María: Una vida de fe, obediencia, y humildad | Coalición por el Evangelio

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“¡Salve, muy favorecida! El Señor está contigo; bendita eres tú entre las mujeres”, fueron las palabras pronunciadas por el ángel Gabriel en su encuentro con María, la madre de Jesús. Tanto el Evangelio de Mateo como el de Lucas nos dicen que, al oír estas palabras, María quedó confusa y perturbada… ¡y no era para menos!

María era apenas una adolescente. Ella estaba comprometida para casarse con un joven llamado José, cuando una noche un ángel vino a darle la gran noticia de que ella iba a ser la madre del Mesías prometido.

Es difícil pensar que haya alguien en el mundo cristiano que no conozca la historia de esta mujer. Algunos han optado por venerarla y equivocadamente idolatrarla, pero estos graves errores no deben impedirnos ver su vida y sus actos como dignos de imitarse, de una manera similar a como el apóstol Pablo nos ordena dos veces a imitarle a Él (1 Co. 11:1, Fil. 3:17), y como Hebreos 11 nos muestra un listado de siervos de Dios del pasado para alentarnos en nuestra carrera. Aquí algunas cosas que podemos aprender de María.

1. Su fe

Muchos pudieran pensar que su pregunta sobre cómo sería el dar a luz al hijo anunciado era falta de fe. Sin embargo, a diferencia de Zacarías quien había puesto en duda las palabras de ángel (Lc. 1:18), María no insinuó la imposibilidad de que esto sucediera. La pregunta de ella parece ser el producto de una curiosidad genuina por saber los detalles de cómo Dios haría este milagro. María confiaba en el Dios todopoderoso, y su fe puesta en las promesas de Dios la capacitó para obedecer.

2. Su obediencia

A la noticia del ángel, María responde: “Aquí tienes a la sierva del Señor; hágase conmigo conforme a tu palabra” (Lc. 1:38). Su actitud de servicio y obediencia al Señor superaban por mucho sus inquietudes acerca del futuro. Su obediencia a la tarea que Dios le había delegado hubiese implicado el abandono de su prometido y su deshonra como mujer. Pero María no se detuvo a pensar en las consecuencias que traería el obedecer a Dios, sino que al oír el mandato su corazón de obediencia respondió positivamente. María puso en práctica —aun antes de que se escribiera— lo que dice Romanos 12:1: ella entregó su cuerpo como sacrificio vivo y santo.

3. Su conocimiento de las Escrituras

La fe que habilitó a María para obedecer vino por su inmersión en la Palabra de Dios (Ro. 10:17). El tan conocido “Magníficat”, o la “Canción de María”  delata el profundo conocimiento que ella tenía tanto de su condición espiritual como de las Escrituras. Lo primero que ella dice es que su espíritu se alegraba en Dios su Salvador (Lc. 1:47), dejándonos ver cuán clara tenía su necesidad de salvación. Después vemos su vasto conocimiento del Antiguo Testamento, ya que los versículos siguientes cuentan con fragmentos muy similares a la oración de Ana en 1 Samuel 2:1-10. Además de esto, podríamos concluir que su amplio conocimiento de las Escrituras fue lo que le ayudó a entender la profecía del ángel en Lucas 1:32-33, y concluir que el ángel hablaba del Mesías.

4. Su humildad

La humildad distingue a María de entre las otras mujeres piadosas de la Biblia. Pensemos un poco en lo que ella tenía en sus manos: ser elegida por Dios entre todas las mujeres para llevar en su vientre al salvador, quien por su naturaleza divina nunca pecó. Desde una perspectiva humana, ¡esta madre tenía al Hijo perfecto! Desde una perspectiva divina, a esta mujer se le había otorgado el mayor de los privilegios.

Estas dos concesiones hubieran —aunque sea por un minuto— llenado de arrogancia y orgullo a cualquier mujer. Pero todo lo contrario, su reacción fue un despliegue de adoración y gloria al Señor (Mt. 2:11; Lc. 2:13). En ninguna parte leemos que María haya ido por todo el pueblo pregonando la visita de los pastores o la de los magos, ni la vemos haciendo alarde ni promocionando a su hijo. La Biblia solo dice que después de presenciar estos eventos María “atesoraba todas estas cosas en su corazón”. Humildad era una de sus mayores virtudes, digna de imitar (Lc. 2:19; 51).

La humildad, es una justa evaluación de lo que soy y un entendimiento de que lo que tengo es producto de la gracia de Dios. Este entendimiento aplaca la arrogancia y el orgullo y me enfoca en el verdadero protagonista de mi vida: Dios.

María personificó esta definición de Andrew Murray, al decir que “humildad es el perfecto sosiego del corazón. Es el no esperar nada, no asombrarse con lo que se me haga, no resentirme a lo que se me haga a mí. Es estar en reposo cuando nadie me elogia, o cuando me culpan o desprecian”.[1] La fe, el conocimiento de Dios, y sobre todo la humildad, permitieron que María estuviera en pie hasta el fin y con sus ojos puestos en el Señor, tanto en los tiempos de asombro ante ángeles y sabios, como ante la cruel realidad de ver a su Hijo inocente morir en una cruz.

Una vida que no apunta a sí misma

Ninguna de las cualidades de María, completamente dignas de imitar, apunta a ella misma. Todo lo que hemos visto apunta a ese Hijo que por gracia estuvo en su vientre; ese Hijo que sería el salvador de su propia vida y de la humanidad; ese Hijo que vivió en total obediencia al Padre y que es la personificación misma de la humildad.

La vida de María y el ejemplo de su carácter nos llevan a exaltar al único digno de toda gloria. Así como María podemos proclamar “Mi alma engrandece al Señor, y mi espíritu se regocija en Dios mi Salvador” (Lc. 1: 46-47).


Imagen: Lightstock
[1]: Paul Lee Tan, Encyclopedia Of 7700 Illustrations: Signs Of The Times (Garland, TX: Bible Communications, Inc., 1996). 570.
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