Mijaíl Bulgákov, Stalin y el Maestro - Grupo Milenio
Cultura

Mijaíl Bulgákov y el montañés del Kremlin

Literatura

Entre la represión y el cuestionamiento de identidad, el escritor ruso, cuyo aniversario de muerte conmemoramos este mes, escribió El Maestro y Margarita.

El 17 de abril de 1930 se celebró en Moscú el funeral de Vladímir Mayakovski, quien se suicidó. Al día siguente, en casa de Mijaíl Bulgákov, sonó el teléfono. Anunciaron una llamada del Kremlin. Colgó, pensando en una broma. Volvió a sonar y contestó: era Stalin. El Gran timonel, el Guía del proletariado mundial, el Corifeo de las artes y las ciencias, el Padre de los pueblos, preguntó al escritor por qué razón quería irse al extranjero y si realmente abominaba la vida en la Unión Soviética. Bulgákov reconoció que después de tantas reflexiones había llegado a la conclusión de que un escritor ruso no podría vivir lejos de su patria. Stalin, satisfecho, le ofreció un empleo en Teatro de Arte y le propuso un encuentro para conversar. No tuvieron más contacto.

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Bulgákov estaba trabajando en una novela que había iniciado en 1928 y que lo acompañaría hasta su muerte. Aún no tenía título, o tendría muchos antes de llegar al que nosotros conocemos: El Maestro y Margarita. En principio, los dos protagonistas eran Dios y el Diablo. Un narrador juntaba los hilos de la intriga, que se centraba en las historias paralelas de Pilatos y Jesús, y la de Woland, un demonio que visita Moscú con su pandilla. La presencia del Maestro y de la musa, Margarita, tomó cuerpo a partir de la tercera redacción. Se conservan 20 cuadernos y dos libretas de “materiales” con las ocho versiones del texto, donde actúan 140 personajes y 24 animales, alcanzando una densidad equivalente a la de Guerra y paz.

Bulgákov recibió la llamada de Stalin en plena crisis de identidad: el escritor al que no se le permite publicar, ¿es un escritor? Será éste el tema central de la novela, avivado por la exploración del mundo interior del Maestro (el relato dentro del relato, la historia del procurador Poncio Pilatos y del Maestro condenado a la crucifixión) y el inventario del ámbito exterior (el Moscú de los años treinta y sus camarillas literarias frente a la invasión de las fuerzas diabólicas de Woland). El juego de espejos, los reflejos minuciosos en los niveles de la trama, precisan la hipérbole lógica del tiempo deshilado, del espacio que va perdiendo extensión y gravedad, del juicio que tiende a una alianza eterna. Es la lucha del Maestro contra los escritores, de la vocación literaria contra el interés, del sacrificio contra el éxito social.

Nunca el Maestro se presenta —o es presentado— como escritor: es el autor de una sola obra, la novela de Poncio Pilatos, que lo consume y lo atormenta y lo condena, pero que al fin lo redime y lo devuelve a la paz, al reposo: “No se merece el mundo, se merece la tranquilidad”. Palabras de Leví Mateo, el testigo del verbo del otro: “Ha leído la obra del Maestro, pide que te lleves al Maestro y le des la paz. ¿Te cuesta trabajo hacerlo, espíritu del mal?” Podemos sentir el temblor de la mano de Bulgákov pergeñando esta consigna.

El Maestro, denostado por los críticos y editores, por la desidia moral e intelectual del sindicato literario del Estado, quema su obra y huye del consorcio humano, se atrinchera en la orfandad de un manicomio. Redimido por Margarita, quien pacta con el Diablo el rescate de la obra, puesto cara a cara con Woland que lo exhorta a que le muestre su novela, contesta: “Desgraciadamente, no puedo hacerlo, porque la quemé en la chimenea”. Woland lo reprende: “Usted perdone, pero no le creo, es imposible, los manuscritos no arden”. Y le devuelve el manuscrito. El Maestro es Bulgákov; también es Mandelshtam, también es Pilniak, y Zamiátin, Ajmátova, Bábel…, una generación diezmada por el rencor del poeta fallido, el georgiano cuyos “dedos gordos parecen grasientos gusanos”, según escribió Mandelshtam, “el montañés del Kremlin” que aprontó la más prolífica máquina de muerte del siglo pasado.

En El Maestro y Margarita, entre farsa y parodia, en el siniestro vodevil de la Historia, la vida moscovita fluye con su drama y su penuria, con la espada de Damocles colgando en el alma de todos. “Detrás de una mesa enorme, sobre la que se veía un voluminoso tintero, estaba sentado un traje vacío, escribiendo en un papel con una pluma que no mojaba en la tinta”. Los empleados de una oficina de gobierno, comprendiendo que no pueden sustraerse a la melomanía del director, empiezan a cantar “involuntariamente, sin querer. Intentaban callarse. ¡Imposible! Callaban tres minutos y de nuevo rompían a cantar; se volvían a callar, ¡y a cantar otra vez!”. Al cabo de un cuarto de hora llegarán tres camiones para llevarse a todo el personal, encabezado por el director: “Siguieron cantando.

Los transeúntes, ocupados en sus propios asuntos, les miraban distraídamente, sin la menor sorpresa, pensando que era un grupo de excursionistas que marchaba fuera de la ciudad”. Es ésta, quizá, la primera alusión literaria a las deportaciones en masa que plagaron aquella época funesta. Recordemos que unas décadas después, cuando en Archipiélago Gulag Solzhenitsyn relató su aprehensión, confesaba su espontánea, inconsciente, connivencia: los agentes que lo llevaban a la Lubianka (la sede del NKVD, el Comisariado del Pueblo para Asuntos Internos) no conocían la ciudad y fue él, el arrestado, quien indicó la ruta más breve para llegar a la cárcel.

Mijaíl Bulgákov, enfermo de nefroesclerosis, murió el 10 de marzo de 1940. Tenía 49 años. Unas semanas antes, había dictado a su esposa Yelena las últimas correcciones de El Maestro y Margarita. La novela fue publicada en 1967 en la revista Moskva, con 14 mil palabras eliminadas por la censura. El mismo año la editorial francesa Ymca-Press publicó la primera edición integral de la novela en ruso.

Un día de junio de 1934 sonó el teléfono en casa de Boris Pasternak. Era Stalin. Pasternak estaba abogando en favor de Mandelshtam, culpable de haber compuesto un poema contra el Camarada. Stalin preguntó: “¿Por qué no se dirigió usted a la organización de escritores o directamente a mí? Si yo fuera poeta y un amigo poeta cayera en desgracia, yo haría lo que fuera para ayudarle”. Pero la pregunta tajante y decisiva fue otra: “¿Es realmente un maestro? ¿Un maestro?” Pasternak contaría esta conversación a Anna Ajmátova, quien la contaría a Bulgákov. El diablo, que había salvado la novela del Maestro, regaló a Bulgákov el título para la suya.

SVS

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