Un elenco de grandes monumentos

Las siete maravillas del mundo antiguo

Desde la época de Alejandro Magno se difundió por el mundo helénico una lista de siete grandes monumentos que encarnaban la capacidad creativa del hombre. El elenco combinaba maravillas griegas, como el Faro de Alejandría, con otras de Egipto, Babilonia y el mundo persa.

Estatua de Zeus en Olimpia

Estatua de Zeus en Olimpia

Estatua de Zeus en Olimpia.

Yakov Oaskanov / Shutterstock

La Gran Pirámide es la más antigua de las Siete Maravillas de la Antigüedad y la única que sobrevive casi intacta. Las otras seis –los Jardines Colgantes de Babilonia, el templo de Ártemis en Éfeso, la estatua de Zeus en Olimpia, el mausoleo de Halicarnaso, el Coloso de Rodas y el Faro de Alejandría– fueron quemadas, destruidas por terremotos o por ejércitos, o tan saqueadas que solo sobreviven como ruinas. 

Por fortuna, los antiguos estaban obsesionados con estas maravillas monumentales, a las que homenajearon con pasión en su prosa, su poesía y su pintura. Gracias a ello podemos recurrir a las fuentes originales para saber qué aspecto tenían, cómo estaban construidas y por qué eran importantes.

El mundo según los griegos

El mundo según los griegos

Este mapa, realizado en el siglo XIX según la información del geógrafo griego Estrabón en el siglo I d.C., muestra cómo veían el mundo los griegos en época helenística.

PULSA AQUÍ PARA AMPLIAR EL MAPA

Granger / Album

La designación de las Siete Maravillas como un conjunto procede de diversas listas de monumentos de la Antigüedad. La más antigua que ha llegado hasta nosotros es tan maravillosa como rara. Conocida como Laterculi Alexandrini, probablemente fue elaborada en la ciudad egipcia de Alejandría, en el siglo II o I a.C.
Más tarde, el papiro en el que estaba escrita se empleó para momificar un cuerpo a orillas del Nilo, cerca de un lugar que los griegos llamaban Heracleópolis Magna. Tras hallar la momia, los arqueólogos recuperaron algunos fragmentos del papiro y vieron que el texto tenía la forma de una lista; de ahí el nombre de laterculus, con el que se designaban las listas o los calendarios inscritos en tablillas o lápidas.

Este antiguo documento evidencia la obsesión del mundo helenístico por crear listas. Porque lo más maravilloso del Laterculi Alexandrini es que se trata de una lista de listas. Además de las Siete Maravillas del momento, también cataloga los siete manantiales más hermosos y lagos más grandes, las montañas más altas, las islas más bellas y los artistas y generales más talentosos que vivieron en la época en que los Ptolomeos, la familia de Cleopatra, gobernaban Egipto. 

Fragmento del Laterculi Alexandrini

Fragmento del Laterculi Alexandrini

Fragmento del Laterculi Alexandrini, considerado la primera lista donde aparecen mencionadas algunas de las Siete Maravillas de la Antigüedad. Siglos II-I a.C. 

BPK / Scala, Firenze

Escrito hace más de dos mil años por una mano inexperta, que sugiere que el documento lo copió un aprendiz de sacerdote o incluso un niño en un ejercicio didáctico, el papiro demuestra que la lista de las Siete Maravillas era un punto de referencia en la época en que fue escrito, un período en el que la influencia griega se sentía con fuerza en varios continentes: la llamada época helenística, ese extenso período que va desde la muerte de Alejandro Magno en el año 323 a.C. hasta la de la reina Cleopatra VII en 30 a.C. 

Después de que Alejandro Magno extendiese sus conquistas por Europa, Asia y el norte de África, dejó la estela de una cultura particular, marcada por la obsesión con una forma de ser especialmente griega. Alejandro –instruido por el filósofo y naturalista pionero Aristóteles– y sus seguidores promulgaban la idea de que el mundo se podía comprender de manera racional. Se popularizó la elaboración de listas exhaustivas, como una especie de taxonomía planetaria, una ordenación sistemática del mundo. Y lo que se alababa en esas listas era la ambición humana. 

El propio Alejandro tenía una fe ciega en sus posibilidades. Su célebre exclamación «¡El mundo nunca es suficiente!» da cuenta del apetito y la motivación del joven monarca, que había crecido a la vista del monte Olimpo –el pico más alto de Grecia–, considerado el hogar de los dioses del panteón griego. De hecho, pareció haberse convencido a sí mismo de que era hijo de Zeus.
En los cuadernos que supuestamente dejó tras su muerte se decía que quería «mejorar a los mejores», un anhelo que cuadra con el afán del conquistador por superar con sus obras cualquier precedente conocido. 

Alejandro Magno

Alejandro Magno

Alejandro Magno en un detalle del Mosaico de Issos. Museo Arqueológico Nacional, Nápoles. En Halicarnaso, Alejandro vio el mausoleo del soberano de Caria. 

Scala, Firenze

Una lista de obras colosales

Fue en esos tiempos febriles cuando surgió la lista de las Siete Maravillas. Igual que los griegos helenísticos trazaban su ascendencia hasta remontarse a los antiguos héroes y dioses, parecía apropiado que los compiladores de la lista resaltasen no solo maravillas contemporáneas –como el mausoleo de Halicarnaso, el Coloso de Rodas o el Faro de Alejandría–, sino también titanes arquitectónicos antiguos, como la pirámide de Gizeh, los jardines de Babilonia, el templo de Éfeso y la estatua de Zeus en Olimpia.

Las Siete Maravillas eran manifestaciones candentes de voluntad y esperanza. Todas eran físicamente descomunales: la Gran Pirámide original superaba los 140 metros de altura; el Coloso de Rodas, los 30 metros; el mausoleo de Halicarnaso, los 45 metros, con una planta de 40 por 40 metros; el Faro de Alejandría, los 100 metros. Todas eran obras poderosas por el objetivo que pretendían cumplir: la Gran Pirámide era una especie de máquina para viajar a la otra vida; los jardines colgantes de Babilonia, un intento de replicar y controlar el dinamismo de la naturaleza; el templo de Ártemis (el doble de grande que el Partenón de Atenas, que inspiró), una muestra de respeto al poder de la naturaleza; la estatua de Zeus, el poder divino al alcance de los mortales; el mausoleo de Halicarnaso (la gigantesca tumba del rey Mausolo de Caria), un homenaje a la mortalidad; el Coloso de Rodas (según dicen, construido con armas y máquinas de asedio empleadas en el sitio de la ciudad por un sucesor de Alejandro y después fundidas), una celebración de la diplomacia, y el Faro de Alejandría, la encarnación de la luz de la sabiduría.

La lista original de las Siete Maravillas fue, por tanto, un producto del período helenístico. Esos siete extraordinarios monumentos reforzaban la emocionante y estimulante idea de que el ser humano podía hacer realidad lo imposible. Al mismo tiempo, la lista también se concibió como una especie de guía publicitaria y elogiosa del «mundo conocido», en este caso, el mundo conocido y colonizado por los griegos helenísticos y sus aliados.

La lista de Estrabón

La lista de Estrabón

La lista de Estrabón

El geógrafo griego Estrabón también elaboró una lista de siete maravillas.
En la imagen, grabado de 1584 que representa a Estrabón. 

Album

Construcciones prodigiosas

No está claro quién hizo este inventario de siete maravillas. El poeta y estudioso Calímaco de Cirene –nacido en Libia, pero instalado en Alejandría– compiló Una colección de atracciones de tierras de todo el mundo en la época en que se construía una de las maravillas, el Faro de Alejandría, en el siglo III a.C., pero esta obra se ha perdido. 

La lista de siete maravillas más antigua que ha sobrevivido probablemente fue recopilada por Antípatro de Sidón, un poeta nacido en las soleadas costas del Líbano. Antípatro viajó a Roma y compuso su poema-maravilla entre los años 140 y 100 a.C. El poema incluye las murallas y los jardines colgantes de Babilonia, pero no menciona el Faro de Alejandría. Podría parecer extraño porque esta ciudad era el epicentro del mundo helenístico y el Faro era una construcción prodigiosa, pero la lista se elaboraba desde la perspectiva alejandrina; el Faro resultaba tan familiar que lo daban por descontado.

Después llegaron más versiones de la lista. Diodoro de Sicilia, un historiador griego que escribió una extensa Historia del mundo, añadió un obelisco de Babilonia. El geógrafo Estrabón, el historiador Flavio Josefo y el también historiador Quinto Curcio recopilaron o elaboraron sus propias listas en una época en que los generales romanos, de Julio César en adelante, se habían instalado en territorios de Egipto y Oriente. De manera parecida a los exploradores del Imperio británico o los sabios que acompañaron a Napoleón en su expedición a Egipto en 1798, los romanos estudiaban los territorios que querían considerar como suyos. 

 

Ártemis Farnesia, en bronce y alabastro

Ártemis Farnesia, en bronce y alabastro

Ártemis Farnesia, en bronce y alabastro. Copia de la estatua de culto de Éfeso, hecha en el siglo II d.C. Museo Arqueológico Nacional, Nápoles.

René Mattes / Gtres

Un personaje un tanto impreciso, otro griego llamado Antípatro, nacido alrededor del cambio de era, pudo ser uno de los primeros que contempló en persona cada una de las Siete Maravillas, quizá gracias a que estuvo al servicio del senador romano Lucio Calpurnio Pisón y lo acompañó en los numerosos viajes que este hizo. «He visto las murallas de la rocosa Babilonia –escribió Antípatro–, sobre las que pueden correr los carruajes, y el Zeus del Alfeo [el río que discurre por Olimpia], y los jardines colgantes, y la gran estatua [el Coloso] del Sol y la enorme obra de las altas pirámides y la vasta tumba de Mausolo [...], y me maravillo también con la estatua de Ártemis en Éfeso».

Otro enigmático escritor, Filón de Bizancio, escribió una breve guía de viajes sobre las Siete Maravillas de la Antigüedad. Aunque existió un autor con ese nombre que vivió en Alejandría en el siglo II a.C., se cree que el artífice de esta lista era otro del mismo nombre, que vivió en Constantinopla en el siglo V d.C. Algunas copias de esta guía llegaron hasta el monte Athos de Grecia y hasta el Vaticano, donde las fuerzas de Napoleón robaron uno de los manuscritos, que después acabó en la Biblioteca Palatina de Heidelberg, en Alemania. 

Con el tiempo, las listas de maravillas se convirtieron en objeto de deseo en sí mismas. La palabra griega usada en muchos de esos documentos era theamata, una «vista», algo que se «ve», un «espectáculo». El término griego theme evolucionó para designar también un lugar, o algo ubicado en un lugar. La noción de theamata se transformó en thaumata («algo admirable»), un fenómeno físico que producía asombro y fascinación; de ahí procede el término «maravilla» de las lenguas modernas. Las maravillas eran, y siguen siendo, realidades presentes en el planeta y en nuestra mente, verdaderos puntos de referencia. 

Una tradición oriental

Las Siete Maravillas originales tienen tanto que ver con Oriente como con Occidente. Aunque en la lista predominan los monumentos griegos, se incluyeron también dos ajenos al mundo helenístico: la gran pirámide de Gizeh y los jardines colgantes de Babilonia. Más allá de esto, merece la pena señalar que la taxonomía de las «maravillas», en particular cuando se reúnen en grupos de siete, era una tradición propia del Próximo Oriente. En su aplicación original, las maravillas parecían referirse a algo monumental. Algo temible. Por ejemplo, las murallas y los zigurats de Babilonia eran vistos, literalmente, como obras imponentes, pasmosas e intimidantes.

Para muchas culturas del Próximo Oriente, todo empezaba y acababa con el número siete. Había siete cielos, siete infiernos, siete puertas del infierno (a través de las cuales cruzaba la todopoderosa diosa del amor Inanna, ancestro de la diosa griega Afrodita, perdiendo una prenda de ropa cada vez que lo hacía en un precedente de la apócrifa danza de los siete velos de Salomé), siete edades del hombre, siete eras de la creación en el Corán... Había siete cuerpos celestes y siete sabios de Grecia. La palabra asiria que significa mundo, kissatu, también significa siete. Este número tenía un poder natural, simbólico y asociativo. Era potente porque conectaba los cuatro elementos terrestres (tierra, aire, fuego y agua) con los tres de los cielos (el Sol, la Luna y las estrellas). El siete era mágico, era todo lo que importaba. No era producto ni factor de los primeros diez números, era indivisible.

Pero el poder del siete podía ser tanto maligno como benigno. En un texto acadio del siglo IX o VIII a.C., escrito unos cien años antes de la construcción de los jardines colgantes de Babilonia, siete hijos del cielo en la tierra invocan a Erra, dios de las plagas, para que destruya a la humanidad. También se creía que el conjuro de los siete salvadores heroicos, el ritual mesopotámico del bit meseri, neutralizaba a los siete maléficos.

Parece que la interacción griega con Oriente, a medida que los griegos se extendían hacia las tierras del sol naciente desde el siglo VIII a.C., trasladó las historias basadas en siete elementos al canon griego: los siete contra Tebas, la hidra de siete cabezas, etcétera. En Alejandría también se perpetuó la idea de la particularidad del siete: en 297 a.C., un bibliotecario de la ciudad, Demetrio de Falero, proclamó que los sacerdotes de Egipto rezarían a sus dioses con las siete vocales griegas. Por tanto, aunque podamos pensar que el concepto de las Siete Maravillas nació en el mundo helenístico, sus raíces más profundas se encuentran en el Próximo Oriente y Asia.

Una seducción imperecedera

Las listas que siguieron a las helenísticas demostraron que la fascinación hacia aquellos siete monumentos magníficos nunca se desvaneció. Algunos personajes célebres visitaron las maravillas: además de Alejandro Magno, que contempló las cinco que existían en su tiempo, cabe citar al general, científico y escritor romano Plinio el Viejo, quien antes de morir durante la erupción del Vesubio en el año 79 d.C. tuvo ocasión de contemplar el Coloso de Rodas; o a Cleopatra y Marco Antonio, que pasaron un invierno en Éfeso y debieron de deleitarse ante el templo de Ártemis. Visitar las Siete Maravillas era un objetivo vital frecuente. 

Hombres y mujeres corrientes también viajaban hasta ellas. Uno de los primeros defensores del estoicismo, el esclavo liberado Epicteto, nos cuenta que los antiguos creían que solo morirían felices si visitaban la estatua de Zeus en Olimpia. Otro escritor posterior, Luciano de Samosata, autor de la primera novela de ciencia ficción de la historia, imaginó a un astronauta de la antigua Grecia que viajaba hasta los cielos y reconocía la Tierra al divisar el Faro de Alejandría y el Coloso de Rodas. Las Siete Maravillas, una lista de importancia simbólica, estaban muy presentes en la mente de los antiguos, como lo siguen estando en el mundo moderno.

alejandro y la maravilla de éfeso

El primer templo de Ártemisen Éfeso, en Asia Menor, fue destruido por nómadas cimerios en 645 a.C. Posteriormente, el rey Creso de Lidia inició la construcción de la verdadera «maravilla», un templo de grandes dimensiones en estilo jónico, obra de Quersifronte de Cnosos. Pero en 356 a.C. un hombre llamado Heróstrato, pastor de Éfeso, deseoso de pasar a la historia, prendió fuego al edificio, que ardió hasta los cimientos.

Según cuenta la leyenda, ese mismo día, muy lejos de allí, en la agreste Macedonía, nacía Alejandro Magno, quien estaba llamado a ser el conquistador de Asia. Años después, cuando Alejandro visitó Éfeso durante su campaña de conquista del Imperio persa, se ofreció a sufragar la reconstrucción del Artemisio, como se conocía a la maravilla desaparecida, pero con una condición: que el nuevo templo estuviese dedicado tanto a la diosa como a él. Los efesios se negaron y el proyecto no pudo llevarse a cabo. 

Gran templo de Ártemis en Éfeso

Gran templo de Ártemis en Éfeso

La fotografía muestra los pocos restos que quedan del gran templo de Ártemis en Éfeso.

Adobe Stock

Sería tras la muerte del macedonio, en 323 a.C., cuando tuvo lugar la reconstrucción del templo, dirigida por el arquitecto Dinócrates. Se invirtieron recursos de otros templos, las mujeres regalaron sus joyas y hubo quien ofreció dinero por cada columna a cambio de estampar su nombre en ella. Finalmente, el colosal templo de Éfeso volvió a la vida, mereciendo aún más la denominación de «maravilla». Sobrevivió casi seis siglos más, hasta que los godos saquearon Éfeso y lo dañaron irremisiblemente en el año 263 d.C. 

1 /7
Los jardines colgantes

3D Graphic Kais Jacob

1 / 7

Los jardines colgantes

Según la leyenda, el rey Nabucodonosor II construyó unos impresionantes jardines en Babilonia para su esposa Amitis, que añoraba los paisajes de su tierra. En la imagen, reconstrucción idealizada de los jardines, repletos de plantas y árboles frutales.

Gran Pirámide

Adobe Stock

2 / 7

Gran Pirámide

La Gran Pirámide, al fondo de la imagen, erigida por el faraón Keops, de la dinastía IV, en la meseta de Gizeh, en Egipto, es la única de las Siete Maravillas del mundo antiguo que aún sigue en pie. 

El dios de oro y marfil

Yakov Oaskanov / Shutterstock

3 / 7

El dios de oro y marfil

La estatua de Zeus en Olimpia fue realizada por el escultor ateniense Fidias en oro y marfil. Situada en la cella –el rincón más sagrado– del templo de este dios, medía 13 metros de altura. En la imagen, estatua del dios Júpiter representado como el Zeus de Olimpia en el Museo del Hermitage, San Petersburgo.

El Doloso de Rodas

Marco Covi / Electa / Album

4 / 7

El Coloso de Rodas

La villa Godi, edificada por el arquitecto Andrea Palladio en la región del Véneto, alberga la sala de los Triunfos, decorada con este fresco que recrea el puerto de la antigua Rodas, en cuya entrada se creía que se alzó el célebre Coloso. 

El faro de Alejandría

© Jean-Claude Golvin. Musée départemental Arles Antique

5 / 7

El faro de Alejandría

Obra de Sóstrato de Cnido, medía entre 103 y 118 m de altura y se construyó con grandes bloques de piedra. Lo coronaba una estatua de bronce de 7 m de alto que quizá representaba a Poseidón.

El templo de la gran diosa

Mary Evans / Cordon Press

6 / 7

El templo de la gran diosa

Esta imagen idealizada muestra la escalinata principal del templo de Ártemis en Éfeso, que en el grabado está presidida por una estatua de la diosa montada en un carro conducido por serpientes.

El mausoleo de Halicarnaso

© Jean-Claude Golvin. Musée départemental Arles Antique

7 / 7

El mausoleo de Halicarnaso

En este dibujo se muestra una reconstrucción de la monumental tumba erigida por el sátrapa Mausolo en Halicarnaso. El edificio, de 45 metros de altura, estaba coronado con una cuadriga.

----

Este artículo pertenece al número 245 de la revista Historia National Geographic.