Entre los autores con notable éxito entre la juventud de mi época había uno que me fue esquivo, fuera por la carga de lecturas universitarias, fuera por la combinación de trabajo, estudios y parrandas. Extraviado el nombre en un par de títulos que han sorteado mudanzas y purgas, Hermann Hesse (1877-1962) ha irrumpido en un tercero que reúne su intercambio epistolar con Stefan Zweig (1881-1942), titulado Correspondencia.
Editado por Acantilado (2009), el volumen contiene un valor agregado, pues las cartas arrancan con la presentación inicial del alemán-suizo ante el joven pero ya conocido Zweig, a quien pone a su consideración el “librito” de poemas Gedichte, pero se las arregla para pintar autorretratos que descuelgo a continuación para el deleite del generoso lector.
En esas primeras misivas de 1903 fechadas en Basilea, Hesse dice no ser un autor de cartas muy fiable, aunque mantendrá la correspondencia con el biógrafo hasta 1938, y confiesa que debido a su naturaleza inconstante le resulta imposible aceptar compromisos u obligaciones, aunque en medio de su “insociabilidad”, no rehúye las visitas a artistas plásticos.
“Por el contrario, tengo cierta aversión por los literatos, los actores y los músicos. Los pintores hablan siempre de la naturaleza; los demás, únicamente de sus obras o de algún que otro colega al que envidian.”
En esas primeras páginas, como si la idea fuera desalentar la oportunidad de acercamiento, escribe: “De mí hay poco que contar. Aparte de algunos amoríos, mi corazón jamás ha pertenecido a las personas, sino a la naturaleza y a los libros (…) Andar, remar, nadar y pescar están para mí por encima de todo. Solo que no practico nada de eso como deportista, sino como un soñador, como un ser holgazán y fantasioso”.
Siempre, aconseja Hesse, se me puede encontrar empinando el codo en las tabernas de marineros, y sentencia: “Mientras uno escribe, se siente como un pequeño dios, pero al final ve que lo que ha hecho no pasa de ser un trabajo de escolar, nada más”.
@acvilleda