Un reparto justo

El congreso de Viena: Europa tras Napoleón

Los vencedores de Bonaparte, reunidos en 1814 en la capital de Austria, dibujaron un nuevo mapa del continente y crearon un sistema internacional que duró un siglo

Reunión del Congreso de Viena. En el centro se puede ver al emperador austríaco flanqueado por el rey de Prusia (a la derecha) y el zar (a la izquierda). El hombre corpulento en el primer plano es el futuro rey de Francia Luís XVIII.

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Con Napoleón vencido y recluido en la isla de Elba, una pregunta flotaba en 1814 por todas las cancillerías europeas: ¿se restaurarían el antiguo orden político y las fronteras que veinticinco años de guerras habían trastocado?

La respuesta a estas preguntas emanó de la más brillante concentración de soberanos y diplomáticos que conoció Europa en el siglo XIX: el congreso convocado por Francisco I de Austria en la capital de su Imperio,Viena.

Palacio del Hofburg, donde se reunieron los ministros de Exteriores durante el congreso

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El objetivo de esta asamblea internacional, inaugurada oficialmente el día 1 de noviembre de 1814, era resolver las dificultades que planteaba la reorganización de Europa tras la derrota de Bonaparte en Leipzig, en octubre de 1813, y su abdicación seis meses después.

El congreso contó con representantes de todos los estados europeos, incluyendo el Papado y el Imperio otomano, pero quienes determinaron su rumbo fueron cuatro de los asistentes: lord Castlereagh, el representante británico; Klemens von Metternich, canciller austríaco; el francés Charles-Maurice de Talleyrand y el zar Alejandro I, cuyo ejército había sido decisivo para derrotar a Napoleón.

EQUILIBRIO DE PODERES

El conservador Castlereagh, ministro británico de la Guerra durante la contienda napoleónica y de Asuntos Exteriores desde 1812, había sido el artífice de la Cuádruple Alianza entre el Reino Unido, Rusia, Austria y Prusia que había conducido al triunfo sobre Francia.

Ello le valió un destacado papel en Viena, donde logró que triunfasen las líneas maestras de la diplomacia británica para ordenar la posguerra, basadas en el establecimiento de un equilibrio entre las potencias continentales que dejase intacto el dominio de Gran Bretaña sobre los mares, en el que descansaba su prosperidad (para ello, además, retuvo el control sobre diversas posesiones ganadas militarmente, como Malta, El Cabo, la isla Mauricio o Ceilán).

Tras su derrota en Leipzig, el 19 de octubre de 1813, y la entrada de los aliados en París el 31 de marzo de 1814, Napoleón abdicó el día 6 de abril de este año en su hijo, rey de Roma; luego, el 11 de abril, abdicó incondicionalmente. Se le permitió conservar el título de emperador y se le dio el principado de Elba, una isla próxima a Francia donde se instaló con una pequeña corte, y con 400 miembros de la Vieja Guardia y un escuadrón de caballería polaca a su servi- cio. Pero el 1 de marzo de 1815, tentado de nuevo por el poder, desembarcó cerca de Cannes; tres meses después sufría la derrota de Waterloo (arriba en un cadro de Ulpianno Checa pintado en 1895). Museo Ulpiano Checa, Madrid

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Metternich, primer ministro austríaco entre 1809 y 1848, y también conservador, veía en las aspiraciones territoriales de Prusia y Rusia una amenaza para su país, y compartía la visión de Castlereagh de una Europa en la que ninguna potencia pudiera estar en condiciones de competir con otra.

Más allá de los intereses comunes, el trato entre el austero protestante británico (que durante las mañanas de los domingos cantaba himnos religiosos junto con su familia y criados en su residencia oficial vienesa) y el austríaco (cuyas continuas aventuras galantes eran famosas) derivó en una amistad que contribuyó sobremanera al éxito del congreso. «Nos tratamos como si hubiésemos pasado juntos la vida entera», escribía Metternich a la duquesa de Sagan, su amante, refiriéndose a Castlereagh; «se comporta como un ángel».

Durante el congreso,Viena se convirtió en un escaparate de la más refinada vida social (campo de juego de una activa diplomacia suberránea), con veladas en salones y palacios, partidas de caza, ba les, ópera, teatro, conciertos... Beethoven estrenó el Coro para los príncipes aliados y la cantata El momento glorioso. El propio Metternich (arriba) supervisó un comité de festivales que organizó amenas celebraciones, mientras ofrecía cenas en su mansión.

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En cuanto a Talleyrand, el realismo le hacía tan partidario del equilibrio como Castlereagh y Metternich. Su carencia de escrúpulos le había permitido servir a la Revolución, ser ministro de Asuntos Exteriores de Napoleón (y amasar una gran fortuna tratando bajo cuerda con países extranjeros) y ocupar el mismo puesto bajo Luis XVIII de Borbón, al que los aliados (con la intermediación del propio Talleyrand) habían puesto en el trono de Francia.

Su duplicidad y sus negocios inconfesables eran bien conocidos (Napoleón dijo de él que era merde en bas de soie, «una media de seda llena de porquería»), pero su inteligente apoyo a Gran Bretaña y Austria frente a las apetencias de Prusia y Rusia permitió a Francia mantener casi por entero las fronteras anteriores a 1792.

El demonio susurra al oído de Talleyrand en una caricatura francesa de 1815. Aunque fue visto como un traidor en Francia lo cierto es que este diplomático consiguió mantener la integridad territorial del país convirtiéndolo de nuevo en una monarquía bajo el borbón Luís XVIII.

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En definitiva, Castlereagh, Metternich y Talleyrand no deseaban restaurar las fronteras ni el orden anteriores a las guerras, sino «las libertades de Europa»: la libertad de los estados europeos frente a una potencia que, como la Francia napoleónica, pudiera imponerles su dominio.

Con el propósito de distribuir el poder político en el continente y generar un equilibrio que garantizase una paz duradera, el congreso acordó numerosas transferencias de territorios, cuyo número de habitantes era cuidadosamente calculado por una comisión de estadística para compensar pérdidas y ganancias.

Con este fin, por ejemplo, se asumió la abolición por Bonaparte del Sacro Imperio Romano Germánico, entidad con más de ocho siglos de existencia (y unos 350 integrantes en 1804), que el congreso sustituyó por una laxa Confederación Germánica de 39 estados (Prusia y Austria incluidas), en la que los reyes de Sajonia, Württemberg y Baviera conservaban las coronas que Napoleón les había otorgado.Y se mantuvo en un principio a Murat, cuñado de Bonaparte, como rey de Nápoles.Así pues, la noción de «Europa de la Restauración» aplicada a la surgida de Viena tiene un alcance muy limitado.

Por su parte, Alejandro I codiciaba toda Polonia, dividida en 1795 entre Rusia, Prusia y Austria, y que Napoleón había agrupado en su mayor parte en el Gran Ducado de Varsovia. Para ello buscó el respaldo de Federico Guillermo III de Prusia, a quien apoyó en su demanda de quedarse con el reino de Sajonia, cuyo rey había sido el último aliado alemán en abandonar a Napoleón.

LA NUEVA EUROPA

Ante la oposición de Gran Bretaña, Austria y Francia, en enero de 1815 Rusia abandonó sus pretensiones sobre la totalidad de Polonia, si bien recibió gran parte de la misma. También obtuvo Finlandia, arrebatada a Suecia, país que fue compensado con la incorporación de Noruega, antes perteneciente a Dinamarca, aliada de Bonaparte.

Por su parte, Prusia obtuvo dos quintas partes de Sajonia (el resto de la cual se mantuvo como Estado independiente) y recibió, además, casi toda la orilla izquierda del Rin (Renania y Westfalia), mientras que Austria incorporaba la Lombardía y el Véneto.

De este modo, Prusia y Austria se convertían en un baluarte contra la temida Francia, cuyo cerco se completó con la unión de Bélgica y Holanda en el nuevo reino de los Países Bajos y la restauración del reino de Cerdeña, al que se incorporó la antigua república de Génova. Era ésta una solución satisfactoria para el Reino Unido, que veía en Prusia y Austria un dique contra la expansión europea de Rusia, de la que temía que ocupase el vacío dejado por Francia en el continente.

El regreso al poder de Napoleón (el «Imperio de los Cien Días»,en marzo-junio de 1815) y su derrota definitiva por Wellington en Waterloo conllevaron algunos cambios en los acuerdos: la sustitución de Murat por un Borbón en Nápoles y, para Francia, la pérdida del Sarre, una indemnización de guerra y diez años de ocupación militar.

UN ORDEN DURADERO

El trato dispensado por el congreso a la nación dos veces derrotada fue más generoso que el que se daría a Alemania en el tratado de Versalles, al término de la primera guerra mundial. De hecho, hasta 1914 sólo dos guerras desplazaron las fronteras dibujadas por el congreso: las de la unificación italiana (1861) y alemana (1871), ambas debidas al impulso del nacionalismo, una fuerza que Viena reprimió. El congreso, en efecto, aseguró la independencia de los estados prescindiendo de los derechos de los pueblos y por encima de las reivindicaciones democráticas.

Así quedó repartida Europa tras el congreso de Viena.

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Ello hizo que las guerras civiles y las revoluciones fueran incesantes en la Europa diseñada por el congreso, mientras que ninguna guerra entre estados duró más de unos meses ni involucró a las grandes potencias, a excepción de la de Crimea, derivada de la descomposición del Imperio otomano, que no había suscrito el acta final del congreso. Ésta se firmó el 9 de junio de 1815, nueve días antes de Waterloo; el temor al Gran Corso había minimizado las diferencias entre los reunidos en Viena.

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