MARIA VALTORTA: Visiones sobre la vida de la Virgen María

Visiones sobre la vida de la Virgen María


María recibida en el Templo.
En su humildad, no sabía que era la Llena de Sabiduría.



Veo a María caminando entre su padre y su madre por las calles de Jerusalén.
Los que pasan se paran a mirar a la bonita Niña vestida toda de blanco nieve y arrollada en un ligerísimo tejido que, por sus dibujos, de ramas y flores, más opacos que el tenue fondo, creo que es el mismo que tenía Ana el día de su Purificación. Lo único es que, mientras que a Ana no le sobrepasaba la cintura, a María, siendo pequeñita, le baja casi hasta el suelo, envolviéndola en una nubecita ligera y lúcida de singular gracia.
El oro de la melena suelta sobre los hombros, mejor: sobre la delicada nuca, se transparenta a través del sutilísimo fondo, en las partes del velo no adamascadas. Este está sujeto a la frente con una cinta de un azul palidísimo que tiene –obviamente hecho por su mamá– unas pequeñas azucenas bordadas en plata.
El vestido –como he dicho, blanquísimo– le llega hasta abajo, y los piececitos, con sus pequeñas sandalias blancas, apenas se muestran al caminar. Las manitas parecen dos pétalos de magnolia saliendo de la larga manga. Aparte del círculo azul de la cinta, no hay ningún otro punto de color. Todo es blanco. María parece vestida de nieve.
Joaquín lleva el mismo vestido de la Purificación. Ana, en cambio, un oscurísimo morado; el manto, que le tapa incluso la cabeza, es también morado oscuro; lo lleva muy bajo, a la altura de los ojos, dos pobres ojos de madre rojos de llanto, que no quisieran llorar, y que no quisieran, sobre todo, ser vistos llorar, pero que no pueden no llorar al amparo del manto. Este protege, por una parte, de los que pasan; también, de Joaquín, cuyos ojos, siempre serenos, hoy están también enrojecidos y opacos por las lágrimas (las que ya han caído y las que aún siguen cayendo). Camina muy curvado, bajo su velo  a guisa casi de turbante que le cubre los lados del rostro.
Joaquín está muy envejecido. Los que le ven deben pensar que es abuelo o quizás bisabuelo de la pequeñuela que lleva de la mano. El pobre padre, a causa de la pena de perderla, va arrastrando los pies al caminar; todo su porte es cansino y le hace unos veinte años más viejo de lo que en realidad es; su rostro parece el de una persona enferma además de vieja, por el mucho cansancio y la mucha tristeza; la boca le tiembla ligeramente entre las dos arrugas –tan marcadas hoy– de los lados de la nariz.
Los dos tratan de celar el llanto. Pero, si pueden hacerlo para muchos, no pueden para María, la cual, por su corta estatura, los ve de abajo arriba y, levantando su cabecita, mira alternativamente a su padre y a su madre. Ellos se esfuerzan en sonreírle con su temblorosa boca, y aprietan más con su mano la diminuta manita cada vez que su hijita los mira y les sonríe. Deben pensar: «Sí. Otra vez menos que veremos esta sonrisa».
Van despacio, muy despacio. Da la impresión de que quieren prolongar lo más posible su camino. Todo es ocasión para detenerse... Pero, ¡siempre debe tener un fin un camino!... Y éste está Ya para acabarse. En efecto, allí, en la parte alta de este último tramo en subida, están los muros que circundan el Templo. Ana gime, y estrecha más fuertemente la manita de María.
«¡Ana, querida mía, aquí estoy contigo!» dice una voz desde la sombra de un bajo arco echado sobre un cruce de calles. Isabel estaba esperando. Ahora se acerca a Ana y la estrecha contra su corazón, y, al ver que Ana llora, le dice: «Ven, ven un poco a esta casa amiga; también está Zacarías».
Entran todos en una habitación baja y oscura cuya luz es un vasto fuego. La dueña, que sin duda es amiga de Isabel, si bien no conoce a Ana, amablemente se retira, dejando a los llegados libertad de hablar.
«No creas que estoy arrepentida, o que entregue con mala voluntad mi tesoro al Señor –explica Ana entre lágrimas– ...Lo que pasa es que el corazón... ¡Oh, cómo me duele el corazón, este anciano corazón mío que vuelve a su soledad, a esa soledad de quien no tiene hijos!... Si lo sintieras...».
«Lo comprendo, Ana mía... Pero tú eres buena y Dios te confortará en tu soledad.
María va a rezar por la paz de su mamá, ¿verdad?».
María acaricia las manos maternas y las besa, se las pone en la cara para ser
acariciada a su vez, y Ana cierra entre sus manos esa carita y la besa, la besa... no se sacia de besarla.
Entra Zacarías y saluda diciendo: «A los justos la paz del Señor».
«Sí –dice Joaquín–, pide paz para nosotros porque nuestras entrañas tiemblan, ante la ofrenda, como las de nuestro padre Abraham mientras subía el monte47; y nosotros no encontraremos otra ofrenda que pueda recobrar ésta; ni querríamos hacerlo, porque somos fieles a Dios. Pero sufrimos, Zacarías. Compréndenos, sacerdote de Dios, y no te seamos motivo de escándalo».
«Jamás. Es más, vuestro dolor, que sabe no transpasar lo lícito, que os llevaría a la infidelidad, es para mí escuela de amor al Altísimo. ¡Animo! La profetisa Ana cuidará con esmero esta flor de David y Aarón. En este momento es la única azucena que David tiene de su estirpe santa en el Templo, y cual perla regia será cuidada. A pesar de que los tiempos hayan entrado ya en la recta final y de que deberían preocuparse las madres de esta estirpe de consagrar sus hijas al Templo –puesto que de una virgen de David vendrá el Mesías–, no obstante, a causa de la relajación de la fe, los lugares de las vírgenes están vacíos. Demasiado pocas en el Templo; y de esta estirpe regia ninguna, después de que, hace ya tres años, Sara de Eliseo salió desposada. Es cierto que aún faltan seis lustros para el final, pero... bueno, pues esperemos que María sea la primera de muchas vírgenes de David ante el Sagrado Velo. Y... ¿quién sabe?...». –Zacarías se detiene en estas palabras y... mira pensativo a María–. Luego prosigue diciendo: «También yo velaré por Ella. Soy sacerdote y ahí dentro tengo mi influencia. Haré uso de ella para este ángel.
Además, Isabel vendrá a menudo a verla...».
«¡Oh, claro! Tengo mucha necesidad de Dios y vendré a decírselo a esta Niña para que a su vez se lo diga al Eterno».
Ana ya está más animada. Isabel, buscando confortarla aún más, pregunta: «¿No es éste tu velo de cuando te casaste?, ¿o has hilado más muselina?».
«Es aquél. Lo consagro con Ella al Señor. Ya no tengo ojos para hilar... Además, por impuestos y adversidades, las posibilidades económicas son mucho menores... No me era lícito hacer gastos onerosos. Sólo me he preocupado de que tuviera un ajuar considerable para el tiempo que transcurra en la Casa de Dios y para después... porque creo que no seré yo quien la vista para la boda... Pero quiero que sea la mano de su madre, aunque esté ya fría e inmóvil, la que la haya ornado para la boda y le haya hilado la ropa y el vestido de novia».
«¡Oh, por qué tienes que pensar así?».
«Soy vieja, prima. Jamás me he sentido tan vieja como ahora bajo el peso de este dolor. Las últimas fuerzas de mi vida se las he dado a esta flor, para llevarla y nutrirla, y ahora… y ahora... el dolor de perderla sopla sobre las postreras y las dispersa».
«No digas eso. Queda Joaquín».
«Tienes razón. Trataré de vivir para mi marido».
Joaquín ha hecho como que no ha oído, atento como está a lo que le dice Zacarías; pero sí que ha oído, y suspira fuertemente, y sus ojos brillan de llanto.
«Estamos entre tercia y sexta. Creo que sería conveniente ponernos en marcha» dice Zacarías.
Todos se levantan para ponerse los mantos y comenzar a salir.
Pero María se adelanta y se arrodilla en el umbral de la puerta con los brazos extendidos, un pequeño querubín suplicante: «¡Padre, Madre, vuestra bendición!».
No llora la fuerte pequeña; pero los labiecitos sí tiemblan, y la voz, rota por un interno singulto, presenta más que nunca el tembloroso gemido de una tortolita. La carita está más pálida y el ojo tiene esa mirada de resignada angustia que –más fuerte, hasta el punto de llegar a no poderse mirar sin que produzca un profundo sufrimiento– veré en el Calvario y ante el Sepulcro.
Sus padres la bendicen y la besan. Una, dos, diez veces. No se sacian de besarla...
Isabel llora en silencio. Zacarías, aunque quiera no dar muestras de ello, está también conmovido.
Salen. María entre su padre y su madre, como antes; delante, Zacarías y su mujer..
Ahora están dentro del recinto del Templo. «Voy a ver al Sumo Sacerdote. Vosotros subid hasta la Gran Terraza».
Atraviesan tres atrios y tres patios superpuestos... Ya están al pie del vasto cubo de mármol coronado de oro. Cada una de las cúpulas, convexas como una media naranja enorme, resplandece bajo el sol, que cae a plomada, ahora que es aproximadamente mediodía, en el amplio patio que rodea a la solemne edificación, y llena el vasto espacio abierto y la amplia escalinata que conduce al Templo. Sólo el pórtico que hay frente a la escalinata, a lo largo de la fachada, está en sombra, y la puerta, altísima, de bronce y oro, con tanta luz, aparece aún más oscura y solemne.
Por el intenso sol, María parece aún más de nieve. Ahí está, al pie de la escalinata, entre sus padres. ¡Cómo debe latirles el corazón a los tres! Isabel está al lado de Ana, pero un poco retrasada, como medio paso.
Un sonido de trompetas argentinas y la puerta gira sobre los goznes, los cuales, al moverse sobre las esferas de bronce, parecen producir sonido de cítara. Se ve el interior, con sus lámparas en el fondo. Un cortejo viene desde allí hacia el exterior. Es un pomposo cortejo acompañado de sonidos de trompetas argénteas, nubes de incienso y luces.
Ya ha llegado al umbral; delante, el que debe ser el Sumo Sacerdote: un anciano solemne, vestido de lino finísimo, cubierto con una túnica más corta, también de lino, y sobre ésta una especie de casulla –recuerda en parte a la casulla y en parte al paramento de los diáconos– multicolor: púrpura y oro, violáceo y blanco se alternan en ella y brillan como gemas al sol; y dos piedras preciosas resplandecen encima de los hombros más vivamente aún (quizás son hebillas con un engaste precioso); al pecho lleva una ancha placa resplandeciente de gemas sujeta con una cadena de oro; y colgantes y adornos lucen en la parte de abajo de la túnica corta, y oro en la frente sobre la prenda que cubre su cabeza (una prenda que me recuerda a la de los sacerdotes ortodoxos48, con su mitra en forma de cúpula en vez de en punta como la mitra católica49).
El solemne personaje avanza, solo, hasta el comienzo de la escalinata, bajo el oro del sol, que le hace todavía más espléndido. Los otros esperan, abiertos en forma de corona, fuera de la puerta, bajo el pórtico umbroso. A la izquierda hay un cándido grupo de niñas, con Ana, la profetisa, y otras maestras ancianas.
El Sumo Sacerdote mira a la Pequeña y sonríe. ¡Debe parecerle bien pequeñita al pie de esa escalinata digna de un templo egipcio! Levanta los brazos al cielo para pronunciar una oración. Todos bajan la cabeza como anonadados ante la majestad sacerdotal en comunión con la Majestad eterna.
Luego... una señal a María, y Ella se separa de su madre y de su padre y sube, sube como hechizada. Y sonríe, sonríe a la zona del Templo que está en penumbra, al lugar en que pende el preciado Velo... Ha llegado a lo alto de la escalinata, a los pies del Sumo Sacerdote, que le impone las manos sobre la cabeza. La víctima ha sido aceptada.
¿Alguna vez había tenido el Templo una hostia más pura?
Luego se vuelve y, pasando la mano por el hombro de la Corderita sin mancha, como para conducirla al altar, la lleva a la puerta del Templo y, antes de hacerla pasar pregunta:
«María de David, ¿conoces tu voto?». Ante el «sí» argentino que le responde, él grita:
«Entra, entonces. Camina en mi presencia y sé perfecta 50».
Y María entra y desaparece en la sombra, y el cortejo de las vírgenes y de las maestras, y luego de los levitas, la ocultan cada vez más, la separan... Ya no se la ve...
La puerta se vuelve, girando sobre sus armoniosos goznes. Una abertura, cada vez más estrecha, permite todavía ver al cortejo, que se va adentrando hacia el Santo.
Ahora es sólo una rendija. Ahora ya nada. Cerrada.
Al último acorde de los sonoros goznes responde un sollozo de los dos ancianos y un grito único: «¡María! ¡Hija!». Luego dos gemidos invocándose mutuamente: «¡Ana, Joaquín!». Luego, como final: «Glorifíquemos al Señor, que la recibe en su Casa y la conduce por sus caminos».

Y todo termina así.


María confía su voto al Sumo Sacerdote.
« Dios te dará un esposo y será santo porque has puesto tu confianza en El. Tu le dirás tu voto. »




María sigue estando en el Templo, y ahora sale del Templo propiamente dicho entre otras vírgenes.
Debe haberse llevado a cabo alguna ceremonia, pues un olor a inciensos se esparce por la atmósfera toda roja de un hermoso ocaso, que yo diría que es de otoño avanzado, porque un cielo ya dulcemente cansado, como lo está en un octubre sereno, se arquea sobre los jardines de Jerusalén, en los que el amarillo ocre de las hojas que pronto caerán dispone manchas dorado–rojizas entre el verde–plata de los olivos.
La comitiva –mejor sería llamarla enjambre– cándida de las vírgenes cruza el patio posterior, sube la escalinata, atraviesa un pórtico, entra en otro patio menos suntuoso, cuadrado, que como aperturas no tiene sino la que sirve para acceder a él. Debe ser el patio dedicado a acoger las pequeñas moradas de las vírgenes reservadas para el Templo, porque cada una de las jovencitas se dirige a su celda como una palomita a su nido, y asemejan verdaderamente a una bandada de palomas separándose tras haberlas tenido
agrupadas. Muchas –podría decir todas– hablan entre sí antes de dejarse, en voz baja pero al mismo tiempo festiva. María guarda silencio. Sólo las saluda con afecto antes de separarse; luego se dirige a su habitacioncita, que está en una de las esquinas a la derecha.
Se llega hasta Ella una maestra anciana, aunque no tanto como Ana de Fanuel.
«María, el Sumo Sacerdote te espera».
María la mira con cierto asombro, pero no hace preguntas. Se limita a responder: «Voy inmediatamente».
No sé si la espaciosa sala en que entra es de la casa del Sacerdote o forma parte de los aposentos de las mujeres que están dedicadas al Templo. Sé que es vasta y luminosa, puesta con gusto, y que en ella, además del Sumo Sacerdote (que con las vestiduras que lleva aparece muy elegante), están Zacarías y Ana de Fanuel.
María se inclina profundamente en el umbral de la puerta y no entra hasta que el Sumo Sacerdote no le dice: «Pasa, María. No temas». Ella se yergue y alza la cara, y entra lentamente, no por desgana, sino por un algo de involuntaria solemnidad que la hace parecer más mujer.
Ana le sonríe para animarla y Zacarías la saluda con un: «Paz a ti, prima». El Pontífice la observa atentamente. Luego le dice a Zacarías: «Es patente en Ella la estirpe de David y Aarón».
«Hija, conozco tu gracia y tu bondad. Sé que cada día has ido creciendo en ciencia y gracia ante los ojos de Dios y de los hombres. Sé que la voz de Dios susurra a tu corazón las más dulces palabras. Sé que eres la Flor del Templo de Dios y que un tercer querubín está ante el Testimonio desde que tú llegaste; y quisiera que tu perfume siguiera subiendo con los inciensos cada nuevo día.
Pero, la Ley se expresa en modo distinto. Tú ya no eres una niña, sino una mujer. Y en Israel todas las mujeres deben casarse para ofrecer a su hijo varón al Señor. Tú seguirás el precepto de la Ley. No temas, no te ruborices. No me olvido de tu regalidad.
De hecho ya te la tutela la Ley al ordenar que todo hombre reciba de su estirpe la mujer; pero, aunque no fuera así, yo lo haría, para no corromper tu magnífica sangre.
¿No conoces, María, a alguno de tu estirpe que pudiera ser tu marido?».
María levanta su cara, todo roja de pudor, y, con un primer titileo de llanto, que resplandece orlando los párpados, y con voz temblorosa, responde: «Ninguno».
«No puede conocer a ninguno, puesto que entró aquí siendo niña, y la estirpe de David está demasiado castigada y demasiado dispersa como para que las distintas ramas puedan reunirse y formar con sus frondas la copa de la palma regia» dice Zacarías.
«Entonces le dejaremos a Dios que elija».
Las lágrimas, contenidas hasta ese momento, brotan y descienden hasta la trémula boca. María dirige una mirada suplicante a su maestra.
Ana la socorre diciendo: «María se ha prometido al Señor para gloria de Dios y para la salvación de Israel. Era sólo una niña que apenas sabía pronunciar y ya se había ligado con un voto».
«Se debe a esto entonces tu llanto. No es por resistencia a la Ley».
«Es por esto... no por otro motivo. Yo te obedezco, Sacerdote de Dios».
«Esto confirma cuanto de ti me ha sido referido siempre. ¿Desde hace cuántos años eres virgen consagrada?».
«Yo creo que desde siempre. Antes de venir a este Templo ya me había ofrecido al Señor».
«Pero, ¿no eres tú la Niña que vino hace doce inviernos a pedirme entrar?».
«Sí».
«Y ¿cómo, entonces, puedes decir que ya eras de Dios?».
«... No lo sé. Yo diría que más allá de la vida69, porque tengo la impresión de que siempre ha sido mío, y de que yo siempre he sido suya, y de que yo existo porque El me ha querido para sí, para alegría de su Espíritu y del mío... Ahora obedezco, Sacerdote; pero, dime tú cómo debo actuar... No tengo ni padre ni madre. Sé tú mi guía».
«Dios te dará el esposo, y será santo, dado que en Dios te abandonas. Lo que harás será manifestarle tu voto».
«¿Y aceptará?».
«Espero que sí. Ora, hija, para que él pueda comprender tu corazón. Ahora puedes marcharte. Que Dios te acompañe siempre».
María se retira con Ana y Zacarías se queda con el Pontífice.

José designado para esposo de la Virgen.



Veo una rica sala, con un suelo bonito, cortinas, alfombras y muebles taraceados.
Debe formar parte del Templo todavía. Se deduce de que hay sacerdotes s) y muchos hombres de las más diversas edades, o sea, de los veinte a los cincuenta años aproximadamente.
Están hablando unos con otros, bajo pero animadamente. Se los ve inquietos por algo que desconozco. Todos están vestidos de fiesta, con vestidos nuevos o, al menos, recién lavados, como si estuvieran ataviados para una celebración.
…No deben conocerse todos entre sí porque se están observando con curiosidad. Pero parecen relacionados pues se ve que los apremia un pensamiento común.
En una de las esquinas veo a José. Está hablando con un anciano de aspecto robusto y vigoroso. José tendrá unos treinta años. Es un hombre apuesto; pelo corto, más bien rizado, de un castaño obscuro como el de la barba y el bigote, que velan un mentón bien conformado y suben hacia las mejillas morenorojizas, no aceitunadas como en el caso de otras personas morenas; tiene ojos obscuros, buenos y profundos, muy serios, incluso yo diría que un poco tristes. Sin embargo, cuando sonríe –como está haciendo en este momento– aparecen alegres y juveniles. Está vestido todo de  marrón claro, de forma muy simple pero muy ordenada.
Entra un grupo de jóvenes levitas. Se disponen entre la puerta y una mesa larga y estrecha que está cerca de la pared en cuyo centro se encuentra la puerta, la cual queda abierta de par en par; sólo una cortina tensa, que pende hasta unos veinte centímetros del suelo, sigue cubriendo el vano.
La curiosidad se acentúa. Y más aún cuando una mano separa la cortina para dejar paso a un levita que lleva en los brazos un haz de ramas secas sobre el cual ha sido depositada delicadamente una ramilla florecida, una ligera espuma de pétalos blancos que apenas muestran un rosáceo esfumado que desde el centro se irradia, atenuándose cada vez más, hasta el extremo de los livianos pétalos.
El levita deposita el haz de ramas encima de la mesa con exquisito cuidado para no lesionar el milagro de esa rama en flor en medio de tanta hojarasca.
Un murmullo recorre la sala. Los cuellos se alargan, las miradas se hacen más penetrantes, como para poder ver. Zacarías, con los sacerdotes, Nambién trata de ver, estando como está más cerca de la mesa, pero no ve nada. José, desde su esquina, apenas dirige los ojos hacia el haz de ramas, y, cuando su interlocutor le dice algo, él hace un gesto denegatorio como de quien dice: «¡Imposible!», y sonríe.
Un toque de trompeta desde el otro lado de la cortina. Todos guardan silencio y se disponen en perfecto orden mirando hacia la puerta, ahora enteramente abierta, dado que a la cortina la hacen deslizarse sobre sus anillos. Rodeado de otros ancianos, entra el Sumo Pontífice. Todos se postran. El Pontífice se acerca a la mesa y, en pie, comienza a hablar:
«Hombres de la estirpe de David, que habéis convenido en este lugar por convocatoria mía, escuchad. El Señor ha hablado, ¡gloria a El! De su Gloria un rayo ha descendido y, como sol de primavera, ha dado vida a una rama seca, y ésta ha florecido milagrosamente cuando ninguna rama de la tierra hoy está en flor, hoy, último día de las Luminarias, cuando aún no se ha derretido la nieve caída sobre las alturas de Judá y es lo único cándido que hay entre Sión y Betania. Dios ha hablado haciéndose padre y tutor de la Virgen de David, que no tiene tutor alguno aparte de Dios. Santa doncella,
gloria del Templo y de la estirpe, ha merecido la palabra de Dios para  conocer el nombre del esposo grato al Eterno. ¡Muy justo debe ser para haber sido elegido por el Señor para tutelar a su amada Virgen! Por ello nuestro dolor de perderla se aplaca, y cesa toda preocupación acerca de su destino como esposa. Y a aquel que ha sido señalado por Dios le confiamos, plenamente seguros, la Virgen que posee la bendición de Dios y la nuestra.
El nombre del prometido es José de Jacob, betlemita, de la tribu de David, carpintero en Nazaret de Galilea. José, acércate; el Sumo Sacerdote te lo ordena».
Gran murmullo. Cabezas que se vuelven, ojos y manos que señalan, expresiones de desilusión y expresiones de alivio. Alguno, especialmente entre los viejos, debe haberse sentido contento de no haber sido destinado para ello.
José, muy colorado y visiblemente turbado, se abre paso. Ya está ante la mesa, frente al Pontífice, al cual ha saludado con reverencia.
«Venid todos y mirad el nombre grabado en la rama. Coja cada uno su ramilla, para asegurarse de que no hay trampa».
Los hombres obedecen. Miran la ramilla que delicadamente tiene el Sumo Sacerdote; cada uno coge la suya: unos la rompen, otros la guardan. Todos miran a José: hay quien mira y calla, otros le felicitan. El anciano con el que antes estaba hablando dice: «¿No te lo había dicho, José? ¡Quien menos se siente seguro es el que vence la partida!». Ya han pasado todos.
El Sumo Sacerdote da a José la ramilla florecida, y, poniéndole mano en el hombro, le dice: «No es rica, y tú lo sabes, la esposa que Dios te dona, pero posee todas las virtudes. Hazte cada día más digno de Ella. En Israel no hay flor alguna tan linda y pura como Ella. Salid todos ahora. Que se quede José; y tú, Zacarías, pariente, trae a la prometida».
Salen todos, excepto el Sumo Sacerdote y José. Vuelven a correr la cortina, cubriendo así la puerta.
José está todo humilde junto al majestuoso Sacerdote. Una pausa silenciosa y éste le dice: «María debe manifestarte un voto que ha hecho. Ayúdala en su timidez. Sé bueno con la mujer buena».
«Pondré mi virilidad a su servicio y ningún sacrificio por Ella me pesará. Estáte seguro de ello».
Entra María con Zacarías y Ana de Fanuel.
«Ven, María» dice el Pontífice. «Este es el esposo que Dios te ha  destinado. Es José de Nazaret. Regresarás, por tanto, a tu ciudad. Ahora os voy a dejar. Que Dios os dé su bendición. Que el Señor os mire y os bendiga, os muestre su rostro y tenga siempre piedad de vosotros. Que vuelva a vosotros su rostro y os dé la paz».
Zacarías sale escoltando al Pontífice. Ana felicita al prometido y luego también sale.
Los dos prometidos están el uno enfrente del otro. María, toda colorada, tiene la cabeza agachada. José, también ruborizado, la observa buscando las primeras palabras que decir.
Al fin las encuentra y una sonrisa ilumina su rostro. Dice: «Te saludo, María. Te vi cuando eras una niña de pocos días... Yo era amigo de tu padre y tengo un sobrino de mi hermano Alfeo que era muy amigo de tu madre, su pequeño amigo, pues ahora no tiene más que dieciocho años, y, cuando tú todavía no habías nacido, siendo sólo un niñito, ya alegraba las tristezas de tu madre, que le quería mucho. No nos conoces porque viniste
aquí siendo muy pequeñita. Pero en Nazaret todos te quieren y piensan en ti, y hablan de la pequeña María de Joaquín, cuyo nacimiento fue un milagro del Señor, que hizo verdecer a la estéril... Yo me acuerdo de la tarde en que naciste... Todos la recordamos por el prodigio de una gran lluvia que salvó los campos, y de una violenta tormenta durante la cual los rayos no quebraron ni siquiera un tallito de brezo silvestre, tormenta que terminó con un arco iris de dimensiones y belleza no vistas nunca más. Y... ¿quién no recuerda la alegría de Joaquín? Te mecía enseñándote a los vecinos... Considerándote una flor venida del Cielo, te admiraba, y quería que todos te admirasen. ¡Oh, dichoso y anciano padre que murió hablando de su María, tan bonita y buena y que decía palabras llenas de gracia y de saber!... ¡Tenía razón al admirarte y al decir que no existe ninguna más hermosa que tú! ¿Y tu madre? Llenaba con su canto el ángulo en que estaba tu casa. Parecía una alondra en primavera durante la gestación, y luego, cuando te amamantaba. Yo hice tu cuna, una cunita toda de entalladuras de rosas, porque así la quiso tu madre. Quizás esté todavía en la casa, ahora cerrada... Yo soy viejo, María. Cuando naciste, yo ya hacía mis primeros trabajos. Ya trabajaba... ¡ Quién me iba a decir que te hubiera tenido por esposa ! Quizás hubieran muerto más felices los tuyos, porque eramos amigos. Yo enterré a tu padre, llorándole con corazón sincero porque fue para mí maestro bueno durante la vida».
María levanta muy despacio el rostro, sintiéndose cada vez más segura al oír cómo le habla José, y cuando alude a la cuna sonríe levemente, y cuando José habla de su padre le tiende una mano y dice: «Gracias, José». Un "gracias" tímido y delicado.
José toma entre sus cortas y fuertes manos de carpintero esa manita de jazmín, y la acaricia con un afecto que pretende inspirar cada vez más tranquilidad. Quizás espera otras palabras, pero María vuelve a guardar silencio. Entonces continúa hablando él:
«La casa, como sabes, está intacta, menos la parte que fue derribada por orden consular para transformar en calle el sendero para los convoyes de Roma. Pero las parcelas de cultivo, las que te han quedado –porque ya sabes... la enfermedad de tu padre consumió mucho tus haberes– están un poco abandonadas. Hace ya más de tres primaveras que los árboles y las cepas no conocen podadera de hortelano, y la tierra está sin cultivar y, por tanto, dura. Pero los árboles que te vieron cuando eras pequeñita están todavía allí, y, si me lo permites, yo me ocuparé inmediatamente de ellos».
«Gracias, José. Pero, ya trabajas...».
«Trabajaré en tu huerto durante las primeras y las últimas horas del día. Ahora el tiempo de luz se va alargando cada vez más. Para la primavera quiero que todo esté en orden, para alegría tuya. Mira, ésta es una ramilla del almendro que está frente a la casa. Quise coger ésta... –se puede entrar por cualquier parte por el seto destruido, pero ahora le haré uno nuevo sólido y fuerte– quise coger ésta pensando que si yo hubiera sido el elegido –no lo esperaba porque soy consagrado nazareno70, y he obedecido porque se trataba de una orden del Sacerdote, no por deseos de casamiento– pensando, te decía, que el tener una flor de tu jardín te habría alegrado. Aquí la tienes, María. Con ella te doy mi corazón, que, como ella, hasta ahora, ha florecido sólo para el Señor, y que ahora florece para ti, esposa mía».
María coge la ramita. Se la ve emocionada, y mira a José con una cara cada vez más segura y radiante. Se siente segura de él. Cuando él dice: «Soy consagrado nazareno», su rostro se muestra todo luminoso y encuentra fuerzas para decir: «Yo también soy toda de Dios, José. No sé si el Sumo Sacerdote te lo ha dicho...».
«Me ha dicho sólo que tú eres buena y pura y que debes manifestarme un voto tuyo, y que fuera bueno para contigo. Habla, María. Tu José desea hacerte feliz en todos tus deseos. No te amo con la carne. ¡ Te amo con mi espíritu, santa doncella que Dios me otorga ! Debes ver en mí un padre y un hermano, además de un esposo. Abrete a mí como con un padre, abandónate en mí como con un hermano».
«Ya desde la infancia me consagré al Señor. Sé que esto no se hace en Israel, pero yo sentía una Voz que me pedía mi virginidad en sacrificio de amor por la venida del Mesías. ¡Hace mucho tiempo que Israel lo espera!... ¡No es demasiado el renunciar por esto a la alegría de ser madre!».
José la mira fijamente, como queriendo leer en su corazón, y luego coge las dos manitas que tienen todavía entre los dedos la ramita florecida, y dice:
«Pues yo también uniré mi sacrificio al tuyo, y amaremos tanto con nuestra castidad al Eterno, que El dará antes a la Tierra al Salvador,  ermitiéndonos ver su Luz resplandecer en el mundo. Ven, María. Vamos ante su Casa y juremos amarnos como lo hacen los ángeles entre sí. Luego iré a Nazaret a prepararlo todo para ti, en tu casa si quieres ir a ella, en otra parte si así lo deseas».
«En mi casa... En el fondo había una gruta... ¿Todavía está?».
«Está, pero ya no es tuya... Yo, de todas formas, te haré otra gruta donde estarás fresca y tranquila en las horas más calurosas. La haré lo más parecida posible. Y.. dime, ¿quién quieres que esté contigo?».
«Nadie. No tengo miedo. La madre de Alfeo, que siempre viene a verme, me hará compañía un poco durante el día, y por la noche prefiero estar sola. Ningún mal me puede suceder».
«Bueno, y ahora estoy yo... ¿Cuándo debo venir a recogerte?».
«Cuando tú quieras, José».
«Pues entonces vendré cuando la casa esté en orden. No pienso tocar nada. Quiero que encuentres todo como lo dejó tu madre, pero quiero también que esté llena de luz y bien limpia para acogerte sin tristeza. Ven, María. Vamos a decirle al Altísimo que le bendecimos».

Y no veo nada más. Me queda, eso sí, en el corazón el sentido de seguridad que experimenta María...

Esponsales de la Virgen y José, que fue instruido por la Sabiduría para ser custodio del Misterio.




¡Qué guapa está María, rodeada de sus amigas y sus maestras jubilosas, vestida para los esponsales! Entre aquéllas está también Isabel.
Va toda vestida de blanquísimo lino, tan seríceo y fino que parece de preciosa seda.
Ciñe su grácil cintura un cinturón burilado de oro y plata, hecho todo de medallones unidos por delgadas cadenas –cada uno de los medallones es una filigrana engastada en la pesada plata bruñida por el tiempo– y, quizás porque es demasiado largo para Ella, que todavía es una delicada jovencita, le pende por delante con los tres últimos medallones, cayendo entre los pliegues del vestido amplísimo, que a su vez termina en una pequeña cola debido a su largura. Calzan sus piececitos unas sandalias de piel  blanquísima con hebillas de plata.
El vestido está sujeto al cuello por una cadenita de rosetas de oro y de filigrana de plata, que presentan en pequeño el mismo motivo del cinturón. La cadenita pasa a través de los anchos ojales del amplio cuello del vestido, acortándolo, por tanto, en frunces que forman como una pequeña puntilla. El cuello de María sobresale entre ese candor fruncido, con la gracia de un tierno tallo fajado con una gasa preciada, y así parece aún más grácil y blanco: un tallito de azucena culminado por el rostro lila, el cual, por la emoción, se ve aún más pálido y más puro: un rostro de hostia purísima.
El pelo ya no le pende sobre los hombros. Está graciosamente dispuesto en nudo de trenzas. Unas valiosas horquillas de plata bruñida, con un trabajo de filigrana que cubre enteramente la parte superior del arco, sujetan las trenzas. El velo materno apoya sobre ellas y desciende, formando lindos pliegues,  por debajo del estrecho aro que lleva ajustado a la frente blanquísima; desciende hasta las caderas, porque María no tiene la altura de su madre y el velo le llega más abajo de ellas, mientras que a Ana le  llegaba sólo a la cintura.
No lleva anillos en las manos; en las muñecas, unas pulseras. Pero estas muñecas son tan delgadas, que las pesadas pulseras maternas apoyan sobre el dorso de las manos y quizás, si sacudiera las manos, se caerían al suelo.
Las compañeras la miran absortas desde todos los puntos, y con maravilla. Con sus preguntas y con sus frases de admiración crean un festivo trinar de gorrioncillos.
«¿Son de tu madre?».
«Antiguas, ¿verdad?».
«¡Qué bonito, Sara, ese cinturón!».
«¿Y este velo, Susana? ¡Mira que finura! ¡Fíjate estas azucenas tejidas en el velo!».
«¡Déjame ver las pulseras, María! ¿Eran de tu madre?».
«Las llevó ella, pero son de la madre de Joaquín, mi padre».
«¡Oh, mira! Tienen el sigilo de Salomón entrelazado con sutiles ramitas de palma y olivo, y entre ellas hay azucenas y rosas. ¡Oh! ¿Quién habrá realizado un trabajo tan perfecto y minucioso?».
«Son de la casa de David» explica María. «Hace ya siglos que las llevan las mujeres de esta estirpe cuando se van a casar, y van pasando a las  herederas».
«¡Ah, ya! Tú eres hija heredera...».
«¿Te han traído todo de Nazaret?».
«No. Cuando murió mi madre, mi prima se llevó a su casa el ajuar para conservarlo sin que se dañase. Ahora me lo ha traído».
«¿Dónde está? ¿dónde está? Enséñanoslo a las amigas».
María no sabe qué hacer.. Quisiera ser amable, pero no querría remover todas las cosas, que están ordenadas en tres pesados baúles.
Vienen en su ayuda las maestras: «El novio está para llegar. No es el momento de crear confusión. Dejadla. Que la cansáis. Id a prepararos».
El gárrulo enjambre se aleja un poco enfadado. María puede así gozar en paz de la compañía de sus maestras, las cuales le dirigen palabras de alabanza y bendición. Isabel también se ha acercado, y, dado que María, emocionada, llora porque Ana de Fanuel la llama hija y la besa con un afecto verdaderamente maternal, le dice:
«María, tu madre no está presente, pero sí lo está con su espíritu, el cual se regocija junto al tuyo, y, mira, las cosas que llevas te traen de nuevo su caricia. En ellas sientes aún el sabor de sus besos. Un día ya lejano, el día en que viniste al Templo, me dijo: "Le he preparado los vestidos y el ajuar para cuando se case, porque quiero ser yo la que le haya hilado las telas y le haya hecho los vestidos, para no estar ausente en el día de su alegría".
Mira, al final, cuando yo la asistía, ella quería todas las noches acariciar tus primeros vestidos y este que llevas ahora, y decía: "Aquí siento el olor de jazmín de mi pequeñuela, aquí quiero que Ella sienta el beso de su mamá".
¡ Cuántos besos dio a este velo que cubre tu frente ! ¡ Más besos que hilos tiene !... Y, cuando uses estas telas hiladas por ella, piensa que más que la estambre los ha hecho el amor de tu madre. Y estas joyas... Tu padre las salvó para ti incluso en los momentos difíciles para que te embellecieran, como corresponde a una princesa de David, en este momento. Alégrate, María. No estás huérfana; los tuyos están contigo, y quien va a ser tu marido es tan perfecto, que es para ti padre y madre...».
«¡ Oh, sí ! ¡ Eso es verdad ! No puedo quejarme de él, ciertamente. En menos de dos meses ha venido dos veces, y hoy viene por tercera vez, desafiando a las lluvias y al tiempo ventoso, declarándose sujeto a mí... Fíjate: ¡ sujeto a mí ! ¡ Yo, que soy una pobre mujer, y mucho más joven que él ! Y no me ha negado nada.
Es más, ni siquiera espera a que yo pida. Parece como si un ángel le dijera lo que deseo, y me lo dice él antes de que yo hable. La última vez me dijo: "María, creo que preferirás estar en tu casa paterna. Dado que eres hija heredera, lo puedes hacer, si lo ves oportuno. Yo iré a tu casa. Solamente para observar el rito, tú vas durante una semana a casa de Alfeo, mi hermano. María te quiere ya mucho. De allí partirá la tarde de la boda el
cortejo que te llevará a casa".
¿ No es amable por su parte ? No le ha importado ni siquiera el dar pie a la gente para decir que él no tiene una casa que me guste... A mí me hubiera gustado en todo caso, por estar él, que es tan bueno, en ella. Pero sin duda prefiero la mía... por los recuerdos... ¡ Oh, José es bueno !».
«¿ Qué dijo del voto ? Todavía no me has comentado nada».
«No puso ninguna objeción. Es más, conocidas las razones del mismo, dijo:
"Uniré mi sacrificio al tuyo"».
«¡ Es un joven santo !». dice Ana de Fanuel.
El "joven santo" entra en este momento, acompañado de Zacarías.
Su figura es, literalmente hablando, espléndida. Todo de amarillo oro, parece un soberano oriental. Bolsa y puñal penden de un espléndido cinturón: aquélla, de tafilete bordado en oro; el puñal, en una vaina con guarniciones bordadas en oro, también de tafilete. Cubre su cabeza un turbante, la típica faja de tela como la llevan todavía ciertos pueblos de Africa, los beduinos por ejemplo; lo sujeta en torno un valioso arito de
oro, delgado, que ciñe unos ramitos de mirto. Viste majestuosamente un manto completamente nuevo, con muchas franjas. Está radiante de alegría. En las manos lleva unos ramitos de mirto en flor.
Saluda diciendo: «¡A ti la paz, mi prometida! Paz a todos». Recibido el saludo de respuesta, dice: «Vi tu alegría el día en que te di la ramita de tu huerto. He pensado traerte este mirto que procede de la gruta que tanto estimas.
Quería haberte traído las rosas que están en frente de tu casa, las primeras que están floreciendo ahora; pero las rosas no duran varios días de viaje... Habría llegado trayendo sólo espinas, y yo a ti, dilecta mía, te quiero ofrecer sólo rosas, y quiero sembrar tu camino de flores blandas y perfumadas, para que apoyes tu pie sobre ellas y no encuentres ni inmundicias ni asperezas».
«¡ Oh, gracias, hombre de corazón bueno ! ¿ Cómo has logrado que llegara fresco ?».
«He atado a la silla un recipiente y he metido dentro estas ramitas con las flores todavía en capullo. Durante el viaje han florecido. Tómalas, María. Que tu frente se enguirnalde de pureza, símbolo de la mujer prometida; aunque siempre será mucho menor que la pureza que hay en tu corazón».
Isabel y las maestras engalanan a María con la florida guirnaldita que se forma al fijar en el precioso aro los ramitos cándidos del mirto, e intercalan unas pequenas, cándidas rosas, que había en un jarrón encima de un arca.
María hace ademán de coger su amplio manto cándido para colocárselo prendido a los hombros. Pero su prometido la precede en el gesto y la ayuda a fijar con dos hebillas de plata, en los hombros, este amplio manto suyo. Las maestras disponen los pliegues con amor y gracia.
Todo está preparado. Mientras esperan a no sé qué, José dice (lo dice apartándose un poco con María): «He pensado este tiempo en tu voto. Ya te dije que lo comparto.
Pero, cuanto más pienso en ello, más me doy cuenta de que no es suficiente el nazireato temporal, aunque se vaya renovando. Yo te he comprendido, María. No merezco todavía la palabra de la Luz, pero sí me llega un murmullo de su voz, y ello me pone en condiciones de leer tu secreto, al menos en sus líneas maestras. Soy un pobre ignorante, María. Soy un pobre obrero. Ni sé de letras ni tengo tesoros, mas a tus pies pongo mi tesoro, para siempre. Mi castidad absoluta, para ser digno de estar a tu lado, Vírgen de Dios, "hermana mía, novia, cerrado huerto, fuente sellada"71, como dice el Antepasado nuestro, que quizás escribió el Cantar viéndote a ti... Yo seré el guardián de este huerto de perfumes en que se dan las más preciadas frutas, donde mana una vena de agua viva con ímpetu suave: ¡tu dulzura, prometida mía, que con tu candor –¡Oh, llena de hermosura!– me has conquistado el espíritu! ¡Oh, tú, más hermosa que una aurora; Sol,
que resplandeces porque te resplandece el corazón; Oh, toda amor para con tu Dios y para con el mundo al que quieres dar el Salvador con tu sacrificio de mujer! ¡Ven, mi amada!». Y coge delicadamente su mano para guiarla hacia la puerta.
Los siguen todos los demás. Afuera se añaden las joviales compañeras, enteramente de blanco todas ellas y con velos.
Van por patios y pórticos, entre la muchedumbre observadora, hasta llegar a un punto que ya no pertenece al Templo; parece, más bien, una sala dada para el culto, como se deduce de la existencia en ella de lámparas y rollos de pergaminos como en las sinagogas. Los novios caminan hasta llegar frente a un alto atril (casi una cátedra), y esperan. Los demás, perfectamente en orden, se ponen detrás de ellos. Otros sacerdotes y gente simplemente curiosa se agolpan en el fondo de la sala.
Entra, solemne, el Sumo Sacerdote. Rumor de los curiosos: «¿Es él el que los casa?».
«Sí, porque es de casta real y sacerdotal. La novia es flor de David y Aarón, y vírgen del Templo; el novio, de la tribu de David».
El Pontífice pone la mano derecha de la novia en la del novio y los bendice
solemnemente: «El Dios de Abraham, Isaac y Jacob esté con vosotros. Que El os una y se cumpla en vosotros su bendición, dándoos su paz y una numerosa descendencia con larga vida y muerte dichosa en el seno de Abraham72». Luego se retira, solemne como había entrado.
Se lleva a cabo la promesa recíproca. María es la prometida–esposa de José73.
Todos salen y, en perfecto orden, van a una sala, en la cual se redacta el contrato de matrimonio, donde se dice que María, hija heredera de Joaquín de David y Ana de Aarón, da como dote a su prometido–esposo su casa y bienes adjuntos y su ajuar personal así como cualquier otro bien heredado de su padre.
Todo queda cumplido.
Los esposos salen al patio, le atraviesan, van hacia la salida, que está cerca de la sección de las mujeres dedicadas al Templo. Los está esperando un carro cómodo y voluminoso. Va provisto de una cortina protectora. En él ya están colocados los pesados arcones de María.
Despedidas, besos y lágrimas, bendiciones, consejos, recomendaciones... María sube con Isabel y se pone en el interior del carro; en la parte de delante se ponen José y Zacarías. Se han quitado los mantos de fiesta y se han arrollado en unas capas oscuras.
El carro se pone en marcha, al trote pesado de un caballazo oscuro. Los muros del Templo se alejan, y luego los de la ciudad. Ya se ve el campo, nuevo, fresco, florido bajo los primeros soles de la primavera, con los trigos ya alzados un buen palmo del suelo, que parecen esmeraldas transformadas en hojitas ondulantes bajo una brisa ligera con sabor a flores de melocotonero y manzano, con sabor a tréboles en flor y a hierbabuenas
silvestres.
María llora en voz baja, al amparo de su velo, y, de vez en cuando, corre un poco la cortina y mira una vez más al Templo lejano, a la ciudad dejada...

La visión cesa así.

«José es como un sello que defiende, como un arcángel, a la puerta del Paraíso»



 Dice Jesús:
«¿Qué dice el libro de la Sabiduría al cantar sus alabanzas?: "En la sabiduría está presente, efectivamente, el espíritu de inteligencia, santo, único, múltiple, sutil". Y continúa enumerando sus dotes, para terminar el período con estas palabras: "...que todo lo puede, todo lo prevé; que comprende a todos los espíritus, inteligente, puro, sutil. La sabiduría penetra con su pureza, es vapor de la virtud de Dios... por ello en ella no hay nada impuro... imagen de la bondad de Dios. Es única y, no obstante, lo puede todo; es inmutable y da vida nueva a todas las cosas; se comunica a las almas santas; forma a los amigos de Dios y a los profetas".
9 Ya has visto cómo José, no por cultura humana, sino por instrucción sobrenatural, sabe leer en el libro sellado de la Virgen sin mancha; y cómo se acerca extremamente a las verdades proféticas con ese su "ver", un misterio sobrehumano, donde los demás veían únicamente una gran virtud. Impregnado de esta sabiduría, que es vapor de la virtud de Dios y emanación cierta del Omnipotente, se conduce con espíritu seguro por el mar de este misterio de gracia que es María, se armoniza con Ella con  espirituales contactos –en que se hablan, más que los labios, los dos espíritus en el sagrado silencio de las almas– donde sólo Dios oye voces que perciben también los que le son gratos por servirle con fidelidad y por estar llenos de El.
La sabiduría del Justo, que aumenta por la unión con Toda la Gracia y por la cercanía a Ella, le prepara a penetrar en los secretos más altos de Dios y a poderlos tutelar y defender de insidias humanas y demoníacas. Y contemporáneamente le va renovando. 
Del justo hace un santo; del santo, el custodio de la Esposa y del Hijo de Dios.
Sin quitar el sello de Dios, él, el casto, que ahora lleva su castidad a heroísmo angélico, puede leer la palabra de fuego escrita sobre el diamante virginal por el dedo de Dios, y en él lee aquello que su prudencia no dice, y que es mucho más grande que lo que leyó Moisés en las tablas de piedra. Y a fin de que ningún ojo profano alcance este Misterio, él se pone, como sello sobre el sello, como arcángel de fuego, a la entrada del Paraíso, dentro del cual el Eterno encuentra sus delicias "paseando al fresco del atardecer" y hablando con Aquella que es su amor, bosque de azucena en flor, aura perfumada de aromas, viento suave de frescura matutina, hermosa estrella, delicia de Dios. La nueva Eva está allí, en su presencia. No es hueso de sus huesos ni  carne de su carne; sí, compañera de su vida, Arca viva de Dios. El la recibe para tutelarla, y a Dios debe restituírsela, pura como la ha recibido.
"Desposada con Dios" estaba escrito en ese libro místico de inmaculadas páginas... Y cuando la duda, sibilante, en la hora de la prueba, le sugirió su tormento, él, como hombre y como siervo de Dios, sufrió, como ninguno, por causa del temido sacrilegio.
Pero ésta fue la prueba futura. Ahora, en este tiempo de gracia, él ve y se pone a sí mismo al servicio más auténtico de Dios. Luego vendrá la tempestad de la prueba, como para todos los santos, para ser probados y venir así a ser ayudantes de Dios.
10 ¿Qué se lee en el Levítico? "Di a Aarón, tu hermano, que no entre en cualquier tiempo en el santuario que está detrás del Velo, ante el Propiciatorio que cubre al Arca, para no morir –pues Yo apareceré en la nube sobre el oráculo– si no hace antes estas cosas:
ofrecerá un novillo por el pecado y un carnero como holocausto; llevará la túnica de lino y con calzones de lino cubrirá su desnudez".
Y verdaderamente José entra, cuando Dios quiere y cuanto Dios quiere, en el santuario de Dios; y traspasa el velo que cela el Arca sobre la cual está suspendido el Espíritu de Dios; y se ofrece a sí mismo y ofrecerá al Cordero, holocausto por el pecado del mundo, expiación de tal pecado. Y esto lo hace, vestido de lino, mortificados los miembros viriles para abolir su sensualidad, la cual, una vez, al inicio de los tiempos, triunfó, lesionando el derecho de Dios sobre el hombre; mas ahora será conculcada en el
Hijo, en la Madre y en el padre putativo, para restituir a los hombres a la Gracia y devolverle a Dios su derecho sobre el hombre. Esto lo hace con su castidad perpetua.
¿No estaba José en el Gólgota? ¿Os parece que no está en el número de los
corredentores? En verdad os digo que fue el primero de ellos, y que grande es, por tanto, ante los ojos de Dios. Grande por el sacrificio, la paciencia, la constancia y la fe. ¿Qué fe será mayor que ésta, que creyó sin haber visto los milagros del Mesías?

Sea alabado mi padre putativo, ejemplo para vosotros de aquello que en vosotros más falta: pureza, fidelidad y perfecto amor. Gloria al magnífico lector del Libro sellado, que fue instruido por la Sabiduría para saber comprender los misterios de la Gracia y que fue elegido para tutelar la Salvación del mundo contra las insidias de todos los enemigos».