¿Qué pasó en realidad con la familia Romanov? ¿Quién ordenó su desaparición y qué intereses había de por medio? ¿Por qué la Iglesia no quería reconocer su muerte? Estas y otras preguntas son la guía de esta trágica historia de poder que, durante casi un siglo, permaneció como un misterio.

16 de julio de 1918, Ekaterimburgo, Rusia.

Desde mayo la familia imperial rusa ha sido interceptada y detenida en esta región de Siberia por militares del Sóviet de los Urales, mientras intentaban trasladarse a otro refugio. Los Romanov permanecen en la casa Ipatiev, cuyas ventanas fueron pintadas para que no puedan mirar hacia el exterior y ellos tampoco sean vistos. No son custodiados por soldados, sino por milicianos. El séquito de la corte real —quienes no fueron «liberados» o asesinados por el Sóviet— quedó reducido al doctor de la familia, un cocinero, el valet de chambre del zar y la doncella de la zarina. Hay rumores de que el ejército contrarrevolucionario se encuentra cerca y de que podrían rescatar a los Romanov. Incuso se han escuchado algunos disparos a lo lejos.     El estupor A medianoche, los guardias despiertan a la familia imperial y les indican que se vistan y preparen sus maletas, pues serán trasladados a otro sitio. Ya listos, los conducen al sótano. Nicolás II lleva el abrigo caqui que usó cuando estuvo al frente de sus tropas y que ha conservado desde que están prisioneros. La zarina y sus hijas llevan su ropa de viaje. El zarévich —Alexéi Nicoláyevich, heredero al trono—, uniforme de soldado de campaña. Como la espera se prolonga, la zarina pide unas sillas, en las que se sientan Alejandra y Nicolás, éste con el zarévich en brazos —aunque ya es un adolescente de casi 14 años—. La primogénita tiene 22 años y Anastasia está a un día de cumplir 17. Pese al encierro y las precarias condiciones, la familia luce tranquila. De pronto, se escuchan pasos que bajan presurosos las escaleras. Por instinto, las cuatro muchachas y los sirvientes se agrupan detrás de las sillas de los zares, de modo que, cuando se muestran ante ellos 12 hombres armados, éstos los descubren como si posaran para una fotografía. Esta escena hizo que los guardias titubearan por un momento. El estupor es mutuo. Yakov Yurosky, segundo jefe de la Checa de los Urales, rompe el silencio para leer en voz alta: «El Sóviet de los Urales los ha condenado a muerte por los ataques de sus partidarios contra la Revolución». El zar apenas tuvo tiempo de exclamar «¡Qué!» un par de veces cuando recibe el primer disparo en el pecho. De inmediato los guardias descargan sus armas contra las 11 personas que se encontraban en esa pequeña habitación de 6 por 4 metros. Durante un par de minutos el estruendo de los disparos y los gritos de las víctimas retumban en el sótano sin ventanas. Los guardias están tan apiñados, que unos a otros se causan quemaduras con los fogonazos de sus armas. El cuarto está inundado de humo y sólo se oyen algunos lamentos de los moribundos que se arrastran en su propia sangre. Unos balazos aislados indican que se han ejecutado los tiros de gracia.   Nicolás II A principios del siglo XX Nikolái Aleksandrovich Romanov, el hombre más poderoso del mundo —que gobernaba a poco más de 170 millones de súbditos—, era también el más tímido y fácil de influenciar. El káiser alemán, Guillermo II, fue el primero en aprovecharse de ello: manipuló al zar al grado de hacerlo firmar tratados en contra de los intereses del imperio ruso. A pesar de haber descendido de personajes tiránicos como Iván «el Terrible» y Pedro «el Grande» —quienes por medio de la venganza y la crueldad afianzaron su poder—, Nicolás II era un hombre de paz, sencillo y en extremo amable que trataba como igual al más humilde de sus sirvientes. A diferencia de los zares que lo precedieron, tampoco fue ostentoso. Cuando su padre Alejandro III murió de forma súbita en 1894 y Nicolás asumió el poder de Rusia —a los 23 años de edad—, éste declaró con patética sinceridad: «No estoy preparado para ser el zar; nunca quise serlo. No sé nada del arte de gobernar; ni siquiera sé cómo debo dirigirme a mis ministros».

El káiser alemán opinaba sobre Nicolás II: «Nicky está hecho para vivir en el campo y cultivar nabos».

Los errores políticos del zar En 1905, el Imperio Ruso recibió un fuerte revés internacional cuando perdió la guerra ante Japón; eso ocasionó que estallara la primera revuelta social en contra de la monarquía y dejó en claro que Nicolás II no estaba capacitado para dirigir a la nación más extensa del mundo. En 1914 Nicolás II cometió otro gran error político: apoyó a Serbia —cuando ésta fue atacada por Austria tras el magnicidio del archiduque Francisco Fernando y de su esposa, en Sarajevo—, y la intervención de Rusia suscitó una serie de conflictos que convirtió un conflicto balcánico en la I Guerra Mundial. En 1915, después de grandes y humillantes derrotas, el Ministro de Defensa ruso fue encarcelado y el zar asumió el mando de sus ejércitos, pese a que sus asesores le advirtieron que estaba atentando contra su investidura imperial. Para colmo, Nicolás dejó a su esposa, la zarina Alejandra Fiódorovna Románova, como máxima autoridad de Rusia. Si Nicolás no se distinguía por su inteligencia, la zarina era muy ignorante y una fanática religiosa que obedecía de forma incondicional a Rasputin, un místico que ganó fama como «sanador» y que, en 1905, logró detener una hemorragia del zarévich Alexis, quien padecía de hemofilia. A partir de entonces la zarina lo convirtió en su asesor de cabecera y, sin proponérselo, en el auténtico emperador de Rusia. En 1916, Rasputin nombró como Primer Ministro de Rusia a Boris Sturmer, quien gobernaba de acuerdo a los intereses de Rasputin —también llamado «El monje loco»—, quien, se rumoraba, tenía sus amoríos con la zarina y con un séquito de admiradoras que lo consideraban «un iluminado».   La maldición de Rasputin En 1916, el príncipe Félix Yusúpov, junto con el duque Dimitri Románov —primo del zar—, hartos del despotismo de Rasputin, decidieron asesinarlo en Petrogrado la noche del 29 de diciembre. Incluso pidieron la ayuda del Servicio Secreto Británico para no fallar en su atentado. Según un documento del príncipe Yusúpov —avalado por algunos testigos—, primero intentaron asesinar al «monje loco» con veneno; como éste no surtió efecto, le dispararon y lo golpearon; al verlo aún con vida, envolvieron su cuerpo en una alfombra y lo arrojaron al río Neva, donde se ahogó. Sin embargo, Yusúpov cambió un par de veces esta versión y, en la autopsia, jamás se encontró evidencia de algún veneno en el cuerpo de Rasputin. Luego, cuando su cadáver fue incinerado, los guardias huyeron asustados pues, cuando lo estaban cremando, lo vieron moverse e incluso sentarse. Algunos médicos sugieren que eso se debió a que no le cortaron los tendones de las piernas antes de incinerarlo.

Por todo ello se difundió la leyenda de que Rasputin era inmortal y de que su venganza contra los Romanov no sería de este mundo.

Por si fuera poco, después de su muerte se encontró una «profecía» firmada por Rasputin, en la que se leía: «Si soy asesinado por algún miembro de la familia imperial, los hijos del zar y su familia no sobrevivirán más de dos años». La «maldición» se cumplió 19 meses y 19 días después del atentado contra Rasputin.   El «último de los zares» En 1917, luego de dos años y medio de derrotas militares y con la zarina incitando la inconformidad de la población por los abusos y los escándalos de Rasputin, se desataron una serie de huelgas obreras, motines militares y manifestaciones públicas que terminaron en la llamada Revolución de Octubre. El 15 de marzo Nicolás II, para «salvar a la monarquía», abdicó en favor de su hermano menor, el duque Miguel. Sin embargo, Miguel II no conservó la corona ni 24 horas y firmó el último decreto de la monarquía cuando traspasó el poder al Gobierno Provisional Revolucionario.

Por una extraña casualidad: el primero y el último de los Romanov que ostentaron la corona se llamaban Miguel.  

Luego de renunciar al poder, Miguel se retiró a una casa de campo. No quiso exiliarse porque su hermano ya lo había marginado de la corte por haberse casado con una divorciada. Cuando los bolcheviques tomaron el poder, Miguel fue arrestado, lo deportaron a los Urales y, al final, ejecutado en un bosque a diez días de la matanza de Ekaterimburgo.   Exilio en tierra propia Cuando los Romanov renunciaron al poder, la familia imperial quedó «arrestada» en el palacio de Tsakoye Selo —cerca de Petrogrado—: una lujosa mansión que había pertenecido a Catalina «la Grande» y donde Nicolás II tal vez pasó los mejores días de su vida; por fin se había liberado de las ominosas responsabilidades que lo angustiaban: se dedicó a sembrar vegetales y a «disfrutar» de la vida del campo. Sin embargo, el «carcelero» de los Romanov, Alexander Kerensky —presidente del Gobierno Provisional— quería encontrarle refugio al zar y su familia en otro país, pues temía que los contrarrevolucionarios los usaran como emblema político o que los radicales, al cumplir su amenaza de fusilarlos, suscitaran un conflicto internacional, sobre todo por el vínculo familiar entre Nicolás II y Jorge V de Inglaterra. Jorge V de Inglaterra y Nicolás II eran primos, amigos y, físicamente, casi eran idénticos, Por ello, el Gobierno Provisional le propuso al gobierno británico que alojara a la familia Romanov. El primer ministro David Lloyd George aceptó la propuesta porque quería —junto con Francia— que Rusia no firmara la paz por separado con Alemania. El rey Jorge V y el Primer Ministro habían incluso elegido el Castillo de Balmoral, en Escocia, como residencia para los Romanov; sin embargo, la opinión pública —y varios políticos ingleses— comenzaron a manifestarse en contra de recibir a la monarquía rusa, al grado de que hicieron cambiar de opinión al rey Jorge. Con ello, había sentenciado a muerte a su primo y su familia. Al no hallarles refugio en otro país, Kerensky envió a los Romanov a Siberia; un acto irónico, pues justo era ahí donde los zares habían enviado a sus enemigos durante su historia.   Entre farsantes te veas Una vez terminada la guerra civil y asentado el régimen socialista, la casa Ipatiev donde los Romanov fueron ejecutados, se convirtió en el Museo de la Venganza de los Trabajadores —aunque jamás se permitió el acceso a la habitación de la masacre—. En 1932 Stalin ordenó clausurarlo, pues, a su juicio, no se debía recordar al zar ni siquiera para criticarlo. La versión «oficial» afirmaba que sólo el zar había sido ejecutado y que el resto de la familia fue enviada a un lugar secreto. Eso dio motivo a que, en el resto de Europa, una multitud de impostores —se calcula que cerca de 200— afirmaban ser Anastasia, Olga, Tatiana, María o el zarévich; algunos eran dementes que no eran conscientes de su delirio, pero la mayoría eran impostores que esperan obtener algún beneficio económico.   De «enemigos del pueblo» a «mártires del comunismo» Durante la época socialista, aunque la casa Ipatiev se destina a labores burocráticas del Partido, a veces ahí aparecían flores en el aniversario de la matanza, señal de que algunos rusos empezaron a considerarlo un «santuario», pues se empezó a difundir la idea de que los Romanov habían sido «mártires de la Iglesia ortodoxa». En 1977 el partido orden destruir la casa Ipatiev. El funcionario que recibe la orden obedece con diligencia y se asegura que no quede rastro de la casa. Su nombre: Boris Yeltsin. Por la misma época el geólogo Alexander Advonin y el escritor y cineasta Geli Ryabov, se dedican a escrudiñar qué pasó en realidad con los Romanov. Ambos descubren que fue Lenin quien dio la orden de liquidar a la familia imperial y la ubicación de los cuerpos en 1979, pero deciden no hacerlo público, pues las condiciones políticas no les favorecen. Cuando en 1987 Gorbachov anunció la implementación de la Perestroika, Advonin y Ryabov dieron a conocer sus hallazgos; un par de años después, cuando la URSS se desintegró, recibieron el apoyo del nuevo Primer Ministro para exhumar e identificar los cuerpos: Boris Yeltsin. En 1995 se empezaron a realizar pruebas forenses —incluso se contó con la colaboración de Felipe de Edimburgo, descendiente de una hermana de la zarina para realizar pruebas de ADN— y la comisión científica logra identificar los restos del zar, la zarina, tres de sus hijas y de los sirvientes. En 1998, a pesar de la negativa de la Iglesia ortodoxa, Yeltsin rinde honores de Estado a los restos de la familia imperial:

En el año 2000 la Iglesia ortodoxa, no sólo reconoció la muerte de los Romanov, sino que los canonizó como «mártires de la fe a manos del comunismo».

***

En 1990 un grupo de devotos fueron a poner una cruz en donde se encontraba la casa Ipatiev. Según los testigos, cuando llegaron al lugar de la masacre, se produjo una extraña apertura en las nubes que dejó pasar la luz y en la que no cayó nieve: ahí fijaron la cruz. En 1998 se levantó una capilla, luego otra, hasta que en 2003, se construyó la llamada Catedral de la Sangre, un gran templo con nueve cúpulas doradas que rinden homenaje a la familia imperial. En 2007 se localizaron los restos que faltaban: del zarévich y de la duquesa María, y al año siguiente, las pruebas genéticas lo corroboraron. El misterio de los Romanov estaba resuelto.    [Varios artículos como éstos podrás leerlos en la revista Algarabía: www.algarabia.com] Contacto: El autor de esta nota recibirá con gusto sus comentarios en Twitter. Sígalo como @alguienomas   *Las opiniones expresadas son sólo responsabilidad de sus autores y son completamente independientes de la postura y la línea editorial de Forbes México.

 

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