Asesinado por un católico

Atentado en París: el trágico fin de Enrique IV

En 1610, François Ravaillac, un católico exaltado, apuñaló mortalmente en una calle de París a Enrique IV de Francia, al que consideraba un «tirano» por su política favorable a los protestantes

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Ravaillac es arrestado tras apuñalar mortalmente al rey en esta pintura al óleo de Charles Housez, 1859, Castillo de Pau.

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En la historia de Francia, Enrique IV es recordado como «el buen rey Enrique», el soberano que puso fin a más de treinta años de guerras de religión entre católicos y protestantes, y devolvió a Francia su prestigio en el continente europeo. Sin embargo, en su propia época Enrique fue un monarca muy discutido, sobre todo por parte de los católicos más intransigentes, quienes no olvidaron nunca que el bearnés fue el líder de los hugonotes (los protestantes calvinistas franceses) durante las guerras de religión y adoptó el catolicismo únicamente para obtener la corona de Francia, según la frase célebre: «París bien vale una misa». Además, una vez en el trono, Enrique IV desafió al vicario de Cristo y elevó a los más altos puestos a muchos protestantes. 

Todo ello hizo que, a ojos de los sectores más fervorosamente católicos, Enrique IV fuera considerado un tirano, en el sentido clásico del término: quien adquiere o conserva el poder de forma ilegítima. Esto significaba que todo católico tenía el derecho, el deber incluso, de matarlo, según la teoría clásica del tiranicidio. Hubo, así, una larga lista de conspiradores que pretendieron acabar con la vida del monarca: Michau, Rougemony, Barriére, Davennes... En 1594, un joven de 19 años llamado Jean Châtel casi consiguió asesinar al monarca durante una audiencia en París; el rey resultó herido en el labio y el magnicida fue descuartizado dos días despúes. Dieciséis años más tarde, en 1610, otro católico exaltado, François Ravaillac, no fallaría en su intento. 

¿Loco o fanático? 

Ravaillac nació en Angulema en 1578, en lo más álgido de las guerras de religión. A los 19 años se trasladó a París y allí tuvo visiones que lo llevaron a entrar en la orden cisterciense. Fue expulsado a las seis semanas, por su indisciplina y su comportamiento de trastornado. Volvió a su tierra, donde trabajó como maestro, pero terminó en la cárcel por un asunto de deudas. Fue entonces cuando se creyó llamado por Dios para librar a Francia de los herejes. 

Franc¸ois Ravaillac

Franc¸ois Ravaillac

Ravaillac en un grabado de Crispin de Passe, 1610, Biblioteca Nacional de Francia, París.

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Ravaillac volvió a París. Lo hizo como solía, andando. Tenía una misión que cumplir, algo importante. Primero intentaría hablar con el rey y hacerle ver el error que cometía al permitir que los protestantes practicaran libremente su religión, según los términos del edicto de Nantes (1598). Ravaillac merodeó en torno al Louvre, la residencia real. Pidió encarecidamente a los soldados que le dejaran franquear la puerta, ya que tenía un mensaje muy importante que dar al rey en nombre de Dios, pero éstos no le dejaron pasar. Unos días después, cuando vio salir al monarca, se dirigió velozmente hacia él. «¡Os hablo en nombre de Jesucristo y de la Santa Virgen María! ¡Oídme!», le gritó. Pero el rey no le hizo ni caso. Esto lo convenció de que Enrique IV no iba a entrar en razón y de que la única solución era matarlo. 

Pieter Paul Rubens   Ingresso trionfale di Enrico IV a Parigi   Google Art Project

Pieter Paul Rubens Ingresso trionfale di Enrico IV a Parigi Google Art Project

Entrada triunfal del rey Enrique IV en Pari´s, por Rubens. siglo XVII. Galería de los Uffizi, Florencia.

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Ravaillac robó un cuchillo en un albergue. Según explicó, lo mostró por todo París afirmando que era el hierro que habría de terminar con la vida de Enrique IV, hasta que el 19 de abril le asaltaron graves dudas de conciencia y rompió la punta. Abandonó París otra vez de vuelta a Angulema, descorazonado, pero de camino entró a rezar en una iglesia y tuvo una revelación. Al día siguiente, volvió sobre sus pasos. 

El viernes 14 de mayo de 1610, Enrique IV madrugó con intención de despachar rápidamente los asuntos de Estado y pasar el resto del tiempo junto a su familia. Nunca creyó en supersticiones ni vaticinios que auguraban su muerte, pero aquel día se sentía extrañamente inseguro. Después de comer anunció que se ausentaba tan sólo una hora, a fin de acudir a la residencia del duque de Sully, ministro y amigo personal suyo, que se encontraba indispuesto. 

Atentado a la luz del día 

El soberano montó en la carroza real. Iba a ser un trayecto corto y sin complicaciones, pero a la altura de la estrecha calle de la Ferronnerie, el vehículo tuvo que frenar al encontrarse con dos carromatos que le cerraban el paso. Ambos se apartaron a la derecha para que el coche del rey pudiera pasar, lo que le obligó a pegarse todo lo posible al otro lado y cruzar casi parado. En ese momento, un hombre pelirrojo, muy corpulento, se abalanzó hacia el interior del carruaje, apoyándose en el estribo y poniendo el pie en una de las ruedas delanteras. 

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El palacio del Louvre fue en tiempos de Enrique IV residencia oficial de los reyes de Francia. Tras el atentado, el rey fue llevado a toda prisa al palacio, pero nada se pudo hacer por su vida.

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Antes de que se diera cuenta, el rey recibió una primera puñalada que le hirió superficialmente, luego otra, mortal de necesidad, que atravesó el pulmón izquierdo y seccionó la aorta, y finalmente una tercera que terminó rasgando el traje del duque de Montbaron, uno de los acompañantes del monarca. Ravaillac fue inmediatamente apresado, en medio de un extraño caos provocado tanto por el atentado como por un grupo de jinetes armados que aparecieron repentinamente y que, vista la situación, optaron por huir. Ravaillac hubiera podido aprovechar la ocasión para escapar, pero prefirió dejar que lo redujeran

Parecía feliz, aliviado incluso. Preguntó a los guardias si había logrado matar al rey y éstos le dijeron que no, que solamente habían sido unos rasguños, pero él les replicó que era imposible que el monarca estuviera vivo. El hierro había penetrado limpiamente y la cantidad de sangre derramada por boca y pecho no podía ser señal de heridas leves. En efecto, el rey había muerto mientras lo trasladaban a toda prisa al Louvre. 

La ira de los parisinos 

La noticia corrió por París como la pólvora y la indignación se adueñó de la capital. La multitud, que días antes estaba despotricando contra las medidas fiscales del gobierno, pareció poseída de un súbito acceso de adoración por un monarca que desde entonces sería conocido con el sobrenombre de le bon roi, «el buen rey». Las tiendas echaron el cierre y las calles se llenaron de personas que gritaban atrocidades contra el magnicida. Varios grupos armados se encaminaron a la casa donde habían encerrado a Ravaillac, exigiendo su entrega. El furor duró varios días, y ni siquiera la organización de una oración popular por el alma del difunto, que congregó a cientos de personas, hizo remitir la ira del pueblo. 

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Retrato anónimo del duque de Épernon. grabado en cobre del siglo XIX.

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Mientras tanto, el duque de Épernon, en cuyos brazos había muerto el rey, no perdió un segundo y se apresuró a que el Parlamento de París reconociera a la esposa del rey finado, María de Médicis, como regente mientras durase la minoría del delfín Luis, de tan solo ocho años. Los grandes del reino cerraron filas en torno a la reina, mientras el cuerpo del soberano era delicadamente embalsamado para ser expuesto al día siguiente en la cámara de gala del Louvre. Sus entrañas se enviaron a Saint-Denis, donde fueron enterradas a la espera del cadáver, que no llegó hasta el día 30; el corazón, guardado en un cofre de plata, se envió al colegio jesuita de La Fléche. 

Ravaillac fue torturado repetidas veces. Sufrió, entre otros, el tormento de los borceguíes, que consistía en emparedar las piernas del condenado entre robustas piezas de madera, introduciendo progresivamente varias cuñas entre las placas y la carne. A pesar de ello no lograron sacar ninguna confesión al reo, que insistió siempre en afirmar que había actuado guiado exclusivamente por Dios. Cuando le preguntaron si se arrepentía, Ravaillac reprodujo casi al milímetro las palabras de Châtel, el magnicida frustrado del rey: «Mayor castigo habría de recibir en el otro mundo si no hubiera intentado matar al rey». Había recibido una misión divina, había sido elegido por Dios para ejecutarla y debía cumplirla. 

Diez días después fue conducido en una carreta hasta la Place de Grève, ante el Ayuntamiento, donde sufrió horribles suplicios hasta ser descuartizado. Los restos de su cuerpo fueron quemados y arrojados a la multitud, que se lanzó furiosa contra ellos.