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María, la Virgen humilde y obediente
¡Medita en la humildad de María desde su infancia!


Por: P. Marcelino de Andrés | Fuente: El paraíso de Nazaret





A veces imaginamos y concebimos algunas páginas del evangelio, demasiado teñidas de azul celeste o excesivamente bañadas en un marcado tinte poético. Sin duda en cierta casa de Nazaret se respiraría un penetrante perfume de paraíso, pero a la vez la vida allí discurriría dentro de una gran normalidad. Y debió desenvolverse con todos los colores. Los colores de todos los días. Grises también.

La vida de la Santísima Virgen se vio salpicada de eventos extraordinarios. Es verdad. Pero la mayor parte transcurrió de un modo muy ordinario y sencillo. A blanco y negro. Incluso esos episodios sublimes y grandiosos, María los debió vivir con la humildad y sencillez habituales en Ella.

María tenía motivos más que suficientes para crecerse, engreírse, reconocerse superior a sus semejantes. Se vio adornada de dones y gracias que excedían con mucho a los de las demás personas. Recibió privilegios que la situaban muy por encima de los más privilegiados de este mundo. Sin embargo, Ella vivió siempre y en todo momento con una humildad y simplicidad que nos llenan de asombro.

“Su humildad -dirá San Juis M. Grignion de Montfort- fue tan profunda que no tuvo en esta tierra otro deseo más fuerte y más continuo que el de esconderse a sí misma y a todos, para ser conocida únicamente por Dios”.

Basta contemplarla en algunos de los momentos que conocemos de su vida para percatarnos de ello.

Humildad en su infancia.

Humildes fueron sus padres. Según una antigua tradición, de la que hay constancia ya desde el siglo II, fue hija de Joaquín y Ana. Dos personajes que, de no haber sido los padres de María, hubieran pasado desapercibidos para todo el mundo. Eran originarios de Nazaret, pequeña aldea de Galilea a unos 170 kilómetros de Jerusalén.

A decir verdad, no conocemos más que esos escasísimos datos de la humilde niñez e infancia de María. Es de suponer que vivió esos años preciosos en la más absoluta normalidad. Una niña más de un pueblo desconocido. Pero que debió llenar de gozo a todos cuantos la trataron por su sencillez y alegría contagiosas.

Humildad en el momento de la Anunciación

Es admirable ir comparando cada frase del anuncio del ángel del Señor y la reacción de María. Él la llama “Llena de gracia...” y Ella se turba, se sonroja. Él le asegura: “has hallado gracia delante de Dios”; es decir, le has encantado a Dios... Y Ella agacha su cabeza más ruborizada aún.

El mensajero celeste continúa anunciando grandezas sublimes: “Tu Hijo será grande; será llamado Hijo del Altísimo... Reinará sobre el trono de David, y su reino no tendrá fin..”. Y a Ella no se le ocurrió contestar: “he aquí la Vara de Jesé, he aquí la Flor de Cades, he aquí la Turris eburnea”; ni tampoco “he aquí la Reina de Israel” o “la Madre del Altísimo...” No se le ocurrió despedir al ángel diciéndole con ese típico aire de altivez: “Gabriel, puedes retirarte de mi presencia. Comunicaré mi decisión directamente al Altísimo, cuando lo juzgue oportuno, después de pensarlo mejor”. No. María dijo sencillamente: “he aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”.

Y a partir de ese momento, a eso se dedicó. A comportarse como esclava, siendo Reina. Se puso a reinar sirviendo. De hecho lo primero que hizo fue irse de prisa a servir y ayudar a su prima Isabel que estaba en cinta.

Humildad en la visita a su prima Isabel

Antes de nada sería interesante prestar atención al viaje hacia la región montañosa. No viajó como una Reina. No dispuso de carroza y ni estuvo rodeada de pajes que la atendían... Claro que no. La mayor parte del trayecto lo hizo, sin duda, a pie (y era más bien largo: varios días de camino). Además, iba -dice el evangelio- “con presteza”, con prisa. Prisa por servir. No iba de excursión, ni aprovechó para hacer turismo...

Tras el duro viaje -que se hizo más llevadero al saber a quién llevaba en su seno-, por fin llegó María a casa de Isabel. Cuando se saludaron, de nuevo se puso a prueba su humildad ante las palabras de su prima: “de dónde a mí que la Madre de mi Señor venga a verme”. Aquello fue como para recordarle a María quién era Ella... Pero, por lo visto, se le olvidó de inmediato. Su corazón no conoció ni el más leve orgullo. Pemán lo ilustra con esta acertada comparación: “Si tuviera lengua la fuente cuando la embellece el sol de una clara mañana, ¿qué orgullo habría en que la fuente dijera, con aire de canción, que magnificaba al sol porque la había llenado de luz?... María magnificó al Señor”. Devolvió a Dios con su Magnificat los honores y glorias salidos de la boca de Isabel y se puso a servir.

Sí, la Madre de Dios, la Madre del Señor, de sirvienta. Y no lo hizo girando órdenes al personal de servicio. No lo hizo dando instrucciones con guantes de seda blancos. No, no. A mano limpia. Barriendo, fregando, cosiendo, yendo por agua a la fuente del pueblo, o llevando la basura a tirar al barranco... Quitando a su prima de las manos los platos sucios para lavarlos Ella, la ropa sucia para tallarla en el lavadero junto al río, las prendas rotas para zurcirlas...

E Isabel, que sabía quién era María, mortificada... Pero María a lo que iba... a servir... y no a ser tratada como la Madre del Señor de cielos y tierra. No. Nunca aprendió María a distinguir bien cuáles son esas cosas que no pueden hacer las señoras y esas cosas que sólo pueden hacer las sirvientas.

En María descubrimos que el prójimo (su prima o quien sea) es más importante que Ella, hasta el punto de dedicarle su tiempo y su vida, incluso estando como estaba en el centro de la historia porque llevaba en sí al Señor de la misma.

¡Qué sencilla y humilde, la Virgen, nuestra Madre! Su dignidad y grandeza las manifestó en un amor hecho servicio sencillo y alegre.




Comentarios al autor P. Marcelino de Andrés
 







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