos provocado heridas a nuestros pasajeros; somos continuamente conscientes de que podíamos haber evitado el accidente. La mente no deja de simular escenarios alternativos, como ramas de un mismo árbol: si no nos hubiéramos despertado tres minutos después de lo habitual, habríamos evitado el accidente. No era nuestra intención hacer daño a nuestros pasajeros, sin embargo nuestra mente no se libra del remordimiento y la culpa. Las personas que ejercen una profesión de elevado grado de aleatoriedad (como en la Bolsa) pueden sufrir más de lo debido el efecto tóxico que produce el pensar en el mal pasado: debería haber vendido antes mi cartera de valores; podría haber comprado esas acciones por poco dinero hace años, y ahora tendría mi descapotable color de rosa; etc., etc. Si se es profesional, uno puede sentir que «cometió un etc., etc. Si se es profesional, uno puede sentir que «cometió un error» o, peor, que «se cometieron errores», cuando no conseguimos hacer para nuestros inversores lo equivalente a comprar el billete de lotería premiado, y sentimos la necesidad de disculparnos por nuestra imprudente estrategia inversora (es decir, lo que, visto con mirada retrospectiva, parece imprudente). ¿Cómo nos podemos librar de ese dolor punzante y persistente? No intentemos evitar pensar en él: lo más probable es que eso resulte contraproducente. Una solución más adecuada es hacer que el suceso parezca inevitable. Mira, tenía que pasar, y es inútil atormentarse por ello. ¿Cómo lo podemos hacer? Pues con una narración. Los enfermos que dedican quince minutos todos los días a escribir una explicación de sus problemas cotidianos se sienten sin duda mejor frente a lo que les haya ocurrido. Uno se siente menos culpable por no haber evitado determinados sucesos, menos responsable de ellos. Parece como si las cosas estuvieran destinadas a ocurrir. Como vemos, quien trabaja en una profesión que conlleve grandes dosis de azar es proclive a padecer el agotamiento que produce ese constante pensar en lo que hubiera podido pasar desde la perspectiva de lo que ocurrió después. En estas circunstancias, lo menos que se puede hacer es llevar un diario. Equivocarse con una precisión infinita Equivocarse con una precisión infinita Albergamos un agobiante disgusto por lo abstracto. Cierto día de diciembre de 2003, cuando fue capturado Sadam Husein, Bloomberg News lanzó el siguiente titular a las 13.01: «Suben los bonos del Tesoro de Estados Unidos; es posible que la captura de Husein no frene el terrorismo». Cada vez que se produce un movimiento en la Bolsa, los medios de información se sienten obligados a dar la «razón». Media hora más tarde, tuvieron que emitir otro titular. Cayó el precio de los bonos del Tesoro (estuvieron fluctuando todo el día, de modo que no era nada extraño), pero Bloomberg News tenía una nueva razón para explicar tal hecho: la captura de Sadam (el mismo Sadam). A las 13.31 lanzaron el siguiente boletín: «Caen los bonos del Tesoro de Estados Unidos; la captura de Husein aumenta el atractivo de los activos de riesgo». De modo que la misma captura (la causa) explicaba un suceso y su diametralmente opuesto. Es evidente que no puede ser; no se pueden vincular ambos hechos. ¿Es que los periodistas recalan cada mañana en la consulta de la enfermera para que se les administre su inyección diaria de dopamina y así poder narrar mejor? (Obsérvese que la palabra dope [droga], empleada para referirse a las drogas ilegales que los deportistas toman para mejorar su rendimiento, tiene la misma raíz que dopamina.) Siempre ocurre lo mismo: se propone una causa para que nos traguemos la noticia y hacer las cosas más concretas. Después de la derrota de un candidato en las urnas, se nos dirá la «causa» del descontento de los votantes. Sirve cualquier causa concebible. Sin embargo, los medios de comunicación hacen todo lo posible para que el suceso sea «sólido», con sus ejércitos de comprobadores de noticias. Es como si quisieran estar equivocados con una precisión infinita (en vez de aceptar que están aproximadamente en lo cierto, como el escritor de fábulas). Observemos que, en ausencia de cualquier otra información sobre una persona a la que acabamos de conocer, tendemos a recurrir a su nacionalidad y sus orígenes como atributos destacados (como hizo conmigo aquel estudioso italiano). ¿Cómo sé que este recurso a los orígenes es falso? Hice mi propia prueba empírica y comprobé cuántos operadores de Bolsa de origen similar al mío y que tuvieron la experiencia de la misma guerra se convirtieron en empiristas escépticos, y de veintiséis no encontré a ninguno. Este punto de la nacionalidad ayuda a construir una gran historia y satisface además nuestra ansia de atribuir causas. Parece que se trata del vertedero al que van a parar todas las explicaciones, hasta que descubrimos una más lógica (por ejemplo, algún argumento evolutivo que «tenga sentido»). En efecto, las personas tienden a engañarse con su autonarración de la «identidad nacional», que en un decisivo artículo escrito por sesenta y cinco autores que apareció en la revista Science se demostró que era una completa ficción. (Los «rasgos nacionales» pueden tener importancia en las películas, pueden ayudar mucho en la guerra, pero son ideas platónicas pueden ayudar mucho en la guerra, pero son ideas platónicas que no tienen validez intelectual; sin embargo, tanto los ingleses como los no ingleses, por ejemplo, creen erróneamente en un «temperamento nacional» inglés.) Desde un punto de vista empírico, parece que el sexo, la clase social y la profesión predicen la conducta de alguien mejor que la nacionalidad (un varón sueco se parece a uno de Togo más que a una mujer sueca; un filósofo peruano se parece a un filósofo escocés más que a un empleado peruano; etc.). El problema de la causalidad exagerada no está en el periodista, sino en el público. Nadie pagaría un dólar por una serie de estadísticas empíricas que recordaran una aburrida conferencia impartida en la universidad. Queremos que nos cuenten historias, y no hay nada de malo en ello, salvo que deberíamos analizar con mayor detalle si tal historia ofrece distorsiones importantes de la realidad. ¿Acaso la ficción desvela la verdad, mientras que la no ficción es el puerto en que se resguarda el mentiroso? ¿Es posible que las fábulas y las historias se acerquen más a la verdad que ABC News, con sus hechos contrastados sin reservas? Limitémonos a pensar que los periódicos tratan de recoger unos hechos impecables, pero los entretejen en una narración de forma que transmitan esa impresión de causalidad (y conocimiento). Existen los comprobadores de los hechos, pero no los del intelecto. Es una pena. Pero no hay razón para limitarse a los periodistas. Los académicos de las disciplinas narrativas hacen lo mismo, aunque lo disfrazan con un lenguaje formal (volveremos a ellos en el lo disfrazan con un lenguaje formal (volveremos a ellos en el capítulo 10, cuando hablemos de la predicción). Además de la narrativa y la causalidad, los periodistas y los intelectuales públicos de discurso breve no hacen que el mundo resulte más sencillo. Al contrario, parece que, casi invariablemente, hacen que parezca más complicado de lo que en realidad es. La próxima vez que al lector le pidan que hable sobre los acontecimientos del mundo, le recomiendo que alegue ignorancia y emplee los argumentos que he expuesto en este capítulo y que plantean dudas sobre la visibilidad de la causa inmediata. Le dirán que «analiza de forma exagerada» o que «es demasiado complicado». Todo lo que debe repetir el lector es que no sabe. La ciencia desapasionada Ahora bien, si el lector piensa que la ciencia es una materia abstracta y libre de sensacionalismo y de distorsiones, tengo para él noticias aleccionadoras. Los investigadores empíricos han hallado pruebas de que los científicos también son vulnerables a las narraciones, y de que, en vez de dedicarse a asuntos más sustanciales, utilizan títulos y desenlaces «sexy» que llaman la atención. Ellos también son humanos y, para atraer la atención, recurren a temas sensacionalistas. La forma de remediar todo esto es mediante los metaanálisis de los estudios científicos, en los que un superinvestigador examina toda la bibliografía, que incluye los artículos menos publicitados, y elabora una síntesis. elabora una síntesis. Lo sensacional y el Cisne Negro Veamos cómo afecta la narrativa a nuestra comprensión del Cisne Negro. La narrativa, así como su mecanismo asociado de la importancia del hecho sensacional, puede confundir nuestra proyección de las probabilidades. Tomemos el siguiente experimento que llevaron a cabo Kahneman y Tversky, a quienes presentamos en el capítulo anterior: los sujetos del experimento eran profesionales de la previsión del tiempo, y se les pidió que imaginaran los siguientes escenarios y que estimaran sus probabilidades: 1. unas inundaciones en algún lugar de América en las que mueren más de mil personas; 2. un terremoto en California, que provoca grandes inundaciones y en el que mueren más de mil personas. Los encuestados calculaban que el primer suceso era menos probable que el segundo. Un terremoto en California, sin embargo, es una causa perfectamente imaginable, que aumenta mucho la disponibilidad mental —y de ahí la probabilidad estimada— del escenario de la inundación. Asimismo, si le preguntara al lector cuántos casos de cáncer de pulmón es previsible que se den en el país, me respondería con un número, pongamos por caso medio millón. Ahora bien, si le preguntara cuántos casos de cáncer de pulmón es previsible que se produzcan a causa del tabaco, lo más probable es que me diera un número muy superior (quizá más del doble). El hecho de añadir a causa de hace que el hecho parezca más verosímil, y mucho más probable. El cáncer producido por el tabaco parece más probable que el cáncer sin una causa determinada; una causa indeterminada significa la inexistencia de una causa. Volvamos al ejemplo de la trama de E. M. Forster que exponíamos al principio de este capítulo, pero observado desde el punto de vista de la probabilidad. ¿Cuál de estas dos afirmaciones parece más probable? Joey parecía felizmente casado. Asesinó a su esposa. Joey parecía felizmente casado. Asesinó a su esposa para quedarse con su herencia. Es evidente que, a primera vista, la segunda afirmación parece más probable, lo cual es un puro error de lógica, ya que la primera, al ser más amplia, puede albergar más causas, por ejemplo que asesinó a su esposa porque se volvió loco, porque ella lo engañaba con el cartero y con el instructor de esquí, o porque entró en un estado de confusión y tomó a su mujer por un asesor económico. Y esto nos puede llevar a patologías en nuestra toma de decisiones. ¿Cómo? Imaginemos simplemente que, como han decisiones. ¿Cómo? Imaginemos simplemente que, como han demostrado Paul Slovic y sus colaboradores, las personas son más proclives a pagar un seguro contra el terrorismo que un seguro normal (que cubre, entre otras cosas, el terrorismo). Los Cisnes Negros que imaginamos, de los que hablamos y nos preocupamos no se parecen a los que previsiblemente son Cisnes Negros. Como veremos a continuación, nos preocupamos de los sucesos «improbables» equivocados. La ceguera del Cisne Negro La primera pregunta sobre la paradoja de la percepción de los Cisnes Negros es la siguiente: ¿cómo es que algunos Cisnes Negros nos resultan rimbombantes en la mente, cuando el tema de este libro es que en general ignoramos a los Cisnes Negros? La respuesta es que existen dos tipos de sucesos raros: a) los Cisnes Negros narrados, aquellos que están presentes en el discurso actual y de los que es muy probable que oigamos hablar en televisión; y b) aquellos de los que nadie habla porque escapan de los modelos, aquellos de los que nos daría vergüenza hablar en público porque no parecen verosímiles. Puedo decir con toda seguridad que es totalmente compatible con la naturaleza humana que se sobreestimen las incidencias de los Cisnes Negros en el primer caso, pero que se infravaloren gravemente en el segundo. En efecto, quienes juegan a la lotería sobreestiman las probabilidades que tienen de ganar porque visualizan las grandes probabilidades que tienen de ganar porque visualizan las grandes cantidades de dinero que pueden obtener; en realidad, son tan ciegos a las probabilidades que tratan casi del mismo modo la de una entre mil que la de una entre un millón. Gran parte de los estudios empíricos coinciden en este patrón de la sobreestima y la infravaloración de los Cisnes Negros. Kahneman y Tversky inicialmente demostraron que las personas reaccionan de forma exagerada ante los resultados de baja probabilidad cuando se habla del suceso con ellas, cuando hacemos que sean conscientes del mismo. Si preguntamos: «¿Cuál es la probabilidad de morir en un accidente aéreo?», por ejemplo, las personas aumentan el grado de probabilidad. Sin embargo, Slovic y sus colegas descubrieron, en patrones del mundo de los seguros, que en las pólizas la gente se olvidaba de esos sucesos altamente improbables. Dichos investigadores llaman a este fenómeno «la preferencia por asegurarse contra pequeñas pérdidas probables», a expensas de las menos probables pero de mayor impacto. Finalmente, después de haber buscado durante años tests empíricos que estudiaran nuestro desdén por lo abstracto, encontré en Israel a los investigadores que llevaban a cabo los experimentos que había estado esperando. Greg Barron e Ido Erev aportan pruebas experimentales de que los individuos tienen en menor consideración las probabilidades pequeñas cuando intervienen en experimentos secuenciales en los que ellos mismos deducen las probabilidades, es decir, cuando no se les dan de antemano. Si se saca una bola de una caja en la que hay una cantidad muy pequeña de bolas rojas y muchas bolas negras, y no se dispone de ninguna pista sobre tal proporción, lo más probable es que se calcule por lo bajo el número de bolas rojas. Sólo cuando se informa de esa proporción —por ejemplo, diciendo que el 3% de las bolas son rojas— se sobreestima ésta a la hora de apostar. He estado mucho tiempo preguntándome cómo podemos ser tan miopes y de miras tan cortas y, pese a ello, sobrevivir en un entorno que no pertenece enteramente a Mediocristán. Cierto día, al mirarme la barba gris que hace que aparente diez años más de los que tengo, y pensando en el placer que obtengo de lucirla, me di cuenta de lo que sigue. El respeto que por los mayores se tiene en muchas sociedades pudiera ser un tipo de compensación por nuestra memoria de tan corto plazo. La palabra «senado» viene del latín senatus, «persona de edad»; en árabe sheikh significa tanto miembro de la élite dirigente como «persona mayor». Los mayores son depositarios de un complicado aprendizaje inductivo que incluye información sobre los sucesos raros. Los mayores nos pueden amedrentar con historias, y ahí reside la razón de que nos angustiemos cuando pensamos en un determinado Cisne Negro. Me apasionó descubrir que lo mismo ocurre en el reino animal: en un artículo de la revista Science se demostraba que las matriarcas elefantes desempeñan el papel de superconsejeras sobre los sucesos raros. Aprendemos de la repetición, a expensas de los sucesos que no han ocurrido con anterioridad. Los sucesos que son no no han ocurrido con anterioridad. Los sucesos que son no repetibles se ignoran antes de que se produzcan, y se sobreestiman después (durante un breve tiempo). Después de un Cisne Negro, como el del 11 de septiembre de 2001, la gente espera que vuelva a ocurrir, cuando, de hecho, las probabilidades de que así sea posiblemente han disminuido. Nos gusta pensar en Cisnes Negros específicos y conocidos cuando, en realidad, la propia naturaleza de la aleatoriedad está en la abstracción. Como digo en el prólogo, es la definición equivocada de un dios. El economista Hyman Minsky considera que los ciclos de riesgo que se producen en la economía siguen un patrón: la estabilidad y la ausencia de crisis estimulan la asunción de riesgos, la complacencia y el adormecimiento de la conciencia respecto a la posibilidad de que surjan problemas. Luego llega una crisis, cuyo resultado es que la gente queda traumatizada y teme invertir sus recursos. Por sorprendente que parezca, tanto Minsky y su escuela, llamada poskeynesiana, como sus oponentes, los economistas libertarios «austríacos», hacen el mismo análisis, con la excepción de que el primer grupo recomienda la intervención del Estado para resolver el ciclo, mientras que el segundo cree que no deberíamos confiar en que los funcionarios se ocupen de estas cuestiones. Parece que estas dos escuelas de pensamiento defienden objetivos opuestos; sin embargo, ambas subrayan la incertidumbre fundamental y permanecen al margen de los departamentos económicos habituales (aunque tienen muchos seguidores en el mundo no académico y de los negocios). No hay duda de que ese énfasis académico y de los negocios). No hay duda de que ese énfasis en la incertidumbre fundamental molesta a los platonificadores. Todos los tests de probabilidad de que he hablado en este apartado son importantes; demuestran que nos engaña la rareza de los Cisnes Negros, pero no el papel que desempeñan en el total, su impacto. En un estudio preliminar, el psicólogo Dan Goldstein y yo mismo proponíamos a alumnos de la London Business School ejemplos sacados de dos dominios, Mediocristán y Extremistán. Seleccionamos la altura, el peso y los éxitos de Internet por cada sitio web. Los sujetos del experimento eran capaces de adivinar el papel de los sucesos raros en los entornos estilo Mediocristán. Pero les fallaba la intuición cuando se trataba de variables ajenas a Mediocristán, lo cual demuestra que en realidad no disponemos de la destreza de juzgar intuitivamente el impacto de lo improbable, por ejemplo la contribución de un superventas en las ventas totales de un libro. En uno de los experimentos, infravaloraron en treinta y tres veces el efecto de un suceso raro. Veamos a continuación cómo nos afecta esta falta de comprensión de los asuntos abstractos. La fuerza de lo sensacional No hay duda de que la información estadística abstracta no nos influye tanto como la anécdota, por sofisticada que sea la persona. Pondré algunos ejemplos. El pequeño italiano. A finales de la década de 1970, un El pequeño italiano. A finales de la década de 1970, un niño se cayó a un pozo en Italia. El equipo de rescate no conseguía sacarlo del agujero, y el niño permanecía en el fondo del pozo, llorando desconsolado. A toda Italia le preocupaba su suerte, lo cual era muy comprensible; el país entero estaba pendiente de las noticias que iban llegando. El llanto del niño producía un dolor agudo y un sentimiento de culpa en los impotentes rescatadores y periodistas. La imagen del niño ocupaba la primera página de periódicos y revistas, y apenas se podía caminar por el centro de Milán sin que a uno le recordaran la difícil situación del pequeño. Entretanto, la guerra civil de Líbano se recrudecía, con algún breve paréntesis en el conflicto. En medio de tanta confusión, a los libaneses les preocupaba también la suerte de aquel niño. El niño italiano. A diez kilómetros de distancia, la gente moría a causa de la guerra, los ciudadanos sufrían la amenaza de los coches bomba, pero el destino del pequeño italiano ocupaba los primeros puestos en las preocupaciones de la población del barrio cristiano de Beirut: «Mira qué mono es», me decían. Y toda la ciudad respiró cuando al fin rescataron al niño. Como se supone que dijo Stalin (que algo sabía sobre la mortalidad): «Una muerte es una tragedia; un millón de muertes, una estadística». La estadística permanece callada en nuestro interior. El terrorismo mata, pero el mayor asesino sigue siendo el entorno, responsable de cerca de 13 millones de muertes cada año. Ahora bien, el terrorismo provoca ira, la cual hace que sobreestimemos la probabilidad de un posible ataque terrorista, y que reaccionemos con mayor violencia cuando se produce. Sentimos el aguijón del daño producido por el hombre más que el que causa la naturaleza. Central Park. Estamos en un avión y nos dirigimos a Nueva York, donde vamos a pasar un fin de semana largo (y dándole a la bebida). Al lado tenemos a un corredor de seguros que, como buen vendedor, no puede dejar de hablar. Para él, no hablar es la actividad que le supone un esfuerzo. Nos dice que su primo (con quien va a celebrar las vacaciones) trabajaba en un bufete de abogados con alguien (el hermano gemelo del socio de su cuñado) a quien asaltaron y asesinaron en Central Park. Sí, el Central Park de la gloriosa ciudad de Nueva York. Ocurrió en 1989, si no recuerda mal (ahora estamos en 2007). La pobre víctima sólo tenía treinta y ocho años, esposa y tres hijos, uno de los cuales sufría una enfermedad de nacimiento y requería de cuidados especiales en el Cornell Medical Center. Tres hijos, uno de los cuales necesitaba atención especial, perdieron a su padre por aquella insensata visita a Central Park. Bien, lo más probable es que evitemos Central Park durante nuestra estancia en la ciudad. Sabemos que podemos informarnos sobre las estadísticas de delitos en la Red o en cualquier folleto, y no en las anécdotas de un vendedor que sufre incontinencia verbal. Pero no lo podemos evitar. Por un momento, el nombre de Central Park nos llevará a la mente la imagen de aquel pobre hombre tirado sobre la hierba contaminada, algo que no se merecía. Para librarnos de esa contaminada, algo que no se merecía. Para librarnos de esa duda, necesitaremos mucha información estadística. Montar en moto. Asimismo, es probable que la muerte de un familiar en accidente de moto influya en nuestra actitud hacia las motos, mucho más que volúmenes enteros de análisis estadísticos. Podemos buscar estadísticas en la Red sin esfuerzo alguno, pero no nos vienen a la mente de forma fácil. Imaginemos que voy con mi Vespa por la ciudad, ya que nadie de mi entorno más próximo ha sufrido recientemente ningún accidente (aunque, por lógica, soy consciente de este problema, soy incapaz de obrar en consecuencia). Ahora bien, no estoy en desacuerdo con quienes recomiendan el uso de una narración para atraer la atención. Puede que nuestra conciencia esté vinculada a nuestra capacidad de inventarnos alguna forma de historia sobre nosotros mismos. Sin embargo, la narración puede ser letal cuando se emplea en lugares equivocados. Los atajos Voy a ir ahora más allá de la narrativa para hablar de los atributos más generales del pensamiento y el razonamiento que se esconden detrás de nuestra agobiante superficialidad. Una reputada tradición investigadora ha catalogado y estudiado estos defectos, tradición que representa la escuela llamada Society of Judgement and Decisión Making (la única sociedad académica y profesional de la que soy miembro, y con mucho orgullo; sus reuniones son las únicas en las que no se me sobrecargan los hombros ni sufro ataques de cólera). Está asociada a la escuela de investigación que iniciaron Daniel Kahneman, Amos Tversky y sus amigos, como Robyn Dawes y Paul Slovic. Sus miembros son sobre todo psicólogos empíricos y científicos cognitivos, cuya metodología se ciñe estrictamente a dos objetivos: realizar experimentos controlados y precisos (al estilo de la física) sobre los seres humanos, y elaborar catálogos de cómo reaccionan las personas, con una teorización mínima. Estos investigadores buscan las regularidades. Observemos que los psicólogos empíricos emplean la curva de campana para calcular los errores de sus métodos de comprobación pero, como veremos más técnicamente en el capítulo 15, ésta es una de las raras aplicaciones adecuadas de la curva de campana a la ciencia social, debido a la naturaleza de los experimentos. Hemos visto este tipo de experimentos en este mismo capítulo, cuando hablamos de las inundaciones en California, y en el capítulo 5, con la identificación del sesgo de la confirmación. Esos investigadores han trazado el mapa de nuestras actividades en (básicamente) un modo dual de pensamiento, que dividen en «sistema 1» y «sistema 2», o sistemas experiencial y cogitativo. La distinción es sencilla. El sistema 1, el experiencial, no requiere esfuerzo, es automático, rápido, opaco (no sabemos que lo estamos utilizando), procesado en paralelo, y puede prestarse a errores. utilizando), procesado en paralelo, y puede prestarse a errores. Es lo que llamamos «intuición», y en él se realizan esos rápidos actos de destreza conocidos con el nombre de blink (parpadeo), por el título del famoso libro de Malcolm Gladwell. El sistema 1 es altamente emocional, precisamente porque es rápido. Produce atajos, llamados «heurística», que nos permiten funcionar con rapidez y eficacia. Dan Goldstein llama «rápida y frugal» a esta heurística. Otros prefieren llamarla «rápida y sucia». La verdad es que estos atajos son sin duda útiles, pues son rápidos, pero a veces nos pueden llevar a algunos errores graves. Esta idea capital generó toda una escuela de estudios llamada el enfoque heurístico y sesgado (la heurística se refiere al estudio de los atajos; los sesgos, a los errores). El sistema 2, el cognitivo, es lo que normalmente llamamos pensamiento. Es el que usamos en el aula, ya que requiere esfuerzo (incluso a los franceses); es razonado, lento, lógico, en serie, progresivo y autoconsciente (podemos seguir los pasos de nuestro razonamiento). Comete menos errores que el sistema experiencial y, dado que sabemos cómo llegamos a nuestro resultado, podemos retroceder en nuestros pasos y corregirlos para ajustados a las circunstancias. La mayor parte de los errores que cometemos en el razonamiento proceden del uso del sistema 1, porque pensamos que estamos empleando el sistema 2. ¿Cómo? Puesto que reaccionamos sin pensar y sin emplear la introspección, la principal propiedad del sistema 1 es nuestra falta de conciencia de que lo estamos usando. Recordemos nuestro error de ida y vuelta, nuestra tendencia a confundir la «no prueba de Cisnes Negros» con la «prueba de no Cisnes Negros»; esto demuestra cómo funciona el sistema 1. Tenemos que realizar un esfuerzo (sistema 2) para invalidar nuestra primera reacción. Es evidente que la madre naturaleza hace que usemos el rápido sistema 1 para salir del atolladero; por eso no nos paramos a pensar si un tigre de verdad nos va a atacar o si se trata de un ilusión óptica. Echamos a correr de inmediato, antes de ser «conscientes» de la presencia del tigre. Se supone que las emociones son el arma del sistema 1 para dirigirnos y obligarnos a actuar rápidamente. Logra evitar el riesgo de forma mucho más efectiva que nuestro sistema cognitivo. De hecho, los neurobiólogos que han estudiado el sistema emocional demuestran que éste a menudo reacciona ante la presencia del peligro mucho antes de que seamos plenamente conscientes de él: sentimos miedo y reaccionamos unas milésimas de segundo antes de darnos cuenta de que estamos ante una serpiente. Muchos de los problemas de la naturaleza humana residen en nuestra incapacidad para usar gran parte del sistema 2, o para usarlo de forma prolongada sin tener que tomarnos unas largas vacaciones en la playa. Además, ocurre que con frecuencia nos olvidamos de usarlo. Cuidado con el cerebro Los neurobiólogos, por su parte, hacen una distinción similar a Los neurobiólogos, por su parte, hacen una distinción similar a la del sistema 1 y el sistema 2, con la salvedad de que ellos trabajan con líneas anatómicas. Su distinción diferencia entre las partes del cerebro: la parte cortical, que se supone que empleamos para pensar y que nos distingue de otros animales, y el cerebro límbico de reacción rápida, que es el centro de los sentimientos y que compartimos con otros mamíferos. Como empirista escéptico que soy, no deseo ser el pavo, así que no quiero centrarme únicamente en los órganos específicos del cerebro, ya que no observamos muy bien las funciones del cerebro. Algunas personas tratan de identificar los llamados correlatos neurales de, por ejemplo, la toma de decisiones o, más técnicamente, los «sustratos» neurales de, por ejemplo, la memoria. Puede que el cerebro sea una maquinaria más complicada de lo que pensamos; su anatomía nos ha engañado repetidamente en el pasado. Sin embargo, podemos evaluar las regularidades mediante experimentos precisos y exhaustivos sobre cómo reaccionan las personas en determinadas circunstancias, y llevar la cuenta de lo que veamos. Como ejemplo que justifica el escepticismo sobre la dependencia incondicional de la neurobiología, y que reivindica las ideas de la escuela empírica de medicina a la que pertenecía Sexto, pensemos en la inteligencia de las aves. He leído repetidamente en diversos textos que los animales elaboran su «pensamiento» en el córtex, y que las criaturas que tienen mayor córtex son también más inteligentes: los seres humanos tenemos el mayor córtex, seguidos de los ejecutivos de la banca, los delfines y nuestros primos los monos. Pues bien, resulta que algunos pájaros, como por ejemplo los loros, tienen un elevado grado de inteligencia, equivalente al de los delfines; pero la inteligencia de las aves está relacionada con el tamaño de otra parte del cerebro llamada hiperestriato. De modo que la neurobiología, con su atributo de «ciencia dura», a veces (aunque no siempre) nos puede confundir y llevarnos a una afirmación platonificada y reduccionista. Me asombra que los «empiristas», escépticos como son sobre los vínculos entre la anatomía y la función, tengan tal perspicacia; no es de extrañar que su escuela desempeñara un papel muy pequeño en la historia intelectual. Como empirista escéptico, prefiero los experimentos de la psicología empírica a las resonancias magnéticas de los neurobiólogos, aun en el caso de que los primeros le parezcan al público menos «científicos». Cómo evitar la falacia narrativa Para concluir, diré que nuestra falsa interpretación del Cisne Negro se puede atribuir en gran medida a que usamos el sistema 1, es decir, las narraciones y lo sensacional —así como lo emocional—, el cual nos impone un mapa equivocado de la probabilidad de los sucesos. Sobre la base del día a día, no somos lo bastante introspectivos para darnos cuenta de que comprendemos lo que pasa un poco menos de lo que garantizaría una observación desapasionada de nuestras experiencias. También tendemos a olvidar la idea del Cisne experiencias. También tendemos a olvidar la idea del Cisne Negro inmediatamente después de que se produzca uno —ya que son demasiado abstractos para nosotros— y, por el contrario, nos centramos en los sucesos precisos y vividos que nos llegan a la mente con facilidad. Nos preocupan los Cisnes Negros, desde luego, pero sólo los equivocados. Me permitirá el lector que en este punto vuelva a Mediocristán. En Mediocristán, parece que las narraciones funcionan: el pasado es proclive a ceder a nuestra inquisición. Pero no ocurre lo mismo en Extremistán, donde no contamos con la repetición, y donde necesitamos mantener la sospecha sobre el artero pasado y evitar la narración fácil y evidente. Dado que he vivido en gran medida privado de información, a menudo me ha parecido que habito en un planeta distinto del de mis iguales, lo cual a veces puede ser extremadamente doloroso. Es como si ellos tuvieran un virus que controla sus cerebros y que les impide ver cómo avanzan las cosas: el Cisne Negro se halla cerca. La forma de evitar los males de la falacia narrativa es favorecer la experimentación sobre la narración, la experiencia sobre la historia y el conocimiento clínico sobre las teorías. Es evidente que un periódico no puede realizar un experimento, pero puede escoger una noticia u otra —hay muchos estudios empíricos que presentar y que pueden ser interpretados—, como yo hago en este libro. Ser empírico no significa dirigir un laboratorio en el sótano de tu casa: se trata simplemente de una mentalidad que favorece una determinada clase de conocimientos sobre otros. Yo no me prohíbo utilizar la palabra causa, pero las causas de que hablo aquí son bien especulaciones osadas (y expuestas como tales), bien el resultado de experimentos, no historias. Otro enfoque sería predecir y llevar la cuenta de las predicciones. Por último, es posible que haya una forma de usar la narración, pero con buenos fines. Del mismo modo que sólo un diamante puede cortar otro diamante, podemos emplear nuestra capacidad de convencer con una historia que transmita el mensaje correcto, que es lo que al parecer hacen los cuentacuentos. Hasta aquí hemos hablado de dos mecanismos internos que se ocultan detrás de nuestra ceguera ante los Cisnes Negros, el sesgo de la confirmación y la falacia narrativa. En los capítulos siguientes nos fijaremos en un mecanismo externo: un defecto en la forma en que recibimos e interpretamos los sucesos registrados, y en la forma que actuamos sobre ellos. 7 - VIVIR EN LA ANTECÁMARA DE LA ESPERANZA Supongamos que, al igual que Yevguenia, nuestras actividades dependen de una sorpresa de Cisne Negro, es decir, somos un pavo a la inversa. Las actividades intelectuales, científicas y artísticas pertenecen a la provincia de Extremistán, donde existe una extrema concentración de éxito, y un número muy pequeño de ganadores que reclaman una gran parte del bote. Parece que esto se aplica a todas las actividades profesionales que considero no aburridas e «interesantes» (estoy buscando aún un contraejemplo, una actividad no aburrida que pertenezca a Mediocristán). Al reconocer el papel que desempeña esta concentración del éxito, y actuar en consecuencia, somos castigados dos veces: vivimos en una sociedad donde el mecanismo de recompensa se basa en la ilusión de lo regular; pero nuestro sistema de recompensa hormonal también necesita resultados tangibles y sistemáticos. Cree además que el mundo es sistemático y que actúa bien, es decir, se traga el error de la confirmación. El actúa bien, es decir, se traga el error de la confirmación. El mundo ha cambiado demasiado deprisa para nuestra constitución genética. Estamos alienados de nuestro entorno. La crueldad de los iguales Sales cada mañana de tu diminuto apartamento en el East Village de Manhattan para dirigirte a tu laboratorio de la Universidad Rockefeller, en East Sixties. Cuando regresas a casa por la noche, las personas que componen tu red social te preguntan si has tenido un buen día, porque quieren ser corteses. En el laboratorio, la gente tiene más tacto: naturalmente que no has tenido un buen día; no has descubierto nada. No te dedicas a reparar relojes. El hecho de no descubrir nada es algo muy valioso, ya que forma parte del proceso del descubrimiento: bueno, ya sabes dónde no hay que buscar. Otros investigadores, sabedores de tus resultados, no intentarán reproducir tu importante experimento, salvo que haya una revista lo bastante sensata para pensar que ese «no descubrir nada» constituye una información y merece ser publicado. Tu cuñado, por otro lado, es vendedor en una empresa de Wall Street, y no para de acumular buenas comisiones; comisiones cuantiosas y constantes. «Trabaja muy bien», oyes que dicen, sobre todo tu suegro, con un rápido y pensativo nanosegundo de silencio después de haberlo dicho, lo cual te hace ver que tu suegro estaba haciendo una comparación. Fue involuntaria, pero la hizo. Las vacaciones pueden ser terribles. Te encuentras con tu cuñado en las reuniones familiares e, invariablemente, detectas signos inconfundibles de frustración en tu esposa, quien, por un momento, antes de recordar la lógica de tu profesión, piensa que se ha casado con un perdedor. Pero tiene que frenar su primer impulso. Su hermana no dejará de hablar sobre las reformas que ha hecho, sobre el nuevo papel pintado. Tu mujer estará más callada de lo habitual al volver a casa. Ese malhumor empeorará ligeramente porque el coche que conduces es alquilado, ya que no puedes pagar una plaza de aparcamiento en Manhattan, ¿Qué deberías hacer? ¿Mudarte a Australia y así disminuir la frecuencia de las reuniones familiares, o cambiar de cuñados casándote con alguien cuyo hermano tenga menos «éxito»? ¿O sería mejor que te vistieras de hippie y adoptaras una actitud desafiante? Quizá funcionara en el caso de un artista, pero no sería tan fácil en un científico o un hombre de negocios. Estás atrapado. Trabajas en un proyecto que no produce resultados inmediatos ni sistemáticos; en cambio, la gente de tu alrededor trabaja en cosas de las que sí obtienen resultados. Tienes problemas. Éste es el sino de los científicos, los artistas y los investigadores que viven perdidos en la sociedad, en vez de hacerlo en una comunidad aislada o en una colonia de artistas. Los resultados positivos desiguales, de los que obtenemos mucho o prácticamente nada, son los que prevalecen en muchas mucho o prácticamente nada, son los que prevalecen en muchas ocupaciones, especialmente en aquellas que tienen un sentido de misión, como la de buscar obstinadamente (en un laboratorio maloliente) la escurridiza cura del cáncer, la de escribir un libro que cambiará la idea que la gente tiene del mundo (mientras viven al día), la de componer música o la de pintar iconos en miniatura en los vagones del metro y considerarlo una forma superior de arte, pese a las diatribas del anticuado «erudito» Harold Bloom. Si eres investigador, tendrás que publicar artículos intrascendentes en publicaciones «de prestigio», para que los demás te saluden de vez en cuando al encontrártelos en seminarios y conferencias. Si diriges una empresa pública, seguro que antes de que aparecieran los accionistas te iba perfectamente, cuando tú y tus socios erais los únicos dueños, junto con unos espabilados inversores capitalistas que comprendían la irregularidad de los resultados y la naturaleza inestable de la vida económica. Pero ahora tienes a un torpe analista de seguridad de treinta años que trabaja para una empresa del centro de Manhattan «juzgando» tus resultados y sacándoles demasiada punta. Le gustan las recompensas continuas, y lo último que tú puedes proporcionar son tales recompensas. Muchas personas realizan sus trabajos con la impresión de que hacen algo bien, aunque es posible que no demuestren resultados sólidos durante mucho tiempo. Tienen que posponer continuamente la gratificación, para sobrevivir a una sistemática dieta de crueldad impuesta por sus colegas, y no desmoralizarse por ello. A sus primos les parecen idiotas, como se lo parecen a sus compañeros, de ahí que tengan que mantener el coraje. No cuentan con confirmación alguna, ninguna validación, ningún alumno que les adule, ningún premio Nobel. «¿Cómo te ha ido el año?» Esta pregunta les produce un leve pero contenible espasmo de dolor en lo más profundo de su ser, ya que todos sus años le parecerán un desperdicio a quien contemple su vida desde fuera. Pero luego, ¡bang!, llega ese suceso informe que conlleva la gran confirmación. O es posible que nunca llegue. Créame el lector, resulta duro afrontar las consecuencias sociales de un fracaso continuo. Somos animales sociales; el infierno son los demás. Cuando lo relevante es lo sensacional Nuestras intuiciones no están diseñadas para que se ajusten a lo no lineal. Imaginemos nuestra vida en un entorno primitivo donde el proceso y el resultado estén estrechamente conectados. Tenemos sed: beber nos proporciona la satisfacción adecuada. O incluso en un entorno no tan primitivo, por ejemplo si nos dedicáramos a construir un puente o una casa de piedra, un mayor trabajo conducirá a mayores resultados evidentes, de modo que nuestro humor se sostiene sobre la base de una retroalimentación visible y continua. En un entorno primitivo, lo relevante es lo sensacional. Esto se aplica a nuestro conocimiento. Cuando intentamos recoger información sobre el mundo que nos rodea, suele ser la biología la que nos dirige, y nuestra atención fluye sin esfuerzo hacia lo sensacional, no tanto a lo relevante como a lo sensacional. De un modo u otro, el sistema de orientación se ha equivocado en el proceso de nuestra coevolución con nuestro hábitat: fue trasplantado a un mundo en el que lo relevante suele ser aburrido, no sensacional. Además, pensamos que si, pongamos por caso, dos variables están unidas por un vínculo causal, entonces un input sistemático en una de ellas siempre debería producir un resultado en la otra. Nuestro aparato emocional está diseñado para la causalidad lineal. Por ejemplo, si estudiamos todos los días, confiamos en aprender algo proporcional a nuestros estudios. Si nos parece que no vamos a ningún sitio, nuestras emociones harán que nos sintamos desmoralizados. Pero la realidad moderna raramente nos concede el privilegio de una progresión positiva, lineal y satisfactoria: podemos pensar en un problema durante un año y no descubrir nada; luego, a menos que la ausencia de resultados nos descorazone y abandonemos, se nos ocurre algo, como un destello. Los investigadores han dedicado bastante tiempo a esta idea de la gratificación; la neurología nos ha explicado muchas cosas acerca de la tensión que existe entre la idea de una recompensa inmediata y otra pospuesta. ¿Preferimos un masaje hoy o dos la semana que viene? Pues bien, la novedad está en que la parte lógica de nuestra mente, la «superior», que nos distingue de los lógica de nuestra mente, la «superior», que nos distingue de los animales, puede anular nuestro instinto animal, que busca la recompensa inmediata. Así que, después de todo, somos un tanto mejores que los animales, aunque quizá no mucho. Y no siempre. Las no linealidades La situación puede hacerse un poco más trágica: el mundo es más no lineal de lo que pensamos, y de lo que a los científicos les gustaría pensar. Con las linealidades, las relaciones entre las variables son claras, nítidas y constantes y, por consiguiente, platónicamente fáciles de captar en una sola frase, por ejemplo: «A un aumento del 10% del dinero en el banco corresponde un 10% de incremento en los ingresos por intereses, y un 5% de incremento en la obsequiosidad de nuestro banquero personal». Si uno tiene más dinero en el banco, recibe mayores intereses. Las relaciones no lineales pueden variar; tal vez la mejor manera de describirlas es decir que no se pueden expresar verbalmente de forma que les haga justicia. Tomemos el caso de la relación entre el placer y el beber agua. Si nos encontramos en un estado de sed extrema, una botella de agua aumenta significativamente nuestro bienestar. Más agua significa más placer. Pero ¿y si nos dieran una cisterna de agua? Está claro que inmediatamente nuestro bienestar se hace insensible a la aportación de mayores cantidades de agua. De hecho, si nos dieran a elegir entre una botella y una cisterna, optaríamos por la botella, de modo que nuestro goce disminuye a medida que aumentan las cantidades. Estas relaciones no lineales son muy frecuentes en la vida. Las lineales son la excepción; sólo nos centramos en ellas en las aulas y los libros de texto porque son más fáciles de entender. Ayer por la tarde intenté observarme detenidamente para catalogar todo aquello que fuera lineal a lo largo del día. No pude encontrar nada, al igual que quien fuera a la caza de cuadrados o triángulos y buscara en la selva tropical, o, como veremos en la tercera parte, no más que quien busque la aleatoriedad de la curva de campana y crea poder encontrarla en los fenómenos socioeconómicos. Uno juega al tenis todos los días sin mejorar un ápice, y luego, de repente, empieza a ganarle al instructor. Nada indica que nuestro hijo tenga problemas de aprendizaje, pero parece que no quiere hablar. La maestra nos presiona para que empecemos a considerar «otras opciones», concretamente la terapia. Discutimos con ella en vano (se supone que es la «especialista»). Luego, de súbito, el niño empieza a componer frases complejas, quizá demasiado complejas para su edad. Repito que la progresión lineal, una idea platónica, no es la norma. Proceso sobre los resultados Somos partidarios de lo sensacional y lo extremadamente visible. Esto afecta a cómo juzgamos a los héroes. En nuestra visible. Esto afecta a cómo juzgamos a los héroes. En nuestra conciencia existe poco espacio para los héroes que no producen unos resultados visibles, o para aquellos que se centran en el proceso más que en los resultados. Sin embargo, quienes proclaman que valoran el proceso más que el resultado no dicen toda la verdad, suponiendo, claro está, que sean miembros del gnero humano. A veces escuchamos esa mentira a medias de que los escritores no escriben para obtener gloria, que los artistas crean por amor al arte, porque el trabajo es «su propia recompensa». Es verdad, este tipo de actividades pueden generar un flujo constante de autosatisfacción. Pero ello no significa que los artistas no ansíen cierta forma de atención, ni que no les iría mejor si contaran con algo de publicidad; tampoco significa que los escritores no se levanten pronto el sábado para comprobar si The New York Times Book Review habla de su obra, aunque sea una probabilidad muy remota, ni que no revisen constantemente su buzón por si llega la tan esperada respuesta del New Yorker. Hasta un filósofo de la talla de Hume se pasaba varias semanas enfermo en la cama después de que algún crítico corto de miras —que, como él sabía, se equivocaba y no había entendido nada— despreciara su obra maestra (la cual fue después conocida como su versión del problema del Cisne Negro). Lo que más duele es ver a uno de tus colegas, a quien desprecias, dirigirse a Estocolmo para recibir el Nobel. La mayoría de las personas que van en pos de objetivos que yo denomino «concentrados» pasan la mayor parte del tiempo esperando el gran día, que (normalmente) nunca llega. Es verdad que todo esto aleja a nuestra mente de las nimiedades de la vida: el capuchino que está demasiado caliente o demasiado frío, el camarero que va demasiado lento o se pasa de indiscreto, la comida que está muy o poco picante, la cara habitación del hotel que no se parece en nada a la que aparecía en la foto; todas estas consideraciones desaparecen porque tenemos el pensamiento en otras mejores y de mayor relevancia. Pero ello no significa que la persona aislada de los objetivos materialistas sea inmune a otros dolores, por ejemplo, aquellos que proceden de la falta de respeto. A menudo estos cazadores de Cisnes Negros se sienten avergonzados, o algo hace que se sientan así, por no cooperar. «Has traicionado a quienes habían puesto en ti muchas esperanzas», se les dice, lo cual aumenta su sentimiento de culpa. El problema de las compensaciones irregulares no está tanto en la falta de ingresos que conllevan como en el puesto que se ocupa en la jerarquía, en la pérdida de dignidad, en las sutiles humillaciones junto al refrigerador de agua. Tengo la esperanza de que algún día la ciencia y quienes toman las decisiones redescubran lo que los antiguos siempre supieron, concretamente que la moneda de mayor valor es el respeto. Incluso desde el punto de vista económico, los cazadores individuales de Cisnes Negros no son los que se hacen ricos. El investigador Thomas Astebro ha demostrado que las compensaciones por inventos individuales (contemos también compensaciones por inventos individuales (contemos también con el cementerio) son mucho menores que las del capital de riesgo. Para que los emprendedores funcionen es preciso que tengan cierta ceguera ante las probabilidades o una obsesión por sus propios Cisnes Negros positivos. El capitalista de riesgo es quien se lleva el dinero. El economista William Baumol llama a esto «un toque de locura». No hay duda de que tal dinámica se podría aplicar a todo negocio concentrado: si nos fijamos en los antecedentes empíricos, no sólo vemos que a los capitalistas de riesgo les va mejor que a los emprendedores, sino que a los editores les va mejor que a los escritores, a los representantes mejor que a sus artistas, y que a la ciencia le va mejor que a los científicos (alrededor del 50% de los artículos científicos y académicos, que implican meses, y hasta años, de esfuerzo, nunca se leen de verdad). A la persona implicada en este tipo de juegos se le paga con una moneda que no es el éxito material: la esperanza. La naturaleza humana, la felicidad y las recompensas desiguales Permítame el lector que extraiga la idea principal que oculta lo que los investigadores llaman felicidad hedonista. Ganar un millón de dólares en un año, pero nada en los nueve años anteriores, no produce el mismo placer que tener el total distribuido en partes iguales a lo largo del mismo período, es decir, cien mil dólares al año durante diez años consecutivos. Lo decir, cien mil dólares al año durante diez años consecutivos. Lo mismo cabe decir del orden inverso: forrarse el primer año, y no obtener nada en lo que queda de ese período. En cierto modo, nuestro sistema de placer se saturaría muy deprisa, y no conllevaría el equilibrio hedonista como lo hace una devolución en la declaración de la renta. De hecho, nuestra felicidad depende mucho más del número de casos de sentimientos positivos, es decir, de lo que los psicólogos llaman «afecto positivo», que de su intensidad. En otras palabras, una buena noticia es, ante todo, una buena noticia; cuán buena sea importa relativamente poco. De modo que para tener una vida placentera deberíamos extender estos pequeños «afectos» a lo largo del tiempo de la forma más uniforme posible. Tener muchas noticias medianamente buenas es preferible a una única noticia fantástica. Lamentablemente, puede ser incluso peor ganar diez millones para luego perder nueve que no ganar nada. Es verdad que nos queda un millón (frente a nada), pero pudiera ser mejor que no hubiésemos ganado ni cinco. (Todo esto supone, claro está, que nos preocupan las recompensas económicas.) Así pues, desde el punto de vista de una contabilidad definida estrictamente, que aquí podría llamar «cálculo hedonista», no compensa proponerse obtener grandes ganancias. La madre naturaleza nos concibió para que gocemos del flujo constante de recompensas pequeñas pero frecuentes. Como decía antes, las recompensas no tienen que ser grandes, sólo frecuentes: un poco de aquí, un poco de allá. Pensemos que nuestra principal satisfacción durante miles de años nos llegaba en forma de comida y agua (y alguna otra cosa más íntima), y aunque necesitemos todo esto constantemente, nos hartamos de ello muy deprisa. El problema, evidentemente, es que no vivimos en un entorno donde los resultados se produzcan de forma constante: los Cisnes Negros dominan gran parte de la historia humana. Es una pena que la estrategia correcta para nuestro entorno actual posiblemente no ofrezca recompensas internas ni una retroalimentación positiva. La misma propiedad pero al revés se aplica a nuestra felicidad: es mejor sufrir todo el dolor en un período breve que padecerlo a lo largo de un período mayor. Sin embargo, algunas personas creen que es posible superar la asimetría de las penas y las alegrías, escapar del déficit hedonista, mantenerse al margen del juego y además vivir con esperanza. Como veremos a continuación, hay algunas noticias buenas. La antecámara de la esperanza Según Yevguenia Krasnova, a algunas personas les puede encantar un libro, aunque son sólo unos pocos, en el mejor de los casos (más allá de esto sería una forma de promiscuidad). Quienes hablan de los libros como si de mercancías se tratara no son realistas, del mismo modo que quienes coleccionan personas conocidas tienen amistades superficiales. Esa novela que nos gusta se parece a un amigo. La leemos y la volvemos a leer, y la gusta se parece a un amigo. La leemos y la volvemos a leer, y la vamos conociendo mejor. Al igual que a un amigo, la aceptamos tal como es; no la juzgamos. En cierta ocasión le preguntaron a Montaigne «por qué» había sido amigo del escritor Etienne de la Boétie, el tipo de pregunta que la gente te hace en los cócteles como si supieras la respuesta, o como si hubiera una respuesta que saber. Montaigne contestó con su característico estilo: «Parce que c'était lui, parce que cétait moi» (porque él era él y yo era yo). De modo parecido, Yevguenia sostiene que a ella le gusta ese libro determinado «porque él es él y yo soy yo». Un día, Yevguenia dejó plantado a un maestro porque analizaba aquel libro, con lo que violaba la norma de Yevguenia. Uno no se sienta sin más a escuchar a la gente cómo desmenuza análisis sobre sus amigos. Yevguenia fue una alumna muy testaruda. El libro que Yevguenia tiene como amigo es Il deserto de tartari, de Dinio Buzzati, una novela que en su infancia era muy conocida en Italia y Francia, pero que, por extraño que parezca, ninguno de los conocidos estadounidenses de Yevguenia conoce. En inglés se tradujo con un título erróneo: The Tartar Steppe («La estepa tártara», en vez de «El desierto de los tártaros»). Yevguenia descubrió Il deserto cuando contaba trece años, en la residencia de fin de semana que sus padres tenían en un pequeño pueblo situado a doscientos kilómetros de París, donde los libros rusos y franceses se multiplicaban sin las limitaciones de su abarrotado apartamento parisino. Yevguenia se aburría tanto en el campo que ni siquiera era capaz de leer. Sin embargo, una tarde, abrió el libro y quedó absorta. Ebrio de esperanza Giovanni Drogo es un hombre que promete. Acaba de salir de la academia militar como joven oficial, y se encuentra en el inicio de una vida activa. Pero las cosas no van como había previsto: su primer destino, donde deberá permanecer cuatro años, es un remoto puesto fronterizo, la fortaleza Bastiani, que protege el país de la posible invasión de los tártaros desde el desierto, un puesto no muy deseable. La fortaleza se encuentra a unos días a caballo de la ciudad; alrededor se extiende un amplio yermo; nada hay del ambiente social que un joven de su edad podría esperar. Drogo cree que aquel destino es temporal, una forma de pagar lo que le corresponde antes de que se le presenten puestos más atractivos. Más adelante, cuando regrese a la ciudad, con su uniforme planchado e impecable y su complexión atlética, pocas señoritas podrán resistírsele. ¿Qué va a hacer Drogo en ese agujero? Al fin atisba una vía de escape, una forma de que lo trasladen dentro de cuatro meses, y decide usar tal vía. Sin embargo, en el último segundo, mira el desierto desde la ventana del consultorio médico y decide prolongar su estancia. Hay algo en los muros de la fortaleza y del silencioso paisaje que lo atrapa. El atractivo del fuerte y la espera de los atacantes, la gran batalla con los feroces tártaros, se convierten en su única razón de vivir. En el fuerte están siempre expectantes. Los razón de vivir. En el fuerte están siempre expectantes. Los demás hombres pasan el tiempo mirando el horizonte y esperando el ataque enemigo. Están tan concentrados que rara vez detectan el pequeño animal perdido que se vislumbra en el horizonte del desierto, y acaban confundiéndolo con el enemigo que acude a atacarles. Y así, Drogo pasa el resto de su vida prolongando su estancia, retrasando el inicio de su vida en la ciudad: treinta y cinco años de pura esperanza, agarrado a la idea de que un día, desde aquellas remotas colinas que ningún ser humano ha cruzado, al final aparecerá el enemigo y lo ayudará a estar a la altura de las circunstancias. Al final de la novela, Drogo muere en una taberna situada al borde de un camino, justo en el instante en que se produce el suceso que había estado esperando toda su vida. Se lo ha perdido. La dulce trampa de la expectativa Yevguenia leyó Il deserto muchas veces; incluso llegó a aprender italiano (y quizá por eso se casó con un italiano) para poder leerlo en versión original. Pero nunca pudo volver a leer el doloroso final. He presentado el Cisne Negro como una rareza, el suceso importante que no se espera que ocurra. Pero pensemos que es lo contrario: el suceso inesperado que deseamos desesperadamente que ocurra. Drogo está obsesionado y desesperadamente que ocurra. Drogo está obsesionado y cegado por la posibilidad de un suceso improbable; esta rara ocurrencia es su razón de ser. A sus trece años, cuando dio con el libro, poco se imaginaba Yevguenia que iba a dedicar toda su vida a representar el panel de Giovanni Drogo en la antecámara de la esperanza, aguardando el gran suceso, sacrificándose por él, y rechazando los pasos intermedios, los premios de consolación. No le importaba la dulce trampa de la expectativa: para ella se trataba de una vida que merecía vivirse con la sencillez catártica de un único objetivo. En efecto, hay que tener «cuidado con lo que se desea»: es posible que hubiera sido más feliz antes del Cisne Negro de su éxito que después. Uno de los atributos del Cisne Negro es la asimetría de las consecuentes, sean positivas o negativas. Para Drogo, las consecuencias fueron treinta y cinco años dedicados a aguardar, en la antecámara de la esperanza, unas cuantas horas de gloria distribuidas al azar, pero acabó perdiéndoselas. Cuando necesitamos la fortaleza Bastiani Observemos que en la red social que rodeaba a Drogo no había ningún cuñado. Tenía la suerte de contar con varios compañeros en su misión. Era miembro de una comunidad enclavada a las puertas del desierto, en la que todos tenían la mirada puesta en el horizonte. Drogo tenía la ventaja de la asociación con sus iguales y la ausencia de contacto social con personas ajenas a la comunidad. Los seres humanos somos animales locales, interesados en nuestra vecindad inmediata, aunque algunos nos consideren unos completos idiotas. Estos homo sapiens son abstractos y remotos, y no nos preocupan, porque no corremos con ellos hacia el ascensor ni establecemos con ellos contacto visual. Algunas veces nuestra superficialidad puede actuar en nuestro favor. Tal vez parezca trivial decir que tenemos necesidad de los demás en muchos aspectos, pero sin duda los necesitamos más de lo que nos damos cuenta, particularmente por razones de dignidad y respeto. En efecto, existen pocos ejemplos históricos de personas que hayan logrado algo extraordinario sin esa validación de sus iguales, pero tenemos la libertad de escogerlos. Si nos fijamos en la historia de las ideas, vemos escuelas de pensamiento que de vez en cuando forman y producen una obra fuera de lo común e impopular entre quienes no pertenecen a la escuela. Oímos hablar de los estoicos, los escépticos académicos, los cínicos, los escépticos pirronianos, los esenos, de los surrealistas, los dadaístas, los anarquistas, los hippies, los fundamentalistas... Una escuela hace posible que alguien con ideas inusuales y que tengan la remota posibilidad de una compensación encuentre compañía y cree un microcosmos aislado de los demás. Los miembros del grupo pueden vivir juntos en un estado de ostracismo, lo cual siempre es mejor que hacerlo solo. Si participamos en una actividad dependiente de un Cisne Negro, es mejor que formemos parte de un grupo. Negro, es mejor que formemos parte de un grupo. El desierto de los tártaros24 Yevguenia se reunió con Nero Tulip en el vestíbulo del hotel Danieli de Venecia. Nero era un operador de Bolsa que vivía entre Londres y Nueva York. En aquella época, los operadores de Londres iban a Venecia los viernes al mediodía durante la estación baja, con el único propósito de hablar con otros operadores (de Londres). Yevguenia y Nero mantenían una conversación distendida cuando ella se dio cuenta de que su marido los observaba con gesto incómodo desde la barra del bar, mientras trataba de seguir las contundentes afirmaciones de uno de sus amigos de la infancia. Yevguenia comprendió que iba a descubrir algo más sobre Nero. Se vieron de nuevo en Nueva York, primero en secreto. Su marido, como profesor de filosofía que era, disponía de mucho tiempo, así que se puso a revisar los planes diarios de su mujer y empezó a no separarse de ella. Cuanto más lo hacía, más ahogada se sentía Yevguenia, lo cual, a su vez, hacía que él se le pegara aún más. Ella lo dejó plantado, llamó a su abogado, que por entonces esperaba noticias suyas, y empezó a reunirse con Nero sin tanto disimulo. Nero caminaba con dificultad, pues se estaba recuperando de un accidente de helicóptero; después de episodios de éxito se pone demasiado arrogante y empieza a correr riesgos físicos mal pone demasiado arrogante y empieza a correr riesgos físicos mal calculados, aunque en lo económico sigue mostrándose ultraconservador, incluso paranoico. Había pasado varias semanas inmóvil en un hospital de Londres; sin apenas poder leer o escribir, intentaba resistir la tentación de ver la televisión, hacía bromas con las enfermeras y esperaba a que sus huesos sanaran. Ahora puede dibujar el techo de esa habitación, con sus catorce grietas, de memoria, así como el decrépito edificio blanco del otro lado de la calle con sus sesenta y tres ventanas acristaladas, todas ellas necesitadas de una limpieza profesional. Nero decía que sólo se sentía cómodo en Italia cuando bebía. Yevguenia le regaló una copia de Il deserto, pero Nero no leía novelas —«Lo divertido de las novelas es escribirlas, no leerlas», proclamaba—, así que dejó el libro en la mesita de noche una temporada. En cierto sentido, Nero y Yevguenia eran como el día y la noche. Ella se acostaba al alba, después de haber pasado la noche trabajando en sus manuscritos. Nero se levantaba al amanecer, como la mayoría de los operadores de Bolsa, incluso los fines de semana. Luego trabajaba una hora en su obra magna, Tratado de la probabilidad, y después de esa hora diaria no la volvía a tocar, jamás. Llevaba una década escribiéndola, y sólo sentía prisa por terminarla cuando su vida corría algún peligro. Yevguenia fumaba; Nero se preocupaba por su salud, y pasaba al menos una hora al día en el gimnasio o en la piscina. Yevguenia salía con intelectuales y bohemios. Nero solía buscar la compañía de avispados operadores y hombres de negocios que nunca habían estado en la universidad y hablaban negocios que nunca habían estado en la universidad y hablaban con un agudo y agobiante acento de Brooklyn. Yevguenia nunca llegó a entender cómo un clásico y políglota como Nero podía relacionarse con personas de ese tipo. Y lo peor era que ella sentía ese desdén manifiesto por el dinero propio de la Quinta República francesa, a menos que lo ocultara tras una fachada intelectual o cultural, y apenas podía soportar a aquellos tipos de Brooklyn con dedos delgados y velludos y cuentas corrientes enormes. Los amigos post-Brooklyn de Nero, por su parte, tenían a Yevguenia por una altanera. (Uno de los efectos de la prosperidad ha sido una emigración sistemática de personas avispadas desde Brooklyn a Staten Island y Nueva Jersey.) Nero también era elitista, insoportablemente elitista, pero de modo diferente. Distinguía entre quienes saben unir los puntos, nacidos en Brooklyn o no, y quienes no saben hacerlo, cualesquiera que fueran su grado de sofisticación y nivel de estudios. Al cabo de pocos meses, después de que terminara con Yevguenia (con un alivio desmesurado), abrió Il deserto y quedó fascinado. Yevguenia tenía el presentimiento de que, como le ocurrió a ella, Nero se identificaría con Giovanni Drogo, el protagonista de Il deserto. Y así fue. Nero compró decenas de la (mala) traducción inglesa del libro y lo fue regalando a cualquiera que se mostrara mínimamente educado con él, incluido su portero de Nueva York, que apenas hablaba inglés, y no digamos leerlo. Se entusiasmaba tanto al contar la historia de la novela que el portero mostró interés, y Nero tuvo que pedir para él la traducción española, El desierto de los tártaros. Sangrar o estallar Podemos dividir el mundo en dos categorías. Algunas personas son como el pavo —están expuestas a una gran explosión sin saberlo—, mientras que otras desempeñan el papel del pavo al revés: están preparadas para unos grandes sucesos que a los demás podrían sorprenderles. En algunas estrategias y situaciones de la vida, uno se juega varios dólares para ganar una sucesión de centavos mientras aparenta que no deja de ganar. En otras, uno arriesga una sucesión de centavos para llegar a ganar dólares. En otras palabras, uno apuesta a que se producirá el Cisne Negro y el otro a que nunca aparecerá, dos estrategias que requieren mentalidades completamente distintas. Hemos visto que los seres humanos tenemos una destacada preferencia por obtener unos ingresos modestos de una sola vez. Recordemos del capítulo 4 que, en el verano de 1982, los grandes bancos estadounidenses Perdieron casi todo lo que habían ganado, e incluso más. De modo que algunos asuntos que pertenecen a Extremistán son extremadamente peligrosos, pero no lo parecen de antemano, ya que ocultan y posponen sus riesgos; de ahí que los imbéciles piensen que están «seguros», Sin duda es característico de Extremistán parecer menos arriesgado, a corto plazo, de lo que realmente es. A los negocios expuestos a estas explosiones Nero los llamaba negocios dudosos, sobre todo porque desconfiaba de cualquier método que tratase de computar las probabilidades de un estallido. En el capítulo 4 decíamos que el período de rendición de cuentas en el que se evalúan los resultados de las empresas es demasiado corto para poder revelar si se va o no por buen camino, Y debido a la superficialidad de nuestras intuiciones, formulamos nuestras declaraciones de riesgo demasiado deprisa. Voy a exponer brevemente la idea de Nero. Su premisa era la siguiente trivialidad: algunas apuestas comerciales en las que se gana mucho pero con poca frecuencia, y se pierde poco pero muy a menudo, merecen ser puestas en práctica si los demás se muestran incapaces de hacer lo mismo y si uno tiene resistencia personal e intelectual. Pero es preciso tener tal resistencia. En esa estrategia, también es necesario tratar con las personas y aguantar todo tipo de insultos, muchos de ellos descarados. Las personas suelen aceptar que una estrategia económica con una pequeña probabilidad de éxito no es necesariamente mala, siempre y cuando el éxito sea lo bastante grande para justificarla. Sin embargo, por muchas razones psicológicas, nos resulta difícil poner en práctica esa estrategia, simplemente porque exige una combinación de fe, aguante para esperar que llegue la recompensa y la disposición a recibir el escupitajo de los clientes sin parpadear. Y quienes, por la razón que sea, pierden dinero, empiezan a mirar como perros que sea, pierden dinero, empiezan a mirar como perros culpables, provocando con ello más desdén en sus compañeros. Para enfrentarse a este escenario de posible estallido disfrazado de destreza, Nero se entregó a un estrategia que denominó «sangrado». Uno pierde de forma sistemática, todos los días, y durante mucho tiempo, pero cuando se produce cierto suceso, somos recompensados demasiado bien. Por otro lado, ningún suceso único puede hacer que estallemos: algunos cambios en el mundo pueden producir unos beneficios muy grandes que compensan aquel sangrado de años, a veces de décadas, incluso de siglos. De toda la gente que conocía, Nero era la persona genéticamente menos idónea para aplicar tal estrategia. El desacuerdo entre su cerebro y su cuerpo era tal que se encontraba en un permanente estado de guerra. El problema estaba en su cuerpo, que acumulaba la fatiga física derivada del efecto neurobiológico de la exposición a las pequeñas pérdidas continuas, al estilo de la tortura china del gota a gota. Nero descubrió que las pérdidas llegaban a su cerebro emocional, sorteando sus estructuras corticales superiores y, poco a poco, afectando a su hipocampo y debilitando su memoria. El hipocampo es la estructura que se supone controla la memoria. Es la parte más plástica del cerebro; también es la parte que al parecer absorbe todo el daño de los insultos repetidos, como el estrés crónico que experimentamos a diario a causa de pequeñas dosis de sentimientos negativos, frente al vigorizante «estrés bueno» de ese tigre que llevamos dentro y que de vez en cuando asoma en el salón comedor. Podemos racionalizar todo lo que asoma en el salón comedor. Podemos racionalizar todo lo que queramos pero el hipocampo siempre se toma en serio el insulto del estrés crónico, lo cual se traduce en una atrofia irreversible. En contra de lo que suele creerse, estos pequeños elementos estresantes y aparentemente inocuos no nos fortalecen; pueden amputarnos parte de nuestro yo. Lo que envenenaba la vida de Nero era la exposición a un elevado nivel de información. Sólo podía resistir el dolor si veía el balance semanal de los rendimientos, en vez de las actualizaciones a cada minuto. Emocionalmente le iba mejor con su propia cartera de valores que con la de los clientes, ya que no estaba obligado a controlar la suya de forma continua. Si bien su sistema neurobiológico era víctima del sesgo de la confirmación, reaccionando ante el corto plazo y lo visible, Nero sabía engañar a su cerebro para evitar el efecto despiadado de éste, centrándose únicamente en el largo plazo. Se negaba a mirar ningún informe sobre su trayectoria que abarcara menos de diez años. Nero llegó a la mayoría de edad, desde el punto de vista intelectual, con la crisis bursátil de 1987, en la que cosechó enormes beneficios sobre el escaso patrimonio que controlaba. Ese episodio iba a hacer de su trayectoria, tomada en su conjunto, todo un valor. En cerca de veinte años como operador de Bolsa, Nero sólo tuvo cuatro años buenos. Para él, uno era más que suficiente. Todo lo que necesitaba era un buen año por siglo. Los inversores no le suponían ningún problema: necesitaban su trabajo como elemento de seguridad, y le pagaban bien. Le bastaba con mostrar un ligero grado de desprecio hacia quienes deseaba quitarse de encima, lo cual no le suponía demasiado esfuerzo. Un esfuerzo que no era artificioso: Nero no tenía en muy buen concepto a sus clientes y dejaba que su lenguaje corporal se expresara libremente, sin por ello dejar de mantener siempre un elevado grado de cortesía un tanto pasada de moda. Después de una larga sucesión de pérdidas, se aseguraba de que no pensaran que pedía disculpas; ocurría, paradójicamente, que de esa forma le brindaban aún más apoyo. Los seres humanos se creen cualquier cosa que se les diga, siempre que uno no muestre ni la menor sombra de falta de seguridad en sí mismo; al igual que los animales, saben detectar la más diminuta fisura en esa seguridad antes de que uno la manifieste. El truco consiste en ser lo más desenvuelto posible en los asuntos personales. Si uno se muestra educado y simpático hasta el exceso, es mucho más fácil dar signos de confianza en sí mismo; se puede controlar a las personas sin tener que ofender su sensibilidad. Como pronto comprendió Nero, el problema con los hombres de negocios es que si te comportas como un perdedor acabarán tratándote como tal: tú mismo pones la vara de medir. No existe una medida absoluta buena o mala. Lo importante no es lo que se le dice a la gente, sino cómo se le dice. Pero, delante de los demás, uno debe mantener la apariencia de que se le subestima y mostrar una tranquilidad altiva. Cuando trabajaba de operador de Bolsa para un banco de inversión, Nero tuvo que vérselas con el típico impreso de evaluación del empleado. Se presumía que ese impreso seguía la evaluación del empleado. Se presumía que ese impreso seguía la trayectoria del «rendimiento», supuestamente como prueba contra los empleados que amainaban en su actividad. Nero pensaba que la evaluación era absurda, porque en lugar de juzgar la calidad del rendimiento del operador, lo alentaba a jugar con el sistema y buscar beneficios a corto plazo, a expensas de posibles estallidos; como hacen los bancos que conceden préstamos alocados que tienen una muy baja probabilidad de que les estallen en las manos, porque el empleado encargado de concederlos sólo piensa en su próxima evaluación trimestral. De ahí que cierto día, en los inicios de su profesión, Nero se sentara a escuchar muy tranquilamente la evaluación que le hacía su «supervisor». Cuando éste le pasó el informe de dicha evaluación. Nero la rompió en mil pedazos ante sus propias narices. Lo hizo muy despacio, acentuando el contraste entre la naturaleza del acto y la tranquilidad con que rasgaba el informe. El jefe lo contemplaba pálido de miedo, con los ojos desorbitados. Nero se centró en su reacción, lenta y sin dramatismo alguno, eufórico por la sensación de mantenerse fiel a sus creencias y por la estética de su puesta en práctica. La combinación de la elegancia con la dignidad era estimulante. Sabía que le iban a despedir o a dejarle hacer. Le dejaron hacer. 8 - LA SUERTE A TODA PRUEBA DE GIACOMO CASANOVA: EL PROBLEMA DE LAS PRUEBAS SILENCIOSAS Otra falacia en nuestra forma de entender los acontecimientos es la de las pruebas silenciosas. La historia nos oculta tanto a los Cisnes Negros como su capacidad para generarlos. La historia de los fieles ahogados Hace más de dos mil años, el orador, literato, pensador, estoico, manipulador político y (normalmente) caballero virtuoso romano Marco Tulio Cicerón exponía la historia siguiente. A un tal Diágoras, que no creía en los dioses, le mostraron unas tablillas pintadas en que se representaba a unos fieles que estaban orando y que, luego, sobrevivían a un naufragio. De tal representación se deducía que la oración protege de morir ahogado. Diágoras preguntó: «¿Dónde están las imágenes de quienes oraron y luego se ahogaron?». Los fieles ahogados, al estar muertos, hubieran tenido muchos problemas para advertir de sus experiencias desde el fondo del mar. Esto puede confundir al observador superficial y llevarle a creer en los milagros. A este fenómeno lo llamamos el problema de las pruebas silenciosas. La idea es sencilla, pero universal y de mucha fuerza. La mayoría de los pensadores intentan poner en evidencia a quienes los precedieron, mientras que Cicerón pone en evidencia a casi todos los pensadores empíricos que lo siguieron. Más tarde, tanto mi héroe de héroes, el ensayista Michel de Montaigne, como el empírico Francis Bacon, trataron el tema en sus obras, y lo aplicaron a la formación de las falsas creencias. «Y tal es el camino de toda superstición, sea en la astrología, los sueños, los agüeros, los juicios divinos o similares», escribía Bacon en su Novum Organum. El problema, evidentemente, es que estas observaciones, a menos que se nos metan en la cabeza de forma sistemática, o se integren en nuestra forma de pensar, se olvidan con rapidez. Las pruebas silenciosas están presentes en todo lo relacionado con el concepto de historia. Por historia no entiendo únicamente esos libros eruditos pero aburridos que figuran en el apartado de historia (con pinturas del Renacimiento en las apartado de historia (con pinturas del Renacimiento en las cubiertas para atraer al comprador). La historia, repito, es cualquier sucesión de acontecimientos vistos con el efecto de la posteridad. Esta parcialidad se extiende a la adscripción de factores determinantes en el éxito de las ideas y las religiones, a la ilusión de la destreza en muchas profesiones, al éxito en las ocupaciones artísticas, al debate de naturaleza frente a crianza o educación, a errores en el uso de pruebas ante los tribunales, a las ilusiones sobre la «lógica» de la historia y, naturalmente, de forma mucho más grave, a nuestra percepción de la naturaleza de los sucesos extremos. Estamos en un aula escuchando a alguien engreído, circunspecto y pesado, con su chaqueta de tweed (camisa blanca, corbata de lunares), que lleva dos horas pontificando sobre las teorías de la historia. El aburrimiento nos paraliza de tal modo que no sabemos de qué demonios está hablando, pero oímos el nombre de figuras importantes: Hegel, Fichte, Marx, Proudhon, Platón, Herodoto, Ibn Jaldún, Toynbee, Spengler, Michelet, Carr, Bloch, Fukuyama, el dichoso Fukuyama, Trukuyama. Parece profundo e informado, y se asegura de que en ningún momento olvidemos que habla desde un punto de vista «posmarxista», «posdialéctico» o postalgo, signifique esto lo que signifique. Luego nos damos cuenta de que gran parte de lo que dice se asienta sobre una simple ilusión óptica. Pero esto no marcará diferencia alguna: está tan versado en lo que dice que, si pusiéramos en entredicho su método, su reacción sería la de bombardearnos aún con más nombres. Resulta muy fácil evitar mirar al cementerio mientras se urden teorías históricas. Pero este problema no afecta sólo a la historia. Es un problema que afecta a nuestra forma de construir muestras y reunir pruebas en todos los dominios. A esta distorsión la llamaremos sesgo, es decir, la diferencia entre lo que se ve y lo que hay. Por sesgo entiendo el error sistemático que de forma coherente muestra un efecto más positivo, o negativo, del fenómeno, como la báscula que indefectiblemente nos pone unos gramos de más o de menos, o como la cámara de vídeo que nos añade varias tallas. Este sesgo se descubrió durante el siglo pasado en todas las disciplinas, muchas veces para pasar a olvidarlo de inmediato (como la idea de Cicerón). Así como los fieles ahogados no escriben la historia de sus experiencias (para ello es mejor estar vivo), lo mismo ocurre con los perdedores en la historia, sean personas o ideas. Es de notar que los historiadores y eruditos en el campo de las humanidades que tienen que entender las pruebas silenciosas en la mayoría de los casos no disponen de un nombre para ellas y lo he buscado con ahínco). Por lo que a los periodistas se refiere, más vale que lo olvidemos. Son productores industriales de distorsión. El término «sesgo» también indica la naturaleza potencialmente cuantificable de la condición: es posible que podamos calcular la distorsión y corregirla, teniendo en cuenta para ello tanto a los muertos como a los vivos, en vez de sólo a estos últimos. Las pruebas silenciosas son lo que los sucesos emplean para Las pruebas silenciosas son lo que los sucesos emplean para ocultar su propia aleatoriedad, en especial la del estilo Cisne Negro. Sir Francis Bacon es un tipo interesante y atractivo en muchos sentidos. Escondía un carácter bien arraigado, escéptico, no académico, antidogmático y obsesivamente empírico que, para alguien que sea escéptico, no académico, antidogmático y obsesivamente empírico, como este autor, es una cualidad casi imposible de encontrar en el mundo del pensamiento. (Cualquiera puede ser escéptico, cualquier científico puede ser exageradamente empírico; lo difícil de encontrar es el rigor que resulta de la combinación del escepticismo con el empirismo.) El problema es que el empirismo de Bacon pretende que confirmemos, y no lo opuesto; de ahí que planteara el problema de la confirmación, esa repulsiva corroboración que genera al Cisne Negro. El cementerio de las letras Se nos recuerda a menudo que los fenicios no produjeron ninguna obra literaria, aunque se supone que fueron ellos quienes inventaron el alfabeto. Los comentaristas hablan de su filisteísmo basándose en la ausencia de documentos escritos, y afirman que, ya fuera por raza o por cultura, estaban más interesados en el comercio que en las artes. En consecuencia, la invención fenicia del alfabeto se debió al más bajo propósito de dejar constancia de las transacciones comerciales, y no a la noble meta de la producción literaria. (Recuerdo que en las estanterías de una casa de campo que alquilé en cierta ocasión, encontré un libro de historia, obra de Will y Ariel Durant, en el que se decía que los fenicios eran una «raza de mercaderes». Estuve tentado de echarlo al fuego.) Bueno, pues ahora parece que los fenicios escribieron bastante, pero en un tipo de papiro perecedero que no resistió el efecto biodegradable del tiempo. Muchos de sus manuscritos se perdieron antes de que copistas y escritores se pasaran al pergamino en los siglos II o III. Los que no se copiaron en esa época, simplemente desaparecieron. El olvido de las pruebas silenciosas es endémico en la forma en que estudiamos el talento comparativo, particularmente en las actividades que están plagadas de atributos del estilo «el ganador se lo lleva todo». Es posible que gocemos de lo que vemos, pero no tiene sentido leer demasiado sobre historias de éxito, porque no vemos la imagen en su totalidad. Recordemos el efecto del «ganador se lo lleva todo» expuesto en el capítulo 3: existe una gran cantidad de personas que se denominan escritores pero que trabajan (sólo «temporalmente») en las relucientes cafeteras de Starbucks. La desigualdad en este campo es mayor que en, digamos, la medicina, pues raramente vemos a médicos sirviendo hamburguesas. De ahí que pueda inferir en gran medida el rendimiento de toda la población de esta última profesión a partir de cualquier muestra que se me esta última profesión a partir de cualquier muestra que se me presente. Lo mismo ocurre con los fontaneros, los taxistas, las prostitutas y quienes se dedican a profesiones exentas de efectos estelares. Vayamos más allá del debate sobre Extremistán y Mediocristán del capítulo 3. La dinámica de la superestrella se basa en que lo que llamamos «patrimonio literario» o «tesoros literarios» es una proporción diminuta de lo que se ha producido de forma acumulativa. Éste es el primer punto. De ahí se puede inferir inmediatamente cómo invalida la identificación del talento: supongamos que atribuimos el éxito del novelista del siglo XIX Honoré de Balzac al grado superior de su «realismo», su «perspicacia», su «sensibilidad», su «tratamiento de los personajes», su «capacidad para mantener absorto al lector», etc. Se puede considerar que estas cualidades son «superiores» y que conducen a un rendimiento superior si, y sólo si, quienes carecen de lo que llamamos talento también carecen de estas cualidades. Pero ¿y si hubiera cientos de obras maestras similares que resulta que han desaparecido? Siguiendo mi lógica, si en electo hay muchos manuscritos desaparecidos con atributos semejantes, entonces, lamento decirlo, nuestro ídolo Balzac no fue más que el beneficiario de una suerte desproporcionada en comparación con la de sus iguales. Además, al favorecerle, es posible que cometamos una injusticia con otros. Lo que quiero decir, y lo repito, no es que Balzac careciera de talento, sino que su talento es menos exclusivo de lo que pensamos. Consideremos simplemente los miles de escritores hoy esfumados de la conciencia: su registro no entra en los análisis. No vemos las toneladas de originales rechazados porque esos autores nunca fueron publicados. Solo The New Yorker rechaza cerca de cien originales al día, de modo que podemos imaginar el número de genios de los que nunca oiremos hablar. En un país como Francia, donde son muchos los que escriben pero, lamentablemente, menos los que leen, los editores literarios respetables aceptan uno de cada diez mil originales que reciben de autores noveles. Pensemos en el número de actores que nunca han pasado una audición, pero que lo hubieran hecho muy bien de haber tenido ese golpe de suerte. La próxima vez que el lector visite a un francés acomodado, probablemente se fijará en los pesados libros de la colección Bibliothèque de la Pléiade, cuyo propietario nunca, casi nunca, va a leer, en gran medida por su incómodo tamaño y peso. Ser miembro de la Pléiade significa serlo del canon literario. Sus libros son caros, y tienen ese distintivo olor del finísimo papel biblia, que comprime el equivalente a quinientas páginas en un libro de bolsillo de los que se encuentran en los centros comerciales. Se supone que contribuyen a maximizar el número de obras maestras por cada metro cuadrado parisino. El editor Gallimard ha sido extremadamente selectivo en su elección de autores para la Pléiade: sólo unos pocos autores han ingresado en ella en vida, como el esteta y aventurero André Malraux. Ahí están Dickens, Dostoyevski, Hugo, Stendhal, junto a Mallarmé, Sartre, Camus y... Balzac. Pero si uno sigue las propias ideas de Balzac, que analizaré a continuación, convendrá en que no hay una justificación definitiva para tal corpus oficial. Balzac esbozó todo el tema de las pruebas silenciosas en su novela Las ilusiones perdidas. Lucien de Rubempré (alias de Lucien Chardon), el mísero genio provinciano, «sube» a París para iniciar una carrera literaria. Se nos dice que tiene talento, aunque en realidad es la clase semiaristocrática de Angulema quien le dice que posee talento. Pero es difícil averiguar si su talento reside en su apostura o en la calidad literaria de sus obras, o incluso si tal calidad literaria es visible o, como parece que se pregunta Balzac, si tiene algo de auténtico. El éxito se presenta con cinismo, como producto de artimañas, de la promoción o el afortunado surgimiento del interés por razones completamente externas a las propias obras. Lucien descubre la existencia del inmenso cementerio en el que habitan los que Balzac denomina «ruiseñores». Le dijeron a Lucien que los libreros llamaban «ruiseñores» a aquellas obras que permanecían en los estantes, en las solitarias profundidades de sus tiendas. Balzac nos expone el lamentable estado de la literatura de la época, cuando el manuscrito de Lucien es rechazado por un editor que nunca lo leyó; más adelante, cuando Lucien cuenta ya con cierta reputación, el mismo manuscrito es aceptado por otro editor que tampoco lo ha leído. La obra en sí era algo secundario. En otro ejemplo de pruebas silenciosas, los personajes de Las ilusiones perdidas no paran de lamentar que las cosas ya Las ilusiones perdidas no paran de lamentar que las cosas ya no sean como antes, dando a entender que la imparcialidad literaria imperaba en tiempos pasados, como si antes no existiera ese cementerio. No saben reconocer los ruiseñores entre las obras de los antiguos. Señalemos que, hace casi dos siglos, las personas tenían una opinión idealizada de su propio pasado, del mismo modo que tenemos una opinión idealizada de lo que hoy es pasado. Ya he mencionado antes que para entender los éxitos y analizar qué los causó, debemos estudiar los rasgos presentes en los fracasos. A continuación voy a ocuparme de una versión más general de este tema. Cómo hacerse millonario en diez pasos Muchos estudios sobre millonarios destinados a entender las destrezas que se requieren para convertirse en una celebridad siguen la metodología que expongo a continuación. Toman una población de personajes, gente de grandes títulos y fantásticas ocupaciones, y estudian sus cualidades. Se fijan en lo que tienen en común esos peces gordos: coraje, saber correr riesgos, optimismo, etc.; y de ahí deducen que tales rasgos, sobre todo el de correr riesgos, ayudan a alcanzar el éxito. Probablemente nos llevaríamos la misma impresión con la lectura de autobiografías, escritas por el correspondiente negro, de jefes ejecutivos de grandes empresas, o si asistiéramos a sus presentaciones ante aduladores alumnos de másteres en dirección de empresas. aduladores alumnos de másteres en dirección de empresas. Ahora echemos una mirada al cementerio. Resulta difícil hacerlo, porque no parece que las personas que fracasan escriban sus memorias y, si lo hicieran, los editores que conozco no tendrían ni el detalle de devolverles la llamada (o de responder a un correo electrónico). Los lectores no pagarían 26,95 dólares por la historia de un fracaso, aunque los convenciéramos de que contiene muchos más trucos útiles que una historia de éxito.25 La propia idea de biografía se asienta en la adscripción arbitraria de una relación causal entre unos rasgos especificados y los consiguientes sucesos. Ahora consideremos el cementerio. La tumba de los fracasados estará llena de personas que compartieron los siguientes rasgos: coraje, saber correr riesgos, optimismo, etc.; justo los mismos rasgos que identifican a la portación de millonarios. Puede haber algunas diferencias en las destrezas, pero lo que realmente separa a unos de otros es, en su mayor parte, un único factor: la suerte. Pura suerte. No es preciso ser un gran empirista para entenderlo: basta con un sencillo experimento del pensamiento. La industria de gestión de fondos sostiene que algunas personas son extremadamente hábiles, ya que año tras año superan los índices medios de la Bolsa. Identificarán a esas personas como «genios» y nos convencerán de sus destrezas. Mi sistema se basa en formar grupos de inversores escogidos puramente al azar y, mediante una simple simulación por ordenador, demostrar que sería imposible que estos genios no fueran producto de la suerte. Todos los años se despide a los perdedores, y sólo quedan los ganadores, con lo que al final se acaba con ganadores sistemáticos a largo plazo. Puesto que no observamos el cementerio de los inversores fracasados, pensaremos que las cosas son así, y que algunos operadores son considerablemente mejores que otros. Naturalmente, nos darán enseguida una explicación del éxito de los afortunados supervivientes: «Come queso de soja», «Se queda a trabajar hasta las tantas; el otro día la llamé al despacho a las diez de la noche y...». O, por supuesto: «Es perezoso por naturaleza. Las personas con este tipo de pereza saben ver las cosas con más claridad». Mediante el mecanismo del determinismo retrospectivo encontraremos la «causa»; de hecho, necesitamos ver la causa. A estas simulaciones de grupos hipotéticos, a menudo hechas por ordenador, las llamo instrumento de la epistemología computacional. Los experimentos de pensamiento también se pueden realizar en el ordenador. Basta con simular un mundo alternativo, completamente aleatorio, y verificar que se parece a aquel en el que vivimos. No conseguir afortunados millonarios en estos experimentos sería la excepción.26 Recordemos la distinción entre Mediocristán y Extremistán del capítulo 3. Decía que escoger una profesión «escalable» no es una buena idea, simplemente porque en esas profesiones son muy pocos los vencedores. Pues bien, dichas profesiones producen grandes cementerios: el número de actores muertos de hambre es mayor que el de los contables muertos de hambre, aun suponiendo que, como promedio, tengan los mismos aun suponiendo que, como promedio, tengan los mismos ingresos. Un gimnasio para ratas La segunda, y peor, variedad del problema de las pruebas silenciosas es la que sigue. Cuando tenía veinte y pocos años y aún leía el periódico, pues creía que la lectura sistemática de la prensa me resultaría útil, di con un artículo que hablaba de la creciente amenaza de la mafia rusa en Estados Unidos, y de su desplazamiento de los tradicionales Louie y Tony en algunos barrios de Brooklyn. El artículo explicaba la dureza y brutalidad de los componentes de esa mafia, resultado de las experiencias en el Gulag, que habían endurecido a sus integrantes. El Gulag era una red de campos de trabajo en Siberia adonde se deportaba a delincuentes y disidentes de forma habitual. Enviar a la gente a Siberia era uno de los métodos de purificación que inicialmente emplearon los regímenes zaristas, y que después continuaron y perfeccionaron los soviéticos. Muchos deportados no sobrevivieron a aquellos campos. ¿Endurecidos por el Gulag? La frase me cayó como algo profundamente viciado (y como una inferencia razonable). Me costó cierto tiempo darme cuenta de su sinsentido, ya que iba envuelta en una superficialidad que la protegía; el siguiente experimento del pensamiento dará una idea de todo ello. Supongamos que somos capaces de encontrar una población grande y diversa de ratas: gordas, delgadas, asquerosas, fuertes, bien proporcionadas, etc. (Las podemos hallar fácilmente en la cocina de los restaurantes de moda de Nueva York.) Con estos miles de ratas formamos un grupo heterogéneo, bien representativo de la población de ratas de Nueva York. Las llevamos a mi laboratorio, en la calle Cincuenta y Nueve Este, y colocamos toda la muestra en un gran tanque. Sometemos a las ratas a niveles de radiación progresivamente mayores (puesto que se supone que se trata de un experimento del pensamiento, me dicen que el proceso no implica crueldad alguna). En cada nivel de radiación, aquellas que son naturalmente más fuertes (y aquí está la clave) sobrevivirán; las que mueran dejarán de pertenecer a la muestra. Poco a poco iremos disponiendo de un grupo de ratas más y más fuertes. Observemos el siguiente hecho fundamental: cada una de las ratas, incluidas las fuertes, será, después de la radiación, más débil que antes. Un observador que dispusiera de habilidades analíticas, y que probablemente obtuvo excelentes calificaciones en la universidad, se vería inclinado a pensar que el tratamiento de mi laboratorio es un excelente sustituto del gimnasio, un sustituto que se podría generalizar a todos los mamíferos (imaginemos su potencial éxito comercial). La lógica de ese analista sería la siguiente: «¡Oye! Estas ratas son más fuertes que el resto de la población de ratas. ¿Qué es lo que tienen en común? Que todas proceden de ese taller del Cisne Negro de Taleb». Poca gente se sentiría tentada a fijarse en las ratas muertas. se sentiría tentada a fijarse en las ratas muertas. A continuación, tendámosle la siguiente trampa al New York Times. Soltemos estas ratas supervivientes en la ciudad de Nueva York e informemos al corresponsal jefe de roedores sobre el noticioso trastorno en la jerarquía de la población de ratas de la ciudad. El corresponsal escribirá un artículo extenso (y analítico) sobre la dinámica social de las ratas de Nueva York, que incluirá el siguiente pasaje: «Esas ratas son ahora unas bravuconas entre sus semejantes. Son las que, literalmente, dirigen el cotarro. Endurecidas por su experiencia en el laboratorio del elusivo (aunque amable) estadístico, filósofo y operador de Bolsa doctor Taleb, las ratas...». Sesgos despiadados El sesgo tiene un atributo despiadado: se puede ocultar mejor cuando su impacto es mayor. Debido a la invisibilidad de las ratas muertas, cuanto más letales sean los riesgos menos visibles serán, ya que es probable que las ratas heridas de gravedad sean eliminadas de la prueba. Cuanto más nocivo sea el tratamiento mayor será la diferencia entre las ratas supervivientes y el resto, y más nos confundirá el efecto del endurecimiento. Para que haya tal diferencia entre el efecto auténtico (debilitamiento) y el observado (endurecimiento) es preciso que exista uno de los dos ingredientes siguientes: a) un grado de desigualdad en la fuerza, o la diversidad, del grupo base, o b) una disparidad, o diversidad, en algún punto del tratamiento. Aquí, la diversidad tiene que ver con el grado de incertidumbre inherente al proceso. Más aplicaciones ocultas Podemos seguir con esta argumentación: tiene tal universalidad que, una vez que le cogemos el gusto, es difícil ver la realidad de nuevo con los mismos ojos. Es evidente que elimina de nuestras observaciones su poder realista. Voy a enumerar unos cuantos casos más para ilustrar la debilidad de nuestra maquinaria deductiva. La estabilidad del proceso. Tomemos el número de especies que hoy consideramos extintas. Durante mucho tiempo, los científicos consideraron que tal número era el que implicaba el análisis de los fósiles que han llegado hasta nosotros. Pero este número ignora el cementerio silencioso de las especies que llegaron y se fueron sin dejar rastro en forma de fósil; los fósiles que hemos conseguido encontrar corresponden a una proporción menor de todas las especies que surgieron y desaparecieron. Esto implica que nuestra biodiversidad fue mucho rica de lo que parecía en un primer análisis. Una consecuencia más inquietante es que la tasa de extinción de las especies puede ser muy superior a la que manejábamos: cerca del 99,5% de las especies que han pasado por la Tierra están hoy extinguidas, porcentaje que los científicos han seguido aumentando a lo largo de los años. La vida es mucho más frágil de lo que creíamos. Pero esto no significa que los seres humanos de lo que creíamos. Pero esto no significa que los seres humanos debamos sentirnos culpables de las extinciones que nos rodean; como tampoco significa que debamos actuar para detenerlas: las especies aparecían y desaparecían antes de que empezáramos a arruinar el medio ambiente. No tenemos que sentirnos moralmente responsables de cada una de las especies en peligro de extinción. ¿Compensa el delito? La prensa habla de los delincuentes que caen en manos de la policía. En el New York Times no hay ninguna sección en la que se recojan las historias de quienes cometieron delitos pero a los que no se ha logrado detener. Lo mismo ocurre con el fraude fiscal, los sobornos al gobierno, la trata de blancas, el envenenamiento de cónyuges acaudalados (con sustancias que no tienen nombre y no se pueden detectar) y el tráfico de drogas. Además, nuestra representación del delincuente estándar se podría basar en las propiedades de los menos inteligentes que fueron detenidos. Una vez que damos con la idea de las pruebas silenciosas, muchas de las cosas que nos rodean y que previamente estaban ocultas empiezan a manifestarse. Después de darle vueltas a esta idea durante unos años, estoy convencido de que la formación y la educación nos pueden ayudar a evitar sus escollos. La evolución del cuerpo del nadador ¿Qué tienen en común las expresiones «el cuerpo del ¿Qué tienen en común las expresiones «el cuerpo del nadador» y «la suerte del que empieza»? ¿Qué es lo que parecen compartir con el concepto de historia? Entre los jugadores existe la creencia de que los novatos casi siempre tienen suerte. «Luego las cosas empeoran, pero los jugadores tienen siempre suerte en sus inicios», oímos decir. Efectivamente, se ha demostrado que tal afirmación es verdadera: los investigadores confirman que los jugadores tienen unos inicios afortunados (lo mismo se puede decir de los especuladores en Bolsa). ¿Significa esto que todos deberíamos convertirnos en jugadores durante una temporada, aprovechar la amabilidad que la dama de la fortuna muestra con los que empiezan, y luego parar? La respuesta es no. Se trata de la misma ilusión óptica: quienes empiezan con el juego quizá tengan suerte o quizá no (puesto que el casino juega con ventaja, un número ligeramente superior no tendrá suerte). Los afortunados seguirán jugando, pues creerán que han sido escogidos por el destino; los otros, desanimados, dejarán de hacerlo y no destacarán en la muestra. Probablemente, y según su forma de ser, se dedicarán a la observación de aves, el Scrable, la piratería u otros pasatiempos. Quienes sigan jugando recordarán que en sus inicios la suerte les fue favorable. Los que abandonen, por definición, dejarán de formar parte de la comunidad de jugadores. Esto explícala suerte del principiante. Hay una analogía en lo que en el habla común se llama un «cuerpo de nadador», que, para vergüenza mía, hizo que cometiera un error hace unos años (pese a mi especialidad en esta materia, no me di cuenta de que me engañaban). Cuando preguntaba por ahí sobre la elegancia física en términos comparativos de los diferentes tipos de deportistas, solían decirme que los atletas parecen anoréxicos; los ciclistas, de trasero caído; y los levantadores de peso, inseguros y un tanto primitivos. Deduje que me convenía dedicar cierto tiempo a tragar cloro en la piscina de la Universidad de Nueva York para conseguir aquellos «músculos alargados». Dejemos de lado ahora la causalidad. Supongamos que la varianza genética de una persona determina una forma dada del cuerpo. Los que nacen con la tendencia a desarrollar el cuerpo del nadador llegan a ser mejores nadadores. Son aquellos que en nuestra muestra entran y salen de la piscina. Pero hubieran tenido prácticamente el mismo aspecto si se hubiesen dedicado a la halterofilia. Es un hecho que un determinado músculo crece siempre de la misma forma, tanto si se toman esteroides como si se escalan muros en el gimnasio. Lo que se ve y lo que no se ve Katrina, el devastador huracán que asoló Nueva Orleans en 2005, hizo que multitud de políticos aparecieran en televisión para cumplir con su función de tales. Impresionados por las imágenes de la devastación y de las airadas víctimas que se imágenes de la devastación y de las airadas víctimas que se habían quedado sin hogar, prometieron «reconstruir» la zona. Era muy noble por su parte hacer algo humanitario, destacar sobre nuestro abyecto egoísmo. ¿Prometían acaso que iban a hacerlo con su propio dinero? No. Era con dinero público. Pensemos que esos fondos iban a ser detraídos de algún otro lugar, como en el dicho: «Coger de Pedro para dárselo a Pablo». Ese algún otro lugar estará menos mediatizado. Podría ser la investigación sobre el cáncer con fondos privados, o los próximos esfuerzos para frenar la diabetes. Parece que son pocos los que prestan atención a los pacientes de cáncer sumidos en un estado de depresión que la televisión no muestra. Estos pacientes de cáncer no sólo no votan (para las próximas elecciones ya habrán muerto), sino que no aparecen ante nuestro sistema emocional. Todos los días mueren más personas de cáncer que víctimas registró el huracán Katrina, son quienes más necesitan de nosotros: no sólo nuestra ayuda económica, sino nuestra atención y amabilidad. Y es posible que sea de ellos de quienes se tome el dinero; quizás indirectamente, o tal vez directamente. El dinero (público o privado) que se quite a la investigación puede ser el responsable de la muerte de esos pacientes, perpetrando así un crimen que puede quedar en el silencio. Una ramificación de tal idea sitúa nuestra toma de decisiones bajo una nube de posibilidades. Vemos las consecuencias obvias y visibles, no las invisibles y menos obvias. Sin embargo, esas consecuencias que no se ven pueden ser —¡no!, normalmente son— más significativas. Frederic Bastiat fue un humanista decimonónico de una variedad extraña, uno de esos raros pensadores independientes, cuya independencia llega hasta el punto de ser desconocido en su propio país, Francia, ya que sus ideas iban en contra de la ortodoxia política francesa (comparte con otro de mis pensadores favoritos, Pierre Bayle, el hecho de ser desconocido en su país y en su propia lengua). Pero en Estados Unidos cuenta con gran número de seguidores. En su ensayo «Lo que se ve y lo que no se ve», Bastiat expone la siguiente idea: podemos ver lo que hacen los gobiernos y, por consiguiente, cantar sus alabanzas; pero no vemos la alternativa. Sin embargo ésta existe, sólo que es menos evidente y permanece oculta. Recordemos la falacia de la confirmación: los gobiernos saben muy bien cómo decirnos lo que hacen, pero no lo que no hacen. De hecho, se dedican a lo que podría denominarse una falsa «filantropía», la actividad de ayudar a las personas de forma visible y sensacionalista, sin tener en cuenta el oculto cementerio de las consecuencias invisibles. Bastiat inspiró a los libertarios al atacar los argumentos habituales que demostraban los beneficios de los gobiernos. Pero sus ideas se pueden generalizar y aplicar tanto a la derecha como a la izquierda. Bastiat profundiza un poco más. Si tanto las consecuencias positivas como las negativas de una acción recaen sobre su autor, nuestro aprendizaje será rápido. Pero ocurre a menudo que las consecuencias positivas de una acción benefician que las consecuencias positivas de una acción benefician únicamente a su autor, ya que son visibles, mientras que las negativas, al ser invisibles, se aplican a los demás, con un coste neto para la sociedad. Pensemos en las medidas de protección del empleo: uno observa aquellas que aseguran los puestos de trabajo y adscribe beneficios sociales a ese tipo de protecciones. No se observa el efecto sobre quienes, en consecuencia, no pueden encontrar trabajo, ya que esa medida reducirá la creación de empleo. En algunos casos, como ocurría con los pacientes de cáncer a quienes el Katrina podía castigar, las consecuencias positivas de una acción inmediatamente beneficiarán a los políticos y a los falsos humanitarios, mientras que las negativas tardan mucho tiempo en aparecer (es posible que nunca se hagan visibles). Incluso se puede culpar a la prensa de dirigir las aportaciones caritativas hacia quienes menos las necesitan. Apliquemos este razonamiento al 11 de septiembre de 2001. El grupo de Bin Laden acabó con la vida de unas dos mil quinientas personas en las Torres Gemelas del World Trade Center. Sus familias contaron con el apoyo de todo tipo de entidades y organizaciones benéficas, como debía ser. Pero, según dicen los investigadores, durante los tres meses que restaban de aquel año, unas mil personas fueron víctimas silenciosas de los terroristas. ¿Cómo? Quienes tenían miedo al avión y se pasaron al coche corrieron un riesgo mayor de muerte. Se ha demostrado que durante aquellos meses aumentaron los accidentes automovilísticos; la carretera es considerablemente más letal que el espacio. Estas familias no considerablemente más letal que el espacio. Estas familias no recibieron ayuda; ni siquiera sabían que sus seres queridos también fueron víctimas de Bin Laden. Además de por Bastiat, también siento debilidad por Ralph Nader (el activista y abogado del consumidor, no el político y pensador político, por supuesto). Es posible que sea el ciudadano estadounidense que haya salvado mayor número de vidas al poner al descubierto la política de seguridad de los fabricantes de automóviles. Pero, en su campaña política de hace unos años, llegó a olvidarse de pregonar a los cuatro vientos las decenas de miles de vidas que salvaron sus disposiciones sobre el cinturón de seguridad. Es mucho más fácil vender: «Fíjate en lo que he hecho por ti» que: «Fíjate en lo que te he evitado». Recordemos la historia que expuse en el prólogo acerca del hipotético legislador cuyas acciones podrían haber evitado los atentados del 11 de septiembre. ¿Cuántas de esas personas van por la calle sin los andares encorsetados del falso héroe? Tengamos las agallas de reconocer las consecuencias silenciosas cuando nos encontremos frente al próximo vendedor humanitario de ungüentos milagrosos. Los médicos Muchas personas mueren a diario como consecuencia de nuestro olvido de las pruebas silenciosas. Supongamos que un medicamento salva a muchas personas de una dolencia medicamento salva a muchas personas de una dolencia potencialmente peligrosa, pero conlleva el riesgo de causar la muerte a unas cuantas, lo cual supone un beneficio neto para la sociedad. ¿Debería recetarlo el médico? No tiene incentivo alguno para hacerlo. Los abogados de la persona que sufra los efectos secundarios se abalanzarán sobre el médico como perros rabiosos, mientras que es posible que las vidas que el medicamento haya salvado no se tengan en cuenta en ningún lugar. Una vida salvada es una estadística; una persona herida es una anécdota. Las estadísticas son invisibles; las anécdotas destacan. Asimismo, el riesgo de un Cisne Negro es invisible. La protección estilo teflón de Giacomo Casanova Esto nos lleva a la manifestación más grave de las pruebas silenciosas, la ilusión de la estabilidad. El sesgo disminuye nuestra percepción de los riesgos en que incurrimos en el pasado, particularmente en aquellos que tuvimos la suerte de haber sobrevivido a ellos. Nuestra vida estuvo bajo una grave amenaza pero, al haberla superado, retrospectivamente infravaloramos cuán arriesgada era en realidad la situación. Giacomo Casanova, alias Jacques Chevalier de Seingalt. Algunos lectores se sorprenderan de que el legendario seductor no se pareciese a James Bond. El aventurero Giacomo Casanova, el pretendido intelectual y legendario seductor de mujeres, que más tarde adoptaría el nombre de Jacques Chevalier de Seingalt, tuvo al parecer un rasgo estilo teflón que provocaría envidia a los hombres más fuertes de la Mafia: la desgracia no se cebaba con él. Casanova, aunque es conocido por la historia de sus seducciones, se consideraba como una especie de erudito. Buscó la fama literaria con su Historia de mi vida, obra en doce volúmenes y literaria con su Historia de mi vida, obra en doce volúmenes y escrita en un mal (encantadoramente malo) francés. Además de las extremadamente útiles lecciones sobre cómo llegar a ser un seductor, su libro ofrece una fascinante exposición de una serie de reveses de la fortuna. Casanova pensaba que si se metía en problemas, su estrella de la suerte, su étoile, lo sacaría del atolladero. Cuando las cosas le iban mal, acababan enderezándose gracias a una mano invisible, lo cual le llevó a pensar que el recuperarse de los contratiempos formaba parte de su carácter intrínseco, y corría en busca de una nueva oportunidad. Fuera como fuese, siempre se encontraba con alguien que en el último momento le ofrecía una transacción económica, un nuevo mecenas a quien no había traicionado anteriormente, o alguien con la suficiente generosidad y la memoria lo bastante corta para olvidar las traiciones pasadas. ¿Es posible que el destino hubiera seleccionado a Casanova para recuperarse de todos los contratiempos? No necesariamente. Consideremos lo siguiente: de todos los pintorescos aventureros que han vivido en nuestro planeta, muchos fueron aplastados en algún que otro momento, y unos pocos se recuperaron una y otra vez. Aquellos que sobreviven tenderán a pensar que son indestructibles; tendrán una experiencia lo suficientemente larga e interesante como para escribir libros sobre ella. Hasta que, naturalmente... Pero si abundan los aventureros que se sienten escogidos por el destino, es porque hay muchísimos aventureros, y porque no nos enteramos de la historia de aquellos a quienes la suerte les fue adversa. Mientras empezaba a escribir este capítulo, recordé fue adversa. Mientras empezaba a escribir este capítulo, recordé una conversación con una mujer acerca de su extravagante prometido, hijo de funcionario, quien, mediante algunas transacciones económicas, consiguió catapultarse a una vida propia de algún personaje de novela, con zapatos hechos a mano, puros habanos, automóviles de colección, etc. Los franceses disponen de una buena palabra para denominar a este tipo de persona, flambeur, que es una mezcla de bon vivant, especulador audaz y persona que no teme los riesgos, sin que por ello deje en ningún momento de mostrar un considerable encanto personal; una palabra que no parece tener su correspondiente en la cultura anglosajona. El hombre gastaba el dinero muy deprisa, y mientras manteníamos nuestra conversación acerca de su destino (al fin y al cabo, la mujer iba a casarse con él), ella me explicó que su prometido estaba pasando por una época un tanto difícil, pero que no había motivo para preocuparse, ya que siempre regresaba muy animado. De esto hace unos años. Movido por la curiosidad, he seguido el rastro de ese hombre (procurando hacerlo siempre con mucho tacto): no se ha recuperado (aún) de su último revés de la fortuna. Además ha desaparecido, y ya no se le ve en compañía de otros flambeurs. ¿Qué relación guarda esto con la dinámica de la historia? Pensemos en lo que en general se llama la capacidad de recuperación de la ciudad de Nueva York. Por algunas razones al parecer trascendentales, cada vez que llega al borde del desastre, la ciudad consigue retroceder y recuperarse. Algunos piensan que ésta es realmente una propiedad de la ciudad de Nueva York. La cita que sigue es de un artículo del New York Times: De ahí que Nueva York siga necesitando al economista Samuel M. E. El señor E., que hoy cumple setenta y siete años, estudió la ciudad de Nueva York durante medio siglo de eclosiones y descalabros. [...] «Somos quienes más veces hemos pasado por tiempos duros y hemos salido de ellos con mayor fuerza que nunca», dijo. Ahora démosle la vuelta a la idea: imaginemos que las ciudades son pequeños Giacomo Casanova o ratas de mi laboratorio. Del mismo modo que colocamos los miles de ratas en un proceso muy peligroso, situemos una serie de ciudades en un simulador de la historia: Roma, Atenas, Cartago, Bizancio, Tiro, Catal Huyuk (uno de los primeros asentamientos humanos conocidos, situado en la actual Turquía), Jericó, Peoriay, naturalmente, Nueva York. Algunas ciudades sobrevivirán a las duras condiciones del simulador. En cuanto a las otras, conocemos la posibilidad de que la historia no se muestre tan amable. Estoy seguro de que Cartago, Tiro y Jericó tuvieron a su propio, y no menos elocuente, Samuel M. E. que decía: «Nuestros enemigos han intentado destruirnos muchas veces; pero siempre hemos salido con mayor capacidad de recuperación que antes. Hoy somos invencibles». Este sesgo causa que el superviviente sea testigo incondicional del proceso. causa que el superviviente sea testigo incondicional del proceso. ¿Inquietante? El hecho de que uno sobreviva es una condición que puede debilitar nuestra interpretación acerca de las propiedades de la supervivencia, incluida la vaga idea de «causa». Con esta afirmación se pueden hacer muchas cosas. Sustituyamos al economista jubilado Samuel E. por un director ejecutivo que habla de la capacidad de su empresa para recuperarse de problemas pasados. ¿Qué diremos de la hostigada «capacidad de recuperación del sistema económico»? ¿Y del general que no se puede quejar de su carrera? El lector entenderá ahora por qué recurro a la suerte indefectible de Casanova como armazón generalizado para el análisis de la historia, de todas las historias. Genero historias artificiales en las que aparecen, por ejemplo, millones de Giacomo Casanova, y observo la diferencia entre los atributos de los Casanova afortunados (dado que somos nosotros quienes los generamos, conocemos sus propiedades exactas) y aquellos que obtendría un observador del resultado. Desde esta perspectiva, no es buena idea ser un Casanova. «Soy amante de los riesgos» Pensemos en el negocio de la restauración en un lugar de mucha competencia, como Nueva York. Hay que estar realmente loco para abrir un restaurante, dados los enormes riesgos que ello implica y la agobiante cantidad de trabajo que riesgos que ello implica y la agobiante cantidad de trabajo que hay que realizar para luego no llegar a ninguna parte en el negocio, y todo ello sin contar con los melindrosos clientes, esclavos de las modas. El cementerio de los restaurantes fracasados está muy silencioso: démonos una vuelta por Midtown Manhattan y veremos esos cálidos restaurantes llenos de clientes, con limusinas aguardando en la puerta a que salgan los comensales con el trofeo que representan sus segundos cónyuges. Al propietario le supera el trabajo, pero está contento de que toda esa gente importante frecuente su local. ¿Significa esto que es sensato abrir un restaurante en una zona con tanta competencia? Desde luego que no, pero la gente lo hace por el alocado rasgo de asumir riesgos, que nos empuja a meternos en tales aventuras, cegados por los posibles resultados. Es evidente que en nosotros habita un elemento de los Casanova sobrevivientes, el de los genes que contienen la asunción de riesgos, el cual nos impulsa a correr riesgos ciegos, inconscientes de la variabilidad de los posibles resultados. Heredamos el gusto por correr riesgos no calculados. ¿Debemos estimular tal comportamiento? De hecho, el crecimiento económico deriva de esta actitud arriesgada. Pero algunos locos podrían decir lo siguiente: si alguien siguiera un razonamiento como el mío, no habríamos tenido el espectacular crecimiento que experimentamos en el pasado. Es algo exactamente igual a jugar a la ruleta rusa y considerar que se trata de una buena idea porque se ha sobrevivido y uno se ha embolsado el dinero. A menudo se nos dice que los seres humanos tenemos A menudo se nos dice que los seres humanos tenemos inclinaciones optimistas, y que se supone que esto es bueno para nosotros. Parece que tal argumento justifica la actitud generalizada de correr riesgos como un empeño positivo, un empeño que se glorifica en la cultura común. Oye, mira, nuestros antepasados aprovecharon las oportunidades, mientras que tú, NNT (Number Needed to Treat; número que debe ser tratado [para evitar un resultado negativo]), nos alientas a que no hagamos nada. Contamos con pruebas suficientes para confirmar que los seres humanos somos realmente una especie muy afortunada, y que recibimos los genes de quienes corren riesgos. Es decir, de los alocados que se arriesgan; los Casanova que sobrevivieron. Una vez más, no estoy desechando la idea del riesgo, pues yo mismo he hecho uso de ella. Sólo critico el fomento del correr riesgos no informado. El gran psicólogo Danny Kahneman nos ha dado pruebas de que generalmente no asumimos riesgos como resultado de una bravuconada, sino como fruto de la ignorancia y de la ceguera ante la probabilidad. En los capítulos que siguen veremos con mayor profundidad que, al proyectar el futuro, tendemos a descartar las rarezas y los resultados adversos. Pero insisto en lo siguiente: que lleguemos ahí por accidente no significa que debamos continuar corriendo los mismos riesgos. Somos una raza lo bastante madura para mismos riesgos. Somos una raza lo bastante madura para percatarnos de ello, disfrutar de lo bueno que tenemos e intentar preservar, haciéndonos para ello más conservadores, lo que la suerte nos ha deparado. Hemos estado jugando a la ruleta rusa; detengámonos ahora y dediquémonos a algo útil. Quiero señalar dos puntos más sobre este tema. Primero, la justificación del optimismo exagerado por la razón de que «nos trajo hasta aquí» surge de un error mucho más grave sobre la naturaleza humana: la creencia de que estamos construidos para comprender la naturaleza y nuestra propia forma de ser, y que nuestras decisiones son, y han sido, resultado de nuestras elecciones. Pido disculpas, pero no estoy de acuerdo. Son muchos los instintos que nos dirigen. El segundo punto es un tanto más preocupante que el primero: la salud evolutiva es algo que la población continuamente fomenta y engrandece, y que toma como palabra sagrada. Cuanto menos familiarizado está uno con la disparatada aleatoriedad generadora de Cisnes Negros, más cree en el funcionamiento óptimo de la evolución. En sus teorías no están presentes las pruebas silenciosas. La evolución es una serie de chiripas, algunas buenas, y muchas malas; pero sólo vemos las buenas. Sin embargo a corto plazo no está claro qué rasgos son realmente buenos para nosotros, sobre todo si estamos en el entorno generador de Cisnes Negros de Extremistán. Es algo similar a los jugadores ricos que salen del casino y afirman que la afición a jugar es buena para la especie porque el juego nos hace ricos. El asumir riesgos hizo que muchas especies se fueran de cabeza a la extinción. cabeza a la extinción. La idea de que estamos aquí, que éste es el mejor de todos los mundos posibles, y de que la evolución hizo un gran trabajo parece más bien falaz a la luz del efecto de las pruebas silenciosas. Los locos, los Casanova y quienes se arriesgan ciegamente muchas veces son quienes ganan a corto plazo. Peor aún, en un entorno de Cisne Negro, donde un suceso único pero raro puede llegar a sacudir a una especie después de muchísimo tiempo de «salud», los alocados que asumen riesgos también pueden ganar a largo plazo. Retomaré esta idea en la tercera parte, donde expongo que Extremistán empeora el efecto de las pruebas silenciosas. Pero hay otra manifestación que merece ser considerada. Soy un Cisne Negro: el sesgo antrópico Quiero permanecer con los pies en el suelo y evitar traer a este debate arrimemos metafóricos elevados o cosmológicos; son muchos los peligros que hay en este planeta y que merecen toda nuestra atención, de ahí que sea una buena idea dejar el filosofar metafísico para más adelante. Pero sería útil echar un vistazo (no más) a lo que se llama el argumento cosmológico antrópico, ya que señala la gravedad de nuestra equivocada interpretación de la estabilidad histórica. Una ola reciente de filósofos y físicos (y de personas que Una ola reciente de filósofos y físicos (y de personas que combinan ambas categorías) han estado analizando el supuesto de la automuestra, que es una generalización a nuestra existencia del principio del sesgo de Casanova. Pensemos en nuestros destinos. Algunas personas razonan que las probabilidades de que cualquiera de nosotros exista son tan pocas que el hecho de que estemos aquí no se puede atribuir a un accidente del destino. Pensemos en las probabilidades de que los parámetros estén exactamente donde tienen que estar para inducir nuestra existencia (cualquier desviación de la calibración óptima hubiera hecho que nuestro mundo explotara, se desmoronara o simplemente no hubiese llegado a existir). Se dice a menudo que parece que el mundo haya sido construido siguiendo las especificaciones que harían posible nuestra existencia. Según tal tesis, es posible que no fuera resultado de la suerte. Sin embargo, nuestra presencia en la muestra vicia por completo la contabilización de las probabilidades. Una vez más, la historia de Casanova puede facilitar las cosas, hacerlas mucho más sencillas que en su formulación habitual. Pensemos de nuevo en todos los mundos posibles como si fueran pequeños Casanova que siguieran su propio destino. Aquel que siga vivo y coleando (por accidente) pensará que, dado que es imposible que sea tan afortunado, debe de haber alguna fuerza trascendental que lo guíe y supervise su destino: «Es que, de no ser así, las probabilidades de haber llegado hasta aquí simplemente gracias a la suerte serían muy pocas». Para quien observe a todos los aventureros, las probabilidades de dar con un Casanova no son pocas, al contrario: hay muchos aventureros, y alguien será el afortunado al que le toque la lotería. El problema que aquí se plantea con el universo y el género humano es que somos los Casanova supervivientes. Cuando uno empieza con muchos Casanova aventureros, es probable que haya un superviviente, y si es uno mismo quien está aquí hablando de ello, es probable que él sea ese superviviente (observemos la «condición»: uno sobrevivió para hablar de ello). Así pues, no podemos seguir computando ingenuamente las probabilidades sin considerar que la condición de que existimos impone unas limitaciones al proceso que nos condujo hasta aquí. Supongamos que la historia aporta escenarios «inhóspitos» (es decir, no favorables) o «halagüeños» (es decir, favorables). Los escenarios inhóspitos conducen a la extinción. Es evidente que si estoy escribiendo estas líneas es porque la historia aportó un escenario «halagüeño», un escenario que me permitió estar aquí, una ruta histórica en la que mis antepasados evitaron la masacre por parte de muchos invasores que erraban por Levante. Añadamos a ello unos escenarios benéficos, libres de colisiones de meteoritos, guerras nucleares y otras epidemias letales a largo plazo. Pero no tengo por qué fijarme en la humanidad en su conjunto. Cada vez que analizo mi propia biografía, me alarma lo endeble que ha sido mi vida hasta hoy. En cierta ocasión en que regresé a Líbano durante la guerra, a mis dieciocho años, sufrí episodios de extraordinaria fatiga y de mis dieciocho años, sufrí episodios de extraordinaria fatiga y de gélidos escalofríos, pese al calor del verano. Era la fiebre tifoidea. De no haber sido por el descubrimiento de los antibióticos, sólo unas décadas antes, hoy no estaría aquí. Más adelante, también me «curé» de otra enfermedad grave que habría acabado conmigo, gracias a un tratamiento que depende de otra tecnología médica reciente. Como ser humano que está vivo en la era de Internet, que es capaz de escribir y de llegar a un público, también me he beneficiado de la suerte de la sociedad y de la destacable ausencia de guerras a gran escala en épocas recientes. Además, soy producto de la aparición del género humano, un suceso accidental en sí mismo. El hecho de que esté aquí es una ocurrencia trascendental de baja probabilidad, pero tiendo a olvidarlo. Volvamos a las aireadas recetas para hacerse millonario en diez pasos. Una persona de éxito intentará convencernos de que sus logros no pueden ser algo accidental, al igual que el jugador que gana en la ruleta siete veces seguidas nos dirá que las probabilidades de que tal cosa ocurra son de una entre varios millones, de modo que tendremos que pensar que hay en juego alguna intervención trascendental, o aceptar la destreza y perspicacia del jugador a la hora de escoger los números ganadores. Pero si tenemos en cuenta la cantidad de jugadores que hay por ahí, y el número de partidas que se juegan (en total, varios millones de episodios), entonces se hace evidente que estos golpes de suerte son proclives a darse. Y si hablamos de ellos, es porque nos han ocurrido. El argumento del punto de referencia dice lo siguiente: no El argumento del punto de referencia dice lo siguiente: no hay que computar las probabilidades desde la posición ventajosa del jugador que gana (o del afortunado Casanova, o la siempre recurrente ciudad de Nueva York, o la invencible Cartago), sino desde todos aquellos que empezaron en el grupo. Tomemos de nuevo el ejemplo del jugador. Si nos fijamos en la población de jugadores que empiezan tomados en su conjunto, podemos estar casi seguros de que uno de ellos (aunque de antemano no sabemos cuál) mostrará unos resultados estelares, fruto exclusivo de la suerte. Por ello, desde el punto de referencia del grupo de principiantes, no se trata de nada extraordinario. Pero desde el punto de referencia del ganador (que no tiene en cuenta a los perdedores, y aquí está la clave), una larga sucesión de ganancias parecerá un suceso demasiado extraordinario para que se pueda explicar por la suerte. Observemos que una «historia» no es más que una serie de números a lo largo del tiempo. Los números pueden representar grados de riqueza, salud, peso, cualquier cosa. El porqué superficial Esto en sí mismo debilita en gran manera la idea del «porque» que a menudo postulan los científicos, y de la que casi siempre hacen un mal uso los historiadores. Tenemos que aceptar la falta de nitidez del familiar «porque», por muy intranquilos que nos deje (y no hay duda de que nos deja intranquilos al eliminar la ilusión analgésica de la causalidad). Repito que somos animales ilusión analgésica de la causalidad). Repito que somos animales que buscan explicaciones, que tienden a pensar que todo tiene una causa identificable y que se agarran a la más destacada como la explicación. Pero es posible que no exista un porque, es más, muchas veces no hay nada, ni siquiera un espectro de explicaciones posibles. Sin embargo, las pruebas silenciosas ocultan tal hecho. Siempre que está en juego nuestra supervivencia, la propia idea de porque se debilita gravemente. La condición de supervivencia ahoga todas las explicaciones posibles. El «porque» aristotélico no está ahí para dar cuenta de un sólido vínculo entre dos elementos, sino, como veíamos en el capítulo 6, para ocuparse de nuestra debilidad oculta por dar explicaciones. Apliquemos este razonamiento a la siguiente pregunta: ¿por qué la peste bubónica no acabó con más gente? Se darán infinidad de explicaciones superficiales que implicarán teorías sobre la intensidad de la peste y los «modelos científicos» de la epidemia. Probemos ahora el debilitado argumentó de la causalidad que acabo de subrayar en este capítulo: si la peste bubónica hubiera matado a más personas, los observadores (nosotros) no estaríamos aquí para observar. Así que es posible que no sea necesariamente una propiedad de las enfermedades el que perdonen a los seres humanos. Siempre que esté en juego nuestra supervivencia, no busquemos inmediatamente las causas y los efectos. Puede ocurrir que la principal razón identificable de que sobrevivamos a este tipo de enfermedades nos resulte inaccesible: estamos aquí ya que, al estilo de Casanova, se abrió el escenario «halagüeño»; y si parece tan difícil entenderlo es el escenario «halagüeño»; y si parece tan difícil entenderlo es porque tenemos el cerebro excesivamente lavado por las ideas de la causalidad, y creemos que es más inteligente decir porque que aceptar el azar. Mi mayor problema con el sistema educativo está precisamente en que obliga a los estudiantes a sacar explicaciones de todas las materias, y los avergüenza cuando suspenden el juicio al proclamar: «No lo sé». ¿Por qué acabó la Guerra Fría? ¿Por qué los persas perdieron la batalla de Salamina? ¿Por qué Aníbal sufrió ataques en su retaguardia? ¿Por qué Casanova se recuperaba de los reveses? En cada uno de estos ejemplos, tomamos una condición, la supervivencia, y buscamos explicaciones, en vez de darle la vuelta a la argumentación y afirmar que supeditado a tal supervivencia, uno no puede leer tanto en el proceso, y que en su lugar debería aprender a invocar cierto grado de aleatoriedad (la aleatoriedad es lo que no sabemos; invocarla significa reconocer la propia ignorancia). No es sólo el profesor de universidad quien nos imbuye malas costumbres. En el capítulo 6 exponía que los periódicos tienen que llenar sus textos de vínculos causales para que el lector disfrute de la narración. Pero seamos sinceros y digamos nuestro «porque» con mucha moderación; intentemos limitarnos a situaciones en las que el «porqué» derive de experimentos, no de la historia que mira hacia atrás. Quiero señalar aquí que no estoy diciendo que las causas no existen.: no empleemos este argumento para evitar aprender de la historia. Todo lo que digo es que no es tan sencillo, sospechemos del «porque» y manejémoslo con cuidado, particularmente en las situaciones en que sospechemos que existen pruebas silenciosas. Hemos visto diversas variedades de pruebas silenciosas que causan deformaciones en nuestra percepción de la realidad empírica, haciendo que parezca más explicable (y más estable) de lo que verdaderamente es. Además del error de la confirmación y de la falacia narrativa, las manifestaciones de las pruebas silenciosas distorsionan aún más el papel y la importancia de los Cisnes Negros. De hecho, unas veces provocan una valoración exagerada (por ejemplo, con el éxito literario), y otras una infravaloración (la estabilidad de la historia, la estabilidad de nuestra especie humana). Decía antes que es posible que nuestro sistema perceptivo no reaccione ante aquello que no está ante nuestras propias narices, o ante aquello que no excita nuestra atención emocional. Estamos hechos para ser superficiales, para prestar atención a lo que vemos y no prestarla a lo que no llega con viveza a nuestra mente. Libramos una doble guerra contra las pruebas silenciosas. La parte inconsciente de nuestro mecanismo inferencial (y existe uno) ignorará el cementerio, aun en el caso de que seamos intelectualmente conscientes de la necesidad de tenerlo en cuenta. Lo que no se ve no se siente: albergamos un desdén natural, hasta físico, por lo abstracto. desdén natural, hasta físico, por lo abstracto. En el capítulo siguiente ilustraremos todo esto con más detalle. 9 - LA FALACIA LÚDICA, O LA INCERTIDUMBRE DEL ESTUDIOSO Tony el Gordo Tony el Gordo es uno de los amigos de Nero que más irrita a Yevguenia Krasnova. Tal vez sería más correcto que lo definiéramos como «Tony el de la horizontalidad en entredicho», ya que objetivamente no padece tanto sobrepeso como su apodo indica; ocurre simplemente que la forma de su cuerpo hace que cualquier cosa que vista parezca que le queda muy ajustada. Sólo lleva trajes hechos a medida, muchos de ellos encargados en Roma, pero se diría que los compra por Internet. Tiene las manos gruesas, los dedos velludos, lleva pulsera de oro y apesta a caramelos de regaliz, que devora en cantidades industriales, como sustituto de su antigua afición al tabaco. No le suele importar que la gente lo llame Tony el Gordo, pero prefiere que lo llamen simplemente Tony. Nero, más educado, lo llama que lo llamen simplemente Tony. Nero, más educado, lo llama «Tony de Brooklyn», por su acento y su forma de pensar al estilo de Brooklyn, aunque es una de las personas prósperas de Brooklyn que se mudó a Nueva Jersey hace veinte años. Tony es alguien que no pasa desapercibido. Afortunado y de carácter alegre, es también muy sociable. Su único problema visible parece ser su peso y la lata constante que le dan su propia familia y unos primos lejanos, que no dejan de advertirle de que puede sufrir un infarto prematuro. Al parecer, no hay nada que funcione: Tony frecuenta una granja de Arizona para no comer, perder unos kilos, y luego recuperarlos casi todos en su ¿siento de primera en el vuelo de regreso. Hay que destacar que su autocontrol y disciplina personal, por otro lado admirables, no consiguen incidir en su cintura. Empezó de simple empleado en un banco de Nueva York a principios de la década de 1980, en el departamento de cartas de crédito. Llevaba papeles de un sitio a otro y realizaba tareas pesadas y repetitivas. Después pasó a conceder pequeños préstamos a empresas y descubrió el juego de cómo conseguir financiación de los grandes bancos, cómo funciona su burocracia y qué es lo que les gusta ver sobre el papel. Sin dejar de ser un empleado, empezó a adquirir propiedades en proceso de bancarrota, que compraba a instituciones financieras. Su mayor perspicacia es que los empleados de banco que te venden una casa que no es suya simplemente no se preocupan tanto de ella como los propietarios. Tony aprendió muy pronto a hablar con ellos y a ingeniárselas. Más adelante, también aprendió a comprar y vender gasolineras con dinero que le prestaban pequeños banqueros del barrio. Tony posee la notable costumbre de intentar hacer dinero sin esfuerzo, sólo como entretenimiento, sin presiones, sin trabajo de oficina ni reuniones, fusionando sus tratos con su vida privada. Su lema es: «Descubre quién es el idiota». Obviamente, a menudo lo son los bancos. «Los empleados no se preocupan de nada.» Encontrar a esos imbéciles es para él coser y cantar. Quien se diera una vuelta por la manzana con Tony se sentiría considerablemente más informado sobre el mundo tras haber acudido a él. Tony tiene un don especial para encontrar, ya sea por sus relaciones o por su convincente encanto, números de teléfono que no aparecen en el listín, asiento de primera en los aviones sin ningún recargo, o aparcamiento para el coche en un garaje que oficialmente está lleno. John el no-brooklyniano Encontré al perfecto no-brooklyniano en alguien a quien llamaré doctor John. Es un antiguo ingeniero que hoy trabaja de actuario en una compañía de seguros. Es delgado, enjuto y nervudo, lleva gafas y viste traje oscuro. Vive en Nueva Jersey, a escasa distancia de Tony el Gordo, pero rara vez se encuentran. Tony nunca viaja en tren y, de hecho, nunca usa el transporte público para acudir al trabajo (conduce un Cadillac, a veces el descapotable italiano de su esposa, y bromea diciendo veces el descapotable italiano de su esposa, y bromea diciendo que es más visible él que el resto del coche). El doctor John es un maestro de la planificación; es tan predecible como un reloj. En el tren que lo lleva a Manhattan lee tranquila y eficientemente el periódico, luego lo dobla con pulcritud para seguir leyendo a la hora del almuerzo. Mientras Tony hace ricos a los propietarios de restaurantes (sonríen cuando lo ven llegar e intercambian con él sonoros abrazos), John envuelve meticulosamente su sándwich por la mañana y coloca la ensalada de frutas en un recipiente de plástico. En cuanto a su forma de vestir, también parece que haya comprado sus trajes por Internet, con la salvedad de que en su caso es muy probable que así sea. El doctor John es un tipo meticuloso, razonable y educado. Se toma en serio el trabajo, tan en serio que, a diferencia de Tony, se puede trazar una línea perfecta entre su tiempo de trabajo y sus actividades de ocio. Está doctorado en ingeniería electrónica por la Universidad de Texas, en Austin. Sabe de informática y de estadística, de ahí que lo contratara una compañía de seguros para realizar simulaciones por ordenador; y disfruta con su trabajo. Gran parte de lo que hace consiste en aplicar programas para «gestionar el riesgo». Sé que es raro que Tony el Gordo y el doctor John respiren el mismo aire, y no digamos que se encuentren en el mismo bar, así que vamos a considerar esto como un puro ejercicio del pensamiento. Les voy a hacer una pregunta a cada uno de ellos y luego compararemos las respuestas. NNT (Number Needed to Treat; número que debe NNT (Number Needed to Treat; número que debe ser tratado [para evitar un resultado negativo]) (es decir, yo): Supongamos que una moneda es imparcial, es decir, existen las mismas probabilidades de que salga cara o cruz cuando la tiramos al aire. La tiro noventa y nueve veces, y siempre sale cara. ¿Cuál es la probabilidad de que la próxima vez salga cruz? Doctor John: Una pregunta trivial. La mitad, por supuesto, ya que asignamos el 50% de probabilidades a cada una de las veces que tiremos la moneda al aire, con independencia de las veces que lo hagamos. NNT. ¿Tú qué dices, Tony? Tony el Gordo: Yo diría que no más de un 1%, claro. NNT: ¿Y por qué? Hemos supuesto al comienzo que se trata de una moneda imparcial, lo cual significa que las probabilidades de que salga cara o cruz son del 50% para cada una. Tony el Gordo: Si te metes en este negocio del 50%, o eres un mentiroso de mierda o un simple idiota. La moneda tiene que ser tendenciosa. No puede ser un juego justo, (Traducción: Es mucho más probable que nuestros supuestos sobre la imparcialidad sean falsos que el hecho de que de 99 tiros al aire salga cara 99 veces.) NNT: Pero el doctor John dijo el 50%. Tony el Gordo (susurrándome al oído): Conozco a estos tipos de mis tiempos en el banco. Discurren con estos tipos de mis tiempos en el banco. Discurren con excesiva lentitud. Y se acomodan con demasiada facilidad. Se les puede tomar el pelo. Bien, de entre uno y otro, ¿a quién elegiría el lector para el cargo de alcalde de la ciudad de Nueva York (o de Ulan Bator o de Mongolia)? El doctor John no se sale lo más mínimo de lo razonable, de aquello que se le ha dicho que es razonable; Tony el Gordo se sale casi por completo de lo razonable. Para dejar clara la terminología, lo que aquí llamo «estudioso obsesivo» no tiene por qué ser alguien descuidado, cetrino y sin gracia, de gruesas gafas y el portátil colgando del cinturón, como si de un arma se tratara. Un «estudioso obsesivo» es simplemente alguien que piensa en exceso dentro de lo razonable. ¿Se ha preguntado alguna vez el lector por qué esos alumnos que sacan sobresaliente en todo al final no llegan a ninguna parte en la vida, mientras que alguien que iba rezagado hoy amasa una fortuna, compra diamantes y le atienden en el teléfono? O puede que incluso reciba el Nobel en una disciplina real (por ejemplo, medicina). Parte de ello puede tener algo que ver con la suerte en los resultados, pero existe esa estéril y oscurantista cualidad que a menudo se asocia a los conocimientos de aula y que se puede entrometer en la comprensión de lo que ocurre en la vida real. En un test de coeficiente intelectual, como en cualquier actividad académica (deportes incluidos), el doctor John superaría con mucho a Tony el Gordo. Pero éste superaría al doctor John en cualquier otra posible situación de la vida real. doctor John en cualquier otra posible situación de la vida real. De hecho, Tony, pese a su falta de cultura, siente una enorme curiosidad por la textura de la realidad y por su propia erudición; en mi opinión, es más científico que el doctor John en el sentido científico, aunque no en el social. Vamos a profundizar más en la diferencia entre las respuestas de Tony el Gordo y las del doctor John, pues tal vez sea el problema más desconcertante que conozco sobre las conexiones entre dos tipos de conocimientos, los que denominamos platónico y no platónico. La cuestión es que las personas como el doctor John pueden causar Cisnes Negros fuera de Mediocristán (tienen la mente cerrada). Aunque se trata de un problema más general, una de sus ilusiones más desagradables es la que yo llamo falacia lúdica: los atributos de la incertidumbre a los que nos enfrentamos en la vida real guardan poca relación con los rasgos esterilizados con que nos encontramos en los exámenes y los juegos. Así que voy a concluir la primera parte con la historia que sigue. Almuerzo en el lago de Como Un día de primavera, hace ya unos años, me sorprendió recibir una invitación de un comité asesor patrocinado por el Departamento de Defensa de Estados Unidos para participar en una sesión de aportación de ideas sobre el riesgo, que iba a tener lugar en Las Vegas después del verano. La persona que me invitaba decía por teléfono: «Almorzaremos en una terraza que da al lago de Como», lo cual me produjo mucha inquietud. Las Vegas (junto con su hermano, el emirato de Dubai) tal vez sea un lugar que nunca quisiera haber visitado antes de morir. Almorzar en un «Como de imitación» sería una tortura. Pero me alegro de haber ido. El comité asesor había reunido a una serie de personas alejadas de la política y a las que llamaba emprendedoras y estudiosas (todos ellos profesionales como yo que no aceptan tal distinción) y que se ocupaban de la incertidumbre en diversas disciplinas. Y simbólicamente escogieron un importante casino como lugar de encuentro. El simposio se celebró a puerta cerrada, una asamblea tipo sínodo de personas que de otro modo nunca se hubieran mezclado. Mi primera sorpresa fue descubrir que los militares pensaban, se comportaban y actuaban como filósofos, mucho más que los filósofos a quienes, en la tercera parte, veremos buscar tres pies al gato en su coloquio semanal. Pensaban más allá de lo establecido, como operadores de Bolsa, sólo que mucho mejor y sin miedo a la introspección. Había entre nosotros un subsecretario de Defensa, y de no haber sabido su profesión, hubiera pensado que se trataba de un profesional del empirismo escéptico. Incluso un ingeniero que había analizado la causa de una explosión en la lanzadera espacial se mostraba amable y abierto al diálogo. Salí de la reunión con la impresión amable y abierto al diálogo. Salí de la reunión con la impresión de que únicamente la gente del ejército se ocupa de la aleatoriedad con una honradez genuina, introspectiva e intelectual, cuya actitud contrastaba con el modo en que los académicos y los ejecutivos de grandes empresas usan el dinero de los demás. Esto no aparece en las películas de guerra, en las que se suele representar a los militares como autócratas ávidos de batallas. Las personas que tenía delante de mí no eran de las que empiezan las guerras. En efecto, para muchos, la buena política de defensa es aquella que consigue eliminar los posibles peligros sin recurrir a la guerra, como la estrategia de llevar a los rusos a la bancarrota en la escalada de gastos de defensa. Cuando manifesté mi sorpresa a Laurence, un hombre del mundo de las finanzas que se sentaba a mi lado, me dijo que los militares reclutaban a auténticos intelectuales y analistas del riesgo en mayores cantidades que en muchas otras profesiones, si no en todas. La gente que se dedica a la defensa deseaba entender la epistemología del riesgo. En el grupo había un caballero que dirigía a una serie de jugadores profesionales y que tenía prohibida la entrada en la mayoría de los casinos. Había venido a compartir su sabiduría con nosotros. Estaba sentado cerca de un estirado profesor de ciencias políticas, seco como un palo y, como suele ser característico en los «grandes nombres», cuidadoso de su reputación, que nunca decía una palabra de más y que no sonrió ni una sola vez. Durante las sesiones, yo intentaba imaginar que una rata le bajaba por la espalda, lo cual le producía un estado de pánico incontrolable. Tal vez era experto en escribir modelos de pánico incontrolable. Tal vez era experto en escribir modelos platónicos de algo llamado teoría del juego, pero cuando Laurence y yo le hicimos ver el uso impropio que hacía de las metáforas económicas, perdió toda su arrogancia. Pues bien, cuando uno piensa en los riesgos principales que corren los casinos, le vienen a la mente situaciones relacionadas con el juego. En un casino, pensaría uno, los riesgos incluyen al afortunado jugador que hace saltar la banca con una serie de grandes ganancias, y a los tramposos que se llevan el dinero con sus artimañas. No sólo pensará esto el público general, sino también la dirección del casino. En consecuencia, el casino tenía un sistema de vigilancia de alta tecnología que examinaba a los tramposos —el cual contaba el número de apariciones de las diversas cartas y luego calculaba las probabilidades de sucesivas apariciones—, así como a otras personas que intentan aprovecharse del lugar. Cada uno de los participantes exponía su ponencia y escuchaba la de los demás. Yo hablé de los Cisnes Negros, e intenté explicar que lo único que sé es que sabemos muy poco sobre ellos, pero que una de sus propiedades es que aparecen de modo subrepticio, y que el intento de platonizados conduce a mayores confusiones. Los militares entienden este tipo de cosas, y además esa idea se extendió hace poco en los círculos militares con la descripción de lo desconocido desconocido (en oposición a lo desconocido conocido). Pero yo había preparado mi charla (en cinco servilletas de papel, algunas manchadas) y estaba decidido a hablar de una nueva expresión que había acuñado para la ocasión: falacia lúdica. Trataba de decir al público que no tendría que estar hablando en un casino porque esa falacia nada tenía que ver con la incertidumbre. La incertidumbre del estudioso obsesivo ¿Qué es la falacia lúdici?. «Lúdico» procede del latín ludus, que significa «juego». Albergaba la esperanza de que los representantes del casino hablarían antes que yo, de modo que pudiera empezar por hostigarlos demostrando (con educación) que un casino era precisamente el sitio que no había que escoger para un debate como aquel, ya que la clase de riesgos a los que se enfrentan los casinos son muy insignificantes fuera del edificio, y su estudio no se puede transferir fácilmente. Mi idea es que el juego está esterilizado y domestica la incertidumbre. En el casino uno conoce las reglas, puede calcular las probabilidades, y el tipo de incertidumbre que tiene ante sí, como veremos más adelante, es suave, pues pertenece a Mediocristán. La declaración que había preparado es la siguiente: «El casino es el único entorno humano que conozco en el que las probabilidades son conocidas, de tipo gaussiano (la curva de campana) y casi computables». No se puede esperar que el casino pague apuestas a un millón por uno, ni que cambie repentinamente las reglas durante la partida; no hay ningún día en que salga el «36 negro» más del 95% de las veces.27 En la vida real uno desconoce las probabilidades; tiene que descubrirlas, pero las fuentes de la incertidumbre no están definidas. Los economistas, que consideran que los descubrimientos de los no economistas no tienen ningún valor, establecen una distinción artificial entre los riesgos knightianos (que se pueden computar) y la incertidumbre knightiana (que no se puede computar), los cuales deben su nombre a Frank Knight, quien redescubrió la idea de incertidumbre conocida, a la que le dio muchas vueltas, aunque puede que nunca asumiera ningún riesgo, o tal vez vivió junto a un casino. De haber corrido riesgos económicos o financieros, se habría dado cuenta de que estos riesgos «computables» están ausentes en gran medida de la vida real. Son artilugios de laboratorio. Sin embargo, de forma automática y espontánea, asociamos la casualidad a estos juegos platónicos. Me irrita escuchar a las personas que, cuando se enteran de que estoy especializado en problemas del azar, enseguida me acosan con sus referencias a los dados. Dos ilustradores de una edición de bolsillo de uno de mis libros colocaron, espontánea e independientemente, un dado en la cubierta y al final de cada capítulo, lo cual me encolerizó. El editor, que conocía mi forma de pensar, les advirtió de que «evitaran la falacia lúdica», como si fuera una conocida violación intelectual. Lo sorprendente es que ambos reaccionaron diciendo: «Lo sentimos, pero no lo sabíamos». Quienes pasan excesivo tiempo con la nariz pegada a los mapas tenderán a confundir el mapa con el territorio. Compremos una historia reciente de la probabilidad y del Compremos una historia reciente de la probabilidad y del pensamiento probabilístico: nos encontraremos con montones de nombres de supuestos «pensadores de la probabilidad», que en su totalidad basan sus ideas en estos constructos esterilizados. Hace poco observé qué era lo que se enseñaba a los universitarios en la asignatura de probabilidad, y me quedé horrorizado: les lavaban el cerebro con esa falacia lúdica y la descabellada curva de campana. Lo mismo ocurre con quienes se doctoran en el campo de la teoría de la probabilidad. Recuerdo un libro reciente de un reflexivo matemático, Amir Aczel, titulado Chance. Un libro excelente quizá, pero, al igual que todos los demás libros modernos, se basa en la falacia lúdica. Además, suponiendo que la casualidad nada tenga que ver con las matemáticas, la poca matematización que podemos hacer en el mundo real no adopta la suave aleatoriedad que representa la curva de campana, sino la salvaje aleatoriedad escalable. Lo que se puede matematizar normalmente es no gaussiano, sino mandelbrotiano. Leamos ahora a cualquiera de los pensadores clásicos que tengan algo práctico que decir sobre el tema del azar, como Cicerón, y nos encontraremos con algo distinto: una idea de la probabilidad que es siempre confusa, como debe ser, ya que esa confusión es la propia naturaleza de la incertidumbre. La probabilidad es un arte; es hija del escepticismo, no una herramienta para personas que llevan la calculadora colgada del cinturón para satisfacer su deseo de producir cálculos y certezas deslumbrantes. Antes de que el pensamiento occidental se ahogara en su mentalidad «científica», lo que con arrogancia se ahogara en su mentalidad «científica», lo que con arrogancia se llama la Ilustración, las personas preparaban su cerebro para que pensara, no para que computara. En un bello tratado del que ya nadie se acuerda, Disertación sobre la búsqueda de la verdad, publicado en 1673, el polemista Simón Foucher exponía su predilección psicológica por las certezas. Nos enseña el arte de dudar, cómo posicionarnos entre la duda y la creencia. «Uno tiene que salir de la duda para producir ciencia —dice—; pero pocas personas tienen en cuenta la importancia de no salir de ella prematuramente. [...] Es un hecho que uno sale de la duda sin darse cuenta.» Y además advierte: «Somos proclives al dogma desde que habitábamos en el seno materno». Debido al error de la confirmación de que hablábamos en el capítulo 5, usamos el ejemplo de los juegos, qué teoría de la probabilidad acertó en el rastreo, y sostenemos que se trata de un caso general. Además, del mismo modo que tendemos a subestimar el papel de la suerte en la vida en general, tendemos a sobreestimarlo en los juegos de azar. Quería gritar: «Este edificio está dentro del redil platónico; la vida se halla fuera de él». Jugar con el dado malo Me sorprendí un tanto al descubrir que el edificio se encontraba también fuera del redil platónico. La gestión del riesgo del casino, aparte de establecer sus normas de juego, estaba destinada a reducir las pérdidas que normas de juego, estaba destinada a reducir las pérdidas que ocasionaban los tramposos. No es necesario saber mucho sobre la teoría de la probabilidad para entender que el casino estaba lo suficientemente diversificado en las diferentes mesas como para no tener que preocuparse de la posibilidad de recibir un golpe por parte de un jugador de suerte extrema (el argumento de la diversificación que lleva a la curva de campana, como veremos en el capítulo 15). Todo lo que tenían que hacer era controlar las «ballenas», esos jugadores empedernidos traídos de Manila o Hong Kong a cargo del propio casino; las ballenas pueden manejar varios millones de dólares en una racha de juego. Libres de tramposos, la actuación de los jugadores individuales sería el equivalente a una gota en un cubo, haciendo que el conjunto se mantuviera muy estable. Prometí no hablar de ninguno de los detalles del sofisticado sistema de vigilancia del casino; todo lo que se me permite decir es que me sentí transportado a una película de James Bond: me preguntaba si el casino era una imitación de las películas, o al revés. Pero, pese a tanta sofisticación, sus riesgos no tenían nada que ver con lo que se puede prever sabiendo que se trata de un casino. Y es que resultó que las cuatro mayores pérdidas que el casino sufrió o apenas pudo evitar quedaban completamente fuera de sus sofisticados métodos. Primera. Perdieron unos cien millones de dólares cuando un tigre mutiló a un insustituible actor de su principal espectáculo (el espectáculo, Siegfried & Roy, había sido una importante atracción en Las Vegas). El artista había criado al tigre, que incluso había llegado a dormir en su habitación; hasta entonces, incluso había llegado a dormir en su habitación; hasta entonces, nadie sospechaba que el fuerte animal fuera a revolverse contra su amo. Al analizar los posibles escenarios, el casino llegó a pensar en que el animal saltara sobre el público, pero a nadie se le ocurrió cómo podían asegurar lo que iba a suceder. Segunda. Un contratista contrariado resultó herido durante la construcción de un anejo al hotel. Se sintió tan ofendido por el acuerdo que le propusieron que intentó dinamitar el casino. Su plan era colocar explosivos alrededor de las columnas del sótano. El intento, por supuesto, fue abortado (de lo contrario, para emplear los argumentos del capítulo 8, no hubiéramos estado allí); pero me entraban escalofríos sólo de pensar que pudiera estar sentado sobre una pila de dinamita. Tercera. Los casinos deben cumplimentar un impreso en el que el Servicio Interno de Ingresos documenta los beneficios de un jugador cuando superan una determinada cantidad. El empleado que se suponía que llevaba a correos dichos impresos los escondía en unas calas debajo de su mesa, por razones totalmente inexplicables. Así lo hizo durante años sin que nadie se diera cuenta. El hecho de que el empleado se abstuviera de remitir los documentos era realmente imposible de predecir. El fraude (y la negligencia) fiscal es un delito grave, por lo que el casino se enfrentaba a la pérdida del permiso de juego o al oneroso coste económico de un cierre temporal. Evidentemente, la cosa terminó con que el casino pagó una multa enorme (cuyo importe no se hizo público), que fue la forma más afortunada de solucionar el problema. Cuarta. Hubo una avalancha de otros sucesos peligrosos, como el secuestro de la hija del propietario del casino, quien, para reunir el dinero del rescate, tuvo que violar las leyes del juego y recurrir a los fondos del casino. Conclusión: Un cálculo rápido demuestra que el valor en dólares de esos Cisnes Negros, los golpes ajenos al modelo y los golpes potenciales que acabo de esbozar, multiplica casi por mil los riesgos que se ajustan a un modelo. El casino gastó cientos de millones de dólares en la teoría del juego y la vigilancia de alta tecnología, pero los grandes riesgos surgieron del exterior de sus modelos. Así es; y sin embargo el resto del mundo sigue aprendiendo sobre la incertidumbre y la probabilidad basándose en los ejemplos del juego. Resumen de la primera parte Emerge lo superficial Todos los temas de la primera parte son, en realidad, uno solo. Se puede pensar en un tema durante mucho tiempo, hasta el punto de quedar poseído por él. De algún modo, tenemos muchas ideas, pero no parece que estén explícitamente relacionadas; la lógica que las vincula se nos sigue ocultando. relacionadas; la lógica que las vincula se nos sigue ocultando. Pero en el fondo sabemos que todas ellas son la misma idea. Entretanto, los que Nietzsche llama Bildungsphilisters28, o zafios doctos, obreros de la empresa del pensamiento, nos dicen que nos dispersamos entre diversos campos; y nosotros replicamos, en vano, que esas disciplinas son artificiales y arbitrarias. Luego les decimos que somos conductores de limusinas, y nos dejan solos; nos sentimos mejor porque no nos identificamos con ellos, y por tanto ya no tienen que amputarnos ninguna parte para caber en el lecho de Procusto de las disciplinas. Por último, un empujoncito y vemos que todo era un único problema. Cierta tarde me encontraba en un cóctel en Munich, en el piso de un antiguo historiador del arte que tenía en su biblioteca más libros de arte de los que yo imaginaba que existían. Estaba de pie saboreando un excelente Riesling en la esquina anglohablante del piso que se había formado espontáneamente, con la esperanza de alcanzar un estado en que pudiera empezar a hablar en mi personal alemán de imitación. Uno de los pensadores más perspicaces que conozco, el emprendedor informático Yossi Vardi, me dio pie a que resumiera «mi idea» mientras me sustentaba sobre una pierna. No era muy conveniente apoyarse en una sola pierna después de unos vasos de aromático Riesling, así que no conseguí improvisar. Al día siguiente sentí la experiencia de quien reacciona demasiado tarde. Salté de la cama con la siguiente idea: lo superficial y lo platónico emergen de forma natural a la superficie. Se trata de una simple extensión del problema del conocimiento. Es, una simple extensión del problema del conocimiento. Es, sencillamente, que un lado de la biblioteca de Eco, aquel que nunca vernos, tiene la propiedad de ser ignorado. Y es también el problema de la prueba silenciosa. Es la razón de que no veamos los Cisnes Negros: nos preocupamos por lo que ha sucedido, no por lo que pudiera ocurrir pero no ocurrió. Ahí está la razón de que platonifiquemos, vinculando los esquemas conocidos con los conocimientos bien organizados, hasta el punto de estar ciegos ante la realidad. Ahí está la razón de que nos traguemos el problema de la inducción, de que confirmemos. Ahí está la razón de que quienes «estudian» y van bien en los estudios tengan tendencia a sentir debilidad por la falacia lúdica. Y ahí está la razón de que tengamos Cisnes Negros y nunca aprendamos del hecho de que ocurran, porque los que no ocurrieron eran demasiado abstractos. Gracias a Vardi hoy pertenezco al club de las personas de idea única. Nos encantan lo tangible, la confirmación, lo palmario, lo real, lo visible, lo concreto, lo conocido, lo visto, lo vivido, lo visual, lo social, lo arraigado, lo que está cargado de sentimientos, lo destacado, lo estereotipado, lo enternecedor, lo teatral, lo romántico, lo superficial, lo oficial, la verborrea que suena a erudición, el pomposo economista gaussiano, las estupideces matematizadas, la pompa, la Académie Française, la Harvard Business School, el Premio Nobel, los trajes oscuros del hombre de negocios con camisa blanca y corbata de Ferragamo, el discurso emotivo, lo escabroso. Y sobre todo, somos partidarios de lo narrado. Por desgracia, en la edición actual del género humano no estamos fabricados para entender asuntos abstractos: necesitamos el contexto. La aleatoriedad y la incertidumbre son abstracciones. Respetamos lo que ha ocurrido, al tiempo que ignoramos lo que pudiera haber ocurrido. En otras palabras, somos superficiales por naturaleza, pero no lo sabemos. Esto no supone un problema psicológico, procede de la principal propiedad de la información. Es más difícil ver el lado oscuro de la luna; arrojar luz sobre él requiere energía. De la misma forma, arrojar luz sobre lo no visto tiene su coste en esfuerzos, tanto computacionales como mentales. La distancia de los primates A lo largo de la historia se han establecido muchas distinciones entre formas superiores e inferiores de seres humanos. Para los antiguos griegos, existían ellos y los bárbaros, aquellos pueblos del Norte que emitían frases extrañas que a los áticos les sonaban como chillidos de animales. Para un inglés, una forma superior de vida era la del gentleman; contrariamente a la definición actual, la vida del gentleman discurría en la inactividad y se ajustaba a un código de conducta que incluía, además de los buenos modales, evitar el trabajo más allá de lo que una cómoda subsistencia exigiera. Los neoyorquinos diferencian entre quienes tienen un apartado de correos en Manhattan y quienes tienen una dirección de Brooklyn o, peor aún, de Queens. Para el primer Nietzsche, estaba lo apolíneo aún, de Queens. Para el primer Nietzsche, estaba lo apolíneo frente a lo dionisíaco; para el Nietzsche más conocido, estaba el Ubermensch, algo que sus lectores interpretan de un modo que los define. Para un estoico moderno, un individuo superior suscribe un sistema noble de virtud que determina la elegancia de su comportamiento y la capacidad de separar los resultados de los esfuerzos. Todas estas distinciones tienen como objetivo alargar la distancia que media entre nosotros y nuestros parientes entre los primates. (Sigo insistiendo en que, cuando se trata de la toma de decisiones, la distancia entre nosotros y esos primos nuestros cubiertos de pelo es mucho más corta de lo que pensamos.) Si buscamos un método sencillo que nos lleve a una forma de vida superior, tan alejada del animal como podamos conseguir, es posible que tengamos que «desnarrar», es decir, apagar el televisor, reducir al mínimo el tiempo dedicado a la lectura de la prensa e ignorar los blogs. Tendremos que entrenar nuestras habilidades para que controlen nuestras decisiones; separar un tanto el sistema 1 (el sistema heurístico o experiencial) de los importantes. Entrenarnos para distinguir la diferencia entre lo sensacional y lo empírico. Este aislamiento de la toxicidad del mundo tendrá un beneficio adicional: mejorará nuestro bienestar. Tengamos también en cuenta cuán superficiales somos con la probabilidad, la madre de todas las ideas abstractas. No hay que hacer mucho más para comprender mejor lo que nos rodea. Ante todo, evitemos el «tunelaje». Asentemos aquí el puente que nos llevará al próximo punto que vamos a tratar. La ceguera platónica que he ilustrado con la historia del casino tiene otra manifestación: el centrarse. Saber centrarse es una gran virtud para quien se dedique a reparar relojes, para el cirujano cerebral o para el jugador de ajedrez. Pero lo último que hay que hacer cuando nos enfrentamos a la incertidumbre es «centrarnos» (debemos dejar que sea la incertidumbre la que se centre, no nosotros). Eso nos convierte en imbéciles y, como veremos en el apartado siguiente, se traduce en problemas de predicción. La predicción, no la narración, es la auténtica prueba de nuestra comprensión del mundo. SEGUNDA PARTE Simplemente no podemos predecir Cuando pido a la gente que me digan tres tecnologías que se hayan aplicado recientemente y que hayan producido el mayor impacto en nuestro mundo, normalmente citan el ordenador, Internet y el rayo láser. Ninguna de las tres estaba prevista ni planeada; tampoco fueron apreciadas en el momento de su descubrimiento, y siguieron sin ser apreciadas hasta mucho después de sus primeros usos. Eran consiguientes. Eran Cisnes Negros. Evidentemente, tenemos la ilusión retrospectiva de su participación en algún plan maestro. Uno puede crear sus propias listas con resultados similares, ya sea con acontecimientos políticos, guerras o epidemias intelectuales. Cabría esperar que nuestro registro de la predicción fuera horrible: el mundo es mucho, pero que mucho más complicado de lo que pensamos, lo cual no es ningún problema, excepto cuando la mayoría de nosotros no lo sabe. Cuando miramos al futuro, tendemos a «tunelar», comportándonos como de costumbre, sin tener en cuenta los Cisnes Negros, cuando de hecho no hay nada de usual en lo que al futuro se refiere. No es una categoría platónica. Hemos visto lo bien que narramos hacia atrás, lo bien que inventamos historias que nos convencen de que comprendemos el pasado. Para muchos, el conocimiento tiene el notable poder de producir confianza, en vez de una aptitud que se pueda medir. Otro problema: el hecho de centrarse en lo regular (inconsiguiente), la platonificación que lleva a prever «según lo razonable». Me parece escandaloso que, pese a los antecedentes empíricos, sigamos proyectando en el futuro como si supiéramos hacerlo a la perfección, empleando herramientas y métodos que excluyen los sucesos raros. La predicción está firmemente institucionalizada en nuestro mundo. Nos dejamos llevar por quienes nos ayudan a navegar, sea el adivino, el «prolijo» (y aburrido) académico o los funcionarios que usan unas matemáticas falsas. De Yogi Berra a Henri Poincaré El gran entrenador de béisbol Yogi Berra tiene su dicho particular: «Es difícil hacer predicciones, en especial sobre el futuro». Aunque no escribiera las obras que le permitirían ser considerado un filósofo, a pesar de su sabiduría y sus habilidades intelectuales, Berra puede afirmar que algo sabe sobre la aleatoriedad. Fue profesional de la incertidumbre, y, como jugador y entrenador de béisbol, se enfrentó a menudo a resultados aleatorios, unos resultados que no tenía más remedio que asumir. De hecho, Yogi Berra no es el único pensador que reflexionó sobre cuánta parte del futuro escapa a nuestras habilidades. Muchos pensadores menos populares y menos expresivos, pero no menos competentes que él, han analizado nuestras limitaciones inherentes en este sentido, desde los filósofos Jacques Hadamard y Henri Poincaré (llamados normalmente matemáticos) hasta el filósofo Friedrich von Hayek (en general llamado, lamentablemente, economista) y el filósofo Karl Popper (conocido normalmente como filósofo). Podemos llamar a esto sin temor a equivocarnos la conjetura de Berra, Hadamard, Poincaré, Hayek y Popper, la cual impone unos límites estructurales e integrados al empeño de predecir. «El futuro no es lo que solía ser», dijo Berra más adelante29. Parece que tuvo razón: las ganancias en nuestra capacidad para modelar (y predecir) el mundo pueden parecer pequeñas ante el incremento de la complejidad de éste, la cual implica un papel cada vez más importante de lo imprevisto. Cuanto mayor sea el papel que desempeñe el Cisne Negro, más difícil nos será preverlo. Lo siento. Antes de pasar a los límites de la predicción, hablaremos de Antes de pasar a los límites de la predicción, hablaremos de los logros de ésta y de la relación entre las ganancias en conocimientos y las consiguientes ganancias en confianza. 10 - EL ESCÁNDALO DE LA PREDICCIÓN Una tarde de marzo, unos cuantos hombres y mujeres estaban en la explanada que da a la bahía en el exterior de la Opera House de Sidney. Era casi el final del verano pero, pese al calor, los caballeros llevaban chaqueta. En este sentido, las mujeres iban más cómodas, aunque tenían que sufrir los problemas de movilidad que los altos tacones imponían. Todos habían acudido a pagar el precio de la sofisticación. Pronto iban a escuchar durante varias horas a una serie de hombres y mujeres de corpulencia mayor de lo habitual cantar en ruso de forma interminable. Muchas de las personas aficionadas a la ópera tenían el aspecto de trabajar en las sucursales de J. P. Morgan, o en alguna otra institución financiera cuyos empleados experimentan una riqueza diferencial de la del resto de la población local, con las consiguientes presiones para que vivan siguiendo un complejo guión (vino y ópera). Pero yo no me encontraba allí para echar una miradilla a aquellos sofisticados de nuevo cuño. Había ido a ver la Opera House de Sidney, un edificio que ilustra todos los folletos turísticos sobre Australia. Es, en efecto, impresionante, aunque parece ese tipo de edificio que los arquitectos crean para impresionar a los demás arquitectos. Aquel paseo vespertino por la muy placentera zona de Sidney llamada The Rocks fue un peregrinaje. Los australianos vivían con la ilusión de haber construido un monumento que perfilara su horizonte, pero lo que realmente habían hecho era construir un monumento a nuestra incapacidad para predecir, planificar y arreglárnoslas con nuestro desconocimiento del futuro: nuestra sistemática infravaloración de lo que el futuro nos tiene reservado. En realidad, los australianos habían construido un símbolo de la arrogancia epistémica del género humano. La historia es la siguiente. La inauguración de la Opera House de Sidney estaba prevista para principios de 1963, con un coste de 7 millones de dólares australianos. Al final, abrió sus puertas más de diez años después y, aunque era una versión menos ambiciosa de lo que en un principio se había concebido, acabó por costar en torno a 104 millones de dólares australianos. Hay casos aún peores de fracasos en la planificación (concretamente el de la Unión Soviética), o de fracasos en la predicción (todos los acontecimientos históricos importantes); pero la Opera House de Sidney constituye un ejemplo estético (en principio, al menos) de las dificultades. La historia de esta ópera es la más suave de todas las distorsiones de que hablaremos en este apartado (no fue más que cuestión de dinero, y no supuso ningún derramamiento de sangre inocente). Pese a todo, es un caso derramamiento de sangre inocente). Pese a todo, es un caso emblemático. Este capítulo se ocupa de dos temas. Primero, somos ostensiblemente arrogantes en lo que creemos que sabemos. Desde luego sabemos muchas cosas, pero tenemos una tendencia innata a pensar que sabemos un poco más de lo que realmente sabemos, lo bastante de ese poco más para que de vez en cuando nos encontremos con problemas. Veremos cómo podemos verificar, y hasta medir, esa arrogancia en nuestra propia sala de estar. Segundo, veremos las implicaciones que esta arrogancia tiene para todas las actividades que tengan que ver con la predicción. ¿Por qué demonios predecimos tanto? Peor aún, y más interesante: ¿por qué no hablamos de la historia de nuestras predicciones? ¿Por qué no vemos que (casi) siempre nos perdemos los grandes acontecimientos? A esto lo llamo el escándalo de la predicción. De la vaguedad del recuento de amantes de Catalina Analicemos lo que denomino arrogancia epistémica, literalmente nuestro orgullo desmedido en lo que se refiere a los límites de nuestro conocimiento. Epistemé es una palabra griega que designa el conocimiento (poner un nombre griego a un que designa el conocimiento (poner un nombre griego a un concepto abstracto hace que suene importante). Es verdad, nuestro conocimiento crece, pero está amenazado por el mayor crecimiento de la confianza, que hace que nuestro crecimiento en el conocimiento sea al mismo tiempo un crecimiento en la confusión, la ignorancia y el engreimiento. Imaginemos una habitación llena de gente y escojamos un número al azar. El número podría referirse a cualquier cosa: la proporción de corredores de Bolsa psicópatas de Ucrania occidental, las ventas de este libro durante los meses que contienen la letra r, el coeficiente intelectual medio de los editores de libros (o de quienes escriben sobre negocios), el número de amantes de Catalina II de Rusia, etc. Pidamos a cada una de las personas de la habitación que calcule de forma independiente un rango de posibles valores para ese número, dispuestos de tal forma que piensen que tienen el 98% de probabilidades de acertar y menos del 2% de probabilidades de equivocarse. En otras palabras, sea lo que sea lo que imaginen, hay un 2% de probabilidades de que quede fuera del rango que han imaginado. Por ejemplo: «Estoy seguro en un 98% de que la población de Rajastán está entre 15 y 23 millones.» «Estoy seguro en un 98% de que Catalina de Rusia tuvo entre 34 y 63 amantes.» Podemos hacer inferencias sobre la naturaleza humana contando para ello cuántas personas de nuestra muestra erraron en su cálculo; posiblemente no serán más del 2% de los participantes. Observemos que los sujetos (nuestras víctimas) son libres para establecer la amplitud de su rango como quieran: no intentamos valorar sus conocimientos, sino la evaluación que hacen de sus propios conocimientos. Y ahora, los resultados. Como ocurre con muchas cosas de la vida, el descubrimiento no estaba planeado; fue casual, sorprendente y llevó su tiempo digerirlo. Dice la leyenda que Albert y Raiffa, los investigadores que lo observaron, en realidad estaban buscando algo muy distinto, y más aburrido: cómo calculan los seres humanos las probabilidades en su toma de decisiones cuando interviene la incertidumbre (aquello que los doctos denominan calibrar). Los investigadores terminaron aturdidos. El índice de error del 2% resultó ser de cerca del 45% en la población analizada. Es muy revelador que la primera muestra la compusieran alumnos de la Harvard Business School, un género famoso no precisamente por su humildad ni su orientación introspectiva. Los másteres en administración de empresas son especialmente desagradables en este sentido, lo cual pudiera explicar el éxito que tienen en los negocios. Estudios posteriores hablan de mayor humildad o, mejor, de un menor grado de arrogancia, en otras poblaciones. Los conserjes y los taxistas suelen ser humildes. Los políticos y los ejecutivos de grandes empresas, bueno... lo dejaremos para más adelante. ¿Nos sentimos veinte veces demasiado cómodos con lo que sabemos? Eso parece. Este experimento se ha repetido muchísimas veces, con Este experimento se ha repetido muchísimas veces, con diversas poblaciones, profesiones y culturas, y prácticamente todo psicólogo empírico y teórico de la decisión lo ha intentado en su clase, para demostrar a sus alumnos el gran problema de la humanidad: simplemente no somos lo bastante sabios para que se nos confíe el conocimiento. El pretendido índice de error del 2% normalmente resulta ser de entre el 15 y el 30%, dependiendo de la población y de la materia en cuestión. Yo mismo he hecho la prueba y, evidentemente, fracasé, pese a que trataba a conciencia de ser humilde y establecer para ello un rango amplio; y sin embargo, esta infravaloración es, como veremos, el núcleo de mis actividades profesionales. Parece que este sesgo se presenta en todas las culturas, incluso en aquellas que favorecen la humildad; es posible que no exista una diferencia trascendental entre el centro de Kuala Lumpur y el antiguo asentamiento de Amioun, (hoy) en Líbano. Ayer por la tarde, dirigí un taller en Londres, y de camino a él había estado escribiendo mentalmente porque el taxista tenía una habilidad superior a la normal para «encontrar tráfico». Decidí hacer un pequeño experimento durante mi charla. Pedí a los participantes que intentaran dar una cifra que representara el número de libros de la biblioteca de Umberto Eco, que, como sabemos de la introducción a la primera parte, contiene 30.000 volúmenes. De las sesenta personas presentes, ninguna estableció un rango lo bastante amplio para que incluyera ese número (el índice de error del 2% se convirtió en el 100%). Es posible que este caso sea anómalo, pero la distorsión se agrava con las cantidades que se salen de lo habitual. Resulta se agrava con las cantidades que se salen de lo habitual. Resulta interesante que mis oyentes se equivocaran muy por encima o muy por debajo: unos fijaron sus rangos entre 2.000 y 4.000; otros, entre 300.000 y 600.000. Como alguien señaló, es verdad que la naturaleza del test puede jugar sobre seguro, y para ello establecer el rango entre cero e infinito; pero esto ya no sería «calibrar»: esa persona no transmitiría ninguna información y, por tanto, no podría producir una decisión informada. En este caso es más honrado decir: «No quiero hacer trampas; no tengo pistas». No es raro dar con contraejemplos, personas que se pasan en el sentido contrario y realmente sobreestiman el índice de error: tal vez tengamos un primo que pone especial cuidado en lo que dice, o quizá recordemos a aquel profesor de biología de la universidad que mostraba una humildad patológica; la tendencia de la que hablo aquí se refiere al promedio de la población, no a cada individuo concreto. Existen suficientes variaciones en torno al promedio como para garantizar algún que otro contraejemplo. Esas personas forman una minoría, y, lamentablemente, dado que no consiguen destacar con facilidad, no parece que desempeñen un papel demasiado influyente en la sociedad. La arrogancia epistémica produce un efecto doble: sobreestimamos lo que sabemos e infravaloramos la incertidumbre, comprimiendo así la variedad de posibles estados inciertos (es decir, reduciendo el espacio de lo desconocido). Las aplicaciones de esta distorsión se extienden más allá de la simple búsqueda del conocimiento: basta con que nos fijemos en simple búsqueda del conocimiento: basta con que nos fijemos en la vida de quienes nos rodean. De hecho, lo más probable es que ello afecte a cualquier decisión referente al futuro. El género humano padece de una infravaloración crónica de la posibilidad de que el futuro se salga del camino inicialmente previsto (además de otros sesgos que a veces producen un efecto acrecentador). Para poner un ejemplo obvio, pensemos en cuántas personas se divorcian. Casi todas ellas saben que entre el 30 y el 50% de los matrimonios fracasan, algo que las partes implicadas no preveían mientras sellaban su vínculo matrimonial. Por supuesto que no va a ser éste «nuestro» caso porque «nos entendemos muy bien» (como si los demás cónyuges no se entendieran de ningún modo). Recuerdo al lector que no estoy comprobando cuánto saben las personas, sino evaluando la diferencia entre lo que realmente saben y cuánto creen que saben. Recuerdo una medida que mi madre se inventó, para gastarme una broma, cuando decidí dedicarme a los negocios. Ella se mostraba irónica sobre mi (evidente) confianza, aunque no necesariamente dudaba de mi capacidad, y me encontró una forma de forrarme. ¿Cómo? Quien calculara cómo comprarme al precio que realmente valgo y me vendiera al que yo creo que valgo, se embolsaría una gran diferencia. Aunque sigo intentando convencerla de mi humildad e inseguridad interiores, ocultas tras una aparente confianza, y aunque sigo diciéndole que soy introspectivo, ella no abandona su escepticismo. Qué introspectivo ni qué niño muerto, todavía se burla mientras escribo estas líneas de que siempre voy un poco por delante de mí mismo. poco por delante de mí mismo. Recuperación de la ceguera del Cisne Negro La sencilla prueba de la que acabamos de hablar indica la presencia en los seres humanos de una tendencia innata a subestimar las rarezas, o Cisnes Negros. Abandonados a nuestros propios recursos, solemos pensar que lo que ocurre cada diez años en realidad sólo ocurre una vez cada cien, y que, además, sabemos lo que pasa. Este problema de cálculo erróneo es un poco más sutil. La realidad es que las rarezas no son tan sensibles a la infravaloración ya que son frágiles ante los errores de cálculo, lo cual puede actuar en ambos sentidos. Como veíamos en el capítulo 6, hay situaciones en las que las personas sobreestiman lo inusual o algún suceso inusual concreto (por ejemplo, cuando les llegan a la mente imágenes sensacionales); y como hemos visto, así es como prosperan las compañías aseguradoras. De modo que mi idea general es que estos sucesos son muy frágiles ante el cálculo erróneo, con una grave infravaloración general mezclada con alguna que otra sobreestimación grave. Los errores empeoran en función de la distancia del suceso. Hasta ahora, sólo hemos considerado un índice de error del 2% en el juego que veíamos antes; pero si nos fijamos, por ejemplo, en el juego que veíamos antes; pero si nos fijamos, por ejemplo, en situaciones en las que las probabilidades son de una entre cien, una entre mil o una entre un millón, entonces los errores son enormes. Cuantas más probabilidades haya, mayor será la arrogancia epistémica. Señalemos aquí una peculiaridad de nuestro juicio intuitivo: aun en el caso de que viviéramos en Mediocristán, donde los grandes sucesos son raros, seguiríamos infravalorando los extremos: pensaríamos que son incluso más raros. Subestimamos nuestro índice de error incluso con las variables gaussianas. Nuestras intuiciones son submediocristanas. Pero no vivimos en Mediocristán. Los números que previsiblemente calcularemos a diario pertenecen en gran medida a Extremistán, es decir, están dirigidos por la concentración y sometidos a los Cisnes Negros. Adivinar y predecir No existe una diferencia efectiva entre que yo adivine una variable que no es aleatoria, pero para la que mi información es parcial o deficiente (como el número de amantes que desfilaron por la cama de Catalina II de Rusia), y predecir una variable aleatoria, como el índice de paro de mañana o el mercado de valores del año que viene. En este sentido, adivinar (lo que yo no sé, pero que alguien puede saber) y predecir (lo que aún no ha tenido lugar) son lo mismo. Para apreciar un poco más la conexión entre adivinar y Para apreciar un poco más la conexión entre adivinar y predecir, supongamos que en vez de intentar calcular el número de amantes de Catalina de Rusia, consideramos las cuestiones menos interesantes pero, para algunos, más importantes del crecimiento de la población para el siglo próximo, los beneficios de la Bolsa, el déficit de la seguridad social, el precio del petróleo, los resultados de la venta de aquella propiedad de nuestro bisabuelo, o las condiciones medioambientales de Brasil dentro de veinte años. O, si somos el editor del libro de Yevguenia Krasnova, tal vez necesitemos hacer una estimación de las posibles ventas futuras. Nos metemos en aguas cenagosas: pensemos simplemente que la mayoría de los profesionales que hacen predicciones también padecen el impedimento mental del que hablábamos antes. Además, a las personas que hacen previsiones profesionalmente a menudo les afectan más esos impedimentos que al resto de la gente. La información es mala para el conocimiento Tal vez se pregunte el lector cómo afectan a la arrogancia epistémica el aprendizaje, la educación y la experiencia; es decir, qué puntuación sacarían las personas con estudios en la prueba anterior, en comparación con el resto de la población (utilizando como parámetro a Mijail, el taxista). Nos sorprenderá la como parámetro a Mijail, el taxista). Nos sorprenderá la respuesta: depende de la profesión. Primero voy a hablar de las ventajas que los «informados» tienen sobre el resto de nosotros en la decepcionante actividad de la predicción. Recuerdo que en una visita a un amigo en un banco inversor de Nueva York, vi a un frenético personaje del tipo «máster del universo» dando vueltas por el vestíbulo, con una serie de auriculares inalámbricos enredados en sus orejas y un micrófono que sobresalía del lado derecho y que me impedía concentrarme en sus labios durante la conversación de veinte segundos que mantuve con él. Le pregunté a mi amigo para qué servía aquel artilugio. «Le gusta mantenerse en contacto con Londres», me dijo. Cuando se es un empleado y, por consiguiente, se depende del juicio de otras personas, el hecho de parecer atareado puede ayudarle a uno a reclamar para sí la responsabilidad de los resultados en un entorno aleatorio. La apariencia de estar absorbido por el trabajo refuerza la percepción de la causalidad, del vínculo que existe entre los resultados y el papel que uno ha desempeñado en ellos. Esto, por supuesto, se aplica aún más a los directores ejecutivos de las grandes empresas, que necesitan pregonar a bombo y platillo la relación entre su «presencia» y su «liderazgo» y los resultados de la empresa. No conozco ningún estudio que investigue qué utilidad tiene que esas personas inviertan su tiempo en conversar y absorber información de poca monta, como tampoco ha habido muchos escritores que hayan tenido el valor de preguntarse por la medida en que la actuación de los directores ejecutivos ha incidido en el éxito de la empresa. Veamos un efecto importante de la información: el Veamos un efecto importante de la información: el impedimento para el conocimiento. Aristóteles Onassis, tal vez el primer magnate mediatizado, era famoso por ser rico, y por hacer ostentación de ello. Refugiado griego del sur de Turquía, marchó a Argentina, hizo mucho dinero con la importación de tabaco turco y luego se convirtió en magnate naviero. Fue vilipendiado cuando se casó con Jacqueline Kennedy, viuda del presidente estadounidense John F. Kennedy, lo cual llevó a la desconsolada María Callas a enclaustrarse en un piso de París a esperar que le llegara la muerte. Si se estudia la vida de Onassis, a lo que dediqué parte de mis primeros años de madurez, se observa una interesante regularidad: «trabajar», en el sentido convencional, no era lo suyo. Ni siquiera disponía de mesa de trabajo, y no digamos un despacho. No sólo se dedicaba a hacer tratos y acuerdos, para lo cual no se necesita despacho, sino que también dirigía un imperio naviero, lo cual exige un control diario. Y sin embargo, su principal herramienta era una libreta, que contenía toda la información que necesitaba. Se pasó la vida intentando socializar con ricos y famosos, y a perseguir (y conquistar) mujeres. Normalmente se despertaba a mediodía. Si necesitaba consejo legal, citaba a sus abogados en algún club nocturno de París a las dos de la madrugada. Se decía que tenía un encanto irresistible, el cual le ayudó a sacar provecho de la gente. Vayamos más allá de lo anecdótico. Es posible que haya aquí un efecto de «engaño por el azar», que hayamos establecido un vínculo causal entre el éxito de Onassis y su modus operandi. Quizá nunca sepa si Onassis fue una persona hábil o un hombre con suerte, aunque estoy convencido de que su encanto le abrió muchas puertas; pero puedo someter su forma de actuar a un examen riguroso, fijándome para ello en los estudios empíricos sobre el vínculo entre información y comprensión. Así pues, esta afirmación, el conocimiento adicional de las minucias del transcurso diario puede ser inútil, y hasta tóxico, es indirecta pero efectivamente comprobable. Mostremos a dos grupos de personas una imagen desdibujada de una boca de incendios, lo bastante borrosa como para que no reconozcan de qué se trata. En el primer grupo, aumentaremos lentamente la resolución, en diez pasos. En el segundo, lo haremos más deprisa, en cinco pasos. Detengámonos en el punto en que ambos grupos han visto la misma imagen, y pidámosles que identifiquen qué es. Lo más probable es que los miembros del grupo que vio menos pasos intermedios reconozcan la boca de riego mucho antes. ¿Moraleja? Cuanta más información se nos da, más hipótesis formulamos en el camino, y peores serán. Se percibe más ruido aleatorio y se confunde con información. El problema es que nuestras ideas son pegajosas: una vez que formulamos una teoría, no somos proclives a cambiar de idea, de ahí que a aquellos que tardan en desarrollar sus teorías les vayan mejor las cosas. Cuando nos formamos nuestras opiniones a partir de pruebas poco sólidas, tenemos dificultades para interpretar la posterior información que contradice tales para interpretar la posterior información que contradice tales opiniones, incluso si esta nueva información es claramente más exacta. Aquí intervienen dos mecanismos: el sesgo de la confirmación que veíamos en el capítulo 5, y la perseverancia en la creencia, la tendencia a no cambiar nuestras opiniones. Recordemos que tratamos las ideas como si fueran propiedades, por lo que nos será difícil desprendernos de ellas. El experimento de la boca de riego se realizó por primera vez en la década de 1960, y desde entonces se ha repetido varias veces. Yo también he estudiado este efecto utilizando las matemáticas de la información: cuantos más conocimientos detallados obtiene uno de la realidad empírica, más verá el ruido (es decir, lo anecdótico) y pensará que se trata de auténtica información. Recordemos que estamos influenciados por lo sensacional. Escuchar las noticias en la radio cada hora es mucho peor para uno que leer un semanario, porque el intervalo más largo permite que la información se filtre un poco. En 1965 Stuart Oskamp proporcionó a psicólogos clínicos una serie de archivos sucesivos, los cuales contenían cada vez más información sobre los pacientes. La habilidad de los psicólogos para diagnosticar no aumentaba a medida que se iba añadiendo información: simplemente se reafirmaban más en su diagnóstico inicial. Es verdad que no cabe esperar mucho de psicólogos como los de 1965, pero parece que estos resultados se repiten en todas las disciplinas. Por último, en otro experimento revelador, el psicólogo Paul Slovic pidió a unos corredores de apuestas que escogieran, de entre 88 variables de carreras de caballos pasadas, aquellas que consideraran útiles para computar las probabilidades. Esas variables incluían todo tipo de información estadística sobre resultados anteriores. A los corredores se les facilitaron las diez variables más útiles, y se les pidió que predijeran el resultado de las carreras. Luego les dieron otras diez y se les pidió que hicieran de nuevo sus pronósticos. El aumento en el conjunto de información no se tradujo en una mayor precisión por parte de los corredores; por otro lado, la confianza que tenían en sus previsiones se incrementó notablemente. La información demostró ser tóxica. Me he pasado buena parte de la vida dándole vueltas a la creencia tan extendida entre los medianamente cultivados de que «más es mejor»: más es a veces mejor, pero no siempre. Esta toxicidad del conocimiento aparecerá en nuestra investigación del llamado experto o especialista. El problema del experto, o la tragedia del farsante Hasta el momento no hemos cuestionado la autoridad de los profesionales implicados, sino su capacidad para medir las fronteras de sus propios conocimientos. La arrogancia epistémica no excluye las destrezas. El fontanero casi siempre sabrá más de fontanería que el terco ensayista y operador matemático. El cirujano experto en hernias raramente sabrá menos de hernias que quien se dedique a la danza del vientre. Pero, por otro lado, sus probabilidades serán poco precisas; y ahí está lo inquietante: es posible que uno sepa mucho más sobre esa situación que el propio experto. Digan lo que digan, merece la pena cuestionar el índice de error del procedimiento del experto. No pongamos en entredicho su procedimiento, sólo su confianza. (Como alguien a quien la clase médica llevó al desánimo total, aprendí a ser cauteloso, y recomiendo a todo el mundo que lo sea: si entras en la consulta del médico con un síntoma, no escuches sus probabilidades de que no sea un cáncer.) Separaré los dos casos de la forma que sigue. El caso suave: la arrogancia en la presencia de (cierta) competencia; y el caso grave: la arrogancia mezclada con la incompetencia (el traje vacío, o el farsante). Hay algunas profesiones en las que uno sabe más que los expertos, que son, lamentablemente, personas por cuyas opiniones pagamos, en vez de que sean ellas quienes nos paguen por escucharlas. ¿Cuáles? Lo que se mueve y lo que no se mueve Existe una bibliografía muy amplia sobre el llamado problema del experto, en la cual se realizan pruebas empíricas a especialistas para verificar su actuación. Pero parece que al principio resulta confusa. Por un lado, algunos investigadores principio resulta confusa. Por un lado, algunos investigadores que tratan de desacreditar a los expertos, como Paul Meehl y Robyn Dawes, demuestran que el «experto» es lo más parecido al fraude: no rinde mejor que el ordenador que utilice un único sistema métrico, pues su intuición se entromete en el camino y le ciega. (Como ejemplo de ordenador que usa un único sistema métrico, la ratio de activos líquidos sobre la deuda funciona mejor que la mayoría de los analistas de crédito.) Por otro lado, hay una abundante literatura en que se demuestra que muchas personas pueden ganar al ordenador gracias a la intuición. ¿Quién tiene razón? Debe de haber disciplinas que tengan auténticos expertos. Hagamos las siguientes preguntas: ¿quién prefiere el lector que le practique una operación en el cerebro, un periodista científico o un cirujano cerebral titulado? ¿Y de quién preferiría escuchar una previsión económica, de alguien doctorado en economía por alguna institución «prominente» como la Wharton School, o de un periodista económico? La respuesta a la primera pregunta es empíricamente obvia, pero no ocurre lo mismo con la segunda, Ya somos capaces de ver la diferencia entre el «saber cómo» y el «saber qué». Los antiguos griegos distinguían entre techné y epistemé. La escuela empírica de medicina de Menodoto de Nicomedia y Heráclides de Tarento quería que sus practicantes se mantuvieran lo más cerca posible de la techné (es decir, el oficio), y lejos de la epistemé (es decir, el «conocimiento», la «ciencia»). El psicólogo James Shanteau emprendió la tarea de averiguar qué disciplinas tienen expertos y cuáles no. Observemos aquí el problema de la confirmación: si queremos demostrar que no hay expertos, entonces debemos ser capaces de encontrar una profesión en la que los expertos sean inútiles. Y podemos demostrar lo contrario del mismo modo. Pero hay una regularidad: tenemos profesiones en que los expertos desempeñan un papel, y otras donde no hay pruebas de la existencia de destrezas. ¿Cuál es cuál? Expertos que tienden a ser expertos son los tasadores de ganado, los astrónomos, los pilotos de prueba, los tasadores del suelo, los maestros de ajedrez, los físicos, los matemáticos (cuando se ocupan de problemas matemáticos, no de problemas empíricos), los contables, los inspectores de granos, los intérpretes de fotografías, los analistas de seguros (que se ocupan de las estadísticas al estilo curva de campana). Expertos que tienden a ser... no expertos son los agentes de Bolsa, los psicólogos clínicos, los psiquiatras, los responsables de admisión en las universidades, los jueces, los concejales, los selectores de personal, los analistas de inteligencia (la actuación de la CIA, pese a sus costes, es lastimosa). Añadiré los siguientes resultados de mi propio examen de la bibliografía: los economistas, los analistas financieros, los profesores de economía, los politólogos, los «expertos en riesgo», el personal del Banco para Acuerdos Internacionales, los insignes miembros de la Asociación Internacional de Ingenieros de las Finanzas y los consejeros económicos personales. Es decir, las cosas que se mueven, y que por consiguiente Es decir, las cosas que se mueven, y que por consiguiente requieren ciertos conocimientos, no suelen tener expertos, mientras que las que no se mueven al parecer cuentan con algunos expertos. En otras palabras, las profesiones que se ocupan del futuro y basan sus estudios en el pasado no repetible tienen un problema de expertos (con la excepción del tiempo climático y los negocios que impliquen procesos físicos a corto plazo, no procesos socioeconómicos). No estoy diciendo que quien se ocupa del futuro no ofrece nunca información valiosa (como señalaba antes, los periódicos pueden predecir el horario de los teatros bastante bien), sino que aquellos que no ofrecen un valor añadido tangible generalmente se ocupan del futuro. Otra forma de enfocar esta cuestión es que las cosas que se mueven son a menudo proclives al Cisne Negro. Los expertos son personas cuyo centro de atención es muy limitado y que necesitan «tunelar». En las situaciones en que el tunelaje es seguro, porque los Cisnes Negros no son consiguientes, al experto le irá bien. Robert Trivers, psicólogo evolucionista y hombre de una perspicacia fuera de lo común, tiene otra respuesta (llegó a ser uno de los pensadores evolucionistas de mayor influencia desde Darwin, con ideas que desarrolló mientras intentaba entrar en la Facultad de Derecho). Vincula dicha respuesta a la autodecepción. En los campos en que contamos con tradiciones ancestrales, como el del saqueo, sabemos predecir muy bien los resultados mediante la evaluación del equilibrio de poderes. Los seres humanos y los chimpancés pueden sentir de forma inmediata quién es el que domina, y hacer un análisis de costes y inmediata quién es el que domina, y hacer un análisis de costes y beneficios sobre si conviene atacar y llevarse los bienes y a las parejas. Una vez que empezamos el asalto, nos ponemos en la mentalidad ilusoria que nos hace ignorar la información adicional: lo mejor es evitar titubear durante la batalla. Por otro lado, a diferencia de los saqueos, las guerras a gran escala no son algo que esté presente en el patrimonio humano —nos resultan algo nuevo—; por eso tendemos a calcular mal su duración y a sobreestimar nuestro poder relativo. Recordemos en cuánto se subestimó la duración de la guerra de Líbano. Quienes lucharon en la Gran Guerra pensaban que sería un simple paseo. Lo mismo ocurrió con el conflicto de Vietnam, y así sucede con la guerra de Irak y con casi todos los conflictos actuales. No podemos ignorar el autoengaño. El problema con los expertos es que no saben qué es lo que no saben. La falta de conocimiento y el engaño sobre la calidad de nuestros conocimientos van de la mano: el mismo proceso que hace que sepamos menos también hace que nos sintamos satisfechos con lo que sabemos. A continuación, nos ocuparemos de las predicciones, pero no de su rango sino de su precisión, es decir, de la capacidad para predecir el propio número. Cómo ser el último en reír También podemos aprender sobre los errores de predicción a partir de las actividades comerciales. Los analistas cuantitativos partir de las actividades comerciales. Los analistas cuantitativos disponemos de muchos datos sobre predicciones económicas y financieras, desde datos generales sobre grandes variables económicas hasta las predicciones y consejos bursátiles que ofrecen los «expertos» de la televisión o ciertas «autoridades». La abundancia de tales datos y la capacidad de procesarla en el ordenador hace que resulte de un valor incalculable para el empírico. De haber sido periodista o, Dios no lo quiera, historiador, hubiese tenido más problemas para comprobar la efectividad predictiva de estas discusiones verbales. No se pueden procesar los comentarios verbales en un ordenador, al menos no de forma fácil. Además, muchos economistas cometen el ingenuo error de formular muchas predicciones referentes a muchas variables, con lo que nos dan una base de datos de economistas y variables que nos permiten ver si ciertos economistas son mejores que otros (no hay diferencia consiguiente) o si existen variables en las que son más competentes (lamentablemente, ninguna es significativa). Durante un tiempo ocupé un cargo desde el que podía observar muy de cerca nuestra capacidad de predicción. En mis días de operador de Bolsa a jornada completa, a las ocho y media de la mañana destellaban en la pantalla de mi ordenador, dos veces por semana, algunas cifras económicas que facilitaban el Departamento de Comercio, el del Tesoro, Industria o alguna honorable institución de este tipo. Nunca di con la pista de qué significaban aquellas cifras y nunca sentí la necesidad de molestarme en averiguarlo. De manera que no me preocupaba lo más mínimo de ellas, aunque no podía evitar oír que mis más mínimo de ellas, aunque no podía evitar oír que mis compañeros se apasionaban y hablaban un poco sobre lo que iban a significar esos números, aderezando con salsa verbal las previsiones. Entre tales cifras figuraban el índice de precios al consumo, los nonfarm payrolls (cambios en los datos sobre el empleo), el índice de principales indicadores económicos, las ventas de bienes duraderos (a los que los operadores de Bolsa llaman «chicas factibles»), el producto interior bruto (el más importante), y muchos indicadores más, los cuales generan diferentes grados de apasionamiento en función de su presencia en el discurso. Los vendedores de datos te permiten echar un vistazo a las previsiones de «importantes economistas», personas (con traje) que trabajan para instituciones venerables como J. P. Morgan Chase o Morgan Stanley. Podemos observar cómo hablan estos economistas, cómo teorizan de forma elocuente y convincente. La mayoría de ellos ganan sueldos de siete cifras y gozan del rango de estrellas, con equipos de investigadores que mascan números y proyecciones. Pero las estrellas son lo bastante idiotas como para publicar las cifras que proyectan, con el fin de que la posteridad observe y valore su grado de competencia. Y peor aún, muchas instituciones financieras elaboran cada fin de año folletos sobre las «Perspectivas para 200X», en los que se hacen predicciones para el año que empieza. No comprueban, claro está, qué tal resultaron sus previsiones después de haberlas formulado. Es posible que el público peque aún de mayor imbecilidad al creer en esas argumentaciones sin exigir las pruebas que exponemos a continuación (pese a ser muy sencillas, pocas son las que se han realizado). Una prueba empírica elemental es comparar a esos economistas estrella con un hipotético taxista (el equivalente de Mijail, del capítulo 1): se crea un agente sintético, alguien que tome el número más reciente como el mejor predictor del siguiente, al tiempo que se presume que tal agente no sabe nada. Luego, todo lo que hay que hacer es comparar los índices de error de los economistas célebres y los de nuestro agente sintético. El problema es que cuando uno está influido por las historias, se olvida de la necesidad de tal prueba. Los sucesos son estrafalarios El problema de la predicción es un poco más sutil. Procede sobre todo del hecho de que vivimos en Extremistán, no en Mediocristán. Nuestros predictores pueden valer para predecir lo habitual, pero no lo irregular, y aquí es donde en última instancia fracasan. Todo lo que hay que hacer es saltarse un movimiento de los tipos de interés, del 6% al 1% en una proyección a más largo plazo (lo que ocurrió entre 2000 y 2001), y todas las predicciones subsiguientes resultarán completamente ineficaces a la hora de corregir nuestros registros acumulados. Estos errores acumulados dependen en gran medida de las grandes sorpresas, las grandes oportunidades. No sólo ocurre que los indicadores económicos, financieros y políticos las obvian, sino que los analistas se avergüenzan de decir a sus clientes algo que parezca estrafalario; y sin embargo, resulta que los sucesos casi siempre son estrafalarios. Además, como veremos en el apartado siguiente, los previsores económicos tienden a acercarse más entre sí que al producto resultante. Nadie quiere parecer estrafalario. Dado que mis pruebas han sido informales, con fines comerciales y de entretenimiento, para mi propio consumo y no diseñadas para el público, utilizaré los resultados más formales de otros investigadores que realizaron el trabajo duro de ocuparse de la tediosa tarea que supone el proceso de publicación. Me sorprende que se haya hecho tan poca introspección para comprobar la utilidad de estas profesiones. Hay algunas —no muchas— pruebas formales en tres dominios: el análisis de inversiones, la ciencia política y la economía. No hay duda de que en unos pocos años dispondremos de más. O quizá no: es posible que los autores de esos artículos sean estigmatizados por sus colegas. De casi un millón de artículos publicados sobre política, finanzas y economía, sólo ha habido un reducido número de comprobaciones sobre la cualidad predictiva de este tipo de conocimientos. Apiñarse como el ganado Algunos investigadores han analizado el trabajo y la actitud de los analistas de inversiones, con resultados sorprendentes si se los analistas de inversiones, con resultados sorprendentes si se tiene en cuenta la arrogancia epistémica de esos operadores. En un estudio en que se les compara con los meteorólogos, Tadeusz Tyszka y Piotr Zielonka documentan que los analistas predicen peor al tiempo que tienen más fe en sus propias destrezas. De algún modo, la autoevaluación de los analistas no disminuía su margen de error después de sus fracasos en las predicciones. El pasado julio me lamentaba yo de la escasez de este tipo de publicaciones ante Jean-Philippe Bouchaud, a quien visitaba en París. Es un hombre de aspecto juvenil que parece tener la mitad de mis años, aunque sólo es un poco más joven que yo; una circunstancia que medio en broma atribuyo a la belleza de la física. En realidad no es físico, sino uno de esos científicos cuantitativos que aplican los métodos de la física estadística a las variables económicas, campo que inició Benoît Mandelbrot a finales de la década de 1950. Esta comunidad profesional no emplea las matemáticas mediocristanas, de ahí que parezca que se ocupen de la verdad. Están completamente al margen de la clase dirigente de la economía y las finanzas de escuela de empresariales; sobreviven en los departamentos de física y matemáticas o, muy a menudo, en las sociedades comerciales (los comerciantes rara vez contratan a economistas para su propio consumo, sino que facilitan noticias para sus clientes menos sofisticados). Algunos de ellos trabajan también en sociología, con la misma hostilidad por parte de los «nativos». A diferencia de los economistas que lucen traje y tejen teorías, ellos usan métodos empíricos para observar los datos y no emplean la curva de campana. Bouchaud me sorprendió con un artículo de investigación que un asistente en prácticas acababa de concluir bajo su supervisión y cuya publicación se acababa de acordar; analizaba con detalle dos mil predicciones formuladas por analistas de inversiones. Lo que demostraba era que esos analistas de agencias de corredores de Bolsa no predecían nada; una ingenua predicción que realizara alguien que tomara las cifras de un período como predictores del siguiente no sería notablemente peor. Sin embargo, los analistas están informados sobre los pedidos de las empresas, los próximos contratos y los gastos previstos, de modo que este conocimiento previo debería ayudarles a actuar considerablemente mejor que un previsor ingenuo que se fija en los datos pasados y no dispone de más información. Y peor aún, los errores de los predictores eran significativamente mayores que la diferencia media entre las predicciones individuales, lo cual indica un efecto de ir en manada. Normalmente, las predicciones deberían estar tan lejos unas de las otras como lo están del número previsto. Pero para comprender cómo se las arreglan tales personas para seguir en el negocio, y por qué no sufren graves crisis nerviosas (con pérdida de peso, conducta errática o alcoholismo agudo), debemos acudir a la obra del psicólogo Philip Te dock. «Casi» estaba en lo cierto Tetlock estudió el trabajo de los «expertos» políticos y Tetlock estudió el trabajo de los «expertos» políticos y económicos. Pidió a varios especialistas que juzgaran la probabilidad de que ocurriera una serie de sucesos políticos, económicos y militares en un determinado período de tiempo (unos cinco años). Los resultados representaban un total de veintisiete mil predicciones, en las que intervinieron cerca de trescientos expertos. Los economistas constituían alrededor de la cuarta parte de la muestra. El estudio reveló que los índices de error de los expertos eran claramente muy superiores a lo que habían supuesto. La investigación planteaba el problema del experto: el hecho de que uno tuviera el título de doctor o sólo el de licenciado no suponía diferencia alguna. Los profesores con muchas publicaciones no mostraban ventaja alguna sobre los periodistas. La única regularidad que Tetlock descubrió fue el efecto negativo de la reputación sobre la predicción: quienes gozaban de gran reputación eran peores predictores que los desconocidos. Pero el objetivo de Tetlock no estaba tanto en demostrar la auténtica competencia de los expertos (aunque, en este sentido, el estudio era bastante convincente) como en investigar por qué los expertos no se daban cuenta de que no eran tan buenos en el campo de su especialidad; en otras palabras, intentaba mostrar cómo tejían sus historias. Parecía que había cierta lógica en tal incompetencia, sobre todo en forma de defensa de las propias creencias o la protección de la autoestima. Así que Tetlock profundizó en los mecanismos con los que sus sujetos generaban explicaciones expost. Dejaré de lado el hecho de que los compromisos ideológicos influyen en nuestra percepción y dirigen los aspectos más generales de este punto ciego hacia nuestras propias predicciones. Uno se dice a sí mismo que se trataba de otra cosa. Supongamos que no supimos predecir el debilitamiento y caída de la Unión Soviética (que ningún científico social vio venir). Es fácil proclamar que éramos excelentes especialistas en interpretar el funcionamiento político de la Unión Soviética, pero que los rusos, que lo eran en exceso, eran diestros en ocultarnos elementos económicos cruciales. De haber dispuesto de tal información económica, no hay ninguna duda de que hubiéramos sabido predecir la desaparición del régimen soviético. No es a nuestras habilidades a las que hay que culpar. Lo mismo se podría decir de nosotros si hubiéramos predicho una victoria aplastante de Al Gore sobre George W. Bush. No éramos conscientes de que la economía atravesara una situación tan mala; en realidad, parecía que este hecho se le ocultaba a todo el mundo. Sin embargo, tú no eres economista, y resulta que de lo que se trataba es de economía. Invocas lo raro. Ha ocurrido algo que estaba fuera del sistema, fuera del ámbito de nuestra ciencia. Dado que no era predecible, no tenemos por qué culparnos. Fue un Cisne Negro y no se supone que debamos predecir los Cisnes Negros. Éstos, nos dice el NNT, son fundamentalmente impredecibles (pero luego pienso que el NNT nos preguntaría: «¿Por qué tenemos que confiar en las predicciones?»). Tales sucesos son que confiar en las predicciones?»). Tales sucesos son «exógenos», procedentes del exterior de nuestra ciencia. O tal vez fuera un suceso de probabilidad muy, muy baja, una inundación de mil años, y tuvimos la desgracia de sufrirlo. Pero la próxima vez, no ocurrirá. Esta actitud de centrarse en lo establecido y de vincular la actuación de uno a un determinado guión es la forma en que los idiotas explican los fracasos de los métodos matemáticos en la sociedad. El modelo era correcto, funcionó bien, pero resultó que el juego fue diferente de lo previsto. La defensa del «casi cierto». Retrospectivamente, con el beneficio de una revisión de valores y un esquema informativo, es fácil pensar que algo se salvó por los pelos. Dice Tetlock: «Los observadores de la antigua Unión Soviética que en 1988 pensaban que el Partido Comunista no podría ser apartado del poder, en 1993 o 1998 eran especialmente proclives a pensar que los partidarios de la línea dura del Kremlin estuvieron a punto de derrocar a Gorbachov en el intento de golpe de 1991, y lo habrían conseguido si los conspiradores hubiesen sido más resueltos y menos dados a la bebida, o si los oficiales militares clave hubiesen obedecido la orden de disparar contra los civiles que incumplieran la ley marcial, o si Yeltsin no hubiese actuado con tanta valentía». Voy a ocuparme ahora de defectos más generales que este ejemplo pone al descubierto. Estos «expertos» pecaban de parciales: en las ocasiones en que estaban en lo cierto, lo atribuían a la profundidad de sus interpretaciones y su experiencia; cuando se equivocaban, había que culpar a la experiencia; cuando se equivocaban, había que culpar a la situación, que era inusual, o, peor aún, no reconocían que estaban equivocados y formulaban teorías al respecto. Les resultaba difícil aceptar que su comprensión era deficiente. Pero este atributo es común a todas nuestras actividades; hay algo en nosotros diseñado para proteger nuestra autoestima. Los seres humanos somos víctimas de una asimetría en la percepción de los sucesos aleatorios. Atribuimos nuestros éxitos a nuestras destrezas; y nuestros fracasos, a sucesos externos que no controlamos, concretamente a la aleatoriedad. Nos sentimos responsables de todo lo bueno, pero no de lo malo. El 94% de los suecos creen que su habilidad para conducir los sitúa entre el 50% de los mejores conductores de Suecia; el 84% de los franceses piensan que su habilidad para hacer el amor los sitúa entre el 50% de los mejores amantes franceses. El otro efecto de esta asimetría es que nos sentimos un tanto únicos, a diferencia de los demás, en quienes no percibimos esa asimetría. Me he referido antes a las expectativas irreales sobre el futuro que las personas tienen cuando se comprometen en matrimonio. Pensemos también en las familias que tunelan en su futuro y se encierran en su parcela pensando que van a vivir en ella de forma permanente, sin darse cuenta de que el resultado habitual de la vida sedentaria es funesto. ¿Es que no ven a esos agentes inmobiliarios de traje impecable merodear por sus propiedades en sus coches deportivos alemanes? Somos seres muy nómadas, mucho más de lo que planeamos serlo, y además a la fuerza. Pensemos cuántas personas que han perdido repentinamente su empleo pensaron que les iba a ocurrir tal cosa, ni tan siquiera unos días antes. O en cuántos drogadictos empezaron con la droga con la intención de engancharse a ella. Se puede sacar otra lección del experimento de Tetlock. Éste descubrió lo que antes decía: que muchas estrellas de la universidad, o «colaboradores del mejor periodismo», no detectan mejor los cambios que se producen a su alrededor que el lector o el periodista medios del New York Times. Estos expertos, a veces exageradamente especializados, no superaban las pruebas de sus propias especialidades. El erizo y la zorra. Tetlock distingue entre dos tipos de predictores, el erizo y la zorra, siguiendo una distinción que popularizó el ensayista Isaiah Berlin. Como en la fábula de Esopo, el erizo sabe una cosa; la zorra sabe muchas (son los tipos amoldables que necesitamos en la vida cotidiana). Muchos de los fallos en la predicción proceden de erizos que están casados mentalmente con un solo gran suceso Cisne Negro, una gran apuesta que no es previsible que se cumpla. El erizo es alguien que se centra en un suceso único, improbable y trascendental, y cae en la falacia narrativa que hace que un único resultado nos ciegue de tal forma que somos incapaces de imaginar otros. Debido a la falacia narrativa, nos resulta más fácil entender a los erizos: sus ideas funcionan con sonidos perfectamente fragmentados. Su categoría cuenta con una gran representación entre la gente famosa; así que los famosos, como promedio, saben predecir peor que el resto de los predictores. saben predecir peor que el resto de los predictores. Hace mucho que evito a la prensa, porque cada vez que los periodistas escuchan mi historia de los Cines Negros, me piden que les dé una lista de futuros sucesos de gran impacto. Quieren que yo prediga esos Cisnes Negros. Curiosamente, en mi libro ¿Existe la suerte?: engañados por el azar, que se publicó una semana antes del 11 de septiembre de 2001, hablaba de la posibilidad de que un avión se estrellara contra el edificio en el que tengo mi despacho. De modo que, como es natural, se me preguntó «cómo preví el suceso». No lo predije: fue una casualidad. No juego a ser oráculo. Incluso recibí hace poco un correo en el que se me pedía que predijera los próximos diez Cisnes Negros. Son muchos los que no entienden mis ideas sobre el error de la especificidad, la falacia narrativa y la idea de la predicción. Contrariamente a lo que la gente pudiera esperar, no recomiendo que nadie se convierta en erizo; al contrario, debemos ser zorros de actitud abierta. Sé que la historia va a estar dominada por un suceso improbable; lo que no sé es, simplemente, cuál será ese suceso. ¿La realidad? ¿Para qué? En la prensa económica no he visto ningún estudio formal y exhaustivo al entilo del de Tetlock. Pero, sospechosamente, tampoco he encontrado ningún artículo en que se pregone la capacidad, de los economistas para producir proyecciones fiables. Así pues, decidí repasar los artículos y apuntes sobre economía que conseguí encontrar. En su conjunto no aportan pruebas convincentes de que los economistas, como comunidad, tengan la habilidad de predecir; y si alguna habilidad poseen, sus predicciones, en el mejor de los casos, son sólo un poco mejores que las hechas al azar, pero no lo bastante buenas para ayudar en decisiones difíciles. La prueba más interesante de cómo se comportan los métodos académicos en el mundo real la llevó a cabo Spyros Makridakis, que dedicó parte de su carrera profesional a gestionar las competiciones entre los previsores que practican un «método científico» llamado econometría; un sistema que combina la teoría económica con las mediciones estadísticas. Dicho brevemente, hacía que las personas hicieran previsiones sobre la vida real y luego juzgaran su grado de acierto. Esto condujo a una serie de «competiciones M», que él mismo dirigió, junto con Michele Hibon, la más reciente de las cuales es la M3, concluida en 1999. Makridakis y Hibon llegaron a la triste conclusión de que «los métodos estadísticamente sofisticados o complejos no proporcionan necesariamente previsiones más precisas que las de los métodos más sencillos». Yo tuve una experiencia similar en mis tiempos de analista cuantitativo: el científico extranjero con acento gutural que se pasa las noches frente al ordenador resolviendo complicados problemas matemáticos, raramente rinde más que el taxista que emplea los más sencillos métodos que tenga a su alcance. El problema es que nos centramos en la rara ocasión en que esos métodos funcionan, y casi nunca en los fallos, que son muchísimo métodos funcionan, y casi nunca en los fallos, que son muchísimo más frecuentes que los aciertos. Sigo diciendo a quien quiera escucharme: «Hola, soy un tipo nada complicado y sensato de Amioun, Líbano, y me cuesta comprender por qué algo se considera valioso si exige el funcionamiento continuo del ordenador pero no me permite predecir mejor que cualquier otro tipo de Amioun». Las únicas reacciones que obtuve de mis colegas estaban relacionadas con la geografía y la historia de Amioun, más que con una explicación sensata de su trabajo. Una vez más, vemos aquí en funcionamiento la falacia narrativa, con la salvedad de que, en lugar de historias periodísticas, tenemos la situación más grave de los «científicos» con acento ruso que miran por el retrovisor, narran mediante ecuaciones y se niegan a mirar hacia delante porque temen marearse demasiado. El econometrista Roben Engel, por otro lado un caballero encantador, inventó un método estadístico muy complicado llamado GARCH, que le valió el Premio Nobel. Nadie lo probó para ver si tenía alguna validez en la vida real. Es más, métodos menos llamativos se comportaban mucho mejor, pero no le valieron a nadie el viaje a Estocolmo. Tenemos un problema de expertos en Estocolmo, del que me ocuparé en el capítulo 17. Parece que esta ineptitud de los métodos complicados se aplica a todos los métodos. Otro estudio comprobó la eficacia de quienes practican la llamada teoría de juegos, cuyo representante más destacado es John Nash, el matemático esquizofrénico al que la película Una mente maravillosa hizo famoso. Lamentablemente, pese al atractivo intelectual de tales métodos y a la extraordinaria atención que les conceden los medios de comunicación, quienes los emplean no hacen predicciones mejores que las de los alumnos universitarios. Existe otro problema, el cual es un tanto más inquietante. Makridakis y Hibon averiguaron que los estadísticos teóricos ignoraban las sólidas pruebas empíricas de sus estudios. Además, se encontraron con una sorprendente hostilidad hacia sus verificaciones empíricas. «En su lugar, [los estadísticos] se han dedicado a construir modelos más sofisticados sin tener en cuenta la capacidad de tales modelos para predecir con precisión datos de la vida real», dicen Makridakis y Hibon. Tal vez alguien se encuentre con la siguiente tesis: es posible que las previsiones de los economistas creen una retroalimentación que anule su efecto (una tesis a la que se denomina crítica de Lucas, por el economista Robert Lucas). Supongamos que los economistas predicen una inflación; como respuesta a tal expectativa, la Reserva Federal interviene y la inflación disminuye. De modo que en economía no se puede juzgar la precisión de la predicción tal como se podría hacer con otros sucesos. Estoy de acuerdo, pero no creo que eso explique el fracaso de las predicciones que realizan los economistas. El mundo es excesivamente complicado para su disciplina. Cuando el economista falla en sus predicciones sobre rarezas, a menudo invoca el tema de los terremotos o las revoluciones, y proclama que él no se ocupa de la geodesia, la ciencia meteorológica ni la política social, en vez de incorporar estos meteorológica ni la política social, en vez de incorporar estos campos en sus estudios y admitir que su materia no existe de forma aislada. La economía es el más insular de los campos; es donde menos obras que no sean de economía se citan. Tal vez sea la materia que actualmente cuenta con mayor número de estudiosos ignorantes: el estudio sin la erudición y la curiosidad natural puede cerrarnos la mente y conducir a la fragmentación de las disciplinas. «Otro que no sea éste», eso estuvo bien Hemos utilizado la historia de la Opera House de Sidney como trampolín para hablar de la predicción. Vamos a abordar ahora otra constante de la naturaleza humana: un error sistemático que cometen los planificadores de proyectos, y que procede de una mezcla de la naturaleza humana, la complejidad del mundo y la estructura de las organizaciones. Para poder sobrevivir, las instituciones deben dar la apariencia, ante ellas mismas y ante los demás, de tener una «visión». Los planes fracasan por lo que hemos llamado tunelaje, el olvido de las fuentes de incertidumbre ajenas al propio plan. El escenario típico es el siguiente, Joe, escritor de ensayos, consigue un contrato para la publicación de un libro, cuyo plazo de entrega se establece en dos años a partir del presente día. El tema es relativamente fácil: la biografía autorizada del escritor Salman Rushdie, para la que Joe ha reunido muchos datos. Incluso ha seguido la pista de las antiguas novias de Rushdie y está entusiasmado ante la perspectiva de las agradables entrevistas que le aguardan. Dos años después, o menos, digamos tres meses, llama al editor para explicarle que se retrasará un poco. El editor lo veía venir; está acostumbrado a que los autores se retrasen. La editorial tiene miedo, porque inesperadamente el tema ha dejado de interesar a la opinión pública: preveía que el interés por Rushdie seguiría siendo elevado, pero la atención se ha esfumado, al parecer porque los iraníes, por alguna razón, perdieron interés en acabar con él. Fijémonos en la fuente de la subestimación del biógrafo del tiempo necesario para completar la obra. Joe proyectó su propio plan, pero tuneló, pues no previo que surgieran algunos sucesos «externos» que iban a retrasar su trabajo. Entre esos sucesos externos estaban los atentados del 11-S, que le retrasaron varios meses; los viajes a Minnesota para atender a su madre enferma (que al final se repuso); y muchos más, como una ruptura sentimental (aunque no con una ex novia de Rushdie). «Fuera de esto», todo estaba en su plan; su propio trabajo no se apartó ni un ápice del programa. Joe no se siente responsable de su fallo.30 Lo inesperado tiene un efecto tendencioso en los proyectos. Pensemos en el caso de los constructores, los articulistas y los contratistas. Lo inesperado casi siempre actúa en un único sentido: mayores costes y más tiempo para la conclusión de la obra. En muy raras ocasiones, como la del Empire State obra. En muy raras ocasiones, como la del Empire State Building, ocurre lo contrario: conclusión antes de lo previsto y a un precio menor (estas ocasiones son realmente excepcionales). Podemos realizar experimentos para comprobar la repetibilidad y verificar si esos errores en la proyección forman parte de la naturaleza humana. Los investigadores han comprobado cuántos estudiantes calculan el tiempo necesario para terminar sus trabajos. En una prueba representativa, se dividió un grupo en dos partes, los optimistas y los pesimistas. Los alumnos optimistas prometieron terminar su trabajo en 26 días; los pesimistas, en 47. El tiempo medio de conclusión real resultó ser de 56 días. El ejemplo de Joe el escritor no es grave. Lo he seleccionado porque se refiere a una tarea rutinaria y repetitiva; en este tipo de trabajos, nuestros errores de planificación son menos graves. Con proyectos que sean muy novedosos, como una invasión militar, una guerra generalizada o algo completamente nuevo, los errores se disparan. De hecho, cuanto más rutinaria sea la tarea, mejor aprendemos a predecir. Pero en nuestro entorno moderno siempre hay algo que no es rutinario. Puede haber incentivos para que las personas acepten plazos de entrega más cortos, a fin de hacerse con el contrato del libro, o para que el constructor consiga nuestro adelanto de dinero y pueda emplearlo en sus próximas vacaciones en Antigua. Pero el problema de la planificación existe incluso cuando no hay incentivo para subestimar la duración (o los costes) de la tarea. Como decía antes, somos una especie con excesiva estrechez de miras para considerar la posibilidad de que los acontecimientos se salgan de nuestras proyecciones mentales; pero, además, nos centramos tanto en cuestiones internas del proyecto que no tenemos en cuenta la incertidumbre externa, lo «desconocido desconocido», por así decirlo, el contenido de los libros no leídos. Existe también el efecto del estudioso obsesivo, que nace de la eliminación mental de los riesgos que se salen de los modelos, o de centrarnos en lo que sabemos. Contemplamos el mundo desde el interior de un modelo. Pensamos que la mayoría de los retrasos y los excesos en los costes surgen de elementos inesperados que no formaban parte del plan —es decir, quedan fuera del modelo que tenemos entre manos—, como por ejemplo las huelgas, las restricciones de electricidad, los accidentes, el mal tiempo o el rumor de una invasión de marcianos. No parece que estos pequeños Cisnes Negros que amenazan con dificultar nuestros proyectos se tengan en cuenta. Son demasiado abstractos: no sabemos qué aspecto tienen ni podemos hablar de ellos de forma inteligente. No podemos planificar de verdad porque no entendemos el futuro, lo cual no necesariamente es una mala noticia. Podríamos planificar si tuviéramos en cuenta estas limitaciones. No se requiere más que agallas. La belleza de la tecnología: las hojas de cálculo de Excel cálculo de Excel No hace tanto, digamos que en los tiempos anteriores al ordenador, las proyecciones eran vagas y cualitativas: había que hacer un esfuerzo mental para seguirles el rastro, y resultaba difícil proyectar escenarios futuros. Para iniciarse en tal actividad, hacían falta lápices, gomas, resmas de papel e inmensas papeleras. Añadamos a ello el amor del contable por el trabajo lento y tedioso. Dicho brevemente, la actividad de proyectar requería mucho esfuerzo, era indeseable y se iba al traste cuando uno dudaba de sí mismo. Pero las cosas cambiaron con la invasión de la hoja de cálculo. Cuando la ponemos en manos de alguien que sabe de ordenadores tenemos una «proyección de las ventas» que, sin esfuerzo alguno, se proyecta hasta el infinito. Una vez que está en una página o en la pantalla del ordenador o, peor aún, en una presentación con PowerPoint, la proyección cobra vida propia, pierde su vaguedad y abstracción y se convierte en lo que los filósofos llaman reificación, algo investido de la calidad de concreto; así adquiere una vida nueva como objeto tangible. Mientras sudábamos en el gimnasio del barrio, mi amigo Brian Hinchcliffe me propuso la siguiente idea. Tal vez la facilidad con que uno puede proyectar en el futuro arrastrando celdas en esas hojas de cálculo sea la responsable de que los ejércitos de previsores se sientan confiados al elaborar previsiones a más largo plazo (y siempre tunelando en sus supuestos). Nos hemos convertido en peores planificadores que los rusos soviéticos gracias a esos potentes programas informáticos, que se ponen en gracias a esos potentes programas informáticos, que se ponen en manos de quienes son incapaces de manejar sus conocimientos. Como ocurre con la mayoría de los comerciantes, Brian es un hombre de un realismo incisivo y a veces brutalmente doloroso. Al parecer, aquí actúa un mecanismo mental clásico llamado anclaje. Para disminuir la ansiedad que nos produce la incertidumbre, tomamos un número y luego nos «anclamos» en él, como un objeto al que agarrarse en medio del vacío. Este mecanismo de anclaje lo descubrieron los padres de la psicología de la incertidumbre, Danny Kahneman y Amos Tversky, en los inicios de sus trabajos sobre heurística y sesgos. Funciona así: Kahneman y Tversky pedían a los sujetos de sus experimentos que hicieran girar la rueda de la fortuna. Los sujetos primero miraban el número que había en la rueda, que sabían que era aleatorio, y luego se les pedía que calcularan el número de países africanos que había en las Naciones Unidas. Quienes habían sacado un número bajo en la rueda decían una cantidad pequeña, y los que tenían un número alto hacían un cálculo superior. De modo parecido, pidamos a alguien que nos diga los cuatro últimos dígitos de su número de la seguridad social. Luego digámosle que calcule el número de dentistas que hay en Manhattan. Descubriremos que, al hacerle consciente del número de cuatro dígitos, damos pie a una estimación relacionada con él. Utilizamos puntos de referencia que tenemos en la cabeza, por ejemplo proyecciones sobre ventas, y empezamos a construir creencias en torno a ellos, porque se necesita menos esfuerzo mental para comparar una idea con un punto de referencia que para evaluarla en el absoluto (sistema 1 en acción). No podemos trabajar sin un punto de referencia. De modo que la introducción de un punto de referencia en la mente de quien hace previsiones obrará maravillas. Este factor es idéntico al punto de partida en una negociación mercantil: uno empieza con una cantidad elevada («Quiero un millón por esta casa»), y el postor responderá: «Sólo daré ochocientos cincuenta mil». La discusión estará determinada por este nivel inicial. El carácter de los errores de predicción Al igual que muchas variables biológicas, la esperanza de vida pertenece a Mediocristán, es decir, está sometida a un azar moderado. No es escalable, ya que cuanto mayores nos hacemos, menos probabilidades tenemos de vivir. En un país desarrollado, se calcula que una niña recién nacida fallecerá a los 79 años, según las tablas que manejan las compañías de seguros. Cuando alcanza su 79° cumpleaños, su esperanza de vida, suponiendo que su salud se encuentre en los parámetros habituales, es de otros 10 años. A los 90 años, debería disponer de otros 4,7 años de vida. A los 100, 2,5 años. A los 119 años, si milagrosamente alcanza esa edad, le quedarían unos nueve meses. A medida que sobrevive a la que se espera que sea la fecha de su muerte, el número de años de vida que le pueden fecha de su muerte, el número de años de vida que le pueden quedar disminuye. Esto ilustra la principal propiedad de las variables aleatorias relacionadas con la curva de campana. La expectativa condicional de vida adicional cae a medida que la persona va envejeciendo. En los proyectos y empresas humanos no sucede así, ya que éstos, como decía en el capítulo 3, suelen ser escalables. Con las variables escalables, las de Extremistán, seremos testigos del efecto opuesto. Supongamos que se espera terminar un trabajo en 79 días, la misma expectativa que la niña recién nacida tiene en años. El día 79, si el trabajo no está terminado, se estimará que se necesitan otros 25 días para concluirlo. Pero el día 90, si el trabajo sigue sin terminar, habría que contar con otros 58 días. El día 100, con 89 días más. El día 119, se debería disponer de otros 149 días. El día 600, si no se ha concluido el trabajo, se estimará que se requieren 1.590 días más. Como vemos, cuanto más se retrasa el proyecto, más se estima que se deberá esperar. Imaginemos que somos refugiados que esperamos regresar a nuestra tierra natal. Cada día que pasa estamos más lejos, no más cerca, del día del triunfal retorno. Lo mismo ocurre con la fecha de conclusión de nuestro siguiente teatro de la ópera. Si se esperaba que llevaría dos años, y tres años después seguimos haciendo preguntas, no esperemos que la obra se concluya pronto. Si las guerras duran un promedio de seis meses, y el conflicto que nos afecta lleva abierto dos años, aun tendremos unos cuantos años más de enfrentamientos. El conflicto árabe- israelí dura ya sesenta años, y sigue contando; pero hace sesenta años se consideró «un problema sencillo». (Recordemos siempre que, en un entorno moderno, las guerras duran más y en ellas muere más gente de lo que se suele planificar.) Otro ejemplo: supongamos que mandamos una carta al autor que más nos gusta, sabedores de que está muy ocupado y de que suele responder al cabo de dos semanas. Si tres semanas después nuestro buzón sigue vacío, no esperemos que la carta llegue al día siguiente; como promedio, tardará otras tres semanas. Si tres meses después aún no hemos recibido respuesta, tendremos que esperar otro año. Cada día nos acercará más a la muerte, pero nos alejará de la recepción de la carta. Esta propiedad de la aleatoriedad escalable, sutil pero trascendental en extremo, es inusualmente contraintuitiva. Interpretamos mal la lógica de las grandes desviaciones de la norma. Voy a entrar en mayores detalles sobre las propiedades de la aleatoriedad escalable en la tercera parte. Pero, de momento, digamos que son fundamentales para comprender el tema de la predicción. No cruces el río si tiene, de media, un metro de profundidad Las proyecciones de las empresas y de los gobiernos tienen un fallo adicional fácil de detectar: no adjuntan a sus escenarios un índice de error posible. Incluso en ausencia de Cisnes Negros, tal omisión sería un error. En cierta ocasión, impartí una conferencia a entusiastas de la política en el Woodrow Wilson Center de Washington, D. C., en la que les reté a que fueran conscientes de nuestra debilidad para ver lo que tenemos por delante. Los asistentes eran dóciles y callados. Lo que les estaba diciendo iba en contra de todo lo que pensaban y defendían; me había dejado llevar por mi agresivo mensaje, pero el público parecía atento, en comparación con las personas cargadas de testosterona con que uno se encuentra en el mundo de la empresa. Me sentía culpable por mi postura agresiva; apenas me hicieron pocas preguntas. La persona que había organizado la conferencia y me había invitado debía de haberles gastado una broma a sus colegas. Yo me mostraba como un ateo agresivo que se defendía ante un sínodo de cardenales, aunque prescindía de sus característicos eufemismos expresivos. No obstante, algunas de las personas del público comprendieron el mensaje. Una de ellas (empleada de un organismo gubernamental) me explicó en privado, después de la conferencia, que en enero de 2004 su departamento preveía que dentro de veinticinco años el precio del petróleo sería de 27 dólares el barril, levemente superior al que alcanzaba en aquellos días. Seis meses después, en junio de 2004, cuando el precio del petróleo se duplicó, tuvieron que revisar su estimación y del petróleo se duplicó, tuvieron que revisar su estimación y situarla en 54 dólares (actualmente, mientras escribo estas líneas, el precio del petróleo se acerca a los 79 dólares el barril). No habían caído en la cuenta de que, dado que su primera previsión erró tan pronto y tan destacadamente, hacer una segunda era absurdo, ni en que de algún modo había que poner en entredicho el empeño por predecir. ¡Y sus cálculos se referían a veinticinco años! Tampoco se les ocurrió que hay que tener en cuenta algo que se llama índice de error.31 Hacer previsiones sin incorporar un índice de error revela tres falacias, todas ellas fruto de la misma concepción falsa acerca del carácter de la incertidumbre. La primera falacia es que la variabilidad importa. El primer error está en tomarse demasiado en serio una proyección, haciendo caso omiso de su precisión. Sin embargo, para los fines de la planificación, la precisión en la predicción importa mucho más que la propia predicción. Lo explicaré como sigue. No cruces el río si tiene, de media, un metro de profundidad. Si a quien va a desplazarse a un destino remoto le decimos que se espera que la temperatura media sea de 22°C, con un índice de error de 10°C, se llevará un tipo de ropa diferente de la que se llevaría si le dijéramos que el margen de error es de sólo 1°C. Las políticas sobre las que tenemos que tomar decisiones dependen mucho más de la diversidad de posibles resultados que de la cifra final que se espera obtener. Cuando trabajaba en la banca, veía que la gente hacía proyecciones sobre la liquidez de las empresas sin envolverlas con la más fina capa de incertidumbre. Vayamos al agente de Bolsa y comprobemos qué método emplea para prever que las ventas dentro de diez años «calibrarán» sus métodos de valuación. Averigüemos cómo los analistas prevén los déficits del Estado. Vayamos a un banco o sigamos un programa de formación en análisis de inversiones, y veamos cómo enseñan a hacer supuestos: no enseñan a construir un índice de error en torno a esos supuestos; sin embargo, su índice de error es tan grande que es mucho más importante que la propia proyección. La segunda falacia la encontramos en el hecho de no tener en cuenta la degradación de la predicción a medida que el período proyectado se alarga. No nos percatamos de la medida de la diferencia entre el futuro cercano y el futuro lejano. Sin embargo, la degradación en este tipo de predicciones a lo largo del tiempo se hace evidente con un simple examen introspectivo, sin tener que recurrir siquiera a artículos científicos, que por lo demás apenas se ocupan del tema. Pensemos en las previsiones, económicas o tecnológicas, que se hicieron en 1905 para el siguiente cuarto de siglo. ¿En qué medida coincidieron con lo que ocurrió en 1925? Si se quiere tener una experiencia convincente, basta con leer 1984, de George Orwell. O fijémonos en predicciones más recientes, hechas en 1975 sobre perspectivas para el nuevo milenio. Han ocurrido muchas cosas y han aparecido muchas tecnologías que los previsores jamás imaginaron; de las previstas, fueron muchas más las que no ocurrieron ni aparecieron. Tradicionalmente, nuestros errores de previsión han sido enormes, y es posible que no existan razones para pensar que de repente nos encontramos en una situación más privilegiada para vislumbrar el futuro, en comparación con nuestros ciegos predecesores. Las previsiones de los burócratas se suelen emplear para aliviar la ansiedad, más que para una adecuada actuación política. La tercera falacia, y quizá la más grave, se refiere a la falsa comprensión del carácter aleatorio de las variables que se predicen. Debido al Cisne Negro, estas variables pueden contener escenarios mucho más optimistas —o mucho más pesimistas— de lo que normalmente se espera. Recordemos de mi experimento con Dan Goldstein acerca de la especificidad de dominio de nuestras intuiciones, que tendemos a no cometer errores en Mediocristán, pero cometemos errores muy grandes en Extremistán pues no nos damos cuenta de las consecuencias del suceso raro. ¿Qué implicaciones conlleva esto? Pues que aunque estemos de acuerdo con cierta predicción, tendremos que considerar la posibilidad real de que exista una importante divergencia respecto a ella. Estas divergencias pueden alegrar al especulador, que no depende de unos ingresos filos; pero el jubilado, con unos atributos de riesgo concretos, no se puede permitir tales variaciones. Aún más: utilizando el símil de la profundidad de un río, me atrevería a decir que, cuando nos sumergimos en una política, lo que importa son los cálculos que tiran a la baja (es decir, el caso peor), ya que el caso peor es mucho más trascendental que la propia previsión. Así ocurre sobre todo cuando el escenario malo no es aceptable. Pero la sobre todo cuando el escenario malo no es aceptable. Pero la actual fraseología no permite lo que acabo de decir. En ningún caso. Se dice a menudo que «de sabios es ver venir las cosas». Tal vez el sabio sea quien sepa que no puede ver las cosas que están lejos. Búscate otro trabajo Cuando pongo en entredicho el empeño de los previsores me enfrento a dos reacciones típicas: «¿Qué hay que hacer entonces? ¿Conoce usted alguna forma mejor de predecir?» y «Si tan inteligente es usted, muéstreme sus predicciones». En realidad, la segunda pregunta, que normalmente se hace de forma jactanciosa, pretende demostrar la superioridad del profesional y el emprendedor frente al filósofo, y la suelen formular sobre todo personas que no saben que fui operador de Bolsa. Si el hecho de haber ejercido la práctica diaria de la incertidumbre tiene alguna ventaja, es que uno no tiene que tragarse las estupideces de los burócratas. Uno de mis clientes me preguntó cuáles eran mis predicciones. Cuando le dije que no tenía ninguna, se sintió ofendido y decidió prescindir de mis servicios. De hecho existe una rutina, un hábito nada introspectivo que hace que los negocios respondan cuestionarios y completen párrafos en los que se muestren sus «perspectivas». Nunca he tenido tales perspectivas y jamás he hecho predicciones profesionales; pero perspectivas y jamás he hecho predicciones profesionales; pero al menos sé que no sé predecir, y hay algunas personas (aquellas que me importan) que tienen eso por un activo. Luego están aquellos que elaboran previsiones de forma acrítica. Cuando se les pregunta por qué predicen, responden: «Bueno, para eso nos pagan aquí». Mi sugerencia: búscate otro trabajo. Esta sugerencia no es demasiado exigente: a menos que uno sea un esclavo, presumo que dispone de cierto grado de control sobre la elección de su trabajo. De no ser así, estaríamos ante un problema de ética y, en este caso, un problema grave. Las personas que están atrapadas en sus empleos y que predicen porque «es su trabajo», cuando saben muy bien que su previsión es inútil, no son lo que yo llamaría éticas. Lo que hacen no se distingue de repetir mentiras porque «es su trabajo». A cualquiera que cause daño por culpa de sus previsiones se le debería tratar como al loco o al mentiroso. Algunos previsores causan más daño a la sociedad que los delincuentes. Por favor, no conduzcamos un autobús escolar con los ojos vendados. En JFK En el aeropuerto JFK de Nueva York hay quioscos gigantescos con paredes repletas de revistas. Suelen ocuparse de ellos familias muy educadas del subcontinente indio (los padres, porque los hijos están en la Facultad de Medicina). Esas paredes le ofrecen a uno el corpus completo de lo que una persona «informada» necesita para «saber lo que pasa». Me pregunto cuánto tiempo requeriría leer cada una de esas revistas, excluidas las publicaciones periódicas sobre pesca y motociclismo (pero incluyendo las revistas del corazón; uno tiene derecho a reírse un rato). ¿Media vida? ¿Toda una vida? Lamentablemente, todos esos conocimientos no ayudarían al lector a predecir lo que va a ocurrir mañana. En realidad, podrían disminuir su capacidad de previsión. La Buenaventura, de Caravaggio. Siempre hemos desconfiado de quienes nos leen el futuro. En este cuadro, la muchacha le roba el anillo a la víctima. Hay otro aspecto del problema de la predicción: sus limitaciones inherentes, aquellas que tienen poco que ver con la naturaleza humana, pues surgen de la propia naturaleza de la información en sí misma. He dicho que el Cisne Negro tiene tres atributos: la impredecibilidad, las consecuencias y la explicabilidad retrospectiva. Examinemos eso de la impredecibilidad.32 11 - CÓMO BUSCAR CACA DE PÁJARO Hemos visto que: a) tendemos tanto a tunelar como a pensar «estrechamente» (la arrogancia epistémica), y b) nuestro registro de la predicción está calculado de forma muy exagerada: muchas personas que creen que no saben predecir de hecho no son capaces de hacerlo. Vamos a profundizar ahora un poco más en las limitaciones estructurales no anunciadas de nuestra capacidad para predecir. Estas limitaciones pueden surgir no de nosotros, sino de la propia naturaleza de la misma actividad, que es demasiado complicada, no sólo para nosotros, sino para cualquier herramienta de que dispongamos o que podamos concebir que vamos a obtener. Algunos Cisnes Negros seguirán siendo difíciles de aprehender, con lo cual se desbaratan nuestras predicciones. Cómo buscar caca de pájaro Cómo buscar caca de pájaro En el verano de 1998 trabajaba yo en una institución financiera de propiedad europea, una institución que quería distinguirse por su rigor y visión de futuro. La unidad encargada de la actividad comercial tenía cinco directores, todos de aspecto adusto (siempre con traje azul oscuro, incluso los viernes, en que se permitía vestir de manera más informal), que debían reunirse a lo largo del verano para «formular el plan quinquenal». Se suponía que iba a ser un documento enjundioso, una especie de manual del usuario para la empresa. ¿Un plan que abarque cinco años? Para un tipo profundamente escéptico respecto al planificador central, la idea resultaba ridícula; el crecimiento dentro de la empresa había sido orgánico e impredecible, de abajo arriba, no de arriba abajo. Se sabía perfectamente que el departamento más lucrativo de la empresa fue fruto de una llamada inesperada de un cliente que pidió una transacción económica específica pero extraña. La empresa se dio cuenta por casualidad de que podía montar una unidad que se ocupara exclusivamente de estas transacciones, ya que eran muy rentables, y pronto llegó a dominar sus actividades. Los directores se desplazaron por todo el mundo para reunirse con sus iguales; Barcelona, Hong Kong, etc. Muchísimos kilómetros para muchísima verborrea. Huelga decir que solían verse privados de las horas necesarias de sueño. Ser ejecutivo no exige tener unos lóbulos frontales muy desarrollados, sino más bien una combinación de carisma, desarrollados, sino más bien una combinación de carisma, capacidad para aguantar el aburrimiento y la habilidad para cumplir superficialmente unos programas agobiantes. Añádase a estas tareas la «obligación» de asistir a representaciones de ópera. Naturalmente, en esas reuniones los directores se dedicaban a intercambiar ideas sobre el futuro a medio plazo: querían tener «visión». Pero luego se produjo un suceso que no figuraba en el anterior plan quinquenal: el Cisne Negro del impago de los rusos en 1998 y la consiguiente caída bursátil en los mercados de la deuda latinoamericanos. Tuvo tal efecto en la empresa que, pese a que ésta aplicaba una estricta política de empleo respecto a los directores, ninguno de ellos seguía trabajando allí después de haber esbozado el plan quinquenal de 1998. Y, sin embargo, estoy seguro de que quienes los sustituyeron se siguen reuniendo hoy para trabajar en el próximo «plan quinquenal». No aprendemos nunca. Descubrimientos inesperados El descubrimiento de la arrogancia epistémica humana, como veíamos en el capítulo anterior, fue supuestamente inesperado. Pero también lo fueron muchos otros descubrimientos. Muchos más de los que pensamos. El modelo clásico de descubrimiento es el siguiente: se busca lo que se conoce (por ejemplo, una nueva ruta para llegar a las Indias) y se encuentra algo cuya existencia se ignoraba Indias) y se encuentra algo cuya existencia se ignoraba (América). Si cree el lector que los inventos que tenemos a nuestro alrededor proceden de alguien sentado en un cubículo que va mezclando elementos como nunca antes se habían mezclado y sigue un horario fijo, piense de nuevo: casi todo lo actual es fruto de la serendipidad, un hallazgo fortuito ocurrido mientras se iba en busca de otra cosa. El término «serendipidad» [serendipity] lo acuñó en una carta el escritor Hugh Walpole, quien a su vez lo tomó de un cuento de hadas, «Los tres príncipes de Serendip». Estos príncipes «no dejaban de hacer descubrimientos, por azar o por su sagacidad, de cosas que no estaban buscando». En otras palabras, encontramos algo que no estábamos buscando y que cambia el mundo; y una vez descubierto, nos preguntamos por qué «se tardó tanto» en llegar a algo tan evidente. Cuando se inventó la rueda no había ningún periodista presente, pero apuesto cualquier cosa a que las personas implicadas no se embarcaron en el proyecto de inventarla (ese gran motor del crecimiento) y luego fabricarla siguiendo un calendario, Y lo mismo ocurre con la mayoría de los inventos. Sir Francis Bacon decía que los avances más importantes son los menos predecibles, aquellos que se sitúan «fuera del sendero de la imaginación». Bacon no fue el último intelectual en señalar tal idea, que sigue apareciendo, aunque para desvanecerse enseguida. Hace casi medio siglo, el novelista de grandes éxitos Arthur Koestler escribió todo un libro sobre ello, con el muy apropiado título de Los sonámbulos. Describe a los inventores como sonámbulos que tropiezan con los resultados y no se percatan de lo que tienen en las manos. Creemos que la importancia de los descubrimientos de Copérnico sobre los movimientos de los planetas era evidente para él y sus contemporáneos; pero llevaba muerto setenta y cinco años cuando las autoridades empezaron a sentirse molestas. Asimismo, pensamos que Galileo fue víctima de la misma ciencia; sin embargo, la Iglesia nunca lo tomó demasiado en serio. Al parecer fue el propio Galileo quien organizó el alboroto al levantar la perdiz. A finales del año en que Darwin y Wallace expusieron sus artículos sobre la evolución por selección natural que cambiaron nuestra visión del mundo, el presidente de la sociedad linneana, donde se presentaron los artículos, anunciaba que la sociedad no veía en ellos «ningún descubrimiento asombroso», nada concreto que pudiera revolucionar la ciencia. Cuando nos llega el turno de predecir, nos olvidamos de la impredecibilidad. Por eso las personas que leen estas líneas e ideas semejantes, aunque estén completamente de acuerdo con ellas, son incapaces de tenerlas en cuenta cuando piensan sobre el futuro. Tomemos un ejemplo espectacular de descubrimiento por serendipidad. Alexander Fleming estaba limpiando su laboratorio cuando observó que el moho de penicilio había contaminado uno de sus viejos experimentos. De ahí dedujo las propiedades antibacterianas de la penicilina, la razón de que muchos de nosotros sigamos vivos (incluido yo mismo, como decía en el capítulo 8, ya que la fiebre tifoidea suele ser fatal cuando no se capítulo 8, ya que la fiebre tifoidea suele ser fatal cuando no se trata). Es verdad que Fleming buscaba «algo», pero el descubrimiento en sí fue fruto de la serendipidad. Además, aunque desde la perspectiva que da la distancia su descubrimiento parece trascendental, pasó mucho tiempo hasta que los responsables de la sanidad se dieran cuenta de la importancia de lo que tenían entre manos. Hasta el propio Fleming perdió la fe en su idea antes de que fuera considerada de nuevo. En 1965 dos radioastrónomos de Bell Labs de Nueva Jersey que estaban montando una gran antena se sintieron sorprendidos por un ruido de fondo, un siseo, como la interferencia que se oye cuando la recepción es mala. No podían eliminar el ruido, ni siquiera después de limpiar los excrementos de pájaro que había en la pantalla, pues estaban convencidos de que la caca de pájaro era la responsable del ruido. Tardaron un rato en averiguar que lo que estaban oyendo era el rastro del nacimiento del universo, la radiación cósmica de fondo de microondas. Este descubrimiento alentó de nuevo la teoría del big bang, una idea que antes habían postulado otros investigadores con escasa fortuna. En el sitio web de Bell Labs encontré los siguientes comentarios sobre cómo ese «descubrimiento» constituyó uno de los mayores avances del siglo: Dan Stanzione, por entonces presidente de Bell Labs y oficial jefe de operaciones de Lucent cuando se jubiló Penzias [uno de los radioastrónomos implicados en el descubrimiento], dijo que Penzias «encarna la creatividad y la excelencia técnica que constituyen el sello distintivo de Bell Labs». Aseguró que era una figura del Renacimiento, un hombre que «amplió nuestra frágil comprensión de la creación y avanzó las fronteras de la ciencia en muchas áreas importantes». ¡Dichoso Renacimiento! Los dos tipos buscaban caca de pájaro. No sólo no buscaban nada remotamente parecido a la prueba del big bang, sino que, como suele ocurrir en estos casos, no vieron de inmediato la importancia de su descubrimiento. Lamentablemente, al físico Ralph Alpher, la persona que inicialmente concibió la idea, en un artículo del que era coautor junto con los pesos pesados George Gamow y Hans Bethe, le sorprendió que The New York Times recogiera el descubrimiento, En realidad, en los lánguidos artículos en que se postulaba el nacimiento del universo, los científicos dudaban de si aquel tipo de radiación se podría medir en algún momento. Como tan a menudo ocurre en los descubrimientos, quienes buscaban pruebas no las encontraron; quienes no las buscaban las hallaron, y fueron aclamados como descubridores. Nos encontramos ante una paradoja. No sólo ocurre que, en general, quienes predicen no han conseguido prever los cambios drásticos fruto de descubrimientos impredecibles, sino que el cambio incremental ha resultado ser en general más lento de lo que los previsores esperaban. Cuando aparece una nueva tecnología, o subestimamos burdamente su importancia o la sobreestimamos gravemente. Thomas Watson, fundador de IBM, predijo en cierta ocasión que sólo necesitaríamos un puñado de ordenadores. El hecho de que el lector probablemente esté leyendo estas líneas no en una pantalla, sino en las páginas de este artilugio anacrónico, el libro, parecerá una aberración a ciertos expertos de la «revolución digital». Que las lea en un inglés, francés, español o swahili arcaicos, descuidados e incoherentes, y no en esperanto, desafía las predicciones de hace medio siglo de que el mundo pronto se comunicaría en una lingua franca lógica, no ambigua y de diseño platónico. Asimismo, no pasamos largos fines de semana en naves espaciales como se preveía universalmente hace treinta años. En un ejemplo de arrogancia empresarial, después del primer alunizaje, la hoy desaparecida compañía aérea Pan Am reservó pasajes para viajes de ida y vuelta entre la Tierra y la Luna. Bonita previsión, con la salvedad de que la compañía no supo prever que desaparecería como tal no mucho después. Una solución a la espera de un problema Los ingenieros tienden a desarrollar herramientas por el placer de desarrollarlas, no para inducir a la naturaleza a que desvele sus secretos. Ocurre también que algunas de estas herramientas nos traen más conocimientos; debido al efecto de las pruebas silenciosas, nos olvidamos de las herramientas que tan sólo consiguieron que los ingenieros no vagaran por las calles. Las herramientas llevan a descubrimientos inesperados, los cuales herramientas llevan a descubrimientos inesperados, los cuales llevan a su vez a otros descubrimientos inesperados. Pero rara vez parece que nuestras herramientas funcionen como se esperaba que lo hicieran, sino que es el gusto y el placer del ingeniero por construir juguetes y máquinas lo que contribuye al incremento de nuestros conocimientos. El conocimiento no progresa a partir de las herramientas diseñadas para verificar o respaldar teorías, sino todo lo contrario. No se construyó el ordenador para que nos permitiera desarrollar unas matemáticas nuevas, visuales y geométricas, sino con algún otro objetivo. Resultó que nos permite descubrir objetos matemáticos que pocas personas se preocupaban de buscar. Tampoco se inventó para poder chatear con nuestros amigos de Siberia, pero ha hecho que nazcan relaciones a larga distancia. Como ensayista, puedo garantizar que Internet me ha ayudado a extender mis ideas sorteando a los periodistas. Pero éste no era el propósito que dijo tener su diseñador militar. El láser es un ejemplo perfecto de herramienta fabricada con un propósito concreto (en realidad, sin propósito alguno), que luego encontró aplicaciones en las que en su momento ni siquiera se soñó. Era la típica «solución que busca un problema». Entre sus primeras aplicaciones estuvo la de coser las retinas desprendidas. Medio siglo después, The Economist preguntaba a Charles Townes, presunto inventor del láser, si había pensado en las retinas. No lo había hecho. Estaba cumpliendo su deseo de separar los haces de luz, y eso fue todo. De hecho, sus colegas se burlaron un poco por la irrelevancia de su descubrimiento. Pero consideremos ahora los efectos del rayo láser en el mundo que nos rodea: discos compactos, correcciones oculares, microcirugía, almacenamiento y disposición de datos, todas ellas aplicaciones imprevistas de la tecnología.33 Construimos juguetes. Algunos de ellos cambian el mundo. Seguir investigando En el verano de 2005, estaba yo invitado por una empresa de biotecnología de California que se había encontrado con un éxito desmedido. Fui recibido con camisetas y pins en los que aparecía una imponente curva de campana y el anuncio de la formación del Club de las Colas Gruesas («cola gruesa» es el término técnico que equivale a Cisnes Negros). Era mi primer encuentro con una empresa que vivía a costa de los Cisnes Negros de tipo positivo. Me dijeron que dirigía la empresa un científico, quien, como tal, tenía el instinto de dejar que los científicos buscaran por donde su instinto los llevara. La comercialización venía después. Mis anfitriones, científicos en el fondo, entendían que la investigación implica un elevado grado de serendipidad, la cual puede compensar mucho, siempre que uno sepa hasta qué punto se puede basar el negocio en la serendipidad y estructurarlo en torno a este hecho. El Viagra, que cambió las perspectivas mentales y las costumbres sociales de los varones jubilados, se concibió como fármaco contra la hipertensión. Otro fármaco contra la hipertensión se tradujo en un medicamento para estimular el crecimiento del cabello. Mi amigo Bruce Goldberg, que sabe de aleatoriedad, llama «esquinas» a estas aplicaciones secundarias no intencionadas. Mientras muchos se preocupan por las consecuencias no previstas, éstas son lo que mejor sienta a los aventureros de la tecnología. Aquella empresa parecía seguir implícita, aunque no explícitamente, el dicho de Louis Pasteur sobre la creación de la suerte mediante la simple exposición. «La suerte sonríe a los dispuestos», dijo Pasteur; y al igual que todos los grandes descubridores, él sabía bastante sobre los descubrimientos accidentales. La mejor forma de conseguir una exposición máxima es seguir investigando, reunir oportunidades (hablaré de ello más adelante). Prever la divulgación de una tecnología implica prever un elevado grado de modas pasajeras y de contagio social, que se sitúan fuera de la utilidad objetiva de la propia tecnología (suponiendo que exista algo que se pueda denominar utilidad objetiva). ¡Cuántas ideas sumamente útiles han acabado en el cementerio, por ejemplo la de la Segway, una motocicleta que, según se profetizó, iba a cambiar la morfología de las ciudades! Mientras rumiaba estas líneas, en el quiosco de un aeropuerto observé la cubierta de la revista Time, en la que se anunciaban los «inventos significativos» del año. Parecía que esos inventos eran significativos para la fecha en que fue editada la revista, o tal vez para un par de semanas después. Los periodistas pueden tal vez para un par de semanas después. Los periodistas pueden enseñarnos a no aprender. Cómo predecir nuestras predicciones Esto nos lleva al ataque de sir Doktor Karl Raimund Popper al historicismo. Como decía en el capítulo 5, ésta fue su idea más importante, pero sigue siendo la más desconocida. La gente que no conoce su obra tiende a centrarse en la falsación popperiana, que trata de la verificación o no verificación de las afirmaciones. Este hecho oscurece la que era la idea central del filósofo: hizo del escepticismo un método, hizo del escéptico alguien constructivo. Del mismo modo que Karl Marx escribió, con gran irritación, una diatriba llamada La miseria de la filosofía como respuesta a La filosofía de la miseria de Proudhon, Popper, irritado por algunos de los filósofos de su tiempo que creían en la interpretación científica de la historia, escribió, siguiendo con los juegos de palabras, La miseria del historicismo (que en inglés se tradujo como La pobreza del historicismo)34 La teoría de Popper se refiere a las limitaciones en la previsión de los acontecimientos históricos y a la necesidad de rebajar disciplinas «blandas» como la historia y la ciencia social a un nivel levemente por encima de la estética y el entretenimiento, como el coleccionismo de mariposas o monedas. (Popper, que había recibido una educación vienesa clásica, no llegó tan lejos; yo sí. Soy de Amioun.) Lo que aquí llamamos ciencias históricas blandas son los estudios dependientes de la narrativa. La tesis central de Popper es que, para predecir los sucesos históricos, es necesario predecir la innovación tecnológica, algo en sí mismo fundamentalmente impredecible. ¿«Fundamentalmente» impredecible? Explicaré a qué se refiere empleando un esquema moderno. Consideremos la siguiente propiedad del conocimiento: si esperamos saber con certeza mañana que nuestro novio nos ha estado engañando, entonces hoy sabemos con certeza que nuestro novio nos está engañando y pasaremos a la acción hoy y, por ejemplo, con un par de tijeras y con todo el enfado posible le cortaremos por la mitad todas sus corbatas de Ferragamo. No nos diremos: «Esto es lo que averiguaré mañana, pero hoy es distinto, de modo que voy a ignorar la información y disfrutar de la cena». Esta idea se puede generalizar a todas las formas de conocimiento. De hecho, en estadística hay una ley llamada la ley de expectativas iteradas, que aquí esbozo en su forma más fuerte: si espero esperar algo en una fecha futura, entonces ya espero algo ahora. Pensemos de nuevo en la rueda. Si somos un pensador histórico de la Edad de Piedra al que se le pide que prediga el futuro en un informe exhaustivo para el planificador jefe tribal, debemos proyectar el invento de la rueda, de lo contrario nos perderemos prácticamente toda la acción. Ahora bien, si podemos profetizar la invención de la rueda, ya sabemos qué aspecto tiene ésta y, por consiguiente, sabemos cómo aspecto tiene ésta y, por consiguiente, sabemos cómo construirla, así que ya estamos en el buen camino. Al Cisne Negro hay que preverlo. Pero existe una forma más débil de esta ley del conocimiento iterado. Se puede formular como sigue: para entender el futuro hasta el punto de ser capaz de predecirlo, uno necesita incorporar elementos de ese mismo futuro. Si sabemos del descubrimiento que vamos a realizar en el futuro, entonces ya casi lo hemos hecho. Supongamos que somos un reputado estudioso del Departamento de Predicciones de la Universidad Medieval, especialista en la proyección de la historia futura (en nuestro caso, el remoto siglo XX). Deberíamos dar con la invención de la máquina de vapor, la electricidad, la bomba atómica e Internet, además de con la introducción del masaje en los aviones y esa extraña actividad llamada reunión de negocios, en la que unos hombres bien alimentados, pero sedentarios, dificultan voluntariamente su circulación sanguínea con un caro artilugio al que llaman corbata. Esta incapacidad no es trivial. El mero conocimiento de que se ha inventado algo a menudo conduce a una serie de inventos de naturaleza similar, pese a que no se haya divulgado ni el menor detalle del primer invento (no hay necesidad de encontrar a los espías para colgarlos en la plaza pública). En matemáticas, una vez que se anuncia la demostración de algún teorema arcano, frecuentemente somos testigos de la proliferación de demostraciones similares salidas de ninguna parte, con alguna que otra acusación de filtraciones y plagio. Es posible que no exista plagio: la información de que existe la solución es en sí misma gran parte de la solución. Por la misma lógica, no nos es fácil concebir los inventos futuros (si lo fuera, ya se habrían inventado). El día en que seamos capaces de prever los inventos, viviremos en un estado en el que todo lo concebible se habrá inventado. Esta situación nos trae a la memoria esa historia apócrifa de 1899 según la cual el presidente de la oficina de patentes de Estados Unidos dimitió porque consideró que ya no quedaba nada por descubrir, excepto que en aquel día la dimisión estaría justificada.35 Popper no fue el primero en buscar los límites de nuestro conocimiento. En Alemania, en los últimos años del siglo XIX, Emil du Bois-Reymond sostenía que ignoramus et ignorabimus, somos ignorantes y lo seguiremos siendo. De un modo u otro, sus ideas cayeron en el olvido. Pero no antes de provocar una reacción: el matemático David Hilbert se dispuso a desafiarle con la elaboración de un listado de problemas que los matemáticos tendrían que resolver a lo largo del siglo siguiente. También Du Bois-Reymond estaba equivocado. Ni siquiera sabemos comprender bien lo no conocible. Pensemos en las afirmaciones que hacemos sobre cosas que nunca llegaremos a saber: con toda seguridad subestimamos qué conocimientos es posible que adquiramos en el futuro. Auguste Comte, fundador de la escuela positivista, a la que (injustamente) se acusa de pretender convertir en ciencia todo lo que está a la vista, declaró que la humanidad ignoraría siempre la composición química de las estrellas fijas. Pero, como señala Charles Sanders Pierce, las estrellas fijas. Pero, como señala Charles Sanders Pierce, «apenas se había secado la tinta en el papel impreso cuando se descubrió el espectroscopio, y ocurrió que aquello que él consideraba absolutamente imposible de conocer estaba a punto de formularse con certeza». Paradójicamente, otras proyecciones de Comte referentes a lo que llegaríamos a descubrir sobre el funcionamiento de la sociedad eran burda, y peligrosamente, exageradas. Suponía que la sociedad era como un reloj que nos desvelaría sus secretos. Resumiré mis ideas en este punto: la predicción exige saber de las tecnologías que se descubrirán en el futuro. Pero este mismo conocimiento nos permitiría, casi de forma automática, empezar a desarrollar directamente esas tecnologías. Ergo, no sabemos lo que sabremos. Algunos podrían decir que, tal como está formulada, la argumentación parece obvia, que siempre pensamos que hemos alcanzado el conocimiento definitivo; pero no nos damos cuenta de que esas sociedades pasadas de las que nos reímos pensaban lo mismo. Mi razonamiento es trivial, entonces ¿por qué no lo tenemos en cuenta? La respuesta está en una patología de la naturaleza humana. ¿Recuerda el lector los debates psicológicos sobre las asimetrías en la percepción de las destrezas que expuse en el capítulo anterior? Vemos los fallos en los demás, pero no los nuestros. Una vez más parece que funcionamos a la perfección como máquinas del autoengaño. El profesor Henri Poincaré La enésima bola de billar Generalmente se considera que Henri Poincaré, pese a su fama, fue un pensador científico infravalorado, debido a que pasó casi un siglo hasta que sus ideas fueron apreciadas. Tal vez fuera el último gran matemático pensador (o posiblemente al revés, un pensador matemático). Cuando veo una camiseta con el icono moderno de Albert Einstein, no puedo evitar pensar en Poincaré: Einstein es merecedor de nuestra reverencia, pero ha desplazado a muchos otros que también la merecen. Hay poco espacio en nuestra conciencia; estamos siempre ante lo de «el ganador se lo lleva todo». Decoro al estilo Tercera República Una vez más, Poincaré ocupa su propio lugar en la historia. Recuerdo que mi padre me recomendaba sus ensayos, no sólo por su contenido científico, sino por la extraordinaria calidad de su prosa. El gran maestro escribió esas maravillas como artículos en serie y las compuso como discursos extemporáneos. Como ocurre con toda obra maestra, hay en ellas una mezcla de repeticiones, digresiones y técnicas que un editor del estilo «yo también» y de mente predispuesta condenaría; pero todo ello hace que su texto sea aún más legible, gracias a su férrea coherencia de pensamiento. A sus treinta y tantos años, Poincaré se convirtió en un prolífico ensayista. Parecía tener prisa: de hecho murió prematuramente, a los cincuenta y ocho años. Era tal la urgencia que lo acosaba que ni se preocupaba de corregir los errores tipográficos y gramaticales de sus textos, ni siquiera cuando los veía, pues consideraba que hacerlo era un flagrante desperdicio de su tiempo. Ya no existen genios de ese tipo, o ya no les dejan escribir a su manera. La reputación de Poincaré como pensador menguó rápidamente después de su muerte. La idea que nos ocupa tardó casi un siglo en resurgir, aunque presentada de otra forma. Sin duda cometí un gran error al no leer sus ensayos con detenimiento cuando era joven, pues en su magistral La science et l'hypothese, que descubrí más tarde, menosprecia airadamente el uso de la curva de campana. airadamente el uso de la curva de campana. Repetiré que Poincaré fue un auténtico filósofo de la ciencia: su actitud filosofante provenía del hecho de haber sido testigo de los límites de dicha materia, que es de lo que se ocupa la filosofía. Me encanta fastidiar a los intelectuales franceses diciéndoles que Poincaré es el filósofo francés que prefiero. «¿Filósofo él? ¿A qué se refiere, monsieur» Siempre resulta frustrante explicar a la gente que los pensadores a los que colocan sobre el pedestal, como Henri Bergson o Jean-Paul Sartre, son en gran medida resultado de las modas, y que no se pueden comparar a Poincaré en lo que se refiere a la auténtica influencia que perdurará en los siglos venideros. De hecho, hay aquí un escándalo de predicción, ya que es el Ministerio de Educación Nacional francés quien decide quién es filósofo y qué filósofos hay que estudiar. Observo la fotografía de Poincaré. Era un caballero patricio de la Tercera República francesa, de formación sólida y que impresionaba por su barba y su corpulencia; un hombre que vivió y respiró la ciencia general, profundizó en su materia y dominó una asombrosa amplitud de conocimientos. Formaba parte de la clase de mandarines que ganaron respetabilidad a finales del siglo XIX: de clase media alta, con poder pero no exageradamente ricos. Su padre era médico y profesor de medicina; su tío, un destacado científico y administrador; y su primo Raymond llegó a presidente de la República. Era la época en que los nietos de hombres de negocios y ricos terratenientes se decantaban por profesiones intelectuales. Sin embargo, me cuesta mucho imaginarlo en una camiseta, o sacando la lengua como hace Einstein en esa conocida fotografía. Hay en él algo que nada tiene de juguetón, una dignidad al estilo de la Tercera República. En su época, todo el mundo pensaba que era el rey de las matemáticas y de la ciencia, excepto, naturalmente, algunos matemáticos de miras estrechas como Charles Hermite, que lo consideraban demasiado intuitivo, demasiado intelectual o demasiado «gesticulante». Cuando los matemáticos tachan a alguien de «gesticulante», significa que esa persona tiene: a) perspicacia, b) realismo, c) algo que decir, y que d) está en lo cierto, porque eso es lo que los críticos dicen cuando no encuentran nada más negativo. Un movimiento de cabeza de Poincaré impulsaba o frustraba toda una carrera. Muchos sostienen que fue él quien descubrió la relatividad, antes que Einstein —y que éste tomo de él la idea—, pero que no hizo por ello aspaviento alguno. Tales afirmaciones las hacen, claro está, los franceses, pero parece que existe cierta confirmación por parte del amigo y biógrafo de Einstein, Abraham Pais. Poincaré era demasiado aristocrático, tanto por sus orígenes como por su porte, para litigar sobre la propiedad de un descubrimiento. Poincaré ocupa un lugar fundamental en este capítulo porque vivió en una época en que se había producido un progreso intelectual extremadamente rápido en los campos de la predicción (pensemos en la mecánica celestial). La revolución científica nos llevó a pensar que teníamos las herramientas que nos permitirían agarrar el futuro. Se había terminado la nos permitirían agarrar el futuro. Se había terminado la incertidumbre. El universo era como un reloj y, con el estudio de sus piezas, podríamos hacer proyecciones hacia el futuro. Sólo era preciso representar por escrito los modelos correctos y que los ingenieros hicieran los cálculos. El futuro no era más que la mera prolongación de nuestras certezas tecnológicas. El problema de los tres cuerpos Poincaré fue el primer matemático de renombre que comprendió y explicó que en nuestras ecuaciones hay unos límites naturales. Introdujo las no linealidades, pequeños efectos que pueden conducir a graves consecuencias, una idea que después se hizo popular, tal vez demasiado popular, como teoría del caos. ¿Qué tiene de ponzoñoso esta popularidad? La tesis de Poincaré se refiere exclusivamente a los límites que las no linealidades imponen a la predicción; no son una invitación a utilizar las técnicas matemáticas para hacer predicciones amplias. Las matemáticas nos pueden mostrar con mucha claridad sus propios límites. Hay (como de costumbre) en esta teoría algo inesperado. Poincaré aceptó inicialmente participar en un concurso que organizó el matemático Gósta Mittag-Leffer para celebrar el sesenta aniversario del rey Oscar de Suecia. La memoria de Poincaré, que versaba sobre la estabilidad del sistema solar, ganó el premio, que por entonces representaba el mayor honor científico (eran los felices tiempos anteriores a los premios científico (eran los felices tiempos anteriores a los premios Nobel). Sin embargo, surgió un problema cuando un corrector matemático, al comprobar la memoria antes de su publicación, se dio cuenta de que había un error de cálculo que, tras ser considerado, llevaba a la conclusión contraria: la impredecibilidad o, más técnicamente, la no integrabilidad. Discretamente se retiró la memoria y se reeditó un año después. El razonamiento de Poincaré era simple: cuando se proyecta hacia el futuro se necesita un grado creciente de precisión sobre la dinámica del proceso que se está modelando, ya que el índice de error crece rápidamente. El problema es que no se puede establecer esa precisión ajustada, porque la degradación de la predicción se acrecienta bruscamente: al final tendríamos que calcular el pasado con una precisión infinita. Poincaré demostró todo esto con un ejemplo muy sencillo, ampliamente conocido como el «problema de los tres cuerpos». Si en un sistema solar sólo tenemos dos planetas, sin nada más que afecte a su curso, entonces se puede predecir indefinidamente el comportamiento de ambos planetas sin ningún problema. Pero añadamos un tercer cuerpo entre los planetas, por ejemplo un cometa, muchísimo más pequeño. Inicialmente, el tercer cuerpo no producirá ningún movimiento, no tendrá efecto alguno; después, con el tiempo, sus efectos sobre los otros dos cuerpos pueden ser explosivos. Pequeñas diferencias en la situación de ese diminuto cuerpo al final determinarán el futuro de los grandes y poderosos planetas. La explosiva dificultad de la predicción se debe a que los mecanismos se complican, aunque sea un poco. Nuestro mundo, mecanismos se complican, aunque sea un poco. Nuestro mundo, lamentablemente, es mucho más complicado que el problema de los tres cuerpos: contiene mucho más que esos tres objetos. Estamos ante lo que hoy se llama un sistema dinámico; y el mundo, como veremos, es un sistema demasiado dinámico. Imaginemos la dificultad de predecir como si se tratara de las ramas que brotan de un árbol: en cada horqueta tenemos una multiplicación de nuevas ramas. Para entender cómo es posible que nuestras intuiciones sobre esos efectos multiplicadores no lineales sean más bien débiles, consideremos la siguiente historia sobre el tablero de ajedrez. Su inventor exigió la siguiente recompensa: un grano de arroz por el primer cuadro, dos por el segundo, cuatro por el tercero, ocho, luego dieciséis, y así sucesivamente, doblando siempre la cantidad anterior, hasta llegar al cuadro sesenta y cuatro. El rey le garantizó que le retribuiría como pedía, creyendo que el inventor solicitaba una miseria; pero pronto se dio cuenta de que había sido burlado. Tal cantidad de arroz excedía a cualquier posible reserva. Figura 2. Un lector de mi manuscrito original, David Cowa, tuvo la amabilidad de dibujar esta imagen de la dispersión, que muestra como, en el segundo rebote, las variaciones en las condiciones iniciales pueden llevar a resultados extremadamente divergentes. La imprecisión inicial en el ángulo se multiplica, de ahí que cada rebote adicional se magnifique aún más. Esto provoca un grave efecto multiplicador donde el error crece de forma desproporcionada. La dificultad multiplicativa que lleva a la necesidad de una precisión cada vez mayor en los supuestos se puede ilustrar con el siguiente ejercicio sencillo, referente a la predicción de los movimientos de las bolas de billar sobre la mesa. Empleo el ejemplo tal como lo computó el matemático Michael Berry. Si ejemplo tal como lo computó el matemático Michael Berry. Si conocemos un conjunto de parámetros básicos sobre la bola en reposo y calculamos la resistencia de la mesa (algo muy elemental) junto con la fuerza del impacto, entonces es bastante fácil predecir qué ocurrirá con el primer golpe. El segundo impacto resulta más complicado, pero también se puede calcular: hay que poner mayor cuidado en nuestro conocimiento de los estados iniciales, y se requiere mayor precisión. El problema es que para computar correctamente el noveno impacto, debemos tener en cuenta el tirón gravitacional de alguien que esté de pie junto a la mesa (los cálculos de Berry utilizan un peso de menos de 75 kilos). Y para computar el impacto cincuenta y seis, cada una de las partículas elementales del universo debe estar presente en nuestros supuestos. Un electrón que se encuentre en el límite del universo, a diez mil millones de años luz de nuestra planeta, debe figurar en los cálculos, pues ejerce un efecto significativo en los resultados. Ahora bien, pensemos en la carga adicional que supone tener que incorporar predicciones sobre dónde estarán estas variables en el futuro. Predecir el movimiento de una bola sobre una mesa de billar exige conocer la dinámica de todo el universo, hasta el último de los átomos. Podemos predecir fácilmente los movimientos de grandes objetos, como los planetas (aunque sin adentrarnos mucho en el futuro), pero los entes más pequeños pueden ser difíciles de entender, y además son mucho más numerosos que los grandes. Observemos que esta historia de las bolas de billar da por supuesto un mundo simple y llano; ni siquiera tiene en cuenta supuesto un mundo simple y llano; ni siquiera tiene en cuenta esos peligrosos asuntos sociales que el libre albedrío posiblemente conlleva. Las bolas de billar no tienen mente propia. Nuestro ejemplo tampoco tiene en cuenta la relatividad y los efectos cuánticos. Además, no hemos empleado la idea (que los farsantes suelen invocar) llamada «principio de incertidumbre». No nos ocupamos de las limitaciones de la precisión en las mediciones realizadas a nivel subatómico. Sólo nos ocupamos de las bolas de billar. En un sistema dinámico, donde consideramos algo más que una bola en sí misma y donde las trayectorias dependen en cierto sentido unas de otras, la capacidad para proyectar en el futuro no sólo se reduce, sino que queda sometida a una limitación fundamental. Poincaré defendía que sólo podemos trabajar con asuntos cualitativos: se puede hablar de alguna propiedad de los sistemas, pero no podemos computarla. Podemos pensar con rigor, pero no podemos emplear números. Poincaré llegó a inventar un campo para este fenómeno, el análisis in situ, que hoy forma parte de la topología. La predicción y la previsión son un asunto más complicado de lo que se suele aceptar, pero sólo alguien que sepa de matemáticas puede entenderlo. Aceptarlo exige a la vez comprensión y coraje. En la década de 1960, el meteorólogo del MIT Edward Lorenz redescubrió por sí mismo lo que Poincaré había deducido, y una vez más, fue un descubrimiento casual. Estaba elaborando un modelo informático de la dinámica del tiempo climático, para lo cual realizó una simulación en que se proyectaba un sistema climático a unos cuantos días por delante. Luego intentó repetir la simulación con el mismo modelo y con lo que creía que eran los mismos parámetros de input, pero obtuvo unos resultados completamente distintos. Inicialmente lo atribuyó a un problema informático o a un error de cálculo. En aquellos días, los ordenadores eran unas máquinas pesadas y lentas que en nada se parecían a las que hoy tenemos, de modo que los usuarios estaban muy limitados por el tiempo. Posteriormente, Lorenz se dio cuenta de que tales divergencias no eran fruto del error, sino de un pequeño redondeo en los parámetros del input. Tal fenómeno vino a conocerse como el efecto mariposa, pues una mariposa que moviera sus alas en la India podría causar un huracán en Nueva York dos años después. Los descubrimientos de Lorenz despertaron el interés por el campo de la teoría del caos. Naturalmente, los investigadores encontraron antecedentes del descubrimiento de Lorenz, no sólo en la obra de Poincaré, sino también en la del perspicaz e intuitivo Jacques Hadamard, que pensaba en lo mismo en torno a 1898, y luego siguió viviendo casi otros setenta años: murió a los noventa y ocho.36 Siguen ignorando a Hayek Los hallazgos de Popper y de Poincaré limitan nuestra capacidad para ver en el futuro, haciendo de éste un reflejo muy complicado del pasado, si es que existe tal reflejo. Una sólida aplicación al mundo social procede de un amigo de sir Karl aplicación al mundo social procede de un amigo de sir Karl Popper, el economista intuitivo Friedrich Hayek. Hayek es uno de los pocos miembros célebres de su «profesión» (junto con J. M. Keynes y G. L. S. Shackle) que se centra en la auténtica incertidumbre, en las limitaciones del conocimiento, es decir, en los libros no leídos de la biblioteca de Eco. En 1974 recibió el Premio del Banco de Suecia en Ciencias Económicas a la Memoria de Alfred Nobel, pero si se lee su discurso de aceptación, uno se queda un tanto sorprendido. Se titula, significativamente, «La ficción del conocimiento», y en él habla de otros economistas y de la idea del planificador. Hayek criticaba el uso de las herramientas características de la ciencia pura en las ciencias sociales, y lo hacía de forma deprimente, justo antes de la gran eclosión de tales métodos en economía. Posteriormente, el extendido uso de complicadas ecuaciones hizo que el medio en que se mueven los pensadores empíricos fuese peor que de lo que era antes del discurso de Hayek. Todos los años aparece un artículo o un libro cuyos autores se lamentan del sino de la economía y sus intentos por imitar la física. El último que he leído dice que los economistas deberían aspirar al papel de modestos filósofos y no al de grandes sacerdotes. Pero son recomendaciones que entran por una oreja y salen por la otra. Para Hayek, una auténtica previsión se hace orgánicamente por medio de un sistema, no por decreto. Una única institución, por ejemplo, el planificador central, no puede agregar los conocimientos precisos: faltarán muchos fragmentos importantes de información. Pero la sociedad en su conjunto podrá integrar en su funcionamiento estas múltiples piezas de información. La sociedad como totalidad piensa fuera de lo establecido. Hayek atacaba el socialismo y gestionaba la economía como un producto de lo que yo he llamado conocimiento del estudioso obsesivo o platonicidad: debido al crecimiento del conocimiento científico, sobreestimamos nuestra capacidad para entender los sutiles cambios que acontecen en el mundo, así como la importancia que hay que dar a cada uno de ellos. Hayek llamó acertadamente a este fenómeno «cientifismo». Esta dolencia está gravemente integrada en nuestras instituciones, motivo por el cual temo tanto a los gobiernos como a las grandes empresas (resulta difícil distinguir entre unos y otras). Los gobiernos hacen previsiones y las empresas realizan proyecciones; todos los años, diversos analistas proyectan el nivel de los tipos de interés de las hipotecas y el estado de la Bolsa para el final del año siguiente. Las empresas sobreviven no porque hayan hecho buenas previsiones, sino porque, al igual que los directores ejecutivos que visitaban Wharton de los que hablé antes, es posible que hayan tenido suerte. Y, como le ocurre al propietario de un restaurante, es posible que se hagan daño a sí mismas, pero no a nosotros: quizá nos ayudan y subvencionan nuestro consumo mediante el regalo de ciertos bienes, como las llamadas telefónicas baratas al resto del mundo financiadas mediante la inversión exagerada en la era del punto com. Los consumidores podemos dejar que prevean todo lo que quieran si eso es lo que necesitan para trabajar. Dejemos que quieran si eso es lo que necesitan para trabajar. Dejemos que sean ellas mismas las que se cuelguen si así lo desean. En realidad, como decía en el capítulo 8, los neoyorquinos nos beneficiamos de la quijotesca y exagerada confianza de las grandes empresas y de los empresarios de la restauración. Éste es el beneficio del capitalismo del que la gente menos habla. Pero las empresas pueden quebrar cuantas veces quieran, ya que subvencionando a los consumidores transfieren su riqueza a nuestro bolsillo; cuantas más bancarrotas haya, mejor para nosotros. El Estado es algo más serio, y debemos asegurarnos de que no corremos con los gastos de su locura. Como individuos, nos debería encantar el libre mercado, porque quienes operan en él pueden ser tan incompetentes como quieran. La única crítica que se le puede hacer a Hayek es que establece una distinción tajante de carácter cualitativo entre las ciencias sociales y la física. Demuestra que los métodos de la física no se trasladan a sus hermanos de la ciencia social, y culpa de ello a la mentalidad de orientación ingenierística. Pero Hayek escribía en un momento en que la física, la reina de la ciencia, parecía que pasaba como un bólido por nuestro mundo. Resulta que hasta las ciencias naturales son mucho más complicadas que todo esto, Hayek tenía razón en lo referente a las ciencias sociales, así como al confiar en los científicos puros más que en los teóricos sociales; pero lo que dijo sobre la debilidad del conocimiento social se aplica a cualquier conocimiento. A todos sin excepción. ¿Por qué? Porque a partir del problema de la confirmación podemos decir que sabemos muy poco sobre nuestro mundo natural; hacemos publicidad de los libros leídos y nos olvidamos de los no leídos. La física ha tenido éxito, pero no es más que un estrecho campo de la ciencia pura en el que hemos tenido éxito, y la gente tiende a generalizar ese éxito a toda la ciencia. Es preferible llegar a entender mejor el cáncer o el (altamente no lineal) tiempo atmosférico que el origen del universo. Cómo no ser un estudioso obsesivo Profundicemos un poco más en el problema del conocimiento y sigamos con la comparación entre Tony el Gordo y el doctor John del capítulo 9. ¿Los estudiosos entusiastas y maniáticos tunelan, es decir, se centran en categorías escuetas y olvidan las fuentes de la incertidumbre? Recordemos del prólogo la presentación que hacía de la platonificación como un enfoque de arriba abajo en un mundo compuesto de esas escuetas categorías.37 Pensemos en un ratón de biblioteca que decide aprender una lengua nueva. Va a aprender, por ejemplo, serbocroata o cungo leyendo una gramática de cabo a rabo y memorizando las reglas. Tendrá la impresión de que alguna autoridad gramatical superior fijó las normas lingüísticas para que la gente iletrada pudiera después hablar esa lengua. En realidad, las lenguas crecen de forma orgánica; la gramática es algo que personas que no tienen nada más apasionante que hacer en la vida codifican en un libro. nada más apasionante que hacer en la vida codifican en un libro. Si el escolástico va a memorizar las declinaciones, el aplatónico que no sea un estudioso obsesivo adquirirá, digamos, el serbocroata reuniendo potenciales amigas en bares de las afueras de Sarajevo, o hablando con los taxistas, para luego (si es necesario) ajustar las reglas a los conocimientos que ya posee. Pensemos de nuevo en el planificador central. Como ocurre con la lengua, no existe una autoridad gramatical que codifique los sucesos sociales y económicos; pero intentemos convencer al burócrata o al científico social de que es posible que el mundo no quiera seguir sus ecuaciones «científicas». De hecho, los pensadores de la escuela austríaca, a la que Hayek pertenecía, usaban las designaciones de forma tácita o implícita precisamente para aludir a esa parte del conocimiento que no se puede poner por escrito, pero cuya represión debemos evitar. Establecían la distinción que antes veíamos entre «saber cómo» y «saber qué», siendo esta última más escurridiza y dada a la torpeza. Para decirlo con mayor claridad, el platónico va de arriba abajo, es formulaico, de mente cerrada, interesado y de naturaleza mercantil; el aplatónico va de abajo arriba, es de mente abierta, escéptico y empírico. La razón de que haya escogido al gran Platón se hace evidente con el siguiente ejemplo de su pensamiento: Platón pensaba que deberíamos usar ambas manos con la misma destreza. Lo contrario no «tendría sentido». Pensaba que favorecer una extremidad sobre la otra era una deformación producto de la «locura de madres y niñeras». Le preocupaba la asimetría, y proyectaba en la realidad sus ideas sobre la elegancia. Tuvimos que esperar hasta Louis Pasteur para entender que las moléculas químicas eran diestras o zurdas, y que esto importaba considerablemente. Se pueden encontrar ideas similares en varias ramas inconexas del pensamiento. Los primeros fueron (como de costumbre) los empíricos, cuya aproximación médica de abajo arriba, libre de teorías y «basada en pruebas» se asociaba sobre todo con Filno de Cos, Serapión de Alejandría y Glaucias de Tarento, a quien después convirtió al escepticismo Menodoto de Nicomedia, y hoy famoso por su practicante vocal, nuestro amigo el gran filósofo escéptico Sexto Empírico. Como veíamos antes, Sexto fue quizás el primero en descubrir el Cisne Negro. Los empíricos practicaban las «artes médicas» sin basarse en el razonamiento; querían beneficiarse de las observaciones al azar tratando de adivinar, y para ello experimentaban y probaban hasta que descubrían algo que funcionaba. Su teorización era mínima. Sus métodos se retoman hoy como medicina basada en pruebas, después de dos milenios de persuasión. Pensemos que antes de que se supiera de la existencia de las bacterias, y del papel que desempeñan en las enfermedades, los médicos criticaban la costumbre de lavarse las manos porque para ellos no tenía sentido, pese a la evidencia de una disminución significativa en el número de muertos en los hospitales. Ignaz significativa en el número de muertos en los hospitales. Ignaz Semmelweis, el médico de mediados del siglo XIX que promovió la idea de lavarse las manos, no fue reivindicado hasta décadas después de su muerte. Del mismo modo, quizá «no tenga sentido» que la acupuntura funcione, pero si el hecho de introducir una aguja en el dedo gordo del pie alivia sistemáticamente el dolor (en pruebas empíricas debidamente realizadas), entonces podría ser que haya funciones demasiado complicadas para que las podamos entender; por tanto sigamos de momento como estamos, aunque siempre con la mente abierta. El libertarismo académico Para repetir lo que dice Warren Buffet, no le preguntemos al peluquero si debemos cortarnos el pelo, ni preguntemos al académico si lo que hace es relevante. Así que voy a concluir esta exposición del libertarismo de Hayek con la observación que sigue. Como he dicho, el problema del conocimiento organizado es que hay alguna que otra divergencia de intereses entre las asociaciones académicas y el propio conocimiento. No puedo entender de ninguna manera por qué los libertarios actuales no se procuran un puesto de titular en los claustros (salvo, quizá, porque muchos libertarios ya son académicos). Hemos visto que las empresas pueden quebrar, mientras que los gobiernos permanecen. Pero mientras los gobiernos permanecen, a los funcionarios se les puede bajar de categoría y a los congresistas y senadores se les puede dejar sin cargo tras el resultado de las elecciones siguientes. En la universidad, un puesto de titular en el claustro es para siempre: el negocio del conocimiento tiene unos «propietarios» permanentes. Simplemente, el charlatán es más producto del control que de la libertad y la ausencia de estructura. Predicción y libre albedrío Si conocemos todas las condiciones posibles de un sistema físico, podemos, en teoría (aunque, como hemos visto, no en la práctica), proyectar su conducta hacia el futuro. Pero esto sólo se refiere a los objetos inanimados. Con las cuestiones sociales, nos encontramos con un escollo. Proyectar el futuro cuando están implicados los seres humanos es algo radicalmente diferente si los consideramos seres vivos y dotados de libre albedrío. Si puedo predecir todas las acciones del lector en unas determinadas circunstancias, entonces es posible que éste no sea tan libre como piensa. Es un autómata que reacciona a los estímulos del entorno, esclavo del destino. Y la ilusión de libre albedrío se podría reducir a una ecuación que describe el resultado de las interacciones entre las moléculas. Sería como estudiar la mecánica de un reloj: un genio con conocimientos exhaustivos de las condiciones iniciales y las cadenas causales sería capaz de extender sus conocimientos al futuro de las acciones del lector. ¿No sería algo agobiante? acciones del lector. ¿No sería algo agobiante? Sin embargo, si creemos en el libre albedrío no podemos creer de verdad en la ciencia social y la proyección económica. No podemos prever cómo actuarán las personas. Excepto, por supuesto, si existe algún truco, y este truco es la cuerda de la que cuelga la economía neoclásica. Presumamos simplemente que los individuos serán racionales en el futuro y, por consiguiente, predecibles. Existe un estrecho vínculo entre la racionalidad, la predictibilidad y la docilidad matemática. Un individuo racional realizará un conjunto exclusivo de acciones en unas circunstancias específicas. Hay una y sólo una respuesta a la pregunta de cómo actuarían las personas «racionales» que satisfacen sus mejores intereses. Los actores racionales deben ser coherentes: no pueden preferir las manzanas a las naranjas, las naranjas a las peras, y luego las peras a las manzanas. Si lo hicieran, sería difícil generalizar su conducta. También sería difícil proyectar ésta en el tiempo. En la economía ortodoxa, la racionalidad se convirtió en una camisa de fuerza. Los economistas platonificados ignoraban el hecho de que las personas pudieran preferir hacer algo más que maximizar sus intereses económicos. Esto condujo a unas técnicas matemáticas como la «maximización» o la «optimización», sobre las que Paul Samuelson construyó gran parte de su obra. La optimización consiste en encontrar la política matemáticamente óptima que un agente económico pueda desear. Por ejemplo, ¿cuál es la cantidad «óptima» que se debe invertir en acciones? Esto implica unas complicadas matemáticas y, por consiguiente, levanta una barrera a la entrada de los estudiosos no formados en matemáticas. No sería yo el primero en decir que esta optimización atrasó la ciencia social, al reducirla de la disciplina intelectual y reflexiva en que se estaba convirtiendo a un intento de constituirse en «ciencia exacta». Por «ciencia exacta» entiendo un problema de ingeniería mediocre para aquellos que quieren simular que están en el Departamento de Física: la llamada envidia a la física. En otras palabras, un fraude intelectual. La optimización es un ejemplo de modelado estéril del que volveremos a hablar en el capítulo 17. No tenía un uso práctico (y ni siquiera teórico), y de ahí que se convirtiera principalmente en una competición por ocupar posiciones académicas, una manera de hacer que las personas compitieran con la fuerza matemática. La tragedia es que se dice que Paul Samuelson, de mente rápida, es uno de los estudiosos más inteligentes de su generación. Éste fue sin duda un caso de inteligencia muy mal invertida. Lo habitual era que Samuelson intimidara a quienes cuestionaban sus técnicas diciéndoles: «Quienes saben, hacen ciencia; los demás hacen metodología». Quien supiera matemáticas, podría «hacer ciencia». Esto recuerda a los psicoanalistas que silencian a sus críticos acusándolos de tener problemas con su padre. Lamentablemente, eran Samuelson y la mayoría de sus seguidores quienes no sabían matemáticas, o no sabían cómo utilizar las que pudieran saber, cómo aplicarlas a la realidad. Sólo sabían las matemáticas suficientes para que los cegaran. cegaran. Lo trágico fue que, antes de la proliferación de los sabios ciegos e idiotas, hubo auténticos pensadores que habían iniciado una obra interesante, como J. M, Keynes, Friedrich Hayek y el gran Benoît Mandelbrot, todos los cuales fueron desplazados porque alejaban la economía de la precisión de la física mediocre. Algo muy triste. Un gran pensador subestimado es G. L. S. Shackle, hoy casi completamente desconocido, que introdujo la idea de «desconocimiento», es decir, los libros no leídos de la biblioteca de Umberto Eco. Rara vez se encuentran referencias a sus libros, que yo tuve que comprar en librerías de viejo de Londres. Legiones de psicólogos empíricos de la escuela de la heurística y la parcialidad han demostrado que el modelo de conducta racional en condiciones de incertidumbre no sólo es una burda imprecisión, sino todo un error como descripción de la realidad. Los hallazgos de esos psicólogos también preocupan a los economistas platonificados, porque revelan que hay diversas formas de ser irracional. Tolstoi decía que las familias felices son todas iguales, mientras que las infelices lo son cada una a su manera. Se ha demostrado que las personas cometen errores como el de preferir las manzanas a las naranjas, las naranjas a las peras y las peras a las manzanas, en función de cómo se les formulen las preguntas relevantes. La secuencia es importante. Además, como hemos visto con el ejemplo del anclaje, las estimaciones que los sujetos hacen sobre el número de dentistas de Manhattan están influidas por el numero aleatorio que se les acaba de mostrar (el anclaje). Dada la aleatoriedad del anclaje, nos encontraremos con ella en las estimaciones. Por ello, cuando las personas toman decisiones incoherentes, el núcleo central de la optimización económica falla. Ya no podemos producir una «teoría general», y sin ella no podemos predecir. Tenemos que aprender a vivir sin una teoría general, ¡por Plutón! El verdazul de la esmeralda Recordemos el problema del pavo: contemplamos el pasado y deducimos una regla sobre el futuro. Bien, los problemas de proyectar desde el pasado pueden ser aún peores de lo que hemos descubierto, porque los mismos datos del pasado pueden confirmar una teoría y también la radicalmente opuesta. Si sobrevivimos hasta mañana, podría significar que a) somos más proclives a ser inmortales, o bien que b) estamos más cerca de la muerte. Ambas conclusiones se basan exactamente en los mismos datos. Si somos el pavo al que se alimenta durante un largo período, podemos suponer ingenuamente que la alimentación confirma nuestra seguridad, o bien ser astutos y pensar que ello confirma el peligro de que se nos convierta en una suculenta cena. La conducta pasada de un empalagoso conocido puede indicar el genuino afecto que nos tiene y su conocido puede indicar el genuino afecto que nos tiene y su preocupación por nuestro bienestar; pero también puede confirmar su deseo mercenario y calculador de hacerse un día con nuestro negocio. El pasado no sólo puede ser engañoso, sino que también hay muchos grados de libertad en la interpretación que hacemos de los sucesos pasados. Figura 3. Una serie de una población bacterial al parecer creciente (o de récords de ventas, o de cualquier variable observada a lo largo del tiempo, por ejemplo, la cantidad total de alimento que recibe el pavo del capítulo 4). Figura 4. Facilidad para seguir la tendencia: hay un modelo lineal y sólo uno que se ajusta a los datos. Podemos proyectar una continuación hacia el futuro. Figura 5. Nos fijamos en una escala más amplia. Otros modelos también encajan muy bien. Figura 6. El auténtico «proceso generador es extremadamente simple, pero no tenía nada que ver con un modelo lineal. Algunas de sus partes parecen ser lineales, pero nos engaña la extrapolación en una línea directa.38 Para la versión técnica de esta idea, imaginemos una serie de puntos sobre un papel que representen un número a lo largo del tiempo; la gráfica se parecería a la figura 1 y mostraría los primeros mil días del capítulo 4. Supongamos que el profesor del instituto nos dice que prolonguemos la serie de puntos. Con un modelo lineal, es decir, utilizando una regla, sólo podemos ir en línea recta, una única línea recta desde el pasado al futuro. El modelo lineal es único. Hay una y sólo una línea recta que se pueda proyectar a partir de una serie de puntos. Pero se puede poner más difícil. Si no nos limitamos a una línea recta, nos encontramos con que hay una inmensa familia de curvas que pueden cumplir la tarea de unir los puntos. Si proyectamos desde el futuro en línea recta, seguimos una tendencia. Pero las futuras desviaciones posibles del camino que viene del pasado son infinitas. Esto es lo que el filósofo Nelson Goodman llamaba el misterio de la inducción: proyectamos una línea recta sólo porque tenemos en la cabeza un modelo lineal; el hecho de que un tenemos en la cabeza un modelo lineal; el hecho de que un número haya aumentado sistemáticamente a lo largo de mil días nos debería dar mayor seguridad de que va a aumentar en el futuro. Pero si pensamos en un modelo no lineal, éste podría confirmar que el número debería disminuir el día mil uno. Supongamos que observamos una esmeralda. Ayer y anteayer era verde. Hoy sigue siendo verde. Normalmente esto confirmaría la propiedad «verde»: podemos presumir que la esmeralda será verde mañana. Pero para Goodman, la historia del color de la esmeralda podría confirmar igualmente la propiedad «verdazul», ¿Qué es la propiedad llamada verdazul? La propiedad verdazul de la esmeralda es ser verde hasta una determinada fecha, por ejemplo, el 31 de diciembre de 2006, y que a partir de entonces sea azul. El misterio de la inducción es otra versión de la falacia narrativa: nos enfrentamos a una infinidad de «historias» que explican lo que hemos visto. La gravedad del misterio de la inducción de Goodman está en lo que sigue: si ya no existe ni una sola forma de «generalizar» a partir de lo que vemos, de hacer una inferencia sobre lo desconocido, entonces ¿cómo debemos operar? La respuesta, evidentemente, será que debemos emplear el «sentido común», pero es posible que nuestro sentido común no esté tan bien desarrollado con respecto a algunas variables de Extremistán. Esa gran máquina de la predicción El lector tiene todo el derecho a preguntar: «Entonces, NNT, ¿por qué demonios planificamos?». Algunos lo hacen para obtener ganancias económicas, otros porque es «su trabajo». Pero también nosotros lo hacemos con estas intenciones, y además espontáneamente. ¿Por qué? La respuesta tiene que ver con la naturaleza humana. Es posible que la planificación figure entre el conjunto de elementos que nos hace humanos, concretamente, nuestra conciencia. Se supone que en nuestra tendencia a proyectar las cosas hacia el futuro hay una necesidad evolutiva, que rápidamente voy a resumir aquí, pues puede tratarse de una excelente candidata a la explicación, una magnífica conjetura, aunque, dado que está vinculada a la evolución, voy a ser cauto. La idea, tal como la expuso el filósofo Daniel Dennett, sería como sigue: ¿cuál es el uso más potente de nuestro cerebro? Es precisamente la capacidad de proyectar conjeturas hacia el futuro y practicar el juego contrafactual: «Si le doy a alguien un puñetazo en la nariz, me lo devolverá enseguida o, lo que es peor, llamará a su abogado de Nueva York». Una de las ventajas de hacerlo es que podemos dejar que sean nuestras conjeturas las que mueran en nuestro lugar. Usada correctamente y en lugar de reacciones más viscerales, la capacidad de proyectar con eficacia nos libera de la selección natural inmediata y de primer orden, a diferencia de otros organismos más primitivos que eran vulnerables a la muerte y sólo crecieron por la mejora de la dotación genética mediante la sólo crecieron por la mejora de la dotación genética mediante la selección de los mejores. En cierto sentido, el hecho de proyectar nos permite engañar a la evolución; ahora se produce en nuestra cabeza, como una serie de proyecciones y de escenarios contrafactuales. Se supone que esta misma capacidad para jugar mentalmente con conjeturas, aun en el caso de que nos libere de las leyes de la evolución, es producto de ésta; es como si la evolución nos hubiera colocado una larga correa, mientras que el resto de los animales viven atados cortos y quedan reducidos a la dependencia de su entorno. Para Dennett, nuestros cerebros son «máquinas de previsión»; la mente y la conciencia humanas son propiedades emergentes, aquellas propiedades que son necesarias para nuestro desarrollo acelerado. ¿Por qué escuchamos a los expertos y sus predicciones? Una posible explicación es que la sociedad descansa sobre la especialización, la efectiva división de los conocimientos. Uno no acude a la Facultad de Medicina en el momento en que se encuentra con un grave problema de salud; es más económico (y desde luego más seguro) consultar a alguien que ya lo haya hecho. Los médicos escuchan a los mecánicos (no por cuestiones de salud, sino cuando tienen problemas con el coche); los mecánicos escuchan a los médicos. Tenemos una tendencia natural a escuchar al experto, incluso en campos en los que es posible que éstos no existan. 12 - LA EPISTEMOCRACIA, UN SUEÑO Alguien que tenga un elevado grado de arrogancia epistémica no es demasiado visible, como el tímido en un cóctel. No estamos predispuestos a respetar a los humildes, aquellos que tratan de suspender el juicio. Hoy en día existe la llamada humildad epistémica. Pensemos en alguien que sea muy introspectivo y al que le torture la conciencia de su propia ignorancia. Carece del coraje del idiota, pero tiene las raras agallas para decir: «No lo sé». No le importa parecer loco ni, peor aún, ignorante. Duda, no se compromete, y le preocupan las consecuencias de estar equivocado. Introspecciona, introspecciona e introspecciona, hasta llegar al agotamiento físico y nervioso. Esto no significa necesariamente que no tenga confianza, sólo que piensa que sus conocimientos son sospechosos. A ese individuo lo denominaré epistémico; a la provincia en que las leyes se estructuran teniendo en mente este tipo de falibilidad humana la llamaré epistemocracia. El principal epistemócrata moderno es Montaigne. Monsieur de Montaigne, epistemócrata A los treinta y ocho años, Michel Eyquem de Montaigne se retiró a su finca campestre, en el suroeste de Francia. Montaigne, que en francés antiguo significa «montaña», era el nombre de la propiedad. La zona es conocida hoy día por los vinos de Burdeos, pero en los tiempos de Montaigne pocas personas invertían su energía mental y su sofisticación en el vino. Montaigne tenía tendencias estoicas, aunque no se sentía arrastrado con fuerza hacia esas ideas. Lo que pretendía era escribir una modesta serie de «intentos», es decir, ensayos. La propia palabra ensayo transmite la idea de algo provisional, especulativo y no definitivo. Montaigne conocía bien a los clásicos y deseaba meditar sobre la vida, la muerte, la educación, el conocimiento y algunos de los aspectos más interesantes de la naturaleza humana (se preguntaba, por ejemplo, si los tullidos tenían más libido debido a la mejor circulación de la sangre en sus órganos sexuales). La torre que se convirtió en su estudio estaba repleta de inscripciones de máximas latinas y griegas, casi todas referentes a la vulnerabilidad del conocimiento humano. A través de sus ventanas se gozaba de una amplia vista de las colinas de los alrededores. El tema de Montaigne era, oficialmente, él mismo, pero esto era en su mayor parte una forma de facilitar el debate; no era como esos ejecutivos de empresa que escriben biografías para como esos ejecutivos de empresa que escriben biografías para dar jactanciosa muestra de sus méritos y logros. Le interesaba principalmente descubrir cosas sobre sí mismo, hacer que descubriéramos cosas sobre él mismo, y exponer cuestiones que se pudieran generalizar a todo el género humano. Entre las inscripciones que figuraban en su estudio había una observación del poeta latino Terencio: Homo sum, humani a me nilalienum puto («Hombre soy, y nada de lo humano me es ajeno»). La lectura de Montaigne resulta refrescante después de las variantes de la educación moderna, ya que aceptaba por completo la debilidad humana y comprendía que ninguna filosofía podía ser efectiva a menos que tuviera en cuenta las imperfecciones humanas profundamente arraigadas, los límites de nuestra racionalidad, los fallos que nos hacen humanos. No es que fuera por delante de su tiempo; más acertado sería decir que los últimos eruditos (que abogaban por la racionalidad) iban por detrás. Era un tipo inteligente y reflexivo cuyas ideas no surgían en su tranquilo estudio, sino mientras montaba a caballo. Hacía largas excursiones y regresaba con ideas. Montaigne no fue ni un académico de la Sorbona ni un hombre de letras profesional, y no fue ninguna de las dos cosas en dos planos. En primer lugar, era una persona emprendedora; había sido funcionario autorizado para resolver pleitos y demandas antes de que llegaran a los tribunales, hombre de negocios y alcalde de Burdeos antes de retirarse a meditar sobre su vida y, ante todo, sobre sus propios conocimientos. En segundo lugar, era antidogmático: un escéptico con encanto, un escritor falible, evasivo, personal e introspectivo, y, principalmente, alguien que, siguiendo la gran tradición clásica, deseaba ser un hombre. De haber vivido en otra época, hubiera sido un escéptico empírico: tenía tendencia escépticas de la variedad pirroniana, del tipo antidogmático, como Sexto Empírico, particularmente en su conciencia de la necesidad de suspender el juicio. La epistemocracia Todos tenemos una idea de la utopía. Para muchos significa igualdad, justicia universal, ausencia de opresión, liberación del trabajo (para algunos, ésta sería la sociedad más modesta, aunque no más admirable, sin trenes de cercanías y sin abogados pegados al móvil). Para mí, la utopía es una epistemocracia, una sociedad en la que cualquier persona de rango es un epistemócrata, y donde los epistemócratas consiguen que se les elija. Sería una sociedad gobernada sobre la base de la conciencia de la ignorancia, no del conocimiento. Lamentablemente, para ejercer la autoridad uno no puede aceptar su propia falibilidad. Simplemente, las personas necesitan estar cegadas por el conocimiento: estamos hechos para seguir a los líderes que sepan aglutinar a las personas, porque las ventajas de estar en grupos eliminan las desventajas de estar solo. Nos ha sido más rentable unirnos y seguir por la dirección equivocada que estar solos en la correcta. Quienes siguieron al idiota autoritario, y no al sabio introspectivo, nos siguieron al idiota autoritario, y no al sabio introspectivo, nos transmitieron algunos de sus genes. Esta circunstancia queda manifiesta en una patología social: los psicópatas congregan a seguidores. De vez en cuando, encontramos miembros de la especie humana con tanta superioridad intelectual que son capaces de cambiar de parecer sin ningún esfuerzo. Observemos aquí la siguiente asimetría del Cisne Negro. Creo que el lector puede estar totalmente seguro de algunas cosas, y así debería ser. Puede estar más seguro de la desconfirmación que de la confirmación. A Karl Popper se le acusó de fomentar la duda sobre uno mismo, al tiempo que escribía en un tono agresivo y contundente (una acusación que a veces hacen a este autor personas que no siguen mi lógica del empirismo escéptico). Afortunadamente, desde los tiempos de Montaigne hemos aprendido mucho sobre cómo llevar a cabo la empresa escéptico-empírica. La asimetría del Cisne Negro nos permite estar seguros de lo que está mal, no de lo que pensamos que está bien. En cierta ocasión preguntaron a Karl Popper si uno «podía falsar la falsación» (en otras palabras, si se podía ser escéptico ante el escepticismo). Su respuesta fue que echaba a los alumnos de sus clases por hacerle preguntas mucho más inteligentes que ésta. Era duro, sir Karl. El pasado del pasado y el futuro del El pasado del pasado y el futuro del pasado Algunas verdades sólo alcanzan a los niños; los mayores y los no filósofos están absortos en las minucias de la vida práctica y deben preocuparse de «cosas serias», de modo que abandonan esas ideas por cuestiones aparentemente más relevantes. Una de estas verdades se refiere a la mayor diferencia de textura y calidad entre el pasado y el futuro. Llevo toda la vida estudiando esta distinción, de ahí que hoy la comprenda mejor que en mi infancia, pero ya no la contemplo con la misma viveza. La única forma de poder imaginar un futuro «similar» al pasado es presumiendo que será una proyección exacta de éste y, por consiguiente, predecible. Del mismo modo que sabemos con cierta precisión cuándo nacimos, deberíamos saber con la misma precisión cuándo moriremos. La idea del futuro mezclado con el azar, y no como una extensión determinista de nuestra percepción del pasado, es una operación mental que nuestra mente no sabe realizar. El azar nos resulta demasiado confuso para que sea una categoría en sí mismo. Existe una asimetría entre el pasado y el futuro, y es demasiado sutil para que la comprendamos de forma natural. La primera consecuencia de esta asimetría es que, en la mente de las personas, la relación entre el pasado y el futuro no aprende de la relación entre el pasado y el pasado anterior. Hay un punto negro: cuando pensamos en mañana no lo enmarcamos desde la perspectiva de lo que pensábamos ayer y anteayer. Debido a este defecto introspectivo no conseguimos aprender de la diferencia que existe entre nuestras predicciones pasadas y los subsiguientes resultados. Cuando pensamos en mañana, simplemente lo proyectamos como un día más. Ese pequeño punto negro tiene otras manifestaciones. Si vamos al zoo del Bronx podremos ver cómo viven su ajetreada vida social nuestros parientes cercanos, los primates. También veremos a masas de turistas riéndose de la caricatura de los seres humanos que representan los primates de rango inferior. Imaginemos ahora que formamos parte de una especie de nivel superior (digamos que somos un «auténtico» filósofo o una persona realmente sabia) que es mucho más sofisticada que la de los primates humanos. No hay duda de que nos reiríamos de las personas que se ríen de los primates no humanos. Y es evidente que a esas personas que se divierten con los simios nunca se les ocurrirá la idea de que alguien pueda observarlos de la forma en que ellos observan a los simios; de ser así, aparecería la autocompasión. Y dejarían de reírse. En consecuencia, un elemento de la mecánica según la cual la mente humana aprende del pasado nos hace creer en soluciones definitivas; pero no pensamos que quienes nos precedieron también creían que tenían soluciones definitivas. Nos reímos de los demás, y no nos percatamos de la posibilidad de que en un tiempo no muy remoto alguien esté igualmente justificado para reírse de nosotros. Esta conciencia conllevaría el razonamiento recursivo, o de segundo orden, de que hablaba en el prólogo, algo que no sabemos hacer muy bien. algo que no sabemos hacer muy bien. Los psicólogos no han investigado ni etiquetado aún este bloqueo sobre el futuro, pero al parecer es algo similar al autismo. Algunas personas autistas pueden poseer una elevada inteligencia matemática o técnica. Sus destrezas sociales son deficientes, pero no es ésta la raíz de su problema. No saben ponerse en la piel de los otros, son incapaces de ver el mundo desde la perspectiva de los demás. Los ven como objetos inanimados, como máquinas, movidos por unas normas explícitas. Son incapaces de realizar operaciones mentales tan sencillas como la de «él sabe que yo no sé que yo sé», y es esta incapacidad la que obstaculiza sus destrezas sociales. (Resulta interesante que las personas autistas, cualquiera que sea su «inteligencia», también sean incapaces de entender la incertidumbre.) Del mismo modo que al autismo se le llama «ceguera de la mente», a esta incapacidad para pensar de forma dinámica, de situarse uno respecto a un observador futuro, se la debería llamar «ceguera ante el futuro». Predicción, falsa predicción y felicidad He buscado en la literatura sobre la ciencia cognitiva estudios acerca de la «ceguera ante el futuro», pero no he encontrado nada. Sin embargo, en la literatura sobre la felicidad sí encontré un análisis de los errores crónicos de predicción que nos hacen felices. El error de predicción funciona como sigue. Estamos a punto de comprarnos un coche nuevo. Será algo que nos cambiará la vida, nos situará en un estatus superior, y hará que el viaje al trabajo sea una fiesta. Es tan silencioso que apenas podemos asegurar que el motor está en marcha, de modo que podremos escuchar los nocturnos de Rachmaninov mientras conducimos. Este coche nuevo nos provocará un sentimiento de satisfacción permanente. La gente dirá «¡mira!, ¡vaya coche!» cada vez que nos vea. Sin embargo, olvidamos que la última vez que nos compramos un coche también teñíamos las mismas expectativas. No prevemos que el efecto del coche nuevo acabará por menguar y que regresaremos a la situación inicial, como hicimos la última vez. Unas pocas semanas después de que hayamos sacado el coche nuevo del concesionario, se nos irá haciendo aburrido. De haberlo previsto, seguramente no lo habríamos comprado. Estamos a punto de cometer un error de predicción que ya habíamos cometido. Y, sin embargo, ¡sería tan fácil la introspección! Los psicólogos han estudiado este error de predicción en sucesos agradables y desagradables. Sobreestimamos los efectos que ambos tipos de sucesos futuros producirán en nuestra vida. Parece que nos encontremos en un aprieto psicológico que nos hace actuar de tal modo. A este aprieto Danny Kahneman lo llama «utilidad prevista» y Dan Gilbert, «previsión afectiva». La idea no es tanto que tendamos a errar en la predicción de nuestra felicidad futura, sino que no en la predicción de nuestra felicidad futura, sino que no aprendemos de forma recursiva de las experiencias pasadas. Las pruebas de la existencia de un bloqueo y de ciertas distorsiones mentales se manifiestan en el hecho de que no sabemos aprender de los errores pasados al proyectar el futuro de nuestros estados afectivos. Sobreestimamos en mucho la duración del efecto de la desgracia en nuestra vida. Creemos que la pérdida de nuestra fortuna o de la posición que ocupamos será devastadora, pero probablemente estamos equivocados, Lo más probable es que nos adaptemos a cualquier cosa, como seguramente hicimos en desventuras pasadas. Sentiremos un aguijonazo, pero no será tan terrible como imaginamos. Este tipo de error en la previsión puede tener una finalidad: motivarnos a realizar actos importantes (como comprar coches nuevos o hacernos ricos) y a evitar correr riesgos innecesarios. Y esto forma parte de un problema más general: al parecer, los seres humanos de vez en cuando nos autoengañamos un poco. Según la teoría del autoengaño de Trivers, se supone que éste nos orienta favorablemente hacia el futuro. Pero el autoengaño no es una característica deseable fuera de su ámbito natural. Nos previene frente a ciertos riesgos innecesarios; pero, como veíamos en el capítulo 6, no abarca toda una avalancha de riesgos modernos que no tememos porque no son vividos, como los riesgos en las inversiones, los peligros medioambientales o la seguridad a largo plazo. Heleno y las profecías inversas Si nuestra profesión es la del vidente, la de describir el futuro a otros mortales menos privilegiados, se nos juzgará por el acierto de nuestras previsiones. Heleno, de la litada, era un vidente de distinto tipo. Hijo de Príamo y Hécuba, era el hombre más inteligente del ejército troyano. Fue él quien, bajo el efecto de la tortura, dijo a los aqueos cómo iban a tomar Troya (al parecer no predijo que él mismo sería capturado). Pero esto no era lo que le distinguía. Heleno, como otros videntes, era capaz de predecir el pasado con gran precisión, sin que nadie le diera ningún detalle al respecto. Es decir, predecía en sentido inverso. Nuestro problema no es sólo que no conocemos el futuro, sino que tampoco sabemos mucho del pasado. Necesitamos urgentemente a alguien como Heleno si queremos conocer la historia. Veamos cómo. El cubito que se derrite Consideremos el siguiente experimento del pensamiento que he tomado prestado de mis amigos Aaron Brown y Paul Wilmott: Operación 1 (el cubito que se derrite): imaginemos un cubito de hielo y pensemos cómo se puede derretir en las próximas dos horas, mientras jugamos un par de rondas de póquer con los amigos. Intentemos imaginar la forma del charco resultante. Operación 2 (¿de dónde salió el agua?): imaginemos un charco de agua en el suelo. A continuación, intentemos reconstruir en nuestra mente la forma del cubito de hielo que en cierto momento pudo ser. Pensemos que es posible que el charco no proceda de un cubito de hielo. La segunda operación es más difícil. No hay duda de que Heleno tuvo que ser muy diestro. La diferencia entre estos dos procesos está en lo siguiente. Si disponemos de los modelos correctos (y de un poco de tiempo, y siempre que no tengamos nada más que hacer), podemos predecir con gran precisión que el cubito se va a derretir (se trata de un problema específico de ingeniería sin complejidad alguna, más fácil que el que implicaba el de las bolas de billar). Sin embargo, a partir del charco de agua se pueden construir infinitos cubitos posibles, si es que realmente hubo ahí un cubito de hielo. Al primer sentido, del cubito al charco, lo llamamos el proceso hacia delante. El segundo, el proceso hacia atrás, es muchísimo más complicado. El proceso hacia delante se usa generalmente en física e ingeniería; el proceso hacia atrás, en los planteamientos históricos, no repetibles y no experimentales. En cierto sentido, las limitaciones que nos impiden desfreír un huevo también impiden la historia de la ingeniería inversa. Ahora bien, vamos a aumentar un poco la complejidad de ambos problemas dando por supuesta la no linealidad. Tomemos el paradigma que se suele llamar «la mariposa de la Tomemos el paradigma que se suele llamar «la mariposa de la India» del descubrimiento de Lorenz que expusimos en el capítulo anterior. Como hemos visto, un pequeño input en un sistema complejo puede provocar grandes resultados no aleatorios, dependiendo de unas condiciones muy especiales. Una sola mariposa que bata sus alas en Nueva Delhi podría ser la causa segura de un huracán en Carolina del Norte, aunque quizás el huracán no se desate hasta un par de años después. Sin embargo, a partir de la observación de un huracán en Carolina del Norte, es dudoso que podamos concebir las causas con alguna precisión: hay miles de billones de seres minúsculos como las mariposas que baten las alas en Tombuctú, o los perros salvajes que estornudan en Australia, que podrían haber sido la causa del huracán. El proceso de la mariposa al huracán es mucho más simple que el proceso inverso desde el huracán a la potencial mariposa. La confusión entre ambos está desastrosamente extendida en la cultura común. Esta imagen de la «mariposa de la India» ha engañado al menos a un cineasta. Por ejemplo, Le battement d'ailes du papilion, una película francesa de un tal Laurent Firode, trata de alentar a las personas a que se centren en las cosas pequeñas que pueden cambiar el curso de sus vidas. Puesto que un suceso pequeño (el pétalo que cae al suelo y nos llama la atención) puede llevarnos a escoger una y no otra persona con la que compartir la vida, deberíamos centrarnos en esos pequeños detalles. Ni el cineasta ni los críticos se daban cuenta de que hablaban del proceso hacia atrás; hay billones de estas cosas pequeñas en el transcurso de un solo día, y analizarlas todas está fuera de nuestro alcance. Una vez más, la información incompleta Tomemos un ordenador personal. Podemos utilizar una hoja de cálculo para generar una secuencia aleatoria, una sucesión de puntos a la que podemos llamar historia. ¿Cómo? El programa informático responde a una ecuación muy complicada de naturaleza no lineal que produce unas cifras que parecen aleatorias. La ecuación es muy simple: si la sabemos, podemos predecir la secuencia. Sin embargo, para el ser humano es casi imposible plantear la ecuación al revés y predecir más secuencias. Estoy hablando de un programa informático instalado en un ordenador de una línea (llamado tent map o mapa-tienda) que genera unos cuantos puntos, pero no sobre los miles de millones de sucesos simultáneos que constituyen la historia real del mundo. En otras palabras, aun en el caso de que la historia fuera una serie no aleatoria generada por alguna «ecuación del mundo», dado que una ingeniería inversa de este tipo de ecuación no parece que esté dentro de las posibilidades humanas, habrá que considerarla aleatoria y no deberá llevar el nombre de «caos determinista». Los historiadores deberían mantenerse fuera de la teoría del caos y de las dificultades de la ingeniería inversa, excepto para hablar de las propiedades generales del mundo y descubrir los límites de lo que no pueden saber. saber. Esto me lleva a un problema mayor referente a la tarea del historiador. Formularé el problema fundamental de la práctica como sigue: si en teoría la aleatoriedad es una propiedad intrínseca, en la práctica es una información incompleta, lo que en el capítulo 1 llamaba opacidad. Quienes no practican la aleatoriedad no entienden la sutileza. Me ocurre a menudo que, cuando el público de mis conferencias me oye hablar de la incertidumbre y la aleatoriedad, los filósofos, y a veces los matemáticos, me dan la lata sobre lo menos relevante, concretamente sobre si la aleatoriedad a la que me refiero es la «auténtica aleatoriedad» o más bien el «caos determinista» disfrazado de aleatoriedad. Un auténtico sistema aleatorio es de hecho aleatorio, y no tiene unas propiedades predecibles. Un sistema caótico tiene unas propiedades completamente predecibles, pero son difíciles de conocer. Así que les doy una doble respuesta. 1. En la práctica no existe diferencias funcionales entre ambas ya que nunca conseguiremos establecer tal distinción: la diferencia es matemática, no práctica. Si veo a una mujer embarazada, el sexo del niño que lleva en su seno es para mí una cuestión puramente aleatoria (un 50% para cada sexo); pero no para el ginecólogo, que podría haber hecho una ecografía. En la práctica, la aleatoriedad es fundamentalmente información incompleta. 2. El mero hecho de que una persona esté hablando de las 2. El mero hecho de que una persona esté hablando de las diferencias implica que nunca ha tomado una decisión significativa en condiciones de incertidumbre, y ésta es la razón de que no se percate de que en la práctica son indistinguibles. La aleatoriedad es, en última instancia, incognoscible. El mundo es opaco, y las apariencias nos engañan. Eso que llaman conocimiento Una última palabra sobre la historia. La historia es como un museo adonde uno puede ir a ver la reposición del pasado y degustar el encanto de tiempos anteriores. Es un espejo fantástico en el que podemos ver nuestras propias narraciones. Incluso podemos rastrear el pasado mediante el análisis del ADN. Soy aficionado a la historia literaria. La historia antigua satisface mi deseo de construir mi propia autonarración, mi identidad, mi deseo de establecer contacto con mis (complicadas) raíces del Mediterráneo oriental. Incluso prefiero las explicaciones de los libros más antiguos, y manifiestamente menos precisos, a las de los modernos. De entre los autores que he releído (la prueba definitiva de si a uno le gusta un escritor es si lo relee), me vienen a la cabeza los siguientes: Plutarco, Livio, Suetonio, Diodoro Sículo, Gibbon, Carlyle, Renán y Michelet. Estas versiones son claramente subestándar, comparadas con las obras actuales; son en gran medida anecdóticas, y están llenas de mitos. Ya lo sé. en gran medida anecdóticas, y están llenas de mitos. Ya lo sé. La historia es útil para sentir la emoción de conocer el pasado, pero no para la narración, suponiendo que siga siendo una narración inocua. Uno debería aprender con mucha precaución. La historia ciertamente no es un lugar donde teorizar o del que derivar conocimientos generales, como tampoco está destinada a ayudar en el futuro, si no se hace con cierta cautela. De la historia podemos sacar una confirmación negativa, cuyo valor es incalculable, pero a la vez nos llevamos muchos conocimientos ilusorios. Esto me lleva una vez más a Menodoto y el tratamiento del problema del pavo y de cómo no hacer del pasado nuestra debilidad. El planteamiento que el médico empírico hacía del problema de la inducción era conocer la historia sin teorizar a partir de ella. Aprendamos a leer la historia, obtengamos cuantos conocimientos podamos, no descartemos lo anecdótico, pero no establezcamos ningún vínculo causal, no empleemos demasiado la ingeniería inversa; y si lo hacemos, no formulemos grandes teorías científicas. Recordemos que los escépticos empíricos sentían respeto por la costumbre: la usaban como elemento por defecto, como base de la acción, pero sólo para esto. A este limpio enfoque del pasado lo llamaban epilogismo.39 Pero la mayoría de los historiadores tienen otra opinión. Consideremos ¿Qué es la historia?, la representativa introspección de Edward Hallett Carr. Se ve que el autor toma la causalidad como un aspecto fundamental de su trabajo. Pero podemos remontarnos aún más: Herodoto, considerado el padre podemos remontarnos aún más: Herodoto, considerado el padre de esta materia, definía su propósito en el inicio de su obra: Preservar el recuerdo de los hechos de los griegos y los bárbaros, «y en particular, más que cualquier otra cosa, dar una causa [la cursiva es mía] de sus luchas». Lo mismo se aprecia en todos los teóricos de la historia, sean Ibn Jaldún, Marx o Hegel. Cuanto más intentamos convertir la historia en algo que no sea una enumeración de explicaciones de las que poder disfrutar con una teorización mínima, más problemas se nos plantean. ¿Tan infectados estamos por la falacia narrativa?40 Es posible que tengamos que esperar a una generación de historiadores escéptico-empíricos capaces de comprender la diferencia entre un proceso que va hacia delante y uno que va en sentido contrario. Del mismo modo que Popper atacaba a los historiadores por sus afirmaciones sobre el futuro, yo me he limitado a exponer cuán endeble es el planteamiento histórico para conocer el propio pasado. Después de esta exposición sobre la ceguera ante el futuro (y ante el pasado), veamos qué podemos hacer al respecto. Sorprendentemente, existen medidas muy prácticas que podemos tomar. Vamos a analizarlas en el capítulo siguiente. 13 - APELES EL PINTOR, O QUÉ HACEMOS SI NO PODEMOS PREDECIR Aconsejar es barato, muy barato No es buena costumbre llenar nuestros textos de citas de destacados pensadores, a no ser para burlarse de ellos o para ofrecer una referencia histórica. Tienen «sentido», pero las máximas grandilocuentes se introducen en nuestra credibilidad y no siempre superan las pruebas empíricas. Por eso escojo la siguiente declaración del gran filósofo Bertrand Russell, precisamente porque no estoy de acuerdo con ella: La exigencia de certeza es natural en el hombre; no obstante, es un vicio intelectual. Sí vamos a llevar a nuestros hijos de merienda un día en que no esté claro qué tiempo va a hacer, nos exigirán una respuesta dogmática sobre si hará buen día o lloverá, y les decepcionaremos cuando no podamos estar seguros. [...] Pero los hombres, a menos que estén formados [la cursiva es mía] para suspender el juicio en ausencia de pruebas, se verán descarriados por los petulantes profetas. [... ] Para el aprendizaje de cada una de las virtudes hay una disciplina apropiada, y para aprender a suspender el juicio la mejor disciplina es la filosofía. Tal vez se sorprenda el lector de que yo no esté de acuerdo. Es difícil no estarlo en que la exigencia de la certeza es un vicio intelectual. Donde disiento es en que no creo que los logros acumulados de la «filosofía» del dar consejos nos ayuden a abordar el problema; tampoco creo que las virtudes se puedan enseñar fácilmente; y además yo no apremio a las personas para que eviten emitir un juicio. ¿Por qué? Porque debemos ocuparnos de los seres humanos como seres humanos. No podemos enseñar a las personas a suspender el juicio, porque los juicios están integrados en la forma en que vemos los objetos. No vemos un «árbol», sino un árbol bonito o feo. Sin un esfuerzo muy grande y paralizante no es posible separar los pequeños valores que otorgamos a las cosas. Asimismo, no es posible conservar en la mente una situación sin cierto grado de parcialidad. Algo de nuestra querida naturaleza humana hace que queramos creer; pero ¿qué? Desde Aristóteles, los filósofos nos han enseñado que somos animales muy reflexivos, y que sabemos aprender mediante el razonamiento. Se tardó un tanto en descubrir que efectivamente pensamos, pero que nos va mejor el narrar hacia atrás para hacernos la ilusión de que comprendemos y dar cobertura a nuestras acciones pasadas. En el momento en que olvidamos tal realidad, llegó la «Ilustración» para metérnosla en la cabeza por segunda vez. Prefiero situar a los seres humanos en un nivel ciertamente por encima de otros animales conocidos, pero desde luego no al mismo nivel que el hombre del Olimpo ideal, capaz de absorber las afirmaciones filosóficas y actuar en consecuencia. De hecho, si la filosofía fuera tan efectiva, el apartado de autoayuda de la librería del barrio serviría en alguna medida para consolar a las almas que sufren, pero no sirve. Cuando estamos en tensión, nos olvidamos de filosofar. Concluiré este apartado con las dos lecciones siguientes, una muy breve (para los asuntos menores) y otra más extensa (para las decisiones grandes y de importancia). Estar loco en los lugares precisos La lección breve es: ¡seamos humanos! Aceptemos que ser humanos implica cierto grado de arrogancia epistémica en la gestión de nuestros asuntos, y no nos avergoncemos de ello. No intentemos suspender siempre el juicio; las opiniones son la materia de la vida. No tratemos de evitar la predicción; sí, después de esta diatriba sobre la predicción no voy a urgir al lector a que deje de ser idiota. Que lo sea en los lugares lector a que deje de ser idiota. Que lo sea en los lugares adecuados.41 Lo que debemos evitar es la dependencia innecesaria de las predicciones dañinas a gran escala, pero sólo de éstas. Evitemos los grandes asuntos que pueden herir nuestro futuro; engañémonos en cosas pequeñas, no en las grandes. No escuchemos a los previsores económicos ni a los predictores de las ciencias sociales (no son más que animadores), pero hagamos nuestras propias previsiones para aquella merienda. Exijamos, por todos los medios, la certeza para la próxima merienda; pero evitemos las previsiones que el gobierno hace sobre la seguridad social para el año 2040. Aprendamos a clasificar las creencias no según su verosimilitud, sino según el daño que puedan causar. Estar preparado Es posible que el lector se sienta mareado al leer sobre estos fracasos generales en la predicción del futuro, y se pregunte qué puede hacer. Pero si lanzamos la idea de la predictibilidad completa, hay muchas cosas que hacer, siempre y cuando permanezcamos conscientes de sus límites. Saber que no podemos predecir no significa que no nos podamos beneficiar de la impredecibilidad. En resumen: estemos preparados. La predicción estrecha de miras produce un efecto analgésico o terapéutico. Seamos conscientes del efecto entumecedor de los números mágicos. conscientes del efecto entumecedor de los números mágicos. Estemos preparados para todas las eventualidades importantes. La idea de accidente positivo Recordemos a los empíricos, aquellos miembros de la escuela griega de la medicina empírica. Pensaban que debemos tener una actitud abierta ante nuestros diagnósticos médicos, para permitir que la suerte desempeñe su papel. Un paciente se puede curar gracias a la suerte, por ejemplo, al tomar unos determinados alimentos que resulta que son la cura de su enfermedad, de forma que el tratamiento se puede usar con otros pacientes posteriores. El accidente positivo (como los fármacos contra la hipertensión que producían unos beneficios secundarios que llevaron al Viagra) constituía el método de descubrimiento médico fundamental de los empíricos. Esto mismo se puede generalizar a la vida: debemos maximizar la serendipidad que nos rodea. Sexto Empírico cuenta también la historia de Apeles el pintor, quien cuando estaba pintando un caballo, quiso pintar también la espuma de su boca. Después de intentarlo con denuedo y de hacer un desastre, se rindió y, presa de la irritación, tomó la esponja que empleaba para limpiar los pinceles y la tiró contra el cuadro. En el punto en que dio la esponja quedó una representación perfecta de la espuma. representación perfecta de la espuma. El ensayo y el error significa no cejar en los intentos. En El relojero ciego, Richard Dawkins ilustra brillantemente esta idea del mundo sin un gran diseño, impulsado por unos cambios pequeños, incrementales y aleatorios. Señalemos un ligero desacuerdo por mi parte que no cambia mucho la historia: el mundo más bien se mueve gracias a grandes cambios incrementales y aleatorios. En efecto, tenemos dificultades psicológicas e intelectuales con el método del ensayo y el error, así como para aceptar que las series de pequeños fracasos son necesarias en la vida. Mi colega Mark Spitznagel entendía que los seres humanos tenemos un complejo mental ante los fallos. Su lema era: «Es necesario que nos encante perder». De hecho, la razón de que me sintiera de inmediato como en casa en Estados Unidos está precisamente en que la cultura de este país alienta el proceso del fracaso, a diferencia de las culturas de Europa y Asia, donde el fracaso se afronta como un estigma y es motivo de vergüenza. La especialidad de Estados Unidos es asumir esos pequeños riesgos en nombre del resto del mundo, lo cual explica la desproporcionada participación de este país en las innovaciones. Una vez que una idea o un producto se «establecen», luego se perfeccionan. La volatilidad y el riesgo del Cisne Negro A la gente le suele dar vergüenza el hecho de perder, de modo que se entregan a estrategias que producen muy poca volatilidad pero conllevan el riesgo de una gran pérdida, como la de recoger una moneda de cinco centavos delante de una apisonadora. En la cultura japonesa, que se adapta mal a la aleatoriedad y no está preparada para comprender que un mal rendimiento puede ser fruto de la mala suerte, las pérdidas pueden empañar gravemente la reputación de la persona. La gente odia la volatilidad, de ahí que adopten estrategias expuestas a encontronazos y que, en ocasiones, ante una gran pérdida, llevan al suicidio. Además, este equilibrio entre la volatilidad y el riesgo puede asomar en profesiones que aparentemente son estables, como lo fue trabajar en IBM hasta la década de 1990. Una vez despedido, el empleado se enfrenta a un completo vacío: ya no está capacitado para nada más. Lo mismo ocurre con quienes trabajan en industrias protegidas. Por otro lado, los consultores pueden tener unos ingresos volátiles, pues los de sus clientes aumentan y disminuyen, pero corren un menor riesgo de morir de hambre, ya que sus destrezas coinciden con la demanda: fluctuat nec mergitur (fluctúa pero no se hunde). Asimismo, las dictaduras que no parecen ser volátiles, como, por ejemplo, las de Siria y Arabia Saudí, se enfrentan a un mayor riesgo de caos que, pongamos por caso, Italia, ya que ésta lleva viviendo en un estado de confusión política desde la Segunda Guerra Mundial. Me di cuenta de este problema en la industria de las finanzas, en las que vemos a los banqueros «conservadores» sentados sobre una pila de dinamita, pero engañándose a sí mismos porque sus una pila de dinamita, pero engañándose a sí mismos porque sus operaciones parecen flojas y carentes de volatilidad. La estrategia de la haltera Estoy intentando generalizar la idea de la «haltera» (barra del levantador de pesas) que yo empleaba cuando trabajaba de operador de Bolsa, y que consiste en lo siguiente. Si sabemos que somos vulnerables a los errores de predicción, y si aceptamos que la mayor parte de las «medidas de riesgo» contienen imperfecciones debido al Cisne Negro, entonces nuestra estrategia es mostrarnos tan hiperconservadores e hiperagresivos como podamos, en vez de ser medianamente agresivos o conservadores. En lugar de destinar el dinero a inversiones de «riesgo medio» (¿cómo sabemos que es un riesgo medio?, ¿por lo que dicen los «expertos» que buscan un empleo fijo?), debemos colocar una parte, digamos que entre el 85 y el 90%, en instrumentos extremadamente seguros, por ejemplo las letras del Tesoro, una clase de instrumentos tan seguros como los que seamos capaces de encontrar en todo el planeta. El restante 10 o 15% lo colocaremos en apuestas extremadamente especulativas lo más apalancadas posible (como las opciones), en especial carteras de capital de riesgo.42 De esta manera no dependemos de los errores de la gestión del riesgo; ningún Cisne Negro nos puede hacer daño más allá de nuestro «suelo», los ahorros que tenemos en inversiones sumamente seguras. O, lo que es lo mismo, podemos tener una cartera especulativa y asegurarla (si es posible) contra, por ejemplo, pérdidas superiores al 15%. Así «cortamos» nuestro riesgo incomputable, aquel que nos resulta perjudicial. En vez de correr un riesgo medio, corremos un riesgo elevado por un lado, y ninguno por el otro. El promedio será un riesgo medio, pero éste constituye una exposición positiva al Cisne Negro. Dicho más técnicamente, se trata de una combinación «convexa». Veamos cómo se puede implementar esto en todos los aspectos de la vida. «Nadie sabe nada» Se dice que el legendario guionista William Goldman gritaba «Nadie sabe nada» cuando se refería a la previsión de ventas de las películas. Pero el lector se podrá preguntar cómo alguien de tanto éxito como Goldman puede calcular lo que conviene hacer sin formular predicciones. La respuesta se halla en lo que se entiende como lógica de los negocios en la cabeza. Goldman sabía que no podía prever los sucesos individuales, pero era muy consciente de que lo impredecible, concretamente el hecho de que una película fuera un éxito, le reportaría unos grandísimos beneficios. Por eso la segunda lección es más agresiva: realmente podemos sacar provecho del problema de la predicción y de la arrogancia epistémica. De hecho, sospecho que los negocios de mayor éxito son precisamente aquellos en que se sabe trabajar con la impredecibilidad inherente, e incluso explotarla. Recordemos lo que decía sobre la empresa biotecnológica Recordemos lo que decía sobre la empresa biotecnológica cuyos gestores entendían que la esencia de la investigación está en los desconocidos desconocidos. Además, observemos que se aprovechaban de las «esquinas», esos billetes de lotería gratuitos que hay en el mundo. Éstos son los trucos (modestos). Pero señalemos que cuanto más modestos sean, más efectivos serán. 1. Primero, establecer una distinción entre las contingencias positivas y las negativas. Debemos aprender a distinguir entre aquellos empeños humanos en los que la carencia de predictibilidad puede ser (o ha sido) extremadamente beneficiosa, y aquellos en los que la incapacidad de entender el futuro fue perjudicial. Hay Cisnes Negros tanto positivos como negativos. William Goldman estaba en el negocio del cine, un negocio de Cisne Negro positivo. Ahí la incertidumbre compensaba de vez en cuando. Un negocio de Cisne Negro negativo es aquel en que lo inesperado puede golpear con fuerza y herir de gravedad. Si trabajamos en el ejército, en los seguros contra catástrofes o en la seguridad nacional, sólo nos enfrentamos a inconvenientes. Asimismo, como veíamos en el capítulo 7, si estamos en la banca y en las entidades de crédito, es previsible que los resultados sorpresa nos sean negativos. Prestamos dinero y, en el mejor de los casos, recuperamos el préstamo; pero podemos perder todo el dinero si el prestatario falla. En podemos perder todo el dinero si el prestatario falla. En caso de que el prestatario alcance un gran éxito económico, no es previsible que nos ofrezca un dividendo adicional. Además del cine, otros ejemplos de negocios de Cisne Negro positivo son algunos sectores de la edición, la investigación científica y el capital de riesgo. En estos negocios, uno pierde poco para ganar mucho. Tenemos poco que perder por libro y, por razones completamente inesperadas, cualquier libro dado puede despegar. Los inconvenientes son pequeños y se controlan con facilidad. El problema de los editores, claro está, es que tienen que abonar los libros de forma regular, con lo que sus ventajas son más limitadas y sus inconvenientes grandísimos. (Si pagamos diez millones de dólares por un libro, nuestro Cisne Negro es que no sea un éxito de ventas.) Asimismo, aunque la tecnología puede suponer grandes beneficios, pagar toda la historia contada a bombo y platillo puede reducir la parte positiva y aumentar en extremo la negativa. Es el capitalista de riesgo que invirtió en una compañía especulativa y vendió sus acciones a inversores sin imaginación quien se beneficia del Cisne Negro, no los inversores del «yo también». En estos negocios, uno tiene suerte si no sabe nada, en particular si los demás tampoco saben nada, pero no son conscientes de ello. Y como mejor nos irán las cosas es si sabemos dónde se encuentra nuestra ignorancia, si somos los únicos que miramos los libros no leídos, por decirlo de alguna manera. Esto encaja con la estrategia de la «haltera» en virtud de la cual nos exponemos al máximo a los Cisnes Negros positivos, al tiempo que seguimos siendo paranoicos sobre los negativos. Para exponerse al Cisne Negro positivo, no hace falta comprender con precisión la estructura de la incertidumbre. Me resulta difícil explicar que cuando tenemos una pérdida limitada debemos ponernos tan agresivos, tan especulativos y, a veces, tan «irracionales» como podamos. Los pensadores medianamente cultivados establecen una analogía entre este tipo de estrategia y la de reunir «billetes de lotería». Es un completo error. En primer lugar, los billetes de lotería no tienen unos beneficios escalables: lo que puedan rendir tiene un límite superior conocido. Aquí se aplica la falacia lúdica: la escalabilidad de los beneficios de la vida real comparados con los de la lotería hace que el beneficio sea ilimitado o tenga un límite desconocido. En segundo lugar, los billetes de lotería tienen unas reglas conocidas y unas posibilidades bien expuestas y de estilo laboratorio; aquí no conocemos las reglas pero nos podemos beneficiar de esta incertidumbre adicional, ya que no nos puede perjudicar sino sólo beneficiar.43 2. No busquemos lo preciso ni lo local. Simplemente, no 2. No busquemos lo preciso ni lo local. Simplemente, no seamos de mentalidad cerrada. El gran descubridor que fue Pasteur, quien dio con la idea de que la suerte favorece a los preparados, comprendió que uno no busca algo concreto cada mañana, sino que trabaja con ahínco para permitir que la contingencia entre en su vida profesional. Como decía Yogi Berra, otro gran pensador: «Hay que tener mucho cuidado si no se sabe adónde se va, porque es posible que no se llegue». Asimismo, no intentemos predecir Cisnes Negros precisos; eso suele hacernos más vulnerables a los que no hemos previsto. Mis amigos Andy Marshall y Andrew Mays, del Departamento de Defensa, se enfrentan al mismo problema, ya que el ejército tiende a invertir recursos en prever los próximos problemas. Estos pensadores abogan por lo contrario: invertir en estar preparados, no en la predicción. Recordemos que la vigilancia infinita es sencillamente imposible. 3. Aprovechemos cualquier oportunidad, o cualquier cosa que parezca serlo. Éstas son raras, mucho más de lo que pensamos. Recordemos que los Cisnes Negros tienen un primer paso obligatorio: debemos estar expuestos a ellos. Muchas personas no se dan cuenta de que han tenido un golpe de suerte cuando lo experimentan. Si un gran editor (o un gran tratante de arte, un ejecutivo de la industria cinematográfica, un célebre banquero, un gran pensador) sugiere una cita, cancelemos cualquier cosa que hayamos planeado: es posible que nunca más se nos abra esa ventana. A veces me sorprendo de que sean pocas las personas que se dan cuenta de que estas oportunidades no brotan de los árboles. Recojamos todos los billetes gratuitos que no sean de lotería (esos cuyos beneficios son a largo plazo) que podamos y, una vez que empiecen a ser rentables, no los descartemos. Trabajemos con ahínco, no en algo pesado, repetitivo o mecánico, sino en perseguir esas oportunidades y maximizar la exposición a ellas. Esto hace que el hecho de vivir en ciudades grandes tenga un valor incalculable, porque aumentamos las probabilidades de encuentros con la serendipidad. La idea de asentarse en una zona rural alegando que «en la era de Internet» hay buenas comunicaciones, nos aleja de esa fuente de incertidumbre positiva. Los diplomáticos comprenden esto muy bien: las conversaciones informales en los cócteles suelen derivar en grandes avances, y no la seca correspondencia o las conversaciones telefónicas. Vayamos a las fiestas. Si somos científicos, tal vez captemos una observación que prenda la mecha de nuevas investigaciones. Y si somos autistas, mandemos a nuestros colegas a esos eventos. 4. Tengamos cuidado con los planes precisos de los gobiernos. Como decíamos en el capítulo 10, dejemos que los gobiernos predigan (ello hace que los que los gobiernos predigan (ello hace que los funcionarios se sientan mejor consigo mismos y justifica su existencia), pero no nos creamos nada de lo que dicen. Recordemos que a estos funcionarios les interesa sobrevivir y autoperpetuarse, no llegar a la verdad. Esto no significa que los gobiernos sean inútiles, sólo que uno debe mantenerse alerta ante sus efectos secundarios. Por ejemplo, quienes regulan el negocio de la banca son propensos a sufrir un grave problema de experto, y tienden a asumir riesgos de forma temeraria (pero oculta). Andy Marshall y Andy Mays me preguntaron si el sector privado sabría prever mejor. Lamentablemente, no. Una vez más, recordemos la historia de los bancos que esconden riesgos explosivos en sus carteras. No es buena idea fiarse de las corporaciones en asuntos tales como los sucesos raros, porque la actuación de esos ejecutivos no es observable a corto plazo, y además apostarán por el sistema que muestre buenos rendimientos para así poder recibir su paga extra anual. El talón de Aquiles del capitalismo es que si se hace que las empresas compitan, a veces es la que está más expuesta al Cisne Negro negativo la que parecerá estar en mejores condiciones de sobrevivir. Recordemos también de la nota a pie de página sobre el descubrimiento de Ferguson, en el capítulo 1, que los mercados no son buenos predictores de las guerras, Ninguno en particular es un buen indicador de nada. Lo siento. 5. siento. Como dijo en cierta ocasión el gran filósofo de la incertidumbre Yogi Berra, «hay personas a las que, si no aún lo saben, no se lo puedes decir». No desperdiciemos el tiempo intentando luchar contra los vaticinadores, los analistas de Bolsa, los economistas y los científicos sociales, a no ser para gastarles alguna broma. Es muy fácil reírse de ellos, y muchos se enfadan enseguida. No tiene sentido lamentarse de la impredecibilidad: la gente seguirá haciendo previsiones de forma alocada, especialmente si se les paga por ello, y no se puede acabar con los fraudes institucionalizados. Si alguna vez tenemos que hacer caso de una previsión, no olvidemos que su precisión se degrada con el paso del tiempo. Si oímos que un «prominente» economista emplea la palabra equilibrio, o la expresión distribución normal, no discutamos con él; limitémonos a ignorarle, o intentemos colarle un ratón debajo de la camisa. La gran asimetría Todas estas recomendaciones tienen un punto en común: la asimetría. Pensemos en las situaciones donde las consecuencias favorables sean mucho mayores que las desfavorables. Se trata de la idea de los resultados asimétricos, que es la idea central de este libro: nunca llegaremos a conocer lo idea central de este libro: nunca llegaremos a conocer lo desconocido ya que, por definición, es desconocido. Sin embargo, siempre podemos imaginar cómo podría afectarme, y sobre este hecho debería basar mis decisiones. A esta idea se la suele llamar erróneamente la apuesta de Pascal, por el filósofo y matemático (reflexivo) Blaise Pascal. Este expuso algo así: no sé si Dios existe, pero sé que nada tengo que ganar por ser ateo si no existe, mientras que tengo mucho que perder si Dios existe. Así pues, esto justifica mi creencia en Dios. La argumentación de Pascal está gravemente viciada desde el punto de vista teológico: hay que ser muy ingenuo para pensar que Dios nos castigará por nuestras falsas creencias. A menos que, naturalmente, uno adopte la muy restrictiva idea de un Dios ingenuo. (Se dijo que Bertrand Russell afirmó que Dios tendría que haber creado a los locos para que la argumentación de Pascal se sostuviera.) Pero la idea que se esconde detrás de la apuesta de Pascal tiene unas aplicaciones fundamentales fuera de la teología, pues lleva consigo toda la idea de conocimiento. Elimina la necesidad de entender las probabilidades de un suceso raro (el conocimiento que podamos tener de ellas tiene unas limitaciones fundamentales), y por tanto podemos centrarnos en las compensaciones y los beneficios de un suceso cuando tiene lugar. Las probabilidades de los sucesos raros no son computables; el efecto que un suceso produce en nosotros es considerablemente más fácil de afirmar (cuanto más raro sea el suceso, más confusas serán las probabilidades). Podemos tener una idea clara de las consecuencias de un suceso, aun en el caso de que no sepamos la probabilidad de que ocurra. Desconozco las probabilidades de que se produzca un terremoto, pero puedo imaginar cómo afectaría a San Francisco si se produjera. Esta idea según la cual para tomar una decisión tenemos que centrarnos en las consecuencias (que podemos conocer) más que en la probabilidad (que no podemos conocer) es la idea fundamental de la incertidumbre. Gran parte de mi vida se basa en ella. Sobre esta idea se puede construir toda una teoría general de la toma de decisiones. Todo lo que hay que hacer es mitigar las consecuencias. Como dije antes, si mi cartera de valores está expuesta a un crac de la Bolsa, cuyas probabilidades no puedo computar, todo lo que tengo que hacer es disponer de un seguro, o salirme de la Bolsa e invertir las cantidades que no estoy dispuesto a perder en modo alguno en valores menos arriesgados. De hecho, si el libre mercado ha tenido éxito es precisamente porque permite el proceso de ensayo y error que yo llamo «ajustes estocásticos» por parte de los operadores individuales en competencia que caen en manos de la falacia narrativa, pero que en realidad forman parte colectiva de un gran proyecto. Progresivamente vamos aprendiendo a practicar los ajustes estocásticos aunque sin saberlo, gracias a emprendedores excesivamente confiados, inversores ingenuos, ávidos banqueros de inversión y agresivos capitalistas de riesgo, reunidos todos de inversión y agresivos capitalistas de riesgo, reunidos todos ellos por el sistema de libre mercado. En el capítulo siguiente expongo por qué soy optimista respecto al hecho de que la academia esté perdiendo su poder y su capacidad para poner camisas de fuerza a los conocimientos, y de que se generen más conocimientos fuera de lo establecido, al estilo wiki (un sitio web cuyo contenido puede editar cualquiera que tenga acceso a él). Al final, es la historia la que nos empuja, aunque seguimos pensando que tenemos las riendas en nuestras manos. Como resumen de este largo apartado sobre la predicción diré que podemos delimitar fácilmente las razones de que no podamos averiguar qué es lo que pasa. Tales razones son: a) la arrogancia epistémica y nuestra correspondiente ceguera ante el futuro; b) la idea platónica de las categorías, o de que las personas se ven engañadas por las reducciones, en particular si poseen un título académico en una disciplina libre de expertos; y, finalmente, c) unas herramientas de inferencia defectuosas, en particular las herramientas libres de Cisnes Negros de Mediocristán. En el apartado que sigue entraremos en mayores detalles, mucho mayores, sobre estas herramientas de Mediocristán, sobre la «fontanería», por decirlo de algún modo. Tal vez algunos lectores lo entenderán como un apéndice; a otros les puede parecer el núcleo del libro. TERCERA PARTE Aquellos cisnes grises de Extremistán Ha llegado el momento de abordar con cierto detalle cuatro elementos finales que afectan a nuestro Cisne Negro. Primo, he dicho antes que el mundo avanza con mayor celeridad hacia Extremistán, que cada vez está menos gobernado por Mediocristán (en realidad, esta idea es mucho más sutil). Voy a mostrar cómo ocurre así como las diferentes ideas que tenemos sobre la formación de la desigualdad. Secondo, he venido describiendo la curva de campana gaussiana como un error contagioso y grave, y ya es hora de que analicemos este punto con cierta profundidad. Terzo, expondré lo que denomino aleatoriedad mandelbrotiana o fractal. Recordemos que para que un suceso sea un Cisne Negro, no sólo tiene que ser raro, o disparatado; debe ser inesperado, ha de situarse fuera de nuestro túnel de posibilidades. Debe ser nuestra debilidad. En realidad, muchos sucesos raros pueden mostrarnos su estructura: no es fácil computar su probabilidad, pero sí hacerse una idea general computar su probabilidad, pero sí hacerse una idea general sobre la probabilidad de que ocurran. Podemos convertir estos Cisnes Negros en «cisnes grises» reduciendo su efecto sorpresa. La persona consciente de la posibilidad de tales sucesos puede llegar a pertenecer a la variedad de quienes no sienten debilidad por ellos. Por último, expondré las ideas de aquellos filósofos que se centran en la falsa incertidumbre. He organizado este libro de forma que los apartados más técnicos (pero no esenciales) aparezcan aquí; el lector atento puede saltárselos sin por ello perderse nada, en especial los capítulos 15, 17 y la segunda mitad del 16. Advertiré al lector con notas a pie de página. Quien esté menos interesado en la mecánica de las desviaciones puede pasar directamente a la cuarta parte. 14 - DE MEDIOCRISTÁN A EXTREMISTÁN, IDA Y VUELTA Veamos cómo un mundo que es cada vez más obra del hombre puede evolucionar y alejarse de la aleatoriedad suave para acercarse a la desenfrenada. En primer lugar, expondré cómo llegamos a Extremistán. Luego observaremos esta evolución. El mundo es injusto ¿Es el mundo así de injusto? Me he pasado la vida estudiando el azar, practicando el azar, odiando el azar. Cuanto más tiempo pasa, peores me parecen las cosas, más miedo siento, más me disgusta la madre naturaleza. Cuanto más pienso en mi tema, más pruebas veo de que el mundo que tenemos en nuestra mente parece más aleatorio que el día anterior, y que los seres humanos parecen estar hoy aún más engañados por él que ayer. Es algo insoportable. Me resulta doloroso escribir estas líneas, pues siento que el mundo me da asco. pues siento que el mundo me da asco. Dos científicos «blandos» han propuesto unos modelos intuitivos para el desarrollo de esta injusticia: uno es un economista al uso; el otro, sociólogo. Ambos simplifican un poco demasiado. Expongo sus ideas porque son fáciles de comprender, no por la calidad científica de sus reflexiones ni por las consecuencias de sus descubrimientos; luego mostraré la historia tal como se ve desde la posición estratégica de los científicos naturales. Empezaré con el economista Sherwin Rosen. A principios de la década de 1980, escribió varios artículos sobre la «economía de las superestrellas». En uno de ellos manifestaba la ira que le producía que un jugador de baloncesto pudiera ganar 1,2 millones de dólares al año, o un famoso de la televisión, 2 millones. Para hacerse una idea de cómo crece esta concentración —es decir, de cómo nos alejamos de Mediocristán— pensemos que los famosos de la televisión y las estrellas del deporte (también en Europa) tienen hoy día, sólo dos décadas después, unos contratos por valor de cientos de millones de dólares. El límite se sitúa (de momento) unas veinte veces por encima del de hace dos décadas. Según Rosen, esta injusticia tiene su origen en un efecto torneo: alguien que es marginalmente «mejor» puede llevarse fácilmente todo el bote, sin dejar nada para los demás. Utilizando una argumentación del capítulo 3, la gente prefiere pagar 10,99 dólares por un disco de Horowitz, a pagar 9,99 por el de algún esforzado pianista. ¿Preferiríamos pagar 13,99 dólares por leer a Kundera a pagar 1 dólar por leer a algún escritor desconocido? De modo que parece una especie de torneo cuyo ganador se lo lleva todo, sin necesidad de ganar por mucho. Pero en la hermosa argumentación de Rosen no aparece el papel de la suerte. El problema reside en la idea de «mejor», esa atención a las destrezas que al parecer llevan al éxito. Los resultados aleatorios, o una situación arbitraria, también pueden explicar el éxito, y dar el empuje inicial que lleva al resultado del «ganador se lo lleva todo». Una persona se puede situar un tanto por delante por razones completamente aleatorias; pero como nos gusta imitar a los demás, la seguimos en manada. Se subestima mucho la realidad del contagio. Para escribir estas líneas empleo un Macintosh, después de pasarme años utilizando los productos de Microsoft. La tecnología de Apple es inmensamente mejor; sin embargo fue el software de peor calidad el que se impuso. ¿Cómo? Suerte. El efecto Mateo Más de una década antes de Rosen, el sociólogo de la ciencia Robert K. Merton expuso su idea del efecto Mateo, según el cual las personas toman de los pobres para dárselo a los ricos.44 Observó la actuación de los científicos y demostró que una ventaja inicial le sigue a uno durante toda la vida. Consideremos el siguiente proceso. Imaginemos que alguien escribe un artículo académico en el que cita a cincuenta personas que han trabajado en el tema y han aportado materiales de fondo para su estudio; supongamos, para hacerlo sencillo, que todas ellas reúnen los mismos méritos. Otro investigador que trabaje exactamente en el mismo tema citará de forma aleatoria a tres de esas cincuenta personas en su bibliografía. Merton demostró que muchos académicos citan referencias sin haber leído la obra original: leen un artículo y sacan sus propias citas de entre las fuentes de ese artículo. De modo que un tercer investigador que lea el segundo artículo selecciona para sus citas a los tres autores antes citados. Estos tres autores recibirán cada vez mayor atención ya que sus nombres se van asociando con mayor derecho al tema en cuestión. La diferencia entre los tres ganadores y los otros miembros del grupo original es, en su mayor parte, cuestión de suerte: fueron escogidos inicialmente no por su mayor destreza, sino sencillamente por la forma en que sus nombres aparecían en la bibliografía anterior. Gracias a su fama, estos académicos de éxito seguirán escribiendo artículos y les será fácil publicar su obra. El éxito académico es en parte (pero en parte importante) una lotería.45 Es fácil comprobar el efecto de la reputación. Una forma de hacerlo sería buscar artículos que fueran obra de científicos famosos cuya identidad hubiera sido modificada por error, y que fuesen rechazados. Podríamos verificar cuántos de estos rechazos se subsanaban una vez restablecida la identidad del autor. Señalemos que a los eruditos se les juzga ante todo por autor. Señalemos que a los eruditos se les juzga ante todo por las veces que su obra es citada en la de otras personas, y así se forman las camarillas de personas que se citan mutuamente (es aquello de «si me citas, te cito»). Al final, los autores que no son citados a menudo abandonan la partida y se ponen a trabajar para el Estado, por ejemplo (si son de carácter discreto), o para la Mafia, o para una empresa de Wall Street (si tienen un elevado nivel de hormonas). Quienes reciben un buen empuje al principio de su carrera académica seguirán gozando de constantes ventajas acumulativas a lo largo de la vida. Al rico le resulta más fácil hacerse más rico; al famoso, hacerse más famoso. En sociología, los efectos Mateo llevan el nombre menos literario de «ventaja acumulativa». Esta teoría se puede aplicar fácilmente a las empresas, a los hombres de negocios, a los actores, a los escritores y a cualquiera que se beneficie del éxito pasado. Si uno consigue publicar en The New Yorker porque el color de su membrete llamó la atención del editor, que en esos momentos estaba pensando en las musarañas, la recompensa resultante te puede acompañar toda la vida. Y lo que es más importante, acompañará a otros durante toda la vida. El fracaso también es acumulativo; es previsible que los perdedores pierdan también en el futuro, aunque no tengamos en cuenta el mecanismo de la desmoralización que puede exacerbarlo y causar fracasos adicionales. Observemos que el arte, dada su dependencia del boca a boca, es extremadamente propenso a estos efectos de ventaja acumulativa. En el capítulo 1 hablaba de los grupos, y de cómo el periodismo ayuda a perpetuar esos grupos. Nuestras opiniones sobre el mérito artístico son el resultado del contagio arbitrario, más aún de lo que lo son nuestras ideas políticas. Una persona escribe una reseña de un libro; otra la lee y escribe un comentario que usa los mismos argumentos. Enseguida tenemos varios cientos de reseñas que en realidad se reducen, por su contenido, a no más de dos o tres, porque hay mucho solapamiento. Para un ejemplo anecdótico, léase Fire the Bastards!, cuyo autor, Jack Green, recoge sistemáticamente las críticas de la novela de William Gaddis The Recognitions. Green demuestra claramente que los autores de las críticas del libro anclan éstas en otras críticas, y revela una potente influencia mutua, incluso en su forma de redactar. Este fenómeno recuerda la actitud gregaria de los analistas financieros de que hablaba en el capítulo 10. La llegada de los medios de comunicación modernos ha acelerado estas ventajas acumulativas. El sociólogo Fierre Bourdieu señalaba que existe un vínculo entre la mayor concentración de éxito y la globalización de la cultura y la vida económica. Pero no pretendo actuar aquí de sociólogo, sólo demostrar que los elementos impredecibles pueden influir en los resultados sociales. La idea de la ventaja acumulativa de Merton tiene un precursor más general, el «apego preferencial», que expondré a continuación cambiando la cronología (pero no la lógica). A Merton le interesaba el aspecto social del conocimiento, no la Merton le interesaba el aspecto social del conocimiento, no la dinámica de la aleatoriedad social; por eso sus estudios se apartaron de la investigación sobre la dinámica del azar en las ciencias más matemáticas. Lingua franca La teoría del apego preferencial es omnipresente en sus aplicaciones: puede explicar por qué el tamaño de una ciudad pertenece a Extremistán, por qué el vocabulario se concentra en torno a una pequeña cantidad de palabras, o por qué el tamaño de las poblaciones de bacterias puede variar muchísimo. En 1922 los científicos J. C. Willis y G. U. Yule publicaron un artículo en Nature que marcó un hito. Llevaba por título «Some Statistics of Evolution and Geographical Distribution in Plants and Animals, and Their Significance». Willis y Yule advirtieron que en la biología actuaban las llamadas leyes potenciales, semejantes a la aleatoriedad escalable de la que hablaba en el capítulo 3. Estas leyes potenciales (de las que facilitaré mayor información técnica en el capítulo siguiente) las había observado anteriormente Vilfredo Pareto, quien descubrió que se aplicaban a la distribución de los ingresos. Más tarde, Yule expuso un sencillo modelo que mostraba cómo se pueden generar las leyes potenciales. Su tesis era la siguiente: supongamos que las especies se dividen en dos a un ritmo constante, con lo que van surgiendo nuevas especies. Cuánto más rico en especies sea un género, más rico tenderá a ser, siguiendo la misma lógica que el efecto Mateo. Pero advirtamos que en el modelo de Yule las especies nunca se extinguen. Durante la década de 1940, un lingüista de Harvard, George Zipf, analizó las propiedades del lenguaje y se encontró con una regularidad empírica que hoy se denomina ley de Zipf, la cual, por supuesto, no es una ley (y si lo fuera, no sería de Zipf). No es más que otra forma de pensar el proceso de la desigualdad. Los mecanismos que Zipf describió son los siguientes: cuanto más se usa una palabra, menos difícil resulta usarla de nuevo, de manera que en nuestro diccionario privado escogemos las palabras en función de su uso pasado. Esto explica por qué de las sesenta mil principales palabras de la lengua inglesa, sólo unos cientos de ellas son utilizadas en los textos escritos, y que aparezca un número aún menor en las conversaciones cotidianas. De modo parecido, cuantas más personas se congregan en una determinada ciudad, mayores son las probabilidades de que un foráneo escoja esa ciudad para vivir. Lo grande se hace mayor y lo pequeño sigue siendo pequeño, o se hace relativamente menor. Un ejemplo perfecto del apego preferencial se puede ver en el uso cada vez más extendido de la lengua inglesa como lingua franca, aunque no por sus cualidades intrínsecas, sino porque las personas necesitamos usar una única lengua, o apegarnos a una tanto como podamos, cuando mantenemos una conversación. De modo que cualquiera que sea la lengua que parezca imponerse, enseguida atraerá a las personas en masa; su uso se extenderá como una plaga, y las otras lenguas pronto se uso se extenderá como una plaga, y las otras lenguas pronto se verán desplazadas. A menudo me sorprendo al escuchar conversaciones entre personas de dos países vecinos, por ejemplo, entre un turco y un iraní, o un libanés y un chipriota, que se comunican en un mal inglés, ayudándose de las manos para recalcar lo que dicen y buscando aquellas palabras que les salen de la garganta después de un gran esfuerzo físico. Hasta los miembros del ejército suizo emplean el inglés (no el francés) como lingua franca (sería divertido escucharles). Pensemos que una minoría muy pequeña de estadounidenses de ascendencia noreuropea son de Inglaterra; tradicionalmente, los grupos étnicos preponderantes son de extracción alemana, irlandesa, holandesa, francesa y de otros países del norte de Europa. Pero todos estos grupos, debido a que hoy día usan el inglés como lengua principal, tienen que estudiar las raíces de su lengua adoptiva y desarrollar una asociación cultural con partes de una determinada y húmeda isla, así como con su historia, sus tradiciones y sus costumbres. Ideas y plagas El mismo modelo se puede emplear para las plagas y la concentración de ideas. Pero existen ciertas restricciones en la naturaleza de la epidemia que debo exponer aquí. Las ideas no se extienden sin seguir alguna forma o estructura. Recordemos lo que decíamos en el capítulo 4 sobre cómo nos preparamos para hacer inferencias. Del mismo modo que tendemos a generalizar ciertas cosas y no otras, parece que hay unas «cuencas de atracción» que nos dirigen hacia determinadas creencias. Algunas ideas acabarán siendo contagiosas, pero no otras; algunas formas de supersticiones se extenderán, pero otras no; algunos tipos de creencias religiosas dominarán, pero otras no. Dan Sperber, antropólogo, científico cognitivo y filósofo, propone la idea siguiente sobre la epidemiología de las representaciones. Lo que las personas llaman «memes», ideas que se extienden y que compiten entre sí utilizando a las personas como portadoras, no son realmente como los genes. Las ideas se extienden porque, lamentablemente, tienen como portadores a agentes egoístas interesados en ellas, e interesados en deformarlas en el proceso de reproducción. No hacemos una tarta con el único propósito de reproducir una receta: intentamos hacer nuestra propia tarta, empleando ideas de los demás para mejorarla. Los seres humanos no somos fotocopiadoras. De ahí que las categorías mentales contagiosas sean aquellas en las que estamos preparados para creer, incluso tal vez programados para creer. Para que sea contagiosa, una categoría mental debe estar de acuerdo con nuestra naturaleza. Nadie está a salvo en Extremistán Hay algo extremadamente ingenuo en todos estos modelos de la dinámica de la concentración que he expuesto, en especial los la dinámica de la concentración que he expuesto, en especial los socioeconómicos. Por ejemplo, la idea de Merton, aunque incluye la suerte, carece de una capa adicional de azar. En todos estos modelos el ganador sigue siéndolo. Ahora bien, es posible que un perdedor siempre lo siga siendo, pero al ganador lo puede desbancar alguien nuevo surgido de la nada. Nadie está a salvo. Las teorías del apego preferencial son intuitivamente atractivas; pero no explican la posibilidad de ser suplantado por unos recién llegados, lo que todo escolar conoce como el declive de las civilizaciones. Pensemos en la lógica de las ciudades: ¿qué le ocurrió a Roma, que en el siglo I d.C. tenía una población de 1,2 millones de personas, para que acabara con una población de doce mil personas en el siglo III? ¿Cómo fue posible que Baltimore, en su día una importante ciudad estadounidense, se convirtiera en una reliquia? ¿Y cómo fue que Nueva York llegó a eclipsar a Filadelfia? Un francés de Brooklyn Cuando empecé a operar con divisas extranjeras, hice amistad con un tipo llamado Vincent que tenía todo el aspecto de un comerciante de Brooklyn, hasta las peculiaridades de Tony el Gordo, con la salvedad de que hablaba la versión francesa del inglés de Brooklyn. Vincent me enseñó algunos trucos. Dos de sus lemas eran: «Entre los operadores de Bolsa puede haber príncipes, pero nadie llega a rey», y «A las personas con que uno se encuentra mientras asciende, nunca se las encontrará cuando baje». Cuando yo era pequeño había teorías sobre la lucha de clases y las batallas que libraban individuos inocentes contra las poderosas y gigantescas corporaciones, capaces de engullir el mundo. Cualquiera que tuviera hambre de cultura se alimentaba de esas teorías, herederas de la creencia marxista en que los medios de explotación se autoalimentan, y los poderosos se hacen cada vez más poderosos, incrementando así la injusticia del sistema. Pero bastaba con que uno mirara a su alrededor para ver cómo aquellas empresas grandes y monstruosas caían como moscas. Hagamos un corte transversal de las empresas dominantes en un momento dado; muchas de ellas habrán desaparecido varias décadas después, mientras que empresas de las que nadie oyó hablar nunca habrán aparecido en escena, salidas de algún garaje de California o de una habitación de algún colegio mayor universitario. Consideremos la aleccionadora estadística siguiente. De las 500 mayores empresas de Estados Unidos en 1957, únicamente 75 seguían formando parte del selecto Standard and Poor's 500 cuarenta años después. Sólo unas pocas habían desaparecido en fusiones; las demás se habían reducido o habían quebrado. Lo interesante es que casi todas estas grandes corporaciones estaban ubicadas en el país más capitalista de la Tierra, Estados Unidos. Cuanto más socialista era la orientación de un país, más fácil les resultaba permanecer a las grandes empresas. ¿Por qué fue el capitalismo (y no el socialismo) el que destruyó a esos fue el capitalismo (y no el socialismo) el que destruyó a esos ogros? En otras palabras, si uno deja solas a las empresas, éstas tienden a ser devoradas. Los partidarios de la libertad económica sostienen que las corporaciones de talante ávido y bestial no significan amenaza alguna, porque la competencia las mantiene a raya. Lo que vi en Wharton School me convenció de que la auténtica razón incluye una gran parte de algo más: el azar. Pero cuando se habla del azar (cosa que no se suele hacer), las personas normalmente sólo se fijan en su propia suerte. Sin embargo, la suerte de los demás cuenta mucho. Es posible que otra empresa tenga la suerte de que un producto sea un éxito de ventas, con lo que desplazará a los actuales ganadores. El capitalismo es, entre otras cosas, la revitalización del mundo gracias a la oportunidad de tener suerte. Ésta es el gran igualador, porque casi todo el mundo se puede beneficiar de ella. Los gobiernos socialistas protegían a sus monstruos y, al hacerlo, abortaban a los posibles recién llegados. Todo es transitorio. La suerte hizo y deshizo Cartago; hizo y deshizo Roma. Decía antes que la aleatoriedad es mala, pero no siempre ocurre así. La suerte es mucho más igualitaria que, incluso, la inteligencia. Si a las personas se las recompensara estrictamente según sus habilidades, las cosas serían aún más injustas ya que no escogemos nuestras habilidades. El azar produce el efecto benéfico de volver a barajar las cartas de la sociedad, para poder ganar al afortunado de siempre. En las artes, las modas cumplen el mismo cometido. El recién llegado se puede beneficiar de una moda, dado que los seguidores se multiplican gracias a una epidemia al estilo del apego preferencial. ¿Qué ocurre entonces? Que también él se convierte en historia. Es muy interesante observar a los autores aclamados de una determinada época y ver cuántos se han borrado de nuestra memoria. Es algo que ocurre hasta en países como Francia, donde el Estado apoya las reputaciones establecidas, del mismo modo que apoya a las grandes empresas con problemas. Cuando voy a Beirut, suelo ver en casa de mis parientes los restos de una colección de «libros Nobel», que se distinguían por estar encuadernados en piel blanca. Algunos vendedores hiperactivos consiguieron en su día llenar las bibliotecas particulares con estos volúmenes de bella factura; mucha gente compra libros con fines decorativos, y quieren que el criterio de selección sea sencillo. El criterio que ofrecía esta serie era la edición de una obra de un premio Nobel de Literatura al año, una forma sencilla de construir la biblioteca definitiva. Se suponía que la serie se actualizaba todos los años, pero creo que la empresa dejó de funcionar en la década de 1980. Siento una punzada cada vez que veo esos libros. ¿Se oye hablar hoy mucho de Sully Prudhomme (el primer ganador del Nobel de Literatura), Pearl Buck (escritora estadounidense), Romain Rolland, Anatole France (ambos fueron los escritores franceses más famosos de su generación), Saint John Perse, Roger Martin más famosos de su generación), Saint John Perse, Roger Martin du Gard o Frederic Mistral? La cola larga He dicho que nadie está a salvo en Extremistán. También se puede decir lo contrario: que nadie está amenazado de una extinción total. Nuestro entorno actual permite que el niño aguarde su oportunidad en la antecámara del éxito (mientras hay vida, hay esperanza). Esta idea la rescató recientemente Chris Anderson, uno de los pocos que comprenden que la dinámica de la concentración fractal tiene otra capa de aleatoriedad, y la unió a su idea de la «cola larga», que expondré enseguida. Anderson tiene la suerte de no ser un estadístico profesional (las personas que han tenido la desgracia de pasar por una formación estadística convencional creen que vivimos en Mediocristán). Supo contemplar la dinámica del mundo con una mirada nueva. Es verdad, la Red produce una aguda concentración. Un gran número de usuarios visitan unos pocos sitios, como por ejemplo Google, que, en el momento de escribir estas líneas, domina por completo el mercado. En ningún otro momento de la historia, una empresa se ha hecho tan dominante con tanta rapidez: Google puede atender desde personas de Nicaragua hasta personas del suroeste de Mongolia o de la costa oeste de Estados Unidos, sin tener que preocuparse por los operadores telefónicos, los envíos, las entregas ni la fabricación. Es el telefónicos, los envíos, las entregas ni la fabricación. Es el estudio de casos definitivo sobre «el ganador se lo lleva todo». Pero la gente se olvida de que, antes de Google, Altavista dominaba el mercado de los buscadores. Estoy preparado para revisar la metáfora de Google y sustituirla por un nuevo nombre en futuras ediciones de este libro. Lo que Anderson vio es que la Red causa algo más que la concentración: permite la formación de una reserva de protoGoogles que están a la espera. También fomenta el Google inverso, es decir, permite que las personas que poseen una especialidad técnica encuentren un público pequeño y estable. Recordemos el papel que la Red desempeñó en el éxito de Yevguenia Krasnova. Gracias a Internet, la escritora pudo soslayar a los editores convencionales. Su editor de gafas de color rosa ni siquiera se hubiera dedicado a ese negocio de no haber sido por la Red. Supongamos que Amazon.com no existe, y que hemos escrito un sofisticado libro. Lo más probable es que una librería muy pequeña que sólo contenga 5.000 libros no tenga ningún interés en dejar que nuestra «prosa de bella factura» ocupe un espacio en el estante de los libros de mejor calidad. Y una gran librería como la estadounidense Barnes & Noble puede contener 130.000 volúmenes, lo cual sigue siendo insuficiente para dar cabida a títulos marginales. De modo que nuestra obra ha nacido muerta. No ocurre lo mismo con quienes venden por Internet. Una librería de la Red puede contener un número casi infinito de libros, ya que no es necesario tenerlos físicamente en el almacén. De hecho, nadie necesita tenerlos físicamente, ya que pueden De hecho, nadie necesita tenerlos físicamente, ya que pueden seguir en formato digital hasta que haya necesidad de imprimirlos, un negocio emergente llamado imprimir según demanda. De modo que, como autores de ese pequeño libro, nos podemos sentar, esperar nuestra oportunidad, estar disponibles en los buscadores, y quizá beneficiarnos de una epidemia ocasional. De hecho, la calidad de la lectura ha mejorado de forma destacada en los últimos años gracias a la disponibilidad de esos libros más sofisticados. Se trata de un medio fértil para la diversidad.46 Muchas personas me llaman para que hable de la idea de la cola larga, que parece ser exactamente lo opuesto a la concentración que implica la escalabilidad. La cola larga implica que los tipos pequeños controlan, colectivamente, un amplio sector de la cultura y el comercio, debido a los nichos y las subespecialidades que hoy pueden sobrevivir gracias a Internet. Pero, curiosamente, también puede implicar un amplio margen de desigualdad: una gran base de tipos pequeños y un número muy reducido de supergigantes representan una parte de la cultura mundial, mientras que algunos de los tipos pequeños ascienden de vez en cuando para desbancar a los ganadores, (Esto es la «doble cola»: una cola larga con los tipos pequeños y una cola pequeña con los tipos grandes.) El papel de la cola larga es fundamental para cambiar la dinámica del éxito, ya que desestabiliza al bien asentado ganador y lo sustituye por otro. Dicho brevemente, esto será siempre y lo sustituye por otro. Dicho brevemente, esto será siempre Extremistán, gobernado por la concentración de la aleatoriedad de tipo 2; pero será un Extremistán en perpetuo cambio. La aportación de la cola larga no es aún numérica; sigue confinada en la Red y es un comercio on-line a pequeña escala. Pero imaginemos cómo puede afectar la cola larga al futuro de la cultura, la información y la vida política. Nos podría liberar de los partidos políticos dominantes, del sistema académico, de los grupos de prensa, de cualquier cosa que hoy esté en manos de una autoridad anquilosada, engreída e interesada. La cola larga contribuirá al fomento de la diversidad cognitiva. Un momento importante del año 2006 fue cuando encontré en mi buzón el borrador de un libro llamado Cognitive Diversity: How Our Individual Dijferences Produce Collective Benefits, de Scott Page. El autor analiza los efectos de la diversidad cognitiva en la resolución de problemas, y demuestra que la variabilidad en las opiniones y los métodos es el motor de las actividades aleatorias o no planificadas. Funciona como la evolución. Al subvertir las estructuras también nos libramos de la forma única platonificada de hacer las cosas; al final debería imponerse el empírico que prescinde de teorías y parte de los detalles para llegar a los conceptos. En resumen, la cola larga es un producto secundario de Extremistán que lo hace algo menos injusto: el mundo no es menos injusto para el tipo pequeño, pero ahora resulta extremadamente injusto para el gran hombre. Nadie está realmente afianzado. El tipo pequeño es muy subversivo. La globalización ingenua Nos deslizamos hacia el desorden, pero no necesariamente un desorden malo. Esto implica que veremos más períodos de calma y estabilidad, en los que la mayoría de los problemas se concentrarán en un pequeño número de Cisnes Negros. Pensemos en la naturaleza de las guerras pasadas. El siglo XX no fue el más mortífero (en porcentajes sobre la población total), pero trajo algo nuevo: el principio de la guerra de Extremistán, una pequeña probabilidad de conflicto que degenera en la total aniquilación del género humano, un conflicto del que nadie está a salvo en ninguna parte. Un efecto similar se está produciendo en la vida económica. En el capítulo 3 hablaba de la globalización; aquí está, pero no siempre para bien: crea una fragilidad entrelazada, al tiempo que reduce la volatilidad y da apariencia de estabilidad. En otras palabras, crea unos Cisnes Negros devastadores. Nunca antes hemos vivido bajo la amenaza de un colapso total. Las instituciones financieras se han ido fusionando en un número menor de grandes bancos. Casi todos los bancos están hoy interrelacionados. De manera que la ecología financiera se está hinchando hasta formar bancos gigantescos, incestuosos y burocráticos (a menudo gaussianizados en sus cálculos del riesgo: cuando cae uno, caen todos.)47 Al parecer, la mayor concentración entre los bancos surte el efecto de hacer menos probables las crisis financieras, pero cuando éstas se producen, probables las crisis financieras, pero cuando éstas se producen, son de escala más global y nos golpean con mucha fuerza. Hemos pasado de una ecología diversificada de pequeños bancos, con políticas de crédito diferentes, a una estructura más homogénea de empresas semejantes entre sí. Es verdad que hoy tenemos menos fallos, pero cuando se cometen... tiemblo de pensarlo. Repito: tendremos menos crisis, pero serán más graves. Cuanto más raro es el suceso, menos sabemos acerca de sus probabilidades, lo cual significa que cada vez sabemos menos sobre la posibilidad de una crisis. Sin embargo, tenemos cierta idea de cómo se produciría una crisis de este tipo. Una red es el ensamblaje de unos elementos llamados nodos que están conectados entre sí mediante un vínculo; los aeropuertos del mundo son una red, al igual lo son la World Wide Web, las conexiones sociales y las redes eléctricas. Hay una rama de la investigación que se denomina «teoría de las redes» y que estudia la organización de este tipo de redes así como los vínculos entre sus nodos, entre cuyos investigadores figuran Duncan Watts, Steven Strogatz, Albert-Lázsló Barabási y muchos más. Todos ellos entienden las matemáticas de Extremistán y la inadecuación de la campana de Gauss. Han desvelado la siguiente propiedad de las redes: hay una concentración en unos cuantos nodos que constituye las conexiones centrales. Las redes tienen una tendencia natural a organizarse en torno a una arquitectura extremadamente concentrada: algunos nodos están muy conectados; otros, sólo un poco. La distribución de estas conexiones tiene una estructura escalable como la que presentaremos en los capítulos 15 y 16. escalable como la que presentaremos en los capítulos 15 y 16. La concentración de este tipo no se limita a Internet; aparece en la vida social (un pequeño número de personas están conectadas a otras), en las redes eléctricas, en las redes de comunicación. Parece que esto hace que las redes sean más robustas: los insultos aleatorios a muchas de las partes de la red no tendrán consecuencia alguna ya que lo previsible es que golpeen en un punto débilmente conectado. Pero también hace que las redes sean más vulnerables a los Cisnes Negros. Pensemos simplemente en qué ocurriría si hubiera un problema con un nodo importante. El apagón que se produjo en el noreste de Estados Unidos en agosto de 2003, con su consiguiente caos, es un ejemplo perfecto de lo que podría ocurrir si uno de los grandes bancos se fuera a pique hoy mismo. Pero los bancos están en una situación muchísimo peor que Internet. La industria financiera no tiene una cola larga importante. Nos iría mucho mejor si hubiera una ecología distinta, donde las instituciones financieras quebraran de vez en cuando y enseguida fueran sustituidas por otras nuevas, lo que sería un reflejo de los negocios por Internet y la capacidad de recuperación de la economía por Internet. O si hubiera una cola larga de agentes y funcionarios del Estado que acudieran a revigorizar las burocracias. Cambios para alejarse de Extremistán Cambios para alejarse de Extremistán Inevitablemente, existe una creciente tensión entre nuestra sociedad, llena de concentración, y la idea clásica que tenemos de la mediocridad áurea, la media dorada, por lo que es posible que se realicen esfuerzos para darle la vuelta a esa concentración. Vivimos en una sociedad de «una persona, un voto», donde se han establecido los impuestos progresivos precisamente para debilitar a los ganadores. De hecho, quienes se encuentran en la base de la pirámide social pueden reescribir fácilmente las reglas de la sociedad con el fin de impedir que la concentración los perjudique. Pero para ello no hace falta votar, la religión puede mitigar el problema. Pensemos que antes del cristianismo en muchas sociedades los poderosos tenían muchas esposas, con lo que impedían a los del escalón más bajo acceder a ellas, una situación que no difiere mucho de la exclusividad reproductora de los machos alfa en muchas comunidades. Pero el cristianismo cambió por completo esa situación gracias a la regla de «un hombre, una esposa». Más tarde, el islamismo situó el máximo de esposas por varón en cuatro. El judaísmo, que había sido poligénico, se hizo monógamo en la Edad Media. Se puede decir que tal estrategia ha tenido éxito: la institución del matrimonio rigurosamente monógamo (sin ninguna concubina oficial, como en los tiempos de los griegos y los romanos), incluso cuando se practica «a la francesa», favorece la estabilidad social, ya que en los niveles inferiores no existe ningún grupo de varones airados y privados de la sexualidad que alienten la revolución con el único propósito de la sexualidad que alienten la revolución con el único propósito de poder aparearse. Pero creo que el énfasis en la desigualdad económica, a expensas de otros tipos de desigualdad, es fastidioso en extremo. La justicia no es un asunto exclusivamente económico: lo va siendo cada vez menos a medida que satisfacemos nuestras necesidades materiales básicas. Lo que importa es la jerarquía, ya que siempre habrá superestrellas. Es posible que los soviéticos echaran abajo la estructura económica, pero fomentaron su propio tipo de superhombre. Lo que no se suele entender, o se niega (debido a sus inquietantes implicaciones), es la ausencia de relevancia del tipo medio en la producción intelectual. La participación desproporcionada de un grupo reducido en la influencia intelectual es aún más perturbadora que la distribución desigual de la riqueza porque, contrariamente a las diferencias en los ingresos, ninguna política social puede eliminarla. El comunismo supo esconder o comprimir las diferencias en los ingresos, pero no pudo eliminar el sistema de superestrellas en la vida intelectual. Michael Marmot, de los Whitehall Studies, ha demostrado que quienes ocupan los puestos superiores de la jerarquía viven más tiempo, incluso cuando tienen que adaptarse a la enfermedad. El impresionante trabajo de Marmot demuestra que el rango social puede afectar por sí mismo a la longevidad. Se calculó que los actores que consiguen el Oscar tienden a vivir una media de cinco años más que sus iguales no oscarizados. Las personas pertenecientes a sociedades que tienen un gradiente social más bajo viven más años. Los ganadores acaban con sus iguales, del mismo modo que quienes viven en comunidades con un elevado gradiente social son menos longevos, sea cual sea su situación económica. No sé cómo se podría remediar esta situación (a no ser mediante las creencias religiosas). ¿Es posible asegurarse contra al éxito desmoralizador de nuestros iguales? ¿Habría que prohibir los premios Nobel? Está demostrado que el premio Nobel en Economía no ha sido bueno para la sociedad o el conocimiento, pero incluso los premiados por auténticas aportaciones a la medicina o la física desplazan con excesiva rapidez de nuestra conciencia a otras personas, a quienes les roban la longevidad. Extremistán va a seguir existiendo, así que tenemos que vivir con él y dar con los trucos que lo hagan más agradable. 15 - LA CURVA DE CAMPANA, ESE GRAN FRAUDE INTELECTUAL Olvidemos todo lo que hayamos escuchado sobre estadística o teoría de la probabilidad en la universidad. Si nunca asistimos a clases de estas materias, mucho mejor. Empecemos por el principio. Lo gaussiano y lo mandelbrotiano En diciembre de 2001, me encontraba de paso en el aeropuerto de Frankfurt, en un viaje de Oslo a Zurich. Disponía de mucho tiempo, y además era una magnífica oportunidad para comprar chocolate negro europeo, especialmente desde que he conseguido convencerme de que las calorías de los aeropuertos no cuentan. El cajero me dio, entre otras cosas, un billete de diez marcos que era idéntico a la copia (ilegal) que aparece a continuación. Los billetes de diez marcos dejarían de circular en pocos días, pues iba a entrar en circulación el euro. Lo guardé como un recuerdo de despedida. Antes de la llegada del euro, Europa contaba con muchas monedas, algo que era bueno para los impresores, los cambistas y, por supuesto, quienes operaban con ellas, como este (más o menos) humilde escritor. Mientras me tomaba el chocolate negro europeo y contemplaba con nostalgia el billete, casi me atraganté. De repente me di cuenta, por primera vez, de que en el billete había algo curioso. Llevaba el retrato de Carl Friedrich Gauss y una imagen de su famosa campana. El último billete aleman de 10 marcos representa a Gauss y, a su izquierda, la campana de Gauss. La sorprendente paradoja de este asunto es que el último objeto posible que se puede vincular con la divisa alemana sea precisamente esa curva: en la década de 1920 el Reichsmark (como se llamaba antes la moneda) pasó de cuatro por dólar a cuatro billones por dólar en el transcurso de unos pocos años, lo cual demuestra que la curva de campana no tiene sentido como descripción de la aleatoriedad de las fluctuaciones en las divisas. Todo lo que se necesita para rechazar la curva de campana es que un movimiento de ese tipo se produzca una vez, y sólo una vez (basta pensar en las consecuencias). Pero ahí estaban la curva de campana y, junto a ella, Herr Professor Doktor Gauss, un hombre poco atractivo, de facciones un tanto duras y desde luego alguien con quien no me apetecería pasar el tiempo holgazaneando en una terraza, tomando pastis y charlando de lo que se nos ocurriera. Lo increíble es que la campana de Gauss la utilizan como herramienta de medición del riesgo esos directores y banqueros centrales que visten traje oscuro y hablan tediosamente sobre las divisas. El incremento en la disminución Como ya he dicho, el punto principal de la teoría gaussiana es que la mayoría de las observaciones giran en torno a lo mediocre, el promedio; las probabilidades de una desviación van disminuyendo a medida que nos alejamos del promedio. Si tenemos que quedarnos con una única información, sería la siguiente: el drástico incremento de la velocidad de disminución de las probabilidades a medida que nos alejamos del centro, o promedio. Observemos la lista reproducida más abajo como ilustración de lo que digo. Tomo un ejemplo de una cantidad gaussiana, como la altura, y la simplifico un poco para hacerla más ilustrativa. Supongamos que la altura media (de hombres y más ilustrativa. Supongamos que la altura media (de hombres y mujeres) es de 1,67 metros. Consideremos que lo que aquí llamo unidad de desviación son 10 centímetros. Veamos los incrementos por encima de 1,67 metros y pensemos en las probabilidades de que alguien tenga esta altura.48 10 centímetros más alto que la media (es decir, más de 1,77 m): 1 entre 6,3 20 centímetros más alto que la media (es decir, más de 1,87 m): 1 entre 44 30 centímetros más alto que la media (es decir, más de 1,97 m): 1 entre 740 40 centímetros más alto que la media (es decir, más de 2,07 m): 1 entre 32.000 50 centímetros más alto que la media (es decir, más de 2,17 m): 1 entre 3.500.000 60 centímetros más alto que la media (es decir, más de 2,27 m): 1 entre 1.000.000.000. 70 centímetros más alto que la media (es decir, más de 2,37 m): 1 entre 780.000.000.000 80 centímetros más alto que la media (es decir, más de 2,47 m): 1 entre 1.600.000.000.000.000 90 centímetros más alto que la media (es decir, más de 2,57 m): 1 entre 8.900.000.000.000.000.000 100 centímetros más alto que la media (es decir, más de 2,67 m): 1 entre 130.000.000.000.000.000.000.000 ...y 110 centímetros más alto que la media (es decir, más de 2,77 m): 1 entre 36.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.00 Observemos que muy pronto, después de 22 desviaciones, o 220 centímetros más alto que la media, las probabilidades alcanzan un googol, que equivale a un 1 seguido de 100 ceros. El objetivo de esta lista es ilustrar la aceleración. Fijémonos en la diferencia de probabilidades entre 60 y 70 centímetros más alto que la media: por un simple incremento de 10 centímetros, pasamos de 1 entre 1.000 millones de personas a 1 entre 780.000 millones. Y el salto entre 70 y 80 centímetros: con 10 centímetros más sobre la media, pasamos de 780.000 millones a un 1.600 billones.49 Esta pronunciada disminución de las probabilidades de encontrar algo es lo que nos permite ignorar las rarezas. Sólo una curva puede producir esa disminución, y es la curva de una curva puede producir esa disminución, y es la curva de campana (y sus hermanas no escalables). Lo mandelbrotiano En comparación, fijémonos en las probabilidades de ser rico en Europa. Supongamos que ahí la riqueza sea escalable, es decir, mandelbrotiana. (No es una descripción exacta de la riqueza en Europa; está simplificada para resaltar la lógica de la distribución escalable)50 Distribución escalable de la riqueza Personas con un patrimonio neto superior a 1 millón de euros: 1 entre 62,5 Superior a 2 millones: 1 entre 250 Superior a 4 millones: 1 entre 1.000 Superior a 8 millones: 1 entre 4.000 Superior a 16 millones: 1 entre 16.000 Superior a 32 millones: 1 entre 64.000 Superior a 320 millones: 1 entre 6.400.000 La velocidad de la disminución aquí se mantiene constante (o no disminuye). Cuando doblamos la cantidad de dinero reducimos la incidencia por un factor de cuatro, cualquiera que sea el nivel, tanto si estamos en 8 millones de euros como si estamos en 16. Esto, dicho en pocas palabras, ilustra la diferencia entre Mediocristán y Extremistán. Recordemos del capítulo 3 la diferencia entre lo escalable y lo no escalable. La escalabilidad significa que no existe viento en contra que nos haga ir más despacio. Evidentemente, el Extremistán mandelbrotiano puede adoptar muchas formas. Consideremos la riqueza en una versión extremadamente concentrada de Extremistán; allí, si doblamos la riqueza, reducimos a la mitad la incidencia. El resultado es cuantitativamente diferente del ejemplo anterior, pero obedece a la misma lógica. Distribución fractal de la riqueza con grandes desigualdades Personas con un patrimonio superior a 1 millón de euros: 1 entre 63 Superior a 2 millones: 1 entre 125 Superior a 4 millones: 1 entre 250 Superior a 8 millones: 1 entre 500 Superior a 8 millones: 1 entre 500 Superior a 16 millones: 1 entre 1.000 Superior a 32 millones: 1 entre 2.000 Superior a 320 millones: 1 entre 20.000 Superior a 640 millones: 1 entre 40.000 Si la riqueza fuera gaussiana, observaríamos la siguiente divergencia desde 1 millón de euros. Distribución de la riqueza si se asume la ley de Gauss Personas con un patrimonio superior a 1 millón de euros: 1 entre 63 Superior a 2 millones: 1 entre 127.000 Superior a 3 millones: 1 entre 14.000.000.000 Superior a 4 millones: 1 entre 886.000.000.000.000.000 Superior a 8 millones: 1 entre 16.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000 Superior a 16 millones: 1 entre... ninguno de mis ordenadores es capaz de hacer el cómputo. Lo que quiero demostrar con estas listas es la diferencia cualitativa de los paradigmas. Como he dicho, el segundo paradigma es escalable; no tiene viento en contra. Señalemos que otra expresión para referirse a lo escalable son las leyes potenciales. El solo hecho de saber que estamos en un entorno de leyes potenciales no nos dice mucho. ¿Por qué? Porque tenemos que medir los coeficientes en la vida real, algo mucho más difícil que con un esquema gaussiano. Sólo lo gaussiano muestra sus propiedades con cierta rapidez. El método que yo propongo es una forma general de ver el mundo, más que una solución precisa. Lo que hay que recordar Recordemos esto: las variaciones de la curva de campana gaussiana se enfrentan a un viento en contra que hace que las probabilidades disminuyan a un ritmo cada vez mayor a medida que nos alejamos de la media, mientras que las variaciones «escalables», o «mandelbrotianas», no tienen esta restricción. Esto es la mayor parte de lo que necesitamos saber.51 La desigualdad Observemos con mayor detalle la naturaleza de la desigualdad. En el esquema de Gauss, la desigualdad disminuye a medida que las desviaciones se hacen mayores, a causa del incremento en el ritmo de la disminución. No ocurre lo mismo con lo escalable: la desigualdad permanece invariable. La desigualdad entre los superricos es la misma que la desigualdad entre los simplemente ricos: no desacelera.52 Consideremos este efecto. Tomemos una muestra al azar de dos personas cualesquiera de Estados Unidos que juntas ganen un millón de dólares al año, ¿Cuál es el reparto más probable de sus respectivos ingresos? En Mediocristán, la combinación más probable es la de medio millón para cada una. En Extremistán sería de 50.000 dólares para una, y 950.000 para la otra. La situación es aún más sesgada en el caso de la venta de libros. Si le digo al lector que dos escritores venden un total de un millón de ejemplares de sus libros, la combinación más probable es 993.000 ejemplares vendidos del libro de uno de los autores, y 7.000 del otro. Esta probabilidad es mucho mayor que la de la venta de 500.000 ejemplares de cada libro. Para cualquier total cuantioso, la división será cada vez más y más asimétrica. ¿Por qué sucede así? El problema de la altura da pie a una comparación. Si dijese que la altura total de dos personas suma 4,20 metros, el lector identificaría como división más probable una altura de 2,10 metros para cada persona, no de 60 centímetros para una y 3,60 metros para la otra, ¡ni siquiera 1,80 y 2,40! Es tan raro que las personas alcancen los 2,40 metros de altura que esa combinación resultaría imposible. Extremistán y la regla del 80/20 ¿Ha oído hablar alguna vez el lector de la regla del 80/20? Es la rúbrica habitual de una ley potencial; en realidad todo empezó cuando Vilfredo Pareto hizo la observación de que el 80% de las tierras de Italia pertenecían al 20% de la población. Algunos emplean la regla para dar a entender que el 80% del trabajo lo realiza el 20% de las personas. O que el 80% del esfuerzo incide sólo en un 20% de los resultados, y viceversa. Hablando de axiomas, éste no se formuló para que fuera el que más nos impresionara: es lo podríamos llamar sin problema que más nos impresionara: es lo podríamos llamar sin problema la regla del 50/1, es decir, el 50% del trabajo es obra del 1% de los trabajadores. Esta formulación hace que el mundo parezca aún más injusto, pero las dos fórmulas son exactamente iguales. ¿Cómo? Bueno, si existe la desigualdad, entonces aquellos que constituyen el 20% en la regla del 80/20 también contribuyen desigualmente: sólo unos pocos producen la mayor parte de los resultados. Esto rebaja el cálculo a alrededor de una persona entre cien, que contribuye un poco más que la mitad del total. La regla del 80/20 es sólo metafórica; no es una regla, y mucho menos una ley rígida. En el negocio editorial de Estados Unidos, las proporciones se aproximan más al 97/20 (es decir, el 97% de las ventas de libros son obra del 20% de los autores); y la situación es aún peor si nos centramos en la no ficción (20 libros entre cerca de 8.000 representan la mitad de las ventas). Observemos en este punto que no todo es incertidumbre. En algunas situaciones podemos encontrarnos con una concentración, del tipo 80/20, con propiedades muy previsibles y manejables, que permite una clara toma de decisiones, porque podemos identificar de antemano dónde está el significativo 20%. Estas situaciones son muy fáciles de controlar. Por ejemplo, Malcolm Gladwell escribió en un artículo publicado en The New Yorker que la mayoría de los malos tratos a los presos son atribuibles a un número muy reducido de guardias depravados. Separemos a esos guardias y el índice de malos tratos en las prisiones descenderá drásticamente. (En el mundo de la edición, por otro lado, uno no sabe de antemano qué libro es el que va a ganar los garbanzos. Lo mismo ocurre con las guerras, pues no se sabe con anterioridad qué conflicto va a causar la muerte de un parte de los habitantes del planeta.) El árbol y el bosque Llegados a este punto, voy a resumir y repetir las argumentaciones hechas a lo largo del libro. Las mediciones de la incertidumbre que se basan en la curva de campana simplemente ignoran la posibilidad, y el impacto, de los grandes saltos o las discontinuidades y, por consiguiente, no se pueden aplicar en Extremistán. Utilizarlas es como centrar la mirada en un árbol y no ver el (frondoso) bosque. Aunque las grandes desviaciones impredecibles son raras, no se pueden ignorar como rarezas porque, acumulativamente, su impacto es grande. La forma gaussiana tradicional de observar el mundo empieza La forma gaussiana tradicional de observar el mundo empieza por centrarse en lo corriente, y luego se ocupa de las excepciones o las llamadas rarezas, como algo secundario. Pero hay una segunda forma, que toma lo excepcional como punto de partida y trata lo corriente como algo subordinado. He insistido en que hay dos variedades de aleatoriedad, cualitativamente distintas, como el aire y el agua. Una no se preocupa de los extremos; a la otra la impactan gravemente. Una no genera Cisnes Negros; la otra, sí. Para hablar de un gas no podemos emplear las mismas técnicas que emplearíamos para hablar de un líquido. Y si pudiéramos, no llamaríamos al planteamiento «una aproximación». Un gas no se «aproxima» a un líquido. El enfoque gaussiano puede ser muy útil en las variables en que exista una razón verosímil para que la mayor no esté demasiado alejada de la media. Si la gravedad hace que las cifras desciendan, o si existen limitaciones físicas que impiden observaciones muy grandes, acabamos en Mediocristán. Si hay unas fuerzas de equilibrio potentes que devuelven las cosas a su sitio de forma rápida una vez que las condiciones se apartan del equilibrio, entonces podemos utilizar de nuevo el planteamiento gaussiano. De lo contrario, olvidémonos. Ésta es la razón de que gran parte de la economía se base en la idea de equilibrio: entre otros beneficios, nos permite tratar los fenómenos económicos como si fueran gaussianos. Observemos que no le estoy diciendo al lector que el tipo de aleatoriedad de Mediocristán no permita algunos extremos. Pero son tan raros que no desempeñan un papel importante en el total. El efecto de esta clase de extremos es lastimosamente pequeño, y disminuye a medida que nuestra población aumenta. Para decirlo de un modo algo más técnico, si tenemos un surtido de gigantes y enanos, es decir, de observaciones, con independencia de sus múltiples órdenes de magnitud, podemos seguir aún en Mediocristán. ¿Cómo? Supongamos que tenemos una muestra de mil personas, con un amplio espectro que va del enano al gigante. Lo más probable es que veamos muchos gigantes en esa muestra, no sólo alguno de vez en cuando. En nuestra medía no influirá el gigante adicional ocasional porque se espera que algunos de estos gigantes formen parte de la muestra, y es probable que la media sea alta. En otras palabras, la mayor observación no se puede alejar mucho del promedio. Éste siempre contendrá ambos tipos, gigantes y enanos, de modo que ninguno será demasiado raro, a menos que consigamos un megagigante o un microenano en algún caso muy raro. Esto sería megagigante o un microenano en algún caso muy raro. Esto sería Mediocristán con una gran unidad de desviación. Señalemos una vez más el siguiente principio: cuanto más raro es el suceso, mayor será el error en nuestra estimación de su probabilidad, incluso utilizando la campana de Gauss. Permítame el lector que le demuestre que la campana de Gauss elimina la aleatoriedad de la vida (de ahí que sea tan popular). Nos gusta porque hace posible las certezas. ¿Cómo? Mediante los promedios, como expondré a continuación. De cómo el tomar café puede ser algo seguro Recordemos de la exposición sobre Mediocristán del capítulo 3 que ninguna observación particular va a incidir en nuestro total. Esta propiedad será más importante a medida que aumente el tamaño de nuestra población, Los promedios se harán más y más estables, hasta el punto de que todas las muestras parecerán idénticas. Me he tomado muchas tazas de café en mi vida (es mi principal adicción), pero nunca he visto que una taza diera un salto de 60 centímetros sobre la mesa, ni que el café salpicara este original sin intervención alguna (ni siquiera en Rusia). En efecto, haría falta algo más que una modesta adicción al café para ser testigo de tal suceso; requeriría quizá más vidas de las que se puedan concebir (las probabilidades son muy pocas, una entre tantos ceros que me sería imposible escribir la cifra durante mi tiempo libre). Sin embargo, la realidad física hace posible que mi taza de café dé un salto, algo muy improbable pero posible. Las partículas no dejan de saltar a nuestro alrededor. ¿Por qué la taza, compuesta de partículas que saltan, no va a saltar? La razón es, simplemente, que para que salte sería necesario que todas las partículas saltaran en el mismo sentido, y hacerlo en marcha cerrada varias veces seguidas (con un movimiento compensatorio de la mesa en sentido contrario). El billón de partículas de la taza de café no va a saltar en el mismo sentido; esto no va a ocurrir en toda la existencia del universo. De modo que puedo colocar la taza con toda seguridad en el borde de la mesa, y preocuparme de fuentes más serias de la incertidumbre. Figura 7. Cómo funciona la ley de los grandes números. En Mediocristán, a medida que nuestra muestra aumenta, el promedio observado se presentará cada vez con menos dispersión: como podemos ver, la distribución será cada vez más estrecha. Dicho en pocas palabras, así es como funciona (o se supone que funciona) toda la teoría estadística. La incertidumbre de Mediocristán se desvanece con el promedio. Esto ilustra la manida «ley de los grandes números». La seguridad de mi taza de café ilustra cómo mediante el promedio se puede domar la aleatoriedad de lo gaussiano. Si mi taza fuera una gran partícula, o se comportara como tal, entonces su salto sería un problema. Pero la taza es la suma de millones de partículas muy pequeñas. Los operadores de los casinos comprenden esto muy bien, de ahí que nunca (si hacen bien las cosas) pierdan dinero. Se limitan a no permitir que un jugador haga una apuesta enorme, y a que, en su lugar, haya muchos jugadores que hagan una serie de apuestas de tamaño reducido. Los jugadores pueden apostar un total de 20 millones de dólares, pero no hay que preocuparse por la salud del casino: las apuestas son, como media, de 20 dólares, por ejemplo; el casino limita las apuestas a un máximo que permita que sus propietarios puedan dormir por la noche. De modo que las variaciones en las ganancias del casino van a ser ridículamente pequeñas, sea cual sea la actividad total del juego. No veremos a nadie que salga del casino con mil millones de dólares; nunca, mientras exista el universo. Lo anterior es una aplicación de la ley suprema de Mediocristán: cuando hay muchos jugadores, el impacto de uno de ellos en el total sólo podrá ser diminuto. La consecuencia de esto es que las variaciones en torno a la media gaussiana, también llamadas «errores», no son media gaussiana, también llamadas «errores», no son preocupantes. Son fluctuaciones domesticadas en torno a la media. El amor a las certezas Si el lector ha asistido alguna vez a una (aburrida) clase de estadística en la universidad, no entendió mucho de lo que parecía apasionar al profesor, y se preguntó qué significaba la «desviación típica», no tiene por qué preocuparse. La idea de desviación típica no tiene sentido fuera de Mediocristán. Es evidente que el lector hubiera sacado mejor provecho de la asistencia a clases sobre la neurobiología de la estética de la danza en el África poscolonial, algo que es fácil de entender empíricamente. Las desviaciones típicas no existen fuera de lo gaussiano o, si existen, no importan y no explican mucho. Pero las cosas no son así de fáciles. Los miembros de la familia gaussiana (que incluye a varios amigos y parientes, como la ley de Poisson) son la única clase de distribuciones para cuya descripción basta la desviación típica (y la media). No se necesita nada más. La curva de campana satisface el reduccionismo del iluso. Hay otras ideas que tienen poca o ninguna importancia fuera de lo gaussiano: la correlación y, peor aún, la regresión. Pero están profundamente arraigadas en nuestros métodos; es difícil hablar de negocios sin oír la palabra correlación. Para ver cuán sin sentido puede ser la correlación fuera de Mediocristán, tomemos una serie histórica que implique dos variables que sean manifiestamente de Extremistán, como los mercados de bonos y valores, o los precios de unos valores, o dos variables como, por ejemplo, los cambios en las ventas de libros infantiles en Estados Unidos y la producción de fertilizantes en China; o los precios inmobiliarios en la ciudad de Nueva York y las beneficios de la Bolsa de Mongolia. Midamos la correlación entre los pares de variables en diferentes subperíodos, pongamos por caso para 1994, 1995, 1996, etc. Es probable que la medida de la correlación muestre una grave inestabilidad, lo cual dependerá del período al que se ha aplicado. Sin embargo, hablamos de la correlación como si fuera algo real, y así la hacemos tangible, la investimos de una propiedad física, la reificamos. La misma ilusión de reificación afecta a lo que llamamos desviaciones «medias». Tomemos cualquier serie de precios o desviaciones «medias». Tomemos cualquier serie de precios o valores históricos. Dividámoslos en subsegmentos y midamos su desviación «típica». ¿Sorprendidos? Cada muestra tendrá una desviación «típica» diferente. Entonces, ¿por qué hablamos de desviaciones típicas? Vete a saber. Señalemos en este punto que, como ocurre con la falacia narrativa, cuando observamos datos pasados y computamos una única correlación o desviación típica, no percibimos tal inestabilidad. De cómo provocar catástrofes Si empleamos la expresión estadísticamente importante, tengamos cuidado con las ilusiones de las certezas. Lo más probable es que alguien se haya fijado en los errores de su observación y haya supuesto que son gaussianos, lo cual necesita un contexto gaussiano, concretamente Mediocristán, para que sea aceptable. Para mostrar cuán endémico es el problema del mal uso de lo gaussiano, y cuán peligroso puede ser, consideremos un (aburrido) libro que lleva por título Catastrophe, del juez Richard Posner, escritor prolífico. Posner se lamenta de la equivocada interpretación que los funcionarios hacen de lo aleatorio y recomienda, entre otras cosas, que los responsables del Estado aprendan estadística... de los economistas. Parece que el juez Posner intente fomentar las catástrofes. Sin embargo, pese a ser una de esas personas que debería dedicar más tiempo a leer y menos a escribir, puede ser también un pensador agudo, profundo y original; como ocurre con muchas personas, sencillamente no es consciente de la distinción entre Mediocristán y Extremistán, y cree que la estadística es una «ciencia», nunca un fraude. Si el lector se topa con él, adviértale, por favor, de estas cosas. El monstruo medio de Quételet Esta monstruosidad llamada campana de Gauss no es cosa de Gauss. Trabajó en ella, pero él era un matemático que se ocupaba de una cuestión teórica, y no formulaba teorías sobre la estructura de la realidad como hacían los científicos de mente estadística. En Apología de un matemático, G. H. Hardy estadística. En Apología de un matemático, G. H. Hardy escribía: Las «auténticas» matemáticas de los «auténticos» matemáticos, las matemáticas de Fermat y Euler, de Gauss, Abel y Riemann, son casi completamente «inútiles» (y así ocurre tanto con las matemáticas «aplicadas» como con las «puras»). Como ya he dicho, la curva de campana fue principalmente obra de un jugador, Abraham de Moivre (1667-1754), refugiado calvinista francés que pasó la mayor parte de su vida en Londres, y que hablaba un inglés con mucho acento. Pero es Quételet, y no Gauss, quien figura como uno de los tipos más destructivos de la historia del pensamiento, como veremos a continuación. A Adolphe Quételet (1796-1874) se le ocurrió la idea de un ser humano físicamente medio, l'homme moyen. Nada había de moyen en Quételet, «hombre de grandes pasiones creadoras, un hombre creativo lleno de energía». Escribió poesía y hasta fue coautor de una ópera. El problema básico de Quételet estaba en que era matemático, no científico empírico, pero no lo sabía. Encontró armonía en la curva de campana. El problema se plantea en dos niveles. Primo, Quételet tenía una idea normativa: hacer que el mundo se ajustara a su media, que para él era lo «normal». Sería fantástico poder ignorar la contribución al total de lo inusual, lo «no normal», el Cisne Negro. Secondo, había un grave problema empírico asociado. Quételet veía curvas de campana por doquier. Lo cegaban las curvas de campana y, según he visto, una vez más, cuando se nos mete una de esas curvas en cabeza es difícil erradicarla. Más tarde, Frank Ysidro Edgeworth hablaría del «quételismo» para referirse al grave error de ver curvas de campana por todas partes. La áurea mediocridad Quételet ofreció un producto de primera necesidad para el apetito ideológico de su tiempo. Vivió entre 1796 y 1874, así que pensemos en la lista de sus contemporáneos: Saint-Simon (1760-1825), Pierre-Joseph Proudhon (1809-1865) y Karl Marx (1818-1883), cada uno de los cuales creó una versión distinta del socialismo. Todos lo que vivieron esos tiempos posteriores a la Ilustración añoraban la áurea mediocridad, la media áurea: en la riqueza, en la altura, en el peso, etc. Esa añoranza contiene cierta parte de ilusión mezclada con una buena cantidad de armonía y... platonicidad. Siempre recuerdo la máxima de mi padre de que in medio stat virtus, «la virtud está en la moderación». Bueno, durante mucho tiempo éste fue el ideal; se llegó a pensar que la mediocridad, en ese sentido, era áurea. Una mediocridad que lo abarcaba todo. Pero Quételet llevó la idea a un nivel distinto. Reuniendo estadísticas, empezó a crear estándares de «medias». El tamaño del pecho, la altura, el peso de los niños al nacer..., pocas cosas escapaban a sus estándares. Descubrió que las desviaciones de la norma se hacían exponencialmente más raras a medida que aumentaba la magnitud de la desviación. Luego, después de concebir la idea de las características físicas de l'homme moyen, monsieur Quételet pasó a los temas sociales. L'homme moyen tenía sus hábitos, su consumo, sus métodos. A través de su constructo de l'homme moyen physique y l'homme moyen moral, el hombre medio física y moralmente, Quételet creó un rango de desviación desde el promedio que sitúa a todas las personas a la izquierda o a la derecha del centro y, realmente, castiga a quienes se encuentran ocupando el extremo derecho o el izquierdo de la curva de campana estadística. Se convirtieron en anormales. Es evidente que esto inspiró a Marx, quien cita a Quételet y su idea de hombre normal medio: «Se deben minimizar las desviaciones societales en lo que se refiere, por ejemplo, a la distribución de la riqueza», escribe en Das Kapital. Hay que dar cierto crédito a la clase científica dominante en los tiempos de Quételet: al principio no aceptó la argumentación de éste. Augustin Cournot, filósofo, matemático y economista, para empezar, no creía que se pudiera establecer un ser humano estándar sobre una base puramente cuantitativa. Tal estándar dependería del atributo en consideración. Una medición en un ámbito puede diferir de la que se realice en otro ámbito. ¿Cuál deberá ser la estándar? L'homme moyen sería un monstruo, decía Cournot. Explicaré este punto como sigue. Suponiendo que haya algo de deseable en el hecho de ser un hombre medio, éste deberá tener una especialidad no concretada para la que esté mejor dotado que otras personas (no puede ser promedio en todo). El pianista tocaría, como promedio, mejor el piano, pero estaría por detrás de la norma promedio, mejor el piano, pero estaría por detrás de la norma en, por ejemplo, montar a caballo. El dibujante tendría mejores destrezas para dibujar, y así sucesivamente. La idea de un hombre considerado promedio es diferente de la de un hombre que está en la media en todo lo que hace. De hecho, un ser humano exactamente medio debería ser mitad macho y mitad hembra. Quételet se olvidó de este punto. El error de Dios Un aspecto mucho más inquietante de lo dicho es que, en la época de Quételet, el nombre que se daba a la distribución gaussiana era la loi des erreurs, la ley de los errores, ya que una de su primeras aplicaciones fue la distribución de los errores en las mediciones astronómicas. ¿Se siente el lector tan preocupado como yo? La divergencia de la media (aquí también de la mediana) se trataba precisamente como un error. No es de extrañar que a Marx le encantaran las ideas de Quételet. Este concepto despegó con rapidez. Se confundía el debería con el es, y éste, con el visto bueno de la ciencia. La idea del hombre medio está incardinada en la cultura que asistía al nacimiento de la clase media europea, la emergente cultura posnapoleónica del comerciante, reacia a la riqueza excesiva y al esplendor cultural. De hecho, se presume que el sueño de una sociedad con unos resultados comprimidos se corresponde con las aspiraciones de un ser humano racional que se enfrenta a la lotería genética. Si uno tuviera que escoger una sociedad en la que nacer en su próxima vida, sin saber qué resultados le esperaban, se da por supuesto que no lo echaría a la suerte; preferiría vivir en una sociedad en la que no hubiera resultados divergentes. Un efecto gracioso de la glorificación de la mediocridad fue la creación en Francia de un partido político llamado «poujadismo», que aglutinaba inicialmente un movimiento de comerciantes de ultramarinos. Era el cálido apiñamiento de los medio favorecidos, que confiaban en ver cómo el universo se reducía a su rango (un ejemplo de revolución no proletaria). Tenía la mentalidad del comerciante de ultramarinos, y se servía de herramientas matemáticas. ¿Es que Gauss proporcionó las matemáticas a los tenderos? Poincaré de nuevo El propio Poincaré recelaba de lo gaussiano. Imagino que, cuando le expusieron este y otros planteamientos similares, se sintió intranquilo. Pensemos que, en sus inicios, lo gaussiano estaba dirigido a medir los errores astronómicos, y que las ideas de Poincaré acerca de la modelación de la mecánica celeste inspiraban un sentimiento de profunda incertidumbre. Poincaré escribió que uno de sus amigos, un anónimo «físico eminente», se le quejaba de que los físicos tendieran a utilizar la campana de Gauss porque pensaban que los matemáticos la consideraban una necesidad matemática; los matemáticos la empleaban porque creían que los físicos pensaban que era un hecho empírico. Eliminar la influencia injusta Permítame el lector que en este punto afirme que, salvo en lo que a la mentalidad del tendero se refiere, creo de veras en el valor de lo medio y de la mediocridad: ¿qué humanista no desea minimizar la discrepancia entre los seres humanos? Nada hay más repugnante que el desconsiderado ideal del superhombre. Mi auténtico problema es epistemológico. La realidad no es Mediocristán, por eso deberíamos aprender a vivir con ella. «Los griegos lo hubieran deificado» La lista de personas que van por el mundo con la curva de campana pegada a la cabeza, gracias a su pureza platónica, es increíblemente larga. Sir Francis Galton, primo de Charles Darwin y nieto de Erasmus Darwin, tal vez fue, junto con su primo, uno de los últimos caballeros científicos independientes; una categoría que también incluyó a lord Cavendish, lord Kelvin, Ludwig Wittgenstein (a su manera) y, en cierta medida, a nuestro superfilósofo Bertrand Russell. Aunque John Maynard Keynes no estaba exactamente en esa categoría, su pensamiento es la personificación de ella. Galton vivió en la época victoriana, cuando los herederos y las personas de buen vivir podían, entre otras cosas como montar a caballo o cazar, llegar a ser pensadores, científicos o (en el caso de los menos dotados) políticos. Fue una época que ofrece motivos para la nostalgia: la autenticidad de quien se dedicaba a la ciencia por la ciencia misma, sin unas motivaciones profesionales directas. misma, sin unas motivaciones profesionales directas. Lamentablemente, entregarse a la ciencia por amor al conocimiento no significa que uno haya tomado la dirección correcta. Después de encontrar y absorber la distribución «normal», Galton se enamoró de ella. Se decía que había exclamado que si los griegos la hubieran conocido, la hubiesen deificado. Es posible que su entusiasmo haya contribuido a la prevalencia del uso de lo gaussiano. Galton no tuvo la suerte de contar con bagaje matemático alguno, pero tenía una rara obsesión por la medición. Desconocía la ley de los grandes números, pero la redescubrió a partir de los propios datos. Construyó el quincunx, una máquina parecida al flipper, que demuestra el desarrollo de la curva de campana y de la cual hablaré unos párrafos más adelante. Es verdad que Galton aplicó la curva de campana a campos como el de la genética y el de la herencia, en los que su uso estaba justificado. Pero su entusiasmo contribuyó a llevar los métodos estadísticos nacientes a los temas sociales. Sólo «sí o no», por favor Hablemos ahora de la magnitud de los daños. Si nos ocupamos de la inferencia cualitativa, como en psicología o medicina, buscando respuestas de «sí o no», a las que no pueden aplicarse las magnitudes, entonces podemos presumir que estamos en Mediocristán sin graves problemas. El impacto de lo improbable no puede ser muy grande: se tiene cáncer o no, se está embarazada o no, etc. Los grados de mortalidad o de embarazo no son relevantes (a menos que se trate de una epidemia). Pero si de lo que se trata es de totales, donde las magnitudes sí importan, como los ingresos, nuestra riqueza, los beneficios de una cartera de valores, o las ventas de un libro, entonces tendremos un problema y obtendremos la distribución equivocada si usamos la campana de Gauss, pues no pertenece a este campo. Un solo número puede desbaratar todas nuestras medias; una sola pérdida puede acabar con todo un siglo de ganancias. Ya no podemos decir: «Es una excepción». La afirmación: «Bueno, puedo perder dinero» no es informativa a menos que asignemos una cantidad a esa pérdida. Podemos perder todo nuestro patrimonio, o sólo una fracción de nuestros ingresos diarios; hay una diferencia. Esto explica por qué la psicología empírica y sus ideas sobre la naturaleza humana, que he expuesto en apartados anteriores, mantienen su robustez ante el error de utilizar la curva de campana; además son afortunadas, ya que la mayor parte de sus variables permiten la aplicación de la estadística gaussiana convencional. Al medir cuántas personas de una muestra tienen un sesgo, o cometen un error, estos estudios normalmente buscan un resultado de sí o no. Ninguna observación particular podrá, por sí misma, trastocar sus hallazgos generales. A continuación voy a pasar a una exposición sui generis de la idea de la curva de campana. Un experimento de pensamiento (literario) sobre la procedencia de la curva de campana Imaginemos una máquina flipper como la que representa la figura 8. Lanzamos 32 bolas dando por supuesto que se trata de un tablero bien equilibrado, de modo que la bola tenga las mismas probabilidades de caer a la derecha o a la izquierda cuando la golpee el taco. El resultado que esperamos es que muchas bolas caigan en las columnas del centro, y que su número disminuirá a medida que vayamos pasando a las columnas más alejadas de aquél. A continuación, imaginemos lo que en alemán se llama un Gedanken, un experimento de pensamiento. Un hombre tira al aire una moneda y, después de cada lanzamiento, da un paso a la izquierda o a la derecha, según salga cara o cruz. A esto se le llama «andar aleatorio», pero no necesariamente tiene que ver con andar. Sería lo mismo si, en vez de dar un paso a la izquierda o a la derecha, ganáramos o perdiéramos un dólar según el caso, y lleváramos la cuenta de la cantidad acumulada que tenemos en el bolsillo. Supongamos que apunto al lector a una apuesta (legal) donde las probabilidades no están ni a su favor ni en su contra. Tiramos una moneda al aire. Si sale cara, gana un dólar; si sale cruz, pierde un dólar. Figura 8. El quincux (simplificado): una máquina flipper. Soltemos las bolas de forma que, con cada golpe, caigan aleatoriamente a la derecha o a la izquierda. El resultado que la figura representa es el más probable, y se parece mucho a la curva de campana (también llamado distribución gaussiana). Cortesía de Alexander Taleb. Después del primer lanzamiento, ganará o perderá. En el segundo lanzamiento, el número de posibles resultados se duplica. Caso uno: ganar, ganar. Caso dos: ganar, perder. Caso tres: perder, ganar. Caso cuatro: perder, perder. Cada uno de estos casos tiene unas probabilidades equivalentes; la combinación de una única ganancia y una única pérdida tiene una incidencia dos veces mayor porque los casos dos y tres, ganarperder y perder-ganar, conllevan el mismo resultado. Y ahí está la clave de lo gaussiano. Buena parte del centro desaparece, y ya veremos que hay mucho en el centro. De modo que, si jugamos por un dólar la ronda, después de dos rondas tendremos un 25% de probabilidades de ganar o perder dos dólares, pero un 50% de no tener ni pérdidas ni ganancias. Hagamos otra ronda. El tercer lanzamiento dobla de nuevo el número de casos, de manera que nos enfrentamos a ocho posibles resultados. El caso 1 (que en el segundo lanzamiento era ganar, ganar) se diversifica en ganar, ganar, ganar y ganar, ganar, perder. Hemos añadido un ganar o perder al final de cada uno de los resultados anteriores. El caso 2 se diversifica en ganar, perder, ganar y ganar, perder, perder. El caso 3 se diversifica en perder, ganar, ganar y perder, ganar, perder. El caso 4 se diversifica en perder, perder, ganar y perder, perder, perder. Tenemos ahora ocho casos, todos igualmente probables. Observemos que de nuevo podemos agrupar los resultados regulares en los que una ganancia elimina una pérdida. (En el quincunx de Galton, dominan las situaciones en que la bola cae a la izquierda y luego a la derecha, o viceversa, de modo que uno acaba con muchas en el centro.) El total, o lo acumulado, es como sigue: 1) tres ganancias; 2) dos ganancias, una pérdida; total, una ganancia; 3) dos ganancias, una pérdida; total, una ganancia; 4) una ganancia, dos pérdidas, total, una pérdida; 5) dos ganancias, una pérdida; total, una ganancia; 6) dos pérdidas, una ganancia; total, una pérdida; 7) dos pérdidas, una ganancia; total, una pérdida; y, por último, 8) tres pérdidas. De entre los ocho casos, el de tres ganancias se produce una vez. El de tres pérdidas, una vez. El de una pérdida en total (una ganancia, dos pérdidas), tres veces. El de una ganancia en total (una pérdida, dos ganancias), tres veces. Juguemos otra ronda, la cuarta. Habrá dieciséis resultados igualmente probables. Tendremos un caso de cuatro ganancias, un caso de cuatro pérdidas, cuatro casos de dos ganancias, cuatro casos de dos pérdidas, y seis casos de ni pérdidas ni ganancias. El quincunx (el nombre procede de la palabra latina que significa cinco) del ejemplo del flipper muestra la quinta ronda, con sesenta y cuatro posibilidades, todas ellas fáciles de calcular. Esta era la idea que se ocultaba en el quincunx que empleaba Francis Galton. Galton pecaba tanto de ser poco perezoso como de ser un tanto ajeno a las matemáticas; en vez de construir el artilugio, podría haber trabajado con un álgebra más sencilla, o quizás haber emprendido un experimento de pensamiento como éste. Sigamos jugando. Continuemos hasta llegar a cuarenta rondas. Se pueden realizar en pocos minutos, pero necesitaremos una calculadora para averiguar el número de resultados, que ponen a prueba nuestro sencillo experimento de pensamiento. Tendremos unas 1.099.511.627.776 combinaciones posibles, más de un billón. No nos molestemos en hacer el cálculo a mano, es dos multiplicado por sí mismo cuarenta veces, ya que cada rama se duplica en cada coyuntura. (Recordemos que añadimos una ganancia y una pérdida al final de las alternativas de la tercera ronda para pasar ala cuarta, doblando así el número de alternativas.) De estas doblando así el número de alternativas.) De estas combinaciones, sólo una llegará al punto más alto de cuarenta, y sólo una al más bajo de cuarenta. El resto se situará por el medio, en este caso cero. Podemos observar ya que en este tipo de aleatoriedad los extremos son sumamente raros. Una probabilidad de entre las 1.099.511.627.776 posibles es obtener el mismo resultado en cuarenta lanzamientos. Si realizamos el ejercicio de cuarenta lanzamientos, uno por hora, las probabilidades de conseguir alcanzar el extremo de 40 resultados idénticos seguidos son tan pocas que serían necesarios muchos intentos de cuarenta lanzamientos para verlo. Suponiendo que nos tomamos algún descanso para comer, hablar con los amigos y compañeros de habitación, tomarnos una cerveza y dormir, podemos esperar que un resultado de llegar al extremo de 40 (en uno u otro sentido) nos costara cuatro millones de vidas de lo que suele ser una existencia media. Y consideremos lo siguiente. Supongamos que jugamos una ronda más, hasta un total de 41; sacar 41 caras supondría ocho millones de vidas. Pasar de 40 a 41 reduce a la mitad las probabilidades. Este es un atributo clave del esquema no escalable que analiza la aleatoriedad: las desviaciones típicas disminuyen a un ritmo creciente. Sacar 50 caras seguidas supondría cuatro mil millones de vidas. Figura 9. Número de lanzamientos con ganancia. Resultado de cuarenta lanzamientos. Vemos cómo emerge la protocampana. No estamos aún plenamente en una campana de Gauss, pero nos acercamos a ella peligrosamente. Estamos aún en lo protogaussiano, pero ya podemos ver lo esencial. (En realidad, nunca encontraremos una campana gaussiana pura ya que es una forma platónica; nos acercamos un poco más pero no podemos alcanzarla.) Sin embargo, como podemos ver en la figura 9, empieza a emerger la conocida forma de campana. ¿Cómo podremos acercarnos aún más a la campana de Gauss perfecta? Puliendo el proceso de lanzamiento. Podemos lanzar 40 veces a 1 dólar el lanzamiento, o 4.000 veces a 10 centavos el lanzamiento, y sumar los resultados. El riesgo esperado es más o menos el mismo en ambas situaciones, lo cual constituye una trampa. En la diferencia entre los dos conjuntos de lanzamientos se intuye un pequeño problema. Multiplicamos el número de apuestas por 100, pero dividimos el tamaño de la apuesta por 10; no busquemos ahora una razón, simplemente supongamos que son «equivalentes». El riesgo total es equivalente, pero ahora hemos abierto la posibilidad de ganar o perder 400 veces seguidas. Las probabilidades son de un 1 seguido de 120 ceros, es decir de una entre 1.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000. 000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.00 Sigamos un poco más el proceso. Pasamos de 40 lanzamientos a 1 dólar cada uno a 4.000 lanzamientos a 10 centavos, a 400.000 lanzamientos a 1 centavo, acercándonos cada vez más a una campana gaussiana. La figura 10 muestra los resultados, que van de —40 a 40, concretamente ochenta puntos marcados. El siguiente paso será llegar a los 8.000 puntos. Figura 10. Una version mas abstracta: la curva de Platón. Un número infinito de lanzamientos. Sigamos. Podemos tirar 4.000 veces apostando la décima parte de 1 centavo. ¿Qué tal 400.000 veces al 1/1.000 de centavo? Como forma platónica, la curva gaussiana pura es principalmente lo que ocurre cuando tenemos una infinidad de lanzamientos por ronda, con apuestas infinitesimalmente pequeñas. No nos preocupemos de visualizar los resultados, ni siquiera de entenderlos. Ya no podemos seguir hablando de un siquiera de entenderlos. Ya no podemos seguir hablando de un tamaño «infinitesimal» de la apuesta (pues tenemos una infinidad de éstas, y estamos en lo que los matemáticos llaman un esquema continuo). La buena noticia es que existe un sustituto. Hemos pasado de una apuesta sencilla a algo completamente abstracto. Nos hemos ido de las observaciones al reino de las matemáticas. En matemáticas, las cosas llevan en sí una pureza. Ahora bien, se supone que no existe algo completamente abstracto, por lo tanto, por favor, no intentemos ni siquiera hacer el esfuerzo de comprender la figura 10. Basta con que seamos conscientes de su uso. Imaginémoslo como un termómetro: no se supone que, para poder hablar de la temperatura, debamos entender qué significa. Sólo necesitamos conocer la correspondencia que hay entre la temperatura y la comodidad (o alguna otra consideración empírica). Veintidós grados corresponde a un tiempo bueno; veinte bajo cero no es algo que pueda encantar a alguien. No tenemos por qué preocuparnos de la velocidad real de las colisiones entre las partículas, que es lo que explica la temperatura de forma más técnica. Los grados son, en cierto sentido, un medio con el que nuestra mente traduce a cifras ciertos fenómenos externos. Asimismo, la campana de Gauss está planteada de tal manera que el 68,2% de las observaciones se sitúan entre las desviaciones típicas de —1 y +1 respecto a la media. Repito: no intentemos siquiera comprender sí la desviación típica es una desviación media; no lo es, pero mucha gente (demasiada) que emplea la expresión desviación típica no entiende este punto. La desviación típica no es más que un número conforme al cual equilibramos las cosas, una cuestión de mera correspondencia si los fenómenos fueran gaussianos. A estas desviaciones típicas a menudo se las denomina «sigma». También se habla de «varianza» (es lo mismo: la varianza es el cuadrado de sigma, es decir, de la desviación típica). Observemos la simetría de la curva. Obtenemos los mismos resultados tanto si sigma es positiva como si es negativa. Las probabilidades de caer a —4 sigmas son las mismas que las de superar 4 sigmas, en este caso 1 entre 32.000 veces. Como puede ver el lector, el aspecto principal de la campana de Gauss es, como he estado diciendo, que la mayor parte de las observaciones se sitúan en torno a lo mediocre, la media, mientras que las probabilidades de una desviación disminuyen de forma cada vez más rápida (exponencialmente) a medida que nos alejamos de la media. Si debemos retener algo en la memoria, recordemos esta drástica disminución de velocidad en memoria, recordemos esta drástica disminución de velocidad en las probabilidades a medida que nos apartamos del promedio. Las rarezas son cada vez más improbables. Podemos ignorarlas con toda seguridad. Esta propiedad también genera la ley suprema de Mediocristán: dada la escasez de grandes desviaciones, su aportación al total será evanescentemente pequeña. En el ejemplo sobre la altura que poníamos más arriba en este mismo capítulo, empleaba yo unidades de desviación de diez centímetros, y demostraba que la incidencia disminuía a medida que aumentaba la altura. Eran desviaciones de una sigma. La tabla de la altura también sirve de ejemplo de la operación de «escalar a una sigma», tomando sigma como unidad de medida. Esos supuestos reconfortantes Señalemos los supuestos principales que establecimos en el juego de lanzar la moneda y que nos llevaron a lo protogaussiano, o aleatoriedad suave. Primer supuesto fundamental, los lanzamientos son independientes. La moneda no tiene memoria. El hecho de que salga cara o cruz en un lanzamiento no cambia las probabilidades de sacar cara o cruz en el siguiente. No nos hacemos «mejores» lanzadores con el tiempo. Si introducimos la memoria o las destrezas en el lanzamiento, toda la estructura gaussiana se tambalea. Recordemos lo que decíamos en el capítulo 14 sobre el apego preferencial y la ventaja acumulativa. Ambas teorías establecen que ganar hoy hace más probable que ganemos en el futuro. Por consiguiente, las probabilidades dependen de la historia, y el primer supuesto básico que lleva a la campana de Gauss falla en la realidad. En los juegos, evidentemente, no se supone que las ganancias pasadas se traduzcan en una mayor probabilidad de ganancias futuras, cosa que no ocurre en la vida real, de ahí que me dé miedo enseñar sobre la probabilidad basándome en los juegos. Pero cuando el ganar lleva a más ganar, tenemos muchísimas más probabilidades de ver cuarenta ganancias seguidas que con un método protogaussiano. Segundo supuesto fundamental: no existen saltos «bruscos». La medida del paso en el elemento constitutivo del andar aleatorio básico siempre se conoce: es un paso. No existe incertidumbre alguna respecto al tamaño del paso. No encontramos situaciones en las que el movimiento varíe de encontramos situaciones en las que el movimiento varíe de manera drástica. Recordemos que si cualquiera de estos dos supuestos no se cumple, nuestros movimientos (o los lanzamientos de la moneda) no conducirán de forma acumulativa a la curva de campana. Dependiendo de lo que ocurra, pueden llevar a la extrema aleatoriedad de estilo mandelbrotiano y escala invariable. «La ubicuidad de la campana de Gauss» Uno de los problemas con que me suelo encontrar es que, siempre que digo a alguien que la campana de Gauss no está omnipresente en la vida real, sino sólo en la mente de los estadísticos, se me exige que lo «demuestre» —algo fácil de hacer, como veremos en los dos capítulos siguientes—, pero nadie ha conseguido demostrar lo contrario. En cuanto sugiero un proceso que no sea gaussiano, se me pide que justifique tal sugerencia y que, más allá de los fenómenos, «exponga la teoría en que me baso». En el capítulo 14 veíamos los modelos del rico que se hace más rico, modelos que proponíamos con el fin de justificar que no debemos emplear la campana de Gauss. Los modeladores se vieron obligados a formular teorías sobre posibles modelos que generen lo escalable, como si tuvieran que pedir disculpas por ello. ¡Dichosa teoría! Aquí se me presenta un problema epistemológico, el de la necesidad de justificar el fracaso del mundo en parecerse a un modelo idealizado que alguien ciego a la realidad ha conseguido alentar. En vez de estudiar los modelos posibles que generen aleatoriedad que no sea del tipo de la curva de campana, con lo que cometeríamos el mismo error de teorizar a ciegas, mi teoría consiste en hacer lo contrario: conocer la curva de campana tan profundamente como sea capaz y determinar dónde se puede aplicar y dónde no. Yo sé dónde está Mediocristán. Creo que a menudo (no, casi siempre) son los usuarios de la curva de campana quienes no la entienden bien, y tienen que justificarla, no al revés. La ubicuidad de la campana de Gauss no es una propiedad del mundo, sino un problema de nuestra mente que surge del modo en que contemplamos aquél. En el próximo capítulo, abordaremos la invarianza de escala de la naturaleza y nos ocuparemos de las propiedades de lo fractal. En el capítulo que lo sigue, analizaremos el mal uso de lo gaussiano en la vida socioeconómica y «la necesidad de formular teorías». A veces me pongo un poco sentimental, porque he dedicado buena parte de mi vida a reflexionar sobre este problema. Desde que empecé a hacerlo, y a dirigir una serie de experimentos de pensamiento como he hecho más arriba, no he encontrado en ningún momento de mi vida a ninguna persona del mundo de los negocios o de la estadística que fuera intelectualmente coherente y aceptara el Cisne Negro, a la vez que rechazaba lo gaussiano y las herramientas gaussianas. Muchas personas aceptaban mi idea de Cisne Negro pero no sabían llevarla a su conclusión lógica, es decir, que en la aleatoriedad no podemos usar una única medida llamada desviación típica (a la que llamamos «riesgo»), porque no podemos esperar que una respuesta sencilla caracterice la incertidumbre. Para dar el paso siguiente se necesita coraje, compromiso y capacidad para unir los puntos, un deseo de comprender por completo lo aleatorio. También supone que no podemos aceptar como palabra revelada la sabiduría de otras personas. Luego me encontré con físicos que habían rechazado las herramientas de Gauss, pero habían caído en otro pecado: la credulidad en unos modelos predictivos precisos, en su mayor parte elaboraciones en torno al apego preferencial del capítulo 14, otra forma de platonicidad. No pude encontrar a nadie con profundidad y técnica científica que observara el mundo de la aleatoriedad y comprendiera su naturaleza, que contemplara los cálculos como una ayuda, no como una meta importante. Me llevó casi quince años encontrar a ese pensador, el hombre que hizo que muchos cisnes fueran grises: Mandelbrot, el gran Benoît Mandelbrot. 16 - LA ESTÉTICA DE LO ALEATORIO El poeta de lo aleatorio Aquella tarde yo olía, con gesto melancólico, los viejos libros de la biblioteca de Benoît Mandelbrot. Era un caluroso día de agosto de 2005, y el calor agudizaba el olor a moho de la cola de los viejos libros franceses, que traía consigo una fuerte nostalgia olfativa. Por lo general consigo frenar tales excursiones nostálgicas, pero no cuando me llegan en forma de música u olor. El aroma de los libros de Mandelbrot era el de la literatura francesa, de la biblioteca de mis padres, de las horas pasadas en las librerías en mi adolescencia, cuando la mayor parte de los libros que me rodeaban estaban (¡ay!) en francés, cuando creía que la literatura estaba por encima de todo. (No he tenido contacto con muchos libros franceses desde que era adolescente.) Por muy abstracto que yo quisiera ser, la literatura tenía una encarnación física, tenía olor, y eso era lo que ocurría. La tarde era también sombría, porque Mandelbrot se mudaba, precisamente cuando se me había concedido el derecho de llamarlo a horas intempestivas en caso de que tuviera alguna pregunta que hacerle, por ejemplo la de por qué las personas no se daban cuenta de que el 80/20 podía ser el 50/1. Mandelbrot había decidido mudarse a la zona de Boston, no para jubilarse, sino para trabajar en un centro de investigaciones patrocinado por un laboratorio nacional. Se trasladaba a un apartamento de Cambridge, y abandonaba su gran casa en la zona residencial de Winchester, Nueva York, de ahí que me ofreciera quedarme con la parte que me apeteciera de sus libros. Hasta los títulos de los libros sonaban a nostalgia. Llené una caja con títulos franceses, como un ejemplar de 1949 de Matière et mémoire, de Henri Bergson, que al parecer Mandelbrot compró cuando era estudiante (¡qué olor!). Después de mencionar su nombre a diestro y siniestro a lo largo de este libro, voy a presentar por fin a Mandelbrot, sobre todo como la primera persona con título académico con quien siempre hablé de la aleatoriedad sin sentirme defraudado. Otros matemáticos de la probabilidad solían remitirme sin más a teoremas de nombre ruso como «Sobolev», «Kolgomorov», la medida de Wiener, sin los cuales estaban perdidos; les costaba mucho llegar al núcleo del tema o salir de su estrecha caja el tiempo suficiente para considerar sus fallos empíricos. Con Mandelbrot, las cosas eran diferentes: era como si ambos procediéramos del mismo país, como si nos hubiéramos encontrado después de años de frustrante exilio, y al final encontrado después de años de frustrante exilio, y al final pudiéramos hablar en nuestra lengua materna sin tensiones. Es el único profesor de carne y hueso que he tenido (mis profesores suelen ser los libros de mi biblioteca). Yo sentía demasiado poco respeto por los matemáticos que se ocupaban de la incertidumbre y la estadística para considerar a ninguno de ellos mi profesor; pensaba que los matemáticos, formados para las certezas, nada tenían que hacer en el campo de lo aleatorio. Mandelbrot me demostró que estaba equivocado. Mandelbrot habla un francés preciso y formal fuera de lo común, muy similar al de los levantinos de la generación de mis padres o al de los aristócratas del Viejo Mundo. Por ello, cuando en alguna ocasión oía su inglés con acento pero muy estándar y coloquial, me sonaba raro. Mandelbrot es alto y grueso, lo que le da un aire infantil (aunque nunca le he visto tomarse una comida copiosa) y tiene una sólida presencia física. Desde fuera, se diría que lo que Mandelbrot y yo tenemos en común es una incertidumbre disparatada, Cisnes Negros e ideas estadísticas aburridas (y a veces menos aburridas). Pero, aunque somos colaboradores, no es ésta la materia de nuestras principales conversaciones. Hablamos sobre todo de temas literarios y estéticos, o de chascarrillos históricos sobre personas de un refinamiento intelectual extraordinario. Digo refinamiento, no logros. Mandelbrot podía contar muchas cosas sobre la excepcional diversidad de personas célebres con las que había trabajado durante el siglo pasado; pero en cierto modo, yo estoy programado para considerar a los personajes de la ciencia menos interesantes que a los coloristas eruditos. Al igual que a menos interesantes que a los coloristas eruditos. Al igual que a mí, a Mandelbrot le interesan los individuos urbanos que combinan rasgos que normalmente parece imposible que coexistan. Una persona de la que suele hablar es el barón Pierre Jean de Menasce, a quien conoció en Princeton en la década de 1950, donde De Menasce compartía habitación con el físico Oppenheimer. De Menasce es exactamente el tipo de persona que me interesa, la encarnación de un Cisne Negro. Procedía de una opulenta familia judía de mercaderes de Alejandría que, como todos los levantinos sofisticados, hablaba francés e italiano. Sus antepasados habían adoptado una grafía veneciana para su nombre árabe, añadiendo de paso un título nobiliario, y se codeaban con la realeza. De Menasce no sólo se convirtió al cristianismo, sino que llegó a ser sacerdote dominico y un gran erudito en lenguas semíticas y persas. Mandelbrot no dejaba de preguntarme sobre Alejandría, porque siempre buscaba ese tipo de personajes. La verdad es que los personajes intelectualmente sofisticados eran exactamente lo que yo buscaba en la vida. A mi estudioso y erudito padre —que, de estar vivo, sólo tendría dos semanas más que Benoît M.— le gustaba la compañía de los cultos sacerdotes jesuitas. Recuerdo que esos visitantes jesuitas ocupaban mi silla en la mesa. Recuerdo también que uno estaba licenciado en medicina y doctorado en física, pero enseñaba arameo en el Instituto de Lenguas Orientales de Beirut. Es posible que su trabajo anterior fuera el de profesor de física en algún instituto de enseñanza media, y el anterior, tal vez en la Facultad de Medicina. Este tipo de erudición impresionaba a mi padre mucho más que el trabajo científico tipo cadena de montaje. Es posible que lleve en mis genes algo que me aleje del Bildungsphilister (el hombre integrado, se diría hoy). Mandelbrot se asombraba a menudo del temperamento de los eruditos de altos vuelos y de los científicos notables aunque no tan famosos, como su viejo amigo Carleton Gajdusek, un hombre que lo impresionaba por su habilidad para desvelar las causas de las enfermedades tropicales; pero pese a ello no parecía que tuviera ganas de pregonar su asociación con aquellos que consideraba grandes científicos. Tardé cierto tiempo en descubrir que había trabajado con una lista impresionante de científicos, al parecer de todos los campos, algo que esos a quienes les encanta darse tono mencionando a gente importante no hubieran dejado de repetir. Aunque llevo trabajando con él varios años, no fue hasta el otro día, mientras charlaba con su esposa, cuando descubrí que había sido colaborador del psicólogo Jean Piaget durante dos años. También me sorprendí cuando me enteré de que había trabajado con el gran historiador Fernand Braudel, pero éste no parecía interesar a Mandelbrot. Tampoco tenía interés en hablar de John von Neuman, con quien había trabajado como colaborador de postdoctorado. Su jerarquía estaba invertida. En cierta ocasión le pregunté por Charles Tresser, un físico desconocido que conocí en una fiesta y que escribía artículos sobre la teoría del caos e incrementaba sus ingresos como investigador elaborando pastelitos en una tienda que regentaba cerca de la ciudad de pastelitos en una tienda que regentaba cerca de la ciudad de Nueva York. Fue categórico: «un homme extraordinaire», dijo; no dejaba de elogiar a Tresser. Pero cuando le pregunté por un determinado personaje famoso, respondió: «Es el típico bon élève, un alumno que obtiene buenas notas, sin profundidad, ni visión». El personaje en cuestión era un Premio Nobel. La platonicidad de los triángulos Veamos, pues, por qué llamo a todo esto aleatoriedad mandelbrotiana o fractal. Todas las piezas del rompecabezas han sido expuestas por otros pensadores, sean Platón, Yule o Zipf; pero fue Mandelbrot quien: a) unió los puntos, b) vinculó la aleatoriedad a la geometría (y dentro de ésta, a una rama especial) y c) llevó el tema a su conclusión natural. En efecto, muchos matemáticos son hoy famosos en parte porque él desenterró sus obras para apoyar sus tesis, que es la estrategia que yo estoy siguiendo en este libro. «Tuve que inventarme a mis predecesores para que la gente me tomara en serio», me dijo en cierta ocasión, y así empleó la credibilidad de los peces gordos como artilugio retórico. Casi siempre podemos husmear en nuestros predecesores acerca de cualquier idea. Siempre podemos encontrar a alguien que haya trabajado sobre una parte de nuestra tesis y emplear como apoyo su contribución; ni siquiera Charles Darwin, de quien los científicos incultos dicen que «inventó» la supervivencia de los mejor adaptados, fue el primero en hablar de ella. En la introducción de El origen de las especies escribe que los hechos que expone no son necesariamente originales; lo interesante según él eran las consecuencias (dicho así, con esa modestia victoriana). Al final, quienes prevalecen son quienes deducen las consecuencias y el grado de importancia de las ideas, viendo así su auténtico valor. Son quienes pueden hablar del tema. Pasemos, pues, a describir la geometría mandelbrotiana. La geometría de la naturaleza Los triángulos, los cuadrados, los círculos y los otros conceptos geométricos que a muchos nos hacen bostezar en clase pueden ser ideas hermosas y puras, pero parece que están más en la mente de los arquitectos y diseñadores, en los edificios de arte moderno y en los maestros, que en la naturaleza. Y está bien que así sea, aun cuando la mayoría de nosotros no seamos conscientes de ello. Las montañas no son triángulos ni pirámides; los árboles no son círculos; las líneas rectas casi nunca se ven. La madre naturaleza no asistió a clases de geometría en el instituto ni leyó los libros de Euclides de Alejandría. Su geometría es irregular, pero tiene una lógica propia y fácil de comprender. He dicho que parece que estamos inclinados de forma natural a platonificar, y a pensar exclusivamente desde la perspectiva del material estudiado: nadie, sea un albañil o un filósofo natural, material estudiado: nadie, sea un albañil o un filósofo natural, puede escapar fácilmente de la esclavitud de tal condicionamiento. Pensemos que Galileo, por otro lado demoledor de falsedades, escribió lo siguiente: El gran libro de la naturaleza está siempre abierto ante nuestros ojos y en él está escrita la verdadera filosofía. [...] Pero no lo podremos leer si antes no hemos aprendido la lengua y los caracteres con que está escrito. [...] Está escrito en lenguaje matemático, y los caracteres son triángulos, círculos y otras figuras geométricas. ¿Estaba ciego? Ni siquiera el gran Galileo, con toda su supuesta independencia de criterio, fue capaz de contemplar la madre naturaleza con una mirada limpia. Imagino que tendría ventanas en su casa y que se aventuraría a salir de ella de vez en cuando; debería haber sabido que los triángulos no se encuentran fácilmente en la naturaleza. Se nos lava el cerebro con mucha facilidad. O somos ciegos o incultos, o ambas cosas. Resulta evidente que la geometría de la naturaleza no es la de Euclides, pero nadie, casi nadie, se ha dado cuenta. Esta ceguera (física) es idéntica a la falacia lúdica que nos lleva a pensar que los casinos representan la aleatoriedad. La fractalidad Pero hagamos una descripción de los fractales. Luego veremos cómo se vinculan con lo que llamamos leyes potenciales, o leyes escalables. Fractal es una palabra que acuñó Mandelbrot para describir la geometría de lo áspero y roto (del latín fractus, raíz de fracturado), ha fractalidad es la repetición de patrones geométricos a diferentes escalas, desvelando así versiones cada vez más pequeñas de sí mismos. Las partes pequeñas se parecen, en cierto grado, al todo. Intentaré demostrar en este capítulo que los fractales se aplican a la rama de la incertidumbre que debería llevar el nombre de Mandelbrot: la aleatoriedad mandelbrotiana. Las venas de las hojas parecen ramas; las ramas, árboles; las piedras, pequeñas montañas. Cuando un objeto cambia de tamaño no se produce un cambio cualitativo. Si contemplamos la costa de Gran Bretaña desde un avión, se parece a lo que vemos cuando la observamos en un mapa a través de una lupa. Este tipo de autoafinidad implica que se puede usar una regla de iteración aparentemente corta y simple —sea en un ordenador o, de forma más aleatoria, en la madre naturaleza— para construir formas de una complejidad aparentemente grande. Esto puede resultar muy útil para los gráficos realizados por ordenador, pero lo más importante es que así es como funciona la naturaleza. Mandelbrot diseñó el objeto matemático hoy conocido como conjunto de Mandelbrot, el objeto más famoso de la historia de las matemáticas. Se hizo popular entre los seguidores de la teoría del caos porque genera imágenes de una creciente complejidad, utilizando para ello una regla recursiva aparentemente minúscula (recursivo significa que algo se puede reaplicar a sí mismo de manera infinita). Podemos contemplar el conjunto en resoluciones cada vez más pequeñas sin llegar nunca al límite: seguiremos viendo formas reconocibles. Las formas nunca son las mismas, pero tienen una afinidad mutua, un gran parecido. Estos objetos desempeñan un papel en la estética. Consideremos las siguientes aplicaciones: Artes visuales: La mayoría de objetos generados por ordenador se basan hoy en alguna versión de los fractales mandelbrotianos. También podemos ver fractales en la arquitectura, la pintura y muchas obras de arte visual, aunque no han sido incorporados de forma consciente por el autor. Música: Tarareemos despacio las cuatro notas con que se inicia la Quinta sinfonía de Beethoven: ta-ta-ta-ta. Luego sustituyamos cada nota por la misma secuencia de cuatro notas, de modo que acabamos en un compás de dieciséis notas. Veremos (o, mejor, oiremos) que cada onda más pequeña se parece a la mayor original. Bach y Mahler, por ejemplo, componían submovimientos que se parecen a los movimientos mayores de los que forman parte. Poesía: La poesía de Emily Dickinson, por ejemplo, es fractal: lo grande se parece a lo pequeño. Según un crítico, tiene «un ensamblaje elaborado conscientemente de dicciones, metros, retórica, gestos y tonos». Al principio, los fractales hicieron de Benoît M. un paria entre Al principio, los fractales hicieron de Benoît M. un paria entre la clase dirigente de las matemáticas. Los matemáticos franceses se horrorizaron. ¿Qué? ¿Imágenes? Mon dieu! Era como pasar una película porno a una asamblea de devotas abuelas ortodoxas orientales en mi ancestral pueblo de Amioun. Así, Mandelbrot pasó un tiempo como refugiado intelectual en el centro de estudios de IBM, en el norte de Nueva York. Era una situación de «a la m… el dinero», ya que IBM dejaba que hiciera lo que le apeteciese. Pero las personas corrientes (sobre todo los estrafalarios informáticos) entendieron el tema. El libro de Mandelbrot, La geometría fractal de la naturaleza, causó un revuelo extraordinario cuando apareció, hace veinticinco años. Se extendió a través de los círculos artísticos y llegó a los estudios de estética, al diseño arquitectónico, incluso a grandes aplicaciones industriales. A Benoît M. se le llegó a ofrecer un puesto de profesor de medicina. Al parecer, los pulmones son mutuamente semejantes. A sus charlas acudía todo tipo de artistas, lo que le valió el apodo de la «estrella de rock de las matemáticas». La era del ordenador lo ayudó a convertirse en el matemático más influyente de la historia, en lo que a la aplicación de su obra se refiere, mucho antes de que fuera aceptado en la torre de marfil. Veremos que, además de su universalidad, su obra tiene una peculiaridad inusual: destaca por lo fácil que resulta entenderla. Unas palabras sobre su biografía. Mandelbrot llegó a Francia desde Varsovia en 1936, a los doce años. Debido a las vicisitudes de una vida clandestina durante la ocupación nazi de Francia, se libró de parte de la educación gala convencional, con sus repetitivos ejercicios de álgebra, y en gran medida fue un autodidacta. Luego recibió una profunda influencia de su tío Szolem, destacado miembro de la clase dirigente matemática francesa y titular del Collège de France. Benoît M. se afincó más tarde en Estados Unidos, donde trabajó durante la mayor parte de su vida como científico industrial, con algunos trabajos académicos transitorios y variados. El ordenador desempeñó dos papeles en la nueva ciencia que Mandelbrot ayudó a concebir. En primer lugar, los objetos fractales, como hemos visto, se pueden generar mediante una regla simple aplicada a sí misma, lo cual los hace ideales para la actividad automática de un ordenador (o de la madre naturaleza). En segundo lugar, en la generación de las intuiciones visuales hay una dialéctica entre el matemático y los objetos generados. Veamos ahora cómo todo esto nos lleva a la aleatoriedad. De hecho, Mandelbrot inició su carrera con la probabilidad. Aproximación visual Extremistán/Mediocristán a Observo la alfombra de mi estudio. Si la examino con el microscopio, veré una superficie muy accidentada. Si la miro con lupa, la superficie será más lisa, sin dejar de ser desigual en buena medida. Pero cuando la miro estando de pie, parece uniforme: casi tan lisa como una hoja de papel. La alfombra en el nivel de la vista corresponde a Mediocristán y la ley de los grandes números: veo la suma de las ondulaciones, y éstas se planchan. Es como la aleatoriedad gaussiana; la razón de que mi taza de café no dé saltos es que la suma de todas sus partículas móviles se suaviza. Asimismo, llegamos a las certezas mediante la adición de pequeñas incertidumbres gaussianas: ésta es la ley de los grandes números. La gaussiano no es similar a sí mismo, y de ahí que mi taza de café no vaya saltando por mi mesa. Pensemos ahora en una excursión montaña arriba. Por mucho que ascendamos, la superficie de la tierra seguirá siendo irregular. Así ocurre incluso a una altura de 9.000 metros. Cuando sobrevolamos los Alpes, seguimos viendo montañas irregulares, y no pequeñas piedras. Por eso algunas superficies no son de Mediocristán, y el hecho de cambiar la resolución no las hace mucho más lisas. (Observemos que este efecto sólo desaparece cuando alcanzamos alturas mucho mayores. Nuestro planeta le parecerá liso a quien lo observe desde el espacio, pero porque es demasiado pequeño. Si fuera un planeta mayor, entonces tendría montañas que harían del Himalaya un enano y, para que pareciera más liso, habría que observarlo desde una distancia mayor. Del mismo modo, si la población del planeta fuera mayor, aun conservando la misma riqueza media, sería probable que existiera alguien cuyo patrimonio superara en mucho al de Bill Gates.) mucho al de Bill Gates.) Las figuras 11 y 12 ilustran lo dicho. Un observador que mire la primera imagen podría pensar que se ha caído al suelo la tapa del objetivo de una cámara fotográfica. Figura 11. Aparentemente, se ha caído al suelo la tapa de un objetivo. Veamos ahora la página siguiente. Figura 12. El objeto no es realmente una tapa. Estas dos fotografías ilustran la invarianza de la escala: el terreno es fractal. Comparémoslo con objetos fabricados por el hombre, como un coche o una casa. Fuente: profesor Stephen W. Wheatcraft, University of Nevada, Reno. Recordemos lo que decíamos de la costa de Gran Bretaña. Si la contemplamos desde el avión, sus contornos no son tan distintos de los que vemos en la costa. El cambio en la escala no altera las formas ni su grado de homogeneidad. Margaritas a los cerdos ¿Qué tiene que ver la geometría fractal con la distribución de la riqueza, el tamaño de las ciudades, los beneficios en los mercados financieros, el número de balas en una guerra o el tamaño de los aviones? Unamos los puntos. La clave es que el fractal tiene mediciones numéricas o estadísticas que (en cierto modo) se conservan a través de las escalas: la ratio es la misma, a diferencia de lo que ocurre con el modelo gaussiano. En la figura 13 se presenta otra visión de esta autosimilitud. Como veíamos en el capítulo 15, los superricos son parecidos a los ricos, sólo que más ricos: la riqueza es independiente de la escala o, dicho con mayor precisión, depende de una escala desconocida. En la década de 1960, Mandelbrot expuso sus ideas sobre los precios de las materias primas y los valores financieros a la clase dominante de la economía, y todos los economistas financieros se sintieron apasionados. En 1963, el por entonces decano de la University of Chicago Graduate School of Business, George Shultz, le ofreció una cátedra. Es el mismo George Shultz que después fue secretario de Estado de Ronald Reagan. Shultz lo llamó una tarde para retirar la oferta. En el momento de escribir estas líneas, cuarenta y cuatro años después, nada ha ocurrido en la estadística de las ciencias sociales —a excepción de algún jugueteo superficial que trata el mundo como si únicamente estuviéramos sometidos a una aleatoriedad suave— y, pese a ello, se han ido repartiendo premios Nobel. Han aparecido artículos que aportaban pruebas de que Mandelbrot estaba equivocado, escritos por personas que no entienden la tesis central de este libro: uno siempre puede que no entienden la tesis central de este libro: uno siempre puede fabricar datos «que corroboren» que el proceso subyacente es gaussiano, buscando para ello períodos que no tengan sucesos raros, del mismo modo que sé puede encontrar una tarde en la que nadie mate a nadie y utilizarlo como «prueba» de una conducta honesta. Repetiré que, debido a la asimetría de la inducción, del mismo modo que es más fácil rechazar la inocencia que aceptarla, es más fácil rechazar un curva de campana que aceptarla; y al revés, es más difícil rechazar un fractal que aceptarlo. ¿Por qué? Porque un suceso particular puede desbaratar la tesis de que nos enfrentamos a una curva de Gauss. En resumen, hace cuatro décadas, Mandelbrot ofreció perlas a los economistas y a los ignorantes ansiosos de hacer curriculum, unas perlas que rechazaron porque las ideas eran demasiado buenas para ellos. Eran, como reza el dicho, margaritas a los cerdos. En el resto de este capítulo explicaré cómo puedo refrendar los fractales de Mandelbrot en cuanto representación de gran parte de la aleatoriedad sin tener que aceptar necesariamente su uso preciso. Los fractales deben ser el elemento por defecto, la aproximación, el esquema. No solucionan el problema del Cisne Negro y no convierten todos los Cisnes Negros en sucesos predecibles, pero mitigan de modo significativo el problema del Cisne Negro, al hacer que esos grandes sucesos sean concebibles. (Los hacen grises. ¿Por qué grises? Porque sólo lo gaussiano nos da certezas. Volveremos a ello más adelante.) La lógica de la aleatoriedad fractal (con una advertencia53) En las listas de riqueza que expuse en el capítulo 15 he mostrado la lógica de una distribución fractal: si la riqueza se duplica y pasa de un millón a dos, la incidencia de personas con al menos esa cantidad de dinero se corta en cuatro, que es exponente de dos. Si el exponente fuera uno, entonces la incidencia de esa riqueza o más se cortaría en dos. Al exponente se le llama «potencia» (de ahí que algunos empleen la expresión ley potencial). Vamos a llamar «excedencia» al número de ocurrencias superiores a un determinado nivel: una excedencia de dos millones es el número de personas con una riqueza mayor de dos millones. Una propiedad importante de estos fractales (u otra forma de expresar su principal propiedad, la escalabilidad) es que la ratio de dos excedencias54 será la ratio de los dos números elevada a la potencia negativa del exponente. Vamos a ilustrarlo. Supongamos que «pensamos» que sólo de 96 libros se venderán más de 250.000 ejemplares al año (que es lo que ocurrió el año pasado), y que «pensamos» que el exponente está en torno a 1,5. Podemos extrapolar y calcular que de alrededor de 34 libros se venderán más de 500.000 ejemplares, es decir, 96 veces (500.000/250.000)-1.5. Podemos seguir, y observar que de 8 libros se deberían vender más de un millón de ejemplares, esto es, 96 veces (1.000.000/250.000)-1.5. Figura 13. La montaña estadística fractal pura. El grado de desigualdad será el mismo en las dieciséis subsecciones del gráfico. En el mundo gaussiano, las disparidades en la riqueza (o cualquier otra cantidad) disminuyen cuando observamos el extremo superior, de disminuyen cuando observamos el extremo superior, de ahí que los multimillonarios sean más iguales entre sí que los millonarios, y los millonarios más iguales en su relación mutua que la clase media. Esta falta de igualdad en todos los niveles de riqueza es, dicho en dos palabras, la autosimilitud estadística. Permítame el lector que muestre los diferentes exponentes medidos para una variedad de fenómenos. Tabla 2. Supuestos exponentes para varios fenómenos. Supuesto exponente Fenómeno (aproximación vaga) Frecuencia de uso de las 1,2 palabras Número de visitas a los 1,2 sitios web Número de libros 1,5 vendidos en EE.UU. Llamadas telefónicas 1,22 recibidas Magnitud de los 2,8 terremotos Diámetro de los cráteres 2,14 de la luna Intensidad de la 0,8 erupciones solares Intensidad de las guerras 0,8 Patrimonio de los 1,1 estadounidenses Número de personas por 1 apellido Población de las ciudades 1,3 de EE.UU. Movimientos de la bolsa 3 (o inferior) Tamaño de las empresas 1,5 Personas muertas en 2 (pero posiblemente un atentados terroristas exponente mucho mas bajo) Fuente: M. E. J. Newman (2005) y cálculos del propio autor. Déjeme que le diga por adelantado que estos exponentes significan muy poco desde la perspectiva de la precisión numérica. Enseguida veremos por qué, pero de momento señalemos simplemente que no observamos estos parámetros; sencillamente los adivinamos, o los inferimos para la información estadística, lo que a veces hace que resulte difícil conocer los auténticos parámetros, si es que realmente existen. Examinemos en primer lugar las consecuencias prácticas de un exponente. Tabla 3. El significado del exponente. Participación del 1% Participación del 20% Exponente superior superior 55 1 99,99% 99,99% 1,1 66% 86% 1,2 47% 76% 1,3 34% 69% 1,4 27% 63% 1.5 22% 58% 2 10% 45% 2,5 6% 38% 3 4,6% 34% La tabla 3 ilustra el impacto de lo altamente improbable. Muestra las aportaciones al total del 1% y del 20% superiores. Cuanto menor es el exponente, mayores son esas aportaciones. Pero observemos cuán sensible es el proceso: entre 1,1 y 1,3 pasamos del 66% del total al 34%. Una diferencia de sólo 0,2 en el exponente cambia el resultado de forma drástica, y esta diferencia puede proceder de un simple error de medición. No es una diferencia trivial: basta pensar en que no tenemos una idea precisa de cuál es el exponente porque no lo podemos medir directamente. Todo lo que hacemos es calcular a partir de datos anteriores, o apoyarnos en teorías que permiten construir algún anteriores, o apoyarnos en teorías que permiten construir algún tipo de modelo que nos dé alguna idea; pero estos modelos pueden esconder defectos que nos impidan aplicarlos ciegamente a la realidad. Así pues, tengamos presente que el exponente 1,5 es una aproximación, que es difícil de computar, que no lo obtenemos de los dioses, al menos no fácilmente, y que tendremos un monstruoso error en la muestra. Observaremos que el número de libros de los que se venden más de un millón de ejemplares no siempre va a ser 8: podría ser tan elevado como 20, o tan bajo como 2. Y lo que es más importante, este exponente empieza a aplicarse a partir de cierto número denominado «cruce» (crossover), y está referido a números mayores que dicho cruce. Puede empezar en los 200.000 libros, o quizá sólo en 400.000. Asimismo, la riqueza tiene unas propiedades diferentes respecto a, supongamos, 600 millones de dólares, cuando la desigualdad crece, que las que presenta por debajo de esta cantidad. ¿Cómo sabemos dónde se encuentra el punto de cruce? Esto plantea un problema. Mis colegas y yo trabajamos con unos veinte millones de datos financieros. Todos disponíamos del mismo conjunto de datos, pero nunca nos pusimos de acuerdo sobre cuál era exactamente el exponente de nuestros conjuntos. Sabíamos que los datos revelaban una ley potencial fractal, pero descubrimos que no se podía dar un número exacto. Sin embargo, lo que sabíamos —que la distribución es escalable y fractal— era suficiente para que pudiéramos operar y tomar decisiones. El problema del límite superior Algunas personas han estudiado y aceptado lo fractal «hasta cierto punto». Sostienen que la riqueza, la venta de libros y los beneficios de la Bolsa tienen un determinado nivel en que las cosas dejan de ser fractales. Lo que proponen es el «truncamiento». Estoy de acuerdo en que hay un nivel donde la fractalidad puede cesar, pero ¿dónde? Decir que existe un límite superior pero no sé a qué altura se encuentra, y decir que no existe límite alguno tienen en la práctica las mismas consecuencias. Proponer un límite superior es altamente inseguro. Podríamos decir: vamos a establecer el límite superior de la riqueza en 150.000 millones de dólares en nuestros análisis. Entonces, otro podría decir; ¿por qué no 151.000 millones? O ¿por qué no 152.000 millones? También podemos considerar que la variable es ilimitada. Cuidado con la precisión La experiencia me ha enseñado algunos trucos: cualquier exponente que yo intente medir es probable que sea sobreestimado (recordemos que un exponente más elevado implica un papel menor para las grandes desviaciones); y es previsible que lo que vemos sea menos del estilo Cisne Negro que lo que no vemos. A esto lo llamo el problema de la mascarada. mascarada. Imaginemos que genero un proceso que tiene un exponente de 1,7. No vemos lo que hay dentro del motor, sólo los datos que salen. Si le pregunto al lector cuál es el exponente, lo más probable es que calcule en torno al 2,4. Y lo haría así aun en el caso de que dispusiera de un millón de puntos de datos. La razón es que un proceso fractal tarda mucho en desvelar sus propiedades, y por ello subestimamos la gravedad del impacto. A veces, un fractal nos puede llevar a creer que es gaussiano, en particular cuando el punto de corte empieza en un número alto. Con las distribuciones fractales, las desviaciones extremas de este tipo son lo suficientemente raras como para ofuscarnos: no reconocemos la distribución como fractal. Regreso al charco de agua Como hemos visto, tenemos problemas para conocer los parámetros de cualquier modelo que supongamos que rige el mundo. Lo mismo ocurre con Extremistán; aquí asoma de nuevo el problema de la inducción, esta vez de forma aún más significativa que en cualquier otro momento de este libro. Simplemente, si un mecanismo es fractal puede originar errores grandes; por consiguiente es posible que existan grandes desviaciones, pero será difícil determinar con cierta exactitud en qué medida son posibles y con qué frecuencia se pueden producir. Es algo parecido al problema del charco de agua: lo ha podido generar una multitud de cubitos de hielo. Como alguien podido generar una multitud de cubitos de hielo. Como alguien que va de la realidad a los modelos explicativos posibles, me enfrento a un aluvión de problemas completamente distintos de los de aquellos que hacen el recorrido inverso. Acabo de leer tres libros de «ciencia popular» que resumen los estudios sobre sistemas complejos: Ubiquity, de Mark Buchanan; Critical Mass, de Philip Ball; y Why Most Things Fail, de Paul Ormerod. Estos tres autores presentan el mundo de las ciencias sociales como algo lleno de leyes potenciales, una idea con la que estoy completamente de acuerdo. Dicen también que existe una universalidad en muchos de estos fenómenos, que hay una hermosa similitud entre diversos procesos de la naturaleza y el comportamiento de los grupos sociales, punto en el que coincido. Basan sus estudios en las diversas teorías de las redes y demuestran la maravillosa correspondencia que hay entre los llamados fenómenos críticos de las ciencias sociales y la autoorganización de los grupos sociales. Reúnen los procesos que generan avalanchas, contagios sociales y lo que ellos llaman cascadas informativas, y aquí también estoy de acuerdo. La universalidad es una de las razones de que los físicos encuentren particularmente interesante que las leyes potenciales estén asociadas a puntos críticos. Hay muchas situaciones, tanto en la teoría de los sistemas dinámicos como en la mecánica estadística, donde muchas de las propiedades de la dinámica en torno a puntos críticos son independientes de los detalles del sistema dinámico subyacente. El exponente en el punto crítico puede ser el mismo para muchos sistemas del mismo grupo, aunque muchos otros aspectos del sistema sean diferentes. Estoy aunque muchos otros aspectos del sistema sean diferentes. Estoy casi de acuerdo con esta idea de universalidad. Por último, los tres autores nos animan a aplicar las técnicas de la física estadística, evitando, como si de la peste se tratara, la econometría y las distribuciones no escalables de estilo gaussiano, en lo que no podría estar yo más de acuerdo. Pero los tres autores, al producir, o fomentar, la precisión, caen en la trampa de no diferenciar entre los procesos que van hacia delante y los que van hacia atrás (entre el problema y el problema inverso); en mi opinión, el mayor pecado científico y epistemológico. No son los únicos: casi todos los que trabajan con datos pero no toman decisiones a partir de ellos tienden a caer en el mismo pecado, una variación de la falacia narrativa. En ausencia de un proceso de retroalimentación, nos fijamos en los modelos y pensamos que confirman la realidad. Creo en las ideas de estos tres libros, pero no en la forma en que se utilizan, y desde luego no con la precisión que los autores les atribuyen. De hecho, la teoría de la complejidad nos debería hacer más cautos ante la defensa científica de unos modelos de la realidad. No se consigue con ello que todos los cisnes sean blancos; lo previsible es que los haga grises, y sólo grises. Como he dicho antes, el mundo, en el sentido epistemológico, es literalmente un lugar distinto para el empirista que desde los detalles llega al concepto. No podemos permitirnos el lujo de sentarnos a interpretar la ecuación que rige el universo; nos limitamos a observar los datos y elaborar un supuesto sobre cuál pueda ser el proceso real, y luego «calibramos» ajustando nuestra ecuación de acuerdo con la información adicional. Cuando se nos presentan los sucesos, comparamos lo que vemos con lo que esperábamos ver. Descubrir que la historia va hacia delante, y no hacia atrás, suele ser un proceso humillante, en particular para quien sea consciente de la falacia narrativa. Del mismo modo que uno piensa que los hombres de negocios tienen un ego muy grande, estas personas a menudo se ven humilladas por quienes les recuerdan la diferencia entre la decisión y los resultados. De lo que estoy hablando es de la opacidad, de lo incompleto de la información, de la invisibilidad del generador del mundo. La historia no nos desvela su mente; debemos adivinar qué hay dentro de ella. De la representación a la realidad La idea anterior reúne todas las partes de este libro. Muchos estudian psicología, matemáticas o teoría evolutiva y buscan la forma de aplicar sus ideas a los negocios; en cambio, yo propongo todo lo contrario: estudiar la intensa, inexplorada y humillante incertidumbre de los mercados de valores como medio para generar ideas sobre la naturaleza de la aleatoriedad que sea aplicable a la psicología, la probabilidad, las matemáticas, la teoría de la decisión e incluso la física estadística. El lector se dará cuenta de las taimadas manifestaciones de la falacia narrativa, de la falacia lúdica, y de los grandes errores de la platonicidad, que supone ir de la representación a la realidad. Cuando me encontré con Mandelbrot por primera ve2 le pregunté por qué un científico asentado como él, que debía de tener mejores cosas que hacer en la vida, se interesaba por un tema tan vulgar como el de las finanzas. Yo creía que las finanzas y la economía no eran más que un lugar donde uno aprendía a partir de fenómenos empíricos y llenaba su cuenta bancaria de... dinero, antes de salir en busca de cosas mayores y mejores. La respuesta de Mandelbrot fue: «Los datos, toda una mina de datos». En efecto, todo el mundo olvida que Mandelbrot empezó en economía, antes de pasarse a la física y la geometría de la naturaleza. Trabajar con tal abundancia de datos nos resulta humillante, pues nos lleva a intuir el siguiente error: que tomamos el camino que va de la representación a la realidad en sentido equivocado. El problema de la circularidad de la estadística (que también podemos llamar el razonamiento del retroceso estadístico) es el siguiente. Supongamos que necesitamos datos del pasado para averiguar si una probabilidad es gaussiana, fractal o alguna otra cosa. Deberemos establecer si disponemos de suficientes datos en los que asentar nuestra tesis. ¿Cómo sabemos si tenemos datos suficientes? Por la distribución de la probabilidad, una distribución nos dice si contamos con las datos suficientes para «construir confianza» sobre lo que inferimos. Si es una campana de Gauss, bastarán unos pocos puntos (una vez más, la ley de los grandes números). ¿Y cómo sabemos si la distribución es gaussiana? Bueno, pues por los datos. De manera que gaussiana? Bueno, pues por los datos. De manera que necesitamos que los datos nos digan cuál es la distribución de la probabilidad, y que una distribución de la probabilidad nos diga cuántos datos necesitamos. Esto origina un grave razonamiento de retroceso. Este retroceso no se produce si suponemos de antemano que la distribución es gaussiana. Ocurre que, por alguna razón, lo gaussiano muestra sus propiedades de forma bastante fácil. No ocurre lo mismo con las distribuciones de Extremistán. De modo que parece conveniente seleccionar lo gaussiano al tiempo que se invoca alguna ley general. Precisamente por esta razón, la distribución gaussiana se emplea por defecto. Como no dejo de repetir, presumir su aplicación de antemano puede funcionar en un pequeño número de campos, como la estadística de la delincuencia y los índices de mortalidad, en cuestiones que pertenecen a Mediocristán. Pero no en los datos históricos de atributos desconocidos, y no para asuntos de Extremistán. Entonces, ¿por qué los estadísticos que trabajan con datos históricos no son conscientes de este problema? En primer lugar, no les gusta oír que el problema de la inducción ha terminado con toda su empresa. En segundo lugar, no se enfrentan a los resultados de sus predicciones de forma rigurosa. Como veíamos con la competición de Makridalkis, se asientan en la falacia narrativa, y no quieren oír que así es. Una vez más, cuidado con los vaticinadores Vamos a dar un paso más en este problema. Como señalaba antes, muchísimos modelos de moda intentan explicar la génesis de Extremistán. De hecho, se agrupan en dos grandes clases, aunque se da algún que otro enfoque distinto. La primera clase incluye el modelo estilo «el rico se hace más rico» (o «lo mayor se hace mayor»), un modelo que se emplea para explicar el apiñamiento de las personas alrededor de las ciudades, el dominio de Microsoft y VHS en el mercado (frente a Apple y Betamax), la dinámica de la reputación académica, etc. La segunda clase se refiere a lo que generalmente se llama «modelos de filtración», que no se ocupan de la conducta del individuo, sino más bien del terreno en que éste opera. Cuando vertemos agua sobre una superficie porosa, la estructura de esta superficie importa más que el líquido. Cuando un grano de arena choca contra un montón de otros granos de arena, el modo en que esté organizado el terreno es lo que determina si se va a producir un alud. La mayoría de los modelos, claro está, intentan ser predictivos con toda precisión, no sólo descriptivos; y eso es algo que me encoleriza. Existen buenas herramientas para ilustrar la génesis de Extremistán, pero insisto en que el «generador» de la realidad no parece que las obedezca con la suficiente precisión como para que las haga útiles en la predicción precisa. Al menos a juzgar por todo lo que se encuentra en la actual Al menos a juzgar por todo lo que se encuentra en la actual literatura sobre el tema de Extremistán. Nos enfrentamos una vez más a un grave problema de calibración, por lo que sería una buena idea evitar los errores habituales que se cometen al calibrar un proceso no lineal. Recordemos que los procesos no lineales tienen mayores grados de libertad que los lineales (como veíamos en el capítulo 11), con la implicación de que corremos un gran riesgo si utilizamos el modelo equivocado. Sin embargo, de vez en cuando uno se encuentra con libros o artículos en que se aboga por la aplicación a la realidad de los modelos de la física estadística. Los buenos libros como el de Philip Ball ilustran e informan, pero no deberían llevar a modelos cuantitativos precisos. No nos fiemos de ellos. Pero veamos qué podemos aprovechar de estos modelos. De nuevo, una buena solución En primer lugar, al dar por supuesto un escalable, acepto que es posible un número arbitrariamente grande. En otras palabras, las desigualdades no deberían cesar por encima de un determinado límite máximo conocido. Supongamos que del libro El código Da Vinci se vendieron 60 millones de ejemplares. (De la Biblia se han vendido unos 1.000 millones de ejemplares, pero vamos a ignorarlo y limitar nuestro análisis a los libros laicos, obra de autores individuales.) Aunque no sabemos de ningún libro laico que haya vendido 200 millones de ejemplares, podemos considerar que la posibilidad millones de ejemplares, podemos considerar que la posibilidad no es cero. Es pequeña, pero no cero. Por cada tres éxitos de ventas del estilo El código Da Vinci, podría haber un superéxito de ventas que, aunque de momento no se ha producido ninguno, no podemos descartar. Y por cada quince códigos Da Vinci, habrá un superéxito del que se vendan, por ejemplo, 500 millones de ejemplares. Apliquemos la misma lógica a la riqueza. Supongamos que la persona más rica del mundo posee 50.000 millones de dólares. Existe una probabilidad no descartable de que el año próximo aparezca alguien de no se sabe dónde con 100.000 millones. Por cada persona con más de 50.000 millones, podría haber una con 100.000 millones de dólares o más. Hay una probabilidad mucho menor de que haya alguien con más de 200.000 millones de dólares, un tercio de la probabilidad anterior, pero con todo, no es cero. Hay incluso una minúscula, pero no cero, probabilidad de que exista alguien que tenga más de 500.000 millones de dólares. Esto me dice lo siguiente: puedo realizar inferencias a partir de cosas que no veo en mis datos, pero estas cosas deben seguir perteneciendo al ámbito de las posibilidades. Hay por ahí un éxito de ventas invisible, uno que está ausente en los datos del pasado pero con el que debemos contar. Recordemos lo que decía en el capítulo 13: esto hace que la inversión en un libro o un fármaco sea mejor de lo que las estadísticas sobre los datos pasados puedan indicar. Pero puede hacer que las pérdidas en la Bolsa sean peores de lo que los datos pasados muestren. Las guerras son fractales por naturaleza. Puede haber una Las guerras son fractales por naturaleza. Puede haber una guerra en la que mueran más personas que en la devastadora Segunda Guerra Mundial; no es probable, pero no es una probabilidad cero, aunque tal guerra nunca se haya producido en el pasado. En segundo lugar, mostraré un ejemplo tomado de la naturaleza que nos ayudará a entender lo relativo a la precisión. Una montaña se parece de algún modo a una piedra: tiene una afinidad con ella, un parecido familiar, pero no es idéntica. La palabra que describe tales parecidos es autoafín, no la exacta autosimilar, pero Mandelbrot tuvo problemas para transmitir la idea de afinidad, y se extendió el término autosimilar con su connotación de parecido preciso, más que parecido familiar. Como ocurre con la montaña y la piedra, la distribución de la riqueza por encima de mil millones de dólares no es exactamente la mismo que por debajo de mil millones, pero ambas distribuciones tienen «afinidad». En tercer lugar, decía antes que existen infinidad de artículos en el mundo de la ecofísica (la aplicación de la física estadística a los fenómenos sociales y económicos) cuyo objetivo es esa calibración, sacar números del mundo de los fenómenos. Muchos intentan ser predictivos. Lamentablemente, no podemos predecir las «transiciones» a crisis o plagas. Mi amigo Didier Sornette trata de construir modelos predictivos, lo cual me encanta, aunque yo no los puedo utilizar para hacer predicciones; pero, por favor, no se lo digan; quizá dejara de construirlos. El hecho de que yo no los pueda usar como él pretende no invalida su trabajo, sólo hace que las interpretaciones requieran un razonamiento abierto, a diferencia de los modelos de la economía convencional, que están viciados en sus cimientos. Es posible que nos las apañemos con algunos de los fenómenos de Sornette, pero no con todos. ¿Dónde está el cisne gris? He escrito todo un libro sobre el Cisne Negro. Y no es porque esté enamorado del Cisne Negro; como humanista, lo odio. Odio la mayor parte de las injusticias y los daños que provoca. De modo que me gustaría eliminar muchos Cisnes Negros o, al menos, mitigar sus efectos y estar protegido de ellos. La aleatoriedad fractal es una forma de reducir estas sorpresas, de hacer que parezca posible que algunos de estos cisnes, por así decirlo, nos hagan conscientes de sus consecuencias, hacerlos grises. Pero la aleatoriedad fractal no produce respuestas precisas. Los beneficios actúan como sigue. Si sabemos que la Bolsa se puede desplomar, como lo hizo en 1987, entonces un suceso de este tipo no es un Cisne Negro. El crac de 1987 no es una rareza, si utilizamos un fractal de exponente tres. Si sabemos que las empresas de biotecnología pueden producir un fármaco que sea todo un superéxito, mayor que todos los conocidos hasta la fecha, entonces no será un Cisne Negro, y no nos sorprenderemos si tal fármaco llega a Cisne Negro, y no nos sorprenderemos si tal fármaco llega a aparecer. Los fractales de Mandelbrot nos permiten dar cuenta de unos pocos Cisnes Negros, pero no de todos. Decía antes que algunos Cisnes Negros surgen porque ignoramos las fuentes de la aleatoriedad. Otros aparecen cuando sobreestimamos el exponente fractal. Un cisne gris se refiere a sucesos extremos modelables; un Cisne Negro, a desconocidos desconocidos. Me senté a hablar de todo esto con el gran hombre y, como de costumbre, nuestra charla se convirtió en un juego lingüístico. En el capítulo 9 expuse la distinción que los economistas hacen entre la incertidumbre knightiana (incomputable) y el riesgo knightiano (computable); esta distinción no puede ser una idea tan original que esté ausente de nuestro vocabulario, así que la buscamos en francés. Mandelbrot mencionó a uno de sus amigos y héroe prototípico, el aristocrático matemático MarcelPaul Schützenberger, exquisito erudito que (como este autor) se aburría fácilmente y no sabía ocuparse de problemas más allá del punto en que los beneficios disminuían. Schützenberger insistía en la precisa distinción que en francés existe entre hasard y fortuit. Hasard, del árabe az-zahr, implica, como alea, los dados —la aleatoriedad tratable—; fortuit es mi Cisne Negro: lo puramente accidental e imprevisto. Buscamos en el diccionario Petit Robert, efectivamente, ahí está la distinción. Fortuit parece corresponder a mi opacidad epistémica, l'imprevu et non quantifiable; hasard, al tipo más lúdico de incertidumbre que proponía el Chevalier de Méré en la primera obra sobre el juego. Es de notar que los árabes puedan haber introducido otra palabra en la empresa de lo incierto: rizk, que significa «propiedad». Repito: Mandelbrot se ocupa de cisnes grises; yo lo hago del Cisne Negro. De manera que Mandelbrot domesticó muchos de mis Cisnes Negros, pero no todos ellos, no por completo. Sin embargo su método nos deja un rayo de esperanza, una forma de empezar a pensar sobre los problemas de la incertidumbre. Uno está sin duda más seguro si sabe dónde se encuentran los animales salvajes. 17 - LOS LOCOS DE LOCKE, O LAS CURVAS DE CAMPANA EN LOS LUGARES EQUIVOCADOS56 Tengo en casa dos estudios: uno auténtico, con libros y material literario interesantes; el otro, no literario, donde no me gusta trabajar, y al que relego los asuntos más prosaicos y que menos atención me exigen. En el segundo hay una pared cubierta de libros sobre estadística e historia de la estadística, libros que nunca he tenido la valentía de quemar o tirar, pese a que me parecen sumamente inútiles fuera de sus aplicaciones académicas (Carnéades, Cicerón y Foucber saben más de la probabilidad que todos estos seudosofisticados volúmenes). No los puedo utilizar en clase porque me prometí que jamás volvería a enseñar basura, aunque me muriera de hambre. ¿Por qué no los puedo usar? Porque ninguno de esos libros trata de Extremistán. Ninguno. Los pocos que lo hacen no son obra de estadísticos, sino de físicos estadísticos. Enseñamos a la gente métodos de Mediocristán y los aligeramos en Extremistán. Es como elaborar un medicamento para plantas y aplicárselo a los seres humanos. No es de extrañar que corramos el mayor de los peligros: manejamos asuntos que pertenecen a Extremistán, pero tratados como si pertenecieran a Mediocristán, como una «aproximación». Cientos de miles de alumnos de las facultades de Económicas y departamentos de Ciencias Sociales de Singapur a UrbanaChampaign, así como gente del mundo de los negocios, siguen estudiando métodos «científicos», todos basados en el método gaussiano, todos incrustados en la falacia lúdica. En este capítulo analizamos los desastres que surgen de la aplicación de unas matemáticas falsas a la ciencia social. El auténtico tema podría ser los peligros que para nuestra sociedad representa la academia sueca que concede los premios Nobel. Sólo cincuenta años Volvamos a la historia de mi vida en los negocios. Fijémonos en la gráfica de la figura 14. En los últimos cincuenta años, los diez días más extremos en las Bolsas representan la mitad de los beneficios. Diez días en cincuenta años. Y mientras tanto, lo único que hacemos es estar de cháchara. Es evidente que quienquiera que exija algo más que el elevado número de seis sigma como prueba de que las Bolsas pertenecen a Extremistán necesita que le revisen la cabeza. Son muchos los artículos en que se demuestra la inadecuación de la familia gaussiana de distribuciones y la naturaleza escalable de familia gaussiana de distribuciones y la naturaleza escalable de las Bolsas. Recordemos que, a lo largo de los años, yo mismo he realizado estadísticas retrospectivas y prospectivas sobre 20 millones de conjuntos de datos, las cuales me hicieron despreciar profundamente a cualquiera que hablara de las Bolsas desde la perspectiva gaussiana. Pero a las personas les cuesta dar el salto hasta las consecuencias de este conocimiento. Lo más extraño es que la gente de negocios normalmente coincide conmigo cuando me oyen hablar o escuchan mis tesis. Pero al día siguiente regresan al despacho y vuelven a las herramientas gaussianas tan enraizadas en sus costumbres. Sus mentes dependen del dominio, de modo que pueden practicar el razonamiento crítico en una conferencia, sin hacerlo en el despacho. Además, las herramientas gaussianas les proporcionan números, que siempre son «mejor que nada». La consiguiente medición de la incertidumbre futura satisface nuestro deseo de simplificar, aunque ello suponga constreñir en un único número cuestiones que son demasiado ricas para que puedan ser descritas de este modo. Figura 14. Si eliminamos los diez mayores movimientos de un día de la Bolsa de Estados Unidos durante los últimos cincuenta años, observamos una inmensa diferencia en tos beneficios; y, pese a ello, las finanzas convencionales consideran que estos saltos de un día son meras anomalías. (Ésta es sólo una de las muchas pruebas. Aunque resulta muy convincente tras una lectura superficial, hay otras mucho más convincentes desde un punto de vista matemático, por ejemplo la incidencia de los sucesos de 10 sigma.) La traición del empleado Terminaba el capítulo 1 con la crisis bursátil de 1987, lo que me permitió abordar de forma agresiva mi idea del Cisne Negro. Inmediatamente después del crac, cuando afirmé que quienes utilizaban las sigmas (es decir, las desviaciones típicas) como medida del grado de riesgo y de la aleatoriedad eran unos charlatanes, todo el mundo coincidió conmigo. Si el mundo de las finanzas fuera gaussiano, un episodio como el crac (más de veinte desviaciones típicas) se produciría varios miles de millones de veces lo que abarca la vida del universo (observemos el ejemplo de la altura del capítulo 15). Según las circunstancias de 1987, las personas aceptaron que los sucesos raros tienen lugar y son la principal fuente de incertidumbre. Ocurría sencillamente que no estaban dispuestas a abandonar el método gaussiano como principal herramienta de medición (»Oye, que no tenemos nada más»). La gente quiere un número al que anclarse; pero los dos métodos son lógicamente incompatibles. Aunque entonces no lo sabía, 1987 no fue la primera vez que la idea de lo gaussiano demostraba ser una locura. Mandelbrot propuso lo escalable a la clase dirigente de la economía en torno a 1960, y les demostró que en aquel entonces la campana de Gauss no se ajustaba a los precios. Pero una vez que remitió su apasionamiento, se dieron cuenta de que deberían aprender de nuevo su oficio. Uno de los influyentes economistas de la época, el difunto Paul Cootner, escribió: «Mandelbrot, como antes el primer ministro Churchill, no nos prometió la utopía, sino sangre, sudor, gran esfuerzo y lágrimas. Si tiene razón, casi todas nuestras herramientas estadísticas son obsoletas [o] carecen de sentido». Yo propongo dos correcciones a la declaración de Cootner. Primera, sustituir casi todas por todas. Segunda: no estoy de acuerdo con lo de la sangre y el sudor. La aleatoriedad de Mandelbrot me parece considerablemente más fácil de entender que la estadística convencional. Quien se inicie desde cero en este negocio, que no se apoye en las viejas herramientas teóricas, y que no confíe demasiado en la certidumbre. Cualquiera puede llegar a presidente Y ahora una breve historia del Premio Nobel de Economía, que el Banco de Suecia estableció en honor de Alfred Nobel, quien tal vez, según su familia, que desea que se dejen de otorgar los premios, esté hoy revolviéndose en su tumba. Un activista miembro de la familia llama al premio un golpe de relaciones públicas por parte de los economistas que pretenden situar su campo a una altura que no se merece. El premio ha recaído en pensadores de gran valor, hay que reconocerlo, como el psicólogo empírico Daniel Kahneman y el reflexivo economista Friederich Hayek. Pero la comisión ha caído en la costumbre de conceder premios Nobel a quienes «aportan rigor» al proceso con la seudociencia y las falsas matemáticas. Después del crac bursátil premiaron a dos teóricos, Henry Markowitz y William Sharpe, quienes construyeron modelos hermosamente platónicos sobre una base gaussiana, contribuyendo con ello a lo que se llama teoría de la cartera de valores moderna. Sencillamente, si se eliminan sus supuestos gaussianos y se tratan los precios como escalables, sólo queda pura palabrería. La Comisión de los Nobel podría haber comprobado los modelos de Sharpe y Markowitz —funcionan como esos remedios de charlatanes que se venden en Internet —, pero parece que en Estocolmo nadie pensó en ello. La comisión tampoco nos pidió a los profesionales nuestra opinión; en lugar de ello, se apoyó en un proceso de investigación académico que, en algunas disciplinas, puede estar corrompido hasta la médula. Después de aquel premio, predije: «En un mundo en que estos dos obtienen el Nobel, puede ocurrir cualquier cosa. Cualquiera puede llegar a presidente». Así pues, el Banco de Suecia y la Academia Nobel son responsables en gran medida de haber refrendado el uso de la teoría gaussiana en la cartera de valores moderna, ya que ambas instituciones la consideran un perfecto enfoque para cubrirse las espaldas. Los vendedores de software han vendido métodos «avalados por premios Nobel» por millones de dólares. ¿Cómo podría equivocarse uno con su uso? Lo extraño es que todos los que habitan el mundo de los negocios sabían de partida que la idea era un fraude, pero la gente se acostumbra a estos métodos. Se dice que Alan Greenspan, presidente del banco de la Reserva Federal, espetó: «Prefiero la opinión del operador de Bolsa a la del matemático». Entretanto, se empezó a extender la teoría de la cartera de valores moderna. Voy a repetir lo que sigue hasta que me quede afónico: lo que determina el sino de una teoría en la ciencia social es el contagio, no su validez. Fue más tarde cuando me di cuenta de que los catedráticos de finanzas formados en los métodos gaussianos acaparaban las facultades de Económicas y, por consiguiente, los másteres en administración de empresas; sólo en Estados Unidos producían cerca de cien mil estudiantes al año, todos con el cerebro lavado por una falsa teoría sobre la cartera de valores. No había observación empírica que pudiera detener la plaga. Parecía mejor enseñar a los estudiantes una teoría basada en lo mejor enseñar a los estudiantes una teoría basada en lo gaussiano que no enseñarles teoría alguna. Parecía más «científico» que darles lo que Robert C. Merton (hijo del sociólogo Robert K. Merton del que hablamos antes) llamaba la «anécdota». Merton escribió que antes de la teoría de la cartera de valores, las finanzas eran «una serie de anécdotas, reglas generales y manipulación de los datos contables». La teoría de la cartera de valores permitía la «posterior evolución desde este popurrí conceptual a una rigurosa teoría económica». Para darnos cuenta del grado de gravedad intelectual implícito, y para comparar la economía neoclásica con una ciencia más honesta, consideremos esta afirmación del padre de la medicina moderna, Claude Bernard, del siglo XIX: «De momento, hechos; pero después, con aspiraciones científicas». Habría que mandar a los economistas a la Facultad de Medicina. De modo que el método gaussiano57 impregnó nuestras culturas empresarial y científica, y expresiones como sigma, varianza, desviación típica, correlación, R cuadrado y la epónima ratio de Sharpe, todas ellas vinculadas a lo gaussiano, invadieron la jerigonza. Si leemos un folleto sobre fondos de inversión mobiliaria, o la publicidad de un fondo de protección, lo más probable es que, entre otra información, nos ofrezcan alguna especie de resumen cuantitativo que supuestamente mide el «riesgo». Esta medida estará basada en alguna de las palabras anteriores derivadas de la curva de campana y similares. Hoy, por ejemplo, la política de inversión en fondos de pensiones y la elección de los fondos las investigan «consultores» que parten de la teoría de la cartera de valores. Si surge algún problema la teoría de la cartera de valores. Si surge algún problema siempre pueden alegar que se basaron en un método científico estándar. Más horror Las cosas empeoraron mucho en 1997. La academia sueca concedió otra ronda de premios Nobel basados en el método gaussiano a Myron Scholes y Robert C. Merton, que habían mejorado una vieja fórmula matemática y la habían hecho compatible con las grandes teorías existentes sobre el equilibrio financiero general, de ahí que resultara aceptable para la clase dirigente de la economía. La fórmula ahora era «usable». Tenía una larga lista de «precursores», entre los que figuraba el matemático y jugador Ed Thorp, que había escrito el éxito de ventas Beat the Dealer, sobre cómo ganar en el blackjack, pero la gente creía que Scholes y Merton habían inventado esa fórmula, cuando de hecho se limitaron a hacerla aceptable. Con esa fórmula me ganaba yo la vida. Los operadores de Bolsa, que siempre parten de los detalles para llegar a la teoría, conocen sus trucos mejor que los académicos, a fuerza de pasarse las noches preocupados por sus riesgos; con la salvedad de que algunos de ellos sabían expresar sus ideas en términos técnicos, de modo que yo sentía que los representaba. Scholes y Merton hicieron que la fórmula dependiera del método gaussiano, pero sus «precursores» no la sometían a tal tipo de restricción.58 restricción.58 Los años posteriores al crac me resultaron entretenidos, desde el punto de vista intelectual. Asistí a conferencias sobre finanzas y matemáticas de la incertidumbre; ni una sola vez me encontré con un conferenciante, fuera o no premio Nobel, que supiera lo que decía cuando hablaba de la probabilidad, de modo que con mis preguntas podía conseguir que alucinaran. Ellos «trabajaban a fondo en las matemáticas», pero cuando les preguntabas de dónde sacaban las probabilidades, su explicación ponía de manifiesto que habían caído en la falacia lúdica: había esa extraña cohabitación de destrezas técnicas y falta de comprensión que se da entre quienes son admitidos en un determinado campo del saber sin demasiados méritos por su parte. Ni una sola vez recibí una respuesta inteligente ni que reflejara más de lo que en ella misma se contenía. Dado que ponía en entredicho por completo sus empeños, es comprensible que me llevara todo tipo de insultos: «obsesivo», «comercial», «filosófico», «ensayista», «ocioso», «repetitivo», «profesional» (en la academia, se considera un insulto), «académico» (en el mundo de los negocios, se considera un insulto). Ser el blanco de airados insultos no está tan mal; uno se puede acostumbrar enseguida a ello y centrarse en lo que no se dice. Los operadores bursátiles están formados para vérselas con las diatribas. Si trabajas en la caótica Bolsa, alguien que esté de muy mal humor porque pierde dinero puede maldecirte sin parar hasta que se le resientan las cuerdas vocales, luego se olvida de ello j, una hora después, te invita a su fiesta de Navidad. Así que uno se hace inmune a los insultos, sobre todo si aprende a uno se hace inmune a los insultos, sobre todo si aprende a imaginar que la persona que los profiere es una variante de un ruidoso simio que apenas sabe controlarse. Para imponer nuestros argumentos, basta con mantener la compostura, sonreír y centrarse en analizar a quien habla, no su mensaje. Un ataque personal contra un intelectual, no contra una idea, es altamente halagador. Indica que la persona no tiene nada inteligente que decir sobre nuestro mensaje. Después de escuchar una de mis charlas, el psicólogo Philip Tetlock (el estudioso del trabajo de los expertos de quien hablábamos en el capítulo 10) dijo que le había impresionado la presencia de un agudo estado de disonancia cognitiva entre el público. Pero la forma en que las personas resuelven esta tensión cognitiva puede variar mucho, ya que golpea en el mismo núcleo de todo lo que se les ha enseñado y en los métodos que practican, y además se dan cuenta de que seguirán practicándolos. Era sintomático que casi todos los que denostaban mis ideas atacaran una forma deformada de ellas, por ejemplo «todo es aleatorio e impredecible» en vez de «es en gran medida aleatorio», o que se sintieran confundidos al mostrarme que la curva de campana funciona en algunos ámbitos físicos. Algunos incluso tuvieron que cambiar mi biografía. En una mesa redonda que se celebró en Lugano, Myron Scholes cayó en un estado de ira, y fue a buscar una versión modificada de mis ideas. Yo veía el dolor en su rostro. Una vez, en París, un destacado miembro de la clase dirigente de las matemáticas que había invertido parte de su vida en una minúscula subsubpropiedad de lo gaussiano estalló, en el preciso momento en que yo mostraba las pruebas empíricas del papel de los Cisnes Negros en la Bolsa. Scholes se puso rojo de ira, le costaba respirar y empezó a lanzarme insultos por haber desacralizado aquella institución, por no tener pudeur, para dar mayor fuerza a sus insultos, gritaba: «¡Soy miembro de la Academy of Science!». (Al día siguiente se agotó la traducción francesa de mi libro.) Mi mejor anécdota versa sobre Steve Ross, un economista considerado intelectualmente superior a Scholes y Merton y con fama de exquisito discutido r, que refutó mis ideas apuntando a pequeños errores o aproximaciones en mi exposición tales como: «Markowitz no fue el primero que...», con lo cual certificaba que no tenía respuesta para mi tesis principal. Otros que habían dedicado gran parte de su vida a estas ideas recurrieron al vandalismo en la Red. Los economistas suelen invocar un extraño razonamiento de Milton Friedman según el cual los modelos no tienen por qué basarse en supuestos realistas para ser aceptables, con lo que se les da permiso para producir representaciones matemáticas de la realidad gravemente defectuosas. El problema, claro está, es que estas gaussianizaciones no tienen unos supuestos realistas y no producen resultados fiables. No son ni realistas ni predictivas. Observemos también un sesgo mental que yo encuentro en este caso: las personas confunden un suceso cuya probabilidad es pequeña, por ejemplo, de una en veinte años, con un suceso que ocurre periódicamente. Creen que están seguras si sólo se hallan expuestas a él cada diez años. expuestas a él cada diez años. Me costó lo mío transmitir el mensaje sobre la diferencia entre Mediocristán y Extremistán. Muchos de los argumentos que se me presentaban hablaban de que la sociedad se las ha arreglado bien con la campana de Gauss; basta con observar las entidades de crédito, etc. El único comentario que me pareció aceptable fue: «Tiene usted razón; debemos recordar las deficiencias de estos métodos, pero no puede usted arrojar al bebé junto con el agua de la bañera», refiriéndose a que debía aceptar su limitadora distribución gaussiana al tiempo que aceptaba que se podían producir grandes desviaciones (no se daba cuenta de la incompatibilidad de ambos planteamientos. Era como si uno estuviera medio muerto). Ninguno de estos usuarios de la teoría de la cartera de valores explicó, en veinte años de debate, cómo podían aceptar el esquema gaussiano y también las grandes desviaciones. Ninguno. La confirmación En todos esos casos vi suficientes errores de la confirmación como para que Karl Popper se levantara enfurecido. La gente solía encontrar datos en los que no había saltos ni sucesos extremos, y así me mostraban una «prueba» de que se podía emplear el método gaussiano. Era exactamente como mi «prueba» de que O. J. Simpson no es un asesino, del capítulo 5. Todo el empeño estadístico confundía la ausencia de pruebas con la prueba de la ausencia. Además, la gente no entendía la asimetría elemental que ello implicaba: sólo se necesita una única observación para rechazar el método gaussiano, pero millones de observaciones no van a confirmar por completo la validez de su aplicación. ¿Por qué? Porque la campana de Gauss no permite las grandes desviaciones, pero las herramientas de Extremistán, la alternativa, no dejan de aceptar extensiones largas y pausadas. Yo no sabía que la obra de Mandelbrot importara fuera de la estética y de la geometría. A diferencia de él, yo no estaba condenado al ostracismo: contaba con mucha aprobación por parte de los profesionales y de quienes toman las decisiones, aunque no de su personal de investigación. Pero, de repente, recibí la justificación más inesperada. No era más que un cisne negro Robert Merton hijo y Myron Scholes fueron los socios fundadores de la gran empresa de especulación en Bolsa llamada Long-Term Capital Management, o LTCM, de la que hablé en el capítulo 4. La formaban una serie de personas de brillante curriculum, procedentes de los niveles más altos de la academia. Se les consideraba unos genios. Las ideas de la teoría de la cartera de valores inspiraron su gestión del riesgo de resultados posibles, gracias a sus sofisticados «cálculos». De ese resultados posibles, gracias a sus sofisticados «cálculos». De ese modo consiguieron agrandar la falacia lúdica hasta proporciones industriales. Entonces, durante el verano de 1998, se produjo una combinación de grandes sucesos, cuyo origen estaba en la crisis económica que sufría Rusia, y que escapaba a los modelos de aquellos genios. Era un Cisne Negro. LTCM quebró y casi arrastró con ella a todo el sistema financiero, pues las denuncias fueron masivas. Sus modelos descartaban la posibilidad de grandes desviaciones, de ahí que se permitieran asumir una cantidad de riesgos fenomenal. Las ideas de Merton y Scholes, así como las de la teoría de la cartera de valores moderna, empezaban a quebrarse. La magnitud de las pérdidas fue espectacular: llegaron a tal punto que no pudimos ignorar el debate intelectual. Muchos amigos y yo mismo pensábamos que los teóricos de la cartera de valores estaban abocados al destino de las tabacaleras: ponían en peligro los ahorros de las personas y pronto se les pediría cuentas por las consecuencias de sus métodos de inspiración gaussiana. No ocurrió nada de eso. En las escuelas con máster en administración de empresas se siguió enseñando la teoría de la cartera de valores. Y la fórmula de la opción siguió llevando el nombre de Black-ScholesMerton, en vez de revertir a sus verdaderos propietarios, Louis Bachelier, Ed Thorp y otros. Cómo «demostrar» las cosas Merton hijo es un representante de la escuela de economía neoclásica, que, como hemos visto con LTCM, representa con mucha fuerza los peligros del conocimiento platonificado.59 Al observar su metodología, veo el siguiente patrón. Empieza con unos supuestos rígidamente platónicos y completamente irrealistas, tales como las probabilidades gaussianas, junto con muchas otras también perturbadoras. Luego, a partir de esos supuestos, genera «teoremas» y «pruebas». Las matemáticas son ajustadas y elegantes. Los teoremas son compatibles con otros teoremas de la teoría de la cartera de valores moderna, compatibles a su vez con otros teoremas, y así construye una gran teoría de cómo las personas consumimos, ahorramos, afrontamos la incertidumbre, gastamos y proyectamos el futuro. Merton presume que conocemos la probabilidad de los sucesos. Siempre está presente esa repulsiva palabra: equilibrio. Pero todo el edificio es como un juego completamente cerrado, como el Monopoly con todas sus reglas. El estudioso que aplique esta metodología se parece a la definición que Locke ofrece del loco: alguien «que razona correctamente a partir de premisas erróneas». Ahora bien, las matemáticas elegantes tienen esta propiedad: son perfectamente correctas, no al 99%. Tal propiedad apela a unos mecanismos de la mente que no se ocupan de las ambigüedades. Lamentablemente, tenemos que hacer trampas en alguna parte para conseguir que el mundo se ajuste a las matemáticas perfectas. Sin embargo, en la cita de Hardy veíamos que los matemáticos profesionales «puros» son de lo más honesto. De modo que cuando las cosas se complican es cuando alguien como Merton intenta ser matemático y hermético, en vez de centrarse en el ajuste a la realidad. Aquí es donde aprendemos de la mente de los militares y de quienes tienen responsabilidades referentes a la seguridad. No les importa el razonamiento lúdico «perfecto»: quieren supuestos ecológicos realistas. En última instancia, lo que les importa es la vida. En el capítulo 11 decía que quienes iniciaron el juego del «pensamiento formal» elaborando premisas falsas con el fin de generar teorías «rigurosas» fueron Paul Samuelson, profesor de Merton, y, en el Reino Unido, John Hicks. Estos dos echaron por tierra las ideas de John Maynard Keynes, intentando formalizarlas (a Keynes le interesaba la incertidumbre, y se lamentaba de las certezas que cerraban la mente inducidas por modelos). Otros partícipes de la empresa del pensamiento formal fueron Kenneth Arrow y Gerard Debreu. Los cuatro fueron premios Nobel. Los cuatro se encontraban en un estado engañoso por efecto de las matemáticas, lo que Dieudonné llamaba «la música de la razón», y yo denomino la locura de Locke. A todos ellos se les puede acusar con seguridad de haber inventado un mundo imaginario, un mundo que se entregaba a sus matemáticas. El perspicaz estudioso Martin Shubik, que sostenía que el grado de abstracción excesiva de Shubik, que sostenía que el grado de abstracción excesiva de estos modelos, unos pasos más allá de la necesidad, los hace totalmente inútiles, se encontró en el ostracismo, destino habitual de los disidentes.60 Si cuestionamos lo que hacen estos investigadores, como yo hice con Merton hijo, nos van a pedir «pruebas rigurosas». Ellos establecen las reglas del juego, y tenemos que jugar según éstas determinen. Con mis antecedentes de profesional para quien el principal activo es ser capaz de trabajar con unas matemáticas confusas pero empíricamente aceptables, no puedo aceptar una simulación de la ciencia. Prefiero un oficio sofisticado, basado en las trampas, a una ciencia fracasada que busca certezas. ¿O es que esos constructores de modelos neoclásicos podrían hacer algo peor? ¿Podrían estar implicados en lo que el obispo Huet llama la fabricación de certezas? Tabla 4. Dos formas de abordar la aleatoriedad. Empirismo escéptico y El enfoque platónico la escuela aplatónica Interesado en lo que se Se centra en el interior del redil encuentra fuera del redil platónico. platónico. Respeto por quienes «Sigues criticando los modelos. tienen agallas para decir Estos modelos son todo lo que «no lo sé». tenemos.» Tony el Gordo. Doctor John. Considera los Cisnes Negros una fuente dominante de aleatoriedad. Del detalle al concepto. Normalmente no viste traje (excepto en los entierros). Prefiere estar más o menos en lo cierto. Considera las fluctuaciones corrientes una fuente dominante de aleatoriedad, con saltos como una de sus consecuencias. Del concepto al detalle. Luce traje oscuro y camisa blanca; habla en un tono tedioso. Prefiere estar exactamente equivocado. Todo debe encajar en un modelo Teorización mínima; grande, general y socioeconómico y considera que el teorizar en «el rigor de la teoría económica»; es una enfermedad que frunce el entrecejo ante lo hay que combatir. «descriptivo». No cree que podamos Monta todo su aparato sobre el computar fácilmente las supuesto de que podemos computar las probabilidades. probabilidades. Modelo: Sexto Empírico y la escuela de medicina Modelo: la mecánica de Laplace, el empírica, de mínima mundo y la economía como un reloj. teoría y basada en las pruebas. Desarrolla intuiciones a partir de la práctica, va Se basa en los artículos científicos, partir de la práctica, va de las observaciones a los libros. No está inspirado por ninguna ciencia, utiliza unas matemáticas y unos métodos de computación confusos. Ideas basadas en el escepticismo, en los libros no leídos de la biblioteca. Asume Extremistán como punto de partida. Oficio sofisticado. Pretende estar aproximadamente en lo cierto entre un amplio conjunto de eventualidades. Se basa en los artículos científicos, va de los libros a la práctica. Inspirado por la física, se basa en las matemáticas abstractas. Ideas basadas en las creencias, en lo que piensa que sabe. Asume Mediocristán como punto de partida. Ciencia pobre. Pretende estar perfectamente en lo cierto en un estrecho modelo, dentro de unos su puestos precisos. Veamos. El empirismo escéptico aboga por el método opuesto. Me importan más las premisas que las teorías, y quiero minimizar la dependencia de éstas, mantener los pies en el suelo y evitar las sorpresas. Quiero estar más o menos en lo cierto antes que exactamente equivocado. La elegancia de las teorías muchas veces indica platonicidad y debilidad: nos invita a buscar la elegancia por la elegancia. Una teoría es como un medicamento (o un gobierno): a menudo inútil, a veces necesario, siempre interesado y, de vez en cuando, letal. Así que hay que usarlo con precaución, moderación y bajo la atenta supervisión de una persona mayor. La distinción que se establece en la tabla 4 entre mi empírico escéptico y moderno y lo que las marionetas de Samuelson representan se puede generalizar a las demás disciplinas. He expuesto mis ideas partiendo de las finanzas porque ahí fue donde las pulí. Analicemos ahora una categoría de personas de las que se espera que sean más serias: los filósofos. 18 - LA INCERTIDUMBRE DEL FARSANTE Este último capítulo de la tercera parte se centra en una importante ramificación de la falacia lúdica: cómo aquellos cuyo trabajo consiste en hacernos conscientes de la incertidumbre nos fallan y, de refilón, nos dirigen hacia falsas certezas. Restauración de la falacia lúdica He explicado la falacia lúdica con el ejemplo del casino, y he insistido en que la aleatoriedad esterilizada de los juegos no se parece a la de la vida real. Observemos de nuevo la figura 7 del capítulo 15. Los dados se compensan tan deprisa que puedo decir con certeza que el casino me va a ganar muy pronto en, supongamos, la ruleta, ya que el ruido se anulará, aunque no las destrezas (de ahí la ventaja del casino). Cuanto más extendemos el período (o reducimos el tamaño de las apuestas), menor es la aleatoriedad de estos constructos del juego, en virtud del promedio. La falacia lúdica está presente en los siguientes sistemas basados en el azar: el andar sin rumbo fijo, echar los dados, lanzar la moneda al aire, el infame «cara o cruz» digital expresado como 0 o 1, el movimiento browniano (que se corresponde con el movimiento de las partículas de polen en el agua) y ejemplos similares. Estos sistemas generan un tipo de aleatoriedad que ni siquiera puede calificarse como tal; sería más adecuado hablar de protoaleatoriedad. En el fondo, todas las teorías construidas en torno a la falacia lúdica ignoran una capa de incertidumbre. Y lo peor es que quienes las proponen no lo saben. Una grave aplicación de esta atención a la incertidumbre pequeña frente a la grande se refiere al manido principio de la incertidumbre mayor. Encontrar al farsante El principio de la incertidumbre mayor establece que, en la física cuántica, no se pueden medir ciertos pares de valores (con precisión arbitraria), tales como la posición y el momento de las partículas. Llegaremos a un límite inferior de medición: lo que ganamos en la precisión de uno, lo perdemos en el otro. De ahí que haya una incomprensible incertidumbre que, en teoría, desafiará a la ciencia y permanecerá siempre como una incertidumbre. Esta incertidumbre mínima la descubrió Werner Heisenberg en 1927. Me parece ridículo decir que el principio de incertidumbre tiene algo que ver con la incertidumbre. ¿Por qué? En primer lugar, esta incertidumbre es gaussiana. Como término medio, acabará desapareciendo (recordemos que el peso de cualquier persona no cambiará significativamente el peso total de mil personas). Es posible que siempre estemos inseguros acerca de las posiciones futuras de las partículas pequeñas, pero estas incertidumbres son muy pequeñas y muy numerosas, y se compensan, ¡por Plutón, claro que se compensan! Obedecen la ley de los grandes números de la que hablábamos en el capítulo 15. La mayoría de los otros tipos de aleatoriedad no se compensan. Si algo hay en este planeta que no sea tan incierto, es el comportamiento de una serie de partículas subatómicas. ¿Por qué? Porque, como he dicho antes, cuando observamos un objeto formado por un conjunto de partículas las fluctuaciones de éstas tienden a equilibrarse. Pero los sucesos políticos, sociales y climáticos no tienen esta práctica propiedad, y es evidente que no los podemos predecir, así que cuando vemos a los «expertos» que exponen los problemas de la incertidumbre desde la perspectiva de las partículas subatómicas, podemos estar seguros que el experto es un farsante. De hecho, ésta podría ser la mejor forma de identificar a un farsante. A menudo oigo decir a las personas: «¡Claro que existen límites a nuestro conocimiento!»; pero luego, cuando intentan explicar que «no podemos modelarlo todo», invocan el principio de la mayor incertidumbre (he oído a estos tipos argumentos de la mayor incertidumbre (he oído a estos tipos argumentos idénticos a los que el economista Myron Scholes expone en sus conferencias). Pero estoy aquí, en Nueva York, en agosto de 2006, intentando ir a mi ancestral pueblo de Amioun, en Líbano. El aeropuerto de Beirut está cerrado debido al conflicto entre Israel y la milicia chiita de Hezbolá. No hay ningún plan que me informe de cuándo va a terminar la guerra, si es que termina. No puedo averiguar si mi casa sigue en pie, si Amioun aparece aún en el mapa (recordemos que la casa familiar ya fue destruida una vez). No puedo prever si la guerra va a degenerar en algo aún más grave. Al observar las consecuencias de la guerra, con todos mis parientes, amigos y propiedades expuestos a ellas, me enfrento a auténticos límites del conocimiento. ¿Alguien sabría explicarme por qué he de preocuparme de las partículas subatómicas que, de todos modos, convergen en una campana de Gauss? Las personas no podemos prever cuánto tiempo seremos felices con los objetos recién adquiridos, cuánto va durar nuestro matrimonio, cómo será nuestro próximo trabajo; pero lo que citamos como «límites de la predicción» son las partículas subatómicas. No queremos ver el mamut que tenemos ante nosotros y en su lugar nos ocupamos de algo que ni con un microscopio podríamos ver. ¿Los filósofos pueden ser peligrosos para la sociedad? Voy a ir aún más lejos: las personas que se preocupan de los centavos y no de los dólares pueden ser peligrosas para la sociedad. No tienen mala intención pero, invocando el razonamiento de Bastiat del capítulo 8, son una amenaza para nosotros. Echan a perder nuestros estudios sobre la incertidumbre y se centran en lo insignificante. Nuestros recursos (tanto cognitivos como científicos) son limitados. Quienes nos distraen aumentan el riesgo de los Cisnes Negros. Merece la pena que, más adelante, analicemos esta mercantilización de la idea de incertidumbre como síntoma de la ceguera ante el Cisne Negro. Dado que las personas que se ocupan de las finanzas y la economía están absortas en el sistema gaussiano hasta el punto de atragantarse con él, busqué economistas financieros con inclinaciones filosóficas, para ver cómo su razonamiento crítico les permite abordar este problema. Encontré pocos. Uno de ellos obtuvo el doctorado en filosofía y después, cuatro años más tarde, en finanzas; publicaba artículos sobre ambas materias, además de numerosos libros de texto sobre finanzas. Pero me decepcionó: parecía que había compartimentado sus ideas sobre la incertidumbre, de forma que tenía dos profesiones: la filosofía y las finanzas cuantitativas. El problema de la inducción, Mediocristán, la opacidad epistémica o el ofensivo supuesto de lo gaussiano no se le planteaban como auténticos problemas. Sus numerosos libros de texto metían a machamartillo los métodos gaussianos en la cabeza de los estudiantes, como si su autor hubiese olvidado que era filósofo. Pero recordaba enseguida que lo era cuando escribía textos de Pero recordaba enseguida que lo era cuando escribía textos de filosofía sobre asuntos al parecer eruditos. La propia especificidad del contexto lleva a la gente a tomar el ascensor para llegar al gimnasio y ejercitarse con el aparato en el que simulamos que subimos escaleras. El caso del filósofo es muchísimo más peligroso, porque agota nuestras reservas de razonamiento crítico en un ocupación estéril. A los filósofos les gusta practicar el razonamiento filosófico sobre asuntos del estilo «yo también» que otros filósofos llaman filosofía, y cuando salen de esos temas, se dejan la mente en la puerta. El problema de la práctica Pese a todo lo que clamo contra la curva de campana, la platonicidad y la falacia lúdica, mi problema principal no se halla tanto en los estadísticos; al fin y al cabo, son personas que computan, no filósofos. Deberíamos ser mucho menos tolerantes con los filósofos, con sus concienzudos burócratas que nos cierran la mente. Los filósofos, perros guardianes del pensamiento crítico, tienen obligaciones que trascienden las de otras profesiones. ¿Cuántos Wittgenstein pueden bailar en la cabeza de un alfiler? Una serie de personas vestidas modestamente (pero de aspecto meditabundo) se reúnen en una habitación, observando aspecto meditabundo) se reúnen en una habitación, observando en silencio al conferenciante invitado. Todas son filósofos profesionales que asisten al prestigioso coloquio que cada semana se celebra en una universidad de la zona de Nueva York. El conferenciante se sienta y hunde la nariz en un pliego de folios escritos a máquina, que va leyendo con voz monótona. Es difícil seguirle, así que me dedico a soñar despierto y pierdo el hilo. Puedo decir vagamente que la exposición gira en torno a cierto debate «filosófico» sobre unos marcianos que nos invaden la mente y controlan nuestra voluntad, al tiempo que impiden que nos enteremos de ello. Parece que existen varias teorías referentes a esta idea, pero la opinión del conferenciante difiere de las de otros que han escrito sobre el tema. Dedica cierto tiempo a destacar los puntos más personales de su investigación sobre esos secuestradores marcianos. Después de su monólogo (cincuenta y cinco minutos de lectura incesante del material mecanografiado), hay un pequeño descanso, luego otros cincuenta y cinco minutos de exposición sobre unos marcianos que implantan chips y otras descabelladas conjeturas. De vez en cuando se menciona a Wittgenstein (uno siempre puede citar a Wittgenstein, ya que es lo suficientemente vago como para que siempre parezca relevante). Todos los viernes, a las cuatro de la tarde, la nómina de estos filósofos es ingresada en sus respectivas cuentas. Una parte fija de sus ingresos, en torno a una media del 16%, irá a parar a la Bolsa en forma de inversión automática en el plan de pensiones de la universidad. Estas personas están empleadas profesionalmente en la empresa que se dedica a cuestionar lo que damos por supuesto; están formadas para discutir sobre la existencia de Dios o de los dioses, la definición de verdad, la rojez de lo rojo, el significado del significado, la diferencia entre las teorías semánticas de la verdad, las representaciones conceptuales y no conceptuales... Sin embargo, creen ciegamente en la Bolsa y en las habilidades del gestor de su plan de pensiones. ¿Por qué lo hacen? Porque aceptan que eso es lo que la gente debe hacer con sus ahorros, porque los «expertos» así se lo dicen. Dudan de sus propios sentidos, pero ni por un segundo dudan de sus compras automáticas en la Bolsa. Esta dependencia del dominio del escepticismo no se distingue de la referente a los médicos (como veíamos en el capítulo 8). Más allá de esto, es posible que crean sin cuestionárselo que podemos predecir los sucesos sociales, que el Gulag te endurecerá un poco, que los políticos están más enterados de lo que pasa que sus chóferes, que el presidente de la Reserva Federal salvó la economía, y muchas cosas más de este estilo. También es posible que crean que la nacionalidad es algo que importa (siempre anteponen «francés», «alemán» o «estadounidense» al nombre de un filósofo, como si ello tuviera algo que ver con lo que sea que la persona en cuestión quiera decir). El rato que se pasa con estas personas, cuya curiosidad se centra en temas bien clasificados en el estante, resulta sofocante. ¿Dónde está Popper cuando se le necesita? Confío en que haya afianzado lo bastante la idea de que, como profesional, mi pensamiento está enraizado en la creencia de que no podemos ir de los libros a los problemas, sino al contrario, de los problemas a los libros. Este planteamiento elimina gran parte de la verborrea que se emplea para construirse una carrera. El estudioso no debería ser una herramienta de la biblioteca para construir otra biblioteca, como en el chiste de Daniel Dennett. Lo que aquí expongo ya lo dijeron antes los filósofos, claro está, al menos los que lo son de verdad. La siguiente observación es una de las razones de que sienta un enorme respeto por Karl Popper; es una de las pocas citas de este libro que no ataco: La degeneración de las escuelas filosóficas es a su vez consecuencia de la errónea creencia según la cual se puede filosofar sin haberse visto empujada a hacerlo por problemas ajenos a la filosofía. [...] Los genuinos problemas filosóficos siempre hunden sus raíces fuera de la filosofía y mueren si esas raíces se secan [la cursiva es mía]. [...] Son unas raíces que fácilmente olvidan aquellos filósofos que «estudian» filosofía en vez de verse abocados a ella por la presión de problemas no filosóficos. Este razonamiento puede explicar el éxito de Popper fuera de la filosofía, en particular entre científicos, operadores de Bolsa y responsables de la toma de decisiones, así como su relativo fracaso en el seno de aquélla. (Sus compañeros filósofos raramente lo estudian; prefieren escribir ensayos sobre Wittgenstein.) Deseo señalar también que no quiero entrar en debates filosóficos respecto a mi idea del Cisne Negro. Lo que entiendo por platonicidad no es tan metafísico. Muchas personas han discutido conmigo sobre si estoy en contra del «esencialismo» (es decir, las cosas que sostengo no tienen una esencia platónica), si creo que las matemáticas funcionarían en un universo alternativo o algo parecido. Dejemos las cosas claras. Soy un profesional que no cree en el sinsentido; no estoy diciendo que las matemáticas no se correspondan con una estructura objetiva de la realidad; mi tesis es que, desde una perspectiva epistemológica, colocamos el carro delante del caballo, y que, del espacio de las matemáticas posibles, nos arriesgamos a usar el equivocado y a dejarnos cegar por él. Creo sinceramente que hay algunas matemáticas que funcionan, pero no se encuentran a nuestro alcance tan fácilmente como les parece a los «confirmadores». El obispo y el analista Me irritan muy a menudo aquellos que atacan al obispo pero de algún modo confían en el analista de inversiones, aquellos que ejercen su escepticismo contra la religión pero no contra los economistas, los científicos sociales y los falsos estadísticos. Mediante el sesgo de la confirmación, estas personas nos dicen que la religión fue horrible para la humanidad, y cuentan las muertes que se produjeron con la Inquisición y las diversas guerras de religión. Pero no nos dicen cuántas fueron las víctimas del nacionalismo, de la ciencia social y de la teoría política en el régimen estalinista o durante la guerra de Vietnam. Ni siquiera los curas se dirigen a los obispos cuando están enfermos: a quien primero consultan es al médico. En cambio, nosotros nos detenemos en los despachos de muchos seudocientíficos y «expertos» sin alternativa. Ya no creemos en la infalibilidad papal; pero parece que creemos en la infalibilidad del Nobel, como veíamos en el capítulo 17. Más fácil de lo que pensamos: el problema de la decisión bajo el escepticismo He estado repitiendo que existe un problema con la inducción y el Cisne Negro. En realidad, las cosas son mucho peores: es posible que tengamos un problema aún mayor con el falso escepticismo: 1. nada puedo hacer respecto a que el sol salga mañana (por mucho que lo intente); 2. nada puedo hacer sobre si hay o no otra vida; 2. nada puedo hacer sobre si hay o no otra vida; 3. nada puedo hacer sobre la posibilidad de que los marcianos se adueñen de mi cerebro. Pero tengo muchas formas de evitar ser un imbécil. Es algo que sólo requiere proponérselo. Concluyo la tercera parte reiterando que mi antídoto contra los Cisnes Negros es precisamente no mercantilizar mi pensamiento. Pero esta actitud sirve, más allá de para evitar ser un imbécil, como protocolo de actuación: no sobre cómo pensar, sino sobre cómo convertir el pensamiento en acción y descubrir qué conocimientos merecen la pena. Veamos qué hacer y qué no hacer con todo esto en el apartado con que concluye este libro. CUARTA PARTE Fin 19 - MITAD Y MITAD, O CÓMO SER ECUÁNIME CON EL CISNE NEGRO Llegó el momento de decir unas palabras para concluir. Durante la mitad del tiempo soy hiperescéptico; durante la otra mitad, sostengo certezas y puedo ser intransigente al respecto, con una actitud muy terca. Evidentemente, soy hiperescéptico donde otros, en particular aquellos a quienes llamo Bildungsphilisters, son crédulos, y crédulo donde otros parecen escépticos. Soy escéptico sobre la confirmación (pero sólo cuando los errores se pagan caros), no sobre la desconfirmación. Disponer de muchos datos no proporciona confirmación, pero un solo ejemplo puede desconfirmar. Soy escéptico cuando sospecho una aleatoriedad desmedida, crédulo cuando entiendo que la aleatoriedad es suave. La mitad del tiempo odio los Cisnes Negros; la otra mitad, me encantan. Me gusta la aleatoriedad que produce la textura de la vida, los accidentes positivos, el éxito de Apeles el pintor, las posibles dotes por las que uno no tiene que pagar. Pocos enrienden la belleza de la historia de Apeles; de hecho, la enrienden la belleza de la historia de Apeles; de hecho, la mayoría de las personas evitan el error reprimiendo el Apeles que hay en ellas. La mitad del tiempo soy hiperconservador en la dirección de mis propios asuntos; la otra mitad, hiperagresivo. Puede que esto no parezca excepcional, excepto que mi conservadurismo se aplica a lo que los demás llaman asumir riesgos, y mi agresividad, a áreas en las que los otros recomiendan precaución. Me preocupan muy poco los pequeños fracasos, pero mucho los grandes y potencialmente terminales. Me preocupa más la «prometedora» Bolsa, en particular las acciones «seguras», que las operaciones especulativas: las primeras presentan unos riesgos invisibles; las segundas no dan sorpresas, ya que uno sabe lo volátiles que son y puede limitar su inversión a pequeñas cantidades. Me preocupan menos los riesgos anunciados y sensacionales, más los maliciosos y ocultos. Temo menos el terrorismo que la diabetes, menos aquellas cosas que la gente suele temer porque son temores obvios, y más aquello que se sitúa fuera de nuestra conciencia y discurso común (debo confesar también que no me preocupo mucho: procuro preocuparme de cosas sobre las que pueda hacer algo). Me preocupa menos la vergüenza que perder una oportunidad. En última instancia, en todo ello hay una norma trivial sobre la toma de decisiones: soy muy agresivo cuando puedo quedar expuesto a Cisnes Negros positivos —cuando un fracaso sería de escasa trascendencia—, y muy conservador cuando estoy bajo la amenaza de un Cisne Negro negativo, Soy muy agresivo cuando un error de un modelo puede beneficiarme, y paranoico cuando el error puede hacer daño. Tal vez esto no sea muy interesante, pero es exactamente lo que los demás no hacen. En las finanzas, por ejemplo, la gente emplea teorías endebles para gestionar sus riesgos y somete a un escrutinio «racional» las ideas estrafalarias. Parte del tiempo soy intelectual; la otra parte, un profesional que no cree en el sinsentido. No creo en el sinsentido y soy práctico en las cuestiones académicas, e intelectual en lo que a la práctica se refiere. La mitad del tiempo soy superficial, la otra mitad quiero evitar esa superficialidad. Soy superficial cuando se trata de la estética; evito la superficialidad en el contexto de riesgos y beneficios. Mi esteticismo hace que anteponga la poesía a la prosa, los griegos a los romanos, la dignidad a la elegancia, la elegancia a la cultura, la cultura a la erudición, la erudición al conocimiento, el conocimiento al intelecto, el intelecto a la verdad. Pero sólo en asuntos que estén libres de Cisnes Negros. Tendemos a ser muy racionales, excepto cuando se trata del Cisne Negro. La mitad de las personas que conozco me llaman irreverente (el lector ya ha visto mis comentarios sobre sus profesores platonificados), la otra mitad me llama adulador (también habrá visto el lector la devoción que siento por Huet, Bayle, Popper, Poincaré, Montaigne, Hayek y otros). La mitad del tiempo odio a Nietzsche, la otra mitad me gusta La mitad del tiempo odio a Nietzsche, la otra mitad me gusta su prosa. Cuando perder el tren es inocuo En cierta ocasión recibí uno de esos consejos que te cambian la vida, un consejo que, al igual que el que recibía de un amigo en el capítulo 3, me parece aplicable, sabio y empíricamente válido. Mi compañero de estudios en París, Jean-Olivier Tedesco, más tarde novelista, me dijo cuando me disponía a correr para no perder el metro: «Yo no corro para tomar el tren». Desdeñemos el destino. He aprendido a resistirme a correr para seguir cualquier plan preestablecido. Puede parecer un consejo tonto, pero funciona. En la negativa a correr para tomar el tren me he dado cuenta del auténtico valor de la elegancia y la estética en la conducta, esa sensación de ostentar el control de mi tiempo, mis planes y mi vida. Perder el tren sólo produce dolor al que corre para tomarlo. Asimismo, no ajustarse a la idea de éxito que los demás esperan de uno sólo es doloroso si eso es lo que se anda buscando. Si así lo decide, uno se coloca por encima de la febril competitividad de la vida moderna y de la jerarquía, no fuera de ellas. Dejar un trabajo bien pagado, si es por decisión propia, Dejar un trabajo bien pagado, si es por decisión propia, parecerá más beneficioso que la utilidad del dinero en ello implicado (puede parecer una locura, pero lo he intentado, y funciona). Éste es el primer paso hacia el echarle al destino la maldición del estoico. Uno tiene mucho más control de su vida si decide por sí mismo y según su criterio. La madre naturaleza nos ha dado algunos mecanismos de defensa; como en la fábula de Esopo, uno de ellos es nuestra capacidad de considerar que las uvas que no alcanzamos, o que no conseguimos alcanzar, están verdes. Pero resulta aún más gratificante un rechazo y desdén previos agresivamente estoicos. Seamos agresivos; seamos el que dimite, si tenemos agallas para ello. Es más difícil perder en un juego que uno mismo haya planteado. Desde la perspectiva del Cisne Negro, esto significa que estamos expuestos a lo improbable sólo si dejamos que éste nos controle. Uno siempre controla lo que hace; hagamos, pues, de ello nuestro fin. Fin Pero todas estas ideas, toda esta filosofía de la inducción, todos estos problemas relativos al conocimiento, todas estas desmedidas oportunidades y temibles posibles pérdidas, todo ello pierde trascendencia ante la siguiente consideración metafísica. Muchas veces me desconcierta que las personas podamos tener un día horrible o enfadarnos porque nos sintamos engañados por una mala comida, un café frío, un rechazo social o un gesto de pésima educación. Recordemos lo que decía en el capítulo 8 sobre la dificultad de ver las auténticas probabilidades de los sucesos que rigen nuestra vida. Tardamos muy poco en olvidar que el simple hecho de estar vivos es un elemento de extraordinaria buena suerte, un suceso remoto, una ocurrencia del azar de proporciones monumentales. Imaginemos una mota de polvo junto a un planeta de un tamaño mil millones de veces superior al de la Tierra. La mota de polvo representa las probabilidades de nuestro nacimiento; el inmenso planeta sería las probabilidades en contra de éste. Así que dejemos de preocuparnos por menudencias. No seamos como el ingrato al que le regalan un castillo y se preocupa por la humedad del cuarto de baño. Dejemos de mirarle los dientes al caballo regalado: recordemos que somos un Cisne Negro. Y gracias por haber leído mi libro. Epílogo: LOS CISNES BLANCOS DE YEVGUENIA Yevguenia entró en el largo estado de hibernación que era necesario para escribir otro libro. Se quedó en la ciudad de Nueva York, donde le era más fácil encontrar la tranquilidad y estar a solas con el texto. Era la manera más fácil de concentrarse después de prolongados períodos en los que se veía rodeada de multitudes y con la confianza de que podía correr hacia Nero para hacerle una observación maliciosa, tal vez humillarlo o posiblemente recuperarlo. Canceló su cuenta de correo electrónico, pasó a escribir a mano pues lo encontraba más relajante, y contrató a una secretaria para que le mecanografiara el texto. Dedicó ocho años a escribir, borrar y corregir; dio rienda suelta a sus ocasionales enfados con la secretaria, entrevistó a otras secretarias y reescribió el textos sosegadamente. Su apartamento estaba lleno de humo, con papeles tirados por todas las esquinas. Como ocurre con todos los artistas, al concluir el libro se sentía insatisfecha; pero notaba que había llegado mucho más hondo que con el primero. Se reía de la gente que encomiaba su obra anterior, porque ahora le parecía aburrida, terminada precipitadamente y llena de impurezas. Cuando apareció el nuevo libro, titulado acertadamente El bucle, Yevguenia tuvo la suficiente sensatez para evitar a la prensa e ignorar las críticas que le hacían, y permaneció aislada del mundo exterior. Como su editor esperaba, las críticas fueron laudatorias. Pero, sorprendentemente, el libro se vendía poco. «Quizá la gente habla de él sin haberlo leído», pensó el editor. Los fans de Yevguenia llevaban años esperándolo y hablando de él. El editor, que ahora poseía una extensa colección de gafas de color rosa y llevaba un ritmo de vida extravagante, había invertido todo su capital en Yevguenia. No tenía ningún otro éxito ni lo esperaba. Necesitaba que las cosas le fueran muy bien para poder pagar su villa de Carpentras, en la Provenza, y las cuotas establecidas en el acuerdo económico con su sorprendida esposa, así como para comprarse un Jaguar descapotable (rosa). Estaba seguro de que había dado en la diana con el tan esperado libro de Yevguenia, y no podía entender por qué casi todo el mundo lo consideraba una obra maestra pero nadie lo compraba. Un año y medio después, El bucle ya no se vendía. El editor, en esa época con graves problemas económicos, creyó que sabía la razón: el libro era «jodidamente largo»; Yevguenia debería haber escrito un libro más breve. Después de un balsámico episodio lacrimoso, Yevguenia pensó en los personajes de las lluviosas novelas de George Simenon y Graham Greene. Vivían en un estado de entumecedora y segura mediocridad. Lo mediocre tenía encanto, pensaba Yevguenia, y siempre había preferido el encanto a la belleza. Así que el segundo libro de Yevguenia fue también un Cisne Negro. GLOSARIO Aleatoriedad como información incompleta: Lo que no se puede adivinar es aleatorio porque el conocimiento que tengo de las causas es incompleto, aunque no necesariamente porque el proceso tenga unas propiedades auténticamente impredecibles. Argumento del retraimiento estadístico (o problema de la circularidad de la estadística): Necesitamos datos para descubrir la distribución de la probabilidad. ¿Cómo sabemos si contamos con los suficientes? Por la distribución de la probabilidad. Si es gaussiana, bastarán unos pocos. ¿Cómo se sabe que es gaussiana? Por los datos. Por eso necesitamos que los datos nos digan qué distribución de la probabilidad debemos asumir, y que una distribución de la probabilidad nos diga cuántos datos necesitamos. Esto causa el grave argumento de la regresión, que es algo que se sortea desvergonzadamente recurriendo al método gaussiano y similares. Arrogancia epistémica: Medir la diferencia entre lo que uno realmente sabe y lo mucho que piensa que sabe. El exceso implica arrogancia; el defecto, humildad. El epistemócrata es alguien de humildad epistémica, que cuestiona en grado sumo sus propios conocimientos. Ceguera ante el Cisne Negro: La infravaloración del papel del Cisne Negro, y la sobreestimación ocasional de uno en concreto. Ceguera ante el futuro: Nuestra incapacidad natural para tener en cuenta las propiedades del futuro, como el autismo, que impide que uno considere la existencia de la mente de los demás. Cisne gris mandelbrotiano: Cisnes Negros que de algún modo podemos tener en cuenta (terremotos, best sellers, crisis bursátiles) pero de los que no pueden entenderse totalmente sus propiedades ni elaborar unos cálculos precisos. Conocimiento del estudioso obsesivo: La creencia de que lo que no se puede platonificar no existe en absoluto, o que su consideración no merece la pena. Desdén por lo abstracto: Favorecer el pensamiento contextualizado frente a asuntos más abstractos, aunque más relevantes. «La muerte de un niño es una tragedia; la muerte de un millón, una estadística.» Disciplina narrativa: La disciplina que consiste en ajustar al pasado una historia convincente y que suene bien. Lo contrario de la disciplina experimental. Distorsión retrospectiva: Examinar los sucesos pasados sin ajustarse al paso posterior del tiempo. Conduce a la ilusión de la predictibilidad posterior. Distribución de la probabilidad: El modelo usado para calcular las probabilidades de los diferentes sucesos, la forma en calcular las probabilidades de los diferentes sucesos, la forma en que se «distribuyen». Cuando decimos que un suceso se distribuye de acuerdo con la curva de campana, nos referimos a que la curva de campana de Gauss puede contribuir a aportar probabilidades de diversas ocurrencias. Engañados por la aleatoriedad: La confusión general entre la suerte y el determinismo, que conduce a una serie de supersticiones con consecuencias prácticas, como la creencia de que los ingresos mayores que se perciben en algunas profesiones son fruto de las destrezas, cuando hay en ellos un componente importante de suerte. Epilogismo: Método libre de teoría que consiste en contemplar la historia mediante la acumulación de hechos con una mínima generalización, y siendo conscientes de los efectos secundarios de las pretensiones causales. Error de la confirmación (o confirmación platónica): Buscamos ejemplos que confirmen nuestras creencias, nuestra construcción (o modelo), y los encontramos. Escándalo de la predicción: El escaso registro de predicción de algunas entidades de previsión (en particular las disciplinas narrativas) mezclado con un comentario ampuloso y una falta de conciencia de sus nefastos antecedentes. Estrategia al estilo Apeles: La estrategia de buscar beneficios mediante la recopilación de accidentes positivos, maximizando la exposición a los «Cisnes Negros buenos». Estrategia de la haltera: Método que consiste en adoptar a la vez una actitud defensiva y otra excesivamente agresiva, protegiendo nuestros activos de todas las fuentes de incertidumbre al tiempo que se invierte una pequeña parte en estrategias de alto riesgo. Extremistán: La provincia donde se puede concebir que una única observación influya en el total. Falacia de las pruebas silenciosas: Cuando contemplamos la historia, no vemos la totalidad de la misma, sino sólo las partes más rosadas del proceso. Falacia del billete de lotería: La ingenua analogía que equipara una inversión en la recogida de Cisnes Negros positivos con la acumulación de billetes de lotería. Los billetes de lotería no son escalables. Falacia del viaje de ida y vuelta: La confusión entre la ausencia de pruebas de Cisnes Negros (o alguna otra cosa) y las pruebas de la ausencia de Cisnes Negros (o alguna otra cosa). Afecta a los estadísticos y a otras personas que han perdido parte de su capacidad de razonamiento al resolver demasiadas ecuaciones. Falacia lúdica (o incertidumbre del estudioso obsesivo): La manifestación de la falacia platónica en el estudio de la incertidumbre, basando los estudios de la probabilidad en el reducido mundo del juego y los dados. La aleatoriedad aplatónica tiene una capa adicional de incertidumbre referente a las reglas del juego en la vida real. La curva de campana (gaussiana), o GFI (gran fraude intelectual), es la aplicación de la falacia lúdica a la aleatoriedad. Falacia narrativa: Nuestra necesidad de ajustar una historia Falacia narrativa: Nuestra necesidad de ajustar una historia o un patrón a una serie de hechos conectados o desconectados. La aplicación estadística es el procesado y análisis de datos. Filisteo cultural: Un filisteo con cultura superficial y no genuina. Nietzsche empleó este término (Bildungsphilister) para referirse al lector de prensa propenso al dogma y al amante de la ópera con una exposición superficial a la cultura. Yo lo extiendo al investigador usuario de la palabra de moda en campos no experimentales, que carece de imaginación, curiosidad, erudición y cultura, y está muy estrechamente centrado en sus ideas, en su «disciplina». Esto le impide ver los conflictos que se dan entre sus ideas y la textura del mundo. Incertidumbre del iluso: Las personas que abren túneles en las fuentes de la incertidumbre, haciendo de fuentes precisas como el principio de la gran incertidumbre, o de algo similar, asuntos menos trascendentales para la vida real; se preocupan de las partículas subatómicas al tiempo que olvidan que no podemos predecir las crisis futuras. Libertario académico: Alguien (como yo mismo) que considera que el conocimiento está sometido a unas reglas estrictas pero no a la autoridad institucional, ya que el conocimiento organizado busca la perpetuación de sí mismo, y no necesariamente la verdad (como ocurre con los gobiernos). La academia puede padecer un agudo problema del experto (véase), que produce un conocimiento maquillado pero falso, sobre todo en las disciplinas narrativas (véase), y puede ser una fuente importante de Cisnes Negros. una fuente importante de Cisnes Negros. Loco de Locke: Alguien que hace un razonamiento impecable y riguroso a partir de premisas falsas (como Paul Samuelson, Robert Merton hijo y Gerard Debreu), con lo que produce unos modelos de incertidumbre falsos que nos hacen vulnerables a los Cisnes Negros. Mediocristán: La provincia dominada por lo mediocre, con pocos éxitos o fracasos extremos. Ninguna observación particular puede afectar significativamente al conglomerado. La curva en forma de campana se asienta en Mediocristán. Existe una diferencia cualitativa entre los métodos gaussianos y las leyes escalables, similar a la que pueda haber entre el gas y el agua. Opacidad epistémica: La aleatoriedad es el resultado de una información incompleta en algún nivel. Funcionalmente es indistinguible de la aleatoriedad «verdadera» o «física». Platonicidad: La atención centrada en los objetos puros, bien definidos y fácilmente discernibles, como los triángulos, o en ideas más sociales como la amistad o el amor, al precio de ignorar esos objetos de estructura aparentemente más confusa y menos manejables. Problema de la inducción: La extensión lógico-filosófica del problema del Cisne Negro. Problema de la ingeniería inversa: Es más fácil predecir que un cubito de hielo se derretirá hasta formar un charco que, observando el charco, adivinar la forma del cubito que lo pueda haber causado. Este «problema inverso» hace de las disciplinas y las versiones narrativas (como las historias) algo sospechoso. Problema del traje vacío (o «problema del experto»): Algunos profesionales no tienen unas habilidades diferenciadas de las del resto de la población pero, por una razón u otra, y en contra de sus logros empíricos, se cree que son expertos: psicólogos clínicos, economistas académicos, «expertos» en riesgo, estadísticos, analistas políticos, «expertos» financieros, analistas militares, ejecutivos jefe, etc. Disfrazan su experiencia con un lenguaje hermoso, argot y matemáticas, y suelen vestir trajes caros. Problema ético del Cisne Negro: Debido al carácter irrepetible del Cisne Negro, existe una asimetría entre las recompensas de aquellos que previenen y las de aquellos que curan. Redil platónico: El punto en que nuestra representación platónica entra en contacto con la realidad y podemos observar los efectos secundarios de los modelos. NOTAS: Detrás del telón Separo los temas por su contenido; así, las referencias generales se encontrarán sobre todo en el capítulo en el que aparecen por primera vez. Prefiero emplear aquí una secuencia lógica en lugar de ajustarme a la división por capítulos. Prólogo y capítulo 1 El Cisne Negro en la lógica: En primer lugar, mi problema no es de lógica. El problema filosófico versa sobre la posibilidad de un Cisne Negro. El mío es sobre el impacto. Además, es posible que no sea relevante quién fuera el primero en dar con la metáfora, pero la mención más antigua del problema del Cisne Negro que he podido encontrar está en el Sistema, de la lógica inductiva y deductiva, de John Stuart Mili. Luego la emplearon muchos autores (entre ellos Charles Sanders Pierce) antes de que se asociara con el nombre de Karl Popper. Curva de campana: Cuando digo curva de campana me refiero a la campana de Gauss, alias distribución normal. Todas las curvas tienen forma de campana, de modo que aquí se trata de un apodo. Además, cuando hablo de la cuenca de Gauss me refiero a todas las distribuciones que son similares y en las cuales lo improbable es intrascendental y de bajo impacto (dicho más técnicamente, no escalable: todos los momentos son finitos). Observemos que la representación de la curva de campana en forma de histograma oculta la contribución del suceso remoto, y como tal un suceso será un punto en el extremo derecho o el extremo izquierdo más alejados del centro. Diamantes: Véase Eco (2002). Platonicidad: Me refiero a correr el riesgo de usar una forma equivocada, no a que las formas no existan. No estoy en contra de los esencialismos; suelo ser escéptico sobre nuestra ingeniería inversa y la identificación de la forma correcta. Es un problema inverso. Empirista: Si me defino como empirista, o como filósofo empírico, es simplemente porque desconfío de las generalizaciones confirmatorias y de la teorización apresurada. No confundamos esto con la tradición empirista británica. Además, muchos estadísticos, como veremos con la competición de Makridakis, se definen como «investigadores» empíricos, pero de hecho son todo lo contrario: ajustan las teorías al pasado. Mención de Cristo: Véase La guerra de los judíos, de Flavio Josefo. La Gran Guerra y la predicción: Ferguson (2006b). Sesgo a posteriori (distorsión retrospectiva): Véase Sesgo a posteriori (distorsión retrospectiva): Véase Fischhoff (1982b). Fracturas históricas: Braudel (1985), pág. 169, cita un pasaje poco conocido de Gautier: «“Esta larga historia — escribió Emile-Félix Gautier— se prolongó durante muchos siglos, más que toda la historia de Francia. Con el encuentro de la primera espada árabe, la lengua y el pensamiento griegos, toda aquella herencia se esfumó, como si nunca hubiese existido”». Para debates sobre la discontinuidad, véanse también Gurvitch (1957), Braudel (1953) y Harris (2004). La extensión de las religiones como éxitos de ventas: Veyne (1971). Véase también Veyne (2005). El agrupamiento en las opiniones políticas: Pinker (2002). Categorías: Rosch (1973, 1978). Véase también Kant y el ornitorrinco, de Umberto Eco. Incertidumbre ontológica: En algunos libros sobre la materia se habla de mi problema de la categorización como una incertidumbre ontológica, con ello se quiere significar que puede existir incertidumbre respecto a las propias entidades. Historiografía e historia de la filosofía.: Bloch (1953), Carr (1961), Gaddis (2002), Braudel (1969, 1990), Bourdé y Martin (1989), Certeau (1975) y Muqaddamat, de Ibn Jaldún, ilustran la búsqueda de la causalidad, que ya veíamos en Herodoto. Sobre la filosofía de la historia, véanse Aron (1961) y Fukuyama (1992). Sobre ideas posmodernas, véase Jenkins (1991). En la segunda parte expongo que los historiógrafos no son conscientes de la diferencia epistemológica entre los son conscientes de la diferencia epistemológica entre los procesos que avanzan y los que retroceden (es decir, entre la proyección y la ingeniería inversa). Información y mercado de valores: Véanse Shüler (1981, 1989), Delongyotros (1991) y Cutler y otros (1989). La magnitud de los movimientos bursátiles no tiene una «razón», sólo una «explicación» artificiosa. Del valor descriptivo de los cracs: Véanse Galbraith (1997), Shiller (2000) y Kindleberger (2001). Capítulo 3 Películas: Véase De Van y (2002). Sobre el contagio en la compra de música, véase también Salganik y otros (2006). La religión y los dominios del contagio: Véase Boyer (2001). La sabiduría (locura) de las multitudes: Colectivamente, es posible por igual que nos hagamos más sabios o más locos. Podemos tener intuiciones colectivas sobre los asuntos relacionados con Mediocristán, como el del peso de un buey (Surowiecki, 2004), pero mi conjetura es que fracasamos en predicciones más complicadas (las variables económicas por las que las multitudes caen en patologías: dos cabezas son peor que una). Sobre los errores de decisión y sus grupos, véase Sniezek y Buckley (1993). Un clásico: Extraordinary Popular Delusions and the Madness of Crowds, de Charles Mackay. El incremento en la gravedad de los sucesos: Zajdenweber (2000). La vida moderna: El novelista del siglo XIX Émile Zola se alegró de la llegada del mercado de la cultura a finales de la década de 1800, del cual fue uno de los primeros beneficiarios. Predijo que la habilidad del escritor y el artista para explotar el sistema comercial les libraría de la dependencia de los caprichos del mecenas. Pero, lamentablemente, aquello estuvo acompañado de una concentración más severa: muy poca gente se beneficiaba del sistema. Lahire (2006) demuestra que, a lo largo de la historia, muchos escritores han perecido de hambre. Destacan los muchos datos que tenemos sobre la tradición literaria en Francia. Capítulo 4 Titanic: La cita pertenece a la ponencia de Dave Ingram en el Simposio sobre Gestión del Riesgo Empresarial, celebrado en Chicago el 2 de mayo de 2005. Para más detalles sobre LTCM, véanse Lowenstein (2000) y Dunbar (1999). Exposición de Hume: Hume (1748, 2000). Sexto Empírico: «Creo que es fácil refutar el método de la inducción (eTtaycoyri). Y es que, dado que quieren que los universales sean convincentes a partir de los particulares, lo harán analizando todos los particulares o algunos de ellos. Pero si se limitan a algunos, la inducción será endeble, pues puede ocurrir que algunos particulares de los omitidos en la inducción sean contrarios al universal; y si se analizan todos, emprenderán una tarea imposible, ya que los particulares y el infinito son indeterminados. Así pues, creo que, cualquiera que sea el caso, esa inducción se tambalea». Outline of Pyrrhonism, libro II, pág. 204 (trad. cast.: Esbozos pirrónicos). Bayle: El Dictionnaire historique et critique es extenso (doce volúmenes, cerca de 6.000 páginas) y pesa (unos 20 kilos), pero, pese a todo, fue en su día un éxito de ventas intelectual, antes de que los philosophes lo suplantaran. Se puede bajar de la Bibliothèque Nationale francesa en <www.bn.fr>. La inspiración de Hume en Bayle: Véase Popkin (1951, 1955). Cualquier lectura del obispo Huet (más adelante) desvelará las semejanzas con Hume. Pensadores anteriores a Bayle: Dissertation sur la recherche de la vérité, Simon Foucher, escrita hacia el año 1673. Su lectura es una delicia. Hace que la tradición de la heurística y de los sesgos parezca la continuación del ambiente revolucionario precientífico de la época anterior a la Ilustración. El obispo Huet y el problema de la inducción: «Las cosas no se pueden conocer con perfecta certeza porque sus causas son infinitas», escribía Huet en su Tratado filosófico de la debilidad del espíritu humano. Huet, antiguo obispo de Arranches, escribió esta obra con el seudónimo de Théocrite de Pluvignac, seigneur de la Roche, gentilhomme de Périgord. El capítulo contiene otra exposición exacta de lo que más tarde llegó a conocerse como el «problema de Hume». Ocurría esto llegó a conocerse como el «problema de Hume». Ocurría esto en 1690, cuando el futuro David Home (luego Hume) no había cumplido los veintidós años, por lo que no pudo influir en monsieur Huet. La obra de Brochard: La primera vez que me encontré con una mención de la obra de Brochard (1888) fixe en Ecce homo de Nietzsche, en un comentario donde este autor describe a los escépticos como conversadores categóricos. «Un magnífico estudio de Victor Brochard, Les sceptiques grecs, en el que se utilizan mucho también mis Laertiana. Los escépticos, el único tipo respetable entre el pueblo de los filósofos, pueblo de doble sentido y hasta de quintuple!» Más curiosidades: Brochard fue maestro de Proust (véase Kristeva, 1998). Parece que Brochard entendió el problema de Popper (varias décadas antes del nacimiento de éste). Expone las ideas del empirismo negativo de Menodoto de Nicomedia en términos similares a lo que hoy denominaríamos empirismo «popperiano». Me pregunto si Popper sabía algo de Menodoto. No parece que lo cite en parte alguna, Brochard publicó su tesis doctoral, De l'erreur, en 1878 en la Universidad de París, sobre el tema del error: estupendamente moderno. Epilogismo: Poco conocemos de Menodoto, salvo los ataques de que fueron objeto sus creencias por parte de su detractor Galeno en la versión latina que se conserva de Esbozo del empirismo (Subfiguratw empírica), de difícil traducción: Memoriam et sensum et vocans epilogismum hoc tertium, muitotiem autem et preter memoriam nihil tertium, muitotiem autem et preter memoriam nihil aliudponens quam epilogismum. (Además de la percepción y el recuerdo, el tercer método es el sentido del epilogismo, pues, recuerdo aparte, el practicante no tiene nada más que los sentidos del epilogismo) —corrección de Perilli. Pero hay esperanza. Perilli (2004) dice que, según una carta del traductor Is-haq Bin Hunain, es posible que en algún lugar exista una «transcripción» en árabe de la obra de Menodoto, que algún estudioso debería buscar. Pascal: También Pascal tenía sus ideas sobre el problema de la confirmación y la asimetría de la inferencia. En su prefacio al Traité du vide, escribe (y aquí traducimos): En su juicio de que la naturaleza no tolera el vacío, sólo se referían a la naturaleza en el estado en que la conocían, ya que, decir tal y de forma general, no sería suficiente para ser testigo de ello en cien diferentes encuentros, ni en mil, ni en cualquier otro número por grande que fuera, ya que sería un caso único que negaría la definición general, y si uno era contrario, sólo uno… Biógrafo de Hume: Mossner (1970). Para una historia del escepticismo, véanse las clases de Victor Cousin Leçons d'histoire de la philosophie à Ut Sorbonne (1828) y Les philosophes classiques, de Hippolyte Taine, 9ª ed. (1868, 1905). Popkin (2003) es una versión moderna. Véanse también 1905). Popkin (2003) es una versión moderna. Véanse también Heckman (2003) y Bevan (1913). No he visto nada en la filosofía moderna de la probabilidad que esté relacionado con la indagación escéptica. Sexto: Véanse Popkin (2003), Sexto, House (1980), Bayle, Huet, Annas y Barnes (1985) y la introducción de Julia Anna y Barnes a Sexto Empírico (2000), Favier (1906) es difícil de encontrar; la única copia que localicé, gracias a los esfuerzos de Gur Huberman, estaba medio apolillada: parece que no se ha consultado en los últimos cien años. Menodoto de Nicomedia y el matrimonio entre el empirismo y el escepticismo: Según Brochard (1887), Menodoto es el responsable de la mezcla del empirismo con el pirronismo. Véase también Favier (1906). Sobre el escepticismo ante esta idea, véanse Dye (2004) y Perilli (2004). La función, no la estructura; el trípode empírico: Hay tres fuentes, y sólo tres, en las que la experiencia se puede basar: la observación, la historia (es decir, la observación registrada) y el juicio por analogía. Algazel: Véase su Tahafut alfalasifah, que Averroes, alias Ibn-Rushd, rebate en Tahafut Attbajut. Los escépticos religiosos: Existe también una tradición judía medieval, con el poeta de lengua árabe Yehuda Halevi. Véase Floridi (2002). Algazel y la causalidad última/próxima: «[...] el hecho de que determinen, únicamente a partir de la observación, la naturaleza de la relación necesaria entre la causa y el efecto, naturaleza de la relación necesaria entre la causa y el efecto, como si uno pudiera no ser testigo del efecto sin la causa atribuida de la causa sin el mismo efecto» (Tahajut). En el centro del pensamiento de Algazel está la idea de que si uno bebe porque tiene sed, no debe verse la sed como una causa directa. Es posible que se aplique un esquema más amplio; de hecho, existe, pero sólo lo pueden entender quienes estén familiarizados con el pensamiento evolutivo. Para una versión moderna de lo próximo, véase Tinbergen (1963, 1968). En cierto sentido, Algazel parte de Aristóteles para atacarlo. En su Física, Aristóteles ya había observado la distinción entre los diferentes tipos de causa (formal, eficaz, final y material). Debates modernos sobre la causalidad: Véanse Reichenbach (1938), Granger (1999) y Pearl (2000). Los niños y la inducción natural: Véanse Gelman y Coley (1990), Gelman y Hirschfeld (1999) y Sloman (1993). La inducción natural: Véanse Hespos (2006), Clark y Boyer (2006), Inagaki y Hatano (2006), Reboul (2006). Véase el resumen de obras anteriores en Plotkin (1998). Capítulos 5-7 «Economistas»: Por «economistas» entiendo a los miembros de la clase dirigente de la corriente oficial neoclásica de la economía y las finanzas ubicada en las universidades, no a grupos alternativos como las escuelas austríaca o poskeynesiana. Números pequeños; Tversky y Kahneman (1971), Rabin (2000). Especificidad del dominio: Williams y Connolly (2006). La podemos ver en el normalmente interpretado hasta la exageración Wason Selection Test: Wason (1960, 1968). Véanse también Shaklee y Fischhoff (1982), Barron Beaty y Hearsly (1988). «They knewbetter» de Kahneman, en Gilovichy otros (2002). Updike: La nota publicitaria es de Jaynes (1976). Especialización hemisférica del cerebro: Gazzaniga y LeDoux (1978), Gazzaniga y otros (2005). Además, Wolford, Miller y Gazzaniga (2000) demuestran el ajuste de probabilidades por parte del hemisferio cerebral izquierdo. Cuando se proporciona al cerebro derecho, pongamos por caso, una palanca que produce unos resultados deseables un 60% de las veces, y otra palanca que proporciona el 40%, el cerebro derecho presionará correctamente la primera palanca como opción óptima. Si, por otro lado, se proporcionan al cerebro izquierdo las mismas opciones, presionará la primera palanca el 60% de las veces, y la otra el 40%: se negará a aceptar el azar. Goldberg (2005) sostiene que la especialidad sigue líneas diferentes: el trastorno del hemisferio izquierdo no provoca graves efectos en los niños, a diferencia de lo que ocurre con las lesiones en el hemisferio derecho, mientras que en las personas mayores ocurre todo lo contrario. Agradezco a Elkhonon Goldberg que me remitiera a la obra de Snyder: Snyder (2001). El experimento es de Snyder y otros (2003). Elección de calcetines y explicación de la sustitución de Elección de calcetines y explicación de la sustitución de elementos viejos: El experimento de los calcetines se expone en Cárter (1999); el artículo original parece que es de Nisbert y Wilson (1977). Véase también Montier (2007). Astebro: Asrebro (2003). Véase «Searching for the Invisible Man», The Economist 9 de mayo de 2006. Para entender cómo la confianza exagerada de los emprendedores puede explicar el alto nivel de fracaso, véase Camerer (1995). Dopamina: Burger y Graves (1997), entre otros muchos artículos. Sobre la asimetría de la dopamina, véase también Mohr y otros (2003). Entropía e información: Evito a propósito la idea de entropía porque la forma en que normalmente se formula hace que se ajuste mal al tipo de aleatoriedad que experimentamos en la vida real. La entropía de Tsallis funciona mejor con colas gruesas. Notas sobre George Perec: Eco (1994). Narratividad y la ilusión de comprender: Wilson, Gilbert y Centerbar (2003): «La teoría de la desesperanza ha demostrado que si las personas creen que no pueden controlar ni predecir sus entornos, corren el riesgo de sufrir graves déficits motivacionales y cognitivos, como la depresión». Sobre el hecho de llevar un diario, véase Wilson (2002) o Wegner (2002). Ejemplo de E. M. Forster: Referencia en Margalit (2002). Carácter nacional: Sobre la medida de las variaciones individuales, véanse Terracciano y otros (2005) y Robins (2005). La ilusión del rasgo de nacionalidad, al que normalmente (2005). La ilusión del rasgo de nacionalidad, al que normalmente llamo la «heurística de la nacionalidad», guarda relación efectiva con el efecto halo: véanse Rosenzweig (2006) y Cialdini (2001). Sobre la ontología de la nacionalidad, véase Anderson (1983). Sesgo de la coherencia: Lo que los psicólogos llaman sesgo de la coherencia es el efecto de revisar los recuerdos con el fin de que tengan sentido respecto a la información posterior. Véase Schacter (2001). La memoria considerada no como almacenamiento en el ordenador: Rose (2003), Nadery LeDoux (1999). El mito de la memoria reprimida: Loftus y Ketcham (2004). Ajedrecistas y desconfirmación: Cowley y Byrne (2004). Problema de Quine: Davidson (1983) defiende el escepticismo local, pero está en contra del total. Narratividad: Observemos que mi exposición aquí no es existencial, sino simplemente práctica, de ahí que mi idea sea contemplar la narratividad como una compresión informativa, sin ningún carácter filosófico (como si un yo es secuencial o no). Existe toda una literatura sobre el «yo narrativo» (Bruner, 2002) o sobre si es necesario: véase Strawson (1994) y su ataque en Strawson (2004). El debate: Schechtman (1997),Taylor (1999) y Phelan (2005). Síntesis en Turner (1996). Los «posmodernos» y la deseabilidad de las narraciones: Véanse McCloskey (1990) y Frankfurter y McGoun (1996). Narratividad de los refranes y proverbios: Los psicólogos llevan tiempo analizando la credulidad de las personas en los enclaves sociales respecto a proverbios que les suenen bien. Por ejemplo, desde la década de 1960 se han realizado experimentos a cuyos sujetos se les pregunta si creen que un proverbio es correcto, mientras a otro grupo se les presenta el significado opuesto. Para una exposición de los divertidísimos resultados, véase Myers (2002). La ciencia como narrativa: Los artículos científicos pueden tener éxito por el mismo sesgo de la narratividad que «constituye una historia». Hay que llamar la atención. Bushman y Wells (2001). Descubrir las probabilidades: Barron y Erev (2003) demuestran que las probabilidades se subestiman cuando no se exponen explícitamente. Véase también comunicación personal con Barron. Riesgo y probabilidad: Véanse Slovic, Fischhoff y Lichtenstein (1976), Slovic y otros (1977) y Slovic (1987). Sobre el riesgo como análisis y el riesgo como teoría del sentimiento, véanse Slovic y otros (2002, 2003) y Taleb (2004c). Véanse también Bar-Hilel y Wagenaar (1991). Vínculo entre la falacia narrativa y el conocimiento clínico: Dawes (1999) tiene un mensaje para los economistas: véase aquí su obra sobre las entrevistas y la invención de una narrativa. Sobre el efecto retrospectivo, véase también Dawes (2001). Dos sistemas de razonamiento: Véase Soman (1996, 2002) y el sumario en Kahneman y Frederic (2002). El discurso 2002) y el sumario en Kahneman y Frederic (2002). El discurso de Kahneman al recibir el premio Nobel lo resume todo: se puede encontrar en <www.nobel.se>. Véase también Stanovich y West (2000). El riesgo y los sentimientos: Dado el creciente interés actual por el papel de los sentimientos en la conducta, existe una bibliografía cada vez más extensa sobre dicho papel, tanto en la asunción de riesgos como su elusión: teoría del «riesgo como sentimiento». Véanse Lowenstein y otros (2001) y Slovic y otros (2003a). Para un estudio al respecto, véase Slovic y otros (2003b) y también Slovic (1987), Para una exposición del «efecto heurístico», véase Finucane y otros (2000). Sobre la modularidad, véase Bates (1994). Sentimientos y cognición: Sobre los efectos de los sentimientos sobre la cognición, véase LeDoux (2002). Sobre el riesgo, véase Bechara y otros (1994). Disponibilidad heurística (de cuán fácilmente las cosas nos vienen al pensamiento): Véase Tversky y Kahneman (1973). Incidencia real y catástrofes: Para un debate exhaustivo, véase Albouy (2002), Zajdenweber (2000) o Sunstein (2002). Explotación del terrorismo de lo sensacional: Véase el ensayo en Taleb (2004c). Libros generales sobre la psicología de la toma de decisiones (heurística y parcialidades): Barón (2000) es el que aborda el tema de forma más exhaustiva. Kunda (1999) es un resumen desde el punto de vista de la psicología social (por desgracia, el autor falleció prematuramente); más breve: Plous (1993). También Dawes (1988) y Dawes (2001). Señalemos que algunos de los artículos originales están compilados, afortunadamente, en Kahneman y otros (1982), Kahneman y Tversky (2000), Gilovich y otros (2002) y Slovic (2001a y 2001b). Para una versión sobre la intuición, véase también Myers (2002); y para una exposición ecológica del tema, Gigerenzer y otros (2000), La exposición más completa sobre economía y finanzas es Montier (2007), donde se compilan sus hermosos trabajos resumen de los que me abastecí durante los últimos cuatro años (aunque el autor no es académico, va directamente al grano). Para una selección de artículos técnicos, véanse también Camerer, Loewenstein y Rabin (2004). Dawes (2001) es una reseña recomendable sobre el conocimiento clínico «experto». Exposiciones más generales sobre la psicología de la decisión: Klein propone (1998) un modelo de intuición alternativo. Sobre la manipulación social, véase Cialdini (2001). Obra más especializada, Camerer (2003) se centra en la teoría del juego. Ensayos críticos generales y libros sobre la ciencia cognitiva: Newell y Simón (1972), Varela (1988), Fodor (1983), Marr (1982), Eysencky Keane (2000), Lakoff y Johnson (1980). La MIT Enciclopedia of Cognitive Science contiene reseñas de diversos autores. Teoría evolutiva y dominios de la adaptación: Véanse los originales Wilson (2000), Kreps y Davies (1993) y Burnham originales Wilson (2000), Kreps y Davies (1993) y Burnham (1997, 2003). Muy ameno: Burnham y Phelan (2000). En Trivers (2002) está la compilación de la obra de Robert Trivers. Sobre las guerras, véase también Wrangham (1999). Política: «El cerebro político: un estudio reciente sobre las imágenes del cerebro demuestra que nuestras preferencias políticas son producto del sesgo de confirmación inconsciente», de Michael Shermer, Scientific American, 26 de septiembre de 2006. La neurobiología sobre la toma de decisiones: Para una comprensión general de nuestros conocimientos sobre la arquitectura del cerebro: Gazzaniga y otros (2002). Gazzaniga (2005) aporta resúmenes de algunos temas. Más popular: Cárter (1999). También recomendables: Ratey (2001), Ramachandran (2003), Ramachandran y Blakeslee (1998), Cárter (1999, 2002), Conlan (1999), el muy ameno Lewis, Amino y Lannon (2000) y Goleman (1995). Sobre la probabilidad y el cerebro, véase Glimcher (2002). Sobre el cerebro emocional, los tres libros de Damasio (1994, 2000, 2003), además de LeDoux (1998) y el más detallado LeDoux (2002), son los clásicos. Véase también el más reducido Evans (2002). Sobre el papel de la visión en la estética, y también en la interpretación, véase Zeki (1999). Obras generales sobre la memoria: En psicología, Schacter (2001) es una obra crítica de los sesgos de la memoria con vínculos con los efectos a posteriori. En neurobiología, véanse Rose (2003) y Squire y Kandel (2000). Baddeley (1997) es un manual general sobre la memoria (en el ámbito de la psicología empírica). Colonias intelectuales y vida social: Véase la exposición de Collins (1998) de los «linajes» de los filósofos (aunque no creo que fuera lo bastante consciente del problema de Casanova para tener en cuenta los sesgos que hacen que la obra de los filósofos en solitario tenga menos probabilidades de sobrevivir). Para una ilustración de la agresividad de los grupos, véase Uglow (2003). Obra de Hyman Minsky: Minsky (1982). Asimetría: La teoría de la probabilidad (Kahneman y Tversky [1979] y Tversky y Kahneman [1992]) explica la asimetría entre los sucesos aleatorios buenos y malos, pero también demuestra que el dominio negativo es convexo, mientras que el positivo es cóncavo, lo cual significa que una pérdida de 100 es menos dolorosa que 100 pérdidas de 1, pero una ganancia de 100 es también mucho menos agradable que 100 veces una ganancia de 1. Correlatos neurales de la asimetría: Véase el trabajo de Davidson en Goleman (2003), Lañe y otros (1997) y Gehring y Willoughby (2002). Csikszentmihalyi (1993, 1998) explica con mayor detalle el atractivo de las compensaciones sistemáticas con su teoría del «fluir». Recompensas pospuestas y sus correlatos neurales: McLure y otros (2004) demuestra la activación del cerebro en el córtex al tomar la decisión de posponer, y da ideas sobre el impulso límbico que se esconde detrás de la inmediatez y la impulso límbico que se esconde detrás de la inmediatez y la actividad cortical en la posposición. Véanse también Loewenstein y otros (1992), Elster (1998) y Berridge (2005). Sobre la neurología de las preferencias en el mono capuchino, véase Chen y otros (2005). Sangrar o estallar: Gladwell (2002) y Taleb (2004c). El estrés puede explicar por qué el sangrar es doloroso; Sapolsky y otros (2003) y Sapolsky (1998). Sobre cómo las empresas prefieren los beneficios constantes, véase Degeorge y Zeckhauser (1999). Poética de la esperanza: Mihailescu (2006). Discontinuidades y saltos: Según la clasificación de René Thom constituyen siete clases; Thom (1980). Evolución y probabilidades pequeñas: Consideremos también la ingenua idea evolutiva que plantea la «optimalidad» de la selección. El fundador de la sociobiología, el gran E. O. Wilson, no está de acuerdo con tal optimalidad en lo que a los sucesos raros se refiere. En Wilson (2002), escribe: Es evidente que el cerebro humano evolucionó para comprometerse emocionalmente sólo con un pequeño trozo de la geografía, una franja limitada de parientes, y dos o tres generaciones en el futuro. No mirar más hacia delante ni más hacia atrás es elemental en el sentido darwiniano. Estamos indinados de forma binara a ignorar cualquier posibilidad distante que no requiera análisis alguno. Se trata, dice la gente, de puro sentido común. ¿Por qué pensamos con tal cortedad de miras? La razón es sencilla: es una parte integrada de nuestra La razón es sencilla: es una parte integrada de nuestra herencia paleolítica. Durante cientos de miles de años, quienes trabajaban para obtener ganancias a corto plazo dentro de un pequeño círculo de familiares y amigos vivieron más y dejaron una mayor descendencia, incluso en los casos en que sus afanes colectivos provocaban que sus gobernantes e imperios se desmoronaran a su alrededor. La idea de futuro que pudiera haber salvado a sus discantes descendientes requería una visión de futuro y un altruismo generalizado intrínsecamente difícil de reunir. Véase también Miller (2000): «La evolución no tiene previsión. Carece de la visión a largo plazo del director de un laboratorio farmacológico. Una especie no puede reunir capital de riesgo para pagar las facturas de su equipo de investigadores [...] Esto hace que sea difícil explicar las innovaciones». Observemos que ninguno de los dos autores tiene en cuenta mi argumentación de la edad. Capítulo 8 Las pruebas silenciosas reciben los nombres de clase de referencia errónea en el desagradable campo de la filosofía de la probabilidad, sesgo antrópico en física y sesgo de la supervivencia en estadística (los economistas gozan del interesante atributo de haberlo descubierto unas cuantas veces al tiempo que los desorientaba gravemente). Confirmación: En su Ensayo sobre la verdad, Bacon dice: «No existe placer comparable al de encontrarse afianzado sobre la base de la verdad (una colina que no hay que defender y donde el aire es siempre claro y sereno), y ver los errores, las divagaciones, las neblinas y las tempestades en el valle que se abre a nuestros pies». Estas palabras demuestran fácilmente que las grandes intenciones pueden llevar a la falacia de la confirmación. Bacon no entendió a los empiristas: Iba en busca del punto medio. Decía también su Ensayo sobre la verdad: Hay tres fuentes del error y tres especies de falsa filosofía: la sofista, la empírica y la supersticiosa. [...] Aristóteles es el mejor representante de la primera, pues con su lógica corrompió la filosofía natural, de ahí que formara el mundo de las categorías. [...] Tampoco hay que insistir mucho en su frecuente recurso al experimento en sus libros sobre los animales, sus problemas y otros tratados, pues ya había tomado su decisión, sin haber consultado adecuadamente a la experiencia como base de sus decisiones y axiomas. [...] La escuela empírica produce dogmas de una naturaleza más deformada y monstruosa que la de la escuela sofista o teórica; no está fundada a la luz de las nociones comunes [la cual, por pobre y supersticiosa que sea, no deja de ser en cierto sentido universal y de tendencia genera], sino en la reducida oscuridad de unos pocos experimentos. La idea falsa de Bacon puede ser la razón de que nos costara cierto tiempo entender que trataba la historia (y los experimentos) como una mera y vaga «orientación», es decir, la epilogía. El mundo de la edición: Alien (2005), Klebanoff (2002), Epstein (2001), De Bellaigue (2004) y Blake (1999). Para un listado divertido de rechazos, véanse Bernard (2002) y White (1982). El recuerdo de Korda (Korda [2000]) añade cierto color al tema. Estos libros son anecdóticos, pero veremos más adelante que los libros siguen unas estructuras constantes de escala invariable, con la implicación de un grave papel para la aleatoriedad. Sesgo antrópico: Véase la magnífica y exhaustiva exposición en Bostrom (2002). En física, véanse Barrow y Tipler (1986) y Rees (2004). Sornette (2004) considera que la derivación de la supervivencia de Gott es una ley potencial (power law). En economía, Sullivan y otros (1999) habla del sesgo de la supervivencia. Véase también Taleb (2004a). Estudios que ignoran los sesgos y formulan conclusiones inadecuadas: Stanley y Danko (1996) y el más alocado Stanley (2000). Los manuscritos y los fenicios: Sobre la supervivencia y la ciencia, véase Cisne (2005). Obsérvese que el artículo tiene en cuenta la supervivencia física (como un fósil), no la cultural, lo cual implica una parcialidad en la selección. Cortesía de Peter Bevelin. Ley de la eponimia de Stigler: Stigler (2002). Estadística sobre el libro francés: Lire, abril de 2005. Por qué importa la dispersión: Más técnicamente, la distribución del extremum (es decir, el máximo o el mínimo) de una variable aleatoria depende más de la varianza del proceso que de su media. Es más probable que alguien cuyo peso tienda a fluctuar mucho nos muestre una fotografía suya en que aparezca muy delgado que lo haga alguien cuyo peso sea como promedio más bajo pero permanezca constante. La media (léase destrezas) a veces desempeña un papel muy, pero que muy pequeño. Registro fósil: Agradezco al lector Frederick Colbourne sus comentarios sobre este tema. La literatura lo llama el «empuje de lo reciente», pero tiene problemas para calcular los efectos, debido a los desacuerdos. Véase Jablonski y otros (2003). Conocimientos públicos no descubiertos: Hay aquí otra manifestación de las pruebas silenciosas: uno puede realizar trabajo de laboratorio sentado en el sillón, para lo cual basta con unir trozos y retazos de investigaciones realizadas por personas que trabajan alejadas entre sí y no mantienen ninguna conexión. Mediante el análisis bibliográfico, es posible encontrar vínculos entre la información publicada que los investigadores no habían descubierto previamente. Yo «descubrí» la reivindicación del sillón en Fuller (2005). Sobre otros descubrimientos interesantes, véanse Spasser (1997) y Swanson (1986a, 1986b, 1987). Delito: La definición de «delito» económico es algo que se da Delito: La definición de «delito» económico es algo que se da a posteriori. Las reglamentaciones, una vez que se aplican, no tienen efecto retrospectivo, de modo que muchas actividades que producen beneficios nunca se sancionan. Bastiat: Véase Bastiat (1862-1864). Casanova: Agradezco al lector Milo Jones que me informara sobre el número exacto de volúmenes. Véase Masters (1969). Problema del punto de referencia: Tener en cuenta información pasada exige pensar en términos condicionales, una forma de pensar que, por raro que parezca, muchos científicos (en especial los mejores) son incapaces de manejar. La diferencia entre ambas posibilidades se llama probabilidad condicional. Computamos la probabilidad de la supervivencia condicionada al propio hecho de que aparezcamos en la muestra. Dicho de modo más claro, no se pueden computar las probabilidades si nuestra supervivencia forma parte de la condición de la realización del proceso. Plagas: Véase McNeill (1976). Capítulo 9 Inteligencia y Nobel: Simonton (1999). Si los resultados del coeficiente intelectual guardan correlación, lo hacen de forma muy débil con los éxitos subsiguientes. «Incertidumbre»: Knight (1923). La definición que doy de tal riesgo (Taleb, 2007c) es que se trata de una situación normativa en la que podemos estar seguras sobre las normativa en la que podemos estar seguras sobre las probabilidades, es decir, no sobre las metaprababilidades. En cambio, si la aleatoriedad y el riesgo son producto de la opacidad epistémica, la dificultad para ver las causas, entonces la distinción es necesariamente una bobada. Cualquiera que lea a Cicerón lo reconocerá como su probabilidad; véase opacidad epistémica en su De Divinatione, Liberprimus, LVI, 127: Qui enim teneat causas rerum futuraruin, ídem necesse est ornnia teneat quae futura sint. Quod cum nemo hacere nisi deus possit, relinquendum est homini, ut signis quibusdam consequerma declara ntibus futura presentiat. «Quien conoce las causas comprenderá el futuro, con la salvedad de que nadie que no sea Dios posee tal facultad...» Filosofía y epistemología de la probabilidad: Laplace. Tratado, Keynes (1920), De Finetti (1931), Kyburg (1983), Levi (1970), Ayer, Hacking (1990,2001), Gillies (2000), Von Mises (1928), Von Plato (1994), Carnap (1950), Cohén (1989), Popper (1971), Eatwell y otros (1987) y Gigerenzer y otros (1989). Historia de los conocimientos y los métodos estadísticos: No he encontrado ninguna obra inteligente en la historia de la estadística, es decir, una obra que no sea presa de la falacia lúdica o del gaussianismo. Para una exposición convencional, véanse Bernstein (1996) y David (1962). Obras generales sobre la teoría de la probabilidad y la información: Cover y Thornas (1991); menos técnico pero excelente, Bayer (2003). Para una visión probabilística de la teoría de la información: el póstumo Jaynes (2003) es el único libro matemático aparte de la obra de Finetti que puedo recomendar al lector común, debido a su enfoque bayesiano y a la alergia del autor al formalismo del sabio idiota. Póquer: Escapa de la falacia lúdica; véase Taleb (2006a). Enfoque normativo de Platón sobre las manos izquierda y derecha: Véase McManus (2002). Bildungsphilister de Nietzsche: Véanse Van Tongeren (2002) y Hicks y Rosenberg (2003). Obsérvese que, dado el sesgo de la confirmación, los académicos dirán que los intelectuales «carecen de rigor«, y aportarán ejemplos de quienes carecen de él, no de quienes lo poseen. Libros de economía que tratan de la incertidumbre: Cárter y otros (1962), Shackle (1961, 1973), Hayek (1994). Hirshleifer y Riley (1992) encaja la incertidumbre en la economía neoclásica. Inconmutabilidad: Sobre los terremotos, véase Freedman y Stark (2003) (cortesía de Gur Huberman). Academia y filisteísmo: Existe una falacia que se muerde la cola: si academia significa rigor (cosa de la que dudo, pues lo que yo vi que se llamaba «revisión entre iguales» es muy a menudo una farsa), no académico no implica ausencia de rigor. ¿Por qué dudo del «rigor»? El sesgo de la confirmación nos muestra sus aportaciones pero, pese al elevado número de muestra sus aportaciones pero, pese al elevado número de académicos en activo, sólo una fracción relativamente pequeña de nuestros resultados procede de ellos. Una cantidad desproporcionadamente alta de contribuciones procede de investigadores independientes y de los llamados, sin el menor respeto, aficionados: Darwin, Freud, Marx, Mandelbrot, incluso el primer Einstein. El influjo de un académico suele ser accidental. Así ocurría también en la Edad Media y en el Renacimiento; véase Le Goff (1985). Asimismo, las grandes pensadores de la Ilustración (Voltaire, Rousseau, Holbacb, Diderot, Montesquieu) eran todos ellos no académicos, en un momento en que la academia era grande. Capítulo 10 Exceso de confianza: Albert y Raiffa. (1982) (aunque parece que el artículo quedó prácticamente en el anonimato durante diez años antes de su publicación formal). Lichstenstein y Fischhoff(1977) demostraron que el exceso de confianza puede recibir el influjo de la dificultad del tema en cuestión; lo típico es que disminuya y se convierta en un defecto de confianza en los asuntos sencillos (compárese con Armelius [1979]). Desde entonces, muchos artículos han intentada fijar las condiciones de los fallos o de la robustez de la calibración (se trate de formación en tareas, de aspectos ecológicos del dominio, del nivel de educación o de la nacionalidad): Dawes (1980), Koriat, Lichtenstein y Fischhoff (1980), Mayseless y (1980), Koriat, Lichtenstein y Fischhoff (1980), Mayseless y Kruglansky (1987), Dunning y otros (1990), Ayton y McClelland (1997), Gervais y Odean (1999), Griffin y Yarey (1996), Juslin (1991, 1993, 1994), Juslin y Olsson (1997), Kadane y Lichstenstein (1982), May (1986), McClelland y Bolger (1994), Pfeifer (1994), Russo y Schoernaker (1992), Klayman y otros (1999). Obsérvese la (inesperada) disminución de la confianza exagerada en las decisiones de grupo: véase Sniezek y Henry (1989), y soluciones en Plouss (1995). En este punto desconfío de la distinción entre Mediocristán y Extremistán y de la desigualdad de las variables. Lamentablemente, no encontré ningún artículo en que se haga esta distinción. También hay soluciones en Stoll (1996) y Arkes y otros (1987). Sobre el exceso de confianza en las finanzas, véase Thorley (1999) y Barber y Odean (1999). Sobre los efectos a través de fronteras, Yates y otros (1996, 1998), Angele y otros (1982). Para la confianza exagerada y la desconfianza simultánea, véase Erev, Wallsten y Budescu (1994). Frecuencia frente a probabilidad; el problema ecológico: Hoffragc y Gigerenzer (1988) creen que el exceso de confianza es menos importante cuando el problema se expresa en frecuencias y no en probabilidades. De hecho, ha habido un debate sobre la diferencia entre «ecología» y laboratorio; véanse Gigerenzer y otros (2000), Gigerenzer y Richter (1990) y Gigerenzer (1991). Somos «rápidos y frugales» (Gigerenzer y Goldstein [1996]). Por lo que al Cisne Negro se refiere, estos problemas de ecología no se plantean: no vivimos en un entorno problemas de ecología no se plantean: no vivimos en un entorno en el que se nos suministren frecuencias o, más en general, para el que estemos bien preparados. También en ecología, Spariosu (2004) sobre el aspecto lúdico, Cosmides y Toby (1990). Leary (1987) sobre las ideas brunswikianas, además de Brunswik (1952). Carencia de conciencia de ignorancia: «En resumen, el mismo conocimiento que subyace a la capacidad de producir juicios correctos es también el conocimiento que subyace a la capacidad de reconocer los juicios correctos. Carecer del primero significa ser deficiente en el segundo». De Kruger y Dunning (1999). El problema del experto aislado: Creo que el problema del experto no se distingue del efecto Mateo y las colas gordas (o fat tails) (insistiremos más en ello), pero no encontré tal relación en la literatura sobre sociología y psicología. El conocimiento clínico y sus problemas: Véanse Meehl (1954) y Dawes, Faust y Meehl (1989). Muy ameno es el ensayo «Why I Do Not Actend Case Conferences» en Meehl (1973). Véase también Wagenaar y Keren (1985,1986). Analistas financieros, gregarismo y predicciones: Véanse Guedj y Bouchaud (2006), Abarbanell y Bernard (1992), Chen y otros (2002), De Bondt y Thaler (1990), Easterwood y Nutt (1999), Friesen y Weller (2002), Foster (1977), Hongy Kubik (2003), Jacob y otros (1999), Lim (2001), Liu (1988), Maines y Hand (1996), Mendenhall (1991), Mikhail y otros (1997, 1999), Zitzewitz (2001), y El-Galfy y Forbes (2005). Sobre una 1999), Zitzewitz (2001), y El-Galfy y Forbes (2005). Sobre una comparación (desfavorable) con las previsiones meteorológicas: Tyszka y Zielonka (2002). Economistas y predicciones: Tedock (2005), Makridakis y Hibon (2000), Makridakis y otros (1982), Makridakis y otros (1993), Gripaios (1994), Armstrong (1978, 1981); y refinaciones de McNees (1978), Tashman (2000), Blake y otros (1986), Onkal y otros (2003), Gillespie (1979), Barón (2004), Batchelor (1990, 2001), Dominitz y Grether (1999). Lamont (2002) busca factores de reputación: los previsores establecidos empeoran cuando formulan predicciones más radicales para llamar la atención, lo cual es coherente con el efecto erizo de Tetlock. AJhiya y Doi (2001) buscan la conducta gregaria en Japón. Véanse McNees (1995), Remus y otros (1997), O'Neill y Desai (2005), Bewley y Fiebig (2002), Angner (2006), Bénassy-Quéré (2002); Brender y Pisani (2001) se fijan en el consenso de Bloomberg; De Bondt y Kappler (2004) dicen que hay pruebas de una débil persistencia de cincuenta y dos años de datos, pero yo vi las diapositivas en una presentación, nunca en un artículo, que después de dos años es posible que nunca se haga realidad. Exceso de confianza, Braun y Yajiiv (1992). Para una exposición intelectual general, véase Halin (1993). Más general, Clamen (1986, 1989). Sobre la teoría de juegos, Green (2005). Muchos operadores de Bolsa, como James Montier, y muchos periódicos y revistas (como The Economist) realizan tests de predicción informales. En su conjunto, se deben tomar en serio ya que abarcan más variables. en serio ya que abarcan más variables. Cultura popular: En 1931 Edward Angly expuso las predicciones que había hecho el presidente Hoover en un libro titulado Oh Yeah? Otro divertido libro es Cerf y Navasky (1998), de donde, incidentalmente, saqué la historia de las previsiones sobre el precio del petróleo antes de 1973 Efectos de la información: El artículo principal es Bruner y Potter (1964). Agradezco a Danny Kahneman que me hablara de este artículo. Véanse también Montier (2007), Oskamp (1965) y Benartzi (2001). Estos sesgos se convierten en información ambigua (Griffin y Tversky [1992]). Sobre cómo no consiguen desaparecer con la experiencia y la formación, véanse Kahneman y Tversky (1982) y Tversky y Kahneman (1982). Sobre cómo se acepta la información coherente con las preferencias, mientras que la no coherente es procesada de forma crítica, véase Kunda (1990). Falacia de la planificación: Kahneman y Tversky (1979) y Buehler, Griffin y Ross (2002). La falacia de la planificación muestra un sesgo coherente en la capacidad planificadora de las personas, incluso en asuntos de naturaleza repetible, aunque es más exagerado con los sucesos no repetibles. Guerras: Trivers (2002). ¿Hay incentivos para el retraso?: Flyvbjerg y otros (2002). Oskamp: Oskamp (1965) y Montier (2007). Epistemé frente a techni: La distinción tiene su origen en Aristóteles, pero aparece y desaparece; su reaparición más Aristóteles, pero aparece y desaparece; su reaparición más reciente está en explicaciones como las del conocimiento tácito en el «saber cómo». Véanse Ryle (1949), Polanyi (1958/1974) y Mokyr (2002). Catalina la Grande: El número de amantes está sacado de Roundíng (2006). Esperanza de vida: <www.annuityadvantage.com/lifeexpectancy.htm>. Para los trabajos, he utilizado una probabilidad de exceso respecto al exponente de ley potencial de 3/2: f= Kx3/2. De modo que la expectativa condicional de x será, sabiendo que x es mayor que a Capítulos 11-13 Serendipidad: Véanse Koesder (1959) y Rees (2004). Rees tiene también unas ideas muy sólidas sobre la posibilidad de predecir. Véanse también los comentarios de Popper en Popper (2002) y Waller (2002a), Cannon (1940), Mach (1986) (citado en Simonton [1999]) y Merton y Barber (2004). Para una síntesis, véase Simonton (2004). Sobre la serendipidad en la medicina y la anestesiología, véase Vale y otros (2005). «Hombre del Renacimiento»: Véase <www.belllabs.com/project/feature/archives/cosmology/ >. Láser: Como suele ocurrir, existe una polémica sobre quién fue el inventor de esta tecnología. Después de un descubrimiento de éxito, enseguida se encuentra a sus precursores, debido a la distorsión retrospectiva. Charles Townsend recibió el premio Nobel, pero fue demandado por su alumno Gordon Gould, quien decía que fue él quien de hecho realizó el trabajo (véase The Economist, 9 de junio de 2005). Darwin/Wallace: Quammen (2006). Ataque de Popper al historicismo: Véase Popper (2002). Obsérvese que aquí reinterpreto la idea de Popper en un estilo moderno, utilizando mis propias experiencias y conocimientos, y sin ocuparme de los comentarios sobre la obra de Popper (por tanto, con la consiguiente falta de fidelidad a su mensaje). En otras palabras, éstos no son argumentos directamente expuestos por Popper, sino míos en gran medida y formulados siguiendo una estructura popperiana. La expectativa condicional de una expectativa incondicional es una expectativa incondicional. Previsiones de futuro hechas cien años antes: Bellamy (1891) ilustra nuestras proyecciones mentales del futuro. Sin embargo, es posible que algunas historias sean exageradas. «¡Otro mito de las patentes patentemente falso! ¿Realmente hubo alguna vez un funcionario de patentes que dimitiera porque pensaba que ya no quedaba nada por inventar? Una vez que se empieza con ellos, estos mitos cobran vida propia.» Skeptical Inquirer, mayo-junio de 2003. Observación de Pierce: Olsson (2006), Pierce (1955). Predecir y explicar: Véase Thom (1993). Predecir y explicar: Véase Thom (1993). Poincaré: El problema de los tres cuerpos se puede encontrar en Barrow-Green (1996), Rollet (2005) y Galison (2003). Sobre Einstein, País (1982). Revelaciones más recientes en Hladik (2004). Bolas de billar: Berry (1978) y Pisarenko y Sornette (2004). Exposición muy general sobre la «complejidad»: Benkirane (2002), Scheps (1996) y Ruelle (1991). Sobre los límites, Barrow (1998). Hayek: Véase <www.nobel.se>. Véase Hayek (1945,1994). ¿Es que los mecanismos no son corregidos por las teorías de personas influyentes, sino por la mortalidad de los operadores o bien, lo que es aún más grave, porque se prescinde de ellos? Lamentablemente, debido al contagio, parece que hay muy poca lógica en la forma en que las cosas mejoran; la suerte interviene en cómo evolucionan las ciencias blandas. Sobre los efectos de red en los «intelectuales y el socialismo«, y sobre la distribución de la ley potencial en la influencia, debido al aspecto libre de escala de las conexiones — y la consiguiente arbitrariedad—, véase Ormerod (2006). Parece que Hayek ha sido prisionero de la antigua diferenciación de Weber entre Naturivissenschafien y Geisteswissenschafien, cosa que, afortunadamente, no ocurre con Popper. Insularidad de los economistas: Pieters y Baumgartner (2002). Un aspecto bueno de la insularidad de los economistas es que ellos me pueden ofender cuanto quieran sin ninguna es que ellos me pueden ofender cuanto quieran sin ninguna consecuencia: parece que sólo los economistas leen a otros economistas (de modo que es posible que escriban artículos para que otros economistas los lean). Para una exposición más general, véase Wallerstein (1999). Obsérvese que Braudel combatió la «historia económica». Era historia. La economía como religión: Nelson (2001) y Keen (2001). Sobre la metodología, véase Blaug (1992). Sobre grandes sacerdotes y filósofos menores, véase Boettke, Coyne y Leeson (2006). Señalemos que las obras de Gary Becker y los platonistas de la Escuela de Chicago están todas viciadas por el sesgo de la confirmación: Becker se apresura a mostrar situaciones en las que las personas se mueven por incentivos económicos, pero no habla de los casos (muchísimo más numerosos) en los que a las personas no les importan tales incentivos materialistas. El libro más agudo que conozco sobre economía es Gave y otros (2005), porque trasciende de las categorías construidas del discurso económico académico (uno de los autores es el periodista Anatole Kaletsky). Teoría general: Este hecho no ha disuadido a los «teóricos generales». En un largo vuelo de Ginebra a Nueva York, un personaje de la variedad platonificadora me explicó que hay que rechazar las ideas de Kahneman y sus colegas porque no nos permiten desarrollar una teoría general del equilibrio, y producen «preferencias incoherentes con el tiempo». Durante un minuto pensé que estaba de broma: culpaba a las ideas de los psicólogos y a la incoherencia humana de interferir en la psicólogos y a la incoherencia humana de interferir en la capacidad que él poseía para construir su modelo platónico. Samuelson: Sobre su optimización, véase Samuelson (1983). También Stiglitz (1994). El dogma de Platón sobre la simetría del cuerpo: «Ateniense extranjero a Cleinias: Se supone que por naturaleza la mano derecha y la izquierda se adaptan de forma diferente al diverso uso que de ellas hacemos, mientras que no se halla diferencia alguna en el uso de los pies y de las extremidades inferiores; pero en el uso de las manos, estamos, por así decirlo, mutilados por los antojos de niñeras y madres; porque, aunque nuestras diversas extremidades están equilibradas por la naturaleza, creamos en ellas una diferencia debido a los malos hábitos», en Las leyes de Platón. Véase McManus (2002). Empresas farmacéuticas: Según me dijeron, otras empresas de este tipo las dirigen personas comerciales que dicen a los investigadores dónde existe una «necesidad en el mercado», y les piden que «inventen» fármacos y remedios de acuerdo con esa necesidad, lo cual coincide con los métodos de los analistas de inversiones peligrosamente engañosos de Wall Street. Formulan las proyecciones como si supieran lo que van a encontrar. Modelos de beneficios por innovaciones: Sornette y Zajdenweber (1999) y Silverberg y Verspagen (2005). Evolución de correa corta: Dennett (2003) y Stanovich y West (2000). Montaigne: No nos enteramos de mucho en las biografías de Montaigne: No nos enteramos de mucho en las biografías de un ensayista personal; hay cierta información en Frame (1965) y Zweig (1960). Proyectabilidad y la paradoja del verdazul: Véase Goodman (1955). Véase también una aplicación (o, quizá, una falsa aplicación) en King y Zheng (2005). Construccionismo: Véanse Berger y Luckmann (1966) y Hacking (1999). Certificación frente a auténticas destrezas o conocimientos: Véase Donhardt (2004). Hay también una protección de franquicia. Es posible que los matemáticos no sean una herramienta tan necesaria para la economía, excepto para proteger la franquicia de aquellos economistas que saben matemáticas. En los tiempos de mi padre, el proceso de selección de los jerarcas se basaba en los conocimientos de latín (o griego). De modo que la clase de los alumnos preparados para ocupar los puestos superiores se asentaba en los clásicos y conocían algunas disciplinas interesantes. También se les formaba en la visión altamente probabilística de las cosas de Cicerón, y se les seleccionaba por su erudición, que si bien tiene pequeños efectos secundarios, nos permite tratar asuntos confusos. Mi generación fue seleccionada en función de las destrezas matemáticas; a uno le iban bien las cosas si tenía la mentalidad del ingeniero. El resultado fueron unos jerarcas de mentalidad matemática, lógica y altamente estructurada y, en consecuencia, la selección de sus iguales se basará en estos criterios. Así que los artículos sobre economía y ciencias sociales gravitaban hacía lo altamente matemático, y para proteger su gravitaban hacía lo altamente matemático, y para proteger su franquicia colocaban elevadas barreras matemáticas a su entrada. Era incluso posible difuminar al público general que es incapaz de frenarnos. Otro efecto de la protección de franquicia es que podría haber alentado que se colocara «en lo alto» a esos investigadores idiotas pero con aire de sabios y carentes de erudición y que, en consecuencia, eran insulares, provincianos y próximos a otras disciplinas. Libertad y determinismo: Una idea especulativa en Penrose (1989), donde sólo los efectos cuánticos (con la indeterminación ahí percibida) pueden justificar la conciencia. Proyectabilidad: La singularidad que presume menos ignorantes o una menor destrucción mutua. Teoría del caos y la confusión hacia delante/hacia atrás: Le battement d'ailes du papillon, de Laurent Firode (2000). Autismo y percepción de la aleatoriedad: Véase Williams y otros (2002). Errores de previsión y falsa previsión en los estados hedónicos: Wilson, Meyers y Gilbert (2001), Wilson, Gilbert y Centerbar (2003), y Wilson y otros (2005). Ellos lo llaman «evanescencia emocional». Predicción y conciencia: Véase la idea de «acerca de» en Dennett (1995, 2003) y Humphrey (1992). Sin embargo, Gilbert (2006) cree que no somos los únicos animales que prevén, lo cual es falso, como bien se ha demostrado. Suddendorf (2006) y Daily, Emery y Clayton (2006) demuestran que los animales también hacen previsiones. también hacen previsiones. Comentario de Russell a la apuesta de Pascal: Ayer (1988) lo presenta como una comunicación privada. Historia: Carr (1961), Hexter (1979) y Gaddis (2002). Pero, en general, tengo problemas con los historiadores, porque a menudo confunden los procesos que van hacía delante y los que van hacia atrás. Véase Ubiquity, de Mark Buchanan, y la un tanto confusa exposición de Niall Ferguson en Nature. Ninguno de los dos parece darse cuenta del problema de la calibración en las leyes potenciales. Véase también Ferguson, Why did the Great War? para juzgar la amplitud de los problemas referentes al hacia delante y hacia atrás. Sobre una tendencia nomológica, es decir, el intento de trascender la causa para llegar a una teoría general, véase Muqaddamah, de Ibn Jaldún. Véase también Filosofía de la historia, de Hegel. Emoción y cognición: Zajonc (1980, 1984). Seguros contra catástrofes: Froot (2001) sostiene que los seguros contra sucesos remotos tienen un precio excesivo. Cómo llegó a esta conclusión sigue siendo incierto (tal vez mediante complicadas operaciones informáticas), pero las compañías de reaseguros no han ganado ni un centavo con seguros de precio excesivo. Posmodernos: Parece que los posmodernos no son conscientes de las diferencias que existen entre narración y predicción. Suerte y serendipidad en la medicina: Vale y otros (2005). En la historia, véase Cooper (2004). Véase también Ruffié (1977). Más en general, véase Roberts (1989). Predicción afectiva: Véanse Gilbert (1991), Gilbert y otros (1993) y Montier (2007). Capítulos 14-17 Este apartado servirá también para otro propósito. Siempre que hablo del Cisne Negro, la gente suele contarme anécdotas. Pero no son más que anécdotas de corroboración: lo que hay que demostrar es que en su conjunto el mundo está dominado por los sucesos de Cisne Negro, Para mí, el rechazo de la aleatoriedad no escalable es suficiente para establecer el papel y la importancia de los Cisnes Negros. Efectos Mateo: Véase Merton (1968, 1973a, 1988). Marcial, en sus Epigramas: «Sem per pauper eris, si pauper es, Aemiliane, Dantur opes nullis (nunc) nisi divitibus». (Epigrama V, 81). Véase también Zuckerman (1997, 1998). La ventaja acumulativa y sus consecuencias sobre la justicia social: Reseña en DiPetre y otros (2006). Véanse también Brookes-Gun y Duncan (1994), Broughton y Mills (1980), Dannefer (2003), Donhardt (2004), Hannon (2003) y Huber (1998). Sobre cómo se puede explicar la precocidad, véase Elman y O'Rand (2004). Concentración e imparcialidad en las carreras profesionales: Colé y Colé (1973), Colé (1970), Conley (1999), Faia (1975), Seglen (1992), Redner (1998), Lotka (1926), Fox y Kochanowski (2004) y Huber (2002). «El ganador se lo lleva todo»: Rosen (1981), Frank (1994), Frank y Cook (1995) y Attewell (2001). Artes: Bourdieu (1996),Taleb (2004e). Guerras: La guerra se concentra según un modo propio de Extremistán: Lewis Fry Richardson señalaba el siglo pasado la desigualdad en la distribución de las balas (Richardson [1960]). Guerras modernas: Arkush y Alien (2006). En el estudio de los maoríes, el patrón de lucha con garrotes se mantuvo durante siglos; las herramientas modernas causan de 20.000 a 50.000 muertes al año. Simplemente, no estamos hechos para la guerra técnica. Para una versión anecdótica y causal de la historia de una guerra, véase Ferguson (2006). Índice S&P 500: Véase Rosenzweig (2006). La cola larga: Anderson (2006). Diversidad cognitiva: Véase Page (2007). Sobre el efecto de Internet en las escuelas, véase Han y otros (2006). Cascadas: Véase Schelling (1971, 1978) y Warts (2002). Sobre las cascadas de información en economía, véanse Bikhchandani, Hirshleifery Welch (1992) y Shiller (1995). Véase también Surowiecki (2004). Imparcialidad: Algunos investigadores, como Frank (1999), consideran que el éxito arbitrario y aleatorio de los demás no difiere de la contaminación, que necesita la aplicación de una rasa. De Vany, Taleb y Spitznagel (2004) proponen una solución basada en el mercado al problema del reparto, solución basada en el mercado al problema del reparto, basándose en el proceso del seguro voluntario y productos derivados. Las matemáticas del apego preferencial: Este razonamiento enfrentó a Mandelbrot con el científico cognitivo Herbert Simón, que en 1955 formalizó las ideas de Zipf en un artículo (Simón [1955]), que luego vino a conocerse como el modelo de Zipf-Simon. ¡Hay que dejar que la gente pierda popularidad! Concentración: Price (1970), «Desviación de Zipf» de Simón, Simón (1955). Sobre la bibliometría más general, véase Price (1976) y Glanzel (2003). Regreso a la destrucción creativa: Véase Schumpeter (1942). Redes: Barabási y Albert (1999), Albert y Barabási (2000), Strogatz (2001, 2003), Cailaway y otros (2000), Newman y otros (2000), Newman, Watts y Strogatz (2000), Newman (2001), Watts y Strogatz (1998), Watts (2002,2003) y Amaral y otros (2000). Se supone que empezaron con Milgram (1967). Véase también Barbour y Reinert (2000), Barthélémy y Amaral (1999). Sobre las infecciones, véase Boots y Sasaki (1999). Sobre las extensiones, véase Bhalla e Iyengar (1999). Capacidad de recuperación, Cohén y otros (2000), Barabási y Bonabeu (2003), Barabási (2002) y Banavar y otros (2000). Leyes potenciales y la Red, Adamic y Huberman (1999) y Adamic (1999). Estadística de Internet: Huberman (2001), Willinger y otros (2004) y Faloutsos, Faloutsos y Faloutsos (1999). Sobre el ADN, véase Vogelstein y otros (2000). Crítica auto organizada: Bak (1996) Pioneros de las colas gruesas: Sobre la riqueza, Pareto (1896), Yule (1925, 1944). No tan pionero, Zipf (1932, 1949). Sobre lingüística, véase Mandelbrot (1952). Pareto: Véase Bouvier (1999). Endógeno frente a exógeno: Sornette y otros (2004). Obra de Sperber: Sperber (1996a, 1996b, 1997). Regresión: Si el lector oye la expresión «menor regresión de cuadrado», debe ser precavido ante las afirmaciones que la sigan. Presume que nuestros errores se borran rápidamente, por lo que infravalora el error posible total y, con ello, sobreestima los conocimientos que se pueden derivar de los datos. La idea de límite central: Se suele confundir: lleva mucho tiempo alcanzar el límite central (dado que no vivimos en la asíntota, tenemos problemas). Todas las diversas variantes aleatorias en suma se convierten en gaussianas, como vimos en el ejemplo del capítulo 16: empezábamos con +1 y -1, que se llama empate de Bernouilli, y luego sumábamos las ganancias de los 40 lanzamientos. La adición es aquí clave, ya que consideramos los resultados de sumar los 40 pasos, que es donde el método gaussiano, en el primer y segundo aspectos centrales, se convierte en lo que se llama una «distribución». (Una distribución nos dice la probable dispersión, o distribución, de nuestros resultados.) Sin embargo, pueden llegar ahí a diferente velocidad. A esto se lo llama el teorema del límite central: si añadimos variables aleatorias surgidas de esos saltos central: si añadimos variables aleatorias surgidas de esos saltos controlados individuales, llegamos al sistema gaussiano. ¿Dónde no funciona el límite central? Si en lugar de esos supuestos centrales tenemos saltos de tamaño aleatorio, entonces el sistema no es gaussiano. Además, algunas veces convergemos muy despacio hacia éste. Sobre el preasintotismo y la escalabilidad, Mandelbrot y Taleb (2007a), Bouchard y Potters (2003). Sobre el problema de trabajar fuera de las asíntotas, Taleb (2007). Aurea mediocritas: Perspectiva histórica, en Naya y PoueyMounou (2005), acertadamente llamada Éloge de la médiacrité. Reificación (hipostatización): Lukacz, en Bewes (2002). Catástrofes: Posner (2004). Concentración y vida económica moderna: Zajdenweber (2000). Elección de la estructura de la sociedad y los resultados comprimidos: El artículo clásico es Rawls (1971), si bien Fröhlich, Oppenheimer y Eavy (1987a, 1987b), así como Lissowsky, Tyszka y Okrasa (1991), contradicen la idea de la deseabilidad del velo de Rawls (aunque mediante el experimento). Las personas preferimos la máxima media de ingresos sometida a un límite inferior antes que alguna forma de igualdad para el tipo pobre de entorno, y desigualdad para el tipo rico de entorno. Contagio gaussiano: Quételet en Stigler (1986). Francis Galton (citado en La domesticación del azar, de Ian Hacking): Galton (citado en La domesticación del azar, de Ian Hacking): «No sé prácticamente de nada que pueda impresionar tanto la imaginación como la hermosa forma del orden cósmico expresada por la “ley del error”». El sinsentido de la «varianza finita»: Asociado al teorema del límite central hay un supuesto llamado «varianza finita», algo más bien más técnico: ninguno de los pasos constituyentes pueden tener un valor infinito sí los elevamos al cuadrado o multiplicamos por sí mismos. Deben quedar delimitados en un determinado número. Aquí simplificamos haciendo de todos ellos un único paso, o desviación típica finita. Pero el problema es que algunos beneficios fractales pueden tener una varianza finita, pero sin llevarnos allí de inmediato. Véase Bouchaud y Potters (2003). Logaritmo normal: Hay una variedad intermedia que se llama logaritmo normal, que destacó Gibrat a principios del siglo XX (véase Sutton [1997]), en un intento por explicar la distribución de la riqueza. En este esquema no se trata tanto de que los ricos se hacen más ricos, en una situación pura de apego preferencial, sino de que si nuestra riqueza está en 100 variaremos por 1, pero cuando nuestra riqueza está en 1.000, variaremos por 10. Los cambios relativos de nuestra riqueza son gaussianos. De manera que el logaritmo normal se parece superficialmente a los fractales, en el sentido de que puede resistir determinadas grandes desviaciones, pero es peligroso porque al final éstas disminuyen rápidamente. La introducción del logaritmo normal fue un muy mal arreglo, pero permitía ocultar los fallos del método gaussiano. ocultar los fallos del método gaussiano. Extinciones: Sterelny (2001). Sobre las extinciones de fracturas abruptas, véase Courtillot (1995) y Courtillot y Gaudemer (1996). Saltos: Eldredge y Gould. Los fractales, las leyes potenciales y las distribuciones libres de escala Definición: Técnicamente, P>x=Kx-a donde a es el exponente de la ley potencial. Se dice que es libre de escala cuando no tiene una escala característica: la desviación relativa d e P>x/P>nx depende de x sino de n, siendo x «grandes números». Ahora bien, en la otra clase de distribución, aquella que intuitivamente puedo describir como no escalable, con la forma típica p (x) = Exp[-a x], la escala será a. El problema de «cuan grande»: Y ahora el problema que se suele interpretar mal. Es posible que esta escalabilidad se detenga en algún lugar, pero no sé dónde, de modo que podría considerarla infinita. Las afirmaciones muy grande, no sé cuán grande e infinitamente grande son epistemológicamente sustituibles. Podría haber un punto en el que la distribución cambiara. Así se verá cuando nos fijemos en ellas de forma más gráfica. Log P>x = -a LogX+ Ct para una escalable. Si hacemos un gráfico logarítmico (es decir, con P>x y x en una escala logarítmica), como en las figuras 15 y 16, deberíamos ver una línea recta. Fractales y leyes potenciales: Mandelbrot (1975, 1982). Schroeder (1991) es imprescindible. El original inédito The Paretian Heritage, de Chipman (Chipmanc[2006]), es la mejor reseña que jamás he visto. Véase también Mitzenma her (2003). «Llegar muy cerca de la teoría correcta y captar su aplicación exacta son dos cosas muy distintas, como bien nos enseña la historia de la ciencia. En todo lo importante, siempre ha habido alguien que lo ha dicho antes pero no lo ha descubierto» (Whitehead [1925]). Los fractales en la poesía: Sobre la cita de Dickinson, véase Fulton (1998). La lacunaridad: Brockman (2005). En las artes, Mandelbrot (1982). Los fractales en medicina: «New Tool to Diagnose and Treat Breast Cancer», Newswise, 18 de julio de 2006. Libros de referencia generales sobre física estadística: El más completo (en relación con las colas gruesas) es Sornette (2004). Véase también Voit (2001) o, sobre precios financieros y econofísica, el mucho más profundo Bouchaud y Pouers (2002). Sobre la teoría de la «complejidad», libros técnicos: Bocarra (2004), Strogatz (1994), el popular Ruelle (1991), y también Prigogine (1996). Procesos de ajuste: Sobre la filosofía del problema, Taleb y Pilpel (2004). Véase también Pisarenko y Sornette (2004), Sornette y otros (2004) y Sornette e Ide (2001). Sornette y otros (2004) y Sornette e Ide (2001). El salto Poisson: A veces la gente propone una distribución gaussiana con una pequeña probabilidad de un «salto Poisson». Puede no estar mal, pero ¿cómo sabemos lo largo que va a ser el salto? Es posible que los datos pasados no nos digan la longitud del salto. Efecto de la muestra pequeña: Weron (2001). Officer (1972) apenas aborda este problema. Recursividad de la estadística: Taleb y Pilpel (2004), Blyth y otros (2005). Biología: Los modernos pioneros de la biología molecular, Salvador Luria y Max Delbrück, fueron testigos de un fenómeno de agrupamiento con la ocasional aparición de mutantes extremadamente grandes en una colonia bacterial, mayores que todas las demás bacterias. Termodinámica: La maximización de la entropía sin las limitaciones de un segundo momento lleva a una distribución estable de Levy (tesis de Mandelbrot de 1952; véase Mandelbrot [1997a]). La idea de entropía más sofisticada de Tsallis lleva a la distribución T de Student. Cadenas de imitación y patologías: Una cascada informativa es un proceso donde un agente puramente racional elige una determinada opción ignorando su propia información privada (o juicio) para seguir la de los demás. El lector corre, y yo lo sigo, porque es posible que conozca un peligro que a mí se me escapa. Es eficiente hacer lo que hagan los demás en vez de tener que reinventar la rueda cada vez que la necesitemos. Pero tener que reinventar la rueda cada vez que la necesitemos. Pero el seguir la conducta de los demás puede llevar a cadenas de imitación: en poco tiempo, todo el mundo está corriendo en el mismo sentido, y puede que por razones espurias. Esta conducta provoca las burbujas en los mercados de valores y la formación de modas culturales de carácter masivo. Bikhchandani y otros (1992). En psicología, véase Hansen y Donoghue (1977). En biología y selección, Dugatkin (2001), Kirpatrick y Dugatkin (1994). Figura 15. Distribución típica con colas de ley potencial (aquí una distribución de T de Student). Figura 16. Los dos exhaustivos dominios de la atracción: línea vertical o recta con pendientes de infinito negativo o de a negativa constante. Observemos que, dado que las probabilidades deben sumar hasta 1 (incluso en Francia), no puede haber otras alternativas a las dos cuencas, de ahí que las reduzca exclusivamente a estas dos. Mis ideas se simplifican mucho con esta bien delimitada polarización, a lo cual se añade el problema de no saber en qué cuenca nos encontramos, debido a la escasez de datos sobre el extremo derecho. La crítica autoorganizada: Bak y Chen (1991), Bak(1996). Variables económicas: Bundt y Murphy (2006). La mayoría de las variables económicas parecen seguir una distribución «estable», incluidas el cambio de divisas, el PIB, la provisión de dinero, los tipos de interés (a corto y largo plazo) y la producción industrial. Los estadísticos que no aceptan la escalabilidad: Razonamiento erróneo confundido con un error de muestra en las colas: Perline (2005), por ejemplo, no entiende la diferencia entre ausencia de pruebas y pruebas de la ausencia. La serie del tiempo y la memoria: Uno puede tener una «memoria fractal», es decir, el efecto de los sucesos pasados sobre el presente produce un impacto que tiene una «cola». Disminuye como ley potencial, no exponencialmente. La obra de Marmott: Marmott (2004). Capítulo 18 Economistas: Weintraub (2002), Szenberg (1992). La teoría de la cartera de valores y las finalizas modernas: Markowitz (1952, 1959), Huang y Litzenberger (1988) y Sharpe (1994, 1996). La denominada ratio de Sharpe no tiene sentido fuera de Mediocristán. El contenido del libro de Steve Ross (Ross [2004]) sobre «las finanzas neoclásicas» se desvanece por completo si consideramos Extremistán en vez de las elegantes matemáticas y las hermosas teorías que van de arriba abajo. «Anecdote» de Merton hijo, en Merton (1992). Obsesión por la medición: Muchas veces se me remite a Crosby (1997) como prueba convincente de que la medición fue un gran logro, sin saber que se aplicaba a Mediocristán y sólo a un gran logro, sin saber que se aplicaba a Mediocristán y sólo a Mediocristán. Bernstein (1996) comete el mismo error. Las leyes potenciales en las finanzas: Mandelbrot (1963), Gabaixy otros (2003) y Stanley y otros (2000). Kaizoji y Kaizoji (2004), Vehel y Walter (2002). Precios del suelo: Kaizoji (2003). Magistral: Bouchaud y Potters (2003). El equity premium puzzle (el rompecabezas que supone la elevada compensación que obtienen los inversores por mantener activos de riesgo): Si aceptamos las colas gruesas, no existe tal rompecabezas. Benartzi y Thaler (1995) dan una explicación psicológica, sin darse cuenta de que la varianza no es la medida. Lo mismo hacen muchos otros. Coveredwrites (venta de una opción contra la posición en el instrumento subyacente): Un juego de idiotas ya que uno corta por lo alto: si lo alto está en peligro, la acción debería repuntar mucho más de lo que intuitivamente se acepta. Sobre un error representativo, véase Board y otros (2000). La familia Nobel: «Nobel Descendant Slams Economics Prize», The Local, 28 de septiembre de 2005, Estocolmo. Doble burbuja: El problema de los derivados financieros es que, si el valor subyacente tiene unas colas gruesas suaves y sigue una suave ley potencial (es decir, un exponente de cola de tres o superior), el derivado va a producir unas colas mucho más gruesas (si la compensación es al cuadrado, el exponente de la cola de la cartera de derivados será la mitad que el original). Esto hace que la ecuación Black-Scholes-Merton sea doblemente inapropiada. doblemente inapropiada. Quiebra de Poisson: La mejor forma de entender los problemas de Poisson como sustituto de un escalable es calibrar un Poisson y computar los errores de la muestra. Lo mismo se aplica a métodos como el GARCH: se comportan bien en la muestra, pero horriblemente mal fuera de ella (incluso una volatilidad o una desviación media histórica anterior de tres meses superará una prueba GARCH de órdenes superiores). Por qué el Nobel: Derman y Taleb (2005), Haug (2007). Claude Bernard y la medicina experimental: «Empiricism pour le présent, avec direcrion a aspiration scientifique pour l'avenir». De Claude Bernard, Principe de la médecine expérimentale. Véanse también Fagot-Largeault (2002) y Ruffié (1977). Medicina moderna basada en pruebas: Ierodiakonou y Vandenbroucke (1993) y Vandenbroucke (1996) exponen un enfoque escolástico de la medicina. Capitulo 19 Cita de Popper: De Conjectures and Refutations, págs. 95-97. Paradoja de la lotería: Éste es un ejemplo de eruditos que no entienden el alto impacto del suceso raro. Hay un famoso acertijo filosófico llamado «paradoja de la lotería», que originariamente planteó el lógico Henry Kyburg (véase Rescher [2001] y Clark [2002]) y que reza como sigue: «No creo que cualquier billete vaya a ganar en la lotería, sino que todos los billetes van a ganar en la lotería». Para mí (y para una persona normal) esta afirmación no parece que tenga en sí nada de extraño. Pero para el filósofo académico formado en la lógica clásica, se trata de una paradoja. Sin embargo sólo es una paradoja si uno intenta meter de soslayo afirmaciones de probabilidad en la lógica al uso que data de Aristóteles y es del tipo todo o nada. Y la aceptación o el rechazo del tipo todo o nada (»creo» o «no creo») no sirven para lo altamente improbable. Necesitamos sombras de creencia, grados de fe en una afirmación que no sean del 100% ni del 0%. Una última consideración filosófica. Para mi amigo operador de Bolsa y erudito talmúdico, el rabino Tony Glickman, la vida es convexa y hay que verla como una serie de derivados financieros. Dicho claramente, cuando cortamos la exposición negativa, limitamos nuestra vulnerabilidad al conocimiento (Taleb [2005]). BIBLIOGRAFÍA Abardanell, Jeffery S. y Victor L. 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Prefiero las fotografías. 2 La muy esperada no ocurrencia también es un Cisne Negro. Observemos, además, por simetría, que la ocurrencia de un suceso altamente improbable es el equivalente de la no ocurrencia de uno altamente probable. 3 Aquí, recursivo significa que el mundo en que vivimos tiene un número creciente de bucles de retroalimentación que hacen que los sucesos sean la causa de más sucesos (por ejemplo, compramos un libro porque otros lo compran), con lo que se generan unas bolas de nieve y ciertos efectos arbitrarios e impredecibles del estilo «el ganador se lo lleva todo» y que afectan a todo el planeta. Vivimos en un entorno en que la información fluye con demasiada rapidez, acelerando así esa epidemia. Asimismo, los sucesos pueden ocurrir porque se supone que no van a hacerlo. (Nuestras intuiciones están hechas para un entorno con causas y efectos más simples y una para un entorno con causas y efectos más simples y una información que se mueve despacio.) Este trio de aleatoriedad no fue el que prevaleció durante el Pleistoceno, ya que entonces la socioeconomía era muchísimo más simple. 4 También es empirismo ingenuo ofrecer, en apoyo de una determinada argumentación, una serie de elocuentes citas confirmadoras de autoridades ya fallecidas. Si se busca bien siempre se puede encontrar a alguien que hiciera una afirmación que suene bien y confirme nuestro punto de vista; y, sobre todos los temas, es posible encontrar a otro pensador difunto que dijera exactamente lo contrario. Casi todas las citas que no son de Yogi Berra son de personas de las que disiento. 5 Hay que destacar con qué rapidez y eficacia se puede construir una nacionalidad con una bandera, unos cuantos discursos y un himno nacional; hasta ahora he evitado la etiqueta de «libanés», y prefiero la designación menos restrictiva de «levantino». 6 Benoît Mandelbrot, que vivió una experiencia más o menos similar a la misma edad, aunque cerca de cuarenta años antes, recuerda su época de guerra como unos largos periodos de penoso aburrimiento salpicados de momentos de un miedo extremo. 7 El historiador Niall Ferguson demostró que, a pesar de todas las explicaciones estándar de los preparativos de la Gran Guerra, que hablan de «tensiones en aumento» y de «escalada de crisis», el conflicto fue una sorpresa. Sólo algunos historiadores que miraban hacia atrás la consideraron, retrospectivamente, inevitable. Ferguson empleó una argumentación inteligente para demostrar sus ideas: se fijó en el precio de los bonos imperiales, que normalmente incluyen la previsión que los inversores hacen de las necesidades económicas del Estado, y bajan ante la expectativa de conflictos, ya que las guerras producen grandes déficits. Pera los precios de los bonos no reflejaban la previsión de la guerra. Observemos que este estudio ilustra, además, que trabajar con los precios puede proporcionar una buena comprensión de la historia. 8 En el capítulo 10 veremos algunos perspicaces tests cuantitativos realizados para demostrar tal coincidencia; éstos muestran que, en muchos asuntos, la distancia entre las opiniones es notablemente inferior a la distancia entre la media de las opiniones y la verdad. 9 Luego caí en la cuenta de que la gran fuerza del sistema de libre mercado reside en el hecho de que los ejecutivos de las empresas no necesitan saber qué pasa. 10 Me especialicé en unos complicados instrumentos llamados «derivados financieros», aquellos que requerían unas matemáticas avanzadas, pero en los cuales los errores de utilizar las matemáticas equivocadas eran mayores. El tema era nuevo y lo bastante atractivo para hacer de él mi tesis doctoral. Señalemos que yo no podía forjarme una carrera apostando sólo por los Cisnes Negros: no había suficientes oportunidades de intercambio. Por otro lado, podía evitar estar expuesto a ellos, protegiendo mi cartera de valores contra las grandes pérdidas. Así fue, con el fin de eliminar la dependencia de lo aleatorio, me centré en las ineficacias técnicas entre instrumentos complicados, y en explotar estas oportunidades sin exponerme a un suceso raro antes de que desaparecieran a medida que mis competidores progresaban técnicamente. En fases posteriores de mi carrera descubrí el negocio más fácil (y menos sometido al azar) de la protección, al estilo de las compañías aseguradoras, de grandes carteras de inversiones contra el Cisne Negro. 11 Su tercer marido fue un filósofo italiano. 12 Siento decir a los lectores que busquen Yevguenia Krasnova en Google que es un personaje de ficción. 13 Lo que aquí denomino «distribución de la probabilidad» es el modelo usado para calcular las probabilidades de los diferentes sucesos, cómo están distribuidos. Cuando digo que un suceso está distribuido según la «curva de campana» me refiero a que la curva de la campana gaussiana (de C. F. Gauss; volvernos a él más adelante) puede contribuir a aportar probabilidades de diversas ocurrencias. 14 Yo estoy a salvo de tal posibilidad, puesto que nunca llevo corbata (salvo en los entierros). 15 El ejemplo original de Russell habla de un pollo. Mi versión es, pues, una adaptación estadounidense mejorada. 16 Afirmaciones como la del capitán Smith son tan habituales que ni siquiera tienen gracia. En septiembre de 2006, un fondo llamado Amaranth, cuyo nombre procedía, irónicamente, de una flor que «nunca muere», tuvo que cerrar después de perder cerca de 7.000 millones de dólares en unos pocos días, la cerca de 7.000 millones de dólares en unos pocos días, la pérdida más impresionante en la historia de las operaciones bursátiles (otra ironía: yo compartía despacho con los operadores). Unos días antes de que eso sucediera, la empresa hizo una declaración con el fin de que los inversores no se preocuparan, porque contaban con doce gestores de riesgos, personas que usan modelos del pasado para realizar mediciones del riesgo sobre las posibilidades de un suceso como aquél. Aunque hubiesen dispuesto de ciento doce gestores del riesgo, no hubiera habido diferencia significativa alguna; se habrían ido a pique igualmente. Es evidente que no se puede elaborar más información que la que el pasado pueda ofrecer; si uno compra cien copias del New York Times, no estoy demasiado seguro de que eso le ayude a incrementar sus conocimientos sobre el futuro. Simplemente no sabemos cuánta información hay en el pasado. 17 Lo más trágico del suceso de baja probabilidad y elevado impacto proviene del desajuste entre el tiempo que lleva compensar a alguien y el que se necesita para sentirse seguro de que no apuesta contra el suceso raro. Las personas tienen un incentivo para apostar contra él, o para jugar con el sistema, ya que se les puede pagar una cantidad extra que refleje su rendimiento anual cuando, de hecho, todo lo que hacen es producir unos beneficios ilusorios que algún día volverán a perder. En efecto, la tragedia del capitalismo es que, dado que la calidad de los beneficios no se puede observar a partir de los datos pasados, los propietarios de empresas, concretamente los accionistas, pueden ser despistados por unos gestores que demuestran beneficios y una rentabilidad ficticia pero que, en realidad, pueden estar corriendo riesgos ocultos. 18 Ni Pierce ni Popper fueron los primeros en dar con esta asimetría. El filósofo Víctor Brochard hablaba de la importancia del empirismo negativo en 1878, como si los empiristas lo sostuvieran como la mejor forma de hacer negocios; los antiguos lo entendían implícitamente. Los libros agotados deparan muchas sorpresas. 19 El problema de la confirmación es un asunto omnipresente en nuestra vida moderna, ya que en la raíz de muchos conflictos se halla el siguiente sesgo mental: cuando los árabes y los israelíes ven las noticias, perciben historias diferentes en la misma sucesión de hechos. Asimismo, demócratas y republicanos miran a partes distintas de los mismos datos y nunca convergen en las mismas opiniones. Una vez que en la mente habita una determinada visión del mundo, se tiende a considerar sólo los casos que demuestren que se está en lo cierto. Paradójicamente, cuanta más información tenemos, más justificados nos sentimos en nuestras ideas. 20 Es evidente que los sucesos geodésicos y relacionados con el clima (como los tornados y los terremotos) no han cambiado mucho a lo largo del último milenio, sino que lo que ha cambiado son las consecuencias socieoeconómicas de estos sucesos. Hoy, un terremoto o un huracán tienen muchísimas más consecuencias económicas graves que anees, debido a las estrechas relaciones entre las entidades económicas y la intensificación de los entre las entidades económicas y la intensificación de los «efectos red», de los que hablaremos en la tercera parte. Estos sucesos tenían antes efectos de escasa consideración, en cambio ahora producen un fuerte impacto. El terremoto de Japón de 1923 provocó una caída de cerca de un tercio del PNB. Si extrapolamos las consecuencias de la tragedia de Kobe de 1994, podemos deducir fácilmente que las consecuencias de otro terremoto de esas características en Tokio tendrían un coste muchísimo mayor que el de su predecesor. 21 La palabra que aparece dos veces. 22 El novelista parisino Georges Perec intentó romper con el relato tradicional y trató de escribir un libro tan grande como el mundo. Quería ofrecer una explicación exhaustiva de lo que ocurría en la Place Saint-Suipice entre el 18 y el 24 de octubre de 1974. Sin embargo, su exposición no fue tan exhaustiva, y acabó por escribir un relato. 23 Estas comprobaciones evitan tanto la falacia narrativa como gran parte del sesgo de la confirmación, ya que quienes las realizan están obligados a tener en cuenta los fracasos de sus experimentos al igual que sus éxitos. 24 En castellano en el original (N. del R.) 25 El mejor libro de economía que conozco, uno de esos que no caen en la charlatanerías, es What I Learned Losing a Million Dollars, de D. Paul y B. Moynihan. Los autores tuvieron que pagar la edición de su bolsillo 26 Los doctores son justa y vehementemente escépticos con los resultados no contrastados por rigurosas investigaciones los resultados no contrastados por rigurosas investigaciones científicas. Sin embargo, esos mismos doctores no mantienen la guardia en otros ámbitos. ¿Dónde? En sus vidas privadas o en sus actividades inversoras. A pesar de estar siendo repetitivo, tengo que manifestar una vez más mi asombro ante la condición de la naturaleza humana, que nos permite mezclar el escepticismo más riguroso y la credulidad más confiada. 27 Mi colega Mark Spitznagel descubrió una versión marcial de la falacia lúdica: la lucha de competición organizada entrena al deportista para que se centre en la lucha, y, con el fin de no desconcentrarse, ignora la posibilidad de lo que no está permitido específicamente por las normas, como los golpes en la ingle, un cuchillo escondido, etc. Por tanto, quienes ganan la medalla de oro pueden ser precisamente aquellos que serán más vulnerables en la vida real. Asimismo, uno ve a personas de músculos enormes (con sus camisetas negras) que pueden impresionarle en el entorno artificial del gimnasio, pero que son incapaces de levantar una piedra. 28 Nietzsche alude con este término a los lectores de periódicos dados al dogma y los amantes de la ópera que tienen una exposición superficial a la cultura y escasa profundidad. Aquí extiendo el término al ignorante que se esconde en la academia, que carece de erudición por su falta de curiosidad, y se centra casi exclusivamente en sus ideas. 29 Señalemos que estos dichos atribuidos a Yogi Berra pudieran ser apócrifos: fue el físico Niels Bohr quien dio con el primero, y muchos dieron con el segundo. De todos modos, primero, y muchos dieron con el segundo. De todos modos, siguen siendo la quintaesencia del berratismo. 30 El libro que el lector tiene entre sus manos se retrasó aproximada e «inesperadamente» quince meses. 31 Siempre se han tenido en cuenta los errores de predicción; en cambio, los precios de la materia prima han sido una gran trampa para los crédulos. Consideremos la previsión que hacían funcionarios de Estados Unidos en 1970 (y que firmaron los secretarios del Tesoro, de Estado, de Interior y de Defensa): «El precio estándar del crudo extranjero hacia 1980 puede bajar, pero en ningún caso va a experimentar una subida sustancial». Los precios del petróleo se multiplicaron por diez en 1980. Me pregunto si los actuales previsores carecen de curiosidad intelectual o si ignoran intencionadamente los errores de previsión. Observemos también esta otra aberración: dado que el precio del petróleo aumenta el valor de sus existencias, las compañías petroleras están haciendo unas ganancias récord, y sus ejecutivos reciben unas pagas extra muy cuantiosas por «hacer un buen trabajo», como si fueran ellos quienes generan beneficios al causar la subida del precio del petróleo. 32 Le debo al lector una respuesta sobre el número de amantes de Catalina. Sólo unos doce. 33 Gran parte del debate entre creacionistas y evolucionistas (en el que no intervengo) estriba en lo siguiente: los creacionistas creen que el mundo procede de algún tipo de diseño, mientras que los evolucionistas lo consideran resultado de cambios aleatorios debidos a un proceso que no tiene finalidad alguna. Sin embargo, resulta difícil contemplar un ordenador o un coche y considerarlos fruto de un proceso sin objetivo alguno. Pero lo son. 34 Recordemos del capítulo 4 que Algazel y Averroes se intercambiaban insultos mediante el título de los libros. Tal vez algún día tenga la suerte de leer un ataque a este libro en una diatriba que se llame El cisne blanco. 35 Estas afirmaciones no son infrecuentes. Por ejemplo, el físico Albert Michelson imaginaba, hacia finales del siglo XIX, que lo que nos quedaba por descubrir en las ciencias de la naturaleza no era más que ajustar en unas décimas nuestras precisiones. 36 Existen otros límites que no he intentado siquiera plantear en estas páginas. Por ejemplo, no me refiero al tipo de incomputabilidad que suele llamarse completitud NP (NP completeness). 37 Esta idea asoma aquí y allá a (o largo de la historia con distintos nombres. Alfred North Whitehead, por ejemplo, la llamaba la «falacia de la concreción mal ubicada», el error de confundir un modelo con la entidad física que pretende describir. 38 Estas gráficas también ilustran una versión estadística de la falacia narrativa (encontramos un modelo que se ajusta al pasado). La «regresión lineal» o «R-square», en última instancia nos puede engañar más allá de lo imaginable, hasta el punto en que ya no resulta divertido. Podemos ajustar la parte lineal de la curva y hablar de una elevada regresión lineal, lo que significa curva y hablar de una elevada regresión lineal, lo que significa que nuestro modelo se ajusta muy bien a los datos y tiene elevados poderes de predicción. Pura palabrería: sólo ajustamos el segmento lineal de la serie. Recordemos siempre que la regresión lineal no vale para Extremistán: sólo es buena para la promoción académica. 39 Es posible que Yogi Berra tuviera su propia teoría del epilogismo cuando decía: «Es mucho lo que se puede observar simplemente mirando». 40 Cuando se observa el pasado, conviene evitar las analogías ingenuas. Muchos son los que han comparado a los Estados Unidos de hoy con la antigua Roma, tanto desde la perspectiva militar (la destrucción de Cartago se invocó a menudo como incentivo para la destrucción de los regímenes enemigos) como desde la social (las interminables y reiteradas advertencias sobre el próximo declive y la consiguiente caída). Por ello, debemos tener muchísimo cuidado cuando trasladamos conocimientos desde un entorno simple que se acerca más al tipo 1, como el que había en la Antigüedad, al tipo 2 actual, un sistema complejo con sus intrincadas redes de vínculos informales. Otro error consiste en sacar conclusiones superficiales de la ausencia de una guerra nuclear, ya que, partiendo de la teoría de Casanova expuesta en el capítulo 8, repito que no estaríamos aquí de haberse producido una guerra nuclear, y no es buena idea derivar una «causa» cuando nuestra supervivencia está condicionada a esa causa. 41 Dan Gilbert demostró en un famoso artículo, «How Mental 41 Dan Gilbert demostró en un famoso artículo, «How Mental Systems Believe», que no somos escépticos por naturaleza, y que el hecho de no creer exige un gasto de esfuerzo mental. 42 Asegurémonos de que tenemos muchas de esas pequeñas apuestas y de que no nos ciega la viveza de un único Cisne Negro, Tengamos de estas pequeñas apuestas tantas como podamos. Incluso las empresas de capital de riesgo se tragan la falacia narrativa a partir de unas cuantas historias que para ellas «tienen sentido» porque no tienen tantas apuestas como debieran. Si las empresas de capital de riesgo son rentables, no es por las historias que tienen en la cabeza, sino porque están expuestas a sucesos raros no planificados. 43 Hay una cuestión epistemológica más delicada. Recordemos que en un virtuoso negocio de Cisne Negro, lo que el pasado no desveló es casi seguro que va a ser bueno para nosotros. Si observamos los beneficios pasados de las empresas biotecnológicas, no se observa en ellas grandes éxitos de ventas, pero como existe la posibilidad de hallar una cura para el cáncer (o para el dolor de cabeza, la calvicie, la falta de sentido del humor, etc.), hay una pequeña probabilidad de que las ventas en esta industria puedan resultar gigantescas, muchas mayores de lo que cabría esperar. Por otro lado, pensemos en el negocio del Cisne Negro negativo. Lo más probable es que los logros que observemos sobreestimen las propiedades, Recordemos el rápido desarrollo de los bancos en 1982: un observador ingenuo podía pensar que eran más rentables de lo que parecían. Las compañías de seguros son de dos tipos: el tipo común diversificable que pertenece a Mediocristán (por ejemplo, el seguro de vida), y los riesgos más críticos y explosivos proclives al Cisne Negro que normalmente se venden a las reaseguradoras. Según dicen los datos, las reaseguradoras han perdido dinero durante los últimos veinte años, pero, a diferencia de los banqueros, son lo suficientemente introspectivas como para saber que en realidad hubiera podido ser mucho peor, porque en las dos últimas décadas no hubo ninguna gran catástrofe, y basta con una de ellas por siglo para poder despedirse de los negocios. Muchos académicos de las finanzas que se dedican a «valorar» los seguros parece que lo han olvidado. 44 De estas leyes escalables ya se hablaba en las Escrituras: «Porque al que tiene se le dará y abundará; pero a quien no tiene, aun lo que tiene se le quitará» (Mateo, 25,29). 45 Gran parte de la importancia que la precocidad tiene en la carrera del investigador se puede deber a la errónea interpretación del perverso papel que desempeña este efecto, especialmente cuando cuenta con el apoyo de la parcialidad. Hay muchos contraejemplos, incluso en campos destinados a ser un mero «juego de niños», como el de las matemáticas, que ilustran la falacia de la edad; sencillamente, es necesario tener éxito pronto, y, en este caso, incluso muy pronto. 46 El hecho de que en la Red las cosas vayan de abajo arriba hace que los críticos de los libros deban rendir más cuentas. Antes los escritores se veían impotentes y vulnerables ante la arbitrariedad de los críticos, que pueden distorsionar sus arbitrariedad de los críticos, que pueden distorsionar sus mensajes y, gracias al sesgo de la confirmación, poner al descubierto puntos débiles irrelevantes, pero hoy los autores cuentan con mucho más poder. En vez de quejarse al editor, pueden colgar en la Red su propia crítica de una crítica. Si el ataque es personal, pueden replicar también de forma personal y atacar directamente la credibilidad del crítico, asegurándose de que su declaración aparezca rápidamente en una búsqueda de Internet o en Wikipedia, la enciclopedia que parte de los detalles para llegar a los conceptos. 47 Por si no teníamos bastantes problemas, los bancos son hoy mucho más vulnerables al Cisne Negro y a la falacia narrativa que antes, y además cuentan con personal científico para que se ocupe de las exposiciones al riesgo. La gigantesca empresa J. P. Morgan puso en peligro a todo el mundo al introducir en los años noventa el RiskMetrics, un falso método destinado a gestionar los riesgos de las personas, que causó el uso generalizado de la falacia lúdica, y llevó al poder a los doctores John en lugar de a los escépticos Tony el Gordo. (Se ha ido extendiendo un método similar llamado «Value-at-Risk», que se basa en la medición cuantitativa del riesgo.) Asimismo, cuando observo los riesgos de la institución Fanny Mae, patrocinada por el Estado, se me antoja que está asentada sobre un barril de dinamita, vulnerable al menor contratiempo. Pero no hay por qué preocuparse: su numeroso personal científico considera que esos sucesos son «improbables». 48 Para simplificar, he amañado un poco los números. 49 49 Uno de los aspectos que peor se entienden de la campana de Gauss es su fragilidad y vulnerabilidad en la estimación de los sucesos cola. Las probabilidades de un movimiento de sigma 4 son el doble de las de un sigma 4,15. Las probabilidades de uno de sigma 20 son un billón de veces superiores a los de uno de sigma 21. Esto significa que un pequeño error en la medición de sigma llevará a una subestimación masiva de la probabilidad. Sobre algunos sucesos podemos errar un billón de veces. 50 Mi tesis principal, que de una u otra forma he ido repitiendo en la tercera parte, es la que sigue. Todo se simplifica, conceptualmente, cuando consideramos que hay dos, y sólo dos, paradigmas posibles: el no escalable (como el gaussiano) y otro (como la aleatoriedad mandelbrotiana). El rechazo de la aplicación del no escalable es suficiente, como veremos más adelante, para eliminar una determinada visión del mundo. Es como el empirismo negativo: determinando lo que es un error conozco mucho. 51 Observemos la posibilidad de que las variables no sean infinitamente escalables: puede existir un límite superior muy, pero que muy remoto, pero no sabemos dónde está, de modo que tratamos una situación dada como si fuera infinitamente escalable. Técnicamente no se puede; pero este límite superior es lo bastante grande como para tratarlo como si no existiera. Además, quién sabe, al reeditar el libro podríamos venderlo dos veces a la misma persona, o hacer que esa persona viera la misma película dos veces. 52 Cuando revisaba el borrador de este libro, en agosto de 52 Cuando revisaba el borrador de este libro, en agosto de 2006, me alojaba en un hotel de Dedham, Massachusetts, cerca del campamento de verano de uno de mis hijos. Allí me intrigó un tanto la abundancia de personas obesas que merodeaban por el vestíbulo y provocaban problemas en las subidas y bajadas de los ascensores. Resulta que estaban celebrando la convención anual de la NAFA (la Asociación Nacional de Aceptación de la Grasa, en sus siglas inglesas). Como la mayoría de los miembros eran extremadamente obesos, me sentía incapaz de calcular qué delegado era el de mayor peso: entre los de mucho peso se imponía cierta forma de igualdad (alguien que hubiera pesado mucho más que las personas que vi habría fallecido ya). Estoy seguro de que en la convención de la imaginaria NARA (la Asociación Nacional de la Aceptación de la Riqueza), una persona eclipsaría a las demás e, incluso entre los superricos, un porcentaje muy pequeño representaría una gran parte de la riqueza total. 53 El lector no técnico se puede saltar lo que queda de capítulo. 54 Con el uso de la simetría también podríamos analizar las incidencias por debajo de ese número. 55 Es evidente que, en una muestra finita, no aparece el 100%. 56 Esta es una sencida ilustración de la tesis general de este libro acerca de las finanzas y la economía. Si el lector no cree en la aplicación de la curva de campana a las variables sociales, y si, como ocurre con muchos profesionales, está convencido de que la teoría financiera «moderna» es una peligrosa ciencia que la teoría financiera «moderna» es una peligrosa ciencia basura, se puede saltar el capítulo. 57 Es cierto que se ha jugueteado con lo gaussiano, utilizando métodos como los saltos «complementarios», las pruebas del estrés, el cambio de régimen o los alambicados métodos conocidos como GARCH (o de heroscedasticidad condicional autorregresiva), pero, aunque suponen un gran esfuerzo, estos métodos no consiguen abordar los fallos fundamentales de la campana de Gauss. No san métodos de escala invariante. Esto, en mi opinión, puede explicar los fracasos de tan sofisticados métodos en la vida real, como demuestra la competición de Makridakis. 58 Más técnicamente, recordemos mi carrera como profesional de las opciones. Una opción no sólo se beneficia a plazo muy corto de los Cisnes Negros, sino que lo hace de forma desproporcionada, algo que la fórmula de Scholes y Merton no recoge. El beneficio de la opción es tan elevado que uno no tiene por qué depender de las probabilidades: puede equivocarse con ellas, pero conseguir un beneficio de proporciones monstruosas. A esto lo he llamado «doble burbuja»: menospreciar la probabilidad y los beneficios. 59 Escojo a Merton porque me parece muy ilustrativo del oscurantismo de sello académico. Descubrí sus puntos flacos en una carta airada y amenazante que me remitió, y que me dio la impresión de que el autor no estaba muy familiarizado con nuestra forma de tratar las opciones, el tema de sus trabajos. Parecía que pensaba que los operadores de Bolsa se basan en una «rigurosa» teoría económica, como si las aves tuvieran que estudiar (mala) ingeniería para poder volar. 60 La medicina medieval también se basaba en las ideas del equilibrio, cuando era una materia que partía de las teorías para llegar a los detalles, con lo que se asemejaba a la teología. Afortunadamente, quienes la practicaban dejaron el negocio, pues no podían competir con los cirujanos, que partían de los detalles para formular teorías: antiguos barberos impulsados por la ecología que ganaban experiencia clínica, y después de los cuales nació una ciencia clínica aplatónica. Si sigo vivo hoy, es porque la medicina escolástica, que va de la teoría a los casos, se quedó sin clientes hace unos cuantos siglos.