El ocaso de un soberano

El fin de Napoleón: así fue la muerte del emperador en Santa Elena

Deportado por sus enemigos, Napoleón desembarcó el 17 de octubre de 1815 en la isla de Santa Elena, donde moriría deprimido y enfermo apenas seis años después tras un duro cautiverio.

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Napoleón en su lecho de muerte en ñla isla de Santa Elena, en 1821.

Art Media/Heritage Images / Cordon Press

Dueño de Europa en 1812, apenas tres años después Napoleón Bonaparte se encontraba confinado en una pequeña isla perdida en medio del Atlántico, a dos mil kilómetros de la costa más cercana, la de África. Vigilado noche y día por los que habían sido sus enemigos en el campo de batalla, su vida se reducía a los límites de una residencia aislada del resto de la isla, rodeado de unos pocos fieles. «¡Qué bajo he caído!», solía lamentarse recordando los días en que reinaba desde el palacio de las Tullerías o comandaba a decenas de miles de soldados de un extremo al otro de Europa.

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Deprimido y enfermo, no es extraño que solo resistiera seis años; moría en 1821, cuando aún no había cumplido los 52 años. Sepultándolo en vida, sus enemigos terminaron con el peligro que la sola existencia de Napoleón suponía para el orden internacional. Pero lo que no pudieron impedir fue que desde su confinamiento el antiguo Emperador siguiera ejerciendo una fascinación irresistible entre sus contemporáneos. Su súbita caída y la inusitada decisión de deportarlo a una isla desconocida suscitaron una curiosidad que se tornó en simpatía cuando empezaron a circular noticias sobre los rigores de su cautiverio. A su muerte, las memorias de sus compañeros de destierro dieron a conocer a todo el mundo cómo había vivido el Emperador sus últimos seis años de vida, en lo que fue el desenlace de su «vida de novela», como él mismo la denominaba.

Derrota y destierro

Santa Elena no era la primera isla en la que Napoleón, corso de nacimiento, había encontrado refugio. En 1814, tras el desastre de la campaña de Rusia y la derrota en la batalla de Leipzig, se había visto forzado a abdicar por primera vez y a retirarse a Elba, una isla situada entre Córcega y la costa italiana. Las circunstancias, sin embargo, eran muy diferentes. Tras Leipzig, Napoleón se había rehecho y había repelido en una campaña fulgurante a las tropas extranjeras que habían entrado en Francia.

Derribado por un movimiento político interno que consideró una traición, en las negociaciones subsiguientes Napoleón fue tratado como un soberano que iba a reinar sobre un nuevo dominio, la isla de Elba. Un territorio que, a diferencia de Santa Elena, estaba muy cerca de Francia, lo que explica que menos de un año después el Emperador desembarcara con sus fieles cerca de Cannes, y en veinte días, "volando como un águila de campanario en campanario", se plantara en París, forzando a Luis XVIII, el Borbón a escapar de forma poco gloriosa. Tras la batalla de Waterloo (18 de junio de 1815) Napoleón no podía esperar repetir la historia. La derrota había sido total, y las posibilidades de defender Francia de la invasión de los aliados eran ahora nulas.

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Presionado por la opinión hostil del parlamento, cuatro días despúes de la derrota Napoleón abdicaba por segunda y última vez, consciente de que esta vez su suerte estaba echada. Los franceses, cansados de más de veinte años de revoluciones y guerras, no pedían más que la paz, bajo cualquier régimen que pudiera garantizarla. En esas condiciones, nadie podía oponerse a la restauración de la dinastía borbónica, como querían las potencias beligerantes, en especial Gran Bretaña.

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Napoleón Bonaparte y su séquito a bordo del Belerophon, que trasladó al emperador al exilio en Santa Elena.

El único problema para el rápido restablecimiento del orden político era la persona del Emperador. ¿Qué hacer con él? Lo mismo se preguntaba Napoleón: ¿Dónde ir? La idea que desde hacía años le rondaba por la cabeza para una situación como la presente era la de exiliarse a Norteamérica, la república democrática que desde su independencia en 1776 tanto atraía a los revolucionarios franceses. Allí podría convertirse en un simple granjero y llevar una vida en armonía con la naturaleza, como predicaba Rousseau. En los días que pasó recluido en su residencia de la Malmaison, cerca de París, Napoleón volvió a considerar la posibilidad. Temiendo que el nuevo gobierno provisional le arrestara para entregarlo a los aliados, emprendió un viaje de incógnito hacia la costa del sudeste de Francia, con la finalidad de embarcarse hacia el Nuevo Mundo. Pero al llegar a Rochefort, descubrió que la costa estaba vigilada por la armada británica, enterada del proyecto de fuga del general.

En realidad, no parece que Napoleón estuviera decidido a marchar a Estados Unidos; al menos, no llegó a intentar la fuga, pese a que se le dio la oportunidad. En vez de una huida deshonrosa prefirió una solución que le pareció más digna: entregarse él mismo al gobierno británico. En las circunstancias en que se hallaba no tenía muchas más opciones, pero Napoleón quiso presentarlo a la manera teatral típica de su persona y de la época. Así, en la carta dirigida al soberano inglés se presentaba a sí mismo como un nuevo Temístocles, el héroe de la antigua Grecia que huyendo de sus compatriotas atenienses se acogió a la protección del Imperio persa; también él, considerándose víctima de una traición interna, apelaba a la generosidad de su mayor enemigo exterior.

Esperaba que el gobierno británico le dispensaría un trato acorde a su dignidad; por ejemplo, alojándolo en un cómodo palacio de la campiña inglesa. Pero a los pocos días de llegar a Plymouth a bordo del navío inglés Belerofonte supo lo que los ministros ingleses entendían por un trato humano: la deportación a Santa Elena, «isla sana y aislada», con un acompañamiento de no más de quince personas. Napoleón dictó de inmediato una protesta formal, «ante Dios y ante los hombres», que concluía: "Lo que se hace conmigo será eternamente una vergüenza para la nación británica".

Llegada a Santa Elena

Tras una travesía de dos meses a bordo del Northumberland, el 14 de octubre de 1815 Napoleón avistaba la costa de Santa Elena. A causa de su génesis volcánica, la isla presenta una sucesión de acantilados entre los que se abre, por el norte, la estrecha rada en la que se encuentra la principal población, Jamestown. Entonces como hoy en día, Jamestown se reduce a una alineación de casas a lo largo de un camino entre dos laderas escarpadas.

Allí pasó Napoleón tan sólo una noche. Los siguientes dos meses estuvo instalado en la residencia de uno de los colonos de la isla, en Briars. Fueron los momentos quizá más alegres de toda la estancia de Napoleón en Santa Elena, gracias a la hospitalidad de Mr Balcombe y la ingenua simpatía de susdos hijas adolescentes, maravilladas de poder practicar su francés aprendido en la escuela nada menos que con el Emperador de los franceses. Mientras tanto, las autoridades de la isla acondicionaban la que habría de ser residencia definitiva de Napoleón.

El lugar elegido fue Longwood, a unos cinco km de Jamestown, sobre una meseta de 500 metros situada en el centro de la isla, delimitada por el pico más alto de Santa Elena y por los acantilados de la costa, impracticables para la navegación. El sitio ideal, pues, para prevenir toda posible fuga y para mantener una vigilancia sin fisuras. El único problema era que se trataba también de la zona menos habitable de la isla, a causa tanto de la humedad como de los vientos. De hecho, el lugar estaba deshabitado antes de la llegada de Napoleón. La residencia que se le habilitó había sido originariamente poco más que un establo, aunque décadas antes se había intentado convertirla en residencia de verano.

Sin apenas árboles y con un suelo que no permitía la horticultura, como Napoleón comprobaría enseguida, azotado por el viento y bajo un cielo a menudo plomizo, todo el paraje transmitía una sensación de desolación, o al menos así lo percibieron los nuevos residentes, porque para los británicos el lugar no dejaba nada que desear.

El carcelero de Longwood

En Longwood, pues, fue donde tuvo que instalarse Napoleón en diciembre de 1815. Los años siguientes serían una continua lucha contra los "elementos": la humedad, que impregnaba las paredes y convertía las estancias en "cavas", como llamaba Napoleón a su dormitorio; las termitas, que corroían el edificio y el mobiliario; o incluso las ratas: en una ocasión el Emperador vio cómo varias se escapaban de su tricornio cuando iba a cogerlo del armario.

Napoleón se instaló en Longwood, donde la humedad impregnaba las paredes, las termitas corroían del mobiliario y estaba infestado de ratas.

Pero la amargura de Napoleón no se debió principalmente a estos inconvenientes, que en gran medida se explican por una cierta falta de previsión. El resentimiento del general por la humillación a la que se le sometía encerrándolo en semejante lugar tuvo pronto un blanco contra el que descargarse: el gobernador de la isla, Hudson Lowe, el "carcelero" al que el Emperador dirige las más violentas imprecaciones, tal como las recogen sus memorialistas.

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La mansión de Longwood, donde Napoleón estuvo recluido los últimos años de su vida.

Mary Evans Picture Library / Cordon Press

Hudson Lowe no fue elegido al azar como gobernador de Santa Elena. En las pasadas guerras, entre otras misiones, se había encargado de organizar la resistencia antinapoleónica precisamente en Córcega, la patria del Emperador. Oficial estricto y de probada lealtad, fue seleccionado por el primer ministro británico Castlereagh y el secretario de estado para las Colonias, lord Bathurst, para mantener la vigilancia sobre el ilustre prisionero de Santa Elena, al mando de una guarnición de 3.000 hombres.

Es comprensible que desde su llegada, en abril de 1816, Lowe pusiera el máximo empeño en el cumplimiento de su misión; no podía permitir de ningún modo que sobre él cayera el deshonor de una segunda huida de Napoleón. Pero todos los historiadores convienen, incluidos los británicos, en que el gobernador dispensó al Emperador un trato innecesariamente desconsiderado. Surgió así, casi desde el primer encuentro, una disensión irreconciliable entre ambos. Disgustado de entrada por el aspecto físico de Lowe, Napoleón se sulfuraba por sus mezquindades: el gobernador no sólo se negaba a reconocer su título imperial, llamándolo simplemente "general Bonaparte" (en la correspondencia con sus superiores lo denominaba "el último usurpador del trono de Francia" o incluso "el monstruo"), sino que le echaba en cara los gastos supuestamente excesivos en el mantenimiento de su casa.

Harto de la "innoble y siniestra figura de este gobernador", Napoleón terminó negándonse en redondo a recibirlo. Lowe reforzó hasta un punto obsesivo las medidas de vigilancia en torno a Longwood. Durante el día el Emperador podía moverse libremente en un perímetro de 7 km; más allá de él se encontraba con destacamentos de soldados distribuidos regularmente. Durante la noche, los soldados se apostaban a escasos metros de la casa. Un oficial británico residente de forma permanente en Longwood debía cerciorarse dos veces al día de la presencia de Napoleón.

¿Plan de huida?

Desde su residencia en Jamestown, Lowe estaba siempre al corriente de la situación en Longwood mediante un sistema de señales con banderas que se hacían ondear desde una colina próxima; la única bandera que nunca se izó fue la azul: la que indicaba que el Emperador se había fugado. Siempre con la excusa de prevenir la evasión, Lowe censuraba sistemáticamente la correspondencia de Napoleón y supervisaba todas las visitas a la residencia imperial. ¿Estaba justificado este férreo control? Poco después de instalarse en Longwood, antes de que llegara Lowe, Napoleón cometió el error de dar un motivo para creer que sí lo estaba. En enero de 1816 decidió hacer una inspección a caballo de la isla. Rebasando el límite de movimientos asignado, llegó hasta una bahía del sur.

¿Quería examinar las posibilidades de un desembarco por un barco liberador? Lo cierto es que en Norteamérica había grupos de leales, entre ellos su hermano José, que podían planear una operación de rescate. Durante el primer año en Santa Elena se plantearon varias posibilidades, más o menos irrealistas. Ante el último ofrecimiento, sin embargo, Napoleón decidió rechazarlo. No era ya el hombre de sus mejores días, ni siquiera el de Elba. Hubiera preferido una retirada más honrosa y llevadera que la de Santa Elena, pero no estaba dispuesto a convertirse en un fugitivo para huir de allí.

La vida en Santa Elena

Napoleón había «caído muy bajo», como él mismo decía, pero nunca perdió las formas. A su destierro le habían acompañado unos pocos hombres de confianza junto con sus familias y una decena de servidores. Todos ellos remedaron en Longwood la vida de corte en París. Napoleón insistió hasta el final en que se mantuviera estrictamente la etiqueta cortesana adoptada desde su ascenso al trono de Francia.

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Napoleón en Santa Elena recordando con melancolía sus triunfos en el campo de batalla. 

Rue des Archives/Tal / Cordon Press

Nadie podía dirigirse a él ni sentarse sin que previamente le diera permiso. Las comidas se hacían con todo el protocolo, utilizando una lujosa vajilla traída previsoramente de Francia por sus criados. Por la noche se celebraban tertulias en las que se recordaba el pasado pero también se discutían temas científicos o literarios o se recitaban obras de teatro. Napoleón era especialmente aficionado a las de los trágicos griegos y franceses, que junto con algunos libros de la Biblia o la melancólica poesía de Osián formaron el grueso de sus lecturas durante esos años. Para este hombre que durante dos decenios había gobernado a millones de hombres, la compañía de un puñado de personas le resultaba vital, y la marcha de cualquiera de sus acompañantes suponía toda una crisis.

El hombre con el que más congenió en Santa Elena fue sin duda el conde de Las Cases, un antiguo émigré que se había integrado en el régimen napoleónico no hacía muchos años. Más culto que los demás acompañantes, quienes lo detestaban por su arribismo, fue el autor del Memorial de Santa Elena, la recopilación de confesiones del Emperador que sería la fuente principal de la leyenda napoleónica en el siglo XIX.

Tras la marcha precipitada de Las Cases a finales de 1816, acusado por Lowe de mantener correspondencia no autorizada, Napoleón se quedó con un solo secretario, Gourgaud, joven general que le había servido de edecán en las últimas campañas bélicas en Europa. Entrometido y sin delicadeza, Gourgaud casi terminó con la paciencia de Bonaparte, antes de abandonar la isla a principios de 1818. Sólo permanecieron hasta el final el mariscal Bertrand, héroe de las guerras pasadas que se hallaba absorbido por su bella esposa, que lo había acompañado a Santa Elena; y el general Montholon, cuya mujer abandonó la isla en 1819. Precisamente la presencia de estas mujeres ha dado pie a especulaciones sobre alguna última aventura galante del emperador. No se sabe con seguridad si existió algo con Madame de Montholon, de la que Napoleón se despidió entre lágrimas; lo que es seguro es que Mme Bertrand tuvo que rechazar sus avances.

Memorias del emperador

La principal ocupación de Napoleón en Santa Elena fue la composición de sus memorias. Esto era lo que llamaba «ponerse a trabajar» y lo que llenaba buena parte de su jornada diaria, sobre todo al principio. En realidad, Napoleón no escribía, sino que dictaba. Las Cases, el principal de sus secretarios, cuenta la meticulosidad y la pasión que Napoleón ponía en esta tarea, que empezó ya durante la travesía marítima a Santa Elena. Por la mañana hacía un primer dictado, que Las Cases y su hijo transcribían luego a partir de una versión estenográfica. Por la tarde el conde se lo leía a Napoleón, quien señalaba errores u omisiones y volvía a hacer un segundo dictado que esta vez resultaba ya completo y definitivo.

Todo ello le daba motivo para volver sobre los errores que creía que habían motivado su caída: la invasión de España en 1808, la campaña de Rusia en 1812, y sobre todo la batalla de Waterloo, que rememoraba una y otra vez sin llegar a comprender nunca la razón de la derrota.

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Otra ocupación que lo entretuvo un tiempo fue la creación de un jardín y una huerta junto a la casa. El fracaso del empeño, por la mala calidad del terreno, hizo que Napoleón se hundiera un poco más en un estado de abatimiento que dominó su último período en Longwood. El aburrimiento había sido la mayor amenaza desde del principio. Los testimonios al respecto son innumerables. "Lo único que nos sobra aquí es el tiempo", decía. Y al término de la jornada preguntaba: "¿Qué hora es? Otro día menos. Vamos a dormir".

Pero hacia el final el Emperador permanecía días enteros encerrado en su habitación, tomando a veces baños que duraban hasta cuatro horas. O bien le invadía la nostalgia y a la vez el presentimiento de su próxima muerte, como cuando repetía unos versos del drama Zaïre de Voltaire: "Pero ver de nuevo París no debo pretender, / veis que a la tumba estoy listo a descender".

La enfermedad, en efecto, se desarrollaba rápidamente. Sobre su naturaleza existen dos tesis: la hepatitis o el cáncer de estómago. Los médicos que le hicieron la autopsia concluyeron que se trataba de cáncer, como el que sufrió su padre y una de sus hermanas. Pero en ese momento el gobernador británico estaba interesado en descartar la afección hepática, temiendo que se considerara consecuencia del tratamiento dispensado al desterrado en Santa Elena.

En sus últimos días de vida Napoleón hizo testamento. Todavía repitió en él las acusaciones contra el gobierno británico por la decisión de desterrarlo, al tiempo que repartía su fortuna entre los acompañantes de Santa Elena y su familia. Dictó asimismo un testamento político, en el que defendía su obra de gobierno con la esperanza de que su hijo, que desde su primera abdicación se hallaba junto a su madre María Luisa en la corte de Viena, la continuara algún día. (El llamado Napoleón II, nacido en 1811, moriría a los 21 años.) Sus últimas palabras, ya en estado de delirio, resultan emotivas: "Ejército, cabeza de ejército... Josefina...". Junto al recuerdo de su primera esposa, fallecida justo después de su primera abdicación, era su pasado de general conquistador el que debía ocupar su pensamiento hasta el final.