Image: El reino de hierro. Auge y caída de Prusia (1600-1947)

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Ensayo

El reino de hierro. Auge y caída de Prusia (1600-1947)

Christopher Clark

13 enero, 2017 01:00

Federico el Grande, uno de los artífices de la gran Prusia

Traducción de Carlo Caranci. La Esfera. Madrid, 2016. 940 páginas, 39'90€

No es habitual que una gran potencia desaparezca de la noche a la mañana, pero precisamente eso fue lo que le pasó a Prusia. De un plumazo, un Estado que había ocupado el centro de la política europea durante siglos fue expulsado bruscamente del escenario de la historia y tachado de "baluarte del militarismo y la reacción en Alemania" por la Directiva n° 46 del Consejo de Control Aliado, firmada el 25 de febrero de 1947.

Apenas se vertieron lágrimas. Pero El reino de hierro, la imponente y erudita historia de Prusia desde sus humildes orígenes hasta su ignominioso final obra de Christopher Clark (Sidney, 1960), ofrece una imagen mucho más compleja y apasionante del Estado alemán, que con demasiada frecuencia es reducido a una caricatura de cascos con pincho y botas lustrosas.

Prusia y su Ejército eran inseparables, pero el Estado prusiano era igualmente famoso por su funcionariado eficaz e incorruptible, su innovador sistema de servicios sociales, su tolerancia religiosa y su sistema educativo sin parangón, modélico para el resto de Alemania y para el mundo. Prusia también era eso, un reino atormentado que, al igual que un héroe trágico, sucumbió por efecto de las mismas cualidades que lo habían encumbrado.

Christopher Clark, catedrático de Historia Moderna Europea de la Universidad de Cambridge, ha hecho un trabajo ejemplar. Es un escritor ameno que organiza grandes cantidades de material de una manera ordenada, estableciendo claramente cuáles son los temas principales y deteniéndose en los puntos cruciales a recapitular y reconsiderar. Prusia, un constructo inventado por sí misma, incluido su nombre, exige la clase de minuciosa desmitificación que recibe de Clark, quien, con delicadeza pero con insistencia, expone los errores de la mayoría de los conocimientos sobre el tema que hemos heredado. Uno de los resultados es una obra de historia esclarecedora y profundamente placentera, iluminada por vívidos bocetos del carácter de los protagonistas del drama.

Por citar solo uno de los muchos ejemplos, el autor cuestiona la idea de que Federico Guillermo I (1713-1749) alcanzase lo que un historiador prusiano del siglo XIX calificó de "la perfección del absolutismo". Si bien es cierto, reconoce Clark, que el monarca puso coto al poder de la nobleza e impuso desde Berlín un gobierno centralizado a la región conocida como la Marca de Brandenburgo, la posteridad ha exagerado mucho el poder del naciente Estado prusiano, cuyos funcionarios no ascendían a más de unos cuantos centenares.

"Camino de su destino, los documentos oficiales pasaban por las manos de los pastores, sacristanes, taberneros y escolares con los que se cruzaban casualmente", cuenta Clark. Una investigación descubrió que la mayor parte de las comunicaciones del Gobierno prusiano tardaban hasta 10 días en recorrer unos pocos kilómetros, en parte porque su primera parada era la taberna local, donde se les quitaba el sello, se hacían circular entre los presentes y se debatían a través del prisma del coñac, para, por fin, llegar a sus destinos, en palabras de los investigadores, "tan manchadas de grasa, mantequilla o brea que tocarlas daba escalofríos". La supuestamente bien engrasada maquinaria del absolutismo prusiano chirriaba y crujía, sobre todo lejos del centro.

El mito del militarismo prusiano es asimismo objeto de un pormenorizado escrutinio. Un Ejército numeroso y disciplinado convirtió a la Marca de Brandenburgo, con sus suelos pobres, sus escasos recursos naturales y su falta de acceso al mar, en una potencia regional. Pero la militarización de la sociedad no empezó realmente hasta finales del siglo XIX, y aun entonces Clark se pregunta si la experiencia prusiana la distinguía del resto de Europa. Francia y Gran Bretaña estaban igualmente empeñadas en levantar un imperio y ser potencias militares. "La 'civilidad' y el antimilitarismo de la sociedad británica tal vez fuesen más una cuestión de autopercepción que una representación fidedigna de la realidad", reflexiona. "También vale la pena señalar que el movimiento pacifista alemán adquirió unas dimensiones sin par en ningún otro país".

De manera similar, en la década de 1930, los terratenientes prusianos conservadores brindaron a los nazis un apoyo generalizado y entusiasta. Sin embargo, la mayoría de los oficiales que conspiraron contra Hitler procedían del cuerpo de oficiales prusianos. Con el socialdemócrata Otto Braun y su jefe de policía Albert Grzesinski, Prusia fue un bastión de la democracia en la época que precedió al ascenso de los nazis al poder y, a su manera, Braun encarnó el ideal prusiano.

"Su inagotable afán por trabajar, su irritante atención al detalle, su aversión a la afectación y su profundo sentido de la nobleza del servicio al Estado eran atributos que provenían del catálogo convencional de virtudes prusianas", afirma el autor. Los problemas y los defectos prusianos eran graves, incurables y, en última instancia, fatales. Si la geografía determina el destino, Prusia estaba condenada desde el principio. Rodeada de potencias hostiles, solo podía asegurar su futuro haciéndose con territorios, pero cada adquisición daba lugar a nuevas fronteras conflictivas, lo cual alimentaba el afán de conquista.

Con gobernantes como Federico Guillermo (El Gran Elector, 1640-1688) y Federico El Grande (1740-1786), el modesto estado de Brandenburgo jugó brillantemente sus malas cartas vendiendo sus favores al mejor postor, entrando en guerra o permaneciendo neutral según exigiesen sus intereses particulares, concertando ventajosos matrimonios dinásticos y adquiriendo poco a poco codiciadas parcelas de territorio, entre ellos el Ducado de Prusia. Las agitadas ambiciones de Prusia, espoleadas por un profundo sentimiento de inseguridad que se agudizó con la unificación alemana, no podían acabar bien. Un reino improvisado asumió la primacía en un país improvisado.

"Había una perturbadora sensación de que lo que se había compuesto tan aprisa también se podía descomponer; de que tal vez el imperio nunca adquiriese la cohesión política o cultural necesaria para protegerse de la fragmentación desde dentro", concluye Clark. El temor profundamente arraigado de quedar cercado por potencias hostiles, una obsesión netamente prusiana, dice el autor, encontró la manera de expresarse en el Plan Schlieffen de la Primera Guerra Mundial, que instaba a lanzar ofensivas relámpago contra Francia y, acto seguido, contra Rusia.

Quizá lo más peligroso de todo fuese que la seguridad de Prusia dependía de un ejército que jamás había estado sometido al control civil. Era, en palabras de Clark, "una guardia pretoriana bajo el mando personal del rey". Este, añade, fue "el funesto legado de Prusia a la nueva Alemania". Y al resto del mundo, podría haber añadido.