El derecho al grito es uno de los 13 títulos alternativos propuestos por Clarice Lispector para su novela esencial La hora de la estrella, publicada en 1977, el año de su fallecimiento. Cuando murió, a sus 56 años, víctima de un cáncer, ya era una de las figuras más diáfanas del Brasil, un suceso ontológico en la literatura en lengua portuguesa, y una especie de experiencia catártica para quienes la estudiaban. La aclamación de sus lectores, probablemente, no fue suficiente, quizá en ninguna medida, para hacerla sentir justificada. Estaba convencida de que nació para cumplir una misión y no pudo. A principios de siglo (ella nació en 1920) se creía, en Europa del Este, que dar a luz a un hijo curaba a las mujeres de la sífilis. A su madre, ucraniana, le habían contagiado esa enfermedad los soldados rusos que la violaron en las postrimerías de la guerra civil bolchevique. La madre de Clarice Lispector murió cuando su hija, futura escritora, tenía 9 años.

Para la década de los 20, la humanidad intentaba salir del trauma de la Primera Guerra Mundial. Se buscó, de todas las formas posibles, una anestesia para olvidar, para no pensar en todo lo que se perdió. El inclemente y atrasado imperio de los zares se había disuelto en 1917, con la masacre a la familia Románov y el advenimiento de una guerra civil en la que triunfarían los bolcheviques. Tras la muerte y el corto liderazgo supremo de Vladimir Lenin, el intelectual, tomó el poder del Partido Comunista y de la Unión Soviética Iósif Stalin, el asesino. Una de las más cruentas pesadillas autoritarias de todos los tiempos se levantó; se constituiría en imperio global tras la Segunda Guerra Mundial, llegaría al espacio y se derrumbaría de pronto, sin balas, como respondiendo a la pregunta que en su novela escribió Clarice Lispector: “¿Por qué no caen las nubes, cuando todo cae?”

Lispector nunca supo de la existencia de Vladimir Putin, pero Svetlana Alexiévich sí. La Nobel de Literatura 2015, quizá la primera, o al menos la icónica, en la historia que recibe ese galardón por escribir periodismo, por narrar historias reales, es hija de un militar soviético de origen bielorruso y una madre de origen ucraniana, profesora. Nació en Ucrania y escribe en ruso, la lengua de Tolstói, Dostoyevski, Chéjov o Pasternak, los santos y sabios; o la lengua que hablaba el glorioso Tchaikovsky, cuando pensaba la música y con sus notas recreaba el silencio de la creación. Alexiévich se arrepiente, según el perfil que de ella hizo Damián de la Torre, por haber recriminado a sus padres sus creencias políticas: les había reprochado su ceguera frente a Stalin. Concluyó que el amor entre padres e hijos es superior a las creencias políticas. Y dijo de Putin: “Él no sólo engloba a su persona: él es el reflejo de un pueblo. El problema, en sí, no es el poder, el problema se da cuando el pueblo lo escucha”. Mientas escribo, hay más de 4.000 presos en Rusia, según la BBC, por protestar contra Putin y contra la invasión a Ucrania. Al menos 5 niños fueron detenidos y entre los ancianos está Yelena Osipova, de 77 años, hija de sobrevivientes del sitio de Leningrado, horrendo episodio de la Segunda Guerra Mundial.

Pese a sus 23 años al frente del Kremlin y en goce del poder total, Putin no es el primer zar de Rusia, ni el más violento. El 6 de noviembre de 1581, Iván el Terrible asesinó a golpes a su hijo mayor, el zarévich y príncipe heredero Iván, su predilecto. El zarévich intercedió por su esposa, mientras esta era golpeada por el efectivo primer zar de Rusia, cuando encontró la muerte. El pintor Iliá Repin inmortalizó la escena: el monarca arrepentido se aferra al cadáver de su hijo, ensangrentado, al que acababa de asesinar. El Zarato que fundó Iván el Terrible se convertiría en el Imperio ruso en 1721, por Pedro el Grande, de la dinastía Románov. Él y su hija Catalina serían conocidos como grandes, por soñar, quizá, el imperio territorialmente más colosal de la Tierra, aquel que transformado con el tiempo y las revoluciones enviaría a la perra Laika al espacio el 3 de noviembre de 1957 y a Yuri Gagarin el 12 de abril de 1961. Pero esa superpotencia nuclear, ante la que todo Occidente tiembla de terror, tiene sus orígenes en la Rus de Kiev, la federación de principados que existió desde el año 882 al 1240, de la que descendió el Principado Moscovita, el Zarato, el Imperio ruso, la URRS, y la Federación de Rusia. El antiguo Estado tenía, de hecho, su capital en Kiev, la actual capital de Ucrania, la ciudad hoy bombardeada criminalmente por Putin.

En La hora de la estrella, Clarice Lispector narra la historia de Macabéa, una muchacha de la periferia brasileña que se busca la vida en Río de Janeiro y que se niega a entender que su existencia es una desgracia. La novela es trágica, pero es bella la manera de Lispector de darnos esperanza, sobre todo en la muerte, sobre todo en la vida, que aunque desgraciada, tiene momentos valiosos. Juan Forn, el hombre que fue viernes, cuenta que Chico Buarque le dijo a Lispector: “Rece por mí. No importa cómo. Porque tengo la secreta certidumbre de que usted está más cerca de Dios que yo, a pesar de lo maliciosa que es con él”. Y ella, desde su columna en el Jornal do Brasil, le respondió: “Son las cuatro de la madrugada y es una hora tan bella que cualquiera que esté despierto está de algún modo rezando. Así que yo estoy rezando por ti, Chico”. A las 4 de la mañana del 24 de febrero del 2022, el presidente ucraniano Volodímir Zelenski sabía que la historia de su país cambiaría radicalmente en los siguientes minutos. El resto lo sabemos: rezos y gritos. (O)