“Se podría decir que tuve mala suerte”, se excusa Catalina de Médici mientras relata las desventuras de su historia a una joven criada bendecida por su suspicaz elección. Estamos en Francia, en 1560, y Catalina necesita una doncella para la inminente coronación de su segundo hijo, el futuro rey Carlos IX de la dinastía Valois. A punto de asumir el poder total como regente de la corona, la suerte de la reina madre parece haber cambiado. Pero para ello ha recorrido un largo camino, desde un convento en la Toscana hasta una de las bodas más importantes del Renacimiento, alternando el desprecio por su origen plebeyo y la admiración por su condición de estratega. “La reina serpiente” fue su apodo, diseminado en los libros de historia como síntesis de sus malas artes, fruto de la envidia por su astucia para la supervivencia, por su persistencia en la memoria como una de las monarcas más importantes de la Francia moderna. Basada en la biografía de Leonie Frieda, publicada en 2003 y convertida inmediatamente en best-seller, la nueva miniserie de Liongsgate + – nuevo nombre para la plataforma Starz Play, disponible en solitario y vía DirecTV Go- recoge la historia de Catalina de Médici desde sus desdichados orígenes hasta su ascenso al poder y la gloria.

The Serpent Queen sigue los lineamientos de las nuevas ficciones históricas dedicadas a desmontar las mitologías del pasado en un intento de descubrir personajes atractivos y excéntricos allí donde solo había figuritas quietas y descoloridas. El mejor ejemplo fue La favorita (2018), dirigida por el griego Yorgos Lanthimos, película que desempolvó la anodina figura de la reina Ana de Inglaterra, el último eslabón de la dinastía Estuardo, para vestir su decadencia de humor e ironía, su amarga reclusión de histriónica celebración, y su corte de aduladores de una sensualidad oscura y embriagante. El guionista Tony McNamara siguió con esa estela en The Great (2020 –también disponible en Lionsgate+), serie que miró con ese mismo sarcasmo una figura poderosa como la de Catalina La Grande, emperatriz de Rusia cuya legendaria villanía se convirtió en un camino de emancipación. The Serpent Queen, creada por Justin Haythe –guionista de una película como Operación: Red Sparrow (2018), que ya anticipa su ingeniosa aproximación a mujeres sobrevivientes-, ensaya una mirada audaz e iconoclasta sobre una figura clave del Renacimiento francés, odiada y temida, acusada de los peores crímenes y de las más fascinantes estrategias para asumir el poder y conservarlo sin perder la corona ni la cabeza.

La toma del poder

La mala suerte de Catalina comienza en la cuna, según evoca la reina ya adulta en la piel de la extraordinaria Samantha Morton. Su interlocutora es la joven Rahima (Sennia Nanua), criada despreciada en los sótanos del palacio por su piel oscura y por el inesperado favoritismo que la reina le confiere. Como atenta espectadora, Rahima asiste al relato de las tempranas desgracias de los Médici, mecenas de arcas llenas pero sin títulos ni oropeles que precipitan el ocaso de su apellido en las secuelas de la sífilis. Infante y sobreviviente, la pequeña Catalina pasa por el breve cuidado de su abuela paterna primero, luego por la severa disciplina del convento de la Toscana, para concluir en las alforjas de los enemigos florentinos de los Médici y ser vendida por unas monedas de oro a su tío, el Papa Clemente VII. Ya trasladada al Vaticano y con solo 14 años, la desgraciada Catalina se convierte en una pieza clave del papado en el ajedrez de Europa, propuesta al rey francés Francisco I como la consorte de su segundo hijo, el duque de Orleans, segundo en la línea sucesoria al trono tras el delfín Francisco de Bretaña. El relato asume siempre la voz irónica de Catalina, interpretada en la adolescencia por la actriz Liv Hill, quien desliza sus rocambolescas desventuras con el espectador como su único cómplice.

Más allá del quiebre de la cuarta pared y la ingeniosa estructura de flashbacks que organiza la miniserie, lo esencial de The Serpent Queen se conjura en su persistente intento de desmontar la leyenda negra alrededor de Catalina de Médici, convertida en la villana de la historia oficial que canonizó la bondad de sus rivales. Primero de Diana de Poitiers (interpretada de manera magistral por Ludivine Sagnier), amante del marido de Catalina y futuro Enrique II, musa de las artes y símbolo de la belleza renacentista –con sus baños en oro que luego precipitaron su muerte- ; y luego de María Estuardo (Antonia Clarke), reina de Escocia y consorte del primogénito de Catalina, ferviente defensora de la fe católica en una Europa convulsionada por la Reforma y el ascenso del protestantismo. La letra de Leonie Frieda asume la mitología que rodeó a la reina, desde la brujería que empujaba a un destino trágico a sus enemigos, hasta la asombrosa inteligencia que la convirtió en una de las mejores estrategas del siglo XVI. En ese péndulo entre leyenda y ficción, Catalina ensancha su propio lugar en la Historia para trascender aquellos límites que le impusieron los cronistas de su época: ¿es la benefactora de Rahima por esa innegable adversidad compartida? ¿O esa alianza es apenas una jugada maestra para vencer a aquellos que siempre la subestimaron?

La otra historia.

La plataforma Starz Play –ahora Lionsgate+- ha convertido la ficción histórica en una marca de estilo y la saga de sus reinas en una divertida estrategia de vindicación. Primero fue The White Queen (2013) sobre la figura de Isabel Woodville (Rebecca Ferguson), reina consorte de Eduardo IV de Inglaterra, primer monarca de la Casa York en el corazón de la Guerra de las Rosas; luego The White Princess (2017) sobre Isabel de York (Jodie Comer), símbolo de la unión de los York y los Tudor tras la derrota de Ricardo III y el final de la shakesperiana batalla por el trono inglés; y por último The Spanish Princess (2019), que asume la mirada de Catalina de Aragón (Charlotte Hope), hija de los Reyes Católicos de España y esposa repudiada por Enrique VIII en su búsqueda de un heredero varón y un nuevo dios para su propia iglesia. Inspirada en las novelas de Philippa Gregory, aquella tríada aspiró a sacar del ostracismo a esas mujeres que jugaron papeles claves en la historia de Inglaterra, sepultadas bajo los prejuicios y el olvido, menos en una vocación de revisionismo académico que en un lúdico ejercicio de ver con la lupa de la ficción aquella verdad que estaba escondida.

La novedad de The Serpent Queen consiste en ofrecer desde una mirada pop e irreverente el reverso de Catalina de Médici, aquella reina oscura y demoníaca que inspiró a las villanas de los cuentos de hadas, esas brujas vestidas de negro con manzanas y telares a su merced, dispuestas a envenenar a las dulces doncellas que se atrevían a desafiar sus órdenes. Catalina juega con esos estereotipos ya tempranos, en una corte afecta a los rumores y las intrigas palaciegas, convertida en un teatro de insidiosas sorpresas. En los duelos con Diana de Poitiers y María Esturado, Catalina esgrime sus mejores armas, la conciencia de que toda supervivencia se debe a la inteligencia antes que a la belleza, a las correctas decisiones antes que a la expectativa de la suerte. En la dinámica confesional con Rahima, ambas muestran y esconden sus cartas, esbozan desde ese permiso de la ficción la épica de la subterránea gesta de la reina advenediza, capaz de poner a los enemigos de sus enemigos en su favor.

Como en La toma del poder de Luis XIV (1966), magistral obra madura de Roberto Rossellini sobre la asunción al poder del Rey Sol y la conquista de la monarquía absoluta, la puesta en escena es el contenido. Allí, el joven monarca dominado hasta entonces por su madre y regente, Ana de Austria, y condicionado por su consejero, el cardenal Mazzarino, logra su emancipación al convertirse él mismo en el centro del poder; su extravagante vestuario, en una exigencia onerosa para la aristocracia; Versalles, en el palacio alejado del bullicio de París y del pueblo. Rossellini desnuda las intenciones del rey al vestir a su personaje del brocado que es la esencia de la pompa real, al situarlo en ceremonias culinarias convertidas en misa, al poner en evidencia el poder económico que subyace a todos los títulos posibles. The Serpent Queen elige la misma ventana a la hora de mirar a su protagonista: el momento de la toma del poder. Desde la muerte de su suegro, rey astuto y licencioso pero consciente de sus propios méritos, Catalina escenifica su ascenso en cada gesto y decisión, en cada alianza temporal y pacto de conveniencia, en una sabiduría política que revela a fuego y sangre la difícil conquista de su propia libertad.

La reina Samantha.

Desde sus inicios en la televisión británica en los años 90, Samantha Morton dio cuerpo a su estilo de interpretación a partir de una contundente presencia en escena, una fortaleza preñada de fragilidad, una voz intensa para las frases más conmovedoras, una mirada inusual para los personajes más inesperados. Ellos fueron la conmovedora Hattie de Dulce y melancólico (1999), olvidado homenaje de Woody Allen al jazz y a los artistas caprichosos y geniales; la visionaria Agatha de Minority Report (2002), thriller futurista bajo la batuta de Steven Spielberg; o la inconsolable Sarah de Tierra de sueños (2002) de Jim Sheridan, habitante de una Nueva York cruda y tan fantasmal como los ecos de su propia tragedia. Pero Morton también vistió los trajes renacentistas de María Estuardo en Elizabeth: La edad de oro (2007), la pretenciosa secuela del ascenso de Isabel I al trono y la gestación de su poderío naval. Su María Estuardo fue allí la perfecta enemiga de la reina virgen (interpretada nada menos que por Cate Blanchett), prisionera de la Torre de Londres por su fe y su devoción, perfecta mártir de ese catolicismo amenazado, de la poesía de la era isabelina, musa inolvidable de la biografía de Stefan Zweig.

Sin embargo, Harlots (2017-2019) fue la serie que mejor sintonizó con su espíritu exuberante: la historia de una cortesana en busca de venganza en la París del siglo XVIII, signada por el libertinaje que expondría Pierre Choderlos de Laclos en sus Relaciones peligrosas, perfecto decadentismo de una Europa envuelta en sus irremediables contradicciones. Morton consigue un exquisito duelo actoral con Lesley Manville, quien da vida a Lady Quingley, señora de las artes y el sexo tras los portones de su palacio. Al igual que Catalina de Médici, Margaret Welles es una sobreviviente, de su propia historia trágica pero también de toda esa legión de mujeres que conquista en las calles y en las camas la única libertad posible. Sin las serpientes que adornan las vestiduras de la reina de los Valois, Margaret ejerce su poder con convicción y cierta crueldad, en un territorio minado de trampas y traiciones, construido para los que nunca han tenido que luchar por lo que quieren. 

En The Serpent Queen, una y otra vez se le recuerda a Catalina su falta de belleza y atractivo, las limitaciones de su educación, la falta de candidez y sumisión en su personalidad, el desafío constante a ese lugar de esperable subordinación. Aún marcada por el amor no correspondido del débil Enrique, seducido por una amante que ha sido como una madre, por las tensiones religiosas de una Francia en crisis, con el emperador Carlos V dispuesto a gobernar una Europa católica, por su linaje odiado por la raigambre plebeya, los caprichosos mecenazgos, los descarados libertinajes, Catalina bregó por un poder que no le correspondía, ese que nadie le había regalado y aun así estaba dispuesta a conquistar. The Serpent Queen no solo retuerce la acostumbrada maledicencia que nutre los retratos de mujeres poderosas, sino que explora los entresijos de su sabiduría política, sin idealismos ni ingenuidades, dotada de un astuto pragmatismo en un tiempo de frecuentes hostilidades. Detrás de la villana del cuento de hadas asoman las ingeniosas costuras de su propia fábula.