Neruda y sus caracolas | EL ESPECTADOR
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Neruda y sus caracolas

Juliana Muñoz Toro
17 de noviembre de 2022 - 09:00 p. m.

Ir a visitar las casas de Isla Fuerte o Valparaíso en las que habitó el poeta chileno Pablo Neruda es como entrar a un barco varado a la orilla de una ciudad, un barco en el que él era el capitán. Por eso sus casas parecen al borde de un abismo, siempre altas, habitadas de mascarones y embarcaciones en miniatura, con ventanales que le permitían ver lo que las olas traían. En especial, caracolas. Alcanzó a coleccionar unas nueve mil: “En la estación marina / su caracol de sombra circula como un grito”.

Recogía caracolas en cada playa que visitaba. Las robaba, las compraba en mercados de las pulgas, las mandaba traer. Incluso, las estudiaba. Eran sus juguetes favoritos: “El niño que no juega no es niño, pero el hombre que no juega perdió para siempre al niño que vivía en él y que le hará mucha falta”, decía.

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A la par, reunía libros incunables. Eran, de alguna manera, espirales de papel, tesoros conmovedores, oceánicos. En algún momento ya no le cabían en ningún lado y los regaló, libros y caracolas, a la Universidad de Chile. El poeta sentía que ya no podían ser privados, que debían ser para la gente.

¿Por qué caracolas? En Confieso que he vivido escribió: “Me dieron el placer de su prodigiosa estructura: la pureza lunar de una porcelana misteriosa, agregada a la multiplicidad de las formas, táctiles, góticas, funcionales”. En otra ocasión, aseguró: “Todos los chilenos somos peces, somos marineros, somos caracolas”. Estas eran el poema mismo, más que la inspiración. Eran puertas submarinas, metáforas de la diversidad del mundo y tal vez la única forma de asir su gran amor; ese que nació a primera vista, cuando tenía 15 años y vio por primera vez el mar: “Son los senos de las sirenas / las redondescas caracolas? / O son olas petrificadas / o juego inmóvil de la espuma?”.

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Sabía que cada concha se podía leer, no solo escuchar, acercándola al corazón. También les hablaba soplándolas suavemente y ellas le respondían con una extraña canción: “Aquí nació el sonido en mi ventana / como en una creciente caracola / y luego estableció sus latitudes / en mi desordenada geología”.

La caracola es el exoesqueleto de lo que ha muerto. Un cuerpo suspendido, una memoria de vida que se vuelve eterna: “Vuelven / con / un puñado / de palpitantes / frutos / submarinos, / góticas caracolas, / erizados erizos: / el buzo / emerge / de la mitología”. Neruda encontró en la repetición de la espiral la cadencia de un poema, significados que se ampliaban más y más; el tono que, en el fondo, era de mar.

>>La colección de caracolas de Neruda se puede visualizar aquí: www.cvc.cervantes.es/literatura/caracolas_neruda

 

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