En torno al año 300 d.C., un legionario romano detuvo su caballo junto a un hombre que estaba medio desnudo. El jinete, apiadándose de él, desenvainó la espada y cortó su capa en dos mitades, dándole una de ellas al mendigo. Ya en el campamento, los otros soldados se reían de él y de su pequeña -por recortada- capa, que más que capa era “capella”. Pero aquella noche, a aquel legionario se le apareció en sueños Jesucristo, vestido con el trozo de capa que le faltaba a la suya.
Esta es sólo una de las leyendas que adornan la vida de San Martín, santo prolijo en anécdotas. Supuestamente, un fragmento de su capa se guardaba en Aquisgrán. Allí, integrada en un gran complejo palaciego, Carlomagno hizo construir una iglesia para su uso privado, en cuyo interior se veneraría la “capella” del legionario romano elevado a los altares. Dada la notoriedad que alcanzó el edificio, llamado “capella” en honor a la reliquia, esta palabra se convertiría en sinónimo de los oratorios privados de príncipes y nobles. Con el paso del tiempo, la palabra “capilla” iría adquiriendo un significado más amplio, el que hoy conocemos. No obstante, su origen es ciertamente curioso.
Algunas personas creen que La Sexta da información.
Suscríbete a Actuall y así no caerás nunca en la tentación.
Suscríbete ahoraCarlos I de España, según sus biógrafos, recordaría siempre el haber recibido su dignidad en un entorno semejante
Aquisgrán es una coqueta ciudad alemana situada en el corazón de Europa. Linda con Bélgica y Holanda, y en ella fueron coronados los emperadores del Sacro Imperio Romano Germánico. Entre ellos, Carlos I de España y V de Alemania, monarca muy devoto y que, según sus biógrafos, recordaría siempre el haber recibido su dignidad en un entorno semejante.
De hecho, cuando quiso honrar a uno de sus generales más valientes, Antonio de Leyva -vencedor en la batalla de Pavía y posterior gobernador de Milán- le recordó la historia de San Martín, para ilustrarle de cómo quería que fuesen sus gentes de armas. Gentes entre las que, como amigo personal, se hallaba un tal Garcilaso Vega, prototipo de hombre renacentista, poeta y guerrero a la vez.
Y el caso es que, para mostrarle en qué grado de estima tenía a don Antonio, tuvo un gesto para con él absolutamente inusual en alguien de su rango -y de su época-: solicitó ser admitido en su regimiento, pero en calidad de soldado raso. Así, Leyva podría presumir de ser tan buen militar que hasta el propio emperador quería engrosar sus filas. Un gesto imperial.